La espada dormida
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About this ebook
La mano ya maestra de un Peyrou inicial nos garantiza suficientes motivos de desconcierto y de gozo en los argumentos como para no abandonar este libro hasta el final. Pero no solo las tramas son espléndidas: el novelista en potencia que por entonces era Peyrou nos presenta personajes que toman perfil y vuelo propio y redondean una lectura que va de placer en placer.
Publicado originalmente en 1944, La espada dormida ganó en 1945 el Premio Municipal de Literatura de la ciudad de Buenos Aires.
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Book preview
La espada dormida - Manuel Peyrou
manuel peyrou
la espada dormida
Edición al cuidado de Héctor M. Monacci
© de foto de tapa, Archivo General de la Nación, Documento
Fotográfico. Código: AR-AGN-AGAS01-rg-42-332979
© de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat
© de diseño de tapa, Osvaldo Gallese
© 2020. Libros del Zorzal
Buenos Aires, Argentina
www.delzorzal.com
Comentarios y sugerencias:
info@delzorzal.com.ar
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
Índice
El agua del infierno | 6
Muerte de sobremesa | 18
La noche incompleta | 34
Una espada en la orilla izquierda | 48
La playa mágica | 60
La espada dormida | 77
A la memoria de Nelly Molina
El agua del infierno
Sobre el rumor interminable de las cataratas se escuchó un rumor que terminaba. Un gran avión gris, que a la luz de la luna era plateado, bajaba con sus hélices detenidas en busca de la pista de aterrizaje. El pueblo estaba a mil metros de las cascadas; más adentro, cruzando la frontera, estaba el aeródromo. Cuando el avión se detuvo en el fondo de la pista, un hombre salió gritando en portugués algo así como que hicieran marchar de nuevo los motores; quizás no había elementos para remolcarlo. Cerca de diez minutos después aparecieron, en marcha hacia los hangares, los tripulantes y un hombre de impermeable claro. Éste expresó, en castellano, que era Jorge Vane, del Ministerio Británico de Informaciones, y que la tormenta los había alejado de su ruta.
–Eso no es nada –corrigió el piloto, que era casi un niño, con el pelo del color del trigo y la nariz roma–; hay una avería y necesito veinticuatro horas para estar listo.
El hombre que hablaba en portugués indicó el camino. Cuando llegaron al bar del aeródromo, Vane pidió un whisky y los tripulantes lo imitaron.
–¿Dónde pasaremos la noche? –preguntó Vane.
–A diez minutos de marcha está el hotel de Magalhaes –le contestaron.
–¿No hay ninguna casa de ingleses? –continuó Vane.
–Sí, hay –dijo el hombre que hablaba en portugués–; pero…
–¿Pero qué?
–Es el caso… este… que es un poco molesto, porque allí se ha cometido un… un crimen; es decir, más que un crimen, como que se trata de un doble asesinato.
–¿Lo han aclarado?
–Todavía no, pero hay un sospechoso que anda prófugo.
–Dormiremos en el hotel y mañana iremos a la casa de ese inglés –terminó Vane, con los ojos que le brillaban, no se sabe si por el whisky o por el escalofrío de aventura que siempre le producían los crímenes.
Desde el alto dique natural que formaban las rocas el agua se precipitaba con fragor, rompiéndose en infinitas partículas brillantes; abajo, sobre el fondo confuso de ese caos de espuma, flotaba una líquida niebla, llena de reflejos iridiscentes. Era como si en las rocas grises y verdes que cortaban el torrente y en las pocas zarzas de la orilla, se enredaran los fragmentos luminosos de un arco desprendido del cielo. Jorge Vane se quedó largo rato inmóvil, ensordecido por el isócrono rumor del agua. Era un espíritu propenso a las divagaciones, pero éstas rondaban siempre las cosas más próximas, fueran del alma o del mundo. Pensaba raramente en la eternidad –verbigracia– y declinaba con modestia toda esperanza de favorecerse con ella después de muerto; en ese instante, sin embargo, se le ocurrió que un reflejo de la eternidad hablaba con la voz interminable de las cataratas. Después comprendió –sin ningún prurito de humorismo ni simetría verbal– que pensar en la eternidad era perder el tiempo, el único tiempo de que disponemos los hombres y que en ese momento necesitaba para indagar un doble asesinato. Alejó de su cabeza todo pensamiento inútil y marchó hacia el automóvil. Diez minutos después, llegaba a la casa de Cristóbal Hume y era recibido por el comisario Teixeira. La casa estaba en el margen de un camino en pendiente, frente a un estrecho sendero que llevaba al río; por la parte de atrás el terreno era abrupto y la selva se espesaba hacia el norte y el este. El comisario Teixeira era un hombre moreno, adiposo, de gestos pausados, vestido de blanco y calzado con fuertes botas negras. Recibió a Vane con afabilidad.
–Me dijeron en el hotel que usted quería visitar el lugar del hecho y me adelanté –dijo–; lamento no poder ofrecerle honores oficiales. Nuestros dos países…
–Sí; nuestros dos países todavía no son aliados pero nosotros podemos colaborar.
–¿Colaborar?
–Sí; me han hablado de este doble crimen y me parece muy extraño; si usted no tiene aún la solución podemos conversar. Reláteme los hechos.
En ese momento se abrió con estrépito una ventana de la casa y apareció el rostro de un hombre sonrosado, casi calvo, con un bigote rubio caído.
–Es Cristóbal Hume –dijo Teixeira–: el dueño del obraje; ya tendremos tiempo de hablar con él, una vez que yo le haya relatado los hechos. El caso es que en la noche del sábado, los inspectores de la policía federal Bruno Sampaio y Silvestre Pinheiro fueron muertos a balazos frente a esta casa.
–Ya pensaba yo que no iba a llegar a tiempo…
–¿Qué dice usted?
–Nada importante; continúe…
–Nunca se sabrá el objeto de su visita, pues fueron muy discretos. Yo supongo que andaban en una investigación sobre contrabando. En el lugar del hecho se encontró una pistola del ejército inglés, con las iniciales BH. Corresponden a Basilio Hume, hermano gemelo de Cristóbal, que había llegado aquí el mes pasado.
–¿Conocían ustedes la existencia de ese hermano?
–No; recién nos enteramos cuando Cristóbal la anunció en el hotel, tres días antes de que su hermano llegara. Después, el quince de febrero, llegó Basilio Hume por el río. Creo que no se llevaban bien porque Cristóbal no lo fue a esperar. Tampoco se los vio nunca juntos.
–¿Cristóbal acusa a su hermano? –insistió Vane.
–Ni lo acusa ni lo defiende –repuso el comisario.
Vane y Teixeira caminaron hasta el río. Éste se abría paso en un cauce estrecho, oprimido por una vegetación enmarañada y pujante; luego, a unos cien pasos de Vane y Teixeira, el cauce se ensanchaba y el agua se detenía en un remanso; más adelante, ya casi fuera de la vista de los dos hombres, entraba en un remolino de bordes estáticos y centro dinámico, vertiginoso.
–En estos remansos grandes se puede pescar –dijo Teixeira–; hay nueve remansos de aquí a las cataratas.
–¿Está cerca de aquí la frontera?
–A un kilómetro, más o menos.
–¿Cómo se descubrió el crimen?
–El propio Cristóbal mandó un muchacho a caballo con un mensaje. Al llegar, lo