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LA IMAGEN DE LA MUJER EN EL ANTIGUO

RÉGIMEN
La Edad Moderna, esto es, el período comprendido entre el
Renacimiento y la Revolución Francesa, no se puede considerar como un
bloque unitario. Por un lado porque el continente europeo no fue ni
económica, ni política ni socialmente homogéneo durante tan extenso
período de tiempo, sino además porque junto a etapas de crisis hubo otras
de crecimiento económico, hasta culminar en el la Revolución Industrial de
finales del siglo XVIII. En ciertos aspectos no se da una ruptura con el
mundo anterior: predominio del mundo campesino, expansión comercial,
crecimiento urbano y expansión del poder de la burguesía. No obstante, se
producen importantes cambios: el descubrimiento de América, el aumento
del poder del Estado y la progresiva pérdida del poder de la Iglesia. Aún
así, hay que admitir que los cambios que se producen durante esta época
apenas supusieron un progreso real para la vida cotidiana de las mujeres.
Y ello no sólo porque lentamente la mujer fue excluida del trabajo gremial
sino porque se convirtió en idea común que el papel de la mujer debía
estar entre las paredes del hogar. Por lo demás, el derecho sucesorio se
modifico en perjuicio de la mujer, de manera de que si en épocas pasadas
las mujeres podían heredar igual que los hombres, a finales de la Edad
Media se les excluyó del reparto.
Como contrapartida, las imágenes artísticas conocen, a partir del
Renacimiento, un desarrollo sin precedentes, que afecta tanto a la
cantidad como a la variedad y contenido de las mismas. Ello no es extraño
si se piensa que con la Edad Moderna se inicia el “descubrimiento del
hombre y del mundo”, lo que en el campo del arte se resuelve en una
proliferación de imágenes que por fuerza ha de repercutir en un aumento
de las situaciones en las que la mujer se nos presenta como protagonista.
Y ello no sólo en imágenes de temática religiosa, ya que si algo caracteriza
al arte de la Edad Moderna es su progresiva liberación de la tutela
eclesiástica, dando cabida a otros temas y motivos que tienen más que ver
con el reino de este mundo y con su realidad cotidiana. Lo que no quiere
decir que el arte haya dejado de ser cristiano, sino que comienza a cumplir
funciones que superan los límites exclusivamente religiosos que hasta ese
momento había venido desempeñando. Si duda, con ello tiene mucho que
ver el nuevo papel de cliente artístico desempeñado por la nueva clase
burguesa, a quien no sólo hay que atribuir el desarrollo del capitalismo
comercial, sino también la secularización de la vida cotidiana que con el
Renacimiento se intensifica.

1. Las virtudes femeninas


En primer lugar, conviene hacer un análisis de aquellas cualidades
que, según una sociedad masculina y, en gran medida controlada por la
Iglesia, debían adornar la condición femenina. A la cabeza de todas se
encontraba la castidad ya que, según la literatura médica de la época,
para las mujeres la satisfacción erótica era una necesidad biológica, de la
que se derivaba una voracidad sexual insaciable, de ahí que hubiese que
protegerlas de sí mismas poniéndolas a resguardo de cualquier tentación.
En segundo lugar, la fidelidad, puesto que las mujeres son propiedad
sexual de los hombres, cuyo valor disminuiría si las usara alguien que no
fuera su propietario legal. Por otro lado hay que pensar que, de no darse la
fidelidad femenina, la legitimidad de la descendencia estaría en entredicho.
Así, desde este punto de vista, el honor masculino dependía de la castidad
femenina. Y en relación con estas virtudes, el pudor –puesto que la
timidez se consideraba un signo de distinción social y moral-, la
delicadeza y la ternura, todas ellas concebidas a mayor gloria y
satisfacción de su compañero masculino, ante quien debía practicar las
actitudes del silencio y la obediencia, de modo que el ideal femenino
consistiese en no notarse, en estar ausente.
Dentro del arte existe un género que nos puede ser muy útil en el
estudio de las virtudes femeninas. Se trata del retrato o representación
artística de una persona, en la que se describen tanto los rasgos físicos
como las características de su personalidad: estado de ánimo, talante,
actitudes intelectuales y morales. Se trata de un género que comienza a
tomar vuelo a finales de la Edad Media, en gran medida como expresión
de las ideas de la dignidad del hombre, así como por el interés que suscita
la indagación en su psicología. En los retratos de mujeres son frecuentes
las representaciones de actitudes ético-morales, esto es, aquellas que
ilustran la concordia de la retratada con determinadas concepciones de la
virtud, de modo que sus atributos hacen referencia a las características
principales que la sociedad espera de ellas. En suma, se trata de la
definición sociocultural del sexo femenino.
Los ejemplos más hermosos los encontramos en el Renacimiento, como
el retrato de la bella Giovanna
Tornabuoni (Fig 1) El origen
noble de la muchacha está claro,
tanto por las joyas que la
adornan como por la
suntuosidad del peinado. Pero
además su condición devota nos viene aludida por toda una serie de
objetos que revisten un valor simbólico indudable: el Libro de Horas que
aparece a la derecha y el rosario que se nos muestra un poco más
arriba. El broche situado en la alacena, semejante al del pecho, aluden
a sus obligaciones sociales y de prestancia física, debido a su condición
de esposa de un miembro de la eminente familia de los Tornabuoni, a
quien se alude de nuevo a través de la letra L inicial de su nombre que
aparece en el hombro de la muchacha. Finalmente, todas las virtudes
de la joven se nos indican mediante el texto latino que aparece al fondo:
“Si el artista hubiera podido retratar aquí el carácter y las prendas
morales, no habría pintura más bella en la tierra”.
Leonardo da Vinci, en uno de sus más conocidos retratos femeninos,
nos vuelve a enseñar en qué debe consistir una de las más importantes
virtudes femeninas. Se trata del retrato de Cecilia Gallerani (Fig 2)
también conocido
como Dama con
armiño. La joven
aparece tocada
con severo
peinado y
evitando la vista
del espectador, lo
que la hace
aparecer casta y
pudorosa. Este
hecho se subraya
con el armiño que lleva como atributo en su regazo, un animalito
considerado como símbolo de castidad y pureza, pues se decía que
moría cuando se ensuciaba su blanca piel, al mismo tiempo que era el
animal heráldico de Ludovico Sforza, amante de Cecilia. Lo que venía a
querer decir que, aunque la mujer tenía que ser casta, debía al mismo
tiempo saber darse como amante.
Un caso muy similar lo tenemos en la Dama con unicornio (Fig 3)
retrato obra de
Rafael de Urbino.
En este caso la
señora sostiene un
unicornio, animal
fabuloso que
tradicionalmente se
había venido
considerando
símbolo de pureza
y castidad. Según
la leyenda, sólo una virgen podía acercarse al animal, de modo que los
cazadores dejaban una doncella sola en un claro del bosque y se
escondían en los alrededores; de esta manera el animal llegaba a la
muchacha, se acomodaba en su regazo y entonces era cazado. Sin
duda alguna, con la introducción de este animal mítico, el pintor
deseaba aludir a las virtudes antes mencionadas, que debían adornar a
la muchacha representada.
Más tardía en el tiempo es la famosa Joven de la perla (Fig 4) retrato
de una muchacha que gira la cabeza, nos mira y entreabre los labios
como si fuera a hablarnos. La perla que da nombre al retrato es
precisamente símbolo de castidad para la Iglesia Católica del momento.
Según San Francisco de Sales, “esta joya tiene un significado espiritual,
concretamente
que la primera
parte del cuerpo
que un hombre
quiere y que una
mujer debe
proteger
lealmente es el
oído; ninguna
palabra o sonido
debería entrar en
él que no sea el dulce sonido de las palabras castas que son las perlas
orientales del Evangelio”. El carácter oriental de la joya está subrayado
por el turbante que lleva la joven, prenda de origen turco que fascinó
bastante a los europeos de la época.
De todo lo dicho podemos deducir que pureza y castidad eran virtudes
imprescindibles en la mujer, lo que significaba que, durante su soltería,
debía renunciar a las relaciones sexuales, que sólo podían darse en el
seno del matrimonio y con una finalidad puramente procreadora. Esto es,
incluso en el matrimonio, el sexo se consideraba un medio desafortunado
para un fin necesario. En cuanto a las relaciones extraconyugales de las
mujeres, se tenían por algo condenable, en la medida en que introducían
dudas sobre la legitimidad de los hijos. No ocurría así en el caso de los
hombres, en los que la infidelidad se consideraba como algo casi
inevitable.
2. Las virtudes matrimoniales
Por lo que sabemos, los intereses económicos constituían el
primer factor en la elección de una pareja, aunque esto no impedía que
también existieran consideraciones románticas. Pero como el
matrimonio estaba diseñado para proporcionar socorro y apoyo a
ambas partes, los factores materiales eran determinantes. A menudo
eran los padres quienes decidían el matrimonio, y de los futuros
marido y mujer se esperaba que fueran obedientes a las decisiones
tomadas por los padres. En cualquier caso, la finalidad fundamental
del matrimonio era la reproducción de la especie, y si la mujer tenía un
papel en la vida adulta, ese papel era el de madre y procreadora.
El matrimonio en la Edad Moderna lo era, en principio, para
siempre, y sólo en algunos casos se podían encontrar motivos para la
separación o anulación. Entre ellos estaban la consanguinidad
(parentesco entre los esposos), la impotencia (imposibilidad en el
varón de realizar el acto sexual), la lepra (enfermedad infecciosa
crónica) y la apostasía (abandonar la fe católica).
También en este caso la imagen artística nos proporciona
ejemplos que ilustran de manera muy gráfica lo que podemos
considerar virtudes matrimoniales, aquellas que hacían posible una
vida virtuosa según
los preceptos de la
moral cristiana y
establecían los
fundamentos de la
armonía familiar.
Especialmente útiles nos son aquellos retratos en los que la pareja,
sola o acompañada de sus hijos, pretenden convertirse en modelo de
estabilidad doméstica y de paz hogareña.
En el Retrato de Antonius Anselmus, su mujer y sus hijos V (Fig 5)
el pintor nos quiere demostrar que la armonía familiar es fuente de
prosperidad y de felicidad, como lo proclama la inscripción en latín que
aparece en la parte superior del cuadro. Antonius Anselmus regidor de
la ciudad de Amberes y su esposa Joanna Hooftmans, la hija de un
rico comerciante, están colocados delante de un fondo neutro
acompañados de sus dos hijos, como muestra evidente de que el fin
esencial del matrimonio es asegurase la descendencia. El elevado
rango social de la familia podemos observarlo en detalles bien visibles:
el mobiliario labrado, el tintero de plata de la mesa, el vaso de cristal
veneciano, los costosos encajes de los vestidos de los padres y de los
delantales de los niños .El de la derecha sostiene un lujoso sonajero
en cuyo extremo inferior observamos un diente de lobo, que, según el
saber popular, protegía a los niños del mal de ojo, creencia justificada
si pensamos en la alta mortalidad infantil de la época. En la mesa,
entre la pareja, podemos ver los guantes de la boda y una rosa,
símbolos del amor que les une. Los niños expresan la prosperidad de
la pareja, como lo indica también la fruta que lleva en la mano derecha
el más pequeño de ellos, en cuyo brazo se posa un pájaro que
simboliza el valor de una educación apropiada para los hijos. Podemos
concluir, por tanto, en que la felicidad matrimonial se basaba no sólo
en la prosperidad material sino, muy especialmente, en el
mantenimiento del linaje a través de los hijos. Pero esta felicidad era
muy frágil, como pone de manifiesto la langosta que aparece en el
delantal del mismo niño, un símbolo de la calamidad y la destrucción y,
posiblemente, una nueva alusión a la mortalidad infantil.
Pese a que el amor no era imprescindible entre los esposos, no es
raro encontrar retratos de parejas en los que el afecto y la ternura se
hacen muy patentes. Es el caso del bello autorretrato del pintor
Rubens con su primera esposa Isabel Brant (Fig 6).

El primer signo de cariño nos viene expresado por el gesto de los


esposos cogiéndose las manos en un ademán que se remonta a la
Antigüedad Clásica (dextrarum iunctio). Pero es el entorno en el que
se mueve el matrimonio el que nos proporciona las claves de su mutuo
afecto, ya que la madreselva ante la que se encuentran se considera
símbolo de amor que se incrementa con el tiempo, en tanto que la
hiedra que aparece en el ángulo inferior derecho alude a la “eternidad”
del matrimonio. En cualquier caso, los elementos vegetales habría que
relacionarlos también con el mito de la Edad de Oro (entre los poetas,
un tiempo en que hombres y mujeres gozaron de una vida justa y feliz)
y del Paraíso Terrenal. Por esta razón, los abrojos (planta perjudicial
para los sembrados) que aparecen a la izquierda simbolizan la
maldición bíblica contenida en el libro del Génesis que insiste en las
penalidades y sufrimientos que conlleva el trabajo humano. Los signos
que se refieren al bienestar y a la riqueza tampoco están ausentes,
como ponen de manifiesto los trajes de los esposos, las joyas de la
mujer y las aspiraciones aristocráticas del pintor, aquí simbolizadas por
la empuñadura de la espada que, de forma ostentosa, sobresale entre
la pareja. Un simple vistazo sobre el cuadro podría hacernos creer que
la relación entre los esposos se basa en la igualdad. Pero conviene no
dejarnos engañar: Isabel Brant aparece arrodillada y, por tanto, a un
nivel inferior al de su esposo, señal evidente de su condición
subordinada en la sociedad matrimonial.
Similar armonía reina en el cuadro La familia del artista (Fig 7) de
Jacobo
Jordanes,
escena de gran
dignidad debido
al punto de vista
bajo elegido por
el pintor. Una
obra en la que el
artista parece querernos demostrar que el matrimonio no sólo se basa
en la comunidad de bienes sino también en el amor. Una prueba sería
el amorcillo que aparece en la parte superior izquierda, personaje que
monta sobre un delfín, animal que prefigura la muerte y resurrección
de Cristo, en relación con la leyenda de Jonás, según nos refiere San
Mateo (Mt 12,40). El cesto de uvas que porta la mujer que aparece en
el centro es una referencia a la unión familiar, y al mismo tiempo posee
un significado eucarístico, en tanto que de este fruto se extrae el vino,
símbolo de la sangre de Cristo. Todo ello confiere al matrimonio una
dimensión religiosa que lo convierte en algo más que una simple
comunidad de bienes. Pero tampoco están ausentes otros significados
ya conocidos, como el papagayo símbolo mariano referido a la
castidad de la esposa, o el perro que aparece tras el marido y que
alude a la fidelidad entre los esposos. Por último, el laúd que porta el
pintor viene a simbolizar la concordia y armonía que debe reinar en el
ámbito familiar.
Pero no se crea que todas las visiones son tan amenas y felices como las
que acabamos de comentar, pues la historia de la pintura nos muestra
ejemplos de obras en las que se critica de forma muy amarga ejemplos de
matrimonio de interés,
en los que la unión se
basaba en un simple
acuerdo económico
entre los padres de los
esposos.
Probablemente el
ejemplo más conocido sea el cuadro número 1 de una serie de 6 titulada
Matrimonio a la moda, del pintor inglés William Hogarth (Fig 8). En la
escena nos encontramos con los tratos mercantiles que anteceden a la
firma del acuerdo que llevará al matrimonio de la pareja, que aparece a la
izquierda del cuadro elegantemente vestida a la moda francesa. La
indiferencia entre ambos se nos muestra en el hecho de que el novio da la
espalda a su compañera mientras se mira en un espejo y toma rapé, en
tanto ella juguetea de forma mecánica con su anillo ensartado en un
pañuelo. Mientras tanto, los padres negocian el acuerdo. A la derecha, el
padre del pretendiente, un conde, regatea con altivez mostrando el árbol
de sus antepasados, pues considera que su ascendencia vale más todavía
que la hipoteca y el dinero contante que ofrece el padre de la novia. Por
supuesto, la escena se desarrolla sin tener en cuenta el estado de ánimo
de los futuros casados. En suma, una crítica feroz del matrimonio de
conveniencia, del que solo se pueden derivar desgracias para los esposos.

3. Maternidad
En la Edad Moderna, la mayoría de las mujeres acababan siendo
madres, y la maternidad era su profesión y su identidad, Su vida
adulta era un ciclo continuo de embarazo, crianza y embarazo. Y las
mujeres ricas todavía tenían más hijos que las pobres, por la
necesidad de asegurar la descendencia, única forma de garantizar
una transmisión de la riqueza. Tener hijos constituía una carga y un
privilegio de modo que la mujer que paría era mimada y festejada.
Sin embargo, la historia del arte no nos proporciona demasiadas
imágenes de mujeres embarazadas, lo que en gran medida cabe
atribuir al hecho de que, para la visión masculina, la mujer perdía
mucho de su atractivo cuando se le representaba con las
deformaciones de la preñez. Algo similar pude decirse para la
lactancia, pues a los maridos de las mujeres de las clases altas no
les gustaba la apariencia de una mujer dando el pecho a su hijo, de
ahí el recurso a las nodrizas. Por las mismas razones, tampoco son
frecuentes las imágenes del parto, un acto en el que los hombres
tenían prohibida la asistencia, ya que se trataba de un asunto
exclusivo de mujeres.
Pese a ello, no nos han de faltar los ejemplos. Algunos de
carácter sagrado como La Madonna del parto (Fig 9),
una

representación de la Virgen entre dos ángeles en el papel de


patrona de las parturientas, a la que recurrían las mujeres que tenían
que pasar por un momento tan terrible, pues muchas no sobrevivían
al parto o a las infecciones bacterianas posteriores. La Virgen,
señalando con el dedo a su vientre, en el que gestaba el futuro
Cristo, era asimismo un retrato de una mujer cualquiera a punto de
dar a luz.
Mucho más directo es el Retrato de mujer (Fig 10) de Rafael de
Urbino, en el que una mujer preñada, consciente de su próxima
maternidad, mira intensamente al espectador, al tiempo que posa

con ternura su mano protectora sobre el abdomen. No cabe duda de


que el pintor muestra una especial sensibilidad para la que va a ser
madre, mostrando su fragilidad y su orgullo.
Pero es en El recién nacido de Georges de La Tour (Fig 11)

donde posiblemente encontremos una de las más poéticas


interpretaciones de la maternidad. Se trata de una obra de
enigmática belleza y cargada de ambigüedad, pues no estamos en
condiciones de saber si se trata de una simple pintura de género
(aquella en la que se trata de una escena de la vida cotidiana), o si
representa una historia sacra constituida por santa Ana, la Virgen y
el Niño. En cualquier caso, el pintor consigue desconcertarnos con el
tratamiento de la luz, pues la mujer que ayuda al niño lleva una vela
que no es fácilmente visible a primera vista, de forma que pudiera
parecer que la claridad emana de la propia escena. El bebé, un
recién nacido representado con absoluta fidelidad, aparece fajado,
según aconsejaba la creencia de que el permitir el libre movimiento
de los pequeños favorecía su enfriamiento y enfermedad, por lo que
era corriente que a las criaturas se les mantuviera rígidas hasta
cumplir los seis meses.
Para terminar con este apartado, hay que decir que el papel de
una madre era el de alimentadora: su trabajo consistía en mantener al niño
caliente, nutrido y limpio, de acuerdo con las normas de la época. En este
sentido la lactancia era una actividad fundamental. En el cuadro que
vamos a comentar, Madre amamantando y criada V (Fig 12), podemos

contemplar un plácido interior holandés donde la señora de la casa da el


pecho a su hijo junto al fuego del hogar, en el que se seca la ropa y se
calienta un caldero. La criada, acompañada de una niña pequeña, parece
dirigirse hacia la puerta de la casa, a través de la cual podemos
contemplar el canal de una ciudad holandesa, posiblemente Delft. El
cuadro representa con un gran encanto los ideales de una burguesía que
daba gran importancia al cuidado de los niños y del hogar. Sin embargo,
en el resto de Europa era frecuente que las mujeres entregaran sus hijos a
las nodrizas para que los amamantaran. Por lo general, estas mujeres eran
de tres tipos. Las de la aristocracia, porque a los maridos no les gustaba la
apariencia de sus esposas dando el pecho, aparte de que la lactancia
tenía un efecto anticonceptivo, y puede que fuera evitada para permitir una
mayor fecundidad. Las de la clase media urbana, por la creencia de que la
ciudad no era un medio saludable para el niño. Y las trabajadoras de
ciertos oficios, por carecer de tiempo y por los peligros que un taller
artesanal encerraba para un niño.

4. Educación
Teniendo en cuenta todo lo dicho, es fácil hacerse una idea de lo
que la mentalidad de la época pensaba que debía ser la educación de
las mujeres. Puesto que serían madres, había que inculcarles unos
determinados valores religiosos y morales que trasmitirían a sus hijos,
y dado que habrían de atender a la casa, sería preciso enseñarles a
coser, a cocer el pan, hacer las camas, tejer, bordar y zurcir
calcetines. De esta manera estarían preparadas para su futuro trabajo
como esposas. Por lo demás, las niñas pueden aprender a leer
porque la lectura fija las enseñanzas de la religión, pero la sociedad
no tiene necesidad de que sepan nada más. Resumiendo, podemos
decir que el aprendizaje de las niñas no iba más allá de los
rudimentos de lectura, escritura y cálculo, puesto que no necesitaban
más para lo que luego iban a hacer.
Esta realidad no se contradice, sin embargo, con el hecho de que
a partir del Renacimiento importantes personalidades del mundo de la
cultura se muestren partidarios de la educación femenina. El
humanista español Juan Luis Vives llega a decir que los vicios de las
mujeres tienen su origen en la falta de educación, por lo que se
muestra partidario de la instrucción femenina. Erasmo afirma que el
acceso de la mujer a la cultura favorecerá un mejor entendimiento
entre los esposos. Y Lutero considera que la educación femenina es
imprescindible para la lectura de la Biblia. En realidad el mayor apoyo
a la instrucción femenina procede del protestantismo, ya que si todos
los creyentes deben llegar a una alianza con Dios, y éste habla por
medio de las escrituras, todos tienen que aprender a leer.
En cualquier caso, la preocupación por dar a las mujeres un
mayor nivel de instrucción es un hecho del que el arte nos
proporciona noticia, al menos en determinados países de Europa.
Una prueba de ello es el cuadro de Gerrit Dou titulado Escuela
nocturna (Fig
13), en el que
es posible
distinguir a un
grupo de
personas en
torno a una
mesa, en el
que podemos ver a una niña aprendiendo los rudimentos de la
lectura. Seguramente se trata de una escuela elemental, pero lo que
parece evidente es que niños y niñas se reunían en estos espacios -
como muestra el personaje masculino de la izquierda-, a pesar de
que las autoridades de la época hacían todo lo posible por evitarlo.
Espacios que no servían sólo para tareas educativas, como nos
aclara el grupo de jugadores de cartas que al fondo se adivina. Otro
detalle curioso nos viene dado por el reloj de arena que aparece
sobre la mesa, posiblemente una alusión a la necesidad de no perder
el tiempo en cualquier actividad que emprendamos. Por último,
conviene advertir que este tipo de cuadros no son raros en Holanda,
país que disfrutaba de uno de los niveles de alfabetización más altos
de Europa.
Del
mismo
autor es
la Vieja
leyendo
la Biblia
(Fig 14),
en el que
se nos
muestra
una
anciana
ante un
pasaje del Evangelio, una actividad que debió ser muy frecuente en el
mundo protestante, y que nos permite entender por qué Lutero
deseaba que todos, hombres y mujeres, supieran leer. También nos
informa de por qué el contenido de las lecturas femeninas era casi
exclusivamente devoto: su finalidad era la instrucción religiosa.
El aprendizaje musical debió ser también una práctica bastante
extendida en los hogares de las buenas familias holandesas, como
nos ponen de manifiesto los cuadros de Vermeer, pintor que siente
una extraña predilección por los interiores domésticos en los que
aparecen mujeres dedicadas a las más variadas actividades. En el
que hemos elegido, El concierto (Fig 15), nos aparece una dama
tocando el clavecín (instrumento musical de cuerdas y teclado),

mientras otra canta, y un caballero, de espaldas, toca un laúd. Éste


último lleva un bastón, lo que nos indica que se trata de un maestro
que, junto con las muchachas, conforma el grupo característico de un
concierto barroco: teclado, cuerda y voz. Que este aprendizaje no
debió ser raro en aquella época nos lo pone de manifiesto un estudio
en el que, de un muestrario amplio de cuadros procedentes de los
Países Bajos, el 90% de quienes aparecen tocando música sobre un
teclado son mujeres. Nada extraño en una sociedad muy rica que
atraía gran cantidad de músicos e instrumentos de otros países y
permitía el mantenimiento de numerosos colegios de música.
Junto con la música, la danza debió constituir otro de los
aprendizajes de las mujeres de cierto nivel social, como nos prueba el
cuadro que vamos a comentar, también de otro pintor holandés (Fig 16).
En él, una muchacha inicia unos pasos de danza acompañada al violín por
un caballero,
mientras
otro la mira
atentamente
. A la
derecha,
una pareja
contempla la
escena, y,
sobre una
mesa,
reposan una
jarra, un laúd, un libro y diferentes partituras musicales. Una escena
relativamente frecuente en el período que estudiamos porque hay que
tener presente que la danza es el lenguaje corporal que permite a la mujer
expresarse en pié de igualdad con el hombre y como complemento
perfecto de éste, demostrando que ellas se pueden mover también con
gracia y elegancia. El resto de los ejercicios físicos eran exclusivamente
masculinos y las mujeres se tenían que limitar a presenciarlos.

5. Trabajo
Los cambios más importantes que se produjeron en esta época se
refieren más a la economía urbana y comercial que a la agrícola. Esto
quiere decir que las mujeres fueron progresivamente excluidas del
trabajo gremial y en la mayoría de las ciudades europeas las opciones
laborales de las mujeres se veían limitadas por las restricciones de los
gremios. Ello de debió a que los gremios veían en general con gran
desconfianza los intentos de las mujeres por ingresar en sus
especialidades, porque temían que trabajaran por menos y que, en
consecuencia, los salarios de los jornaleros disminuyeran. Debido a esto
comenzó a extenderse la idea de que el lugar de la mujer estaba entre
las paredes del hogar. Y en este, cada miembro de la familia, mujeres,
hombres, niños y ancianos, participaban en la tarea común de garantizar
la subsistencia del núcleo familiar.
Por esta razón no es raro encontrar en el arte de la época escenas
que representan a las mujeres en el cumplimiento de sus tareas
hogareñas. En El armario de la ropa blanca (Fig 17), del holandés
Pieter de Hooch, nos encontramos con uno de esos interiores donde
reina la vida tranquila y apacible de la burguesía holandesa del siglo
XVII. En él, la señora de la casa, acompañada de una criada, guarda la
ropa lavada y planchada en un ropero, mientras un niño pequeño juega
a la pelota. El cuadro es también un magnífico testimonio de la riqueza
de las mansiones burguesas, como dejan ver las pilastras que
enmarcan la puerta y la estatua clásica sobre ella, el armario con
incrustaciones de ébano, el niño con el bastoncillo para el juego, o el
retrato de la pared con marco esculpido. Nótese que a través de la
puerta abierta se pueden observar los edificios del otro lado del canal,
paisaje urbano típico de una ciudad holandesa.
Vermeer, el pintor de los interiores burgueses en los que la figura
femenina se utiliza con frecuencia para criticar los vicios de la sociedad
holandesa de la época, nos aporta un ejemplo (Fig 18) en el que la
mujer se contempla desde un punto de vista favorable, ejemplo de
virtudes y modelo a imitar. La lechera no sólo destaca por su maravilloso
intimismo sino por la alabanza del trabajo duro y abnegado de la criada,
personaje que, con frecuencia, era objeto de críticas por los pintores de
la época. La muchacha aparece ensimismada en su quehacer, con la
mirada baja como símbolo de humildad, vertiendo leche en un cuenco
con dos asas. Sobre la mesa podemos ver un cesto de pan y algunos
panecillos, lo que algunos interpretan como una alusión a la eucaristía,
mientras que la leche sería el símbolo de la pureza.
Pero es en el campo donde las condiciones del trabajo femenino
apenas si habían variado desde la época medieval, de modo que su
trabajo seguía siendo fundamental: recoger el cultivo y las espigas,
segar o batir el cereal, amontonar el forraje, etc. Tareas de esta
naturaleza son las que vemos en el cuadro de Bruegel el Viejo, Los
cosechadores (Fig 19), en el que las mujeres no sólo se ocupan en

trabajos secundarios, como llevar agua y comida a los operarios del


campo -son las que vemos a la izquierda, caminando entre las mieses,
portando bultos en la cabeza y dirigiéndose a la aldea próxima-, sino
que realizan trabajos más penosos, como el rebusco de las espigas y el
atado de las gavillas.
La tarea subsiguiente consistía en dar salida a los productos
cosechados, y en esta tarea el trabajo femenino era determinante. En
algunas ocasiones se trata de una mujer sola la que expone sus productos
al interés de los compradores. Dos pintores se especializan en este tipo de
escenas: Pieter Aertsen y Joachim Beukelaer. Éste último, sobrino del
primero, nos deja una Vendedora de fruta, verdura y aves (Fig 20) en que

los productos del campo se nos ofrecen en verdadera cascada como


resultado del trabajo humano, en una imagen de la que sólo habrá de
desaparecer la figura humana para que se convierta en bodegón o
naturaleza muerta. Por lo demás, este tipo de representaciones no solo
ponen de manifiesto la importancia del trabajo femenino en la producción y
comercialización de los productos del campo sino la revolución agrícola
que por aquella época se estaba produciendo en los Países Bajos,
basada en nuevos métodos de cultivo, abonos y cruces de especies, que
permitían ya una producción para el mercado.
Cuando escaseaba el trabajo en el campo, a las mujeres las
encontramos en la industria domiciliaria: preparando e hilando la lana, el
lino o el cáñamo, y, más adelante el algodón. A los empresarios les
interesaba mucho este trabajo porque lograban evitar los controles
gremiales y se basaba en una explotación inhumana. El sistema
consistía en que los comerciantes suministraban la materia prima y los
instrumentos de trabajo, y posteriormente recogían el producto ya
elaborado para venderlo en el mercado. Un bello ejemplo de esta
actividad lo encontramos en un cuadro de Esaias Boursse (Fig 21) que
nos muestra a
una mujer
hilando en la
apacible
belleza de un
interior
holandés,
trabajo que
era
exclusivament
e realizado
por mujeres, en tanto el tejido era hecho normalmente por el hombre. Ni
que decir tiene que este trabajo lo simultaneaba la mujer con el cuidado
de las tareas agrícolas y domésticas.
Por esta época surgen nuevos oficios como el encaje y el bordado,
industria que estuvo básicamente en manos de mujeres, porque podían
realizarse en el hogar. Todas la jóvenes preferían trabajar en el oficio de
encajeras hasta tal punto de que en algunos lugares de Europa los
burgueses protestaban porque no encontraban sirvientas. Por esta
razón no ha de sorprender que el arte se ocupara de ellas. Uno de los
ejemplos más bellos es el que nos ofrece Vermeer de Delft en su
conocida La Encajera (Fig 22). Por lo general, otros pintores abordaron

este asunto representando a la encajera de cuerpo entero o


parcialmente, pero procurando que se viera su trabajo. El encaje de
bolillos es un trabajo delicado y costoso con el que se alcanzan bellos
resultados que gustan ser mostrados. Así que, por lo común, el
almohadón de bolillos descansa directamente sobre las piernas, en el
regazo. Pero Vermeer aborda el tema con una perspectiva diferente. El
almohadón de bolillos no descansa sobre las piernas, en el regazo, sino
sobre una mesa de costura. La joven está inclinada sobre la labor, pero
el punto de vista del espectador es más bajo, por lo que no puede ver y
apreciar el trabajo, sólo las manos que sujetan alfileres y bolillos. Por lo
demás, Vermeer se interesa en este cuadro por mostrar a la mujer
como ejemplo de virtudes, contrario a las actitudes que representan los
vicios, como aquellas que beben vino o reciben y leen cartas de amor.
Por esta razón, la mujer está concentrada en su labor, el encaje,
considerado una actividad femenina desde época medieval.
Para concluir con este apartado desearíamos mostrar con un
ejemplo que un buen número de mujeres ayudaban a sus maridos en
tareas de cierta complejidad, especialmente en el mundo urbano. En El
banquero y su esposa (Fig 23), una pareja de cambistas nos muestra la

aparición de una nueva profesión renacentista relacionada con el mundo


de las finanzas, de los impuestos y de las cuentas mercantiles. El
matrimonio burgués recuenta las monedas de oro y plata, que él pesa en
una balanza con gran delicadeza. Posiblemente provendrían de una
recaudación de impuestos, de un cambio de monedas o de la devolución
de un préstamo, lo que implicaría después controlar o calcular la operación
con el ábaco (cuadro de madera usado para ciertas operaciones
elementales en el comercio) que tiene a su derecha en la mesa, y efectuar
anotaciones en el libro de contabilidad que ella tiene entre sus manos. Sin
embargo, habría que añadir que algunos especialistas han querido ver en
este cuadro una crítica de la avaricia y la vanidad de las posesiones
terrenas, de acuerdo con un proverbio flamenco que consideraba al
banquero, al usurero, al recaudador de impuestos y al avaro como los
cuatro evangelistas del Diablo.

6. Intelectuales y artistas

Puesto que la educación de las mujeres estaba limitada por su


dedicación a la maternidad y a la realización o control de las tareas
domésticas, es comprensible que quedasen excluidas del estudio de
las materias propiamente científicas. De modo que, a no ser que
renunciasen al matrimonio y a la maternidad, debían entregar lo mejor
de su vida al marido, al gobierno de la casa y a la familia. Por esta
razón es difícil imaginar a una mujer dedicada a la actividad
intelectual, teniendo que hacer frente al mismo tiempo, al cuidado de
la casa, la enfermedad, los repetidos embarazos y los abortos
naturales o provocados. Pese a todo, en el largo período que
estudiamos hubo mujeres que destacaron en algún campo del saber
reservado casi en exclusiva a los hombres. Estos casos hay que
buscarlos en el seno de las familias pudientes, las únicas que podían
permitirse que uno de sus miembros femeninos adquiriese
conocimientos especializados.
Uno de los ejemplos más brillantes lo constituye el de la
Marquesa de Chatelet (Fig 24), una de las mujeres más brillantes de
su época que, a los diecisiete años, leía al filósofo inglés John Locke

en su lengua original, llegando más tarde a convertirse en famosa


pensadora, física y matemática. Entre sus amantes figuró el filósofo y
ensayista Voltaire, uno de los intelectuales más reputados del
momento. En el cuadro la marquesa aparece delante de una pared
cubierta de libros, lo que alude a sus preocupaciones intelectuales,
del mismo modo que la esfera armilar (instrumento astronómico) que
queda tras ella o el compás que sostiene con la mano derecha. En la
izquierda lleva un clavel, símbolo del amor.
Caso similar es el de la señorita Ferrand (Fig 25), hija de una
familia muy
rica y erudita
de
magistrados
parisinos, a la
que el pintor
nos
representa en
su gabinete
con gorro y
camisón
sentada en su
tocador, sobre el cual no se ven accesorios de maquillaje sino un
volumen abierto, una obra del físico y matemático Isaac Newton que
está leyendo en francés y que parece estar discutiendo con una
persona que estaría enfrente de ella. Una muestra más de la superior
educación que recibían algunas mujeres durante la Ilustración.
Los ejemplos comentados nos ponen de manifiesto que fue en
Francia donde las mujeres tuvieron más oportunidades de promoción
intelectual. Lo prueba el hecho de que fue en este país donde nacieron y
adquirieron el máximo desarrollo el fenómeno de los Salones, centros de
conversación que reunían a escritores, filósofos, artistas, etc., en la casa
de una mujer distinguida. En el siglo XVIII pasaron a ser lugar de cita de
los filósofos, y en ellos se trataron temas de política, religión,
ciencia…Destacaron los de Mme. De Tencin, Mme du Deffand, Mlle. de
Lespinasse y Mme. Geoffrin. Por lo general estas mujeres eran parisinas
favorecidas por el nacimiento o la fortuna, con maridos liberales, ausentes
o muertos, o solteronas sin padres, y, por supuesto, con un mínimo nivel
de cultura. Una de estas mujeres, Mme. Geoffrin, de origen humilde pero
casada con un rico burgués, al enviudar llegó a presidir uno de los más
influyentes salones del siglo XVIII. Recibía los lunes y miércoles y a él
acudieron personajes de la talla intelectual de D'Alembert, Helvetius,
Holbach o Hume. Baste decir que cuando la Enciclopedia (la gran obra del
pensamiento ilustrado) pasó por problemas económicos, ella aportó los
fondos para que la empresa se terminara. La altura intelectual de estas
reuniones fue tal, que mereció ser representada en un cuadro (Fig 26) en
el que, alrededor de un busto de Voltaire, se reúne una concurrencia en la
que no faltan las
mujeres, empezando
por la propia Mme.
Geoffrin, que nos
aparece a la derecha
mirando al espectador
entre dos caballeros con
casacas rojas.
Capítulo aparte
merece el de las
mujeres pintoras, actividad que, para finales del período que estamos
estudiando, se consideraba, en los países más avanzados, como una
tarea intelectual tan importante como las otras. Por lo general, la
carrera de estas mujeres fue posible bien por haber nacido en una
familia de artistas, o por pertenecer a una clase alta donde se mantenía
la idea renacentista de lo deseable que resultaba la formación
intelectual y artística de las mujeres. Ello no quiere decir que no
encontrasen todo tipo de obstáculos: el primero de todos el tener que
abandonar su actividad al contraer matrimonio, por no poder hacer
compatibles los papeles de madre y esposa con el de creadora de
obras de arte. No obstante, las artistas parecen haber gozado en los
países del norte de una mayor libertad en el ejercicio de su profesión,
como lo prueba el hecho de que, en la Holanda del siglo XVII,
conozcamos más de doce casos de mujeres que obtuvieron la
condición de maestras. El caso de la pintora holandesa Judith Leyster
es emblemático, pues llegó a contar con tres discípulos varones.
Especial interés poseen las imágenes que de sí mismas dejaron
estas pintoras a través de autorretratos, porque nos proporcionan una
idea de la dignidad que concedían a su profesión, por más que algunas
la consideraran simple entretenimiento. La lista sería interminable
(Caterina van Hemessen, Sofonisba Anguissola, Lavinia Fontana,
Artemisia Gentileschi, y tantas otras), pero por su especial finura y
elegancia desearíamos detenernos en el de Élisabeth Vigée-Lebrun
(Fig 27), hija de un pintor parisino, encantadora y atractiva mujer
especializada en espléndidos retratos de mujeres y niños. Tuvo como
cliente a la reina María Antonieta, y para evitar su suerte abandonó
Francia durante la Revolución de 1789. Aquí aparece representada al
aire libre, como pintora y modelo, mirando al espectador con una
expresión amable que, no obstante, expresa el orgullo que le merece
su profesión, a la que se alude con los pinceles y la paleta que lleva en
la mano izquierda. Por lo demás, se trata de un autorretrato carente de
artificio como ponen de manifiesto las rústicas flores que lleva sobre el
sombrero, el pelo natural y la sencillez de la indumentaria.
En cualquier caso, no se ha de creer que para estas mujeres era
sencillo abrirse paso en una profesión que, aún para finales del período
que estudiamos, era considerada como cosa de hombres. Nos lo prueba el
caso de dos pintoras –Angélica Kauffman y Mary Moser- que, hijas de
extranjeros, fueron fundadoras de la Royal Academy de Londres en 1768.
Sin embargo, no había lugar para ellas en las discusiones sobre arte que
allí se celebraban, porque a las mujeres les estaba prohibida la asistencia
a la práctica del dibujo al natural, por utilizarse modelos masculinos
desnudos. Un cuadro de Johan Zoffany (Fig 27a) nos lo prueba cuando
comprobamos que entre los artistas agrupados en torno a un modelo
masculino no aparecen ninguna de las dos pintoras citadas, que se
tuvieron que conformar con sendos bustos pintados detrás del estrado de
los modelos. Así, para compensar, pasaron a ser objetos de arte en lugar
de productoras de arte. Y todo debido a un prejuicio que estuvo vigente
hasta 1922, año en que volverían a admitirse a miembros femeninos en la
Academia.

7. Desnudos
Cuando en la Edad Moderna hablamos de desnudo, casi se da por
supuesto que nos referimos al desnudo femenino. Este hecho se
explica porque este tipo de obras estaba realizado por hombres y para
hombres, y su finalidad principal consistía en dar satisfacción a la
mirada masculina, mediante la representación de hermosas formas
desprovistas de ropa o escasamente vestidas. Se trataba, pues, de la
satisfacción del mirón. Y como las distintas iglesias consideraban
pecaminosas este tipo de representaciones, los artistas tuvieron que
recurrir a distintas justificaciones para no tener problemas con los
vigilantes de la moral. La Antigüedad Clásica, con su gusto por el
desnudo, proporcionaba la primera de estas coartadas, pero tampoco
eran raros los que buscaban su fuente de legitimidad en la Biblia o en
relatos de la Historia Antigua. Tan sólo al final del período que
estudiamos los artistas se atreven a crear obras cuya justificación no
se busca en un pasado más o menos lejano sino en el placer erótico y
estético que proporciona un cuerpo desnudo de mujer. Esto es, el
desnudo comienza a justificarse por sí mismo.
El tema de las Tres Gracias (Fig 28) fue encargado a Rafael por
un importante noble italiano, y se inspira en esculturas clásicas por las
que el pintor sentía una rendida admiración. Constituyen la
personificación de la gracia y de la belleza, y en el arte suelen
considerarse las siervas de Venus compartiendo con ella atributos
como la rosa, el mirto y la manzana. Según Hesíodo (Teogonía, 905)
sus nombres eran Aglaya, Eufrosine y Talía. Su forma de agruparse es
muy característica, de modo que las figuras de los extremos miran al
espectador y la del centro le da la espalda. Así fueron representadas
en la Antigüedad y así se les copió en el Renacimiento. En cualquier
caso estos desnudos fueron uno de los primeros ejemplos de
desnudos femeninos vistos de frente y de espaldas, aunque es
probable que no se basasen en modelos vivientes sino en grupos
escultóricos del Mundo Antiguo.
Pero será Venus, la diosa de la belleza y del amor, asimilación de
la Afrodita griega, la divinidad de la que con más frecuencia se sirvan
los artistas para la representación del desnudo femenino ideal. Uno de
los más bellos ejemplos lo constituye la Venus del espejo, de
Velázquez (Fig 29), a la que algunos consideran como obra de la
segunda estancia del pintor en Italia y que quizá representara a la
amante que terminaría siendo la madre de su hijo natural, Antonio.
Pero parece más probable que fuera encargada por el VII Marqués del
Carpio y de Heliche, notorio aficionado a la pintura y conocido libertino.
El cuadro nos presenta a una mujer acostada sobre las sábanas de
seda gris de un lecho protegido por una cortina roja, desnuda, vista de
espaldas, encantada con la contemplación de su rostro en un espejo
adornado de cintas azules, que le tiende un niño alado y desnudo, de
rodillas en la misma cama. Las alas del niño nos hacen pensar en su
condición divina: se trata, sin duda, de Cupido, y la mujer acostada es,
probablemente, Venus. El cuadro es tan auténtico y real que, en 1914,
una sufragista
(mujeres que en
la Inglaterra de
principios del
siglo XX se
manifestaban a
favor del voto
femenino) lo
apuñaló
propinándole
siete cuchilladas.
También en
la Biblia era posible encontrar fuente de inspiración para la
representación de un cuerpo desnudo de mujer. Un ejemplo lo
constituye la historia de Susana y los viejos, relatada en el capítulo 13
del libro de Daniel. Dos viejos lujuriosos “ardiendo de deseos por ella”,
observan a la joven, esposa del rico Joaquín, que se baña en su jardín.
Le piden que se entregue a sus deseos. Furiosos por la negativa,
estos viejos se convierten en sus acusadores; pretenden haberla
sorprendido en brazos de un joven, bajo un árbol de su jardín. Daniel
recibe el encargo de juzgar el asunto, y consigue demostrar que los
dos viejos son culpables de falso testimonio, de modo que la inocencia
de la joven finalmente se reconoce. Aunque en el arte paleocristiano y
medieval la escena de Susana en el baño fue interpretada en sentido
simbólico, a partir del Renacimiento los artistas ven en ella la ocasión
de abordar un tema erótico con toda libertad. La pintora italiana
Artemisia Gentileschi, a la edad de 17 años, realizó una de las más
interesantes interpretaciones del tema (Fig 30) en el que Susana, con

sólo un pequeño lienzo sobre su muslo izquierdo, aparece sentada en


un muro bajo con relieves, sobre el que se inclinan dos personajes
masculinos de mediana edad. En relación con este cuadro la crítica de
arte ha reparado en dos aspectos. Uno de ellos se refiere al
tratamiento del cuerpo femenino, pues si contemplamos atentamente
el de esta Susana y lo comparamos con otros desnudos realizados por
artistas masculinos, observaremos que su anatomía es mucho más
real. Y es que Artemisia, por el hecho de ser mujer, tenía acceso a
modelos femeninos del natural y ello se refleja en el realista
tratamiento de su desnudo, lejos de toda idealización (pechos caídos,
pantorrillas cortas. El segundo aspecto se refiere al gesto de rotundo
rechazo y aversión física con que Susana rehúsa la proposición de los
viejos, en contraste con otras interpretaciones masculinas del tema en
que se le llega a asignar un papel de cómplice. Algunos críticos
explican esta diferencia por el hecho de que la pintora fue objeto de
una agresión sexual.
Otro pretexto utilizado por los pintores para representar un cuerpo
desnudo consistía en sorprender a una mujer en la realización de sus
actividades cotidianas de aseo y arreglo personal, lo que les permitía,
además, la expresión de posturas muy naturales (Fig 31). En estos

cuadros, la toilette o limpieza personal posee la seriedad de una


ceremonia: las mujeres concentradas en su tarea, no se ocupan de
nosotros, hacen algo tan normal como lavarse o peinarse, y, en todo
caso, la obscenidad sólo reside en la mirada del que las contempla con
mirada obscena. En este caso, los adornos que podrían aludir a un
tema mitológico, como el carcaj y las flechas en la cabecera de la
cama, son eso, simple adorno. Se trata simplemente de una mujer
recién levantada que se dispone a lavarse con ayuda de su sirvienta.
El Olimpo ha desaparecido del reino de este mundo y estamos ante
uno de los primeros desnudos profanos de la historia del arte.

8. Marginales
Pero en el período que estudiamos existían mujeres que se
apartaban de las normas de conducta que la sociedad consideraba
como las propias y convenientes de la condición femenina. Mujeres
que podemos considerar marginales, si por tal término entendemos
aquellas que se encontraban fuera de las normas sociales
comúnmente admitidas. Nos referimos fundamentalmente a dos
clases: prostitutas y brujas, objeto de desprecio, miedo y reprobación
por una sociedad que, sin embargo, no dudó en echar mano de su
representación en imágenes, acaso como medio de conjurar la
amenaza que representaban para la sociedad establecida.
Pero si la prostitución era una disidencia, era una disidencia que
raramente se escogía, pues una mujer se hacía prostituta por razones
que tenían más que ver con el hambre y la necesidad que con la libre
inclinación por un determinado modo de vida. Pero algo era seguro,
las ciudades integraban la prostitución como un “producto natural” del
que la sociedad necesitaba. Por dos razones fundamentales: el
hombre daba salida a la virilidad que le agobiaba, y las mujeres de
buena vida, madres y viudas, quedaban preservadas del adulterio. Al
mismo tiempo, tanto en el mundo católico como en el protestante, la
prostitución es objeto de rechazo: la sífilis ha invadido todos los
países y ha contaminado tanta gente, que la prostituta se ve señalada
con el dedo.El arte de la época da noticia, con relativa abundancia, de
las escenas en las que
aparece la prostitución, el
amor en venta o amor
mercenario. Tanto en el
mundo católico como en el
protestante, por más que
sea en Holanda donde
este tipo de escenas son
más frecuentes, bien por la
importancia que en este nuevo país adquiere la pintura de género, o
bien por el rigorismo religioso del credo calvinista, o por ambas cosas.
Vermeer de Delft, en La alcahueta (Fig 31a) nos deja una muestra de
este tipo de pintura. En ella podemos contemplar a la alcahueta
(mujer que facilita una relación amorosa, generalmente ilícita), el
caballero y la cortesana, frente al espectador, como en un palco o
lugar elevado, mientras que en el cuarto personaje algunos han
querido ver un autorretrato del artista, que se vuelve hacia el
espectador y levanta el brazo, como si brindara por lo que allí está
sucediendo. Este personaje establece, en su mirada y gesto, una
complicidad con el espectador, mientras que los otros tres son
ajenos. Que se trata de una escena de prostitución nos viene
indicado por el hecho de que el caballero que viene de atrás entrega
una moneda al tiempo que le toca el pecho a la cortesana; ésta
extiende la mano, esperando, mirando la mano extendida, no la cara
del caballero, y sujetando la copa con la izquierda; y la alcahueta que,
satisfecha, dirige su mirada a la pareja.
Es posible que nos encontremos con otra escena de
prostitución en el cuadro de Murillo Muchacha en la ventana con su dueña
(Fig 32). Este cuadro
también es conocido
como Mujeres en la
ventana o Las
gallegas, porque
según la tradición las
dos modelos eran de
Galicia y alcanzaron
fama como
cortesanas de
Sevilla. Pero lo más
probable es que la mujer mayor sea la alcahueta o celestina. En cualquier
caso, son frecuentes los refranes de la época en que se califica de
prostitutas a las mujeres que pasan mucho tiempo asomadas a la ventana:
“Moza que se asoma a la ventana cada rato, quiérese vender barato”,
“Moza ventanera, o puta o pedera”, “Mujer en ventana, o puta o
enamorada”, Mujer ventanera, uvas de carrera”, “Moza ventanera, puta y
parlera”. No obstante, hay quien sostiene que se trata de una simple
escena de coqueteo y que Murillo sólo pretendió realizar un elogio de la
feminidad y gracia de las mujeres de Sevilla.
El segundo tipo de mujeres al que deseamos referirnos es el de las
brujas, a las que en los siglos XVI y XVII se les profesó verdadero espanto.
Según se decía tenían un pacto con Satán, que les concedía poderes
maléficos para perjudicar a los hombres y a Dios, a fin de instaurar la
religión del Diablo. También había brujos, claro, pero en Occidente se
pensaba que la práctica de la brujería maléfica y demoníaca se
relacionaba íntimamente con la naturaleza femenina y, por extensión, que
toda mujer era una bruja en potencia. Baste decir que en estos siglos las
probabilidades de ser objeto de acusaciones de brujería y de sufrir
ejecución por ello eran cuatro veces mayores para la mujer que para el
varón.

de una credulidad mucho mayor que los hombres, algo que Satán sabe
perfectamente cuando se dirige prioritariamente a ellas. También son las
mujeres de naturaleza más impresionable, y por tanto más manejables
por los engaños del Diablo. Por último, son muy charlatanas y no pueden
evitar hablar entre ellas y trasmitirse sus conocimientos en el arte de la
magia.

animales, inclemencias climáticas, malas cosechas…) y de las


desgracias que se abaten sobre los individuos (la muerte sin explicación
de niños pequeños, la esterilidad de la mujer, la impotencia del
marido…). Y como el hombre, al no dominar todavía la naturaleza, solo
encontraba explicación a estos fenómenos en el campo de lo
sobrenatural, la epidemia, la mala cosecha, la muerte sin explicación, la
desgracia, se debían a la acción del Diablo. Se buscaron culpables y se
los encontró entre los elementos no conformistas y marginales, en
primer lugar las mujeres, las más viejas, las más feas, las más pobres,
las más agresivas, las que daban miedo.

En El Sabbat de las brujas (Fig 33) el pintor y grabador Hans Bandung

Grien nos sitúa ante una asamblea nocturna o Sabbat en la que, según
la creencia de la época, las brujas reniegan de la fe católica y adoran al
Diablo. Como sucede con otros artistas pintores de la época, el artista
parece tener mucho interés en contrastar las diferentes edades de las
mujeres, colocando a las viejas de carnes caídas y arrugadas junto a las
jóvenes de físico firme y abundante. La escena está cargada de
remolinos de humo y gases, y el pelo de las brujas parece mezclarse
con tan olorosa atmósfera. Las brujas cabalga sobre horcas o cabras, y
los gatos son acompañantes que están por todas partes. De las tres
brujas del primer término, la de la derecha levanta la tapadera de la
tinaja, la de la izquierda dirige con su mano la corriente de humo tóxico y
la del centro, de rodillas, lleva un lagarto sobre la fuente que sostiene en
alto. Sin embargo, el fuego donde deberían estar cocinándose tan
maléficos brebajes, no aparece por parte alguna, detalle inquietante de
estas fantasías sobrenaturales.
Pero será nuestro compatriota, Francisco de Goya, el que nos deje
las imágenes más impactantes del mundo de las brujas. En la llamada
Aquelarre (Fig 34) se expresa uno de los rituales de este tipo de reuniones.

Como figura dominante aparece el Demonio, representado como un gran


macho cabrío –figura lasciva y lujuriosa en la cultura cristiana-, sentado,
coronado con hojas de parra, ojos redondos, grandes y muy abiertos, del
que según los escritos emana una luz que alumbra a todos los presentes.
Está rodeado por viejas y jóvenes brujas que le ofrecen niños, pues la
creencia popular sostenía que en tales aquelarres se comía carne
humana. Sobre las cabezas de tan siniestra reunión, vuelan murciélagos o
vampiros que representan a los brujos. Y, aunque para esta época la gente
medianamente culta hacía tiempo que había dejado de creer en tales
patrañas, en los ambientes populares quedaba residuos de las antiguas
creencias. Por tanto, cabe pensar que con tales fantasías Goya
pretendiera criticar la credulidad y superstición de las gentes incultas.
Otros sostienen que este tipo de representaciones reflejan la inseguridad
psicológica de Goya en estos años.

SABER MÁS
BIBLIOGRAFIA
ANDERSON, B. S. y ZINSSER, J., Historia de las mujeres. Una historia
propia, Crítica, Barcelona, 1991.
CLARK, K., El desnudo, Alianza, Madrid, 1993.
CHADWICK, W., Mujer, arte y sociedad, Destino, Barcelona, 1999.
DE MAIO, R., Mujer y Renacimiento, Mondadori, Madrid, 1988.
DE VEGA, E., La mujer en la Historia, Anaya, Madrid, 1992.
DUBY, G., Y PERROT, M., Historia de las mujeres. 3. Del Renacimiento
a la Edad Moderna, Taurus, Madrid, 2000.
L. KING, M., “La mujer en el Renacimiento”, en Garin, E., El hombre del
Renacimiento, Alianza, Madrid, 1990.
MAYAYO, P., Historias de mujeres, historia del arte, Cátedra, Madrid,
2003.
VV. AA. ,El desnudo en el Museo del Prado, Galaxia Gutemberg/Círculo
de Lectores, Barcelona, 1998.

PÁGINAS WEB
"http://www.wga.hu/"
"http://www.artcyclopedia.com"
"http://www.pintura.aut.org"

Trabajo realizado por :

PEDRO MAÑAS NAVARRO


Y
JOSÉ RAYA TÉLLEZ

SEVILLA
ANDALUCÍA
ESPAÑA

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