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El Prisionero: La ciudad de los sueños, #3
El Prisionero: La ciudad de los sueños, #3
El Prisionero: La ciudad de los sueños, #3
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El Prisionero: La ciudad de los sueños, #3

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About this ebook

El libro 3 de la trilogía la Ciudad de los Sueños retoma la historia del príncipe moro que fue encerrado en prisión por su hermano, el nuevo califa de Málaga. Un periodo inestable en la historia de la España mora que se hace mucho más turbulento a media que intrigas y traición en la casa real amenazan la estabilidad de la ciudad.

En este contexto, la prima de Makoud y su familia llegan a Málaga, esperando cumplir sus sueños y labrarse una vida propia, pero tienen secretos que si se descubren podrían suponer enfrentarse al exilio o a la muerte.

El Prisionero es una historia trepidante de aventuras y romances ambientada en la exótica y vibrante Málaga del siglo XI.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateJun 12, 2021
ISBN9781071579824
El Prisionero: La ciudad de los sueños, #3
Author

Joan Fallon

Dr. Joan Fallon, Founder and CEO of Curemark, is considered a visionary scientist who has dedicated her life’s work to championing the health and wellbeing of children worldwide. Curemark is a biopharmaceutical company focused on the development of novel therapies to treat serious diseases for which there are limited treatment options. The company’s pipeline includes a phase III clinical-stage research program for Autism, as well as programs focused on Parkinson’s Disease, schizophrenia, and addiction. Curemark will commence the filing of a Biological Drug Application for the first novel drug for Autism under the FDA Fast Track Program. Fast Track status is a designation given only to investigational new drugs that are intended to treat serious or life-threatening conditions and that have demonstrated the potential to address unmet medical needs. Joan holds over 300 patents worldwide, has written numerous scholarly articles, and lectured extensively across the globe on pediatric developmental problems. A former adjunct assistant professor at Yeshiva University in the Department of Natural Sciences and Mathematics. She holds appointments as a senior advisor to the Henry Crown Fellows at The Aspen Institute, as well as a Distinguished Fellow at the Athena Center for Leadership Studies at Barnard College. She is also a member of the Board of Trustees of Franklin & Marshall College and The Pratt Institute. She currently serves as a board member at the DREAM Charter School in Harlem, the PitCCh In Foundation started by CC and Amber Sabathia, Springboard Enterprises an internationally known venture catalyst that supports women–led growth companies and Vote Run Lead, a bipartisan not-for-profit that encourages women on both sides of the aisle to run for elected office. She served on the ADA Board of Advisors for the building of the new Yankee Stadium and has testified before Congress on the matters of business and patents and the lack of diverse patent holders. Joan is the recipient of numerous awards including being named one of the top 100 Most Intriguing Entrepreneurs of 2020 by Goldman Sachs, 2017 EY Entrepreneur of the Year NY in Healthcare and received the Creative Entrepreneurship Award from The New York Hall of Science in 2018.

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    El Prisionero - Joan Fallon

    PERSONAJES HISTÓRICOS REALES

    Ali ibn Hammud al-Nasir Califa de Qurtubah 1016 -1018

    Su hijo mayor:

    Yahya ibn Ali ibn Hammud al-Mutali, Califa de Qurtubah 1021-1023 y 1025-1026 y Califa de Malaqah 1026-1035 (Yahya 1)

    Su segundo hijo:

    Idris ibn Ali al-Mutaayyad Califa de Malaqah 1035-1039 (Idris 1)

    Hijo mayor de Yahya I y Fatima:

    Hasan ibn Yahya ibn Ali Califa de Malaqah 1040-1042

    Segundo hijo de Yahya I y Fatima:

    Idris ibn Yahya ibn Ali (Ben-Yahya) Califa de Malaqah 1042 -47 (Idris II)

    Hijos de Idris I:

    Muhammad ibn Idris ibn Ali gobernante de al-Jazira

    Yahya ibn Idris (Yahya II)

    Abu al-Qasim Muhammad ibn Abbad, Abbad I gobernante de Isbiliya

    Badis ben Habus sultán de Garnata

    Samuel ibn Nagrilla fue un erudito y político judío, gran visir de los gobernantes de Garnata

    Joseph ibn Nagrilla su hijo

    Naja al-Siqlabi un exesclavo que se convirtió en tutor de los hijos de Yahya I

    Ibn Baqanna gran visir de Idris I

    Zuhair, sultán de Álmeria

    Abu Mansur Isa gobernante de las tribus Barghawata en Sebta

    PERSONAJES FICTICIOS:

    Makoud ibn Ahmad

    Abal y Basma (sus esposas)

    Umar ibn Makoud (su hijo)

    Ibrahim ibn Makoud  (su hijo)

    Dirar ibn Makoud  (su hijo)

    Aisha bint Makoud (su hija)

    Bakr ibn Assam (su yerno)

    Avi    Mercader judío y amigo de Makoud

    Salma   La prima de Makoud, una escriba

    Simon   Casado con Salma, un traductor

    Zara y Layla  hijas de Salma y Simon  

    Iqbal   esposo de Zara, un alfarero

    Jabalah   adalid

    Yusuf al-Basir bibliotecario jefe

    Marwen  ayudante de bibliotecario

    General Rashad  

    Labib   gran visir

    Qusay   un sirviente

    Uday    un sirviente

    NOMBRES DE LUGARES

    Al-Ándalus el nombre islámico dado a la España mora.

    Alborán, mar de: parte del Mediterráneo cerca de Málaga

    Al-Jazira la ciudad de Algeciras

    Garnata la ciudad de Granada

    Isbiliya la ciudad de Sevilla

    Écija, una ciudad entre Córdoba y Sevilla

    Jebel al-Tarik Gibraltar

    Maghreb la región del noroeste de África que limita con el mar Mediterráneo.

    Malaqah la ciudad de Málaga

    Mar Medio uno de los nombres del Mediterráneo.

    Qurtubah la ciudad de Córdoba

    Mar de las Tinieblas uno de los nombres del Océano Atlántico

    Sebta la ciudad de Ceuta en el Norte de África

    Tanja Tánger

    Un libro es como un jardín que llevas en tu bolsillo.

    Proverbio árabe.

    Malaqah 1040 – 1042 d.C.

    CAPÍTULO 1

    Al principio Ben-Yahya no sabía dónde estaba. Abrió los ojos esperando ver el sol entrando por las ventanas de su habitación, sus cortinas de muselina flotando en la cálida brisa, oler el dulce aroma de la flor del naranjo y escuchar la llamada del imam como hacía cada mañana. En su lugar no pudo ver nada y el olor que asaltaba sus sentidos era de excrementos y putrefacción. ¿Estaba en el infierno? ¿Se había quedado ciego? Gradualmente sus ojos aquejados de sueño se ajustaron a la penumbra y entonces recordó. Un tímido resquicio del pálido amanecer se coló por una rendija en la pared e iluminó su oscura celda. En lugar de en su cómoda cama cubierta de cojines de seda, descansaba sobre un suelo de piedra con paja como colchón. La ira lo embargó al recordar cómo había llegado hasta allí, y se incorporó y pateó el palé de paja para hacerlo a un lado. ¿Por qué, en el nombre de Alá, había sido arrestado? Pero, más importante, ¿qué estaba haciendo en aquel agujero infernal? Y ¿cómo iba a salir? Había visto suficientes calabozos para saber que eran inexpugnables. Nunca escaparía sin ayuda. Su mente trabajaba a toda velocidad; ¿en quién podía confiar? Y ¿cómo demonios iba a poder contactar con alguien?

    Se palpó los bolsillos de su túnica. Sí, su monedero todavía estaba allí. Aquel sucio quaid podía haberle quitado su daga, pero no había tenido las agallas de quitarle su dinero. Tenía doscientos dirhams de plata en su monedero y otros doscientos dinares de oro en el interior de su djellaba. Sacó su monedero y lo puso en el interior del palé de paja por precaución.

    El rayo de luz se había agrandado y ahora la voz del imam empezó a llamar a los fieles a la oración de la mañana. De repente la puerta de su celda se abrió y el carcelero entró portando un cuenco de barro con agua y un paño.

    ―Aquí tienes, buen amigo. Agua limpia y algo para secarte. Debes de ser alguien importante para depararte tan buen trato. ―Puso el cuenco y la toalla en el suelo y salió de la habitación. Una vez más la puerta se cerró.

    Ben-Yahya se inclinó sobre el cuenco y empezó a lavarse. Al menos todavía podía realizar aquella parte de su ritual matutino. Una vez limpio, se colocó el gorro en la cabeza, se agachó y empezó con el Fajr. Alá no le abandonaría. Siempre había sido un buen musulmán, iba a la mezquita de manera regular y nunca olvidaba la hora de la oración. Era verdad que ocasionalmente bebía vino, pero solo con moderación. Alá no le condenaría por eso. Alá lo salvaría.

    El carcelero debió haber esperado fuera porque en el momento en que Ben-Yahya terminó de rezar y se sentó de nuevo sobre sus talones, la puerta se abrió.

    ―¿Has terminado?

    ―Dime algo, amigo. ¿Quién es el califa en estos momentos? Acabo de llegar a esta tierra y me gustaría saber por qué autoridad he sido arrestado.

    El carcelero vaciló un instante. Ben-Yahya podía ver que no era un hombre cruel; solo obedecía órdenes y no podía sentir hostilidad en su contra. Las oraciones habían apaciguado su furia.

    ―Bueno, supongo que no puede hacer ningún daño el que te lo diga. Todo lo que dijeron era que nada de visitas. No dijeron nada de que no podía hablar contigo. Es una vida solitaria la que llevo aquí. Será bueno tener a alguien con quien hablar, y tú has viajado, puedo verlo; tendrás relatos interesantes que contar probablemente. Sabes, la mayoría de los prisioneros llevan aquí mucho tiempo, y los que no han perdido la cabeza ya, no tienen nada nuevo de lo que hablar. Solo tienen cuatro paredes que mirar y eso vuelve loco a cualquiera. Algunos de ellos recurren a la religión y rezan día y noche y creen que Alá los salvará. Otros deliran acerca de que son inocentes y que alguien va a darse cuenta de su error y liberarlos. Todo disparates, por supuesto. Nadie va a salir nunca de aquí.

    ―Y, ¿quién es el califa? ―preguntó Ben-Yahya intentando esconder su impaciencia.

    ―Es un hombre nuevo. Cuando el viejo califa murió, se suponía que su hijo iba a sucederle. Decían que era muy joven para ser un buen califa, así que su tío lo depuso. Pero está muerto ahora y el hijo ha reclamado su herencia. Es el nuevo califa ahora. Pero por supuesto quién sabe cuánto durará. No puedo contar el número de califas que he visto ir y venir en toda mi vida. Vivimos tiempos inciertos ―añadió sacudiendo la cabeza juiciosamente.

    ―¿Su nombre?

    ―Espera un momento que recuerde bien. Ah, sí. Hasan al-Mustansir. Como dije es el hijo del viejo califa. Sí, al-Mustansir. Ese es él.

    ―Gracias ―dijo Ben-Yahya sintiéndose desvanecer. ¿Su hermano? Si su hermano le había hecho esto, nunca escaparía; no conocía a nadie en Malaqah ya, solo a Naja.

    ―Te veo después con tu cena ―le dijo el carcelero―. Entonces quizás puedas contarme un poco de tus viajes.

    ―Una pregunta más, si no te importa. ―El carcelero se detuvo y lo miró― ¿Cuánto tiempo lleva siendo califa Hasan?

    ―¿Este último? Deben ser casi seis meses ya. Fue justo después del Ramadán. Lo recuerdo porque...

    Ben-Yahya dejó que el viejo continuara su perorata, pero no dijo nada, solo fue a sentarse en su palé. Así que su hermano llevaba en el trono seis meses ya y solo se lo había comunicado hacía una semana. Tenía aquello planeado. No era una decisión repentina de su parte; Hasan siempre había intentado librarse de cualquier oposición y ahora parecía que aquello también incluía a su hermano Ben-Yahya. Revolvió la punzante paja y palpó el dinero en su djellaba y lo presionó contra su pierna. Tenía mucho en lo que pensar. Había confiado en su hermano, incluso lo quería. ¿De qué otra manera habría caído ciegamente en esa trampa? ¿Cómo podía hacerle eso su hermano? ¿Cómo podía traicionarlo? No podía creer que esto le estuviera sucediendo. Sintió una rabia inmensa crecer en su interior. Se vengaría, de una forma o de otra, quizás hoy no, pero algún día. Solo tenía que ser paciente y esperar la oportunidad adecuada. Se haría amigo del carcelero y ganada su confianza podría quizás persuadirle de llevarle un mensaje suyo a Naja. No importaba cómo, iba a salir de allí. No iba a pudrirse en aquel sucio agujero hasta que se volviera loco como los otros reclusos. Saldría de allí y entonces la venganza sería suya.

    CAPÍTULO 2

    Habían estado viajando rumbo sur durante tres días y el mar todavía parecía tan lejos en la distancia como siempre. Relucía y brillaba en el horizonte como un espejismo, tentándolos con los placeres de un nuevo futuro.

    ―¿Estás cansada, querida esposa? ―preguntó Simon―. No puede estar lejos ya.

    Habían estado atravesando huertos de naranjos toda la mañana, a lo largo del llano y fértil valle del Guadalhorce. Su primo Rafa se había ofrecido a prestarles dos caballos—desde que había dejado Qurtubah hacía todos esos años, había pasado el tiempo criando caballos y era bien conocido en la taifa de Malaqah por la calidad de sus corceles—pero Simon se había negado. Dijo que llamarían demasiado la atención. La gente se preguntaría si eran de la realeza, o peor, si los habían robado. En lugar de eso, le cogieron prestado un burro para que cargara con sus pocas, pero preciadas pertenencias. Iqbal había traído su mula, que había cargado con tanta vajilla como podía cargar. Quería vender su cerámica en los pequeños pueblos por los que pasaran. Ese era el motivo por el que les estaba costando tanto llegar a su destino. Salma quería meterle prisa, pero su yerno era muy cabezota y no le gustaba recibir órdenes de una mujer, aunque fuera su suegra.

    ―No. Cansada no, solo excitada. Quiero llegar. Quiero ver al pequeño Makoud de nuevo ―dijo.

    Simon prorrumpió en risas.

    ―Pequeño Makoud. Es casi tan viejo como nosotros ahora, tienes dos esposas y cuatro hijos crecidos. Ya no es tu pequeño Makoud.

    ―Lo sé, pero he estado pensando en él mucho últimamente y en mi mente todavía es ese adolescente intrépido que tuvo que crecer demasiado rápido.

    ―Así fue para todos nosotros. Demasiado derramamiento de sangre y muerte. Fue suficiente para casi hacerme renegar de Dios ―dijo su marido.

    ―Casi, querido. Al final te aferraste a tu fe a pesar del peligro.

    ―Calla. No sabes quién puede estar escuchando.

    ―¿Aquí? No hay nadie en millas a la redonda ―se rio Salma―. Estamos prácticamente solos. ―Todo la hacía sonreír aquel día.

    Su marido le hizo un discreto gesto con la cabeza en dirección a Iqbal, que iba ligeramente por delante de ellos, conduciendo a su mula. Ella sabía que no confiaba en él. Nunca había compartido el secreto de Simon con nadie, ni siquiera con la familia. Salma se retrotrajo veinte años atrás al momento en que habían escapado milagrosamente de la ciudad sitiada de Qurtubah. Simon había huido con ellos a Ardales en lugar de regresar al monasterio en Inglaterra, como su Abad le había ordenado.

    ―Mira el mar ―gritó Salma con alegría. Se sentía como una niña de nuevo. Salma nunca había visto el mar, solo ocasionalmente desde el lugar más elevado de Ardales cuando la luz era adecuada, entonces aparecía en el horizonte como un diminuto reflejo azul. Ahora allí estaba, solo que fuera de su alcance, más allá de un bosque de caña de azúcar, pero podía ver que era tan inmenso como todo el mundo decía que lo era. El corazón se le aceleraba solo con mirarlo. Se extendía delante de ellos tan lejos como el ojo alcanzaba a ver y continuaba hacía el oeste hasta que la costa montañosa lo ocultaba a la vista.

    ―¿Qué camino seguimos ahora? ―preguntó apartando sus ojos a regañadientes.

    ―Según Makoud, una vez lleguemos a la costa tenemos que seguirla rumbo este hasta que lleguemos a las murallas de la ciudad. Estaremos en Malaqah antes de que caiga la noche.

    Continuaron su camino atravesando la caña de azúcar hasta que llegaron a un sendero que discurría a lo largo de una playa arenosa.

    ―Detengámonos un instante ―rogó Salma otra vez más como una niña que como la mujer de cincuenta años que era―. ¿Qué dices tú, Zara?

    Su hija mayor dejó caer su bolsa en la arena y se tiró a su lado.

    ―Buena idea, mama. ―Estaba esperando su primer hijo y le resultaba difícil andar. Salma había sugerido que ella y su marido se quedaran en Ardales hasta que el bebé naciera, pero Iqbal no quería esperar; tenía la idea de que iba a hacer fortuna en Malaqah y tenía prisa por empezar.

    Salma escuchó un chillido de placer y levantó la vista para ver a su hija menor, Layla, con las faldas metidas en la cintura, chapoteando en el agua.

    ―Venid. Está muy buena ―gritó la chica―. Tan azul, tan limpia. Oh, mama, es maravilloso. Así debe ser el Paraíso. ―le dio una patada el agua para verla salpicar y enterró los dedos de los pies en la arena― Y hay peces. Mirad. Mirad ese, el plateado. ―Excitada se inclinó e intentó atraparlo, pero se le escurrió entre los dedos.

    ―Tienes que ser más rápida si quieres capturar algo para nuestra cena ―dijo su padre riéndose.

    El burro que el hermano de Makoud les había prestado se detuvo abruptamente; él también había decidido que necesitaba descansar.

    ―Bueno, parece que las mujeres y el burro han tomado la decisión ―le dijo a Iqbal―. Descansaremos aquí un poco.

    ―Pero casi hemos llegado ―se quejó Iqbal―. Se puede ver la mezquita que brilla a la luz del sol. ―Le sonrió a Simon, pero no discutió y se sentó al lado de su esposa.

    Zara se quitó las sandalias y se enrolló las perneras de los pantalones.

    ―Tengo que refrescar mis pies ―dijo levantándose y caminando con garbo por la arena para introducirse en las aguas menos profundas. Las olas golpeaban perezosamente sus tobillos.

    ―Se está tan en calma y en paz ―dijo Salma con cierto tono de sorpresa en su voz. Siempre había pensado que el mar era un lugar terrible, agitado y tormentoso, un lugar peligroso, con piratas e inmensas profundidades donde se agazapaban monstruos marinos. En lugar de eso le recordaba al estanque del molino en el que su vecino molía el trigo, solo que unas cien veces más grande. Era como un espejo gigante que reflejaba el cielo moteado. Se tumbó y extendió sus doloridas extremidades en la arena.

    El paso que estaban dando era importante, volver a una ciudad para vivir, pero no podía rechazar la amable oferta de su primo. Cuando supo que su madre estaba muerta inmediatamente le había enviado un mensaje a Salma invitándola a traer a su familia a Malaqah para vivir con él. Al leer sus palabras se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos el ajetreo de vivir en una ciudad; Ardales era un pueblo tranquilo la vida transcurría lenta y apaciblemente. A su tía y a su tío les había gustado vivir allí. ¿Cómo podían no amarlo? Era un refugio seguro para todos ellos. Estaban fuera del alcance de los soldados que merodeaban la ciudad; allí la comida abundaba y podían seguir sus vidas normales sin temor. Al principio se había acostumbrado a la vida en el campo. Ella y Simon se habían casado y luego habían tenido hijos. Eso habría sido suficiente para la mayoría de las mujeres, pero no para ella. Nunca hablaba de ello, pero ansiaba trabajar de nuevo. Cuando pensaba en los días en la biblioteca de Qurtubah—y a menudo pensaba en ellos—y en los libros que había transcrito, era una mezcla de esperanza y tristeza. Esperanza por que las bibliotecas hubieran sobrevivido a los repetidos asaltos de los ignorantes y fanáticos soldados berberiscos, y tristeza porque dudaba de que lo hubieran hecho. Las pocas noticias que les habían llegado eran de muerte y destrucción; su querida Qurtubah era apenas un recuerdo de su pasada gloria. Pero ahora tendría una segunda oportunidad. Buscaría trabajo en las bibliotecas de Malaqah. Su primo Makoud le había dicho que el nuevo califa era un hombre culto y quería que su ciudad se ganase la reputación de erudita que otrora tuviera Qurtubah. Ella no había vacilado. Ahora que su prima Fatima estaba muerta, no había nada que la retuviera en Ardales y persuadió a Simon de que no era demasiado tarde para que ellos y su familia comenzaran una nueva vida en Malaqah. Así que había traído todos sus útiles de caligrafía con ella, envueltos cuidadosamente en un trozo de saco y atados al burro.

    Debió haberse quedado dormida porque lo siguiente que supo fue que Simon la estaba sacudiendo y susurrando:

    ―Despierta, Salma. Creo que hay alguien escondido entre la caña de azúcar, observándonos.

    Abrió los ojos y vio que Iqbal había desenvainado su espada—su primo Rafa había insistido en que al menos uno de ellos fuera armado, aunque ella había protestado que era inútil porque ni Iqbal ni Simon eran guerreros. Zara estaba de pie con el rostro pálido al lado de la mula sosteniendo las riendas en su mano. ¿Qué sucedía? Layla, ¿dónde estaba Layla?

    ―¿Layla? ―Salma se sentó ahora completamente despierta.

    ―Todo está bien, mamá, estoy aquí.

    ―Levántate despacio, Salma, y actúa con normalidad. Si Podemos cruzar el puente, estaremos a salvo; puedo ver las casas de algunos pescadores al otro lado.

    Hizo lo que su marido le había pedido, y con Simon abriendo paso e Iqbal siguiendo en la retaguardia partieron siguiendo el sendero de la costa. Podía ver el puente del que hablaba Simon, pero parecía a mucha distancia. ¿Quién era la gente que los observaba? ¿Había siquiera alguien allí? Conocía a su marido y podía ser un poco paranoico a veces—entendible después de todo lo que habían pasado—pero esta vez parecía genuinamente preocupado. Ahora le alegraba que Rafa hubiera insistido en que Iqbal cogiera su espada. Esperaba que supiera como usarla.

    ―¿No podemos andar un poco más rápido? ―Iqbal estaba empezando a parecer impaciente. De hecho, todos estaban nerviosos ahora.

    ―Probablemente no es nada ―dijo Salma, más por intentar calmar a sus hijas que por genuina convicción―. Probablemente un animal, una cabra o algo así.

    En ese instante dos individuos harapientos les salieron al paso poniéndose en el sendero delante de ellos.

    ―Alto ―gritó uno de ellos agitando su daga ante ellos. Su compañero era bastante más bajo de estatura, una criatura horrible con una cicatriz amoratada en la parte inferior de su cara que portaba una espada en las manos. Salma la reconoció de inmediato, era una espada penetrante, el tipo que usaban los soldados en batalla capaz de penetrar una armadura, pero esta parecía demasiado pesada para su oponente. Al principio pensó que eran mercenarios, pero luego decidió que probablemente eran esclavos fugados.

    ―¿Qué tenéis en ese saco? ―preguntó el de la espada.

    ―Solo algo de comida para nuestro viaje ―dijo Simon tranquilamente.

    Salma vio a su marido sacarse la daga de los pliegues de su túnica y sostenerla tras su espalda. ¿Pero la usaría? Iba contra sus creencias cobrarse una vida, pero ¿lo haría para salvar a su familia?

    ―Ella es preciosa ―dijo el hombre más alto mirando a Layla―. Dulce como la miel, supongo. Creo que me gustaría probarla. ―Avanzó hacia Layla, pero Salma fue más rápida que él.

    ―No lo creo ―dijo poniéndose en su camino―. Mi hija tiene el mal. Por eso la llevamos a Malaqah para que la vea un médico.

    ―¿Qué mal es ese? ―preguntó el más pequeño retrocediendo involuntariamente.

    ―No sé cómo lo llaman. Pero dicen que las ratas lo trajeron del este, en los barcos. La mayoría de nuestros vecinos están muertos y los que han sobrevivido, han huido. No podíamos quedarnos en nuestro pueblo más.

    ―No parece enferma.

    ―Acércate y lo verás por ti mismo ―lo invitó Salma―, pero ten cuidado de no tocarla. Es muy contagioso. ―Vio que Layla se había echado el pañuelo sobre la cabeza, cubriendo la mayor parte de su rostro.

    El hombre vaciló y luego dijo:

    ―Tonterías. Tus mentiras no son lo suficientemente buenas para engañarnos, vieja. Olvida a la chica, Pablo; podemos encontrarlas mejores en cualquier parte. Ahora trae el saco, mujer. Lleno de oro y joyas, no debería extrañarme.

    ―Mi mujer dice la verdad. Mi hija está enferma, y no tenemos oro ni joyas. Solo somos gente pobre que intenta llegar a Malaqah para salvar la vida de nuestra hija.

    ―Cállate, viejo. ¿Quién eres? Pareces un extranjero. ¿Eres cristiano?

    ―Quizás es un espía ―dijo Pablo―. Podríamos conseguir mucho dinero por él en Malaqah.

    ―No tenemos nada que os pueda ser de utilidad ―dijo Iqbal, que hasta entonces había estado muy callado. Ahora avanzaba hacia los hombres―. Salid de nuestro camino y dejadnos pasar. Tenemos asuntos que atender en Malaqah y debemos estar allí antes de que caiga la noche. ―Sostenía la espada de Rafa delante de él. Era más pequeño que la espada penetrante, curvada y fina y fácil de manejar. Una espada veloz, capaz de herir y rebanar a tu oponente, y era usada mayormente por la caballería. ¿Cómo podría acertar a pie, en una lucha contra aquel rufián con su enorme espada?

    ―Oh, asuntos en Malaqah, ¿verdad? ―se burló el que se llamaba Pablo, agitando su daga bajo la nariz de Iqbal―. Bueno, nosotros tenemos asuntos que atender aquí, ¿no es verdad Juan? Empezaremos por hacer que esa vieja bruja nos cocine algo. Luego veremos lo enferma que está esa chica en realidad. ―Se volvió para sonreírle a su compañero.

    Y ese fue su error. Para sorpresa de todos, la espada de Iqbal hendió el aire y rebanó el brazo del hombre. El ladrón se giró y le dedicó una ausente mirada a Iqbal, sorprendido por su acción, luego miró su brazo caído en el suelo, con la mano aferrada todavía a su daga. Un aullido se escapó de su garganta y cayó al suelo en un charco de su propia sangre. Juan gruñó e inmediatamente se giró para encarar a Iqbal, levantando lentamente su pesada espada para asestar un golpe, pero Iqbal fue más rápido que él. Una vez más la cimitarra brilló a la luz del sol al descender hacia el atacante y rebanarle el cuello. Con un gemido, cayó al suelo, muerto.

    ―Coge sus armas ―ordenó Iqbal a Simon, que estaba allí de pie atónito, mirando la sangre que goteaba de la espada de su yerno―. ¿Qué? ¿Lo desapruebas? Un hombre tiene derecho a proteger a su familia, ¿verdad? ―Iqbal estaba temblando, sin embargo, ya fuera por temor o por excitación, Salma no lo sabía. Todo había sucedido tan rápido; un momento estaba siendo amenazados por dos ladrones y al otro, uno estaba muerto y el otro moribundo. Se sentía aturdida. Iqbal los había salvado.

    Simon se inclinó y tomó la daga ensangrentada de la mano cercenada y luego cogió la espada penetrante.

    ―¿Qué vamos a hacer con él? ―preguntó señalando al hombre herido. Estaba revolviéndose en el suelo, quejándose, la sangre caía a borbotones a la arena.

    ―Nada ―dijo Iqbal.

    ―No podemos dejarlo aquí agonizando. Muestra algo de compasión.

    ―Hace apenas unos minutos

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