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La metáfora del escarabajo

Miguel Huezo Mixco

Lo veo desde la ventana donde escribo, aparcado desde hace, no sé, seis, siete meses. El

inservible Volkswagen de mi hijo. Allí está todos los días y las noches. De vez en

cuando llega alguien a preguntar si se vende. La policía también ha venido a preguntar

si el carro tiene propietario (algunos vecinos seguramente lo han reportado como

abandonado). Los agentes lo rodean como a un vagabundo a la orilla de la calle, que no

se sabe si vive o muere. Los veo desde la ventana. Uno de ellos sube y toca la

campanilla. Abro. Sí, el carro tiene dueño. No, no está abandonado.

Antes de venir a escurrir aceite en la cuneta, estuvo en un taller donde unos buenos

amigos lo iban reparando poco a poco a poco. Pero estorbaba. Le echaron dos tragos de

gasolina, giraron la llave de encendido y el viejo “vocho” ahogó en humo aquel recinto
con olor a grasa. Repiqueteando como una cafetera, en medio de enjambres de

temblores, el carrito se abrió paso entre el tráfico de la 29 avenida hasta la casa, dando

la batalla. “Esta batalla de vivir llegando al mismo sitio”, como dijo el poeta. Se quedó a

dormir en la calle. No había más espacio en la cochera. Dos baratijas relucientes como

encendedores de farmacia, ocupan las plazas disponibles.

La llegada del escarabajo coincidió con el momento en que mi hijo se cansó de

“subvencionar”, trabajando gratis, un atrayente pero ineficaz proyecto de restauración

de libros. Tesoros inencontrables de la literatura y las ciencias llegaban a sus manos en

estado lamentable. Les daba primeros auxilios y, a los más delicados, les remendaba

con hilo, finas gomas y papeles, los forros, las viejas costillas rasgadas por el ingrato

tiempo o la superdura mano humana. Después, copiaba sus páginas con la relumbrante

luz de los escáneres, trasponiéndolos de su pobre materialidad de pulpa a los fríos

soportes digitales. Alquimia de píxeles, para preservar la memoria, la memoria del

mundo. Una especialidad que no se paga en un país donde lo urgente es lo que vende. Y

eso hace ahora, vende y opera una caja registradora en una de esas tiendas para chicos

que parecen salidos de comics.

En estos años donde sólo los chocos del alma son incapaces de ver que el país va a la

deriva. En esa marea, mi hijo ha ido perdiendo muchas cosas. Este carrito viejo y

cachetón con los asientos despanzurrados es una de las cosas que más le ha dolido dejar

morir. No es el único que ha encontrado un laberinto en las líneas de su mano. Algunos

de sus amigos, recién graduados en prestigiosas profesiones liberales, han conseguido

vender teléfonos móviles, enciclopedias, dinero plástico, operan software de

contabilidad en las bodegas anónimas detrás de las relucientes vitrinas.


Después de todo, no están al borde del precipicio. Jóvenes son, en su mayoría, quienes

todos los días escapan del país. Agarrados del último vagón del tren de Tapachula. Y el

tullido que hace proezas por una cora a mitad de la calle. Y la muchacha de la jícama

embolsada que esquiva microbuses. Y el huele pega que cuida naves en la zona rosa.

Los que empiezan a fumar en octavo grado. Los que aparecen esposados y

semidesnudos ante cámaras. Los primeros en sacar el cuchillo. Son jóvenes.

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