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Lo veo desde la ventana donde escribo, aparcado desde hace, no sé, seis, siete meses. El
inservible Volkswagen de mi hijo. Allí está todos los días y las noches. De vez en
se sabe si vive o muere. Los veo desde la ventana. Uno de ellos sube y toca la
Antes de venir a escurrir aceite en la cuneta, estuvo en un taller donde unos buenos
amigos lo iban reparando poco a poco a poco. Pero estorbaba. Le echaron dos tragos de
gasolina, giraron la llave de encendido y el viejo “vocho” ahogó en humo aquel recinto
con olor a grasa. Repiqueteando como una cafetera, en medio de enjambres de
temblores, el carrito se abrió paso entre el tráfico de la 29 avenida hasta la casa, dando
la batalla. “Esta batalla de vivir llegando al mismo sitio”, como dijo el poeta. Se quedó a
dormir en la calle. No había más espacio en la cochera. Dos baratijas relucientes como
estado lamentable. Les daba primeros auxilios y, a los más delicados, les remendaba
con hilo, finas gomas y papeles, los forros, las viejas costillas rasgadas por el ingrato
tiempo o la superdura mano humana. Después, copiaba sus páginas con la relumbrante
mundo. Una especialidad que no se paga en un país donde lo urgente es lo que vende. Y
eso hace ahora, vende y opera una caja registradora en una de esas tiendas para chicos
En estos años donde sólo los chocos del alma son incapaces de ver que el país va a la
deriva. En esa marea, mi hijo ha ido perdiendo muchas cosas. Este carrito viejo y
cachetón con los asientos despanzurrados es una de las cosas que más le ha dolido dejar
todos los días escapan del país. Agarrados del último vagón del tren de Tapachula. Y el
tullido que hace proezas por una cora a mitad de la calle. Y la muchacha de la jícama
embolsada que esquiva microbuses. Y el huele pega que cuida naves en la zona rosa.
Los que empiezan a fumar en octavo grado. Los que aparecen esposados y