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Un príncipe en el tren
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About this ebook
Annie Barimer llevaba toda la vida haciendo lo que debía hacer, y el resultado no era para tirar cohetes. Así que, cuando surgió la oportunidad de ocuparse de dos niñas en Europa, no dudó en hacer las maletas. Allí descubrió que las dos niñas eran dos princesitas, que iba a vivir en un castillo de cuento, ¡y que estaba enamorándose de un auténtico príncipe!
El príncipe Johann era todo lo que ella había soñado… y más. Guapo, altivo y al mismo tiempo tierno. Era prácticamente perfecto, pero nadie sabía si estaría dispuesto a participar en los sueños de Annie…
El príncipe Johann era todo lo que ella había soñado… y más. Guapo, altivo y al mismo tiempo tierno. Era prácticamente perfecto, pero nadie sabía si estaría dispuesto a participar en los sueños de Annie…
Author
Beth Harbison
New York Times bestselling author Beth Harbison started cooking when she was eight years old, thanks to Betty Crocker’s Cook Book for Boys and Girls. After graduating college, she worked full-time as a private chef in the DC area, and within three years she sold her first cookbook, The Bread Machine Baker. She published four cookbooks before moving on to writing women’s fiction, including the runaway bestseller Shoe Addicts Anonymous and When in Doubt, Add Butter. She lives in Palms Springs, California.
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Un príncipe en el tren - Beth Harbison
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Elizabeth Harbison
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un príncipe en el tren, n.º 1533 - julio 2020
Título original: Annie and the Prince
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-711-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
AY, ANNIE! ¡No me puedo creer que te vas de verdad! ¿Tú estás segura de lo que vas a hacer? ¿Dejar tu trabajo y marcharte a Europa, por las buenas?
La así interpelada, Annie Barimer, se volvió hacia Joy Simon, su amiga y compañera de trabajo en el colegio de niñas Pendleton durante los últimos cinco años.
–Sí, Joy, estoy segura –le contestó, sin rastro de la melancolía con la que la contemplaba la otra–. Y, además, no me voy a Europa «por las buenas». Voy a estar de vacaciones una semanita –a Annie Barimer, hasta esa misma mañana encargada de la biblioteca del colegio, le costaba contener su exaltación, al pensar que iba por fin a ver Francia o Alemania, países con los que había soñado tanto tiempo–, y, después, a Kublenstein, a incorporarme a mi nuevo trabajo.
–Con gente desconocida –observó Joy, en un tono melodramático–. ¿Quién sabe cómo serán? –prosiguió la auxiliar de secretaría del colegio, a la vez que se servía más pasteles de la fiesta de despedida de Annie en su plato de papel–. A lo mejor son una familia de mafiosos.
–Estamos hablando de las niñas de Marie De la Fuenza –la corrigió Annie.
–Eso, ¿y qué sabemos de ellos?
–Sabemos que Marie asistió a este mismo colegio hace veinte años, y que aprobó aquí los cuatro cursos de la enseñanza secundaria, y, por si fuera poco, que también su madre era antigua alumna. Y, aún más, que la biblioteca del centro es prácticamente regalo de la familia De la Fuenza –Annie miró a su amiga con fingida severidad–. Yo creo que sí que podemos fiarnos de ellos.
–Reconocerás –le contestó la otra, sin dar su brazo a torcer–, que no han dado muchos detalles del puesto. Las hijas de Marie De la Fuenza por aquí, y Marie De la Fuenza por allá. Nada más. ¿Es que no tienen padre esas niñas? ¿Por qué se encarga la embajada de los Estados Unidos en Kublenstein de todos los trámites? Y, ya puestos, ¿dónde cae Kublenstein?
–Está en los Alpes –se limitó a responder Annie. Lo que Joy decía estaba bastante puesto en razón, pero ella no pensaba dejarse amargar la fiesta–, y el marido de la señora De la Fuenza debe de tener una alta responsabilidad en el gobierno de allí, o algo por el estilo, y por eso son tan formalistas en todo.
–Pues no sé por qué no te quedas en Pendleton –refunfuñó Joy, abandonando el plato con la mitad de los pasteles.
–Porque llevo toda mi vida deseando ir a Europa, y esta es la primera vez que tengo la oportunidad de viajar allí, ¡y encima me pagan por hacerlo! –Annie tenía la cabeza llena de imágenes de la torre Eiffel, Notre Dame, el Partenón, la Selva Negra, y otro millón más de vistas de Europa. La diminuta ciudad de Pendleborough no tenía comparación posible–. No me lo perdería por nada. ¿No te alegras por mí?
Joy la miró directamente a la cara.
–Claro que sí. Si a mí lo que me preocupa no es cómo te vaya a ir a ti en Europa, que seguro que te lo pasarás bien. La que me preocupa soy yo, que moriré de aburrimiento cuando tú no estés.
–Te escribiré –le dijo Annie, dispuesta a cumplirlo.
–Sí, eso dices ahora –Joy volvió a meterse otro pastel en la boca, levantó un dedo, para reservar el turno de palabra, y, cuando hubo tragado, siguió–, pero, cuando conozcas a tu príncipe azul, ya me puedo ir despidiendo de que te acuerdes de mí.
–Ah, con que es allí donde está mi príncipe azul. Con razón no conseguía yo dar con él de este lado del charco. Veinticinco años desperdiciados besando ranas apócrifas.
–Búrlate, si quieres –dijo Joy, con mucha dignidad–, pero estoy segura de que allí vas a conocer a alguien muy importante para ti. ¡Es posible que nunca regreses!
–Tienes toda la razón. Voy a conocer a dos «álguienes» muy importantes para mí: las niñas de Marie De la Fuenza. Que, me temo, van a ser prácticamente toda mi vida social durante bastante tiempo.
–Ten presente lo que te digo, porque ya sabes que no me equivoco en mis premoniciones. Y, si no, acuérdate de cuando te avisé de que Judy Gallagher estaba embarazada.
Annie tuvo que morderse la lengua para no decirle que todo el mundo lo había notado, al ver cada mañana a primera hora a Judy salir de clase corriendo hacia el cuarto de baño. Pero, en lugar de eso, asintió con la cabeza.
–Es verdad. Te diste cuenta.
–Pues en esto también tengo razón –dijo Joy–. Y, además, que te va a venir muy bien conocer a alguien que te pueda mantener dentro de un año, cuando se acabe tu contrato y no tengas nada.
–¿Y tú crees que es más fácil encontrar un novio así que un nuevo trabajo?
Joy dio un suspiro un poco teatral y preguntó:
–Bueno, ¿y qué te vas a poner para el viaje?
Annie se echó a reir. El mayor placer de su amiga en la vida, después de los pasteles, eran los trapos. Era una pena que hubiera cierta incompatibilidad entre ambos, porque la verdad era que Joy entendía mucho de moda.
–Ya lo llevo puesto –le contestó, y la otra miró los vaqueros y el amplio jersey de algodón y elevó los ojos al cielo.
–Válgame san Diseño, con ese tipazo que tienes, y parece que estuvieras empeñada en esconderlo. No hay derecho. Yo debería acompañarte, en calidad de asesora.
–Ya lo creo que deberías.
Se oyó un claxon afuera y Annie se asomó a la ventana. Había un taxi parado en el patio, delante de la puerta de la biblioteca.
–Tengo que marcharme ya.
–Eso parece –contestó Joy, apenada.
Pero Annie no podía compadecerse de ella. Se sentía flotar como una nube. Y, al mismo tiempo, le palpitaba el corazón. Estaba segura de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Tomó aire para tranquilizarse un poco y le dio luego un beso a su amiga.
–No estés tan tristona. Te he prometido escribirte, y ya verás cómo lo hago.
–Más te vale. Pero nada de cartas, que tardan mucho. Conéctate en cuanto llegues, y mándame correos electrónicos.
–De acuerdo –dijo Annie, sonriendo, mientras subía al taxi y decía adiós con la mano a los que se habían congregado para verla partir.
–Y, sobre todo, quiero todos, absolutamente todos los detalles «de él» –insistió Joy, después de una pausa cargada de intención.
Y, al arrancar el vehículo, Annie enrojeció, comprendiendo que la gente no tardaría ni un minuto en caer sobre Joy para sonsacarle quién era «él». Bueno, a ella ya le daba igual.
Atrás quedaba Annie, la bibliotecaria sosa, mientras nacía Annie, la mujer de mundo.
Capítulo 1
A QUÉ VENÍA tanta preocupación? Annie dio un suspiro, con la frente apoyada contra el cristal. Desde la ventanilla de su departamento se veía pasar a toda velocidad el paisaje alpino, mientras se iban acercando a Lassberg, la capital del diminuto principado europeo de Kublenstein.
No le había ido muy bien en París, y Alemania había resultado ser tremendamente cara, pero en ese momento ya estaba en camino, con dos días de antelación, al lugar donde iba a trabajar, y donde, además de gastar menos dinero, podría familiarizarse un poco con las cosas, antes de presentarse a quienes la habían contratado.
Esos dos días le iban a venir bien. La verdad era que la última vez que tuvo vacaciones de verdad tenía seis años, y la habían llevado a pasar el fin de semana a un parque de atracciones que había en una ciudad próxima al pueblo de Maryland en el que se había criado. Llevaba trabajando desde que iba al Instituto, y nunca había conseguido hacer nada más que ir pagando sus deudas.
Pero todo iba a cambiar. Tenía un trabajo estupendo, con lo que parecía ser una familia muy distinguida. Y en Europa, que era lo que siempre había soñado.
Y entonces, ¿qué era lo que la tenía tan nerviosa?
El tren redujo velocidad bruscamente, para tomar una curva, y un muchacho de pelo color lino, que llevaba una enorme mochila a la espalda y un vaso en la mano, chocó con ella y le salpicó la blusa con unas gotitas de café con leche, bastante caliente.
–Discúlpeme, señora –le dijo, en inglés, con un ligero acento escandinavo.
–No pasa nada –le contestó ella, pero él se alejaba ya, sin escuchar su respuesta. Molesta, se subió las gafas, que se había puesto para leer, y sacó un pañuelo de papel. Mira que llamarla «señora», si no debía de tener más que dos o tres años menos que ella. ¿Y por qué se dirigía a ella en inglés, si estaban en Centroeuropa? ¿Tanto se le notaba que venía de Estados Unidos?
Las manchitas no se quitaban. Annie se resignó, tiró el papelito a la papelera y trató de volver a concentrarse en su libro, pero le costaba. Hacía calor en el tren, y había muchísima humedad. Al cabo de un rato, cerró el libro, se recostó en el asiento y volvió a repasar mentalmente los pasos que la habían llevado donde se encontraba. De no estar en ese tren, a esas horas estaría durmiendo en su pequeño y gélido apartamento, donde sonaría el despertador antes de las siete, para que se levantara y se duchara antes de acudir al trabajo. Que no estaba mal, y a ella le gustaba bastante. Disfrutaba aconsejando a las alumnas formas más originales de hacer los trabajos que les pedían en clase y, por supuesto, recomendándoles libros con personajes con los que pudieran identificarse y que les ayudaran a adquirir valores en la vida.
Por desgracia, esa forma de desempeñar su trabajo en la biblioteca en Pendleton pasaba por «inmiscuirse en las tareas del profesorado», como más de una vez le había comunicado el consejo de dirección del colegio, que era, en general, bastante conservador. No se podía excluir, en absoluto, que, de no haberse despedido ella cuando lo hizo, el consejo hubiera pedido al director, Lawrence Pegrin, que prescindiera de ella el curso siguiente. Aunque el señor Pegrin era quien le había transmitido los reproches
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