Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Ruta Circular
Ruta Circular
Ruta Circular
Ebook381 pages5 hours

Ruta Circular

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

La novela -dice el premio nacional de literatura José Miguel Varas- “una ópera prima de sorprendente calidad, viva, juvenil, contiene el testimonio de una generación, a través de un grupo de hombres y mujeres jóvenes del mundo universitario, que viven, aman, sueñan y se forjan a sí mismos enfrentando momentos históricos de gran tensión dramática, de esos que llamamos decisivos. Están, el “Mayo Francés del 68”, aquel prodigioso alzamiento espontáneo de la juventud que reclamaba el derecho a soñar y a construir una sociedad diferente, en la que estuviera “prohibido prohibir”. Y luego, en agosto del mismo año, en torvo contraste, la intervención militar soviética en Checoslovaquia, donde comenzaba a surgir “un socialismo con rostro humano”. Sucesos que marcaron nuestra época aunque, en Chile, no tanto como el golpe militar de 1973, apenas cinco años más tarde y los albores de la dictadura de los generales en Argentina”.

Ruta Circular se desarrolla entre 1966 y 1976 en Chile, Argentina, Francia y otros países de Europa en el marco de sucesos que señalaban una radical transformación de la sociedad y que en definitiva fallaron, dando paso a lo que Gilles Lipovetsky llama, la era del vacío.

Muchos de los que vivieron esa época se sentirán interpretados. Otros que no compartan las motivaciones que impulsaron a la acción a los protagonistas podrán, tal vez, comprenderlos y juzgarlos con la mirada que da la distancia y el contexto donde actuaron.
LanguageEspañol
Release dateAug 30, 2016
ISBN9789563240016
Ruta Circular

Read more from Eduardo Trabucco

Related to Ruta Circular

Related ebooks

Literary Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for Ruta Circular

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Ruta Circular - Eduardo Trabucco

    EDUARDO TRABUCCO

    RUTA CIRCULAR

    Diseño de portada: Guarulo & Aloms

    Fotografía de portada: Sandra Henschel

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Todos los derechos reservados.

    Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

    Primera edición: octubre 2008

    ISBN Edición Impresa: 978-956-324-001-6

    Primera edición digital: octubre 2016

    ISBN Edición Digital: 978-956-9274-39-8

    Registro de propiedad intelectual N° 173.975

    © Eduardo Trabucco P., 2008

    Santiago de Chile

    A mis hijos y a los

    hijos de mis amigos

    "La era de la revolución, del escándalo, de la esperanza futurista, inseparable del modernismo, ha concluido. Los grandes ejes modernos, la revolución, las disciplinas, el laicismo, la vanguardia, han sido abandonados a fuerza de personalización hedonista; ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las masas, la sociedad postmoderna no tiene ídolo ni tabú, tampoco ningún proyecto histórico movilizador.

    Estamos regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni Apocalipsis".

    GILLES LIPOVETSKY

    Esta historia comenzó antes del vacío...

    ÍNDICE

    PRIMERA PARTE

    SEGUNDA PARTE

    TERCERA PARTE

    PRIMERA PARTE

    1

    LA RUTA A TESALÓNICA ardía bajo el sol mediterráneo. El camino circundado de olivares elevados sobre la tierra seca, le daban al paisaje un acentuado color ocre. Antonio Vaccari y Henri Rimbert se desplazaban en el Mercedes Benz como si fueran a bordo de un yate que parecía cortar con rapidez el delgado asfalto del camino, en medio de un mar calmo. Llevaban las ventanas del automóvil abiertas. A ambos les disgustaba el aire prefabricado. Antonio en esto exageraba. Decía que, cada vez que se exponía más de quince minutos a la fría brisa, rápidamente un malestar le tomaba la garganta. Desde pequeño su cuerpo reaccionaba como si fuera un barómetro, un termómetro o un sismómetro. Su humor cambiaba según la presión atmosférica, o los grados de temperatura del medio ambiente. Aseguraba captar los movimientos sísmicos antes que los animales y podía calcular la altura sobre el nivel del mar con una exactitud notable, se jactaba. A Henri no le ocurría ninguno de estos fenómenos, pero le molestaba el ruido monótono y desagradable de los aparatos que enfrían el aire.

    Los documentos del Mercedes Benz que permitían su permanencia en Francia, habían vencido. Antonio decidió sacar el automóvil inmediatamente de París y llevarlo a Turquía con el fin de finiquitar el mandato recibido del abogado Felipe Errázuriz meses antes. Sin embargo, como estaban de vacaciones, harían el viaje sin prisa y sin pausa hasta llegar a destino. En el trayecto habían pasado por Italia, permaneciendo varios días en Chiavari, tierra de los abuelos paternos de Antonio. Luego siguieron hacia Nápoles, donde les robaron todas sus pertenencias de la caja de maletas del vehículo estacionado frente a la Banca Nazionale del Lavoro. Salvaron sólo el dinero. Henri lamentaba la pérdida de su equipo de cine. De Nápoles continuaron hacia Brindisi, donde abordaron El Polifemo que los dejó en Corfú. A los pocos días enfilaron rumbo al Pireo y decidieron conocer Mikonos. Se bañaron desnudos en la playa Paradise. A la voz de tout le monde à poil que gritó una extraña desde una de las mesas del restaurante donde cenaban, todos los comensales sin excepción, salieron de la terraza movidos por esa orden irresistible, corrieron hacia el agua por las arenas suaves, tirando por los aires las vestimentas, y se sumergieron como peces sonrientes en ese acuario cálido, bañado por una luna grande y blanca. El robo napolitano había pasado rápidamente al olvido.

    Antonio Vaccari había llegado a Europa a principios del otoño de 1966 en el Enrico C, barco de la Compañía Giacomo Costa, luego de quince días de travesía del Atlántico procedente de Buenos Aires. Desde muy joven se había propuesto estudiar en París. Sus planes eran claros pero no simples. El sabía que al resolver un problema se creaba otro. Por eso al replicarle a sus amigos que no entendían cómo había partido de Chile sin Estela, les respondía que a su amor le había dicho como Neruda a Matilde Urrutia: Adorada me voy a mis combates.

    Había que estudiar, pero no cualquier cosa. El derecho —según él— no le permitía entender la complejidad de los hechos. La ley plasma un resultado pero no explica las causas —se decía. Siguiendo lo que afirmaban las viejas teorías marxistas, había que poner el foco de atención en la economía, por eso su elección y la decisión de hacer un posgrado en esa disciplina. No obstante, esto era insuficiente. También había que entender el funcionamiento de las relaciones internacionales, conocer y dominar otros idiomas, ampliar los horizontes culturales y, entonces, había elegido a Francia. París siempre le había atraído. ¿A quién no? —se preguntaba. Su plan se cumplía a cabalidad. Estoy contento, sólo el recuerdo de Estela me entristece. Pero Henri para calmarlo le recordaba: "Antoine, il n´y a pas d´amour heureux..."

    El Mercedes se desplazaba a 120 km por hora, velocidad que prácticamente no se sentía en el cómodo automóvil. De improviso, Henri dio un salto sobre su asiento empujado por una fuerza irresistible. Puso su mirada en el camino y gritó con inusitada violencia:

    —Eh... Antonio ¡cuidado!, mira, eh... Antonio, ¡Antonio, frena! —La voz tronó, bañada con un tono de angustia y dramatismo. Se acercaban velozmente a un enorme bus de pasajeros que entraba a un puente que angostaba ostensiblemente la ruta. Henri, con sus conocimientos geométricos derivados de sus estudios de arquitectura y a su clara ubicación de los objetos en el espacio y en el tiempo, había calculado con antelación y en segundos —como lo reconocería después— que, de no hacer nada, se estrellarían con el bus que se aproximaba amenazante. Luego de la advertencia, Henri tensó sus brazos y apoyó sus manos en el cinturón de seguridad apretándolo con fuerza. Miró hacia el cielo como esperando un milagro.

    Antonio se sobresaltó. Reaccionó y aplicó los frenos. El auto se arrastró bruscamente hacia la otra calzada sin que pudiera controlarlo. El bus salió del puente y el chofer giró sus ruedas hacia la izquierda. El chirrido de los neumáticos deslizándose por el asfalto les pareció aterrador. La nube de humo salida del caucho que se desintegraba en el roce brutal de los elementos, despedía un olor que se les fijaría en la memoria para siempre.

    —¡Para, para, para, detente, por favor! ¡Para! —imploraba Antonio, como si se dirigiera al alma del Mercedes Benz o a una fuerza superior escondida quizá en el recodo del camino. Pero la velocidad, el maldito puente, los errores, la incomunicación y el destino, quisieron que ambos vehículos se encontraran frente a frente, cara a cara, como si el uno fuera para el otro, como si por años se hubieran estado buscando por las rutas del mundo, para llegar a la cita puntualmente —le escribió Henri Rimbert a su padre poco después.

    El capot del Mercedes Benz se enfrentó a la dura boca del bus y la penetró con su lengua de fierro verde, desbrozando la senda por donde se llega directamente al cielo azul, cerca del silencio. El agua de los radiadores saltó lejos junto al aceite de los motores y un polvo blanco salido de las entrañas del automóvil cayó por todas partes como lluvia, disipándose luego por efectos de un fuerte viento que, sorpresivamente, sopló y limpió el sitio del suceso. Los vidrios, las latas, la sangre y los gritos pintaban un cuadro dramático. Segundos antes, el contexto daba a las personas una sensación de paz, de armonía, de luz. Ahora eso había cambiado y el dolor, la angustia y la inquietud, se apoderaban de los presentes como una plaga inoportuna.

    Antonio estaba inconsciente, amarrado a su asiento con el cuerpo hacia adelante, apoyado en los restos destrozados del manubrio. Su cabeza colgaba como un columpio quieto. Su cara sangraba profusamente. Los brazos apuntaban hacia el suelo vencidos por la desgracia. Henri, por su parte, permanecía sentado, inmovilizado por el cinturón de seguridad y el miedo. Miraba aún hacia el cielo sin decir nada. Parecía muerto, pero milagrosamente había salvado con magulladuras menores gracias, precisamente, a su posición y a los amarres.

    Del bus salían gritos y lamentos de la gente herida. No obstante, inexplicablemente y por fortuna, no había muertos. Luego de la parálisis que producen este tipo de hechos, la gente comenzó a actuar. Los que estaban en condiciones, ayudaron a los heridos y pusieron cierto orden en medio del caos. Se escuchaban voces que semejaban órdenes militares. Henri, reincorporado y concentrado en el presente, trataba de detener la pérdida de sangre que Antonio sufría, con un pedazo de tela que alguien le pasó. Al poco tiempo, una ambulancia, un carro de bomberos y un grupo de policías, se hicieron presentes con sus luces y sirenas, comenzando a trabajar con diligencia en una labor para ellos rutinaria. Rápidamente, Antonio fue sacado de entre los restos del Mercedes Benz y depositado en una camilla que, una vez subida en una de las ambulancias, se dirigió velozmente hacia el hospital público de Tesalónica.

    Henri, luego de acomodar sus pertenencias y las de Antonio en un auto de unos griegos que ofrecieron llevarlo, se dirigió también raudamente al hospital de la ciudad. Cuando llegó se enteró que Antonio había sido ingresado a pabellones y estaba en manos de los médicos. Dio un suspiro de alivio. Sin embargo, entendía que era sólo eso: un soplo sonoro. Porque ¿cuál era el real estado de salud de su amigo? No lo sabía y pasarían varias horas antes de saberlo.

    Cerca de las veinte horas, cuando el sol empezaba a esconderse dándole paso a las sombras, un joven de unos veintidós años, de estatura media, rubio, de ojos muy azules, vestido en forma deportiva pero con modestia, se acercó a Henri y en un francés impecable, aún cuando con un fuerte acento mediterráneo, se presentó.

    —Mi nombre es Pisístrato. Soy griego; vengo enviado por la Cruz Roja Internacional con el fin de ayudarlos en lo que pueda y servirles de intérprete. Lamento mucho lo ocurrido.

    —Muchas gracias; yo me llamo Henri Rimbert. Soy francés; qué bueno que pueda asistirnos, me ha sido difícil darme a entender. Parece que por acá no hay mucha gente que hable inglés o francés.

    —Bueno, la verdad es que nosotros pensamos con cierta razón, que del idioma griego derivan muchas otras lenguas, de manera que creemos que es el extranjero quien debiera aprender la nuestra y no nosotros la suya. Ir del origen a lo actual, como enseñan nuestros filósofos, y no al revés —respondió Pisístrato con una seriedad que tomó por sorpresa a Henri.

    —Sí —titubeó éste. Luego, más seguro, dijo con un tono de voz que denotaban la indiferencia y la ironía—. La realidad muestra que el griego lo hablan sólo ustedes acá y algunos exiliados en Estados Unidos o en algunos países europeos, los vendedores de castañas por ejemplo.

    —La realidad no es siempre lo mejor ni lo más adecuado —respondió con sequedad el griego y agregó, cortando la incipiente e improductiva competencia—. En todo caso, estoy aquí para servirlos.

    —Quisiera saber el estado de mi amigo.

    —Un momento, iré a averiguar, regreso enseguida. —Salió del lugar y desapareció de entre los pasillos del vetusto hospital.

    Henri se quedó pensando acerca de lo que Pisístrato había afirmado y le pareció pretencioso que creyera que su idioma fuera tan importante, pues de Grecia, se dijo, poco o nada quedaba del esplendor de antaño. En fin, siempre el peso del pasado, permanece en el presente influyendo en la visión que la gente tiene de las cosas. Nadie se salva —reflexionó con cierta indolencia. ¿Podrá Antonio salvarse? Esta es la pregunta del aquí y del ahora —pensó— dejando de lado sus divagaciones.

    —Su amigo está luchando contra la muerte —dijo Pisístrato al regresar—. Aún no recupera la conciencia. Ahora está en manos de un gran médico, Constantino Triaridis, profesor de la facultad de medicina. Usted debe estar tranquilo. Esta es una buena noticia dentro de todo. Estoy seguro que se salvará, pero nosotros estando aquí —agregó— no podemos ayudarlo en nada. ¿No será mejor que se vaya a descansar y regrese mañana? —preguntó con amabilidad.

    —¿A descansar?, bueno, sería magnífico. Estoy agotado, ¿pero dónde puedo ir? ¿Conoce algún hotel barato?

    —No se preocupe está todo listo; usted irá a una residencia de la Cruz Roja. Allí podrá permanecer hasta que todo se normalice. ¿Está bien?

    —No puede estar mejor. Le agradezco —contestó Henri arrepentido de haber tenido con tan noble persona, el diálogo lingüístico competitivo previo y algo rudo.

    Tomaron los bultos y salieron del hospital con rumbo a la residencia.

    La sala común del hospital de Tesalónica era bastante grande. Semejaba una barraca militar o tal vez un dormitorio de estudiantes de internado. Muy luminosa, de paredes blancas. Los rayos de sol penetraban por sus anchas ventanas durante muchas horas, dándole calidez. Las camas estaban colocadas unas al lado de las otras en líneas paralelas apretadas, extendidas de un extremo a otro de la sala, copándola por completo. Al frente, como reflejo de un espejo gigante, se mostraba otra larga fila también llena de pacientes. Al lado de cada enfermo merodeaban como promedio, tres a cuatro personas entre parientes y amigos.

    Más que una pieza de hospital, a Henri le parecía un salón social atiborrado de manteles blancos, con gente alrededor de las mesas de cuatro patas, quienes charlaban animadamente y se trasladaban de mesa en mesa o de cama en cama para ser más precisos, contando chismes, comentando acontecimientos o intercambiando informaciones, que corrían de un lado al otro sin que nadie protestara por el bullicio y el movimiento perpetuo. Las enfermeras entraban y salían ajetreadas. Dentro de este caos todo transcurría con un cierto orden en el desorden. Los pasillos también eran utilizados para atender a los enfermos acostados en camillas improvisadas o en catres de campaña.

    Si no fuera por los enfermos y el personal médico que de tanto en tanto la recorrían, la sala común podía pasar por un café de esos que a menudo se ven en el Medio Oriente —pensaba Henri, que oscilaba entre la admiración y el desprecio.

    En el atardecer no se notaba una diferencia muy grande en la temperatura del lugar, quizá porque también a esa hora se repletaba de gente. A los que ya se encontraban allí desde temprano, se agregaban otros visitantes que llegaban con todo tipo de vituallas, juegos de cartas, de damas o de dados que eran lanzados en los tableros de madera colocados generalmente encima de las barrigas de los pacientes. También aparecían algunos ciudadanos premunidos del kombologion, rosario que utilizaban con destreza y prestancia mientras oraban al lado de los enfermos cuya salud se creía más delicada, elevando por doquier un murmullo repetitivo e inquietante. Muchas veces se veía a alguien que daba su último y postrer suspiro en medio del público que asistía, cual teatro de Dioniso, al espectáculo que cubría la cara de los quietos con las máscaras mortuorias. Entonces, los cuerpos inertes cubiertos con túnicas bordadas, acompañados con su coro familiar que daba brillo a la fiesta fúnebre, emprendían el éxodo de la sala, que otros con su ingreso compensaban, completando el círculo trágico de la existencia.

    Henri apareció muy temprano por el hospital. Se dirigió directamente a la sala donde Antonio seguía postrado. Se acercó a él en silencio, cuidadosamente, creyéndolo dormido. Sin embargo, un vecino que lucía una panza descomunal en relación al resto de su contextura, con gestos exagerados, le dio a entender que su amigo no había recuperado todavía la conciencia. Henri miró a Antonio con detenimiento. Observó su cara y comprobó con horror que se había transformado en una masa informe. Estaba hinchada, cubierta de vendas, lo que le daba un aspecto lamentable, monstruoso. Sus brazos y su torso envueltos en vendajes, confirmaban la gravedad de sus heridas. Todo tipo de medicamentos y sueros colgaban de los aparatos que se conectaban con el cuerpo inerte de su amigo a través de un sinnúmero de catéteres adosados a sus brazos. Levantó suavemente la sábana que lo cubría para observar sus piernas. Esperaba lo peor, pero una sonrisa se dibujó en su rostro. Estaban desnudas y lucían libres de cualquier cuidado, firmes y atléticas. Algo es algo —se dijo, y lanzó el suspiro que solía emitir su nervioso diafragma. Luego reflexionó aliviado y concluyó que para su amigo, como ciclista apasionado, la inmortalidad de sus piernas iba a ser, en definitiva, la principal salvada del siniestro.

    Al poco rato llegó Pisístrato y le dijo que debían presentarse a la Prefectura de Policía con el fin de prestar una declaración e informarse acerca de las cuestiones burocráticas que se derivaban del accidente. Partieron de inmediato y no regresarían sino hasta adentrada la noche. Caminaron varias cuadras antes de tomar un bus que los dejaría cerca del cuartel policial. La brisa del mar les llegaba desde lo lejos.

    —Pisístrato, en mi país se habla que acá hay una dictadura sangrienta, pero a juzgar por lo que he visto en el hospital, no pasa nada.

    —Siempre ocurren cosas extraordinarias más allá de los muros —contestó Pisístrato. Luego se acercó más a Henri y le murmuró al oído apurando el paso: "C’est trop dangereux d´en parler ici, en todas partes hay soplones". Henri miró hacia los lados y no vio a nadie cerca. Es la paranoia, sí, la paranoia, palabra griega. Claro, de aquí viene todo. La filosofía, los conceptos...la paranoia —se dijo y no respondió.

    Al terminar los trámites de policía, de regreso a la residencia de la Cruz Roja y dentro de ella, Pisístrato sacó el habla.

    —Hace ya dos años que el régimen implantó y aplica la Ley Marcial.

    —En el 67 fue el golpe de Estado, ¿no es así? —preguntó Henri dubitativo.

    —Sí. Son otras las reglas que operan. De la democracia griega quedan solo piedras. Tú comprendes Henri, la Constitución ha sido suspendida. Esta no es Francia. Acá la declaración de los derechos humanos y del ciudadano, la tiraron desde las alturas del Partenón al tacho de la basura.

    —¿Y tú crees que el doctor Triaridis corre peligro?

    —No es mucho lo que puedo decirte. Pero Triaridis es uno de los hombres fuertes de la resistencia.

    —¿Y cómo lo sabes?

    —¿Curioso ah? —rió por primera vez Pisístrato.

    Henri se dio cuenta que había llegado muy lejos. Cambió de tema y preguntó:

    —¿Cuántos kilómetros hay de Tesalónica a Atenas?

    —¿A qué se debe esa pregunta?

    —Para saber cómo vamos a regresar a París, cuando Antonio esté en condiciones de viajar. Porque se va a salvar, ¿no es así?

    —De eso estoy seguro. El despertar de la nación será más lento —dijo con seriedad. En todo caso, en Tesalónica tenemos aeropuerto internacional. Es la segunda ciudad de Grecia. No es necesario que vayan a Atenas.

    A los pocos días, la cama donde se encontraba Antonio se rodeó de una decena de mujeres vestidas todas de negro. Sus ropas las cubrían completamente hasta los tobillos, dejándoles a la vista solo sus rostros arrugados. Oraban por el enfermo. Alguien les había comentado que la persona que se encontraba inconsciente, era un joven de un lejano país de Sudamérica que había sufrido un accidente que lo tenía oscilando entre la vida y el más allá, y que no había nadie que pidiera por él, que rogara por su salvación y cura, ya que —se decía—su amigo era un francés ateo, algo arrogante, que andaba preocupado de otras cosas. Los rezos y plegarias se extendieron por varios días. El ronroneo del coro siempre monótono, sumía a los enfermos de los lados que alcanzaban a escucharlo en una modorra irresistible que los llevaba a sueños profundos y tranquilizadores.

    Una tarde calurosa comenzaron a moverse casi imperceptiblemente las sábanas, luego los brazos y las manos del enfermo, enseguida las piernas. Los pies se sacudieron en un movimiento más perceptible, al tiempo que el coro de mujeres elevaba inexplicablemente la plegaria dándole un ritmo nervioso y agitado. Súbitamente y sin más signos y avances que los señalados, Antonio abrió los ojos con lentitud. Desde su posición vio, entre la bruma y el aturdimiento, las caras de esas mujeres para él extrañas que hablaban cosas que no podía entender, que lo miraban fijamente y que movían algo que tenían enredado en dedos añosos y arrugados.

    Cerró los ojos de modo instintivo, como queriendo borrar esas imágenes que lo confundían. Se estremeció. Una descarga lo atravesó de pies a cabeza. Su pecho se contrajo y una sensación de angustia lo sumió en un punto en que creyó que estaba loco o muerto. ¿Dónde estoy?, ¿quiénes son estas personas? —se preguntó. Abrió los ojos nuevamente. Se miró las manos y los brazos vendados. ¡Oh, estoy muerto, enredado en mi mortaja! —pensó. ¿De dónde vienen y para dónde van estos cables? ¡Esta es la muerte! Este es mi cordón umbilical que me ata ¿a quién?, ¿a quién? —repitió con desolación. Las mujeres le sonreían ahora. Cerró los ojos otra vez y trató de recordar. Su mente vagaba y las imágenes se repetían o cambiaban sin que él pudiera controlar nada. Pronto vio una montaña metálica que se le venía encima. Percibió la última mirada del chofer del bus que, con asombro y miedo, se aprestaba a recibir lo inevitable. Oyó un ruido atroz. Sí, sí —se dijo sin mover los labios, pues no podía, chocamos al fin. El Mercedes, el bus. Abrió los ojos. Su mirada recibió los ojos de las rezadoras que ya no oraban y que le decían cosas riendo o comentaban entre ellas algo para Antonio incomprensible. Se abrazaban y lo saludaban moviendo sus cabezas. ¿Qué es esto, por qué esta gente, dónde está Henri? —se preguntó angustiado.

    Las mujeres rompieron el círculo al girar sobre sí mismas con el fin de contarle al resto la buena nueva. Antonio pudo ver que había más gente, que había otras camas, que —al parecer— estaba en un hospital, aunque le parecía extraña la cantidad de personas que merodeaban y que ahora se precipitaban sobre su lecho para observar al que creían un resucitado.

    Antonio se tranquilizó, estaba vivo, pero no sabía nada de Henri. Enseguida se concentró para comprobar si podía mover sus piernas siguiendo sus órdenes. Al sentir que estas obedecían se alivió al punto de sonreír para sí —como recordaría después.

    A los pocos minutos apareció una de las viejas que lo había estado velando, con un espejo ovalado de puño plateado tallado finamente con motivos de la zona y se lo pasó a Antonio que lo tomó con dificultad y lo alzó para ponérselo frente a su cara. Un escalofrío envolvió su cuerpo. Sintió que el corazón se detenía. Algo inquietante, indefinible reflejaba el espejo. ¡No, no por Dios... este no soy yo! —gritaba por dentro sin poder sacar los sonidos de su cuerpo enfermo. No me reconozco en esa cabeza. ¿Es una cabeza? ¿Qué es? ¿Es un guante con otra cara? Sus ojos amoratados y empequeñecidos por el trauma apenas dejaban ver su forma y color. ¿Qué rol voy a jugar ahora?, ¿en qué obra de teatro ocuparé esta máscara? —se dijo abrumado. Rápidamente le devolvió el espejo a la vieja de negro que desapareció enseguida con una sonrisa complacida, al tiempo que el resto también reía y hablaban unos con otros agitadamente como atropellándose en sus diálogos. El extranjero estaba vivo. Se había salvado. Sin embargo, Antonio cerró los ojos otra vez y lloró, tragándose las lágrimas que se deslizaban lentamente por su garganta.

    Cuando Henri regresó al lado de su cama, Antonio le tomó la mano y sus ojos apenas percibidos en medio de la masa carnosa, mostraron alegría al verlo y comprobar que estaba bien, pero a la vez no podían disimular su propia tristeza. Lloró otra vez, pero ahora desembozadamente, con fuerza, con toda su alma. Henri trataba de consolarlo, pero tampoco pudo contenerse. Lo abrazó estirándose sobre el lecho. La gente enmudeció; Pisístrato bajó la cabeza.

    Después de haber pasado más de una semana desde el día que recuperó la conciencia, Antonio comenzó a sentirse mejor. Podía darse a entender, aunque con notoria dificultad pues había perdido varios dientes. Su mentón y boca se recuperaban con lentitud de las diversas cirugías. Esperaba con ansiedad la visita diaria del doctor Triaridis, tanto por sus conversaciones acerca de la evolución de su estado de salud, como por su infaltable intercambio de opiniones sobre el estado de salud de Grecia.

    Henri ya le había contado a Antonio y éste lo sabía por las pocas conversaciones que había podido sostener, que Triaridis era un decidido opositor a los coroneles griegos. El doctor hablaba un francés perfecto aprendido de niño y que perfeccionó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Marsella, donde había hecho un posgrado en cirugía plástica. Tenía alrededor de 40 años, era de contextura fuerte, de mediana estatura, poseía un rostro varonil bastante armonioso y su cabeza la poblaba un pelo castaño fino. Era agradable de presencia, tenía una sonrisa fácil, atractiva, y demostraba una personalidad desenvuelta, segura de sí misma.

    —¿Cómo te sientes hoy día Antoine? —le preguntó apenas estuvo a su lado.

    —Muy bien, progreso lentamente, pero avanzo.

    —Te recuperarás completamente. Debes tener paciencia. Ahora, siéntate.

    —Y tus asuntos, ¿progresan también? —preguntó Antonio al incorporarse con bastante dificultad.

    Triaridis miró a su alrededor bajó ostensiblemente la voz y le dijo: —Papandreu fue ayer condenado a nueve años de prisión.

    —¡Uf, eso es tremendo golpe!

    —Además el régimen está recibiendo ayuda del gobierno de los Estados Unidos, de Onassis y Niarchos. —Triaridis continuaba auscultando el cuerpo de Antonio—. Respira hondo...bien....otra vez...así es. Acuéstate, uhmm. —Le presionó el torax con suavidad y Antonio dio un grito de dolor seguido de un lamento. Con la respiración entrecortada preguntó:

    —Me duele mucho el pecho, ¿crees que puedo tener algo más grave?

    —No. Ya vimos las radiografías. El asunto evoluciona bien. Pero todo esto es lento, como te he dicho. Hay que dejar el tiempo pase y ayude a curar lo que la medicina no puede. En todo caso vas a salir de este hospital, experto en política griega —sonrió.

    —Tengo posgrados en Francia, en Checoslovaquia y ahora aspiro a otro de aquí; no estaría mal —expresó Antonio, trocando la sonrisa en una mueca de dolor.

    —Ya hombre, tranquilo. Te veré mañana. Toma tus medicamentos a la hora... recuérdale a la enfermera. Hay tanta gente acá. La situación está muy difícil. Quiero que te mejores pronto y salgan cuanto antes de aquí. —El doctor se despidió y se retiró sin examinar a otros enfermos.

    Henri llegó al poco rato. Venía acompañado por Pisístrato, quien se había convertido en su sombra.

    —Hola Antonio ¿cómo amaneciste hoy?

    —Mucho mejor. Creo que voy a salir adelante con todo esto más temprano que tarde. ¿Y cómo les fue con la policía? —indagó a su vez Antonio, que estaba preocupado por las consecuencias judiciales que podía tener el accidente.

    —Todo marcha bien, dijo Pisístrato. Lo que no se explica la policía —agregó— es cómo ustedes podían andar de vacaciones en un auto de tal categoría. No comprenden que un estudiante becado y un arquitecto sin oficina establecida, cineasta aficionado, según la investigación que realizaron, tengan ingresos que les permita poseer un Mercedes Benz. Además, les sorprende que no hayan manifestado ningún pesar por la pérdida total del vehículo.

    —Sí, la verdad es que es sorprendente —dijo Antonio.

    —Lo que pasa —intervino Henri— es que yo no quise entrar en detalles acerca del por qué y cómo es que nosotros teníamos en poder el Mercedes, pues ese asunto sería menos creíble porque es muy enredado. Imagínate —le dijo dirigiéndose ahora directamente a Antonio— que me ponga a explicarles a los policías griegos que el abogado Errázuriz es un pillo, que el dueño del auto un cabrón, como dicen ustedes, que los colombianos unos frescos... ah no, ¡pas du tout, pas du tout! —dijo Henri lanzando un uf, largo y contundente, que complementó con un alzamiento de hombros, como señal de punto final.

    Antonio

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1