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istorias de uenca

Gerardo Martínez Espinosa


Índice
Página 9 Mitmacuna, una Historia de Cañaris

Página 27 Tomebamba, Ciudad Castellanade Francisco Pizarro

Página 41 Heráldica

Página 55 De Monjas y Otras Historias

Página 75 Prelados Amigos

Página 89 No Tener Cristo en que Morir

Página 119 Cuenca en Pichincha


Página 137 La Mar de Ayacucho

Página 159 La Tragedia del Presidente La Mar

Página 189 Siglo de Sobresaltos

Página 211 ¡Esta Cuenca…!

Página 253 Notas Bibliográficas


Mitmacuna, una Historia
de Cañaris
regorio Zhau, indio cañari a quien conocí hace muchos años, no sólo era
cañarejo, era cañari de los de Hatun Cañar. Bien proporcionado, con el
torso ancho de las razas que moran en los Andes, de piel tostada por el sol
que encubría su color “aindiado” y la trenza de pelo grueso que llegaba hasta media espalda,
vivía en la comunidad de Sígsig-huayco y trabajaba como mayoral en la cercana hacienda de
Coyoctor, junto al río Silante que baja por Ingapirca.

Gregorio Zhau, hombre leído y escribido, inteligente y de gran memoria reforzada por la
costumbre de ejercitarse en la tradición oral de sus mayores, nos contaba que él pertenecía a la
raza propia de esa tierra, como sus amigos Buñay, Naula y algunos más. Decía que otros vecinos
de la misma comunidad con apellidos corrientes como Cungachi y Tenelema eran mitayos,
realmente mitayos, descendientes de gente afuereña cuyos antepasados vinieron a trabajar
hace un tiempo difícil de medir.

Los Zhau tienen en su apellido el fonema zh, típicamente cañari como tantos otros en
Azuay y Cañar: Zhapán, Zhañay, Zhicay, Zhindón; o como los toponímicos Zhiña, Zhud, Zhumir,
Carzhau.

Los otros, Cungachi, Tenelema y demás advenedizos ¿eran los mitayos, los indios que en
el Tahuantinsuyu se ocupaban en el trabajo del Estado? ¿Eran parte de la mita que sacaba un
determinado número de habitantes de una comunidad para emplearlos en trabajos públicos?
Hay, por supuesto, una relación del mitayo con la institución de la mitmacuna que los
Incas usaron para equilibrar y “estandarizar” su imperio, llevando agricultores y artesanos allí
donde hacían falta, reforzando con soldados los puntos débiles u hostiles dentro del Tahuantinsuyu
o enseñando el runa-shimi, la lengua del Cuzco a los más periféricos. Los magníficos caminos,
inga-ñan, facilitaban el traslado masivo de los mitimaes como los llamaron los españoles, con
toda su familia, sus herramientas, sus armas, semillas y animales.

Pero la medalla tenía un oscuro reverso: la mitmacuna expulsaba también de las tierras
conquistadas a los naturales del lugar y los trasladaba a la parte central del Imperio. Los extrañaba
de la tierra con toda su gente cuando no eran confiables por sus afanes de ser libres, su carácter
guerrero o su fuerte personalidad. Centenares de miles de súbditos del Tahuantinsuyu, talvez
12 millones, fueron víctimas de esta política y se calcula que en algunas comarca una tercera parte
de sus habitantes sufrieron la reubicación forzosa. (1)

A los cañaris correspondió una de las mayores cuotas de la mita. A buena distancia
aparecen después los chachapoyas, tribu del noreste serrano de Cajamarca.

Todo empezó cuando en Dumapara los cañaris, sin poder resistir su fuerza, debieron
aceptar las condiciones de Túpac Yupanqui. Esperaban iniciar así y desde ese momento una
vida en común centrada en Guapdondélig, Surampalte como lo llaman algunos cronistas.

A su vez, conscientes del destino imperial del Tahuantinsuyu, los grandes consejeros del
Inca en el Cuzco habían tomado otra decisión y optaron por crear un segundo centro administrativo
y religioso en el extenso Chinchasuyu. Túpac Yupanqui levantó entonces la ciudad imperial de
Tumi-pampa, la Tomebamba de los cronistas.

La edificaron junto al río y en la cabecera del inga-ñan que empezaba en Poma-pongo,


lugar o sitio del león, pasando por el inga-chaca, el puente sobre el Tomebamba que aún
hoy lleva el mismo nombre. Hacia el año 1450 nació la ciudad con recias construcciones de
andesita, sin descartar la piedra de jaspe o mármol, todo bien tallado en bloques rectangulares
y almohadillados, con largos dinteles para las puertas de arco trapezoidal. Huayna Cápac la
terminó de construir y embellecer.

Circuían la vivienda del Inca los cuarteles militares y depósitos de víveres; más allá,
hacia el oeste, el observatorio solar inti-huatana cuyas ruinas también existen. Hacia el norte,
el templo del sol dorado cori-cancha, la casa de las escogidas y mamaconas aclla-huasi que
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mezclaban lo religioso y lo artesanal elaborando tejidos y chicha para las ceremonias y cuidando
del templo donde refulgía la imagen de oro del dios. En la periferia y seguramente con la división
cuzqueña de hanan y hurin, alto y bajo, se extendían las casas, de piedra las más centrales o de
barro las más alejadas, todas con techos de paja, para albergar a cuzqueños y cañaris.

“Estos aposentos de Tumebamba… eran de los soberbios y ricos que hubo en todo
el Perú, y adonde había los mayores y más primos edificios… El templo del sol era hecho de
piedras muy sutilmente labradas y algunas de estas piedras eran muy grandes, unas negras
toscas, y otras que parecían de jaspe. Las portadas de muchos aposentos estaban galanas y
muy pintadas, y en ellas asentadas algunas piedras preciosas y esmeraldas, y en lo de dentro
estaban las paredes del templo del sol y los palacios de los reyes incas, chapadas de finísimo oro
y entalladas muchas figuras… Y concluyendo en esto, digo que fueron gran cosa los aposentos
de Tumebamba; ya está todo desbaratado y muy ruinado, pero bien se ve lo mucho que fueron”
escribió Cieza de León cuando en 1547 conoció sus ruinas.

Cieza exageraba un poco, sin duda, pero todos los cronistas e historiadores coinciden
en la importancia y belleza de la ciudad. “Era una ciudad suntuosa, un segundo Cuzco” resume
John Hemming en “La Conquista de los Incas”.

Gobernantes con objetivos claros, los Incas fundaron Tomebamba para hacerla capital
septentrional del Imperio, más necesaria porque ya planeaban la conquista de Quito y toda la
tierra que hacia el norte se extendía. Los cañaris, en cambio, tuvieron a Tomebamba como ciudad
propia, nacida de Guapdondélig y la creyeron suya.
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Debía ser pequeña pero decisiva la presencia de cuzqueños en Tomebamba mientras
los cañaris constituían el grueso de la población que provenía del “llano grande como el cielo”.
No podemos afirmar cuántos habitantes tenía pero todos los cronistas la clasificaron como gran
ciudad. Si tomamos, aun con reservas, la cifra histórica de los sesenta mil cañaris de Tomebamba,
hombres y niños, que Atahualpa ordenó matar cuando la destrozó en la guerra contra Huáscar;
si también sumamos a los sobrevivientes, en su mayoría mujeres, y agregamos los mitimaes
desperdigados en el Imperio, nos aproximaremos a su verdadero tamaño y explicaremos
además porqué en 1547 Cieza de León encontró que las mujeres excedían a los hombres en un
número de quince a uno.

La vida en común resultó un proyecto ilusorio para los cañaris pues la política imperial iba
por otro rumbo. Sin mayores alardes y a socapa de privilegios, Túpac Yupanqui y luego el mismo
Huayna Cápac emprendieron una profunda poda de la nación cañari con el traslado de grandes
grupos de habitantes de Tomebamba a distintas partes del Perú y especialmente al Cuzco.

Los Incas confiaron su guardia personal a guerreros cañaris, tal era su buena fama. En
el Cuzco vivían en un barrio determinado y ninguno de ellos en condición de yanacona, el siervo
ganado en las conquistas. Al contrario, las referencias posteriores nos hablan de los cañaris
como guerreros valerosos - y en una transposición de ánimo muy interesante - totalmente leales
al Sapay Inca que los empleaba en tareas duras y peligrosas.

Como cada extranjero debía identificarse por su tocado y atavío, los cañaris enrollaban
su pelo alrededor de la cabeza y lo sujetaban con un aro de madera o calabaza - mate - que
les valió el apodo de mate-uma. Formaban parte habitual del colorido paisaje urbano del Cuzco
al decir de los cronistas.
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Además de los guerreros, dentro de su política de la mitmacuna, los incas llevaron al


Cuzco a los principales señores de los pueblos sometidos como rehenes en garantía de lealtad.
A los señores o a sus jóvenes hijos varones.

Los jóvenes integraban un plan proyectado al futuro; debían absorber la cultura inca,
“aculturarse”, para compartir valores políticos, religiosos e históricos y aprender el ejercicio del
mando que ejercerían después al modo incásico, pero de manera sumisa, cuando regresasen
a sus pueblos. Recibían la misma educación de los nobles del Cuzco en su adoctrinamiento de
gobernantes y en su formación de guerreros. El Sapay Inca en persona perforaba las orejas de
los jóvenes que superaban las duras prácticas del adiestramiento final con simulacros reales de
la guerra a la que pronto servirían. Se les reconocía entonces como Orejones.
Hacia 1528 se desató el más grande cataclismo en Tomebamba. Atahualpa con sus
aguerridas tropas y sus excelentes capitanes marchaban hacia el Cuzco en pos del Imperio,
huérfano desde la muerte de Huayna Cápac. Derrotado por los cañaris en el primer momento
y prisionero en Tomebamba según dicen algunos cronistas, fugó con la habilidad de un amaru,
de una serpiente, y regresó para volcar toda su rabia sobre la ciudad hasta no dejar rastro de
nada, ni siquiera de la aclla-huasi, la casa de las escogidas que congregaba a las jóvenes cañaris
más lindas para su aprendizaje de vestales, para colmarse como aríbalos con las historias
y leyendas vertidas por los amautas o para ofrecer al Inca en su visita ocasional la chicha de
maíz y la túnica de lana de vicuña tejida por ellas mismas. Con sus pómulos coloreados con el
llimpi, el bermellón del cinabrio, no pudieron acercarse a Atahualpa porque se interpuso un
velo de sangre.
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En las ruinas de Tomebamba los caminos inga-ñan volvieron a ser caminos de llanto, los
huacay-ñan de los comienzos cañaris. En las ruinas nació la venganza, dulce y fragante como el
aroma del guántug, del floripondio, que termina por embriagar. Concluyó el pacto de Dumapara
y comenzó la guerra. Se apagó la alegría y brotó un odio oscuro en todos los cañaris.

De esa época no conocemos ningún hecho individual con protagonistas cañaris sino las
referencias generales de cronistas, arqueólogos e historiadores sobre su presencia en el Cuzco
y otros lugares.

En cambio, después aparecen los cañaris en las Crónicas de Indias de tal manera que,
salvo los propios incas, no hay otro pueblo tan recordado y con tanto renombre.
Al terminar el primer tercio del siglo XVI la situación política del Tahuantinsuyu llegó a
una enorme complejidad por los bandos dinásticos ligados a las panacas o familias de la realeza
cuzqueña, cada una con cientos de miembros y miles de servidores. Atahualpa, de la panaca
de Tumipamba por su padre, debió luchar no solamente contra Huáscar sino contra su difunto
abuelo Túpac Yupangui, cabeza de la panaca a la que pertenecía Huáscar. Cuando ganó el Cuzco,
Quisquis siguiendo órdenes de Atahualpa exterminó a todos los parientes aun remotos del último
Inca cuzqueño.

Por otra parte, la guerra civil mostró las grietas del Imperio, grietas profundas de
pueblos, tribus y naciones sin unidad ni cohesión y con luchas étnicas pendientes; grietas que se
ahondaron con la ferocidad de la guerra civil y más todavía, con la invasión española que terminó
de destrozar la economía estatal de redistribución, destruyó el prestigio sagrado del Inca y anuló
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el sistema burocrático y el mando centralizado que tenía un incuestionable origen divino.

El primer abismo se abrió en Tomebamba. Aunque Atahualpa había muerto a manos


de los españoles, sus capitanes continuaban la guerra con los mismos propósitos de venganza,
enardecidos por la acometida de sus enemigos, aliados ahora con los españoles. Los cañaris
sobrevivientes y los que residían en el Cuzco y otros lugares concertaron también con Pizarro para
combatir juntos a los tres principales capitanes quiteños Rumiñahui, Quisquis y Calicuchima.

Las crónicas están llenas de relatos concretos desde que las fuerzas de Benalcázar en
1533 perseguían a Quisquis en su retirada a Quito. Casi al término de su marcha de miles de
kilómetros desde el Cuzco, el capitán quiteño atravesaba la región de Chaparra dentro de los
términos de la antigua nación cañari con unos veinte mil hombres, muchas mujeres, yanaconas
de servicio y rebaños de llamas para el transporte de ropa, armas y todo lo necesario para
sobrevivir en territorio hostil. Los cañaris dieron aviso a Benalcázar y ayudaron a desbandar
a buena parte de las fuerzas de Quisquis, incapacitado de presentar una batalla decisiva por el
impedimento de la multitud no combatiente que escoltaba hacia Quito.

Algunos días después, a costa de ochenta guerreros que se ahogaron, los cañaris
ayudaron a pasar el río Chambo o Liribamba a una vanguardia de doce jinetes españoles para
dispersar a los vociferantes quiteños que estaban en la otra orilla.

Igualmente enérgico y masivo fue su apoyo para defender el Cuzco de la arremetida de


18 Manco Inga, títere coronado por Pizarro en 1533 y después su encarnizado enemigo. El
estrecho e incendiario sitio al Cuzco en 1536 redujo a los españoles a dos edificios, el Suntur
Huasi y el Hatun Cancha, asediados por los guerreros de Manco que usaron el fuego en las
flechas y en los proyectiles de las hondas como nueva arma ofensiva. Pero los cañaris, con un
destacamento de peones españoles, consiguieron desbaratar las barricadas sitiadoras en medio
de luchas cuerpo a cuerpo.

Fue tan increíble el suceso que cronistas como Montesinos, Murúa y Guamán Poma de
Ayala registraron que los conquistadores atribuían la salvación del Cuzco a un milagro de la
Virgen del Carmen.

Más dramático fue el asalto a la fortaleza de Sacsahuaman


ocupada el mismo año de
1536 por los hombres de Manco Inga, muy cerca de conseguir el exterminio total de los
españoles en todo el Perú. Sacsahuaman, llave del Cuzco, debía reconquistarse. Con este
propósito y sulfurado con la muerte de su hermano Juan por el impacto de una gran piedra
en la cabeza, Hernando Pizarro lanzó ataques simultáneos a dos de las cuatro torres de la
fortaleza, ataques convertidos en “una batalla ensangrentada, por la mucha gente de indios
que favorecían a los españoles, sobre todo cañaris y chachapoyas” como se quejó Titu Cusi,
el hijo de Manco al perder la fortaleza. (2)

Los cañaris anónimos adquirieron un rostro personal con el cañari Chilche que se unió
a Francisco Pizarro cuando entraba el conquistador al Cuzco. Se presume que residía en el
Cuzco a la muerte de Huáscar y abandonó la ciudad para salvarse de las matanzas de Quisquis.
De todos modos, pocas horas antes del encuentro de Pizarro y Manco Inga, se presentó el
curaca cañari Chilche en la cuesta de Vilcaconga ofreciendo servir lealmente a los españoles
según anota el cronista Diego de Trujillo. 19

Manco se había lanzado a la rebelión tras un largo preámbulo de ofertas, llamamientos


a la reciprocidad entre los indígenas, halagos y obsequios de espléndida ropa y posiblemente
mujeres a los curacas de las comunidades, aunque muchos de ellos carecían del ánimo colectivo
que los señores incas trataron de crear.

Otros, en cambio, fueron reacios a la complicidad con Manco. “Menos útiles le


resultaban las comunidades de tribus sojuzgadas residentes en el Cuzco. La más importante de
estas era la de los cañaris, de la tribu tan cruelmente diezmada por Huayna Cápac y después por
Atahualpa. Chilche, el señor de los cañaris, dio la bienvenida a la columna de Pizarro cuando se
acercaba al Cuzco y los cañaris, que con tanto entusiasmo secundaron a Benalcázar, siguieron
siendo leales a los españoles en todo el Perú”. (3)
A partir de ese momento, Chilche - resuelto colaborador de los españoles y amigo de los
más encumbrados señores incas contrarios a Atahualpa y su panaca - se vio envuelto en luchas
heroicas y en acontecimientos que hoy tildaríamos de rocambolescos por lo desmesurados e
increíbles.

Don Francisco Chilche, así, con tratamiento de señor, llegó a ser curaca de Yucay,
hermoso valle cercano al Cuzco en donde solían descansar los principales señores incas, título
que premiaba la mayor hazaña de un guerrero que los españoles agradecerían toda la vida.
Don Francisco Chilche - que llevó el nombre de su padrino de bautizo el conquistador Francisco
Pizarro - merecía esta solidaridad del poder español.

20 Fue él quien modificó el curso de la guerra en la insurrección de Manco cuando dos


ejércitos se hallaron un día frente a frente: el pequeño y disciplinado de los españoles auxiliado
por los cañaris y otros aliados a un lado; y al otro, la enorme tropa o muchedumbre de
aborígenes partidarios de Manco, enfervorizados, exaltados hasta el delirio.

De repente, uno de sus más impetuosos guerreros salió de las filas, se adelantó hasta
llegar cerca de los españoles y los desafió a combate singular. Nadie sabe de dónde sacó este
guerrero inca la idea de una lucha de campeones de corte medieval. Por supuesto, ninguno
de los españoles se dignó aceptar el envite de un indígena y esta actitud comenzó a verse como
síntoma de cobardía.

De pronto, el cañari Chilche admitió el reto y con el permiso del jefe español se fue hasta
el inca y los dos trabaron un terrible combate con las armas propias de sus pueblos, con lanza el
cañari, con una gruesa hacha de cobre el inca. La atroz lucha llena de altibajos terminó cuando
Chilche asestó al inca un lanzazo mortal en el pecho. El ejército de Manco se retiró abatido
mientras los españoles vitoreaban al insólito campeón.

En el posterior período de paz y guerra a medias que siguió a esos hechos, don
Francisco Chilche, curaca de Yucay, tradicionalmente “feudo” de nobles incas, talvez participó
en las maniobras que llevaron a Sayri Túpac, hijo y sucesor de Manco, a salir de su refugio
inconquistable de Vilcabamba para vivir en el Cuzco en una condición ambigua de Inca gobernante
y amigo de los españoles a la vez.

Su alejamiento de Vilcabamba contaba extrañamente con el beneplácito, o cuando


menos con la resignación, de muchos de sus allegados en espera de la oportunidad de luchar
y triunfar cuando le sucediera su hermano Titu Cusi.
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La oscura maniobra política, aplaudida por unos y rechazada por otros según sus
intereses, culminó cuando Sayri Túpac murió envenenado en 1560 en medio de la alegría de
muchos españoles y no pocos incas. Don Francisco Chilche fue acusado de la muerte y estuvo
encarcelado hasta que poderes en la sombra consiguieron su exculpación total.

Guamán Poma de Ayala dejó su criterio bien asentado en su famosa Nueva Corónica:
“…don Carlos Inca y don Alonso Titu Atauchy y el capitán Chilche cañari le mató al dicho Sayri
Túpac dándole ponzoña porque les pesó la salida de la montaña del dicho Inca Sayri Túpac y
de cómo le honraba y le respetaba todo el reino”. También tenían sus propios intereses don
Carlos Inca y Titu Atauchi, pertenecientes ambos a panacas imperiales y que podrían haberse
beneficiado de la muerte del Inca si bien no quedó claro el asunto.
Este quebranto ocasional no cambió al cañari. Continuó en el lado español y estoy seguro
que algunos de sus hechos posiblemente estarán narrados en alguna crónica inédita que no
conocemos todavía.

Hay constancia de su participación en la lucha que comenzó en 1571 cuando el Inca


Túpac Amaru tomó la borla o mascapaicha imperial e intensificó la guerra de rebelión desde el
refugio montañoso de Vilcabamba. Durante treinta y cinco años este lugar selvático se convirtió,
insólito y autónomo, en el territorio imperial que resistía todos los ataques como el de Gonzalo
Pizarro en 1539, sin buen éxito a pesar de la dura batalla de Chuquillusca.

22 En el año de 1571, el virrey Toledo resolvió declarar la guerra final al imperio de


Vilcabamba, guerra que duró hasta 1572. Organizó una expedición con el propósito de terminar
la enojosa circunstancia que duraba demasiados años. Bajo las órdenes del capitán general
Martín Hurtado de Arbieto envió un nutrido ejército con varios capitanes, entre ellos don
Francisco Chilche, que estaría rondando los sesenta años de edad pues calculamos que nació en
Tomebamba entre 1512 y 1515. El virrey Toledo nombró a Chilche “capitán mayor de los indios
de guerra”. Le acompañaron 500 cañaris “tan ansiosos como siempre por vengar la masacre
de su tribu por los incas”. (4)

El virrey Toledo en su informe de 1572 aseguró al rey que los cañaris eran “gente
valiente y de diligencia” y como recompensa por sus servicios los eximió del pago de tributos.

La expedición de Hurtado de Arbieto soportó una tenaz resistencia. A fin de superarla,


después de largos y duros episodios y a riesgo de ser aplastados por las piedras que los incas
reunieron para echarlas cerro abajo, soldados españoles y más de cincuenta cañaris treparon
por la densa vegetación y llegaron a la cima de un monte cuya ocupación era vital. Este hecho
fue el comienzo de la derrota de Túpac Amaru. Perdido el primer fuerte de Huayna Pucara, un
destacamento de piqueros cañaris con el cacique Francisco Chilche a la cabeza avanzó hasta el
segundo fuerte de los indígenas, Machu Pucara, que terminó por entregarse. (5)

Después de varios y desastrosos enfrentamientos más, el Sapay Inca reinante Túpac


Amaru optó por retirarse a lo profundo de la selva a través de fragosas montañas y ríos
correntosos, abandonando los últimos poblados y llevando a su mujer a punto de parir y a
sus partidarios restantes. Los cronistas siguen el desarrollo de la contienda y con frecuencia
aparecen muy activos Chilche y sus cañaris.
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Los españoles no solamente ganaron esta guerra con la ayuda de los cañaris y otros
indígenas. En un final feliz para ellos, en la retirada inca capturaron un valioso botín. “El ídolo
del Sol (Punchao, imagen del sol fundida en oro), y mucha plata, oro y piedras preciosas y
esmeraldas, mucha ropa antigua, que todo, según es fama, se avaluaría en más de un millón,
todo lo cual se consumió entre los españoles y los indios amigos y aun dos sacerdotes que iban
con el campo gozaron de sus partes”. (6)

Tupac Amaru, entorpecido por la preñez de su mujer, terminó por entregarse. Lo llevaron
al Cuzco y el virrey Toledo organizó un rápido y amañado juicio que terminó en sentencia de
muerte. Miles de indios gritaron su angustia cuando el Inca fue conducido con estrafalaria pompa
al patíbulo el 24 de septiembre de 1572.
Cuatrocientos cañaris con sus lanzas custodiaban al prisionero según la crónica de
Murúa.

Para decapitarlo subió al cadalso el verdugo ¡ un indio cañari ! que le vendó los ojos
y “echándole mano del cabello con la mano siniestra, y con un cuchillo tajante que tenía en la
diestra, de un golpe se la llevó y la levantó en alto para que todos la viesen”. (7)

Unos meses antes de la ejecución de Túpac Amaru se había celebrado la victoria en


Vilcabamba. Casi textualmente Martín de Murúa relata que el día de san Juan Bautista, 24 de junio
de 1572, el general Martín Hurtado de Arbieto mandó poner en ordenanza toda la gente del
24 campo por sus compañías con sus capitanes y los indios amigos, lo mismo que sus generales don
Francisco Chilche y don Francisco Cayo Topa y los demás capitanes con sus banderas, y marchó
llevando toda la artillería y entraron a las diez del día en el pueblo de Vilcabamba todos a pie,
“que es tierra asperísima y fragosa y no para caballos de ninguna manera”.

Con esta imagen de triunfo termina en las crónicas la presencia de don Francisco Chilche,
capitán general de indios y curaca de Yucay. No sabemos más. Seguramente volvió a Yucay y
envejeció, recordando a su Tomebamba destruida y saboreando todavía sus largos años de
venganza; talvez conoció algún momento amable; talvez tuvo hijos y no sería extraño que
descendientes suyos vivan hoy en el Cuzco.

Cuando conversábamos con Gregorio Zhau, el cañari mayoral de la hacienda de Coyoctor


junto al río Silante, desconocíamos estas historias y no podíamos contarlas. Aunque habría sido
inútil. Estoy seguro que ya las sabía.

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