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Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3
Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3
Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3
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Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3

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About this ebook

Se me va
Elena Larreal

"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."

Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.

Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.

+

Colección Completa Cuentos

La colección de cuentos de ciencia ficción y misterio de J. K. Vélez. Mentes de cristal, La asombrosa historia de Marcus Sans, Los ojos del pozo o Ayer provoqué el fin del mundo, relatos que nunca podrás olvidar.

+

Un Comienzo para un Final
J. K. Vélez

Un viaje que comienza como tantos otros en un tren y que puede ser el principio de la locura o, quizá, de una nueva e inesperada vida.

Fragmento:

Todo empezó hace tres meses.
Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.
Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza...

Tres lecturas que disfrutarás de principio a fin.

LanguageEspañol
PublisherPROMeBOOK
Release dateAug 21, 2017
ISBN9781370856688
Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3

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    Se me va + Colección Completa Cuentos + Un Comienzo para un Final. De 3 en 3 - Elena Larreal

    UN COMIENZO PARA UN FINAL

    J. K. Vélez



    I

    Y allí estaba Esteban, llorando ante su tumba, preguntándose qué hubiera podido hacer para salvarle la vida.

    Aquel verano podía haber acabado de muchas formas, pero jamás habría imaginado un final semejante.

    Ahora todo era distinto. Él mismo ya no era el mismo, y ya no lo sería nunca más.

    Sintió la mano en su hombro y trató de serenarse.

    Una vez lo consiguió, echó una última mirada a la tierra removida, y, desde lo más profundo de su ser, una voz rota, la suya, dijo adiós, amigo, adiós.

    Luego, simplemente, salieron de allí.


    II

    Todo empezó hace tres meses.

    Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.

    Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza, como si en lugar de llevar un periódico en las manos fuera el alegre portador de una compresa súper absorbente y se preguntara a qué huelen las cosas que no huelen, un instinto, que tiene muy poco de divino, me dijo que se avecinaba tormenta en la vida de Esteban, y por ende en la mía propia, que para eso soy su íntima, su pañuelo de lágrimas perfumado, su frasquito de esencias naturales, su regalo sorpresa y pelín detestable de cumpleaños, su bruja de nariz retorcida y rebelde obsequio en la tómbola de la Asociación Pluriestética, su bola de cristal mellado, su magia... y su escoba, para recoger los restos.

    Cuando al pasar por delante de mi mesa me ignoró por completo, mis sospechas se vieron confirmadas. Conoce mis dotes de observación tan bien como yo conozco sus ataques de esplendor depresivo. Aproveché el café de las 10 para acorralarlo contra la máquina, cuando fue a buscar el suyo.

    —¿Qué ha pasado?

    —Se ha acabado el azúcar.

    —¿Y qué más?

    —Solo quedan dos vasitos.

    —Vale. A ver así. ¿Qué te ha pasado en el periodo de tiempo que va desde ayer a las seis de la tarde, momento en que abandonaste la redacción, a esta mañana, ocho treinta, momento en que has traspasado el umbral de esa puerta flotando entre nubes de algodón de azúcar?

    Su silencio me atravesó con la fuerza de un arpón (lanzado con fuerza).

    No se le ocurrió ninguna respuesta rápida. Ninguna réplica cortante o divertida.

    Solo me miró, acomodado en un silencio punzante (punzante de arpón, lanzado con fuerza) y una sonrisa triste en los labios.

    —Vaya, eso es terrible —hube de decir.

    —No te adelantes, aún no he contestado —contestó.

    —Estaba ensayando —repliqué.

    Me esquivó con muy poco tacto y se dirigió a su mesa, sonriendo a todo el mundo. Una muy mala señal. Le seguí porque se supone que es lo que debe hacer una buena amiga, pero ya estaba un poco harta de tener que sacarle las confesiones jugosas por la fuerza.

    —Esteban.

    —¿Mmm?

    —¿Qué te pasa?

    —Nada.

    —Ah. Nada.

    —Nada. En serio.

    —Ya.

    Un último intento, antes de empezar a chillar como una posesa.

    —Esteban, o me lo cuentas, o te juro que del guantazo que te doy se te van a quitar las ganas de entrar dando saltitos.

    —¿He entrado dando saltitos?

    —Pues sí, lo has hecho. Los dabas. Al entrar.

    —No, no los daba.

    —Que sí, que los dabas.

    —Que no.

     Marta, esa compañera pija, petulante y jactanciosa de la redacción, aquella mañana se ganó diez puntos, cuando intervino:

    —Sí que los dabas, Esteban.

    Por toda respuesta, él se llevó su café sin azúcar a los labios y dio un sorbo mirando a Marta como si fuese una cagada de pájaro en el capó de una furgoneta vieja.

    Yo, por mi parte, miré a Esteban como si fuese un componente parecido, de un animal más grande, y hubiese sido depositado en medio de la alfombra persa que adorna y embellece el suelo de mi salón.

    En lugar de ponerme a chillar como una posesa, me fui a mi escritorio y me puse a jugar con el ordenador. Cinco minutos después le había mandado un virus al correo, uno de mi cosecha, que le bloqueó la máquina.

    No se molestó en venir hasta mi mesa. Cogió el móvil y me escribió un mensaje, aunque, como solo nos distanciaban cinco metros de oficina, podría habérmelo dicho alzando un poco la voz entre el jaleo.

    ¿Qué coño has hecho? —Decía el mensajito.

    Cuéntame lo q te pasa y te lo arreglo —contesté yo.

    El siguiente mensaje resultó esclarecedor.

    Mi mujer me ha dejado.

    Estaba bastante claro. Su mujer era una verdadera imbécil. Dejar así a mi niño... Mensajito al canto.

    ¿Eso es todo?

    ¿Te parece poco?

    Volverá.

    No, no lo hará.

    Pues yo te digo a ti que sí.

    Y yo te digo a ti que no.

    Que sí.

    Que no.

    ¿Hacemos una apuesta? Apuesto uno d mis zapatos contra una d tus corbatas a q vuelve.

    En ese caso, y para ser justos, uno de tus zapatos contra media corbata mía.

    Hecho.

    Después del último mensaje miré el reloj, y, qué curioso, se había hecho la hora de ir a comer.


    III

    Fue un día difícil. Sabía lo que debía decirle. Sabía que había llegado el momento, y aun así, cuando lo vi llegar a casa con la camisa empapada y esa sonrisa suya de circunstancias, cuando se sentó a la mesa de la cocina con el pelo revuelto y aire de no poder con su alma, cuando me miró con carita de niño bueno y me pidió un beso, estuve a punto de echarme atrás.

    Esteban es así. Algo en él me recuerda continuamente que he sido feliz a su lado. Pero no quería confundir la pena con el amor. No quería llenar mi futuro de pasado, por bueno que éste hubiera sido. Ya había tomado la decisión, y sabía que sería lo mejor. No para ambos, por supuesto. Solo lo mejor para mí. Pero era preferible eso a mantener una mentira.

    Así que me senté a su lado, tomé sus manos entre las mías, y empecé a hablar. Fue todo un señor monólogo, el discurso que tanto me había costado preparar.

    Le hablé de mí, de mis deseos no cumplidos, de mis sueños por realizar, de mis aspiraciones olvidadas, del tiempo que ahora se me antojaba perdido. Le hablé de mi falta de ilusiones, de la monotonía de la vida en pareja, de la falta de amor que se había apoderado de mi corazón. Le hablé de mi desencanto, pero no con él, sino con lo nuestro. Le hablé de incompatibilidades, de silencios, de peleas y de aburrimiento. Le hablé y le hablé, porque no quería dejarlo hablar a él. Porque si él me hablaba me llevaría al día de nuestra boda, a la luna de miel, al mágico atardecer en Ibiza, a los susurros en mitad de las noches de acampada, al sofá de mi oso, mi libro y mi marido, como yo lo llamaba, a aquellos domingos en casa de su madre, con todos sus hermanos contando chistes zafios, y a la imagen de mí misma riendo como nunca lo había hecho antes.

    Y yo no podía permitir que me llevara de nuevo a esos sitios porque... Porque no.

    Así que hablé, y hablé, hasta que vi que sus ojos se habían llenado de lágrimas, y que me contemplaba en silencio, incrédulo, derrotado, sorprendido y herido.

    Y seguí hablando como si no me importaran sus lágrimas, como si lo hubiera visto llorar ya demasiadas veces, y mientras sus lágrimas brotaban, dentro de mí algo se rompía.

    Y le dije que se había acabado, que no me pidiera una oportunidad, porque no habría segunda parte, que no desperdiciara su tiempo tratando de encender una llama que llevaba demasiado tiempo apagada.

    Trató de mirarme a los ojos y miré hacia el suelo. Trató de decirme algo y lo hice callar.

    Trató de abrazarme, y salí corriendo.

    Volvería al día siguiente a recoger mis cosas, cuando él estuviera en la redacción. No quería verlo nunca más.

    Me quemaba su dolor.

    Me asqueaba mi actuación.

    Pero era lo mejor que podía hacer. No había otro camino.

    No podía seguir con él sin amarlo, y no podía decirle el porqué ya no lo amaba.

    Cuando llegué al apartamento, media hora más tarde, mi cabeza era un torbellino. No quería pensar en lo que me esperaba. Divorcio.

    Separación de bienes. Litigios.

    Tendría que verlo, en un futuro cercano, y no me sentía capaz.

    —¿Cómo estás?

    Antonio me tomó entre sus brazos y me estrechó tan fuerte que creí que me cortaría la respiración, para luego darme cuenta que, más bien al contrario, su cuerpo, su abrazo, me hacían respirar serena.

    —Es lo peor que he tenido que hacer en toda mi vida. Pero ya está hecho.


    IV

    Primero hablé con Laura, porque lo conoce mejor que nadie. Esteban y ella son uña y mugre, expresión, sea dicho de paso, que utiliza mi hijo mayor desde que se enganchó a esa telenovela colombiana.

    Me gusta que mis empleados sean felices. También me gusta que rindan, eso es evidente, pero no harán una cosa si no son la otra.

    Siempre uso la comparación del trabajo y el reloj de precisión. Los empleados del uno son como el engranaje del otro. Si una pieza falla, se atrasa. Si fallan dos, nena, la hemos hecho buena, y si fallan más, el reloj se nos jode y, en nuestro caso, el periódico no sale. También utilizo mucho la comparación del empleado con la manzana. Manzana podrida tras el aguacero, pudre al compañero.

    Lo de los refranes improvisados es una estrategia para crear buen ambiente. Lamentablemente no consigo el efecto deseado. En vez de tranquilizar los ánimos y provocar una sonrisa, suelo conseguir miradas de recelo del tipo Dios, se está haciendo el gracioso. ¿Estará a punto de despedirme?.

    Tendré que hacérmelo mirar. Tomar un cursillo, o algo. Que no siempre la silla más grande es la más cómoda.

    Generalmente clasifico a los empleados en dos grandes grupos: Hombres y mujeres.

    Con los hombres es fácil tratar. Entran, les dices lo que deseas conseguir, y te dicen que vale, que bien, porque somos más lentos que ellas y nos cuesta reaccionar lo que no está en los escritos. Luego, cuando salen del despacho, es cuando se dan cuenta de que el día 17 ya pasó hace una semana, con lo que entregar el artículo ese día se les hace harto difícil. Se agobian un poco, pero a veces eso es bueno. Felices sí, pero no ociosos. El hombre y el oso, cuanto más ocioso, más peligroso.

    Las mujeres son otro cantar. Los hombres no tienen subgrupos, todos más o menos son parecidos. Puedes tratarlos por igual.

    Pero ellas...

    Yo las divido en tres subgrupos. Primero están las empleadas corrientes. Con un vistazo sabes que puedes tratarlas como a los hombres, pero ojo, ellas son más rápidas, no les cuesta tanto reaccionar, y pueden darse cuenta de que el día 17 ya pasó cuando aún están en el despacho, con lo cual tendremos un problema.

    Luego están las empleadas atractivas.

    Puede que me consideren machista, pero además de jefe, soy hombre, y a las mujeres atractivas no hay por donde cogerlas. Prefiero no llamarlas nunca a mi despacho. Y si no tengo más remedio que hablar con alguna, procuro poner todas las fotos de mi esposa bien visibles. Es una medida subliminal. Así evito molestos acosos.

    El tercer subgrupo está enteramente dedicado a Laura. Ella entra en el despacho, le dices lo que deseas que haga, te dice que vale, que bien, pero cuando sale del despacho se va con un aumento de sueldo, y no sé cómo lo hace.

    Es persuasiva, seductora y ágil. Un peligro.

    Por eso nunca la llamo al despacho. Pero aquel día la llamé, porque una de mis manzanas estaba empezando a ponerse pocha, y manzana de manzano demacrado, buena la hemos armado.

    Para evitar que me llevara a algún terreno peligroso para mi matrimonio o mi bolsillo, decidí ir directo al grano.

    —Tú conoces bien a Esteban, ¿no es cierto?

    —Podría decirse que sí.

    —¿Sabes si le ha ocurrido algo últimamente? Encuentro sus artículos cada vez más flojos. ¿Qué le pasa?

    Nada. No soltó prenda. No hubo manera de sacarle una respuesta.

    Así que le pedí que llamara a Esteban a mi despacho. Y al minuto, toc, toc.

    —Adelante.

    —¿Quería verme?

    —Me hacía ilusión, sí.

    Se sentó, rígido. Solo con mirarle a los ojos intuí que, pasara lo que pasara, era peor de lo que había imaginado.

    —Esteban, ¿sabes por qué estás aquí?

    —Le hacía ilusión verme.

    —No. No me refiero a mi despacho, sino al periódico.

    Se tensó. Supongo que al final deberé hacer ese cursillo. Siempre los acabo poniendo nerviosos.

    —Será porque trabajo aquí.

    —Muy bien, veo que has hecho los deberes.

    Ahora lo estaba tratando de imbécil. Esteban era nuestro mejor redactor, y yo le hablaba como si fuera un alumno preescolar más bien cortito.

    —Esteban, estás aquí porque eres el mejor. Así de fácil.

    —Gracias, señor.

    —Y como eres el mejor, la responsabilidad es, también, más grande, ¿no crees?

    —Suponiendo que lo sea realmente, parece bastante cierto, sí.

    —La cuestión es que tus últimos artículos dejan bastante que desear.

    Una de sal y otra de avena, como quien dice.

    —Lo sé. No estoy en mi mejor momento.

    —Sabes que tu puesto no peligra. No digo que tus artículos sean malos, pero estás bajando mucho el listón.

    —Lo sé.

    —Y no quiero que te agobies, no pretendo darte el toque, ni llamarte la atención...

    A veces soy un poco cínico, es cierto.

    —...y sé perfectamente que cuando las cosas van mal, van mal. No hay que pedirle plátanos al nogal, tampoco.

    —Ahí, ahí.

    —En fin, que te he llamado al despacho porque me gustaría que me vieras como un amigo, y si hay algo que pueda hacer por ti, no tienes más que decirlo.

    —Pues...

    —Adelante, pide. El que no berrea no se alimenta.

    —Necesito ya mis vacaciones. Las tengo para Agosto...

    —¿Te va mejor cogerlas en Julio?

    —Sí.

    —¿Sólo eso?

    —Sólo eso.

    —Pues hale.

    Me gusta que mis empleados sean felices. Aunque creo que eso ya lo he dicho.


    V

    Mi vida cambió a raíz de un encuentro con un desconocido. Estas cosas solo ocurren en el tren, y no sé muy bien el motivo. Quiero decir, que si en lugar de encontrarnos en un tren, hubiésemos tropezado en un autobús, coincidido en el metro, conocido en un avión o mareado en un barco, quizá el efecto provocado en mí y en mi vida hubiera sido menor.

    Pero fue en un tren, y además en uno de esos chapados a la antigua.

    Supongo que ese halo de misterio, de estar enclavados en el pasado, que se respiraba en la estación, o el revisor vestido de negro, con gorro y mostacho, fueron suficiente para condicionarme. El tren me sugestionó. Podría ser el título para un próximo artículo.

    O mejor no.

    Por si esto fuera poco, hacía escasamente dos días había visto un corto en Versión Española sobre un tren y tres desconocidos, y lo cierto es que cuando entré en mi compartimento (al principio vacío) casi deseaba un encuentro similar. Me apetecía hablar, y conforme pasaban los minutos me iba impacientando un poco más, deseando que entrara cualquiera para empezar a contarle mi vida a la primera de cambio. Así que quizá yo mismo preparé el terreno.

    No tuve que esperar demasiado. Al rato, con el tren ya en marcha, un hombre de unos cincuenta años, con el pelo encanecido y unas gafas al borde de la nariz (lo que hacía que mirara echando la cabeza para atrás) se asomó por la portezuela y me dijo educada pero redundantemente si podíamos compartir compartimento.

    Evidentemente, le contesté que sí.

    Le ayudé a colocar las maletas, y se sentó frente a mí.

    Ya tenía un desconocido. Ahora solo me faltaba encauzar una conversación en la dirección deseada, que me permitiera hablar sobre mí.

    El problema es que no se me ocurría nada que decir, y el tipo tampoco parecía tener muchas ganas de hablar conmigo, así que me puse a mirar por la ventanilla, sabiendo que el traqueteo del tren y el paisaje bucólico combinados me harían estar durmiendo en cuestión de minutos.

    De hecho, cuando el tipo habló, yo ya no estaba allí del todo.

    —Muy bueno el de la comida basura.

    Me obligué a abrir los ojos y lo miré. Como estaba leyendo un periódico supuse que el de la comida basura era un chiste que acababa de leer.

    —Pues cuéntemelo —repliqué.

    —¿No se acuerda? Pero si sale en la edición de hoy.

    Aún no estaba del todo despierto, así que sus palabras bailaron en mi cabeza sin mucho sentido.

    —Corríjame si me equivoco. Usted supone que yo he leído hoy el periódico —dije.

    —¿Y o supongo eso?

    —Sí.

    —Explíquese.

    —¿Que le explique qué?

    —Que me explique por qué usted supone que yo supongo que usted hoy ha leído el periódico.

    —Porque me ha preguntado extrañado si no recuerdo el chiste, chiste que sale en la edición de hoy. Y digo yo que para recordarlo antes debería haberlo leído.

    —Perdone pero... ¿qué chiste?

    —El de la comida basura.

    —Ah, ¿pero es que era un chiste?

    —No lo sé, usted lo sabrá, que lo ha leído.

    —Pues yo creo que usted lo sabrá mejor, que lo ha escrito.

    —Ahora me he perdido.

    Divertido, el hombre me pasó el periódico, y señaló un artículo que llevaba una foto mía bastante reciente al lado.

    —Este es usted, ¿no? El artículo es suyo.

    El titular decía Comida basura, ¿un peligro para la salud?.

    —Será cabrón... —dije.

    —Oiga, que yo no le he faltado el respeto.

    —No, no. Perdone. Estaba hablando de mi jefe. Le pedí que me adelantara las vacaciones. Todos los años las cojo en Agosto, y mi sección desaparece durante ese mes. Habitualmente la ocupan con una crónica de sociedad. Era de suponer que este año harían lo mismo, aunque sea en Julio, pero el director se jubiló hace cinco meses, y el nuevo no se entera de la misa la mitad. Y ya ve, mi sección sigue en el periódico, pero este artículo lo escribí hace por lo menos seis años. Está reponiendo mi Verano Azul particular. Va a conseguir que la crítica me coma con patatas. Santo Dios, ni tan siquiera han cambiado las fechas.

    —Si le sirve de consuelo, yo ni me había dado cuenta que fuera atrasado.

    —Está como un cencerro. El otro día me echaba la bronca porque había bajado el listón, y hoy mete un artículo de cuando todavía no sabía escribir. Es alucinante.

    —A mí me ha parecido bastante bueno, la verdad.

    —Tiene fotos de su mujer por toda la oficina. Como si no le bastara verla cada día. ¿Usted cree que un hombre que pone la foto de su mujer en todas partes puede estar bien de la azotea?

    —Yo llevo unas cuantas de la mía en la cartera, ¿quiere verlas?

    —Por supuesto.

    Empezó a sacar fotos de una tal Eloísa, buen nombre para la mujer de un desconocido que te encuentras en un tren, y me las fue pasando una a una mientras una sonrisa enamorada iluminaba su rostro.

    Las miré con verdadero interés, hasta que me acordé de mi mujer, que acababa de abandonarme, y deseé que apartara de mí aquellas fotografías. Afortunadamente, el hombre no se percató de mi reacción, que podría haber mal interpretado.

    Lo curioso es que no dejaban de salir fotos, y la cartera era minúscula. Mary Poppins tenía ahora el pelo cano.

    En la última foto salían él y su mujer sentados en un compartimento exactamente igual al que ocupábamos en aquel instante el desconocido y yo.

    Sin explicación aparente, un escalofrío me recorrió el espinazo, y sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca. Busqué la ventanilla inconscientemente, aun sabiendo que estaba cerrada, y que aquel repelús no era debido a una corriente de aire.

    —¿Le ocurre algo, amigo?

    —¿De cuando es esta foto?

    —De hace unos quince minutos.

    La verdad es que no parecía una instantánea, pero me guardé el comentario. En cambio pregunté:

    —¿Quiere decir que su mujer va en el tren?

    —Sí.

    —Pues no sé.

    —¿Qué es lo que no sabe?

    —Si su esposa va en el tren, y está usted tan enamorado como dice y parece, no sé qué hace aquí conmigo.

    —Eso es un poco difícil de explicar. Y ni siquiera nos hemos presentado.

    Me tendió la mano y dijo llamarse Gabriel. Yo se la estreché y murmuré Esteban.

    —Bueno, ahora que nos hemos presentado, explíquemelo.

    —Si no le molesta, le contestaré después a su pregunta —dijo. —Detesto las confusiones.

    —Nunca hago juicios precipitados.

    —Es posible, pero no soy un charlatán.

    —Comprendo. —Realmente no comprendía nada, pero descubrí, medio intrigado medio fascinado, que me gustaba aquel tipo y nuestra singular conversación. —Aunque, permítame que le exponga una duda. Si detesta los malos entendidos, ¿por qué no me contesta ahora a la pregunta?

    —Porque no estoy aquí para hablar con usted, sino para que usted hable conmigo.

    Muy bien.

    Yo necesitaba hablar con alguien.

    Gabriel parecía un alguien aceptable.

    Pero, o bien sabía demasiado para mi gusto, o bien me había quedado realmente dormido.

    —De acuerdo. ¿Qué quiere que le cuente?

    —Lo que necesite. Le escucharé encantado.

    —Pues ahora mismo no se me ocurre nada que contarle.

    —Hábleme de ella, entonces.

    —¿De ella?

    —Su mujer.

    —¿Cómo sabe que estoy casado? No llevo anillo de compromiso.

    —Es evidente que se lo ha quitado porque no desea tener ningún recuerdo tangible de su esposa durante las vacaciones.

    —Ah, bueno. Y eso usted lo ha deducido...

    —Son cosas que veo. No tiene mayor importancia.

    —¿Cosas que ve?

    —En efecto.

    —¿Y sin mayor importancia?

    —Sin la más mínima.

    —Ajá. ¿Y qué más ve?

    —Veo que no es la única mujer en su vida.

    —Ah, hay otra.

    —Ciertamente.

    —Eso está bien. Y se está refiriendo a...

    —A Laura, por supuesto.

    —Por supuesto. —Yo ya estaba buscando la cámara oculta por todas partes.

    Gabriel sonrió entonces con aire de suficiencia, y algo en su expresión me hizo pensar que ya se había cansado de la broma. Pasó varias páginas del periódico que tenía sobre las piernas, yendo de mi sección a la de Laura.

    —Léalo, no tiene desperdicio —dijo, con una sonrisa traviesa.

    Del amor no correspondido, era el título.

    Laura, mi mejor amiga, el hombro sobre el que lloro las pocas veces que lo hago, mi confidente, mi cajita de los secretos, había escrito un artículo sobre mí, compañero de trabajo, abandonado recientemente por su mujer, y de vacaciones.

    En un principio me pareció una invasión salvaje de mi intimidad pero, conforme iba leyendo, no pude evitar emocionarme.

    Cuando acabé, Gabriel se explicó, aunque estaba todo muy claro.

    —Compré el periódico en el kiosco, un rato antes de tomar el tren. Primero leí este artículo y luego, intrigado, leí el suyo de la comida basura. Imagine cual fue mi sorpresa al verlo en la estación. ¿No le parece una gran coincidencia?

    —Y que lo diga.

    —Perdone por haberle tomado el pelo. Ha caído de cuatro patas. Jo, jo.

    —Por un momento ha llegado a asustarme.

    —Bueno, pues ahora que ya está todo claro, empiece.

    —¿Que empiece?

    —Cuéntemelo todo. Disfruto con las historias ajenas.

    —Buff. ¿Y por donde empezar? Hay tanto que contar...

    —Por el principio estará bien, aunque puede ir saltando de un sitio a otro. No se preocupe por mí, soy bueno haciéndome películas mentales.

    —De acuerdo. Le hablaré de mi mujer.

    —Adelante.

    Respiré profundamente antes de abrir mi baúl de los secretos y, antes de que pudiera abrir la boca, Gabriel había sacado una libretita de alguna parte y estaba tomando notas.

    —¿Es usted periodista? ¿De la competencia?

    —En absoluto. No se preocupe por mí. Hable, hable.

    —Pero...

    —¿Qué?

    —¿Me dejará leer lo que haya escrito cuando termine de hablar?

    —No habré escrito nada, pero si le hace ilusión, le dejaré la libreta.

    —En fin... Está bien. Nos conocimos en una escuela de teatro, en mis tiempos de facultad. Yo andaba perfeccionando mi estilo literario, había leído todos los clásicos, tenía una gran afición por la poesía, estaba escribiendo una novela y era autor de infinidad de ensayos, algunos de los cuales ganaron algún premio sin importancia. Solo me quedaba acercarme al género teatral, y pensé que era mejor hacerlo desde un escenario. Así que me apunté a una escuela de arte dramático. El primer día me fijé en una chica altísima, toda brazos y piernas, que además gesticulaba mucho. Estaba siempre moviéndose. Parecía estar en todas partes, ocupando toda la clase. Mirase hacía donde mirase, allí había alguna parte de ella. Tenía una gran sonrisa, y lo cierto es que me gustó enseguida. Se llamaba Carla. Una semana después de conocernos, al salir de las clases, me abordó y me dijo con mucho ímpetu que estaba loca por mí, que quería ser la madre de mis hijos, que la llevara a mi casa para ayudarla a recuperar el sueño, ya que lo había perdido por mi culpa hacía días. Para su sorpresa, y la mía, le contesté que no. Yo ya había decidido que la conquistaría, que desplegaría toda la artillería; que le escribiría algún verso; que la invitaría al karaoke para cantarle una o dos canciones de amor (más no, estás cosas hay que hacerlas despacio); que la llevaría a algún museo de arte moderno, o a alguna hamburguesería (para el caso es lo mismo) para contarle mi vida poco a poco y hablarle de mi niñez difícil y complicada adolescencia entre dibujos de Jacques Lipchitz, esculturas de Aristide Maillol y nuggets de pollo rebozado; que la invitaría a cenar en casa de mamá, cuando pudiera confiar en que no se sintiera incómoda, porque mi madre y mis hermanos son gente poco común, y hay que saber llevarlos; que nuestro primer beso sería a la luz de la luna, en un paraje precioso, perdido y espeluznante y que se abrazaría a mí cuando aullase algún lobo solitario; que la dejaría leer mi primera novela antes que a nadie, que me daría su opinión, la cual sería muy importante para mí, y se convertiría en la lectora ideal que todo escritor debería tener a su lado; que, en definitiva, la conquistaría a mi ritmo. Y ella me lo había chafado todo en un instante. Así que le dije que no, y se sintió tan ofendida, tan humillada, tan ultrajada, que dejó de ir a la escuela de arte dramático. Y a la tercera semana sin aparecer le dieron la plaza a otra chica, Eva, menudita, rellenita y dicharachera, la cual sí se dejó conquistar como Dios manda, y con la que me acabé casando.

    —¿Y qué fue de Carla? —Gabriel había dejado de apuntar cosas en su misteriosa libreta para poder mirarme a los ojos, intentando sondear mi alma.

    —No lo sé.

    —Vaya... ¿Se casó con una chica que no le gustaba pero que se ajustaba más a su concepto de la

    conquista?

    —Yo no he dicho que Eva no me gustase.

    —Ya, ya lo sé, pero hablaba con tanta pasión de la una y tan poco de la otra...

    —Porque me ha interrumpido. Ahora tocaba hablar de Eva.

    —Ah, en ese caso continúe, continúe.

    —Como decía, Eva era una chica bajita y simpaticona. Sin complejos. Cuando la conocí era la mujer más feliz de la tierra. Pero hay mujeres que son felices solas, y no saben serlo en pareja. El problema de Eva, desde mi punto de vista, es que era tan autosuficiente, tan entera, que cuando aparecí en su vida rompí el equilibrio que había conseguido. El amor la desequilibró.

    —Suena bastante mal.

    —Espere y verá. Cuando empezamos a salir, ella estaba segura de sí misma, no le importaba su sobrepeso (y he de decir que a mí tampoco) hablaba por los codos, y era un peligro público. La temían en los restaurantes, la miraban en los supermercados, la señalaban por la calle. Llamaba mucho la atención. Era tan feliz como una niña enamorada, hasta que se enamoró. Cambió de la noche a la mañana. Tenerme a su lado fue el punto de inflexión. De ser independiente pasó a depender de mí, y no me refiero económicamente, porque trabaja en el ayuntamiento. Lo que quiero decir es que empezó a necesitarme de un modo desconcertante. Lo pasaba realmente mal si alguna vez yo llegaba tarde a casa, no salía si no la acompañaba yo, empezó a tener problemas con su peso y a obsesionarse con que yo la dejaría si no conseguía adelgazar. Cuando estábamos juntos se acurrucaba a mi lado, se aferraba desesperadamente a mí, y no conseguía dormir si no me tenía cerca. El amor puede transformar a las personas, y no siempre para bien. Todo esto ocurría al año de conocernos, cuando aún solo éramos novios. Y empezó a asustarme la posibilidad de casarme con ella. Yo creía que podía ser la mujer de mi vida, pero no de esa manera. Yo quería a la chica rellenita y sin complejos. La chica de las dietas y los interrogatorios continuos me asustaba. Intenté hacerle ver que había cambiado, pero ella no lo veía. Hasta la noche de la función.

    —La primera función en público —dijo Gabriel.

    Lo miré desconcertado, preguntándome cómo sabía eso, pero en lugar de indagar en la cuestión, continué.

    —Llevábamos un año en la escuela de arte dramático. Cada jueves por la tarde y cada sábado por la mañana, sin faltar a una clase. Al año se hacía la primera función con público. Y fue un verdadero desastre. Se representaban escenas de diversas obras, algunas conocidas, otras no tanto, y alguna inédita (yo mismo presenté una cosita, que unos compañeros defendieron estupendamente). Eva y yo hicimos una adaptación muy libre de Pareja abierta, de Darío Foo. En la escena que representamos, una esposa (Eva) se quiere suicidar, encerrada en el baño con un arsenal de pastillas, y su marido (yo) intenta convencerla de que no haga locuras. Era una escena cómica, cargada de ironía. Ella iba explicando al público los motivos que la llevaban a tomarse las pastillas, y además iba nombrándolas todas, diciendo de memoria sus complicados nombres, con lo cual dejaba bien claro que era una experta en la materia. Yo estaba tras la puerta del baño, y cuando debía decir una frase para convencerla de lo estúpido de su decisión, un foco me iluminaba. El resto de la escena mi personaje estaba sumido en la penumbra, con lo que podía mirar al público tranquilamente. La escena iba transcurriendo sin complicaciones. Hasta que Eva cambió el guión. Empezó a enumerar las cosas que detestaba de mí, a sacarme defectos, a quejarse de lo poco detallista y cariñoso que me había vuelto, a reírse de mi madre y sus excentricidades, y cada vez parecía más y más ofendida. El público se lo estaba pasando genial. Habíamos advertido que era una versión libre. Si alguien del público conocía el texto, supongo que no se sorprendió mucho del cambio en el guión. Los que no parecían muy convencidos eran los profesores y el niño que manejaba el foco, que como le habían cambiado la escena ya no sabía cuando debía iluminarme. Oiga, ¿qué está escribiendo en esa libreta?

    —¿Le pone nervioso?

    —Es que se tapa como si no quisiera que lo viese.

    —Quizá sea que no quiero que lo vea.

    —En ese caso supongo que no debería mirar.

    —Se lo agradecería. Ya se la dejaré al final.

    —De acuerdo, lo siento. ¿Continúo?

    —Por favor.

    —En fin, no quiero aburrirle con esto. En pocas palabras, Eva se volvió loca. Después de calentarse ella sola hasta el punto de ebullición, salió de detrás de la puerta escénica con unas tijeras y me las clavó en el abdomen.

    —¡Qué me dice!

    —Lo que oye. ¿Le enseño la cicatriz?

    No me importaba mucho su respuesta porque ya me estaba sacando la camisa del pantalón. Siempre que enseño la cicatriz recuerdo el chiste de Apendi-City. En mi caso hago una versión libre del chiste que termina en Tijeri-City. Gabriel quedó muy impresionado, no por el chiste, sino por la cicatriz.

    —Exactamente, ¿por qué le apuñaló?

    —Porque me lo merecía. Ni más ni menos.

    —Pero, ¿se lo merecía?

    —En absoluto.

    —¿Y cómo se acabó casando con una mujer que no tuvo grandes problemas en meterle unas tijeras por el abdomen?

    —Bueno. No lo hizo a propósito. Estaba enferma. Ella misma me llevó al hospital cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Y yo no la denuncié.

    —Me cuesta entenderlo.

    —No es tan difícil. Le propuse ir a ver a una psiquiatra, y ella aceptó. Y después de un año de terapia, Eva era una mujer nueva. Me devolvieron a la chica simpática, contestona y regordeta de la que me enamoré.

    —¿Engordó de nuevo?

    —Los antidepresivos, que tienen efectos secundarios.

    —Ah.

    —Bueno. Ya he terminado de contarle lo sucedido. ¿Me deja ver la libreta?

    —Ahhhhhmigo... Ya decía yo que estaba resumiendo usted mucho. Digamos que considero que aún no hemos terminado.

    —Tiene usted razón. Quizá no le he contado un episodio de mi vida con el que pueda hacerse una idea aproximada de mis sentimientos y pesares en este momento. Cualquiera a quien una mujer apuñalara con unas tijeras debiera estar contento de quitársela de encima.

    —Pues sí.

    —El caso es que, aunque no hemos tenido hijos, hemos compartido seis maravillosos años de matrimonio. Hemos reído, hemos llorado, nos hemos querido y nos hemos hecho daño. Es estupendo.

    —Hay opiniones para todos los gustos.

    —Y que lo diga. Y de repente un buen día, sin motivo alguno, ella me abandona. Lo que yo considero perfecto es para ella tiempo perdido, sueños por realizar, deseos no cumplidos... Lo que para mí son los cimientos de mi felicidad, para ella pura monotonía. Y lo peor de todo: Aburrimiento. Dígame la verdad, ¿le resulto aburrido?

    —Me resulta fascinante.

    —Hala.

    —En serio. Muy interesante. ¿Puedo decirle una cosa?

    —Si es como lo que acaba de decirme, puede decirme muchas.

    —Yo creo que hay otro.

    —¿Cómo?

    —Yo creo que ella se ha enamorado de otro hombre.

    —Ahora sí que me ha chafado. Eva no me haría algo así.

    Permanecimos un rato en silencio en que yo me dediqué a mirar por la ventanilla, y Gabriel a anotar cosas misteriosas en la libreta.

    —¿Y por qué piensa eso? ¿Por qué cree que hay otro hombre?

    —Porque les estoy viendo ahora mismo. Le veo llegando a casa, después de estar ocho horas

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