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Página 41 Heráldica
Gregorio Zhau, hombre leído y escribido, inteligente y de gran memoria reforzada por la
costumbre de ejercitarse en la tradición oral de sus mayores, nos contaba que él pertenecía a la
raza propia de esa tierra, como sus amigos Buñay, Naula y algunos más. Decía que otros vecinos
de la misma comunidad con apellidos corrientes como Cungachi y Tenelema eran mitayos,
realmente mitayos, descendientes de gente afuereña cuyos antepasados vinieron a trabajar
hace un tiempo difícil de medir.
Los Zhau tienen en su apellido el fonema zh, típicamente cañari como tantos otros en
Azuay y Cañar: Zhapán, Zhañay, Zhicay, Zhindón; o como los toponímicos Zhiña, Zhud, Zhumir,
Carzhau.
Los otros, Cungachi, Tenelema y demás advenedizos ¿eran los mitayos, los indios que en
el Tahuantinsuyu se ocupaban en el trabajo del Estado? ¿Eran parte de la mita que sacaba un
determinado número de habitantes de una comunidad para emplearlos en trabajos públicos?
Hay, por supuesto, una relación del mitayo con la institución de la mitmacuna que los
Incas usaron para equilibrar y “estandarizar” su imperio, llevando agricultores y artesanos allí
donde hacían falta, reforzando con soldados los puntos débiles u hostiles dentro del Tahuantinsuyu
o enseñando el runa-shimi, la lengua del Cuzco a los más periféricos. Los magníficos caminos,
inga-ñan, facilitaban el traslado masivo de los mitimaes como los llamaron los españoles, con
toda su familia, sus herramientas, sus armas, semillas y animales.
Pero la medalla tenía un oscuro reverso: la mitmacuna expulsaba también de las tierras
conquistadas a los naturales del lugar y los trasladaba a la parte central del Imperio. Los extrañaba
de la tierra con toda su gente cuando no eran confiables por sus afanes de ser libres, su carácter
guerrero o su fuerte personalidad. Centenares de miles de súbditos del Tahuantinsuyu, talvez
12 millones, fueron víctimas de esta política y se calcula que en algunas comarca una tercera parte
de sus habitantes sufrieron la reubicación forzosa. (1)
A los cañaris correspondió una de las mayores cuotas de la mita. A buena distancia
aparecen después los chachapoyas, tribu del noreste serrano de Cajamarca.
Todo empezó cuando en Dumapara los cañaris, sin poder resistir su fuerza, debieron
aceptar las condiciones de Túpac Yupanqui. Esperaban iniciar así y desde ese momento una
vida en común centrada en Guapdondélig, Surampalte como lo llaman algunos cronistas.
A su vez, conscientes del destino imperial del Tahuantinsuyu, los grandes consejeros del
Inca en el Cuzco habían tomado otra decisión y optaron por crear un segundo centro administrativo
y religioso en el extenso Chinchasuyu. Túpac Yupanqui levantó entonces la ciudad imperial de
Tumi-pampa, la Tomebamba de los cronistas.
Circuían la vivienda del Inca los cuarteles militares y depósitos de víveres; más allá,
hacia el oeste, el observatorio solar inti-huatana cuyas ruinas también existen. Hacia el norte,
el templo del sol dorado cori-cancha, la casa de las escogidas y mamaconas aclla-huasi que
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mezclaban lo religioso y lo artesanal elaborando tejidos y chicha para las ceremonias y cuidando
del templo donde refulgía la imagen de oro del dios. En la periferia y seguramente con la división
cuzqueña de hanan y hurin, alto y bajo, se extendían las casas, de piedra las más centrales o de
barro las más alejadas, todas con techos de paja, para albergar a cuzqueños y cañaris.
“Estos aposentos de Tumebamba… eran de los soberbios y ricos que hubo en todo
el Perú, y adonde había los mayores y más primos edificios… El templo del sol era hecho de
piedras muy sutilmente labradas y algunas de estas piedras eran muy grandes, unas negras
toscas, y otras que parecían de jaspe. Las portadas de muchos aposentos estaban galanas y
muy pintadas, y en ellas asentadas algunas piedras preciosas y esmeraldas, y en lo de dentro
estaban las paredes del templo del sol y los palacios de los reyes incas, chapadas de finísimo oro
y entalladas muchas figuras… Y concluyendo en esto, digo que fueron gran cosa los aposentos
de Tumebamba; ya está todo desbaratado y muy ruinado, pero bien se ve lo mucho que fueron”
escribió Cieza de León cuando en 1547 conoció sus ruinas.
Cieza exageraba un poco, sin duda, pero todos los cronistas e historiadores coinciden
en la importancia y belleza de la ciudad. “Era una ciudad suntuosa, un segundo Cuzco” resume
John Hemming en “La Conquista de los Incas”.
Gobernantes con objetivos claros, los Incas fundaron Tomebamba para hacerla capital
septentrional del Imperio, más necesaria porque ya planeaban la conquista de Quito y toda la
tierra que hacia el norte se extendía. Los cañaris, en cambio, tuvieron a Tomebamba como ciudad
propia, nacida de Guapdondélig y la creyeron suya.
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Debía ser pequeña pero decisiva la presencia de cuzqueños en Tomebamba mientras
los cañaris constituían el grueso de la población que provenía del “llano grande como el cielo”.
No podemos afirmar cuántos habitantes tenía pero todos los cronistas la clasificaron como gran
ciudad. Si tomamos, aun con reservas, la cifra histórica de los sesenta mil cañaris de Tomebamba,
hombres y niños, que Atahualpa ordenó matar cuando la destrozó en la guerra contra Huáscar;
si también sumamos a los sobrevivientes, en su mayoría mujeres, y agregamos los mitimaes
desperdigados en el Imperio, nos aproximaremos a su verdadero tamaño y explicaremos
además porqué en 1547 Cieza de León encontró que las mujeres excedían a los hombres en un
número de quince a uno.
La vida en común resultó un proyecto ilusorio para los cañaris pues la política imperial iba
por otro rumbo. Sin mayores alardes y a socapa de privilegios, Túpac Yupanqui y luego el mismo
Huayna Cápac emprendieron una profunda poda de la nación cañari con el traslado de grandes
grupos de habitantes de Tomebamba a distintas partes del Perú y especialmente al Cuzco.
Los Incas confiaron su guardia personal a guerreros cañaris, tal era su buena fama. En
el Cuzco vivían en un barrio determinado y ninguno de ellos en condición de yanacona, el siervo
ganado en las conquistas. Al contrario, las referencias posteriores nos hablan de los cañaris
como guerreros valerosos - y en una transposición de ánimo muy interesante - totalmente leales
al Sapay Inca que los empleaba en tareas duras y peligrosas.
Como cada extranjero debía identificarse por su tocado y atavío, los cañaris enrollaban
su pelo alrededor de la cabeza y lo sujetaban con un aro de madera o calabaza - mate - que
les valió el apodo de mate-uma. Formaban parte habitual del colorido paisaje urbano del Cuzco
al decir de los cronistas.
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Los jóvenes integraban un plan proyectado al futuro; debían absorber la cultura inca,
“aculturarse”, para compartir valores políticos, religiosos e históricos y aprender el ejercicio del
mando que ejercerían después al modo incásico, pero de manera sumisa, cuando regresasen
a sus pueblos. Recibían la misma educación de los nobles del Cuzco en su adoctrinamiento de
gobernantes y en su formación de guerreros. El Sapay Inca en persona perforaba las orejas de
los jóvenes que superaban las duras prácticas del adiestramiento final con simulacros reales de
la guerra a la que pronto servirían. Se les reconocía entonces como Orejones.
Hacia 1528 se desató el más grande cataclismo en Tomebamba. Atahualpa con sus
aguerridas tropas y sus excelentes capitanes marchaban hacia el Cuzco en pos del Imperio,
huérfano desde la muerte de Huayna Cápac. Derrotado por los cañaris en el primer momento
y prisionero en Tomebamba según dicen algunos cronistas, fugó con la habilidad de un amaru,
de una serpiente, y regresó para volcar toda su rabia sobre la ciudad hasta no dejar rastro de
nada, ni siquiera de la aclla-huasi, la casa de las escogidas que congregaba a las jóvenes cañaris
más lindas para su aprendizaje de vestales, para colmarse como aríbalos con las historias
y leyendas vertidas por los amautas o para ofrecer al Inca en su visita ocasional la chicha de
maíz y la túnica de lana de vicuña tejida por ellas mismas. Con sus pómulos coloreados con el
llimpi, el bermellón del cinabrio, no pudieron acercarse a Atahualpa porque se interpuso un
velo de sangre.
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En las ruinas de Tomebamba los caminos inga-ñan volvieron a ser caminos de llanto, los
huacay-ñan de los comienzos cañaris. En las ruinas nació la venganza, dulce y fragante como el
aroma del guántug, del floripondio, que termina por embriagar. Concluyó el pacto de Dumapara
y comenzó la guerra. Se apagó la alegría y brotó un odio oscuro en todos los cañaris.
De esa época no conocemos ningún hecho individual con protagonistas cañaris sino las
referencias generales de cronistas, arqueólogos e historiadores sobre su presencia en el Cuzco
y otros lugares.
En cambio, después aparecen los cañaris en las Crónicas de Indias de tal manera que,
salvo los propios incas, no hay otro pueblo tan recordado y con tanto renombre.
Al terminar el primer tercio del siglo XVI la situación política del Tahuantinsuyu llegó a
una enorme complejidad por los bandos dinásticos ligados a las panacas o familias de la realeza
cuzqueña, cada una con cientos de miembros y miles de servidores. Atahualpa, de la panaca
de Tumipamba por su padre, debió luchar no solamente contra Huáscar sino contra su difunto
abuelo Túpac Yupangui, cabeza de la panaca a la que pertenecía Huáscar. Cuando ganó el Cuzco,
Quisquis siguiendo órdenes de Atahualpa exterminó a todos los parientes aun remotos del último
Inca cuzqueño.
Por otra parte, la guerra civil mostró las grietas del Imperio, grietas profundas de
pueblos, tribus y naciones sin unidad ni cohesión y con luchas étnicas pendientes; grietas que se
ahondaron con la ferocidad de la guerra civil y más todavía, con la invasión española que terminó
de destrozar la economía estatal de redistribución, destruyó el prestigio sagrado del Inca y anuló
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el sistema burocrático y el mando centralizado que tenía un incuestionable origen divino.
Las crónicas están llenas de relatos concretos desde que las fuerzas de Benalcázar en
1533 perseguían a Quisquis en su retirada a Quito. Casi al término de su marcha de miles de
kilómetros desde el Cuzco, el capitán quiteño atravesaba la región de Chaparra dentro de los
términos de la antigua nación cañari con unos veinte mil hombres, muchas mujeres, yanaconas
de servicio y rebaños de llamas para el transporte de ropa, armas y todo lo necesario para
sobrevivir en territorio hostil. Los cañaris dieron aviso a Benalcázar y ayudaron a desbandar
a buena parte de las fuerzas de Quisquis, incapacitado de presentar una batalla decisiva por el
impedimento de la multitud no combatiente que escoltaba hacia Quito.
Algunos días después, a costa de ochenta guerreros que se ahogaron, los cañaris
ayudaron a pasar el río Chambo o Liribamba a una vanguardia de doce jinetes españoles para
dispersar a los vociferantes quiteños que estaban en la otra orilla.
Fue tan increíble el suceso que cronistas como Montesinos, Murúa y Guamán Poma de
Ayala registraron que los conquistadores atribuían la salvación del Cuzco a un milagro de la
Virgen del Carmen.
Los cañaris anónimos adquirieron un rostro personal con el cañari Chilche que se unió
a Francisco Pizarro cuando entraba el conquistador al Cuzco. Se presume que residía en el
Cuzco a la muerte de Huáscar y abandonó la ciudad para salvarse de las matanzas de Quisquis.
De todos modos, pocas horas antes del encuentro de Pizarro y Manco Inga, se presentó el
curaca cañari Chilche en la cuesta de Vilcaconga ofreciendo servir lealmente a los españoles
según anota el cronista Diego de Trujillo. 19
Don Francisco Chilche, así, con tratamiento de señor, llegó a ser curaca de Yucay,
hermoso valle cercano al Cuzco en donde solían descansar los principales señores incas, título
que premiaba la mayor hazaña de un guerrero que los españoles agradecerían toda la vida.
Don Francisco Chilche - que llevó el nombre de su padrino de bautizo el conquistador Francisco
Pizarro - merecía esta solidaridad del poder español.
De repente, uno de sus más impetuosos guerreros salió de las filas, se adelantó hasta
llegar cerca de los españoles y los desafió a combate singular. Nadie sabe de dónde sacó este
guerrero inca la idea de una lucha de campeones de corte medieval. Por supuesto, ninguno
de los españoles se dignó aceptar el envite de un indígena y esta actitud comenzó a verse como
síntoma de cobardía.
De pronto, el cañari Chilche admitió el reto y con el permiso del jefe español se fue hasta
el inca y los dos trabaron un terrible combate con las armas propias de sus pueblos, con lanza el
cañari, con una gruesa hacha de cobre el inca. La atroz lucha llena de altibajos terminó cuando
Chilche asestó al inca un lanzazo mortal en el pecho. El ejército de Manco se retiró abatido
mientras los españoles vitoreaban al insólito campeón.
En el posterior período de paz y guerra a medias que siguió a esos hechos, don
Francisco Chilche, curaca de Yucay, tradicionalmente “feudo” de nobles incas, talvez participó
en las maniobras que llevaron a Sayri Túpac, hijo y sucesor de Manco, a salir de su refugio
inconquistable de Vilcabamba para vivir en el Cuzco en una condición ambigua de Inca gobernante
y amigo de los españoles a la vez.
La oscura maniobra política, aplaudida por unos y rechazada por otros según sus
intereses, culminó cuando Sayri Túpac murió envenenado en 1560 en medio de la alegría de
muchos españoles y no pocos incas. Don Francisco Chilche fue acusado de la muerte y estuvo
encarcelado hasta que poderes en la sombra consiguieron su exculpación total.
Guamán Poma de Ayala dejó su criterio bien asentado en su famosa Nueva Corónica:
“…don Carlos Inca y don Alonso Titu Atauchy y el capitán Chilche cañari le mató al dicho Sayri
Túpac dándole ponzoña porque les pesó la salida de la montaña del dicho Inca Sayri Túpac y
de cómo le honraba y le respetaba todo el reino”. También tenían sus propios intereses don
Carlos Inca y Titu Atauchi, pertenecientes ambos a panacas imperiales y que podrían haberse
beneficiado de la muerte del Inca si bien no quedó claro el asunto.
Este quebranto ocasional no cambió al cañari. Continuó en el lado español y estoy seguro
que algunos de sus hechos posiblemente estarán narrados en alguna crónica inédita que no
conocemos todavía.
El virrey Toledo en su informe de 1572 aseguró al rey que los cañaris eran “gente
valiente y de diligencia” y como recompensa por sus servicios los eximió del pago de tributos.
Tupac Amaru, entorpecido por la preñez de su mujer, terminó por entregarse. Lo llevaron
al Cuzco y el virrey Toledo organizó un rápido y amañado juicio que terminó en sentencia de
muerte. Miles de indios gritaron su angustia cuando el Inca fue conducido con estrafalaria pompa
al patíbulo el 24 de septiembre de 1572.
Cuatrocientos cañaris con sus lanzas custodiaban al prisionero según la crónica de
Murúa.
Para decapitarlo subió al cadalso el verdugo ¡ un indio cañari ! que le vendó los ojos
y “echándole mano del cabello con la mano siniestra, y con un cuchillo tajante que tenía en la
diestra, de un golpe se la llevó y la levantó en alto para que todos la viesen”. (7)
Con esta imagen de triunfo termina en las crónicas la presencia de don Francisco Chilche,
capitán general de indios y curaca de Yucay. No sabemos más. Seguramente volvió a Yucay y
envejeció, recordando a su Tomebamba destruida y saboreando todavía sus largos años de
venganza; talvez conoció algún momento amable; talvez tuvo hijos y no sería extraño que
descendientes suyos vivan hoy en el Cuzco.