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RÉGIMEN
La Edad Moderna, esto es, el período comprendido entre el
Renacimiento y la Revolución Francesa, no se puede considerar como un
bloque unitario. Por un lado porque el continente europeo no fue ni
económica, ni política ni socialmente homogéneo durante tan extenso
período de tiempo, sino además porque junto a etapas de crisis hubo otras
de crecimiento económico, hasta culminar en el la Revolución Industrial de
finales del siglo XVIII. En ciertos aspectos no se da una ruptura con el
mundo anterior: predominio del mundo campesino, expansión comercial,
crecimiento urbano y expansión del poder de la burguesía. No obstante, se
producen importantes cambios: el descubrimiento de América, el aumento
del poder del Estado y la progresiva pérdida del poder de la Iglesia. Aún
así, hay que admitir que los cambios que se producen durante esta época
apenas supusieron un progreso real para la vida cotidiana de las mujeres.
Y ello no sólo porque lentamente la mujer fue excluida del trabajo gremial
sino porque se convirtió en idea común que el papel de la mujer debía
estar entre las paredes del hogar. Por lo demás, el derecho sucesorio se
modifico en perjuicio de la mujer, de manera de que si en épocas pasadas
las mujeres podían heredar igual que los hombres, a finales de la Edad
Media se les excluyó del reparto.
Como contrapartida, las imágenes artísticas conocen, a partir del
Renacimiento, un desarrollo sin precedentes, que afecta tanto a la
cantidad como a la variedad y contenido de las mismas. Ello no es extraño
si se piensa que con la Edad Moderna se inicia el “descubrimiento del
hombre y del mundo”, lo que en el campo del arte se resuelve en una
proliferación de imágenes que por fuerza ha de repercutir en un aumento
de las situaciones en las que la mujer se nos presenta como protagonista.
Y ello no sólo en imágenes de temática religiosa, ya que si algo caracteriza
al arte de la Edad Moderna es su progresiva liberación de la tutela
eclesiástica, dando cabida a otros temas y motivos que tienen más que ver
con el reino de este mundo y con su realidad cotidiana. Lo que no quiere
decir que el arte haya dejado de ser cristiano, sino que comienza a cumplir
funciones que superan los límites exclusivamente religiosos que hasta ese
momento había venido desempeñando. Si duda, con ello tiene mucho que
ver el nuevo papel de cliente artístico desempeñado por la nueva clase
burguesa, a quien no sólo hay que atribuir el desarrollo del capitalismo
comercial, sino también la secularización de la vida cotidiana que con el
Renacimiento se intensifica.
3. Maternidad
En la Edad Moderna, la mayoría de las mujeres acababan siendo
madres, y la maternidad era su profesión y su identidad, Su vida
adulta era un ciclo continuo de embarazo, crianza y embarazo. Y las
mujeres ricas todavía tenían más hijos que las pobres, por la
necesidad de asegurar la descendencia, única forma de garantizar
una transmisión de la riqueza. Tener hijos constituía una carga y un
privilegio de modo que la mujer que paría era mimada y festejada.
Sin embargo, la historia del arte no nos proporciona demasiadas
imágenes de mujeres embarazadas, lo que en gran medida cabe
atribuir al hecho de que, para la visión masculina, la mujer perdía
mucho de su atractivo cuando se le representaba con las
deformaciones de la preñez. Algo similar pude decirse para la
lactancia, pues a los maridos de las mujeres de las clases altas no
les gustaba la apariencia de una mujer dando el pecho a su hijo, de
ahí el recurso a las nodrizas. Por las mismas razones, tampoco son
frecuentes las imágenes del parto, un acto en el que los hombres
tenían prohibida la asistencia, ya que se trataba de un asunto
exclusivo de mujeres.
Pese a ello, no nos han de faltar los ejemplos. Algunos de
carácter sagrado como La Madonna del parto (Fig 9),
una
4. Educación
Teniendo en cuenta todo lo dicho, es fácil hacerse una idea de lo
que la mentalidad de la época pensaba que debía ser la educación de
las mujeres. Puesto que serían madres, había que inculcarles unos
determinados valores religiosos y morales que trasmitirían a sus hijos,
y dado que habrían de atender a la casa, sería preciso enseñarles a
coser, a cocer el pan, hacer las camas, tejer, bordar y zurcir
calcetines. De esta manera estarían preparadas para su futuro trabajo
como esposas. Por lo demás, las niñas pueden aprender a leer
porque la lectura fija las enseñanzas de la religión, pero la sociedad
no tiene necesidad de que sepan nada más. Resumiendo, podemos
decir que el aprendizaje de las niñas no iba más allá de los
rudimentos de lectura, escritura y cálculo, puesto que no necesitaban
más para lo que luego iban a hacer.
Esta realidad no se contradice, sin embargo, con el hecho de que
a partir del Renacimiento importantes personalidades del mundo de la
cultura se muestren partidarios de la educación femenina. El
humanista español Juan Luis Vives llega a decir que los vicios de las
mujeres tienen su origen en la falta de educación, por lo que se
muestra partidario de la instrucción femenina. Erasmo afirma que el
acceso de la mujer a la cultura favorecerá un mejor entendimiento
entre los esposos. Y Lutero considera que la educación femenina es
imprescindible para la lectura de la Biblia. En realidad el mayor apoyo
a la instrucción femenina procede del protestantismo, ya que si todos
los creyentes deben llegar a una alianza con Dios, y éste habla por
medio de las escrituras, todos tienen que aprender a leer.
En cualquier caso, la preocupación por dar a las mujeres un
mayor nivel de instrucción es un hecho del que el arte nos
proporciona noticia, al menos en determinados países de Europa.
Una prueba de ello es el cuadro de Gerrit Dou titulado Escuela
nocturna (Fig
13), en el que
es posible
distinguir a un
grupo de
personas en
torno a una
mesa, en el
que podemos ver a una niña aprendiendo los rudimentos de la
lectura. Seguramente se trata de una escuela elemental, pero lo que
parece evidente es que niños y niñas se reunían en estos espacios -
como muestra el personaje masculino de la izquierda-, a pesar de
que las autoridades de la época hacían todo lo posible por evitarlo.
Espacios que no servían sólo para tareas educativas, como nos
aclara el grupo de jugadores de cartas que al fondo se adivina. Otro
detalle curioso nos viene dado por el reloj de arena que aparece
sobre la mesa, posiblemente una alusión a la necesidad de no perder
el tiempo en cualquier actividad que emprendamos. Por último,
conviene advertir que este tipo de cuadros no son raros en Holanda,
país que disfrutaba de uno de los niveles de alfabetización más altos
de Europa.
Del
mismo
autor es
la Vieja
leyendo
la Biblia
(Fig 14),
en el que
se nos
muestra
una
anciana
ante un
pasaje del Evangelio, una actividad que debió ser muy frecuente en el
mundo protestante, y que nos permite entender por qué Lutero
deseaba que todos, hombres y mujeres, supieran leer. También nos
informa de por qué el contenido de las lecturas femeninas era casi
exclusivamente devoto: su finalidad era la instrucción religiosa.
El aprendizaje musical debió ser también una práctica bastante
extendida en los hogares de las buenas familias holandesas, como
nos ponen de manifiesto los cuadros de Vermeer, pintor que siente
una extraña predilección por los interiores domésticos en los que
aparecen mujeres dedicadas a las más variadas actividades. En el
que hemos elegido, El concierto (Fig 15), nos aparece una dama
tocando el clavecín (instrumento musical de cuerdas y teclado),
5. Trabajo
Los cambios más importantes que se produjeron en esta época se
refieren más a la economía urbana y comercial que a la agrícola. Esto
quiere decir que las mujeres fueron progresivamente excluidas del
trabajo gremial y en la mayoría de las ciudades europeas las opciones
laborales de las mujeres se veían limitadas por las restricciones de los
gremios. Ello de debió a que los gremios veían en general con gran
desconfianza los intentos de las mujeres por ingresar en sus
especialidades, porque temían que trabajaran por menos y que, en
consecuencia, los salarios de los jornaleros disminuyeran. Debido a esto
comenzó a extenderse la idea de que el lugar de la mujer estaba entre
las paredes del hogar. Y en este, cada miembro de la familia, mujeres,
hombres, niños y ancianos, participaban en la tarea común de garantizar
la subsistencia del núcleo familiar.
Por esta razón no es raro encontrar en el arte de la época escenas
que representan a las mujeres en el cumplimiento de sus tareas
hogareñas. En El armario de la ropa blanca (Fig 17), del holandés
Pieter de Hooch, nos encontramos con uno de esos interiores donde
reina la vida tranquila y apacible de la burguesía holandesa del siglo
XVII. En él, la señora de la casa, acompañada de una criada, guarda la
ropa lavada y planchada en un ropero, mientras un niño pequeño juega
a la pelota. El cuadro es también un magnífico testimonio de la riqueza
de las mansiones burguesas, como dejan ver las pilastras que
enmarcan la puerta y la estatua clásica sobre ella, el armario con
incrustaciones de ébano, el niño con el bastoncillo para el juego, o el
retrato de la pared con marco esculpido. Nótese que a través de la
puerta abierta se pueden observar los edificios del otro lado del canal,
paisaje urbano típico de una ciudad holandesa.
Vermeer, el pintor de los interiores burgueses en los que la figura
femenina se utiliza con frecuencia para criticar los vicios de la sociedad
holandesa de la época, nos aporta un ejemplo (Fig 18) en el que la
mujer se contempla desde un punto de vista favorable, ejemplo de
virtudes y modelo a imitar. La lechera no sólo destaca por su maravilloso
intimismo sino por la alabanza del trabajo duro y abnegado de la criada,
personaje que, con frecuencia, era objeto de críticas por los pintores de
la época. La muchacha aparece ensimismada en su quehacer, con la
mirada baja como símbolo de humildad, vertiendo leche en un cuenco
con dos asas. Sobre la mesa podemos ver un cesto de pan y algunos
panecillos, lo que algunos interpretan como una alusión a la eucaristía,
mientras que la leche sería el símbolo de la pureza.
Pero es en el campo donde las condiciones del trabajo femenino
apenas si habían variado desde la época medieval, de modo que su
trabajo seguía siendo fundamental: recoger el cultivo y las espigas,
segar o batir el cereal, amontonar el forraje, etc. Tareas de esta
naturaleza son las que vemos en el cuadro de Bruegel el Viejo, Los
cosechadores (Fig 19), en el que las mujeres no sólo se ocupan en
6. Intelectuales y artistas
7. Desnudos
Cuando en la Edad Moderna hablamos de desnudo, casi se da por
supuesto que nos referimos al desnudo femenino. Este hecho se
explica porque este tipo de obras estaba realizado por hombres y para
hombres, y su finalidad principal consistía en dar satisfacción a la
mirada masculina, mediante la representación de hermosas formas
desprovistas de ropa o escasamente vestidas. Se trataba, pues, de la
satisfacción del mirón. Y como las distintas iglesias consideraban
pecaminosas este tipo de representaciones, los artistas tuvieron que
recurrir a distintas justificaciones para no tener problemas con los
vigilantes de la moral. La Antigüedad Clásica, con su gusto por el
desnudo, proporcionaba la primera de estas coartadas, pero tampoco
eran raros los que buscaban su fuente de legitimidad en la Biblia o en
relatos de la Historia Antigua. Tan sólo al final del período que
estudiamos los artistas se atreven a crear obras cuya justificación no
se busca en un pasado más o menos lejano sino en el placer erótico y
estético que proporciona un cuerpo desnudo de mujer. Esto es, el
desnudo comienza a justificarse por sí mismo.
El tema de las Tres Gracias (Fig 28) fue encargado a Rafael por
un importante noble italiano, y se inspira en esculturas clásicas por las
que el pintor sentía una rendida admiración. Constituyen la
personificación de la gracia y de la belleza, y en el arte suelen
considerarse las siervas de Venus compartiendo con ella atributos
como la rosa, el mirto y la manzana. Según Hesíodo (Teogonía, 905)
sus nombres eran Aglaya, Eufrosine y Talía. Su forma de agruparse es
muy característica, de modo que las figuras de los extremos miran al
espectador y la del centro le da la espalda. Así fueron representadas
en la Antigüedad y así se les copió en el Renacimiento. En cualquier
caso estos desnudos fueron uno de los primeros ejemplos de
desnudos femeninos vistos de frente y de espaldas, aunque es
probable que no se basasen en modelos vivientes sino en grupos
escultóricos del Mundo Antiguo.
Pero será Venus, la diosa de la belleza y del amor, asimilación de
la Afrodita griega, la divinidad de la que con más frecuencia se sirvan
los artistas para la representación del desnudo femenino ideal. Uno de
los más bellos ejemplos lo constituye la Venus del espejo, de
Velázquez (Fig 29), a la que algunos consideran como obra de la
segunda estancia del pintor en Italia y que quizá representara a la
amante que terminaría siendo la madre de su hijo natural, Antonio.
Pero parece más probable que fuera encargada por el VII Marqués del
Carpio y de Heliche, notorio aficionado a la pintura y conocido libertino.
El cuadro nos presenta a una mujer acostada sobre las sábanas de
seda gris de un lecho protegido por una cortina roja, desnuda, vista de
espaldas, encantada con la contemplación de su rostro en un espejo
adornado de cintas azules, que le tiende un niño alado y desnudo, de
rodillas en la misma cama. Las alas del niño nos hacen pensar en su
condición divina: se trata, sin duda, de Cupido, y la mujer acostada es,
probablemente, Venus. El cuadro es tan auténtico y real que, en 1914,
una sufragista
(mujeres que en
la Inglaterra de
principios del
siglo XX se
manifestaban a
favor del voto
femenino) lo
apuñaló
propinándole
siete cuchilladas.
También en
la Biblia era posible encontrar fuente de inspiración para la
representación de un cuerpo desnudo de mujer. Un ejemplo lo
constituye la historia de Susana y los viejos, relatada en el capítulo 13
del libro de Daniel. Dos viejos lujuriosos “ardiendo de deseos por ella”,
observan a la joven, esposa del rico Joaquín, que se baña en su jardín.
Le piden que se entregue a sus deseos. Furiosos por la negativa,
estos viejos se convierten en sus acusadores; pretenden haberla
sorprendido en brazos de un joven, bajo un árbol de su jardín. Daniel
recibe el encargo de juzgar el asunto, y consigue demostrar que los
dos viejos son culpables de falso testimonio, de modo que la inocencia
de la joven finalmente se reconoce. Aunque en el arte paleocristiano y
medieval la escena de Susana en el baño fue interpretada en sentido
simbólico, a partir del Renacimiento los artistas ven en ella la ocasión
de abordar un tema erótico con toda libertad. La pintora italiana
Artemisia Gentileschi, a la edad de 17 años, realizó una de las más
interesantes interpretaciones del tema (Fig 30) en el que Susana, con
8. Marginales
Pero en el período que estudiamos existían mujeres que se
apartaban de las normas de conducta que la sociedad consideraba
como las propias y convenientes de la condición femenina. Mujeres
que podemos considerar marginales, si por tal término entendemos
aquellas que se encontraban fuera de las normas sociales
comúnmente admitidas. Nos referimos fundamentalmente a dos
clases: prostitutas y brujas, objeto de desprecio, miedo y reprobación
por una sociedad que, sin embargo, no dudó en echar mano de su
representación en imágenes, acaso como medio de conjurar la
amenaza que representaban para la sociedad establecida.
Pero si la prostitución era una disidencia, era una disidencia que
raramente se escogía, pues una mujer se hacía prostituta por razones
que tenían más que ver con el hambre y la necesidad que con la libre
inclinación por un determinado modo de vida. Pero algo era seguro,
las ciudades integraban la prostitución como un “producto natural” del
que la sociedad necesitaba. Por dos razones fundamentales: el
hombre daba salida a la virilidad que le agobiaba, y las mujeres de
buena vida, madres y viudas, quedaban preservadas del adulterio. Al
mismo tiempo, tanto en el mundo católico como en el protestante, la
prostitución es objeto de rechazo: la sífilis ha invadido todos los
países y ha contaminado tanta gente, que la prostituta se ve señalada
con el dedo.El arte de la época da noticia, con relativa abundancia, de
las escenas en las que
aparece la prostitución, el
amor en venta o amor
mercenario. Tanto en el
mundo católico como en el
protestante, por más que
sea en Holanda donde
este tipo de escenas son
más frecuentes, bien por la
importancia que en este nuevo país adquiere la pintura de género, o
bien por el rigorismo religioso del credo calvinista, o por ambas cosas.
Vermeer de Delft, en La alcahueta (Fig 31a) nos deja una muestra de
este tipo de pintura. En ella podemos contemplar a la alcahueta
(mujer que facilita una relación amorosa, generalmente ilícita), el
caballero y la cortesana, frente al espectador, como en un palco o
lugar elevado, mientras que en el cuarto personaje algunos han
querido ver un autorretrato del artista, que se vuelve hacia el
espectador y levanta el brazo, como si brindara por lo que allí está
sucediendo. Este personaje establece, en su mirada y gesto, una
complicidad con el espectador, mientras que los otros tres son
ajenos. Que se trata de una escena de prostitución nos viene
indicado por el hecho de que el caballero que viene de atrás entrega
una moneda al tiempo que le toca el pecho a la cortesana; ésta
extiende la mano, esperando, mirando la mano extendida, no la cara
del caballero, y sujetando la copa con la izquierda; y la alcahueta que,
satisfecha, dirige su mirada a la pareja.
Es posible que nos encontremos con otra escena de
prostitución en el cuadro de Murillo Muchacha en la ventana con su dueña
(Fig 32). Este cuadro
también es conocido
como Mujeres en la
ventana o Las
gallegas, porque
según la tradición las
dos modelos eran de
Galicia y alcanzaron
fama como
cortesanas de
Sevilla. Pero lo más
probable es que la mujer mayor sea la alcahueta o celestina. En cualquier
caso, son frecuentes los refranes de la época en que se califica de
prostitutas a las mujeres que pasan mucho tiempo asomadas a la ventana:
“Moza que se asoma a la ventana cada rato, quiérese vender barato”,
“Moza ventanera, o puta o pedera”, “Mujer en ventana, o puta o
enamorada”, Mujer ventanera, uvas de carrera”, “Moza ventanera, puta y
parlera”. No obstante, hay quien sostiene que se trata de una simple
escena de coqueteo y que Murillo sólo pretendió realizar un elogio de la
feminidad y gracia de las mujeres de Sevilla.
El segundo tipo de mujeres al que deseamos referirnos es el de las
brujas, a las que en los siglos XVI y XVII se les profesó verdadero espanto.
Según se decía tenían un pacto con Satán, que les concedía poderes
maléficos para perjudicar a los hombres y a Dios, a fin de instaurar la
religión del Diablo. También había brujos, claro, pero en Occidente se
pensaba que la práctica de la brujería maléfica y demoníaca se
relacionaba íntimamente con la naturaleza femenina y, por extensión, que
toda mujer era una bruja en potencia. Baste decir que en estos siglos las
probabilidades de ser objeto de acusaciones de brujería y de sufrir
ejecución por ello eran cuatro veces mayores para la mujer que para el
varón.
de una credulidad mucho mayor que los hombres, algo que Satán sabe
perfectamente cuando se dirige prioritariamente a ellas. También son las
mujeres de naturaleza más impresionable, y por tanto más manejables
por los engaños del Diablo. Por último, son muy charlatanas y no pueden
evitar hablar entre ellas y trasmitirse sus conocimientos en el arte de la
magia.
Grien nos sitúa ante una asamblea nocturna o Sabbat en la que, según
la creencia de la época, las brujas reniegan de la fe católica y adoran al
Diablo. Como sucede con otros artistas pintores de la época, el artista
parece tener mucho interés en contrastar las diferentes edades de las
mujeres, colocando a las viejas de carnes caídas y arrugadas junto a las
jóvenes de físico firme y abundante. La escena está cargada de
remolinos de humo y gases, y el pelo de las brujas parece mezclarse
con tan olorosa atmósfera. Las brujas cabalga sobre horcas o cabras, y
los gatos son acompañantes que están por todas partes. De las tres
brujas del primer término, la de la derecha levanta la tapadera de la
tinaja, la de la izquierda dirige con su mano la corriente de humo tóxico y
la del centro, de rodillas, lleva un lagarto sobre la fuente que sostiene en
alto. Sin embargo, el fuego donde deberían estar cocinándose tan
maléficos brebajes, no aparece por parte alguna, detalle inquietante de
estas fantasías sobrenaturales.
Pero será nuestro compatriota, Francisco de Goya, el que nos deje
las imágenes más impactantes del mundo de las brujas. En la llamada
Aquelarre (Fig 34) se expresa uno de los rituales de este tipo de reuniones.
SABER MÁS
BIBLIOGRAFIA
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VV. AA. ,El desnudo en el Museo del Prado, Galaxia Gutemberg/Círculo
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PÁGINAS WEB
"http://www.wga.hu/"
"http://www.artcyclopedia.com"
"http://www.pintura.aut.org"
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