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Cuando los archivos secretos del Partido Comunista de la URSS y del estado
soviético comenzaron a hacerse accesibles en 1989 (proceso que se aceleró
después del colapso y que se detuvo con la ascensión de Putin) los historiadores
descubrieron una verdadera cueva de Alí Ba Bá. Se presentó una oportunidad
única para arrojar luz sobre todos los aspectos de la experiencia soviética, sobre
sus líderes y sus víctimas, explicaciones sobre sucesos que aun forman parte de
nuestra memoria viva. Con los archivos y manuscritos de Stalin la NKVD (luego
MVD) realizó un trabajo prolijo de destrucción y dispersión. De esta labor no se
salvó su enorme biblioteca personal. Hasta 1918 Stalin no tuvo domicilio fijo,
luego vivó en el Kremlin en un piso muy estrecho y luego a la llegada de su hijo
Yakov se mudó a otro más espacioso. Es en este apartamento donde puede
vérsele leyendo (debajo de un enorme retrato de Marx) y fue allí donde empezó
a reunir una gran cantidad de libros y su propia hemeroteca. La mayoría de sus
visitantes se quedaban sorprendidos de la amplitud y tamaño de su biblioteca.
Su piso era, según una bibliotecaria del Instituto Marx-Engels-Lenin llamada
Zolotujina “una suite de habitaciones abovedadas con una escalera de caracol
que conducía al estudio de Stalin…la biblioteca se amuebló con gran cantidad de
estantes pasados de moda que se llenaban con libros de todo tipo. Todos los
escritores consideraban muy importante enviar sus libros al dirigente y
normalmente incluían una dedicatoria personal”.
A partir de 1932 hasta su muerte en 1953 vivió y trabajó mucho tiempo en su
residencia campestre en la afueras de Moscú, en la dacha blizhnaya (cercana, en
ruso) de Kuntsevo. Especialmente diseñada para Stalin, la dacha tenía alrededor
de veinte habitaciones, un invernadero y un solárium, además incorporaba un
importante alojamiento auxiliar para la guardia pretoriana de la NKVD (300
soldados) y el servicio doméstico. Tenía un despacho, pero si hacía falta
trabajaba en otras habitaciones. Su hija, Svetlana, recuerda que “mi padre
habitaba en una sola habitación que le servía para todo. Dormía sobre un diván.
Una gran mesa de comedor estaba atestada de papeles, periódicos y libros. En el
extremo de esa misma mesa se le servía la comida, cuando comía solo. Una gran
alfombra mullida y una chimenea eran los únicos objetos de lujo y de confort de
que disfrutaba mi padre…”. La dacha tiene toda una historia simbólica en la
historia rusa. Sus orígenes son aristocráticos: “dacha” en ruso significa “algo que
ha sido otorgado” y al costumbre se inició en el siglo XVIII cuando Pedro El
Grande otorgaba lotes de tierra a sus nobles más fieles en el camino a San
Petersburg (donde se había construido su residencia de verano en Peterhof) con
la obligación de construir hermosos chales de campo que debían poseer jardín y
construcción de material durable. Pero este fenómeno burgués del período
tardío del imperio zarista se impuso como moda en la pequeña burguesía rusa
de las ciudades, lifestyle que se mantuvo entre los cuadros bolcheviques sin
interrupciones. La Nomenklatura adoraba las dachas. En la época soviética,
dada la vida peligrosa, miserable y sucia en las ciudades, se hizo atractivo para
los apparatchikis del partido irse a los extrarradios en dachas expropiadas.
Lentamente se transformaron en una gratificación para los burócratas más
fieles y las élites culturales (el film “Utomlyonnye solntsem” de 1994, dirigido
por Nikita Mikhalkov nos presenta la vida de un cuadro militar en una típica
dacha en la década de los años ’30). Stalin desplazó allí una gran parte de su
biblioteca personal, la que ubicó en un edificio aparte. Únicamente trabajaba en
su oficina del Kremlin por las tardes; tras estudiar los documentos oficiales,
ocupaba las horas restantes recibiendo a la gente que había citado, celebrando
reuniones y discutiendo asuntos del partido. En la dacha Stalin se sentía más
íntimo, mantenía conversaciones confidenciales, leía el correo y, lo que nos
interesa, leía profusamente, escribía y redactaba cartas. Había copiado el
método epistolar de Lenin: escribir un gran número de cartas y notas a mano en
las que se dan órdenes y directrices, sin copia y entregadas al destinatario a
través de un mensajero especial asignado por la policía política, la CheKa. No
sólo: era además poeta, autor y editor de libros, censor riguroso y crítico de
obras de teatro, películas, música y arte en general. Tan insomne como el
sonámbulo Hitler, Stalin solía tener varios libros en su mesita de noche y los leía
u hojeaba hasta altas horas de la madrugada. Con un lápiz negro en mano
realizaba subrayados, abundantes anotaciones y addenda en los márgenes.
Escribía muchas reseñas de libros, revistas y de artículos periodísticos, todos
sus textos eran gramaticalmente correctos y limpios. Stalin era sin dudas en
secreto un hombre culto. Le irritaba profundamente encontrarse con errores
tipográficos, ortográficos y gramaticales, que corregía minuciosamente con un
lápiz rojo. En cuanto a su propia producción intelectual no utilizaba ni
secretario ni copista, como le confesó al director del “Pravda” Shepilov “yo no
utilizo taquígrafo nunca. No puedo trabajar con alguien merodeando por ahí”.
Stalin escribía a mano, con claridad y siempre cuando estaba solo. Poseía cierto
talento creativo, en el sentido de que creaba sus artículos de la nada,
trabajándolo en un ritmo bastante lento y con frecuencia realizaba ajustes y
correcciones en el producto final. Era fiel a una frase que gustaba de repetir: “El
papel acepta todo lo que se escribe en él”. Sus manuscritos originales los
guardaba en su famosa caja fuerte personal, de la que nadie tenía copia de su
llave. Pocos de estos manuscritos se han encontrado: han desaparecido con todo
lo demás. Stalin era muy ordenado, minucioso y obsesivo cuando preparaba las
reuniones a las que asistía, allí también empleaba su oficio de lector y escritor:
preparaba metódicamente en cuadernos de notas comentarios para las
reuniones del Buró del Comité Central, con bosquejos de los asuntos a tratar,
citas de libros y diarios, e incluso pequeñas biografías de sus eventuales
oponentes. Según testigos, Stalin tenía una capacidad de lectura impresionante:
leía u ojeaba un promedio de doscientos documentos diarios. Hasta la fecha no
se sabe nada del destino de sus manuscritos y las anotaciones excepto que a su
muerte quedaron en la dacha. Beria, entonces jefe de la NKVD, empaquetó
todas las pertenencias, incluidos libros, muebles y la loza, en camiones hacia un
depósito secreto de la policía política. Aunque se conservó un parte de la
biblioteca personal, todos los manuscritos, cartas y otros documentos
desaparecieron. En octubre de 1953 se nombró una comisión especial en el
Instituto Marx-Engels-Lenin-Stalin (se añadió el nombre de Stalin justo
después de su funeral) con el objeto de establecer sus obras completas y
transformar la dacha en un museo. Por supuesto la parcial desestalinización
detuvo en seco todos estos proyectos. Debido a la ideología del régimen Stalin
puso un enorme interés en cómo se reflejaba su labor en la historia de la Unión
Soviética y en especial en los años previos a la revolución (historia del partido
bolchevique y la lucha faccional) y en su relación con Lenin. Permitió a los
historiadores utilizar material de su archivo y biblioteca, aunque únicamente a
través de un permiso especial; incluso los ayudaba enviándole una gran
cantidad de documentos, material supersensible que se guardaba en ficheros
especiales lacrados, la mayoría originales (como el pacto Molotov-Ribbentrop
de 1939).