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Influencia y autoridad

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO


EL PAÍS - Opinión - 10-06-2009

En principio parece muy verosímil la suposición de que cuanto menor sea la edad de un hijo,
mayor será la autoridad o la influencia de los padres respecto de él. Digo "en principio", porque
es mucho lo que depende de diversas circunstancias, como la condición social de la familia, el
estado de concordia o discordia de las diversas relaciones familiares, la comunidad o separación
de residencia entre los miembros: distintos barrios, distintas poblaciones, colegios internos, o
incluso el grado de desarrollo físico en relación con la edad: en los varones, por ejemplo, me
parece que pueden contar bastante la talla y la musculatura alcanzadas entre los 15 y los 17 años,
y aun me atreveré a decir que especialmente en comparación con las condiciones físicas del
padre. En fin, incluso sin meterme en los avatares de la vida, como los económicos o los de
salud, no puedo pretender ser exhaustivo.

La autoridad y la influencia raramente están bien delimitadas; en la relación de los padres con
los hijos más bien parece que se superponen en un mismo plano, como en un palimpsesto.
Tampoco aquello que las contraría o que se les enfrenta: desobediencia, insumisión o rebeldía,
es siempre, de manera unívoca, la misma cosa.
La rebeldía puede presentarse como una manifestación, una protesta coram populo -un populus
que en este caso son los padres- en que el hijo reclama y proclama su propia independencia o su
derecho a ella. La ambigüedad entre "reclamar" y "proclamar", cuya simultaneidad no creo que
parezca inverosímil, dice la ambigüedad objetiva del asunto: se reclama una cosa que todavía no
se tiene, aunque a la vez se afirme el derecho de tenerla. Es la fuerza con que se siente o quiere
sentirse este derecho lo que tal vez impulsa la palabra hasta el grado de proclama; dado que lo
que se proclama ya se tiene, se diría que es el propio esfuerzo del derecho lo que lo eleva a la
categoría de hecho, lo que lo cumple como posesión.
Creo que la única forma de rebeldía bien diferenciada sería la que procede sin esfuerzo alguno, o
sea una rebeldía totalmente anagónica, indiferente respecto de la opinión o el sentimiento de los
padres. De modo que ni siquiera la rebeldía que incluye algún deseo consciente y positivo de
contrariar a los padres está suficientemente separada de la rebeldía como manifestación o
afirmación de la propia independencia frente a ellos. (Como puede observarse en los
secesionistas de una nación, toda autoafirmación tiene que respirar enemistad.)
Hay hijos que cara a cara se muestran más o menos sometidos a los deseos o el parecer de los
padres y después a solas, en su cuarto, lo vuelven a pensar y se muerden rabiando los nudillos,
indignados contra su vergonzosa sumisión. Otros que, por el contrario, en el diálogo abierto con
los padres, expresan a voces su cólera contra las contenidamente pacientes y morosamente
razonables consideraciones, intercaladas por brevísimos pero claros estallidos de presión, que
tratan de conducirlos, aunque sea arrastrando, hacia una determinada opción de conducta, y
luego, ya metidos en la cama, empiezan a sentirse culpables de sus manifestaciones de violencia,
y no está dicho que a veces no acaben incluso incubando un fervoroso deseo de inclinarse hacia
el pensar y el sentir de sus progenitores; y, en casos como este, ¿quién podría responder a la
pregunta de si han sido convencidos o sometidos?
La voz de los padres no podría nunca oírse como la voz virtual que oímos en las páginas de un
libro; la analogía con esas voces puede ilustrar la diferencia que media entre la influencia de los
padres y la influencia de un autor remoto. A lo cual no hace objeción alguna, sino todo lo
contrario, el que un autor pueda llegar a tener una influencia decisiva sobre cualquier lector y
cobrar, a su vez, autoridad, puesto que la diferencia entre esta autoridad y la de los padres está
en que la del autor es, en principio, racional, en la medida en que es posterior a la lectura y se
funda en el contenido y la opinión, mientras que la autoridad de los padres tiene la gratuidad de
ser anterior y ajena a cualquier contenido racional. Miguel de Unamuno se indignaba ante aquel
dicho castellano que decía: "Contra un padre no hay razón", y no creo no se diese cuenta de que
la maldad del dicho no reside más que en consagrar y elevar a imperativo lo que real e
inevitablemente ocurre.
Trayendo ahora estas consideraciones a la cuestión del aborto de una muchacha de 16 años, he
aquí que el a mi juicio irresoluble entredicho en que nos pone la interpenetración entre
influencia y autoridad en la relación de los padres con los hijos viene a tomar a su cargo la
dualidad objetiva, material y relevante no sólo por la naturaleza irreversible de lo que se dirime:
la alternativa entre la opción del aborto y la del parto y la crianza. La reacción de enfado o de
bondad por parte de los padres a la notificación del embarazo no es de temer que tenga mayores
consecuencias posteriores si ya desde el principio se da un total acuerdo sobre la decisión. Pero
si hay desacuerdo a tal respecto, lo previsible es que haya una notable diferencia entre el que
sean los padres o la hija los partidarios de una opción o de la opuesta. Si son los padres los que
propugnan el aborto y la hija acaba plegándose a esta opción -ya he dicho que no se puede
distinguir, ni tendría mucho sentido hacerlo, si por convicción o imposición- las consecuencias
posteriores no parece que podrían ser demasiado graves, aunque nunca se sabe el grado de
seriedad y de convicción que pueden alcanzar las representaciones alumbradas por esa especie
de autoliteratura a la que son tan dados los adolescentes en especial cuando se sienten
descontentos, decaídos o infelices: "¡Si mis padres me hubiesen dejado tener mi hijito como yo
quería...!".
Repercusiones futuras bastante más reales y más graves puede tener, por el contrario, el caso en
que sean los padres los que hayan defendido la opción de llevar adelante el embarazo y de tener
y criar al niño, y al cabo hayan logrado disuadir a la muchacha de su voluntad de abortar -y una
vez más repito que excluyo que pueda decirse si por persuasión, convicción, inducción,
sumisión, imposición o cualquier otro de los múltiples matices o variantes que, incluso
objetivamente, caben entre los extremos-. Esto que los padres habrían al fin logrado
probablemente acompañándolo a toda clase de promesas de protección, de hospitalidad, de
ayuda económica, y hasta de calor y amor de abuelos hacia su propio nieto, todo esto, en una
palabra, como instrumento de disuasión, lo cual se añade por supuesto al crudo hecho en sí de
dar a luz y de criar un niño, puede acabar en que determinados hechos o imprevisibles
circunstancias de desventura y aflicción lleven a la hija a revolverse rencorosamente contra los
padres que le hicieron tener aquel hijo que se le ha vuelto una tremenda y dolorosa carga, una
preocupación constante y una responsabilidad cotidiana casi imposible de sobrellevar.
Pero, sea de todo esto lo que fuere, y puesto que no cabe separación posible entre "influencia" y
"autoridad" y ambas estén, incluso objetivamente, superpuestas, la palabra más equívoca y, por
1o tanto, más inoperante en esta clase de cuestiones es la palabra "libertad".

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