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Un Lugar Llamado Juan Vicente
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Un Lugar Llamado Juan Vicente

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Qu sucedi cuando don Bonifacio Elas descubri que el sonido que emerga de los caracoles eran mensajes codificados de seres extraterrestres, y en qu termin todo cuando este intent entablar comunicacin con dichas entidades? Abra las pginas de este libro, y sumrjase en una desbordante narrativa que lo habr de conducir por remotos parajes de hechizo y fascinacin. Haciendo gala de un lenguaje colorido y embrujador, el autor narra en forma de episodios la turbulenta vida de la familia Elas, y el renacimiento, prosperidad y decadencia de un pueblo que se ve envuelto en una revolucin que termina llevando al pas a un caos econmico y poltico. Una historia desarrollada en un ambiente donde el humor, la magia y el erotismo dan forma y color a un pueblo en el que a diario se suceden extraordinarios eventos que aluden a las mas intrnsecas tradiciones, creencias y supersticiones de las culturas latinoamericanas.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateDec 23, 2011
ISBN9781463315160
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    Un Lugar Llamado Juan Vicente - Ángel Eduardo Fajardo Zaldívar

    Copyright © 2011 por Ángel Eduardo Fajardo Zaldívar.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso

    de EE. UU.:                                               2011962531

    ISBN:                     Tapa Dura                   978-1-4633-1518-4

                                   Tapa Blanda                978-1-4633-1517-7

                                   Libro Electrónico        978-1-4633-1516-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    379996

    9781463315177_TXT.pdf

    Ya había cesado la lluvia, así que una vez puesto a calentar el agua para el café, y habiendo recogido las ollas dispuestas en el piso para recolectar las goteras que se filtraban a través del ya viejo techo de yagua, salió al portal y se tendió en la hamaca para gozar del aire saturado por el relente fresco de la tormenta. Una tierna vaharada de humedad se desprendía de la tierra, y mientras los efluvios de los jazmines agobiaban los sentidos, venía a ser otra vez este olor remoto el que inevitablemente le hacía derivar por los falaces laberintos de sus nostalgias. Miró a lo lejos; y sus ojos naufragaron en alucinantes crepúsculos que lo condujeron por episodios dispersos de su vida, cayendo en la cuenta de que a pesar de que había llovido mucho desde aquel día, aún conservaba fresco en la memoria el recuerdo de aquella tibia tarde en que su padre lo inició en el secreto arte de la confección de sonajeros de caracoles.

    Su padre, Bonifacio Elías, quien por aquellos tiempos trataba de sustentar el diezmado patrimonio del hogar a base de los trastornados frutos de sus imaginación, había concebido aquellos ruidosos sonajeros tras abstraerse en extenuantes jornadas de investigación, intentando hallar una explicación científica al sonido que emergía del interior de los caracoles, no descansando en su empeño hasta dejar por sentada la irrefutable hipótesis de que tales sonidos eran mensajes codificados de seres de naturaleza no terrenal. Bajo esta alocada idea se sumergió en el estudio de los astros buscando adivinar de qué parte de la galaxia provenían, e intentó establecer comunicación con semejantes seres, fruto de sus viajes imaginarios por los confines de otros mundos, más allá de las estrellas y más allá del más allá. Al final de sus investigaciones, el único resultado de tantas vigilias y delirios fue un artefacto compuesto por numerosos caracoles entrelazados por cuerdas y ramas, del cual emergía un ensordecedor estrépito de conchas que se mecían con el soplo de la más mínima brisa.

    Juan Vicente en ese entonces era un pueblo donde no se sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad, y dónde comenzaba lo fantástico. Sus habitantes vivían aferrados a sus rudimentarios recursos de antaño, y flotaban en un limbo donde la más insignificante novedad venía a ser materia de asombro. Aquel mundo perdido contaba con no más de cincuenta casas construidas a base de tablones de palma que hacían de pared, y ramas de yagua que le servían de techumbre. El caserío desde su inicio había sido emplazado por los fundadores del pueblo en un sitio donde muy bien se aprovechaban las frescas brisas de un mar esmeralda. Sus alrededores colindaban con montañas minadas de palmas reales, y con valles en donde de manera incontenible proliferaban las frutas que endulzaban el aire con sus olores exóticos. Allí los soles de agosto elaboraban lánguidos atardeceres que derramaban sus ocres sobre inquietos riachuelos donde retozaban niños encuerados. Un lugar donde el tiempo transcurría de manera singular, ya que una falla en el tiempo provocaba que a diario sucediesen eventos y apareciesen objetos que venían de otras épocas. También lo obvio venía a ser puesto en tela de juicio, ya que allí el equilibrio de la realidad y la percepción de las cosas se veían a menudo afectados por la estrecha convivencia de los hombres con un entorno plagado de hechizo y de fascinación.

    En tiempos de calor las mariposas quedaban suspendidas en el sopor de aquellos agostos memorables en los que el eco de las palabras se achicharraba en el aire de las cuatro de la tarde. Días en que las pulgas tenían que saltar de los perros y beneficiarse en el frescor de su orín para no perecer para siempre en aquel horno desesperante en que se venía a convertir la isla.

    A pesar de que a primera vista Juan Vicente parecía ser un lugar común y corriente, lo cierto es que allí las casualidades no estaban regidas por el acaecimiento de eventos fortuitos, sino más bien por una concertada manipulación de fuerzas mágicas que se escondían lo mismo en los cascarones de coco donde se adivinaba el porvenir, que en las frías entrañas de una piedra de río donde habitaba el espíritu de alguna deidad, o en cada lugar donde pudiese habitar al menos un rescoldo de ingenuidad o desafío.

    En medio de un universo prenatal fue donde Bonifacio y Filomena, su esposa, habían traído al mundo y criado a sus tres hijos. Maximiliano, el mayor; Rosario, que era la segunda; y Socorrito, el menor de los tres. Los hicieron crecer alimentándolos con el pan suyo de cada día que brotaba de la tierra en forma de suculentos repollos, viandas enormes, o jugosas frutas que goteaban de los árboles para abonar la tierra de génesis que a todos vio nacer y crecer, y en donde a fuerza de necesidad la vida les había ido enseñando a enfrentar las adversidades que se atravesaban en sus cálculos para dejarlos convalecidos de furiosos ciclones, sequías polvorientas, o de torrenciales aguaceros que dejaban sus casas y sus esperanzas sumergidas en el triste lodazal de sus desventuras.

    En el apogeo de las carencias y con el poder de la imaginación, se fueron inventando peripecias de supervivencia al galope de los percances, y de esta manera se había ido nutriendo de generación en generación toda una herencia rica en remedios caseros contra cualquier clase enfermedades, conjuros para desvirtuar todo tipo de maleficios, y un sinfín de raras técnicas y procedimientos que se empleaban como recurso de solución para problemas de cualquier naturaleza.

    Así era el mundo entonces, así era por aquellos días en que Bonifacio Elías andaba con todo aquel tema de los extraterrestres en la cabeza, y cuando, exaltado, se dispuso a contarle a Filomena sobre su más reciente descubrimiento, y sobre la idea de convocar a los hombres del pueblo para que con el concurso de todos pudiera llevar a cabo la obra, pues había planeado proporcionarle a cada uno un sonajero con el objetivo de crear una gigantesca sinfonía, y de este modo entrar en comunicación con dichos seres. Ella, al conocer la índole disparatada de aquel asunto, apeló a todo cuanto recurso de persuasión estuvo a su alcance en un intento de disuadirlo de semejante idea, pues la verdad es que ya estaba harta de tanto invento y tanta locura. Todo el ámbito de la casa llegó a estar devorado por una exasperante profusión de chatarras, mientras ella pugnaba por preservar los enseres domésticos que no escapaban de ser víctimas de sus experimentos. El cucharón que le había regalado la tía Dominga, ahora yacía inservible por algún rincón de la cocina después de haber sido utilizado para cuajar todas cuantas pestilentes pociones se le ocurría preparar. También fueron víctimas dos calderos que había comprado en una feria de vendedores ambulantes que años atrás habían visitado el pueblo, un sartén, el cubo de ordeñar las vacas de su padre Don Cipriano, el reverbero de la cocina, el pilón de machacar ajo, el colador de la leche, y hasta la mismísima bacinilla de su hija Rosario, la cual Filomena poseía como uno de los pocos recuerdos que conservaba de su difunta madre, que Dios la tenga en su divina gloria.

    Esta vez Filomena bregó con todas sus fuerzas, y protestó por toda la casa durante varios días, pero sus tentativas fueron estériles, nada pudo vulnerar la férrea obstinación de Bonifacio que con una sigilosa diligencia convocó a los hombres del pueblo a una reunión donde planeaba ponerlos al corriente de su nuevo descubrimiento. A lomo de mula fue casa por casa solicitando la presencia de unos hombres que escucharon su propuesta no tanto por espíritu de cooperación, sino más bien por la curiosidad de saber qué era lo que ahora se traía entre manos Bonifacio.

    El día en que habían acordado reunirse, cayó un aguacero torrencial que empantanó los caminos al punto de que Bonifacio se vio en la obligación de tener que postergar la reunión para tres días después. Esta vez él se había sentado en la firme determinación de llevar a término sus planes así tuviera que enfrentarse a las veleidades del clima o a la rígida voluntad de Filomena que, lo tildaba de loco, y que le seguía aconsejando de que desistiera de su idea de tratar de establecer amistad con gente que él ni conocía. Que mejor siguiera con los planes que tenía de construir aquella embarcación que según él iba a ser propulsada por una maquinaria que utilizaba como energía el vapor de agua, o que incluso estaba dispuesta a ofrecerle sus ahorros para que comprase lo que le viniera en gana con tal de que se olvidara de todo aquel asunto de los extraterrestres. A espaldas de él trató de inculcarles a los hombres del pueblo la idea de que todo aquello no era más que una locura de tantas que se le ocurrían a su esposo, pero ya para ese entonces el delirio que envolvía a todos había alcanzado tal brío, que ya nadie quiso dar oídos a las advertencias de una Filomena que, cansada, acabó desistiendo de prevenirlos a todos, y claudicando en su empeño decidió dejar todo a las buenas de Dios.

    Llegado el día, y estando la comitiva reunida a la hora acordada en la pequeña escuelita del pueblo, Bonifacio Elías, estirándose su bigote de puntas engomadas, permanecía sentado mientras se acomodaban los hombres en aquel escueto saloncito. Se levantó de la silla con ademanes solemnes, y con un tono reverente exclamó.

    -Señores, una nueva era ha comenzado, la era de la comunicación interplanetaria.

    Los presentes, al escucharle, quedaron atónitos ante aquella novedad que, aunque ya andaba de boca en boca de todos en el pueblo, terminaron de espantarse cuando Bonifacio les dejó saber sobre sus planes de intentar comunicarse con estas entidades. Este tema suscitó no pocas inquietudes entre los hombres allí reunidos, pues en realidad la mera idea de que no estuvieran solos en el universo, más que asombro les causó temor. Algunos dudaron de la veracidad de las palabras de Bonifacio Elías, y los que creyeron en él estimaron prudente no molestarlos con el inventico aquel de los caracolitos.

    Bonifacio para demostrar el acierto de sus conjeturas desenrolló mapas interestelares, endulzó sus cálculos con formulas fáciles, y enriqueció la dilación de sus propósitos con términos saturados de singular fascinación, hasta convencerlos de la conveniencia de establecer relaciones con estas entidades, sugiriéndoles la posibilidad de cruzar el ganado terrestres con vacas de la vía láctea que de seguro daban más leche. Los sedujo con la idea de que se podían cambiar aguacates y guayabas por frutas de planetas lejanos, y se deshizo en la proposición de un sartal más de disparatadas ideas que escapándose de la realidad, iban a caer en la dimensión donde habitan los sueños y los cuentos de niños.

    Muchos quedaron animados ante la extraordinaria idea de establecer comercio con dichas criaturas cuya apariencia descrita por Bonifacio en sus descabellados relatos, le evocaban al chupacabras que varios habitantes de aquellos remotos paramos decían haber visto en el espanto de sus madrugadas. Aunque a algunos hombres todos estos argumentos expuestos por Bonifacio Elías les parecieron realmente sorprendentes, y aun no entendiendo ni un ápice de los métodos de semejante proyecto, de un modo u otro sucumbieron a la persuasión de este, que alegaba que las vibraciones sonoras de aquel artefacto igualmente poseían el poder de atraer la buena suerte, y, además de detener la caída del cabello, también prevenía la proliferación de aquellas cucarachas que tantos fastidios ocasionaban en los hogares.

    De alguna manera Bonifacio Elías logró persuadir a los hombres, y para dar muestra de su empeño decidió venderles a cada uno un sonajero por un precio de costo de fabricación, y hasta efectuó arreglos de pago con todos aquellos que no tenían en ese momento el dinero para tan importante inversión. Todo el pueblo se entusiasmó con la idea, y para dar comienzo a la obra se establecieron métodos, se adoptaron medidas, se creó un sistema de evacuación previniendo una respuesta hostil de dichos visitantes, y se apostaron hombres en puntos estratégicos desde donde se alcanzaba a atisbar todo el pueblo con sus alrededores. En la escuelita los niños, con la ayuda de la maestra, crearon y ensayaron repetidamente un acto de bienvenida. Las calles se adornaron con banderitas de papel, se pintaron las casas con vivos colores, y mientras en el pueblo reinaba un ambiente de júbilo, en el aire cimbraban las notas desordenadas de una orquesta de sonajeros dispuestos por todos lados.

    Pronto aparecieron los vendedores de baratijas que improvisaron una fragorosa feria disponiendo mesas atiborradas de toda clase de artificios y alegorías marcianas. Los curanderos de la región llegaron con mulas abarrotadas de todo tipo de pociones que, según anunciaban sus pregones, habían de curar toda clase de maleficios o enfermedades contraídas en el inminente encuentro. Los domingos una horda de gente aparecía de entre los matorrales para adentrarse en aquel alboroto de sonajeros y pregones, y el pueblo se atestaba de voces que prorrumpían en júbilo al reventar de estrepitosas pirotecnias de colores. De todos los rincones de aquellos perdidos páramos llegaban pintorescos personajes, como el hombre orquesta que, con el virtuosismo de un maestro, ejecutaba una serie de instrumentos valiéndose de una suerte de correas a través de las cuales accionaba un complejo sistema de aparatos musicales. Aquel otro que ante las miradas de asco del público masticaba grillos embadurnados con melado de caña, o el negro que vendía cotorras que recitaban de memoria el himno nacional al compás de la música de un pífano.

    Fue por aquellos días de alborozo que arribó al pueblo un grupo de alegres mujeres colmadas de joyas baratas y atuendos místicos. Desde tierras lejanas en sus vientres traían antiguos secretos de amor para satisfacer a los más exigentes, procedimientos milenarios para someter al más bravo de los varones, y formulas afrodisíacas con el poder de levantar al más enclenque de los caídos. En las afueras del pueblo instalaron una carpa cuyo interior decoraron con enormes espejos y cortinas purpuras. En noches de apremios un enjambre de hombres se adentraba en aquel invernadero de concupiscencia oloroso a cirios y a amores fugaces, y con un par de monedas penetraban en un universo de experiencias deleitosas, donde era casi un espectáculo circense la actuación de la mujer de vientre ávido que hasta Maximiliano, en sus desesperos, alcanzó a ver a través de las rasgaduras de la carpa cuando esta se disponía a engullirse una serpiente entera y sin masticar. La mulata que, ungida de miel, cabalgaba efectuando acrobacias encima de un potro cerrero ante las miradas atónitas del público, o la pelirroja de ojos de fuego que se hacía presentar como la niña despiadada, y que tenía la habilidad de derribar uno tras otro a diez toros a golpe de

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