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LOS JÓVENES FRENTE AL UMBRAL…

Prof. Gustavo H. Vega


Noviembre de2008, Escuela «Rudolf Steiner», Florida

No corras, ve despacio, que a donde tienes que ir es a ti mismo,


Ve despacio, no corras, que el niño de tu Yo, recién nacido,
eterno, no te puede seguir...
Juan Ramón Jiménez

Hablar de la juventud, de la adolescencia —que no es lo mismo—, de la niñez o


la adultez significa pretender abarcar grandes etapas; por eso, en este gran marco en el
que vamos a conversar, tendremos un hilo conductor, para ayudar a comprender el
proceso que se inicia a los 13 ó 14 años en el alma de los que transitan esa etapa.
Hay algo, en la etapa de la juventud, que tiene que ver con estas fuerzas que se
despiertan y un algo que, de alguna manera, se precipita tanto, que hace que hoy sea
muy difícil ser joven.
Voy a comenzar utilizando una imagen que, a la manera de mito, cuento de
hadas o leyenda, tiene la mayor cantidad de elementos para explicar qué se pone en
movimiento en esta etapa; y no voy a nombrar, al principio, de quién es esta historia
porque, cuando comienza, el joven protagonista no sabe cómo se llama y, como no lo
sabe, todo lo que va a ocurrir girará en torno a qué significa descubrirse. Elegí tres
escenas para encontrar los elementos que necesitamos para plantear el hilo conductor.
Esta historia tiene las claves para entender el proceso biográfico por el que todos
transcurrimos en la vida
La historia comienza en un bosque muy cerrado y muy tupido y, en cuyo
corazón, aislado del mundo, vive un niño con su madre. En determinado momento, este
niño, quien va creciendo y haciéndose diestro con el arco y la flecha, sale a cazar
ciervos: era lo que mejor hacía y lo que más le gustaba hacer. Pero ahora tenía un arco
nuevo; hasta ese momento practicaba con árboles y había matado solo para comer, se le
aparece un pájaro y siente la tentación de dispararle una flecha. Lo mata pero, cuando el
pájaro cae muerto delante de él, se despertó en su alma la sensación de culpa y se
preguntó: «¿Por qué hice sufrir a un animal?; ¿por qué, el sufrimiento?; y ¿por qué yo,
como responsable de él?».
Así, busca a la única persona que podía darle una respuesta: su madre, quien le
dice que se sentía así porque había matado a una criatura de Dios. ¿Dios? ¿Quién es
Dios? Jamás había escuchado hablar de él. La madre le dice: «Dios es como la luz del
sol, pero en la Tierra, porque Dios se hizo hombre para que los hombres encuentren el
camino en la Tierra». Así volvió a salir tranquilo al bosque, tras la respuesta de su
madre quien, como siempre hasta ahora, lo dejaba en paz.
Al internarse nuevamente en el bosque, se encuentra con cinco figuras a caballo,
con bellísimas armaduras. Y esas armaduras tan brillantes reflejaron como espejo la luz
del sol y el joven dijo: «¡Dios!», y cayó de rodillas ante ellos. Comenzó un dialogo
entre él y los caballeros, algunos se burlaban de él, hasta que uno de ellos le dijo que no
eran dioses: «somos caballeros». Y este joven expresó su deseo de ser caballero, ellos se

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rieron al ver su apariencia, y siguieron su camino, pero el muchachito volvió en un
estado de excitación tal, que la madre se dio cuenta de que algo había sucedido: ya no
era el bosque el mundo del muchacho, porque ya tenía en su corazón, no sólo una
pregunta, sino también una certeza: «Quiero ser caballero».
Cuando la madre le preguntó qué le pasaba, él le dijo: «Madre, vos me mentiste,
me dijiste que los seres mas bellos de la tierra eran los ángeles, y yo vi hoy cinco seres
que son más bellos que los ángeles y se llaman “caballeros”». Ella, inmediatamente, se
desmayó. Cuando volvió en sí, tuvo que contarle que su padre había sido el mejor
caballero; que sus dos hermanos mayores, que él no había conocido, también, y los tres
habían muerto por culpa de la traición y deslealtad de los hombres; y que ella había
tomado la decisión de aislarlo de cualquier caballero que anduviera por los caminos. Así
trató de convencerlo de que no fuera caballero; él ya había tomado la decisión en su
alma de serlo y le dijo que no podía ya quedarse con ella, no podía no ser caballero:
«¡Me tengo que ir!». La madre encontró dos recursos para obstaculizarle la partida: le
dio el caballo más viejo y enfermo, pensando en que no llegaría lejos, en que tarde o
temprano volvería; y le dio un traje que parecía de bufón con la intención de que se
rieran de él y se diera cuenta de que ser caballero era una locura. Él tomó los regalos
como lo mejor del mundo, sintió que recibía el mejor caballo del mundo; y el disfraz,
como si fuera el traje preparatorio para ser caballero. A sus espaldas quedaba la madre
quien, por tanto sufrimiento, murió sin que él lo supiera.
Me quiero detener en esta imagen, porque ya aparecen los primeros elementos
del camino que se transita en la juventud. En determinado momento de nuestra vida,
todos nosotros despertamos a preguntas en nuestra alma que nos llevan, como
preguntas, afuera de ese mundo materno-paterno que nos cobijó durante tantos años,
como envoltura, como un gran bosque en el medio del cual todos nosotros también
estuvimos. Y ese bosque maravilloso que nos permitió la exploración, el juego, la
aventura pero que, a la vez, nos ofreció seguridad, cobijo, calidez, ahora se rompió en
mil pedazos como imagen del bosque y eso que fue todo lo necesario: pasó a ser algo
que no alcanza, algo que retiene. Lo mismo que cobijaba, si perdura excesivamente en
el tiempo, ahoga, asfixia, impide el movimiento para que las certezas puedan lograrse.
Por eso, en la imagen de esta madre, no hay tanto una madre física sino, más bien, una
envoltura. La psicología clásica habla de «complejo materno», y lo diferencia de la
madre física que —a veces, con ciertas intenciones— busca lo mejor para su hijo; pero,
por otro lado, está siempre este gesto de «el mundo es una locura, no hay nada mejor
que tu casa». En esta etapa, esto hay que descubrirlo, pero no alcanza la mera
afirmación de los padres para esto: hay que descubrirlo desde la vivencia; no, desde el
discurso de los adultos que, además, ya salieron del bosque y se dieron cuenta e hicieron
el camino de regreso. Este muchacho todavía no salió del bosque y necesita salir; y la
madre actúa, por primera vez en la biografía, como un obstáculo, como un
impedimento. Es bien fuerte esta imagen, porque no es lo que los padres ni los adultos
deseamos.
Más adelante en la historia del muchacho, aparecerán otros roles, que tienen que
ver con los maestros. En este primer momento de la historia, aparece el mundo materno,
el mundo familiar, ese primer círculo, esa fuerza en la que estuvimos cómodos, eso
ahora dice: «No alcanza, me quiero ir de acá», surge la certeza de ser caballero. Con
esto traemos una primera imagen del joven: se comienza a transitar este proceso de la
juventud cuando se hacen conscientes las preguntas que necesitan respuestas, preguntas
que van a desafiar al mundo materno y paterno. Estas imágenes también aparecen en
Siddharta, de Herman Hesse o en la historia del Buda, en la que se le ocultaba un

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mundo donde había dolor, enfermedad, sufrimiento, muerte, envejecimiento. En esta
historia, el futuro rey estaba en el palacio, pero cuando salía de él, las órdenes reales
eran ocultar a todos los enfermos, los viejos y los muertos. No hay muchas maneras,
como intentó la madre de este joven, de que no se despierte, tarde o temprano, esa
primera certeza. Y esa primera certeza no lleva al centro de la imagen familiar, lleva
hacia fuera.
Esto es una primera clave para meditar juntos: ¿Qué significa que se despierten
las fuerzas de la individualidad, una individualidad que necesita transitar un proceso,
que necesita afirmarse como un Yo? Todavía está muy lejos de ocurrir esto; sin
embargo, la primera certeza es tan fuerte que ese joven nunca más se va a olvidar de que
lo que busca no lo tiene y que, si no lo encuentra, no puede ser feliz: eso es lo central. Si
uno se pone a observar qué pasa en la vida de las preguntas de los niños hacia la
juventud, cada vez son más existencialistas esas preguntas, cambian su cualidad. La
antesala de la gran pregunta, alrededor de los 17 ó 18 años, es esta pregunta del
sufrimiento y dolor: ¿por qué hay dolor, enfermedad y mal en el mundo? Son las
primeras preguntas en la etapa hacia la juventud: ¿por qué me duele sin motivo?, ¿por
qué siento, de golpe, que quiero llorar y no sé por qué?; ¿qué pasa en mi interior que se
ponen en movimiento todas las emociones que, hasta este momento, no se expresaban
desde este lugar?
Pasemos a otro elemento y sigamos la historia de este muchacho que sale del
bosque sobre este caballo viejo y rengo, camino a ninguna parte, como nuestros
jóvenes alrededor de los 13 ó 14 años, que tienen, en su expresión, la búsqueda de algo
que no saben dónde está (muchas búsquedas adultas también comienzan así). No bien
sale del bosque, se encuentra con una mujer, que lo ve venir y le pregunta cuál es su
nombre; él le dice: «No sé. Mi mamá me dice “queridito niño” o “hijo querido”. Así me
llamo». La mujer entendió, al verlo venir del bosque, de quién se trataba y le dijo que su
nombre verdadero era «Perceval»; le cuenta que es su prima y sobre su padre, le cuenta
las otras partes de su vida: una imagen muy interesante ya que, en esta etapa,
necesitamos que, lo que tenemos que descubrir de nosotros mismos, nos llegue por otro
lado; no, de nuestros padres, porque ellos ponen lo genuino de la imagen que de
nosotros tienen, pero es un punto de vista. Sólo la prima puede decirle las otras cosas de
él mismo, hasta su nombre.
Entre los pueblos originarios, el nombre que los padres ponen en el momento del
nacimiento es portador de fuerzas atávicas, de fuerzas de expectativas, de deseos: en el
«quiero que te llames así», está impuesto el «quiero que seas esto». En un momento
posterior, se recibe el nombre que era expresión de algo más individual y no, tan
familiar. Esto también sucede en el Antiguo Testamento: aparece un ángel que le
entrega al ser humano el otro nombre y, junto con ello, se le entrega una nueva misión:
es una situación bisagra en la vida porque, hasta ese momento, se venía viviendo con las
fuerzas del linaje, lo heredado, todo lo que mis padres y mi mundo pudieron
sostenerme, pero ahora me encuentro con mi nombre, el que tiene que expresar lo que
verdaderamente soy. Acá hay otra clave: en esta imagen del nombre, está el proceso de
la juventud en la esencia: ser joven significa encontrar eso que mejor expresa lo que
verdaderamente soy y, en esta etapa, se acompaña con la pregunta: «¿Quién soy?».
En la Historia de la humanidad, ni humanidad ni el hombre se preguntaban de
sí mismos quienes eran. La pregunta «¿Quién soy?» no es tan vieja: antes, había otra
vivencia de la individualidad. Para un griego, no importaba el sí mismo; importaba ser
un digno representante de una ciudad; importaba ser ateniense antes que individualidad.
Tales de Mileto: Tales no era nadie sin la envoltura de «Mileto»; por eso, lo peor que le

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podía pasar a un griego era el destierro (ejemplo de Sócrates: «No puedo escapar,
porque fuera de mi ciudad no soy nadie y prefiero morir siendo alguien que vivir siendo
nadie»). Hoy, en nuestra juventud, estamos muy lejos de esto; hoy son individualidades
a costa de todo, incluso de la familia, a costa de cualquier forma de identificación. Esto
es así por primera vez, no venía siendo así; ni siquiera cuando en los primeros libros de
Antroposofía se describía a la juventud, se tenía esta fuerza que hoy tiene y en los
últimos cincuenta años esto ha cobrado una dimensión que hace que llegar al umbral de
la pregunta «¿Quién soy?» sea una situación acuciante y profundamente dolorosa.
Los que acompañamos jóvenes en la escuela secundaria podemos observar
cómo se despiertan otras preguntas antes de la pregunta «¿Quién soy?»; alrededor de
los 18 aparecen : «¿para qué vengo?», «¿de dónde vengo?», «¿qué tengo que hacer?»;
una cierta percepción de la misión, que también tiene que ver con la historia de
Perceval, que no descubre quién es, sino que descubre la imagen de «en lo que quiere
convertirse», y eso lo saca del bosque.
Después de conocer a su prima, conoce a su maestro, quien le será muy
útil, porque le da un consejo: «No seas tan curioso —le dice—; mejor no preguntar
tanto: te puede mostrar como un ignorante, puede ser una falta de respeto». Y Perceval,
que toma todo lo que viene del mundo, toma esto como verdadero.
Se encuentra, luego, con su primer opositor, el Caballero Rojo: el rey Arturo
determinó que, si lo vencía, sería merecedor de quedarse con su armadura pues, hasta
ahora, ningún caballero pudo vencerlo. Y Perceval, sólo porque le pareció tan linda la
armadura, quiso intentarlo y, con esa inocencia de no saber a quién se enfrentaba, lo
venció y quiso ponerse la armadura que lo iba a mostrar por primera vez como un
caballero. Al no tener idea de cómo ponérsela, el paje del Caballero Rojo quiso
ayudarlo y le pidió que se sacara la ropa que llevaba, la que le había hecho su madre.
Perceval se negó rotundamente: no había ropa más bella que la de su madre, y se pone
la armadura arriba de la ropa vieja: una bella imagen de algo que todos hicimos. En esa
confrontación del joven con el mundo materno-paterno aparece el mismo gesto: «Yo no
quiero ser como vos, quiero equivocarme solo». Pareciera que tienen bien claro que
quieren otro camino, pero esas elecciones estas puestas sobre las cosas que nosotros,
como padres, les dimos. Y lo nuevo no es verdaderamente nuevo, si lo viejo no muere.
Esta es una segunda clave: en este anhelo de convertirse en Yo Mismo, todavía no
puedo prescindir de todo lo que me dieron; y todo lo que yo creo que soy yo, en
realidad, tiene debajo: las expectativas y el mundo de proyecciones y deseos que
nuestros padres tuvieron de nosotros. Aquellos que han iniciado un camino de
autodescubrimiento deben de haber comprobado cuántos años de vida nos lleva
sacarnos ese vestido viejo que representa todo lo atávico, lo heredado que tenemos, lo
viejo que fue dado con amor pero, también, es un impedimento para que lo nuevo se
exprese.
Perceval tenía que ser Perceval y no, otro Caballero Rojo; él también tomó una
decisión equivocada: ponerse la armadura, símbolo de su gran victoria. Él está orgulloso
de su conquista: en los jóvenes hay orgullo de cada cosa conquistada y hay una
sensación de que, en cada conquista, están ellos, pero todavía no están allí, todavía no
está el juicio individual que expresa su verdadero punto de vista: es una armadura que
toman del otro y, por ahora, lo ponen en el mundo. Pero hay que hacer un largo camino
para que eso sea expresión de un yo, de una individualidad. Perceval consigue casarse y
se convierte en rey, y se acuerda de su madre, quiere ir a buscarla, abandona a su
esposa y comienza el camino de regreso al bosque donde se encuentra con un rey
vestido de pescador (el Rey Pescador): está pálido, como si estuviera muerto y, en cada

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gesto, parece que sufre, que algo le duele, lo invita a su castillo y allí se da cuenta de
algo muy raro: nadie se ríe, no se escuchan ruidos, ni voces, no hay alegría por ningún
lado, todos hacen lo que tienen que hacer, pero todos están como obligados a hacer eso
y el mismo rey sentado en su trono es la imagen de un rey que sufre. Perceval ni
siquiera sabe dónde está y no entiende qué está pasando.
El Rey Pescador es el Rey del Grial y el castillo es el Castillo del Grial, el que
todos los caballeros buscaban (él está sentado en el lugar sin saberlo). El rey le ofrece
su espada de regalo. Perceval, que tenía la del Caballero Rojo, acepta. El rey le dice
que, mientras luche con esa espada, nadie lo derrotará, que sólo podrá ser quebrada en
una ocasión y que, de eso, sólo podrá hablarle el que la forjó. Cuando Perceval toma la
espada, comienza una ceremonia que lo deja perplejo: entra una mujer, la Dama del
Grial, con el Cáliz —el Santo Cáliz—, que es la imagen de la copa de la Última Cena de
Cristo con sus discípulos y todos los invitados-huéspedes tienen un plato de oro que,
automáticamente, se sirve de la comida que cada uno desea. Cuando el Grial pasa por su
lado, Perceval se sorprende cuando también en su plato aparece lo que él más deseaba
comer (esto también es una imagen de la juventud: ¿quién no quiere comerse sus
propios deseos?). Después de comer vorazmente, el rey le propone dormir.
A la mañana siguiente, cuando se levanta, está solo, está todo preparado para su
partida: el caballo, listo; la puerta, abierta... y él escucha una voz que le dice:
«¡Idiota! ¿Por qué no preguntaste lo que tenias que preguntar?». Perceval se había
quedado mudo de asombro y no había hecho la pregunta que él sí tenia para hacer; no
lo hizo porque su maestro le enseño que no estaba bien preguntar y ser demasiado
curioso. Ahora todo el castillo desapareció y, si hubiera hecho la pregunta correcta, él
hubiera tenido en su mano lo que todos los caballeros buscaban: el Grial. Pero no lo
puede tener, es interesante que no lo pueda tener a esa edad, tan joven.
La historia continúa, todos se enojan con Perceval, se vuelve a encontrar con su
prima que vuelve a enojarse por no haber aprovechado a hacer las preguntas correctas.
Perceval insiste en que él sólo quería encontrar a su madre, y el castillo estaba en el
medio del camino. Su prima le dice: «¿Estuviste en el castillo de la salvación y no
hiciste ni una sola pregunta? El Castillo del Grial sólo lo encuentran los que no lo
buscan y ahora que sabes que existe lo vas a empezar a buscar como todos y entonces
¡nunca lo vas a encontrar!». Y comienza lo que es el drama de la vida del adulto: ir en
búsqueda de lo que concientemente sabemos que no tenemos pero que, en algún punto,
sólo lo vamos a encontrar de una manera indirecta. Es una imagen presente en varios
mitos: que las cosas más valiosas en la vida las encontraremos sin buscarlas con tanta
intención, sino más bien sabiendo cómo transitar un correcto camino. Este joven ahora
tiene espada, se enteró de que su madre se murió por su culpa, porque murió de dolor,
no puede ni revivir a su madre ni traer el castillo de nuevo, está con una armadura que
ni siquiera lo hace verdadero caballero. Todo muy dramático; también en el mundo del
joven hay todos estos dramas.
Llamamos a este encuentro: «los jóvenes frente al umbral». El umbral siempre
es imagen de muchas cosas: de un transito, un cruce, un puente entre una cosa y otra
cosa, de una puerta que se cruza, pero ¿cuál es este umbral en el que está Perceval? ¿Por
qué es tan esencial mirar esta etapa a la luz de este umbral? Porque lo que se está
poniendo en juego en esta etapa es mucho mas espiritual de lo que nosotros nos
imaginamos. En esta edad se llega a estar delante del Grial con una certeza de lo que es
la vida, de lo que es el mundo y de lo que son ellos mismos que apenas se puede poner
en palabras. Por eso, la imagen de Perceval mudo delante del Grial. Pero esto también
cambió, los jóvenes de hoy lo pueden decir, lo pueden preguntar, y esto crea una gran

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dificultad, porque no están hablando del mundo visible y lo que están percibiendo,
porque tampoco es algo tangible.
Este umbral se transita entre los 17 y 18 años, y tiene algo que ver con el «nodo
lunar», que tiene un ritmo de 18 años y medio: cada este período de tiempo se cruza un
umbral. La primera vez que se llega, los planetas, el sol, el ascendente están
exactamente igual de alineados que el día en que nacimos; y vuelven a estar así
alrededor de los 37 años. Cada uno de estos umbrales son momentos críticos en la
biografía, en los que aparecen preguntas similares y un cotejar lo vivido con el yo
humano: ¿lo que «yo soy» tiene que ver con lo que estoy haciendo? Recuerdo la
definición del «Infierno» para un profesor de la Facultad: es ese momento en el
que, cara a cara con tu propia muerte, te encuentras con quien hubieras tenido que ser y
no fuiste. Esto traen los nodos lunares. Por supuesto, esto no es todo a último momento:
si aparece este dramatismo en el último umbral es porque no se hizo nada en los
umbrales anteriores.
En el primer umbral, esto se tiene muy despierto. Yo recuerdo estas preguntas a
mis 18 años: «¿Cómo me encuentro a mí mismo, si sólo tengo pedazos de mí? Yo,
¿quién soy? ¿Soy lo que mis amigos creen que soy? ¿Soy lo que los demás piensan que
soy? ¿Soy lo que yo pienso que los demás piensan que soy?». Eran preguntas
insoportables, porque ¿dónde estoy yo, si sólo tengo una devolución que, como espejo,
viene del mundo? Y esto que se despierta y también se duerme porque, ¿quién de
nosotros aguanta una pregunta tan sustancial como «Quién soy» todo el día rebotando
en la cabeza?
Si se examina estructuralmente la pregunta: ¿qué pregunta la pregunta «¿Quién
soy? ¿Qué respuesta calma esta pregunta? Hagan la prueba y traten de encontrar una
manera de redactar una respuesta. La pregunta «¿Quién?» no pide qué errores tenés, no
pide cómo sos, no pide qué tengo o qué no tengo; pide «Quién», y «Quién» va sólo a un
lugar del alma: la única respuesta posible es «Yo», pero «Yo» no dice nada y dice todo.
Quedamos atrapados en una paradoja existencial:para «¿Quién soy?», la respuesta más
genuina es «Yo». Pero todos contestamos «Yo» y, sin embargo, todos decimos algo
diferente, aunque usamos el mismo pronombre.
Para el niño pequeño, que incorpora todo su lenguaje por imitación, esta es la
única palabra que no imita. ¿Por qué? ¿Por qué no dice «yo» antes de «papá», «mamá»?
«Yo» es la palabra que más ha escuchado y, sin embargo, no es la primera que
pronuncia. Porque mi «yo» no puede ser imitación de otro «Yo». Mi respuesta a
«¿Quién soy?» no la puedo encontrar conversando con mis amigos o encontrando
grupos en los que me sienta cómodo; esos son escenarios donde empezar a encontrar
algo que haga de espejo, pero la pregunta «¿Quién soy?», ¿quién la contesta, si no es
«Yo mismo»? Y este es el umbral más fuerte de percibir, porque es el que le da sentido
a todo lo que ocurre en esta etapa.
Si me pongo como profesor, pedagogo, padre o médico con esta imagen
acompañando a un joven, sabiendo que lo que empieza a surgir allí es la certeza de un
yo, que ahora es vivencia, ¿por qué hasta ese momento (18 años) no lo era? Porque, si
lo hubiera sido, la pregunta «¿Quién soy?» aparecería a los 13 ó 14 años. Si se le
pidiera a un joven de esta edad que escribiera las preguntas que tiene, aparecerían
preguntas de Física, de Química, del mundo de la Ciencia pero no, del Yo, porque
todavía no está frente al umbral Cuando uno se para frente al umbral, como Perceval
frente al castillo, entonces se está delante de la cosa, y se quedan mudos porque esto no

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fue buscado: Perceval fue guiado como por la mano de su destino, él no tuvo que hacer
demasiado esfuerzo, ni siquiera sabe cómo derrotó al Caballero Rojo. En los jóvenes,
esta sensación es muy fuerte, y no aparece con la posibilidad clara de formularlo en
palabras: muchas veces, es un dramática lucha; otras veces, aparece con una sensación
de profundo dolor.
Hace unos días, una joven me decía: «Mis padres no se dan cuenta de que crecí.
Les dije que necesitaba hacer un viaje y me dijeron que tengo un hermano de 16 y otro,
de 12 que me necesitan. ¿«Ellos» necesitan? ¿Cuánto tiempo: tres, cuatro años?
Además, yo los miro y me da la sensación de que me van a necesitar siempre, ¿los tengo
que esperar a ellos?». Cuando está la fuerza de la certeza de salir del bosque, hay
muchos impedimentos que me retienen y tienen muchos ropajes: «Cuida al hermano
más chico», «No estás lo suficientemente preparado», «¿Te parece Europa, a tu edad?»,
«¿De qué vas a vivir siendo filósofo?», «¡Con esa carrera no se vive!»… Aparece el
caballo todo rengo, estropeado y el disfraz, y uno anda por la vida después, tratando de
comprender que «ser» no tiene nada que ver con esto, y que se puede ser en cualquier
ámbito, porque Ser es otra historia, no es qué carrera sigo, con quién estoy, cómo armo
mi vida: es mucho más que eso y, por supuesto, todas esas cuestiones son parte del
escenario que en la juventud se crea.
En el umbral, ellos están delante de una muy importante decisión. Es una tortura,
a veces, qué carreta seguir, y ahí aparece algo que en el escenario del acompañamiento
vocacional es casi clave. Imagínense a los 18 años, con la vivencia de que soy un Yo y
una cierta certeza de que soy «esto», y entonces tengo que elegir qué carrera seguir y
busco una que me permita expresar lo que yo soy. ¡Una trampa perfecta!, ninguna
carrera tiene que ver con esto. Una cosa es que yo sea Yo y otra cosa es el ámbito
profesional en el que voy a desplegar mi misión, pero en ese umbral se juntan las dos
cosas. Y cuando toman la Guía del Estudiante, en realidad, lo que quieren es que esas
dos cosas coincidan. Pero no pueden coincidir, porque el Mundo Espiritual y el Mundo
de la Tierra no se tocan. Por eso aparece una fuerte desesperación en la imagen de lo
vocacional y la mayor deserción de la vida universitaria aparece en los primeros años.
Si yo entro en la Universidad con la expectativa de ser yo mismo, entré en otra cosa:
este es el camino de la vida; el camino de la universidad es el camino del ámbito de la
posibilidad de desarrollarme profesionalmente. Sutil diferencia, y el tipo de encrucijada
que hay, si no distingo en el umbral que una cosa es encontrar cómo poner en palabras
mis certezas y otra cosa es decidir la carrera, son dos situaciones distintas. Por otro lado,
otra dificultad que aparece en el umbral es la gran lucha con la gran estructura del
mundo, que tiene sus códigos, sus reglas, sus leyes, sus maneras de vivirse, su vida
económica y los jóvenes, su individualidad. Ahora tenemos que unir individualidad con
mundo.
Steiner dijo sobre los jóvenes:
«No hemos de preguntarnos qué necesita saber y conocer el
hombre para mantener el orden social establecido, sino qué potencia hay
en el hombre y qué puede desarrollarse en él. Sólo así será posible
aportar al orden social nuevas fuerzas procedentes de las jóvenes
generaciones y, de esta manera, siempre vivirá en el orden social lo que
hagan de él los hombres integrales que se incorporan al este, en vez de
hacer de la nueva generación lo que el orden social establecido quiere
hacer de ella». (MARU: ES CONVENIENTE CITAR LA FUENTE,
DE QUÉ CONFERENCIA O TEXTO SE EXTRAJO LA CITA.
SEGURO QUE GUSTAVO LO TIENE A MANO. PREGUNTAME

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POR CÓMO CITAR LAS FUENTES)
Hay una trama social que es un «juego de encastres» y, cuando mi forma no
encaja en ningún lado, ¿qué hago? ¿Me quedo afuera? Los jóvenes sienten la fuerza de
que no pueden negociar con el mundo: el mundo tiene que ser transformado, porque las
fuerzas que los jóvenes tienen es de transformación y no, para ser cómplices del mundo.
Aparece otra situación dramática: individualidad-sociedad. Ejemplo: en los pueblos
originarios hay jóvenes que tienen un don, una capacidad de tejer con los sueños las
imágenes del destino del pueblo; se los llama «el soñador», «la soñadora». Si yo tengo
un joven que con esta capacidad y quiere estudiar en la Universidad, ¿qué estudia?, ¿qué
está armando para esto? ¿Psicología? ¿Para qué ver qué decía Freud de los sueños? Por
ahí es un pedazo y hay que sobrevivir a esto… ¿Está armada la vida universitaria como
expresión de las fuerzas de la individualidad? O ¿legitima lo que el orden social
necesita? Y ¿qué hacemos con los jóvenes, que son portadores de otras fuerzas; vagan
errantes por el mundo?
Cuando yo tenía que elegir una carrera, sabía que podía empezar por cinco,
porque adonde yo tenía que llegar no era a ninguna de ellas, pero las cinco me servían
de umbrales: Psicología, Filosofía, Antropología… y, en realidad, en el primer
escenario de exploración, lo que hice fue ir cambiando de carrera hasta que me di cuenta
de que tenía que terminar una, no importaba cuál, porque adonde yo tenía que llegar era
a otro lado. ¿Qué hacemos con esos jóvenes que saben que tienen que llegar a otro lado
que no está creado? ¿Cómo se sobrevive cinco años de vivencia de un trámite
larguísimo e insoportable, para poner algo nuevo que no es exactamente la Arquitectura
o la Medicina que me enseñaron? Por supuesto que estas son herramientas, pero lo que
se tiene en la juventud es percepción de lo espiritual y, a esta percepción, la gran
estructura social la aplasta porque, en realidad, en la estructura social no vive el
organismo espiritual: viven otras fuerzas, que tienen más que ver con lo que el
sistema hace que «correcto» como sistema. Entonces, todas esas ideas de cambiar el
mundo, ¿cuánto tiempo aguantan vivas en el alma de un joven, sin que sienta ganas de
destruir al mundo en lugar de cambiarlo?
Hay estudios que muestran que, en los primeros jóvenes que, en un rapto de
violencia, mataron en escuelas de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania había en sus
biografías elementos de una profunda sensibilidad espiritual. Claro, si la certeza es tan
certeza, pero yo no puedo moverme un ápice en el mundo en el que estoy, las fuerzas de
transformación se vuelven fuerzas de destrucción; y el impulso de destrucción se
manifiesta básicamente en «rompo el mundo o me rompo a mí mismo», «tengo
violencias de los más variados colores» y «tengo formas de autoviolencias: intentos de
suicidio, pertenencias a tribus urbanas, drogas, autoflagelamiento, bulimia, anorexia,
cortes»… Son todas imágenes de cómo se puede buscar el mundo verdadero de la
manera equivocada.
De los jóvenes se pueden decir muchas cosas, pero hoy elegí hablar de este
proceso desde el telón de fondo que, como tal, tiñe todo el proceso, que tiene que ir,
cuando es sanamente conducido, en dirección de las certezas existenciales. Esa es la
búsqueda: encontrar el camino, encontrarme a mí mismo. «Conócete a ti mismo y
conocerás el universo»: esa es la vivencia. Ahora, cuando lo que encuentro alrededor no
me ofrece —ya no la envoltura del niño pequeño, porque ya no la necesito— sino un
escenario donde tengo permiso para explorar, donde tengo permiso para confrontar cada
vez más con mi tipo de juicio, porque no necesito en esta etapa alguien que me diga
dónde tengo que llegar, a qué conclusión tengo que arribar, necesito hacer ejercicio de
puntos de vista, no necesito saber qué es lo correcto con la experiencia probada de un

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padre. Esto tiene que transitarse de esa manera y no hay manera de conquistar el juicio
individual sin antes no haber hecho el proceso de deslindar el mundo anímico en el
juicio. Pero este es un proceso muy difícil, porque sostener un joven con juicio
individual sentado a la mesa enfrente de mí o en el aula no es cómodo: si buscamos lo
cómodo, este es el bosque, porque ahoga las preguntas y la individualidad.
Pero si yo quiero desarrollo anímico-espiritual, tengo que aguantar que diga
«¡Esto no es coherente!», porque lo que se pone en juego es la expresión de la
veracidad; porque, si la veracidad no se expresa en el período comprendido entre los 13
y los 17, aproximadamente, en vez de llegar a un joven idealista, crítico (no idealista
ingenuo, que arma un castillo en el aire, se mete allí y cree que el mundo es su castillo),
el ideal critico está parado con los pies en la tierra y con la mirada en las estrellas, sabe
que las estrellas no las puede tener, porque son estrellas, y sabe que el piso que está
pisando es concreto. Si yo no llegué a ese lugar con ese sano idealismo, el otro lugar al
que se llega es el escepticismo, el relativismo, el hedonismo. Perceval comió todo, se
rindió a los placeres; en vez de hacer la pregunta correcta, comió y durmió: el mundo de
la satisfacción. Si ustedes miran el panorama que presenta como dilema la juventud,
tiene que ver con esto: esa sensación de que no hay ideales, no hay verdades, todo es
relativo («¡Eso es para vos!, para mí es otra cosa»): ¡todo es para cada uno!
Esa es una etapa necesaria. El Existencialismo necesitó expresarse en el mundo
con la crudeza de los existencialistas, como Sartre, que decía: «El hombre es tan libre
que puede hacer lo que quiera, porque en eso está su destino». Al final de su vida dijo:
«¡Ay, pero qué terrible que esto sea así! Sería buenísimo que fuera de otra manera,
porque es insoportable». Y es verdad que es insoportable. Si no sostiene el proceso el
mundo espiritual, todo queda en el vacío de la nada. Y esto es lo que tenemos:
del escepticismo al nihilismo hay un paso, es la vivencia de la nada en el alma.

Espacios de preguntas
¿Cómo contener, acompañar, enmarcar sin coartar, sino respetando el
proceso, pero poniendo un límite correcto?
El tema de los límites es muy amplio y es interesante ver cómo los límites van
sufriendo transformaciones. En esta etapa, aparece el sano ejercicio del sentido del
límite. Al principio, es suficiente lo que el adulto dice que debe hacerse; en algún
momento, esto ya no es suficiente y tiene que ser acompañado con una explicación. En
la adolescencia, calma que el límite esté acompañado por el sentido de algo verdadero
que estoy cuidando y tengo que aprender a flexibilizar el límite, porque importa la
coherencia y el valor que hay detrás del límite y no, el límite en sí mismo.
Todo límite es portador de un valor, y se pueden negociar las formas; pero no,
los sentidos: esto supone un ejercicio para la autolimitación que aparece en la adultez, y
aquel es el momento de explorar, de ejercitar. Nadie pasa a tener una vivencia de la
libertad desde la inmensidad del «Hago lo que quiero», pero esto se construye desde
chiquitos, desde que serví la comida, los vestí, los acosté: decisiones que hicieron un
marco ejercitador de límites. Tenemos que ver, cuando estamos en esa edad, desde que
lugar venimos haciendo, para ver ahora qué tenemos porque, a veces, no se creó el
límite que también contiene.
La palabra «contento» tiene que ver con esa sensación que en el alma se tiene
cuando uno sabe qué puede y qué no puede: contento nace cuando percibo los bordes de
mis posibilidades, contenta está el agua en el vaso. Alegre es un estado emocional,

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contento es un estado espiritual. Tiene que ver con empezar a saber algo de lo que soy y
cuáles son mis límites, qué puedo y qué no puedo. En esa percepción de «Cuando todo
es posible», no puede haber contento: entramos a luchar con cosas que nosotros mismos
creamos.

¿Cómo se aborda cuando, en un joven, hay una disociación entre el desarrollo


espiritual y la madurez psicológica?
Desde lo pedagógico, se trata de unir, de bien asociar lo que quedó disociado.
Esto requiere ayuda desde muchos ángulos: los maestros, los médicos, los euritmistas,
los curativos pedagogos. Aparecen fuerzas que se precipitan en lo físico y esto se
evidencia en la precocidad de algunos procesos como, por ejemplo, el que cada vez más
temprano los niños dicen «yo». Pero la madurez anímico-espiritual, a veces, no
acompaña, se ven jóvenes que tienen una gran conciencia de los mundos espirituales y
también adicciones, intentos de suicidio: se requieren miradas terapéuticas muy certeras.
Acompañar el nacimiento de las certezas no es fácil. Lo más práctico, curativo e
importante es modificar la imagen que del joven tenemos, poder comprender que nacen
sus fuerzas anímicas y, así como no le pedimos a un niño de un año que camine bien,
no le podemos pedir a un joven que se calme, que no tenga cambios de humor, que sea
coherente, etc. Hay que acompañarlos con amor y paciencia en sus emociones y
cuidarlos tanto como los cuidamos en sus primeros pasos físicos. Claro que todo esto no
es fácil, porque nos reflejan nuestra propia adolescencia y, en tanto movimiento
anímico, tendríamos que tener ecuanimidad para que, cuando nos tocan esos lugares que
nos hacen saltar, les agradezcamos, en lugar de enojarnos.

¿Cómo hago para no darle el caballo viejo y el disfraz?


Esto no es lo esperable ni tampoco posible, aunque nos lo propongamos. Las
fuerzas de la herencia tienen que actuar como obstáculos para el desarrollo de la
individualidad porque, en realidad, sólo se la desarrolla si esas fuerzas actúan. El bosque
no puede abrirse de golpe para que el joven salga corriendo, no sería sano: él tiene que
confrontar, tiene que tener algo así como esa pared que le devuelve todo el tiempo la
pelotita, para que se dé cuenta de que ahí hay un escenario de algo que tiene que ocurrir.
Acompañar es hacernos la pregunta de cuánto estamos dispuestos a arriesgar. Si
llevamos catorce años sembrando, ¿por qué queremos seguir sembrando y no confiamos
en la cosecha? Si el vinculo es de confianza, ellos recurren a vos, si te necesitan. Si, en
cambio, hay sobreprotección, sos el último en enterarte. Ellos buscan ayuda en la
personas que tienen la capacidad de animarse a que ellos hagan estas experiencias, y no
son los padres, son otros personajes quienes los van acompañando a ser individualidad.
En la imagen de la muerte de la madre, que en muchos cuentos aparece, está la imagen
de que, para ser individualidad, se debe cortar con los vínculos del pasado de un modo
simbólico. Es necesario encontrarse con un mundo donde puedan hacer experiencia y
encontrar recursos que desconocen que tienen. Faltan los escenarios antiguos de
iniciación, donde sucedan experiencias de vida, nuevas, donde nos encontremos a hacer
algo en torno a un tema, o ayudarlos a construir en barrios humildes o contarles cuentos
a los niños, etc. El mundo materialista y del sistema ha creado lugares antagónicos a
estos procesos, porque no le conviene.
Yo recuerdo acompañar cuarenta días a un grupo de setenta jóvenes en un

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campamento en el sur, en una comunidad mapuche, con una tarea de compromiso
social y comunitario. Estábamos rasqueteando un techo con un joven que era muy
revolucionario y que siempre estaba poniendo el contrapunto en las opiniones del resto,
rebelde, y me dijo: «¿Sabés?, yo tengo que agradecer estar acá rasqueteando porque, si
no estoy poniendo esta energía aquí, estaría agarrando un fusil y yendo a matar a
todos». Él lo pudo poner en palabras, otros no pueden. Ejemplo de la juventud de los
años sesenta o setenta: si no puedo transformar desde los lugares sanos, destruyo o me
salgo de lo social, del sistema, me aíslo y me evado a través de las drogas.
Consecuencia: el sistema siguió siendo el sistema, nadie lo transformó.
La pertenencia a un grupo te masifica. Hoy no es tan fácil masificar a los
jóvenes, nadie muere por un ideal. Tal vez mueran por su ideal pero no, por el de los
demás porque, en realidad, el ideal como representación de las fuerzas nacionales,
familiares o del clan no tiene fuerza, porque creció la fuerza del Yo, de la
individualidad.
Es necesario que se desarrolle la individualidad para, después, trascenderla. El
egoísmo no se modela con el discurso o con las reflexiones porque, en realidad, es
necesario que la persona entre en sí misma, como expresión de eso diga «yo pienso de
esta manera y yo estoy en el mundo como expresión de este punto de vista». Después,
en futuras etapas biográficas, uno va entendiendo el orden del mundo. Pero, para eso,
hay que pasar de una cualidad de mucha sensibilidad en que el mundo es simpatía y
antipatía, a una cualidad en que trasciendo esa simpatía–antipatía, pero esto empieza a
ocurrir después de los 28 años. Entre los 14 y los 28 años, tenemos dos grandes
septenios fuertemente teñidos por los juicios anímicos y por la necesidad de vivencia
del mundo y, entonces, la imagen que del mundo me formo es una imagen construida
desde la vivencia, imagen subjetiva y, desde ese lugar, la defienden con vehemencia.
Es importante jugar todo el tiempo sobre los puntos de vista y sobre las certezas,
que actúan en el alma como una verdad absoluta, que no se discute. Las discusiones
entre los jóvenes deberían terminarse cuando se dice «creo que», porque el campo de las
creencias no es discutible, pero sí sobre lo que se piensa.

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