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Josef Stalin en la biblioteca

Por Nicolás González Varela


(fliegecojonera@gmail.com)

¿Es necesario vigilar las lecturas de los


dictadores? Habitualmente se les exige no
confesarlas. Esto es en cierto sentido
perjudicial, pues el conocimiento primero de
que leen y en segundo lugar qué es lo que leen
facilitaría a menudo explicarnos lo que dicen
y hacen. A veces un capricho sorprendente,
un guiño en un discurso, un dejo retórico
conocido, un acento ideológico nos hace
sospechar que, sin prevenir, está retomando
la palabra de otro. Al ser transpuesta,
transmutada, la lectura se convierte en un eco
quebrado, en un enigma indescifrable. El
enigma de la fórmulas sólo puede despejarse
si conocemos la materia de la piedra filosofal.
Tenemos varios prejuicios a la hora de
imaginarnos a los dictadores en pantuflas
tomando un libro de la biblioteca y gozando
de lectura profunda. El primero es que como mecanismo de reducción de la
disonancia que se produce en nuestras mentes, es mejor engañarnos y sostener
que los dictadores más déspotas, totalitarios y sangrientos son incultos o
ágrafos. Nos da la tranquilidad bienpensante que las dictaduras son abortos
antinaturales de la sociedad, desviaciones históricas o dérapages aberrantes. En
segundo lugar para nuestra ideología humanista occidental es impensable que
un dictador (o cualquier asesino político de masas) sea una persona culta y
erudita: como en el caso de los nazis tendemos a creer que la alta cultura es un
antídoto absoluto contra la barbarie. Los monstruos no leen. En realidad una
hipoteca no reconocida del iluminismo tardío. La barbarie repudia la cultura y
viceversa. Pero nada es más falso. No podemos creer que Hitler era un gran
lector, que devoraba de niño las novelas de aventuras de Karl May “a la luz de
una vela”, que a los quince años escribía obras de teatro, que era considerado
por sus vecinos una rata de biblioteca o que su único equipaje al llegar a Viena
eran cuatro cajas llenas de libros. Un amigo íntimo de Hitler de aquella época
romántica, August Kubizek, no podía imaginar a su amigo sin libros: “Los libros
eran su mundo”. Hitler había sido socio de tres bibliotecas en su Linz natal
(pagando una suscripción bastante alta para la época) y era usuario habitual en
la impresionante Hofbibliothek de Viena. En su habitación de Stumpergasse 29,
segundo piso, puerta 17 los libros se acumulaban por el piso en filas verticales.
Era un asiduo lector de Schopenhauer y, `por supuesto, Nietzsche. La hermana
de Hitler, Paula, recordaba que siempre le recomendaba libros y que incluso le
había enviado un ejemplar del Quijote de la Mancha. En “Mein Kampf”
confesaba “he procurado leer de la forma correcta desde mi primera juventud y
me he visto felizmente apoyado en esta conducta por mi memoria e
inteligencia”. Mussolini, debajo de su disfraz de tosco italiano arquetípico, latía
un lector voraz y un intelectual erudito. “Il Duce” había sido líder juvenil
socialista (admirado por Gramsci), ex director del principal diario del Partido
Socialista Italiano “Avanti!”, gran lector de Marx (“el más grande de los teóricos
socialistas”), de Lasalle y Labriola, de los socialistas franceses neojacobinos
como Jaurés y Guesde, la nueva sociología de Michels y Pareto, Schopenhauer,
Nietzsche, Bergson, anarquistas como Faure y Sorel, además del nuevo
marxismo crítico de Rosa Luxemburg. ¿Y Stalin?

Distorsionando un famoso aforismo filosófico se podría afirmar que “Soy lo que


leo”. Si de alguna manera el estilo es el hombre, también lo es por sus lecturas.
Para conocer a un personaje bastaría hipotéticamente con espiar de reojo los
libros que le rodean, pero ¿valdría este método para los dictadores? ¿Habría que
vigilar las lecturas, no sólo de los filósofos, sino de los hombres con poder
absoluto? ¿Tendría alguna utilidad político-arqueológica? En la Unión Soviética
existió un tiempo donde el nombre de Stalin se había situado no sólo junto al de
Lenin, sino al de Engels y Marx. Stalin era una de las fuentes seminales y
autorizadas del ya maduro pensamiento comunista. Además era un intérprete
autorizado del sentido histórico y universal de la doctrina bolchevique. Se
editaron sus obras completas en dieciséis volúmenes bajo el prestigio y la
cobertura filológica del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú. Se imprimieron
trece hasta el día de su muerte. Se tradujeron en casi todos los idiomas
importantes. Sin embargo ha sido habitual entre los enemigos faccionales y
detractores de Stalin (una contrahagiografía inaugurada por Trotski: “no es un
filósofo, ni un escritor, ni un orador”) hablar con desprecio de su talento como
teórico, subestimar su talento literario. Como un mecanismo psicológico de
reducción de disonancia es más fácil creer que un hombre gris, un profesional
de la política, provinciano llano (“ignorante semianalfabeto”, le llama
Souvarine), semiculto asiático, un mero vulgarizador de Lenin, una “mancha
gris” fue el que torció la maravillosa alborada del socialismo nacida en octubre
de 1917. Pero no sólo la literatura política subestima la dimensión intelectual de
Stalin, sino incluso historiadores modernos (como Laqueur que afirma que
como pensador fue mediocre y sus ideas carecieron de carisma, un “líder
inverosímil”). Coincidimos con historiador moderno Robert Service: “Era un
asesino de Estado mucho antes de instigar el Gran Terror. El hecho de que no se
prestara atención a sus inclinaciones parece inexplicable a menos que se tenga
en cuenta la complejidad del hombre y del político oculto detrás de «la borrosa
figura gris» que ofrecía a una multitud de observadores. Stalin fue un asesino.
Fue también un intelectual, un administrador, un estadista y un líder político;
fue escritor, editor y estadista. En privado fue, a su modo, un marido y padre tan
atento como malhumorado. Pero estaba enfermo de cuerpo y de mente. Tenía
muchas cualidades y utilizó su inteligencia para desempeñar el papel que pensó
que se ajustaba a sus intereses en un momento dado. Desconcertaba,
aterrorizaba, enfurecía, atraía y cautivaba a sus contemporáneos. La mayoría de
los hombres y mujeres de su época subestimaron a Stalin. Es tarea del
historiador examinar sus complejidades y sugerir el modo de entender mejor su
vida y su época”.
En relación con Stalin, “el hombre que se expresaba con gruñidos” (Trotsky) nos
resulta dificultoso ahondar en su faceta como lector, estudioso e intelectual, no
existe un archivo comparable al de Lenin o Mussolini, ni tampoco será posible
reconstruirlo en el futuro, ya que una parte importante de sus papeles fueron
destruidos deliberadamente por sus herederos, incluidos sus objetos personales.
Como Stalin se legitimaba políticamente considerándose a sí mismo como fiel
continuador del leninismo, todos aquellos documentos o actividades autónomas
del propio Stalin fueron ocultados, silenciados o eliminados físicamente. La idea
de que era un cero a la izquierda, la ideología doméstica de ser una mancha gris
era vital para que su régimen fuera considerado a los ojos de las masas un
apéndice natural de las enseñanzas eternas de Lenin. Que consideremos a Stalin
un vulgarizador, un campesino georgiano semiculto es otra de las grandes
victorias de Stalin sobre la posteridad. Ocultar que Stalin era un erudito, con
ideas independientes y originales de Lenin, fue una razón de estado. Stalin sabía
jugar ese juego, cuando el mediocre biógrafo Emil Ludwig le preguntó si se
consideraba un heredero del zar Pedro El Grande, Stalin simplemente le
contestó: “soy simplemente un discípulo de Lenin”.

Cuando los archivos secretos del Partido Comunista de la URSS y del estado
soviético comenzaron a hacerse accesibles en 1989 (proceso que se aceleró
después del colapso y que se detuvo con la ascensión de Putin) los historiadores
descubrieron una verdadera cueva de Alí Ba Bá. Se presentó una oportunidad
única para arrojar luz sobre todos los aspectos de la experiencia soviética, sobre
sus líderes y sus víctimas, explicaciones sobre sucesos que aun forman parte de
nuestra memoria viva. Con los archivos y manuscritos de Stalin la NKVD (luego
MVD) realizó un trabajo prolijo de destrucción y dispersión. De esta labor no se
salvó su enorme biblioteca personal. Hasta 1918 Stalin no tuvo domicilio fijo,
luego vivó en el Kremlin en un piso muy estrecho y luego a la llegada de su hijo
Yakov se mudó a otro más espacioso. Es en este apartamento donde puede
vérsele leyendo (debajo de un enorme retrato de Marx) y fue allí donde empezó
a reunir una gran cantidad de libros y su propia hemeroteca. La mayoría de sus
visitantes se quedaban sorprendidos de la amplitud y tamaño de su biblioteca.
Su piso era, según una bibliotecaria del Instituto Marx-Engels-Lenin llamada
Zolotujina “una suite de habitaciones abovedadas con una escalera de caracol
que conducía al estudio de Stalin…la biblioteca se amuebló con gran cantidad de
estantes pasados de moda que se llenaban con libros de todo tipo. Todos los
escritores consideraban muy importante enviar sus libros al dirigente y
normalmente incluían una dedicatoria personal”.
A partir de 1932 hasta su muerte en 1953 vivió y trabajó mucho tiempo en su
residencia campestre en la afueras de Moscú, en la dacha blizhnaya (cercana, en
ruso) de Kuntsevo. Especialmente diseñada para Stalin, la dacha tenía alrededor
de veinte habitaciones, un invernadero y un solárium, además incorporaba un
importante alojamiento auxiliar para la guardia pretoriana de la NKVD (300
soldados) y el servicio doméstico. Tenía un despacho, pero si hacía falta
trabajaba en otras habitaciones. Su hija, Svetlana, recuerda que “mi padre
habitaba en una sola habitación que le servía para todo. Dormía sobre un diván.
Una gran mesa de comedor estaba atestada de papeles, periódicos y libros. En el
extremo de esa misma mesa se le servía la comida, cuando comía solo. Una gran
alfombra mullida y una chimenea eran los únicos objetos de lujo y de confort de
que disfrutaba mi padre…”. La dacha tiene toda una historia simbólica en la
historia rusa. Sus orígenes son aristocráticos: “dacha” en ruso significa “algo que
ha sido otorgado” y al costumbre se inició en el siglo XVIII cuando Pedro El
Grande otorgaba lotes de tierra a sus nobles más fieles en el camino a San
Petersburg (donde se había construido su residencia de verano en Peterhof) con
la obligación de construir hermosos chales de campo que debían poseer jardín y
construcción de material durable. Pero este fenómeno burgués del período
tardío del imperio zarista se impuso como moda en la pequeña burguesía rusa
de las ciudades, lifestyle que se mantuvo entre los cuadros bolcheviques sin
interrupciones. La Nomenklatura adoraba las dachas. En la época soviética,
dada la vida peligrosa, miserable y sucia en las ciudades, se hizo atractivo para
los apparatchikis del partido irse a los extrarradios en dachas expropiadas.
Lentamente se transformaron en una gratificación para los burócratas más
fieles y las élites culturales (el film “Utomlyonnye solntsem” de 1994, dirigido
por Nikita Mikhalkov nos presenta la vida de un cuadro militar en una típica
dacha en la década de los años ’30). Stalin desplazó allí una gran parte de su
biblioteca personal, la que ubicó en un edificio aparte. Únicamente trabajaba en
su oficina del Kremlin por las tardes; tras estudiar los documentos oficiales,
ocupaba las horas restantes recibiendo a la gente que había citado, celebrando
reuniones y discutiendo asuntos del partido. En la dacha Stalin se sentía más
íntimo, mantenía conversaciones confidenciales, leía el correo y, lo que nos
interesa, leía profusamente, escribía y redactaba cartas. Había copiado el
método epistolar de Lenin: escribir un gran número de cartas y notas a mano en
las que se dan órdenes y directrices, sin copia y entregadas al destinatario a
través de un mensajero especial asignado por la policía política, la CheKa. No
sólo: era además poeta, autor y editor de libros, censor riguroso y crítico de
obras de teatro, películas, música y arte en general. Tan insomne como el
sonámbulo Hitler, Stalin solía tener varios libros en su mesita de noche y los leía
u hojeaba hasta altas horas de la madrugada. Con un lápiz negro en mano
realizaba subrayados, abundantes anotaciones y addenda en los márgenes.
Escribía muchas reseñas de libros, revistas y de artículos periodísticos, todos
sus textos eran gramaticalmente correctos y limpios. Stalin era sin dudas en
secreto un hombre culto. Le irritaba profundamente encontrarse con errores
tipográficos, ortográficos y gramaticales, que corregía minuciosamente con un
lápiz rojo. En cuanto a su propia producción intelectual no utilizaba ni
secretario ni copista, como le confesó al director del “Pravda” Shepilov “yo no
utilizo taquígrafo nunca. No puedo trabajar con alguien merodeando por ahí”.
Stalin escribía a mano, con claridad y siempre cuando estaba solo. Poseía cierto
talento creativo, en el sentido de que creaba sus artículos de la nada,
trabajándolo en un ritmo bastante lento y con frecuencia realizaba ajustes y
correcciones en el producto final. Era fiel a una frase que gustaba de repetir: “El
papel acepta todo lo que se escribe en él”. Sus manuscritos originales los
guardaba en su famosa caja fuerte personal, de la que nadie tenía copia de su
llave. Pocos de estos manuscritos se han encontrado: han desaparecido con todo
lo demás. Stalin era muy ordenado, minucioso y obsesivo cuando preparaba las
reuniones a las que asistía, allí también empleaba su oficio de lector y escritor:
preparaba metódicamente en cuadernos de notas comentarios para las
reuniones del Buró del Comité Central, con bosquejos de los asuntos a tratar,
citas de libros y diarios, e incluso pequeñas biografías de sus eventuales
oponentes. Según testigos, Stalin tenía una capacidad de lectura impresionante:
leía u ojeaba un promedio de doscientos documentos diarios. Hasta la fecha no
se sabe nada del destino de sus manuscritos y las anotaciones excepto que a su
muerte quedaron en la dacha. Beria, entonces jefe de la NKVD, empaquetó
todas las pertenencias, incluidos libros, muebles y la loza, en camiones hacia un
depósito secreto de la policía política. Aunque se conservó un parte de la
biblioteca personal, todos los manuscritos, cartas y otros documentos
desaparecieron. En octubre de 1953 se nombró una comisión especial en el
Instituto Marx-Engels-Lenin-Stalin (se añadió el nombre de Stalin justo
después de su funeral) con el objeto de establecer sus obras completas y
transformar la dacha en un museo. Por supuesto la parcial desestalinización
detuvo en seco todos estos proyectos. Debido a la ideología del régimen Stalin
puso un enorme interés en cómo se reflejaba su labor en la historia de la Unión
Soviética y en especial en los años previos a la revolución (historia del partido
bolchevique y la lucha faccional) y en su relación con Lenin. Permitió a los
historiadores utilizar material de su archivo y biblioteca, aunque únicamente a
través de un permiso especial; incluso los ayudaba enviándole una gran
cantidad de documentos, material supersensible que se guardaba en ficheros
especiales lacrados, la mayoría originales (como el pacto Molotov-Ribbentrop
de 1939).

Stalin siempre fue un gran aficionado a la lectura y a los libros. Ya en su infancia


poco conocida sabemos que Stalin, entonces llamado “Soso” por su madre, era
un alumno de gran memoria para lo concreto. Y que antes de ser conocido como
revolucionario fue un poeta romántico (en el mejor estilo del joven Marx) que
incluso llegó a intentar publicar su poemario. Algunos poemas fueron
publicados con el seudónimo de “Soselo” cuando tenía diecisiete años. En su
paso por la educación primaria devora la biblioteca de la escuela
(cuidadosamente depurada por los jesuitas) e insatisfecho completa sus lecturas
con obras no autorizadas de bibliotecas de la ciudad de Gori. A menudo se lo ve
con un libro entre las manos, incluso en pleno verano. Ya en el seminario
secundario de Tiflis es un curioso intelectual: un guardia le confisca un
formulario de abono a la biblioteca municipal. El libro que había tomado
prestado, “Les travailleurs de la mer” de Victor Hugo, le cuesta un castigo en
una celda. Antes había sido sorprendido leyendo “Quatrevingt-Treize”, también
de Hugo. En estos textos se exalta la Convención revolucionaria y se realiza un
retrato épico del ficticio revolucionario jacobino Gauvain. Al poco tiempo lo
vuelven a castigar por leer la “Evolución literaria de las distintas naciones” de
Letourneau. Es la misma época que descubre la novela georgiana nacionalista
de Alexandr Kazbegui, “El Parricida”, cuyo héroe es su próximo apodo, Koba.
Devora a Goethe y Shakespeare en traducción georgiana. Además por
testimonios de compañeros de estudios sabemos que Stalin leía publicaciones
prohibidas a grupos de estudiantes. Un día que un tal padre Dimitri entró en el
cuarto de Stalin lo encontró leyendo “¿No ves quien está delante de ti?,
preguntó el monje… No veo más que una mancha negra delante de mis ojos”.
Soso fue finalmente expulsado del seminario. Los escritores al estilo Trotsky que
nos presentan a Stalin como un semianalfabeto campesino, ignoran que el
seminario representaba una de las mejores instituciones educativas para las
clases más bajas y que su currículum pedagógico incluía latín, griego, eslavo así
como historia y literaturas universales. Ya en 1905, revolucionario convencido,
Stalin comienza a escribir profusamente con su estilo definitivo, haciendo
exégesis y utilizando fórmulas cuasireligiosas: “sólo el proletariado puede
llevarnos a la Tierra prometida”, “el Gobierno ha pisoteado y ha escarnecido
nuestra dignidad humana, lo más sagrado de lo sagrado”. Usa el método del
catecismo: preguntas y respuestas: “¿Podéis impedir que salga el Sol? ¡Esta es la
cuestión!”. Y utiliza expresiones que no abandonará: “como es sabido”, “como
cada uno sabe”, es evidente”. En conceptos claves usará para siempre las
cursivas. Sus lecturas y puntos de vista lo hacen un bolchevique no leninista en
un principio. En su derrotero de exilio y cárcel siempre se afilia a bibliotecas
municipales y se suscribe a periódicos y revistas. Stalin, contra la historiografía
filotrotskista, tiene autonomía teórica suficiente para enfrentarse al semidiós
Lenin en tres momentos claves. Primero en el Congreso de Estocolmo de 1906
discrepó en la cuestión agraria (Lenin era partidario de la “nacionalización” de
la tierra; Plejanov y los mencheviques por la “municipalización”; la tercera
posición era la de los bolcheviques no leninistas rechazaban ambas posiciones y
se definían por el “reparto de las tierras”), cuestión en la que ganó Stalin y que
luego fue confirmada por los hechos en octubre de 1917; fue en el mismo
congreso donde recitó entero un poema del radical Nikolay Alexeyevich
Nekrasov. Segundo al esquemático Lenín filósofo y su libro “Materialismo y
Empiriocriticismo” (1909), un ataque teórico-político a la facción bolchevique
de Alexander Aleksandrovich Bogdanov y Maxim Gorki; Stalin califica la
intervención como dogmática, bizantina “una tempestad en un vaso de agua”,
que su concepción del materialismo es pre-marxista y que detrás de supuestas
discrepancias filosóficas sólo hay una pelea de egos. Su última oposición es a la
caracterización de Lenin de la revolución de febrero de 1917 y las famosas “Tesis
de Abril” en 1917. Stalin, como director del “Pravda” en esa época, rechazo y
censuró muchos artículos de Lenin enviados desde su exilio en Suiza.
Recordemos que en su mejor trabajo teórico, “El marxismo y la cuestión
nacional” (1913), Stalin construye un texto convincente, muy bien escrito, con
fuentes en idioma alemán y bien informado de los problemas de las
nacionalidades en la Europa Central. En 1918 se le entrega su primer
apartamento en el Kremlin, donde pudo empezar a acumular su propia
colección de libros, que al final de su vida alcanzó los treinta mil volúmenes.
Sabemos que en 1925, en plena lucha de facciones, Stalin encarga a su secretario
personal, Iván Tovstuja, que clasifique y complete su biblioteca personal, y con
este propósito diseña un esquema de clasificación por temas. Así define treinta y
dos secciones, a la cabeza de las cuales figuran la filosofía, la psicología, la
sociología y la economía política; no es tonto: “Lenin y el Leninismo” ocupan
una paupérrima vigésimo tercera posición. Manda colocar aparte la literatura de
los exiliados y autores ligados a la Guardia Blanca, a Marx, Engels, Kautsky,
Plejanov, Trotsky, Bujarin, Zinoviev, Kamenev, Lafargue, Luxemburg y Radek.
Varios de estos ejemplares profusamente anotados por el lacónico Stalin. Por
ejemplo en el libro de Karl Kautsky “Terrorismo y Comunismo” (1919), crítico
tanto de la dictadura del partido único como del estado de sitio y la pena de
muerte, en el párrafo donde dice que “los líderes del proletariado han
comenzado a recurrir a las medidas extremas, a medidas sangrientas, al Terror”
Stalin remarca con un círculo éste párrafo y escribe “¡Ja, Ja, Ja!”. En la
respuesta bolchevique a Kautsky, el libro de Trotsky “Terrorismo y Comunismo.
Anti-Kautsky” (1920), cuando se exalta la necesidad y la justicia de la violencia
proletaria soviética “la revolución exige que la clase revolucionaria haga uso de
todos los medios posibles para alcanzar sus fines… el terrorismo si es preciso”
Stalin agrega una entusiasta nota. “¡Correcto! Bien dicho, así es”. También
sabemos que por esa época inicia cursos de filosofía y lógica con un discípulo de
Bujarin. Cuando se mudó después del suicidio de su segunda esposa una gran
parte de esta biblioteca se fue con él, se ubicó los libros en estanterías corrientes
y se hizo cargo de su funcionamiento un bibliotecario diplomado. Según la
bibliotecaria Zolotujina “la única habitación agradable era la biblioteca, donde
la sensación era acogedora… los libros estaban almacenados en un edifico
contiguo y se le entregaban a Stalin de acuerdo con sus instrucciones”.
Todos los líderes bolcheviques de la vieja generación se hicieron, por las
expropiaciones y confiscaciones, con bibliotecas considerables (los mejores
provistos habían sido Trotsky, Bujarin, Zinoviev, Kamenev, Molotov, Kirov y
Zhdanov). Los emigrados, fusilados y encarcelados entregaban al estado su
biblioteca que se almacenaban en locales donde los bibliotecarios estatales
podían escoger los ejemplares que necesitaran. Durante los años ’20 con la
creciente dictadura del partido único y la creciente censura (el único período en
el que no hubo censura fue entre febrero y octubre de 1917) se estableció una
nueva práctica llamada eufemísticamente “la entrega” (raznoska). Consistía en
entregar ejemplares por adelantado de todos los libros para que se distribuyeran
entre los altos cargos del Partido, miembros del Comité Central y funcionarios
destacados. Cada editor poseía una lista de cargos públicos claves a quienes
tenía la obligación de enviar ejemplares antes de que se vendieran al lector. Se
trataba de un tipo de censura especial añadida. El destinatario podía guardar el
libro o devolverlo al editor con notas, sugerencias y comentarios críticos. En
caso de no devolverse el editor podía suponer que la Nomenclatura no se oponía
a su publicación o que le resultaba indiferente. Naturalmente Stalin también
recibía ejemplares por adelantado de la mayoría de las editoriales,
especialmente en su área de interés: política, economía, historia y arte. Pero lo
que más impresiona es que Stalin, como en su juventud, estaba obsesionado por
la literatura rusa, en especial por Alexandr Pushkin. En su biblioteca había gran
variedad de libros sobre él, todos publicados durante el período soviético, viejas
ediciones sueltas además de unos cuantos ejemplares tenían sobrecubiertas de
librerías de segunda mano. También le interesaban las obras sobre Pedro El
Grande e Iván El Terrible. Poseía libros en alemán, idioma que estudió de joven
pero que nunca dominó y leía toda la literatura en ruso de los exiliados,
incluyendo las célebres biografías de Voroshilov y otros mariscales militares
escritas por Roman Gul. Ya en la posguerra empezó a interesarse por los libros y
revistas de arquitectura, lo que debía estar relacionado con la construcción de
grandes edificios utópicos en Moscú. Por supuesto, Stalin poseía todas las
ediciones de Marx y Engels, tanto la Werke como la primera edición completa
inconclusa, la MEGA, emprendida por el ejecutado David Riazanov; todas las
ediciones de Lenin que se habían publicado desde 1917. Gracias a sus addendas
continuas y subrayados sabemos que leía a Lenin con total dedicación. Tenía la
colección completa de las ediciones del renegado Karl Kautsky y del águila Rosa
Luxemburg, así como de la mayoría de los escritores de izquierda alemanes. Por
supuesto su biblioteca contaba con todas las obras de sus rivales políticos de
mayor envergadura: Trotsky, Bujarin, Kamenev, Radek… De los clásicos de la
filosofía política poseía un ejemplar anotado de “El Príncipe” de Maquiavelo.
Stalin poseía un talento excepcional para la lectura rápida, amén de una
memoria, reconocida hasta por sus enemigos, prodigiosa. Durante los
conflictivos años ’20 escogía, a través del servicio de la biblioteca del Kremlin,
una media anual de quinientos libros que leía u ojeaba. Incluso durante la
guerra, en 1940, se las ingenió para leer el primer tomo de al edición rusa de las
obras escogidas de Bismarck, haciendo una serie de correcciones y comentarios
en los márgenes del prólogo. Se tuvo que postergar la publicación para que se
pudiera reescribir el prólogo y añadir la revisión de Stalin. La mayoría de los
libros llevaba un ex libris que decía lacónicamente “Biblioteca de Stalin”, y se
estamparon alrededor de cinco mil quinientos volúmenes de este modo. Pero
muchas ediciones de clásicos rusos y extranjeros, al igual que libros de
economía, ciencia y arte, nunca se sellaban y normalmente no tenían nada
anotado de su mano. Actualmente de su biblioteca original sólo quedan en el
archivo del RTsKhIDNI (Rossiiskii tsentr khraneniya i izucheniya dokumentov
noveishei istorii, Centro Ruso para la Conservación y Estudio de Documentos de
la Historia Reciente), ahora llamado Archivo Estatal Ruso de Historia
Sociopolítica (RGASPI), exactamente 391 libros que contienen apuntes,
comentarios, subrayados y correcciones de Stalin. La única prueba de la
erudición que nos queda de Yósif Vissariónovich Dzhugashvili.

Una última anécdota literaria. Una noche de 1948 un vehículo de la Seguridad


recoge en su domicilio al poeta Arseni Tarkovski, padre del director de Andrei
Rublov. Se lo lleva a la sede del Comité central. Allí Alexander Nikolayevich
Shelepin, secretario de las Juventudes Comunistas (futuro jefe de la KGB bajo
Brezhnev) le explica que con motivo de la celebración del setenta cumpleaños de
Stalin se ha tomado la decisión de estado de publicar en ruso los poemas
románticos de su juventud. Como estaban escritos originalmente en georgiano
se le concede el enorme honor de traducirlos. En el acto le entrega una cartera
de cuero que contienen los precisos escritos de puño y letra de Stalin. Ya
Lavrentiy Pavlovich Beria había consultado para la traducción a Boris
Leonidovich Pasternak. Al llegar a la fecha prevista Tarkovski no ha podido
traducir más que los cuatro primeros versos del primer poema. Cuando vuelven
a buscarlo está desesperado. Shelepin le introduce en su despacho, cambia su
ánimo cuando le informa “con la modestia que le caracteriza, el camarada Stalin
ha vetado nuestra decisión”. Le pagan una suma astronómica para la época por
su pizca de traducción quién luego recordó: “Eran unos versos absolutamente
aceptables, muy correctos, inocentes. Nada de lucha de clases, nada de
desigualdades sociales. Hablaba de flores y de pajaritos”. Un año después Stalin
realizaba una confesión a un amigo sobre su vocación de poeta perdida: “Perdí
interés en la escritura poética porque requiere una atención completa, un
infierno colmado de paciencia…en esa época era un tiro al aire”.

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