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En tiempos de Semíramis no

había en toda Babilonia joven


más apuesto que Píramo ni
doncella más hermosa que
Tisbe. Vivían con sus padres en
casas contiguas y la vecindad
fue uniendo a los jóvenes hasta
que la amistad se tornó en
amor.
Ellos deseaban casarse y, aunque sus familias se
opusieron, nadie pudo evitar que el amor ardiera con
igual intensidad en el pecho de ambos. Ellos
conversaban con miradas y señas.
En el muro que
separaba las dos
casas había una
grieta en la que
nadie se había
fijado antes, pero
que los amantes
pronto
descubrieron. Tan
sólo la voz
atravesaba tan
estrecha vía y los
tiernos mensajes
pasaban de un lado
a otro por la
hendidura.
A la mañana siguiente se encontraban en el lugar
de costumbre. Un día, después de lamentar su
triste suerte, acordaron que a la noche siguiente,
cuando todo quedara en silencio, huirían sin que
los vieran; quedaron en un famoso edificio que se
alzaba fuera de los límites de la ciudad, la tumba
de Nino. El que llegara primero esperaría al otro al
pie de una morera que estaba junto a una fuente.
Cuando llegó la noche, Tisbe, sin que su familia se diera
cuenta, se escabulló cautelosamente; se cubrió la
cabeza con un velo, llegó hasta el monumento y se
sentó bajo el árbol. Mientras que estaba allí sola
distinguió, a la tenue luz de la Luna, una leona que, con
sus fauces aún exhalando el vaho de la reciente caza,
se dirigía a la fuente para saciar su sed.
Tisbe huyó al verla, buscó refugio en el hueco de
una roca y, en su huída, dejó caer el velo. La leona,
después de beber en la fuente, se volvió hacia el
bosque. El velo caído en la hierba llamó su
atención y lo sacudió y desgarró con su boca
ensangrentada.
Píramo, que se había
retrasado, llegó
entonces al lugar de
encuentro. Cuando vio
las huellas del león en
la arena, empalideció.
Creyó que su amada
había muerto en las
garras del león y
recogió el velo y lo
cubrió de besos y
lágrimas. "También mi
sangre manchará esta
tela", dijo, y sacó su
espada y se la clavó en
el corazón.
La sangre que brotó de la herida tiñó de rojo las
blancas moras del árbol; penetró en la tierra y
alcanzó las raíces de forma que el color rojo
ascendió por el tronco hasta llegar a los frutos.
En ese momento, Tisbe,
temblando aún de miedo
pero no queriendo
defraudar a su amado,
se acercó con
precaución y buscó
ansiosamente al joven,
deseosa de contarle el
peligro del que había
escapado. Cuando llegó
al lugar vio que el color
de las moras era
distinto, creyó que se
había equivocado de
árbol. Aún dudaba
cuando descubrió,
retorciéndose en el
suelo, un cuerpo que
agonizaba.
Se sobresaltó y tan
pronto reconoció a su
amado, gritó, se
golpeó el pecho y
abrazó su cuerpo
exánime derramando
lágrimas sobre su
herida y besando sus
fríos labios. Llamó a
Píramo y cuando la
escuchó éste abrió los
ojos pero luego los
volvió a cerrar.
Ella vio su velo manchado de sangre y la vaina de la
espada vacía.
"Has muerto por tu mano y por causa mía", dijo,
"yo también puedo ser valiente y mi amor es tan
fuerte como el tuyo. Te seguiré y la muerte, la
única que podía separarnos, no evitará que me
reúna contigo. Y vosotros, nuestros desdichados
padres, no neguéis nunca nuestra unánime
voluntad. Puesto que el amor y la muerte nos han
unido, permitid que reposemos en una sola tumba.
Que tus frutos, árbol, conserven siempre la marca
de nuestra sangre y sirva para recordarnos".
Entonces, se hundió la espada en el pecho.
Sus familiares y los dioses respetaron su
deseo. Los dos cuerpos fueron sepultados
juntos y desde entonces los frutos de la morera
son púrpura como lo fueron aquel día.

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