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Baile de Máscaras

Cuando Irene comenzó a visitar a la señora Krann, ni se le pasó por la cabeza la


idea de aprovecharse de ella. Dora era una anciana alegre y conversadora, todo
un “hallazgo” en aquella tediosa y solitaria existencia en la costa. Y de acuerdo
que era muy rica - cada día lucía una joya diferente y vivía en una casa que
excedía el más imposible de sus sueños - pero Irene jamás albergó ningún
sentimiento maligno hacia ella; quizás tan solo la vaga esperanza de que algún
día Dora le prestase dinero para montar alguno de los negocios que tenía en
mente.

Todo comenzó el mismo día en que John, su novio, viajaba a Dublín. Un asunto
relacionado con una firma ante notario y unos negocios familiares le obligaría a
estar fuera toda la semana, e Irene se quedaría "cuidando el fuerte" en su nuevo
hogar de la costa de España.

Por la mañana, acompañó a John hasta el aeropuerto y a la vuelta, según llegó a


casa, decidió que no le apetecía pasar la tarde sola, leyendo, como había planeado
en un principio. Y pensó en hacer una visita a Dora Krann.

Dora vivía a pocos kilómetros de ella, en una preciosa casa junto a la playa. Irene
esperaba no molestarla presentándose en su casa de improviso, pero había sido
imposible dar con ella por teléfono. Dora no tenía línea fija y, aunque disponía de
un celular, raras veces lo tenía encendido. De todas formas - pensó Irene - Dora
era esa clase de personas a las que no les cuesta despacharte si molestas.

Irene y Dora solo se conocían de un par de meses, pero ese tiempo había sido
suficiente para que se forjara entre ellas una sólida amistad. Todo comenzó en la
playa. Irene solía pasear por allí a menudo, en esas tardes en las que John parecía
haber desconectado del mundo, enfocado en su novela. Después de limpiar la
casa, hacer la colada, planchar y preparar la comida a Irene se le acababan las
ideas para entretenerse, y como no le gustaba la televisión y tampoco era una
gran lectora, solía salir a andar por las colinas, y muchas veces llegaba hasta la
playa.

Dora Krann solía estar allí, sentada en una pequeña sillita portátil, a veces
pintando en un caballete, otras veces en un cuaderno. Cuando Irene pasaba a su
lado, ambas se saludaban tímidamente, estudiándose en secreto la una a la otra,
como un tiempo después se confesarían entre risas.

Dora era una mujer guapa y elegante, de unos 60 ó 65 años, pero con aire de
haberlos vivido muy bien. Los ojos de Irene eran sensibles a estas cosas. Tampoco
se le pasaba por alto la calidad de su ropa, o los relojes, las pulseras y los
pendientes que solía lucir. Aunque parecía vivir del aire, estaba claro que el
dinero no era ningún problema para ella. Eso le llevó a hacerse todo tipo de
cábalas respecto a esa mujer. Pensaba que tal vez se tratase de una aristócrata de
Europa del norte, o quizá una artista muy famosa, una pintora o una escritora,
cuyo nombre sería muy famoso pero que ella no conocía.

Un día por fin entablaron conversación (en Inglés, porque Dora no hablaba el
español muy bien) a raíz de un carboncillo que el viento arrebató de entre las
manos de Dora e Irene salvó de ser tragado por las olas. Representaba a un
pescador, sentado en una silla frente a la orilla. Irene opinó que era muy bueno y
Dora se lo agradeció, pero le quitó importancia. "Soy solo una aprendiz. Quizá
dentro de 100 años pueda dibujar algo decente."

Desde entonces sus encuentros en la playa fueron a más. Al principio Irene temía
molestarla con su conversación, pero Dora parecía encantada de interrumpir sus
dibujos por un rato y hablar con ella. E Irene estaba contenta de haber
encontrado una compañía tan interesante. No es que las mujeres del pueblo
tuvieran nada malo, pero sus conversaciones se limitaban a sus hijos, al precio de
los alimentos y las famosas que salían por televisión, y nada de esto era del
interés de Irene. En cambio, Dora hablaba de viajes, de lugares el mundo que ella
no conocía, de arte, artistas, libros... e Irene sentía el tiempo volaba a su lado.

No tardó en llegar el día en que Dora la invitó a subir a su casa. Vivía en una de
las idílicas casitas de la colina con las que Irene solía soñar a menudo. Aquel día,
en cuanto entró por la puerta, se enamoró al instante de aquel lugar. Era - dijo -
el tipo de casa que ella elegiría si tuviese todo el dinero del mundo. Una casa
sencilla, incrustada en la colina como un elemento más de la naturaleza, de
paredes blancas, tiestos de flores rojas, y un horizonte azul que se veía desde cada
ventana.

Dora le contó que su marido había comprado los terrenos y construido la casa 20
años atrás, después de qué, durante un pequeño viaje por España, se enamoraran
de aquel sitio. El marido de Dora - un hombre alto que aparecía sonriendo junto a
ella en varias fotografías - había sido un importante ingeniero. Dora decía que él
"la secuestró" de su cómoda vida en Hamburgo y la llevó por el mundo durante
unos años inolvidables. Las fotografías de su salón, desde Sydney, Tokio,
Vancouver, Chicago... daban fé de ello.

Con el tiempo, la pareja decidió regresar a Hamburgo para asentarse, tener


hijos... aunque esto último resultó imposible. Entonces, Dora - que acababa de
recibir una buena herencia de su familia - decidió llenar su tiempo abriendo una
pequeña galería de arte en el centro de la ciudad. El negocio, no muy ambicioso
en un principio, creció a ritmo imparable durante diez años, e Irene se imaginaba
que el talento y el carisma de Dora influyeron bastante en ello.
Su feliz y próspera vida en Hamburgo se vio repentinamente truncada con la
muerte de Él. Un injusto e inoportuno ataque al corazón se lo llevó para siempre,
y - según Dora - todo dejó de tener sentido.
Vivió un año más en Hamburgo, encerrada y solitaria, recibiendo visitas a las que
no le apetecía atender. Después decidió que debía dar un giro a las cosas; aceptar
que la vida no volvería a ser igual, empezar de nuevo. Vendió su negocio a un
inversor que llevaba años detrás de él, y tampoco costó liquidar el apartamento
que poseían en el centro de Hamburgo. Esto, sumado a la herencia de su marido,
le daría para vivir desahogadamente los años que le quedaban.. Al principio viajó
- como ella decía - hasta cansarse. Y después, cuando su alma recobró cierta paz,
regresó a Europa, y comenzó a vivir de y un lado para otro huyendo de la rutina.
Pasaba los meses de primavera en Cádiz, pintando, leyendo... y después
regresaba a Alemania, con el tiempo justo de hacer la maleta y embarcarse en un
crucero.

¡Qué vida! solía decir Irene, maravillada con aquellas historias de Dora. Y Dora
sonreía en silencio y le decía que ella aún era joven y que aun le esperaban
muchas aventuras.

Irene se entretuvo preparando unos pastelitos de estilo marroquí y sobre las seis
salió rumbo a las colinas.

Acababan de estrenar el mes de Abril y el clima mejoraba lentamente en la costa.


John y ella habían descubierto que, pese a encontrarse en el Sur de España, Cádiz
podía ser muy frío y húmedo en invierno.

Se habían mudado allí a principios de Febrero, Tras buscar durante meses, Irene
había dado con el lugar por internet; una pequeña casita cerca del mar, en unas
idílicas colinas de tierra color bronce que se elevaban a menos de dos kilómetros
de las playas, cerca del pueblo de Zahara, en uno de los puntos más meridionales
y solitarios de España. El lugar no era exactamente lo que habían soñado en un
principio (que era: una casa frente al mar, con unas anchas escaleras de madera
que bajasen hasta la arena) pero la línea de costa había que pagarla y su
presupuesto no estaba para festejos. Además, habían descubierto que su pequeña
finca tenía algunas ventajas, como estar al resguardo del viento por encontrarse
en la falda opuesta de la colina. Y contaba con un precioso jardín de limoneros
donde John solía sentarse cada tarde a escribir, y Elena, a su lado, leía, paseaba,
podaba o mataba el tiempo de alguna otra manera.

John había solicitado una excedencia anual en su trabajo en una importante


empresa de software para dedicarse a escribir. Quería poner en orden sus notas y
comenzar una novela que llevaba esperando en su mente demasiado tiempo.
Irene, por su parte, había dicho adiós en el restaurante donde trabajaba, lo cual
no era una gran pérdida. Llevaba tiempo queriendo dejarlo y el año sabático que
John planeaba tomarse había sido la disculpa perfecta.

Últimamente sentía que necesitaba tiempo - algo así como una "parada
completa" - para replantearse su vida. Acababa de cumplir 29 años y había
decidido que era momento de empezar a tomarse la vida en serio, establecerse,
¿tener hijos? (John parecía morirse del susto cada vez que ella lo mencionaba)
Pero lo primero era encontrar un "buen plan de vida". Las tiendas, los bares, los
restaurantes y las oficinas de atención al cliente tenían que pasar a la historia. Iba
a cumplir treinta años y necesitaba una idea "sólida", algo que le permitiera vivir
desahogadamente, sin tener que parchearse el sueldo del mes a base de cinco
trabajos.

Había elaborado una lista de todo lo que "sabía hacer" o pensaba que podría
aprender sin mucha dificultad. John le decía que no debía preocuparse, que ella
valía para "casi cualquier cosa". Era rápida, práctica, organizada... tenía - según él
- una lista innumerable de talentos. ¿Por qué entonces nunca había llegado a
tener un trabajo decente?

Irene nunca respondía a esta pregunta, quizás porque ella tampoco tenía la
respuesta. John procedía de una familia "bien", había crecido en una bonita casa
de Wexford, había ido a un colegio caro y una buena universidad. Cosas que tejen
una "red" de seguridad en la mente de los que las disfrutan. Irene, en cambio,
había comenzado a trabajar con 17 años. Su padre siempre había estado enfermo
y el sueldo de limpiadora de su madre nunca daba abasto para nada. Muchas
veces se preguntaba qué podría haber sido si hubiese estudiado. Quizá una buena
periodista, o una abogada... pero después se borraba estos pensamientos de un
manotazo y se centraba en lo que tenía que hacer: Trabajar, ganar dinero, eso era
todo. Lo sueños eran para los demás.

Pero resultaba que ahora tenía un sueño y quizás John tenía cierta parte de culpa
en ello. John le había contagiado algo de esa "red" de seguridad, le había animado
a lanzarse, le había prometido que él estaría ahí para sujetarla.

En el tope de su lista de ideas estaba la de montar una tienda de ropa. Conocía


bien el oficio - había trabajado en una tienda cara del centro de Dublin - y le
gustaba. Sabía que, bien llevado era un trabajo relativamente cómodo y que
dejaba buenas ganancias. El único problema era empezar.

Había hecho números y sus ahorros apenas llegaban para pagar un año de
alquiler, sin contar con la compra del género y otros gastos adicionales que
cabían esperarse de una tienda. Necesitaría como mínimo entre diez y veinte mil
euros para comenzar, pero ¿dónde conseguirlos? Los bancos no eran una opción.
Una ex-camarera y un escritor en paro no era lo que se dice, “gente de crédito”.
Tampoco tenía hermanos o tíos que pudiesen ayudarla… y su madre se había
retirado hacía tiempo, con una pensión que apenas le daba para sus propios
gastos… Por otro lado estaba la familia de John. Su padre, Frank, tenía varios
negocios e inversiones, y John se había ofrecido a intermediar por ella en alguna
ocasión, pero Irene no era precisamente popular en la familia O´Rourke. Por un
lado había destronado a su antigua novia (la preferida de la madre de John) y por
el otro, sabía que los O'Rourke la culpaban de aquella decisión de John de
tomarse un “año sabático” (en España precisamente) para ponerse a escribir.
De modo que así estaban las cosas cuando apareció Dora Krann. Y
paradójicamente fue John quien lo insinuó por primera vez:

- Es rica, está sola, y tú le caes bien...¿qué tiene de malo pedirle un pequeño


préstamo?

Había ocurrido un par de semanas atrás: Dora quería conocer a John y una noche
les invitó a cenar. Fue una velada espléndida. Como buena alemana, Dora les hizo
comer y beber hasta el límite de sus fuerzas y los entretuvo con sus mil y una
anécdotas de viajes por el mundo. Tras la cena, mientras caminaban bajo las
estrellas de regreso a casa, John, un poco borracho, hablaba de Dora, de su
precioso chalet, de todo el lujo que palpitaba en cada detalle. Dijo que debía tener
“una fortuna” y entonces insinuó aquello del dinero.

A Irene le sentó mal que John tuviera ese pensamiento tan materialista sobre su
amiga y y le recriminó por ello. Sin embargo, el resto del viaje no dejó de pensar
en sus palabras. Al fin y al cabo tenía razón: Dora tenía dinero de sobra y estaba
sola en el mundo - solo mencionaba su familia o sus amigos como parte de algún
lejano recuerdo. Pensó que podría dejárselo caer algún día; hablarle de sus ideas,
de su ilusión. Dora había llevado su propio negocio y lo entendería. Irene le
ofrecería una buena garantía a cambio del préstamo: intereses, acciones...lo que
ella quisiera, y le aseguraría que trabajaría hasta él último aliento del día para
rentabilizar la inversión.

La idea fue cobrando fuerza en la mente de Irene, aunque en las siguientes


semanas no se atrevió a sacar el tema por miedo a que resultase demasiado
violento. Por fin, una tarde, Dora terminó poniéndoselo en bandeja. Hablando de
John y de los años que llevaban juntos (y de lo difícil que había sido pasar el filtro
de la familia O´Rourke) llegaron al tema de los hijos. Dora le preguntó si no
habían pensado tenerlos algún día.

- Creo que sí me gustaría tener hijos - respondió Irene, para acto seguido, añadir
-: pero antes me gustaría asentarme, comenzar un negocio.

Dora pareció sorprendida e interesada por aquella idea, y le hizo algunas


preguntas al respecto. Irene - que había preparado bien su discurso - le habló
largo y tendido de su proyecto de una tienda de ropa. Mientras lo hacía se dio
cuenta de que tenía las ideas mucho más claras de lo que había pensado y
también le explicó - con toda la sutileza que pudo - que su único problema era el
primer préstamo que necesitaba para poner en marcha la tienda.

Dora evitó hacer ningún comentario en ese momento, pero después, cuando se
despedían en la puerta, le dijo:

- Quiero que hablemos más en profundidad sobre esas ideas de negocio. Quizás
pueda ayudarte de alguna forma.
Irene no quiso forzar una nueva conversación en ese momento, pero por la
expresión de Dora al decir esas palabras, comprendió que había conseguido lo
que buscaba. Se despidió y regresó a casa caminando entre las nubes.

Eso había sucedido el miércoles y desde entonces no había vuelto a ver a Dora.

Llegó a lo alto de colina sobre las seis y media. El sol comenzaba a descender
tiñendo el cielo de velos rosáceos y anaranjados. En la playa no había un alma. El
mar se rendía mansamente sobre la arena brillando como si estuviera en llamas.

Tomó la serpenteante carretera que conectaba las casas de la colina y descendió


por ella, curioseando por encima de los setos y los muros. Había cuatro casas
más aparte de la de Dora y todas yacían en silencio, con las persianas echadas,
sus piscinas vacías y el césped crecido. Dora le había dicho que la mayoría de la
gente no aparecía antes de Mayo, y hasta entonces el sitio permanecía casi
abandonado. Irene se admiraba de que una persona mayor como Dora pudiese
pegar ojo sabiéndose tan sola. "Créeme querida: Esto no es nada comparado con
el desierto australiano, "

La casa de Dora estaba en último tramo de la carretera. Irene caminó junto al


muro de adobe blanqueado que rodeaba la finca. Llegó al portón de entrada.
Desde allí, a través de la forja de acero negro, avistó la casa, radiante y blanca
bajo la luz de la tarde. La brisa hacía vibrar las rosas y los claveles que adornaban
su terraza. Una sombrilla a rayas verdes y blancas, daba vueltas en silencio, como
una noria abandonada.

Llamó al timbre. Las puertas acristaladas del salón estaban abiertas de par en par
y eso le hizo suponer que Dora estaría dentro de la casa. Oyó el zumbido del
timbre en las entrañas de la casa, seguido de un perfecto silencio. Tras un largo
minuto de espera volvió a llamar, pero la casa siguió devolviendo solo silencio

Decidió esperar. Puede Dora que estuviese ocupada en el baño, o abajo en la


bodega. No quería apurarla. Esperó en silencio, mirando a través de la verja,
durante tres o cuatro minutos en los que la casa siguió inmóvil y callada, y la
sombrilla rodando sobre su eje.

Pensó que quizá Dora estuviera en la playa, pero en ese caso ¿por qué habría
dejado las puertas del salón abiertas y la sombrilla sin recoger? De todas formas
fue a comprobarlo. Bajó hasta el final de la carretera, donde se abría un pequeño
barranco por el cuál bajaba una escalinata de madera. Se asomó al borde del
barranco y vio la playa. Estaba desierta. Ni un alma.

Regresó a la casa un poco preocupada. Dejó la bandeja de pastelitos apoyada en


el muro y rebuscó en su bolso. Intentaría llamarla por teléfono. Pensó que quizá
hubiera salido a hacer algún recado o a pasear por las colinas. Aunque, por
alguna razón, las puertas abiertas del salón y la sombrilla desplegada le hacían
pensar que algo malo estaba ocurriendo.

El teléfono se resistía a aparecer y terminó volcando el contenido del bolso en el


suelo de la carretera. Tampoco estaba allí. Debía habérselo olvidado. Entonces
recordó que Dora tenía una llave escondida detrás de una piedra, en el muro.
Irene le había visto buscarla una vez en la que creyó haberse olvidado su llavero
en la playa. Movió una a una las piedras que decoraban la esquina del muro hasta
que sintió una de ellas ceder ligeramente. Y allí estaban las llaves. Las cogió y
devolvió la piedra al muro, y se quedó dudando ante la cerradura. Pensó que,
técnicamente, aquello era un allanamiento de morada, pero se convenció de que
estaba justificado. No se le ocurría ninguna razón por la que Dora hubiese salido
de la casa dejando la sombrilla y las puertas de su salón abiertas. Aquello era
cuando menos extraño, y decidió que era mejor actuar con decisión, aunque fuese
una metedura de pata. Siempre podría explicárselo más tarde.

Cerró la puerta tras de sí y se dirigió a las escaleras. La casa era una finca
escalonada, adaptada a la inclinación de la montaña. En la primera terraza había
un precioso jardín de inspiración japonesa, con un estanque de nenúfares y
parterres de flores. Desde allí subían unas pequeñas escaleras de piedra hasta la
segunda terraza, donde se hallaba la piscina y la entrada del garaje. Finalmente,
sobre el tercer y último escalón se asentaba la casa, mimetizada entre rocas y
arbustos, como si hubiera sido tallada sobre la montaña.

Unas pequeñas escaleras de piedra conectaban la piscina con la terraza. Irene


subió por ellas. Vio la sombrilla y bajo ella la hamaca de Dora. En el suelo, había
un vaso de té a medio terminar y una revista abierta por la mitad. El corazón de
Irene comenzó a ir más deprisa. Algo no marchaba bien. Nada bien.

Caminó hasta las puertas del salón y se detuvo antes de cruzarlas. Volvió a llamar
a Dora, aunque esta vez sin demasiada convicción. Realmente dudaba que ella
fuera a contestarla.

El salón parecía en orden. Atravesó las puertas de cristal y entró dando suaves
pasos sobre la alfombra, con sus cinco sentidos puestos en escuchar algún ruido.
Desde allí vio la puerta de la cocina abierta, y más allá - a través de las ventanas -
el jardín trasero. ¿Y si estuviese allí dedicándose a sus flores? Se apresuró a
comprobarlo. Cruzó el salón y la cocina y salió por la parte trasera de la casa. El
jardín estaba vacío a excepción de sus moradores habituales; una barbacoa de
piedra, algunos tiestos y una mesita de jardín de imitación de bronce. Irene lo
recorrió de una esquina a la otra pero no vio un alma.

Regresó a la cocina. Allí, por una pequeña puerta, se accedía a una estrecha
escalera que bajaba al garaje. Se asomó y llamó a Dora. Su voz sonaba débil,
ridícula… como la de una persona asustada. Abajo, se podía ver el suelo de
losetas rojas del garaje, iluminado por la luz del atardecer que entraba por alguna
parte. Si Dora se hubiese desnucado al bajar por las escaleras su cuerpo debería
estar allí, horriblemente torcido, quizás mirando hacía arriba con una mueca
terrorífica… ¡Vamos!, se dijo Irene, deja de decir estupideces…
Bajó y echó un vistazo rápido desde las escaleras. EL garaje, que en tiempos
albergó un coche, era ahora un espacio desierto. Unas cuantas estanterías y un
gran arcón congelador - donde Dora almacenaba comida para meses - eran los
pocos objetos que había por allí.

Regresó arriba y se dirigió al vestíbulo. Desde allí partían las escaleras que
conectaban ambas plantas. Antes de subirlas echó un vistazo al baño que
quedaba bajo ellas, pero estaba vacío. También había una salita que daba al
vestíbulo. Tenía una gran ventana en forma de "V" junto a la que había
dispuestos dos sofás gemelos, uno frente al otro, separados por una mesa baja, de
madera clara, llena de grandes libros de fotografías. Miró sin llegar a entrar y vio
que no había nadie.

Tomó las escaleras y subió lentamente y en silencio hasta desembocar en el


pasillo que conectaba las habitaciones de la primera planta El dormitorio
principal - recordaba - estaba al fondo. Su puerta era la única que estaba cerrada.
Las otras dos imprimían rectángulos de luz clara en el suelo del pasillo. Pasó
junto a ellas y vio que estaban vacías. Y terminó plantándose ante la última
puerta.

Por alguna razón que ni ella misma comprendía bien, dio un par de golpecitos y
llamó a Dora por última vez. Después giró la manilla.

Y por fin encontró a Dora.

Las persianas estaban medio echadas y la luz entraba cortada en grandes franjas,
iluminando tenuemente la habitación. Dora estaba tendida sobre la cama, en una
postura que recordaba a una efigie en la tapa de un sarcófago. El cuerpo recto,
mirando hacia arriba. Los brazos alineados a las caderas. Inmóvil.

Irene se quedó en el umbral de la puerta. Casi sin abrir la boca la llamó por
última vez...

- ¿Dora?

Su voz sonó trémula y desamparada.

Entró en la habitación y se acercó a la cama. Dora tenía los ojos entrecerrados y la


boca ligeramente abierta, como alguien que es fotografiado en el mismo instante
de comenzar un bostezo.

- ¡Dios mío!
Extendió su temblorosa mano hasta el cuello de la anciana y buscó el pulso. Tenía
que asegurarse. Pero no había nada, nada, palpitando debajo de aquella fina y
pálida piel. Después acercó los dedos a su boca y los dejó allí, suspendidos,
esperando sentir el calor del aliento. Pero aquella boca era ya tan solo una
cavidad muerta.

Muerta.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y en la garganta comenzó a formársele un


grito, que terminó viendo la luz.

Corrió al baño de la habitación y se remojó la cara. Respiró un par de veces


mirándose al espejo, tratando de contener sus nauseas. No quería vomitar.
Después regresó y observó el cadáver a cierta distancia. Se quedó ahí durante un
largo rato, paralizada ante la macabra visión de la muerte. Dora. Dora. Dora. ¡Sí
unos días antes estaba tan viva, tan llena de vida! Planeaba hacer un crucero por
el Pacífico para terminar el año. No quería estar sola en nochevieja, le había
dicho. Recordar eso le llenó los ojos de lágrimas a Irene.

Pensó en rezar una oración, pero en realidad no se sabía nada más que el Padre
Nuestro, y ni siquiera se acordaba del todo. Así que se acercó a la cama y cubrió el
rostro de Dora con un par de almohadones. Parecía haberse tumbado allí a
descansar. Quizá comenzó a sentirse indispuesta y subió a echarse un rato, para
no volver. Estas cosas ocurrían a menudo.

Lo mejor sería llamar al 112 y dar parte de aquello, pero entonces recordó que no
tenía teléfono. Maldijo en voz alta. Sin vecinos y con la playa desierta,tendría que
regresar a su casa y llamar desde allí, a menos que se encontrara a alguien por el
camino .

Se le ocurrió que había otra posibilidad: Recordó que Dora tenía un teléfono
móvil; un pequeño Ericsson rojo que parecía un bote de cosmético. Irene pensó
que si lograba encontrarlo podría hacer una llamada de emergencia desde él.

Sabía que Dora no utilizaba el teléfono a menudo, con lo cuál era probable que lo
tuviera guardado en algún sitio. Escrutó la habitación. Frente a la cama había un
secreter, la clásica pieza con varios niveles de cajoneras y un pupitre extensible
forrado de cuero verde. Se dirigió aquí y abrió y cerró varios cajones. Papeles,
cartas y facturas desfilaron por sus ojos, pero ningún teléfono. Encontró una vieja
fotografía de Dora y su marido, abrazados y sonrientes bajo un paraguas. En el
reverso había escrito "Hamburg, 1980" . Ahora por fin estarían juntos en el más
allá, pensó Irene, y de nuevo las lágrimas acudieron a sus ojos.

Pero debía de seguir adelante.


Se acercó hasta la cama y abrió el cajón de la mesilla . Encontró una mascarilla
de noche, un par de pañuelos con las iniciales DK bordadas, botes de pastillas,
monedas y billetes sueltos... unos sesenta euros, que Dora tendría a mano para
sus compras, taxi. Cerró el cajón.

Se dirigió entonces al armario empotrado que había junto a la puerta del baño.
Un aroma a madera cerrada le inundó las narices al abrirlo. Había allí algunos
vestidos, dos sombreros de paja, camisas colgadas de las perchas. La parte baja
del armario era una cajonera. Comenzó a registrarla abriendo uno a uno todos los
cajones. En uno de los últimos cajones encontró, escondida tras unos pañuelos,
una larga caja revestida de cuero marrón. Estaba en el fondo del cajón, como si
Dora no quisiera que nadie la encontrase de un primer vistazo, y tenía un buen
tamaño.

Irene se quedó mirándola en silencio, durante segundos. Aquello no era ningún


teléfono pero terminó apartó los pañuelos y la sacando la caja de su sitio.

Al tomarla entre sus manos oyó el sonido de muchos objetos entrechocando, y de


cadenas deslizándose en su interior. La miró y descubrió una pequeña cerradura
en uno de los lados. Después se quedó en silencio, durante unos segundos.

- ¿Qué estoy haciendo? - murmuró entre dientes.

Se apresuró a devolver la caja a su sitio, la tapó con los pañuelos y cerró los
armarios. De pronto se había sentido mal y no quiso permanecer más tiempo allí.
Salió corriendo de la habitación y pensando en que iba a vomitar.

Cinco minutos más tarde caminaba por lo alto de las colinas, con el aire fresco del
mar reanimándola.

¿Qué le había pasado? ¿Cómo era posible que hubiera tenido ese pensamiento
tan egoísta y horrible? Con el cuerpo de Dora aún caliente sobre la cama, ella solo
había pensado en lo "inoportuno" de su muerte. En su pequeño sueño truncado.
Y cuando se puso a registrarlo todo - ¿Solo buscaba el teléfono? - y encontró
aquella caja... Aquella caja que bien podía contener las joyas de Dora.

Se apresuró por el camino. Quería quitárselo de la cabeza; olvidarse - si era


posible - de haber tenido aquella idea por un segundo. Tardaría veinte minutos
hasta su casa. Desde allí llamaría a la policía, ¡qué ellos se hicieran cargo! Ella no
quería volver a pisar aquel lugar.

La brisa del mar y la soledad el camino fueron amortiguando aquellos


sentimientos. Los nervios se desanudaron en su estómago. Poco a poco fue
recobrando la sobriedad. Y entonces, las ideas que antes le habían parecido tan
vergonzantes, cobraron una nueva justificación en su mente.
¿Qué fue lo último que ella le dijo?

“El próximo día quiero que hablemos más en profundidad sobre esas ideas.
Quizás pueda ayudarte de alguna manera “

La última vez. La última voluntad.

Además, que Irene supiera, Dora no tenía hijas o nietas a las que dejar nada en
herencia. Posiblemente todo iría a parar a alguna prima lejana, que apenas la
conocía o que incluso se llevaba mal con ella. Alguien que no lo necesitase. En
cambio ella lo necesitaba… ¡vaya que sí lo necesitaba! Y Dora le había dicho que
la ayudaría.

Digamos que Dora la viese desde “el más allá” ¿La recriminaría por tomar un par
de joyas prestadas? Quizás ese broche de diamantes que llevaba la noche de la
cena... y - digamos -cuatro o cinco relojes. Eso sería más que suficiente. No
pretendía llevárselo todo, claro que no. Y además, el plan era devolverlo en
cuanto su negocio comenzase a generar beneficios. Exactamente lo mismo que si
fuera un préstamo, ya buscaría una manera de hacerlo.

Eran cerca de las ocho cuando llegó a su casa de la colina. Encontró el teléfono
móvil sobre la mesa de la cocina, junto a la tabla donde había estado preparando
sus pastelitos. Vio que tenía varias llamadas perdidas de John, seguramente para
decirle que había llegado perfectamente a Dublín. Le llamaría en un instante,
pero antes tenía otra llamada más importante que hacer. Marcó el número de
emergencias. 112. Colocó su pulgar sobre el botón de llamada y lo acarició,
dubitativa...

...sería tan fácil en realidad. Nadie la había visto entrar en casa de Dora. Nadie
sabía que había descubierto el cadáver. En lo que al mundo se trataba, ella no
había visitado a Dora Krann esa tarde y, por lo tanto, no sabía que estaba muerta.
Nadie lo sabía. ¿Qué importaba encontrarla hoy o mañana por la mañana? Iría a
visitarla, exactamente igual que había hecho esa tarde, solo que esta vez tendría
más decisión. Tomaría el pequeño "préstamo" y después llamaría a la policía.
¿Por qué no?

El zumbido del teléfono la despertó de sus pensamientos. En la pantalla, el 112


había sido reemplazado por otro teléfono. El de John desde Dublín.

- ¡Hola! - exclamó John al otro lado - Ya empezaba a preocuparme. ¿Dónde has


estado? Te he llamado lo menos tres veces.

Irene tardó un poco en responder y John le preguntó si iba todo bien.

- Fui a dar un paseo - terminó diciendo - ¿Que tal está Dublin?


- Oh… ya conoces esto. Un precioso cielo nublado, viento, lluvia y mi papaito con
sus prisas. Pero en el avión se me han ocurrido un par de escenas geniales para la
historia. ¿Y tú? ¿Finalmente visitaste a Dora?

- Sí… digo… no - respondió Irene soltando una especie de carcajada nerviosa -


quiero decir… al final decidí quedarme en casa. Estaba cansada y había cosas que
hacer… En fin, supongo que mañana iré a verla, por la mañana.

Eso: por la mañana. Era perfecto.

- Muy bien. Dale recuerdos de mi parte - dijo John - Y está noche cierra bien la
casa. Ya sé que a ti no te importa, pero yo dormiré más tranquilo. Sabes que
tengo una imaginación tenebrosa.

- Descuida. Me cerraré a cal y canto, dueño y señor mío.

- Me dejas más tranquilo. Sabes que eres la favorita de mi harem.

- Que te zurzan, John.

- Yo también te quiero.

Se despidieron e Irene se quedó con el teléfono entre las manos. Ya estaba hecho,
pensó.

El día siguiente amaneció húmedo y caliente. No había viento y la “calima”


retenía el calor del sol como en un invernadero. Era un clima que hacía aflorar los
nervios, cometer torpezas…

Irene llegó a la casa de Dora cerca de las nueve de la mañana. Llamó al timbre,
solo una vez al principio, y se quedó esperando igual que hiciera la tarde anterior.
Observó las ventanas del salón abiertas y la sombrilla desplegada en la terraza.
Todo estaba tal y como ella lo había dejado... incluso el cadáver de Dora - pensó
sintiendo un escalofrío

No había dormido nada bien la noche anterior. Había dado vueltas y más vueltas
en la cama, pensando en lo que había hecho. Medio arrepentida, estuvo a punto
de llamar a John en plena noche para contarle la verdad. Pero no lo hizo. ¿Qué
pensaría John de su mentira? Por no hablar de la policía. ¿Entenderían su
pequeño momento de debilidad? Lo dudaba. Incluso podrían incluso acusarla de
haber tenido algo que ver en la muerte de Dora.

¿Y si la policía sencillamente no se lo tragaba? ¿Y si decidían investigar? A fin de


cuentas, Dora era una mujer muy rica. Aunque todo apuntase a una muerte
natural había motivos sobrados para sospechar de un crimen. Seguramente
buscarían huellas por la casa, igual hacían en esas series de la televisión, y
encontrarían huellas de Irene. Esto era justificable hasta cierto punto. Ella había
entrado en la casa, había buscado a Dora, entrado en su habitación…. Sin
embargo, las huellas del armario y el joyero serían más difíciles de explicar; esas
tendría que limpiarlas.

Tras llamar repetidas veces y simular una paciente espera, sacó las llaves de su
bolso y entró en la casa.

El hogar de Dora Krann la recibió con un escalofriante silencio. Nada había


cambiado desde el día anterior, pero Irene sintió que aquel lugar era diferente.
Bueno, ahora sabía que había un cadáver pudriéndose en la planta de arriba y eso
era suficiente para que un sitio dejase de ser agradable. Un rayo de luz iluminaba
el vestíbulo procedente de la salita con la ventana en forma de "V". Irene pasó
junto a ella y se quedó quieta junto a las escaleras. Sintió un pequeño escalofrío
recorriéndole la espalda. No resultaba muy agradable volver a ver a Dora, muerta
sobre su cama... en realidad todavía podía echarse atrás...

"¡Vamos! no seas cobarde. Haz lo que has venido a hacer"

Sacó unos guantes de cocina que había metido en el bolso antes de salir. Tomó
las escaleras y subió al primer piso. Al en la habitación de Dora sintió una leve
fetidez flotando en el aire. El cuerpo - supuso Irene - habría comenzado a
descomponerse y pronto toda la casa olería a putrefacción.

Dora seguía exactamente igual que el día anterior. Tumbada sobre la cama, con la
cara tapada por los almohadones. Los brazos rectos, como en un ataúd, y los pies
descalzos. Se acercó a ella.

- Hola Dora - dijo susurrando - Voy... voy a tomar algunas cosas tuyas prestadas
- le espetó al inánime rostro del cadáver - Espero que no te moleste. Creo que tu
lo hubieras aprobado. Juro que algún día lo devolveré todo. Pero ahora necesito
esta pequeña ayuda. Sé que si estuvieras viva lo comprenderías.

Las puertas del armario chirriaron sobre sus ejes y le enviaron los aromas de
jabón y madera que habían reposado en su interior. Irene se arrodilló ante la
cajonera y buscó directamente la manilla del tercer cajón. Lo sacó casi por
completo y allí, medio escondida entre pañuelos de colores, estaba la caja de
cuero marrón.

La extrajo con cuidado, como si se tratase de una pieza radioactiva, o el


detonador de una bomba, y la agitó en el aire, volviendo a escuchar ese sonido de
cadenas y piecitas revolverse. Calculó que su contenido rondaría un kilogramo de
peso. La caja estaba cerrada por medio de una pequeña cerradura. No era gran
cosa, pero había que abrirla - forzarla sería un error estúpido que levantaría
sospechas. Irene imaginó que la llave no debería estar muy lejos. A Dora le
gustaba cambiarse joyas todos los días. Que ella se hubiera fijado debía tener por
lo menos seis relojes (Loewes, Gucci, Prada...) , una docena de pendientes (con
zafiros, rubíes, diamantes, esmeraldas), un precioso collar de perlas, pulseras,
broches y anillos.

Estaba segura de que la llave debía estaría muy cerca, en aquella misma
habitación. Rebuscó en los cajones, en los bolsillos de las chaquetas, en los
billeteros vacíos. Debía ser un sitio disimulado, pero fácil para acceder
diariamente.

Recorrió la habitación con la vista. ¿Dónde la escondería si fuese ella? Una


llavecita que, a fin de cuentas, no servía para gran cosa… tan solo para evitar que
alguien abriese el joyero y después pretendiese no haberlo hecho. La cama estaba
flanqueada por dos mesillas, una de las cuáles había registrado ayer (otro sitio
donde limpiar huellas, anotó mentalmente), después estaba el secreter. Se fijó en
él. Había unas cuantas figurillas y jarroncitos de porcelana sobre él, y le pareció el
sitio perfecto para esconder algo. Fue hasta allí y los inspeccionó uno a uno.
Mientras estaba haciendo esto, un zumbido invadió el piso inferior. Alguien
estaba llamando al timbre de la casa, y a Irene casi se le para el corazón. De
hecho, tuvo que hacer un verdadero ejercicio de malabarismo para sujetar un
pequeño jarroncito chino que tenía entre las manos. Al final lo consiguió, y se
quedó quieta con el jarrón pegado al pecho.

El zumbido todavía continuó un par de segundos más y después se cortó,


devolviendo la casa a su pesado silencio. Irene se quedó en silencio, con la
respiración contenida. El corazón había comenzado a latirle deprisa, muy
deprisa, y en la cabeza se le agolpaban preguntas, frases exclamativas, órdenes,
incluso rezos. ¿Quién podría ser? ¿Algún amigo de Dora quizás? ¿Alguno de los
vecinos? Recordó que la sombrilla aún estaba desplegada en la terraza. Quizás
por eso pensasen que Dora estaba en casa.

"No hagas nada. Quédate quieta. Aquí no pueden verte"

El zumbido volvió a invadir la casa al cabo de unos segundos, esta vez con
insistencia, sin un gramo de timidez. Fuese quien fuese el que llamaba, esperaba
que Dora le abriese.

Irene dejó el jarrón sobre el secreter y trató de pensar. ¿Qué debía hacer? Quizá,
si se quedaba muy callada, esa persona terminase desistiendo. Pensaría que Dora
no la oía, o que estaba en la playa. ¿Pero y si la hubieran visto entrar a ella?

Mientas pensaba todo esto, el timbre había dejado de sonar. Esperó un largo
minuto, sin moverse. Sentía su corazón golpeando en el pecho, tan rápido que
pensó que quizá le diera un ataque (¿podía una chica de 29 años morir de un
infarto?) Salió de la habitación y caminó hasta las escaleras. Las bajó despacio,
casi de puntillas. Después cruzó el vestíbulo y entró en el salón, pegándose a la
pared. Las ventanas aún estaban abiertas. Con mucho cuidado, se apostó tras un
fragmento de cortina que aún permanecía echado y lo apartó con un dedo.

No podía ver gran cosa desde ahí, ya que la terraza le ocultaba casi todo el
terreno, pero al menos el portón era visible. Tras observarlo durante un rato
concluyó que no había nadie por allí. Pensó que, fuese quien fuera, debía de
haberse marchado, aunque eso no significaba que pudiese volver. Quizás hubiese
ido hasta el barranco, para comprobar que Dora no estuviese en la playa, tal y
como ella había hecho ayer tarde.

Se dirigió de vuelta a la habitación. Cruzó el salón y entró en el vestíbulo. Pero


justo cuando estaba a punto de coger las escaleras frenó en seco.

Había un hombre ahí fuera. La miraba a través del cristal con forma de "V" de la
salita. Le hizo una seña al otro lado de la ventana, saludándola. Pero ¿qué
demonios hacía ahí? Irene tardó unos segundos en salir de su sorpresa y devolver
el saludo, después le indicó que fuese a la puerta principal.

- ¿La he asustado? - fue lo primero que dijo nada más abrirle la puerta - Encontré
el portón a medio cerrar y cuando vi que no me abrían me preocupé

Era un hombre joven, de treintaymuchos o cuarenta. Rostro atractivo, piel


morena y cabello ligeramente encanecido. En cuestión de un segundo, Irene se
dio cuenta de que aquel tipo no mostraba ningún signo de alarma al verla allí.

- Estaba atareada arriba - dijo Irene - y... por eso no llegué a tiempo al timbre.

El hombre la sonrió. Vestía una camiseta salpicada de manchas de pintura y unos


pantalones cortos con bolsillos a los lados.

- ¿La señora no está en casa?

- Pues...no. Ha salido... - dijo Irene y acto seguido añadió-: Está de viaje.

La sonrisa del chico perdió algo de intensidad.

- Vaya. Pero si me dijo que estaría aquí ¿No le dejó recado a usted? Bueno...
siempre la puedo llamar. En fin...¿le importa abrirme la puerta grande? Es para
meter el coche.

Irene no respondió ni hizo ademán de hacerlo. Se quedó cómo congelada.

- ¿Señorita? ¿Se encuentra bien?


- Si...si... verá es que... ¿Puede decirme a qué viene usted? ¿Es un pintor o algo
así?

El tipo se rió, pero con un aire de ironía.

- ¿Pero es que su señora no le dejó recado? Y después vendrán con prisas, como
siempre.

Irene se dio cuenta de que aún llevaba los guantes de cocina en las manos, y de
que seguramente ese tipo la estaba confundiendo con la sirvienta de Dora.
Decidió no contradecirle por el momento.

- Pues, para serle sincera, no estoy al tanto. Solo llevo aquí un par de días.

- Por eso no recordaba haberla visto cuando vine. En todo caso, respondiendo a
su pregunta: me llamó Carlos y soy albañil. La señora quería que cambiara el
plato de la ducha. Estuve aquí hace dos semanas para hacer el presupuesto. Ella
quería tenerlo acabado para antes de Mayo, porque era cuando me dijo que se
marchaba a Alemania. Pero ahora veo que se ha ido antes de tiempo.

- Si... - respondió Irene - salió para un asunto urgente. Y me dejó al cuidado de la


casa. En realidad no soy su sirvienta. Solo soy una amiga. No me dijo nada del
plato de la ducha. Debió olvidarse de mencionarlo con las prisas.

- Muy bien - respondió él - ¿pero qué hacemos ahora? Ella parecía tener mucha
prisa y yo he cancelado dos cosas por venir hoy...

Irene trataba de pensar.

- Lo mejor es que llame a Dora - terminó diciendo - Si no le importa, preferiría


estar informada de todo esto.

- Hágalo- la invitó el hombre.

- No... - respondió ella.

- ¿No, qué?

- Que ... no tiene teléfono. Hasta esta tarde no estará accesible.

- ¿Y qué quiere que haga? ¿Que espere?

- Déjeme su número - dijo Irene rápidamente - Le llamaré en cuanto hable con


Dora.

- De acuerdo - dijo el hombre - Pero era ELLA la que tenía prisa. Recuérdeselo.
- Lo haré. Y lo siento... siento las molestias. Yo...

El albañil le dio una tarjeta y bajó las escaleras murmurando algo. Irene esperó a
que hubiese despareciese para cerrar la puerta. Después se apoyó en ella, de
espaldas y lentamente se dejó resbalar por la madera hasta sentarse en el suelo.
Hundió las manos en su cabello y cerró los ojos.

Lloró, pensó en el suicidio. Golpeó el suelo y se golpeó a ella misma por haber
sido tan idiota. Deseó que todo fuera un mal sueño, como esas veces en las que
sueñas que cometes un error muy grande pero al final te despiertas libre, absuelto
de tus pecados.

¿Por qué había mentido? ¿Le quedaba alguna otra opción? Ella no había
respondido al timbre y entonces él apareció de pronto. Pensó que la habían
descubierto. No supo muy bien cómo reaccionar. Dijo eso de que DOra estaba de
viaje... Y había sido un tremendo error. Quizá el error más grande que había
cometido en su vida. Ahora estaba atrapada...¿Qué podía hacer? ¿Admitir su
mentira? Era una posibilidad. Aún no había cometido ningún delito... ¿o
realmente lo había cometido?

- ¿Por qué mintió? - le preguntaría el policía - ¿Por qué dijo que Dora estaba de
viaje?

- Yo... pensaba tomar algunas joyas. Pero lo devolvería todo. Se lo juro agente.

Se vio a sí misma conducida por dos guardianas a través de un pasillo carcelario,


entre celdas de las que surgían manos implorando ayuda. Se imaginó a John
abandonándola, volviéndose a Dublín junto con sus padres, que le dirían -ahora
sí- lo que siempre habían pensado de Irene, y que había terminado siendo
verdad.

"Era una ladrona. Una sucia ladrona de poca monta"

Y John....¿Qué pensaría de ella? ¿Como le explicaría aquello?

- ¿Cómo pudiste hacerlo? - le preguntaría sin poder mirarla fijamente a los ojos -
Era tu amiga ¿lo era? ¿O solo la querías por su dinero? Quizá yo signifique lo
mismo: Dinero. ¿Eso es lo que soy para tí Irene?

"¡No!¡No!¡No!" Ella, Dora, le dijo que le ayudaría. La última vez que estuvieron
juntas...¿Es que cuando muere una persona lo hace también su voluntad?

Pasó una hora sentada en el suelo del vestíbulo, aunque para ella fue como una
eternidad. Al cabo de ese tiempo se levantó y fue en busca de una bebida. Dora
tenía un mueble bar con algunos licores. Se sirvió una copa, tomándola con sus
guantes de goma, y se derrumbó sobre el sofá.

El alcohol logró relajarla y eso le permitió pensar con algo de claridad. Había dos
cosas claras. La primera: Que aún estaba a salvo. La muerte de Dora era todavía
su secreto a menos que ese albañil no la hubiera creído . Lo malo - y esta era la
segunda cosa clara - es que había mentido. Se había atrapado con esa estupidez,
pero al menos tenía cierto margen para jugar sus cartas.

"Dora ha salido urgentemente a Alemania dejándome al cuidado de la casa. Me


pidió que le regara las plantas un par de veces por semana y que - si podía-
abriera un poco las ventanas. "

Se imaginó a sí misma contándole esto a John y le encajó. ¿Por qué no creérselo?


Al fin y al cabo Dora viajaba muy a menudo. Siempre podría inventarse que ella le
llamaba en el futuro y le decía algo como:

"ya no volverá a Cádiz este año. Y me pidió que cerrase la casa por ella. Por cierto,
te manda muchos recuerdos"

¿Quién la echaría de menos? No tenía hijos ni familia cercana, que Irene supiera,
y sus pocos amigos vivían en las cuatro esquinas del mundo. Irene dudaba
siquiera de que alguien conociese aquel refugio gaditano.

En cuanto al albañil... Al principio había pensado en despacharle con alguna


disculpa, decirle que Dora había cambiado de opinión y que ya no quería realizar
la obra. Pero eso levantaría sospechas, sobre todo si es que Dora había
presionado al tipo para que viniera cuanto antes. Lo mejor sería darle paso.
"Cambiar el plato de la ducha" le había dicho. Bueno... eso no era un trabajo
demasiado largo, uno o dos días a lo sumo. Y podría pagárselo de su propio
bolsillo al terminar.

Pero eso significaba mover a Dora de sitio. ¿A dónde? Tenía que hacerla
desaparecer, y tenía que ser "para siempre". Pensó enterrarla en el jardín trasero.
Era un lugar a salvo de miradas curiosas donde podría cavar tranquilamente
durante la noche. No obstante, Irene no era tan ilusa como para pensar que cavar
una fosa sería algo sencillo. Además, el color de la tierra removida en el césped
trasero sería algo demasiado llamativo, al menos mientras el albañil andaba
pululando por la casa. De modo que decidió que no la enterraría hasta que el
visitante hubiese terminado su trabajo. Mientras tanto tendría que pensar una
solución temporal. Quizá moverla de habitación bastase, aunque el hedor del
cadáver había comenzado a percibirse escaleras abajo también...

Se puso en pie y dejó la copa en la mesita. Se dirigió a la cocina a por algo de


hielo y, al pasar junto a las escaleras del garaje, se le ocurrió una idea. Bajó las
escaleras hasta el garaje. Allí, junto a una de las paredes, el arcón refrigerador
emitía un leve y sostenido zumbido. Lo abrió y miró en su interior. No estaba
muy lleno; paquetes de carne, pescado, botes de helado y bolsas verduras
congeladas. Calculó que habría suficiente espacio y comenzó a sacarlo todo y a
apilarlo en el suelo.

Después fue a por Dora.

Tardó más de cuarenta minutos en bajarla hasta allí. El cadáver pesaba


terriblemente y además era difícil de manejar. Al principio quiso cargárselo al
hombro, pero se le escurría. Después trató de montárselo a la espalda, y terminó
cayéndose en medio del pasillo. Al final decidió arrastrarlo por las manos. Fue
desagradable ver las piernas golpeándose y rebotando en las escaleras, y por un
momento temió que se abriese una herida y ensuciara el suelo de sangre. Pero
nada de esto ocurrió. Una vez en el garaje, levantó a Dora sobre la puerta del
arcón y la dejó caer hasta el fondo, causando un fuerte golpe metálico. Una de sus
piernas se quedó fuera y tuvo que flexionarla para que encajase. Después, como
aún quedara espacio entre el cuerpo y la puerta, colocó algunos alimentos sobre
ella y hecho esto, cerró el arcón.

Cargar con el cadáver la había dejado agotada, pero todavía trabajó una hora
más. Subió a la habitación, abrió las ventanas y la limpió a conciencia, prestando
especial atención al armario y los cajones donde había dejado sus huellas el día
anterior. Después tomó la caja de cuero negro, que aún estaba sobre la cama y la
miró pensativa ¿Qué debía hacer con ella? .

En ese instante oyó sonar su teléfono desde el interior del bolso que estaba sobre
el secreter. Fue corriendo a cogerlo y vio el nombre de John en la pantalla. Tragó
saliva y cogió la llamada.

John la telefoneaba desde su casa familiar de Wexford, dedujo Irene. No hizo


falta que él se lo dijera; el tono de su voz - tímido y susurrante - era más que
suficiente. Estaría metido en su habitación - donde su madre aún cubría la cama
con un edredón de ositos- tratando de que sus padres no le oyesen. John siempre
adoptaba esa actitud en la casa de su familia, cosa que Irene odiaba.

Le dejó hablar. John le contó que se habían reunido con los abogados esa mañana
y que al parecer la cosa se iba a alargar más de lo previsto. Quizás tuviera que
cambiar su reserva del vuelo de vuelta. Irene no puso objeciones. Después John le
contó que había estado con algunos amigos comunes de Dublín y que todo el
mundo le enviaba muchos recuerdos. No le preguntó nada acerca de Dora. En
realidad ni siquiera le preguntó nada, algo que, dadas las circunstancias, Irene
agradeció profundamente.

Tras despedirse y colgar el teléfono se sentó junto a la caja de cuero negro y se


quedó mirándola, pensativa. Después fue al secreter y buscó en los cajones hasta
dar con un abrecartas. No fue difícil reventar la pequeña cerradura del joyero -
¿para que esperar a encontrar la llave? ahora que Dora se había marchado "para
siempre" , las joyas también debían desaparecer.
Empujó la tapa hacía arriba, suavemente, y el pequeño tesoro relució en la
penumbra de la habitación. Debía tratarse de, por lo menos, una veintena de
joyas: Pendientes, collares, relojes, pulseras... todo fabricado con metales y
piedras preciosas de la mejor clase: Oro, plata, platino, rubíes, zafiros,
diamantes… Calculó que solo el pequeño reloj Gucci de cadena plateada y con
incrustaciones de diamante en la caja vendría a valer alrededor de 6000 euros.
Un broche de zafiros y rubíes que Dora lucía la noche que John y ella cenaron en
su casa podría alcanzar la cifra de 10.000. Y el resto...aquello sumaba una
pequeña fortuna.

Volvió a pensar en John ¿Cómo podría explicarle aquel dinero? Tantas veces
habían hablado de las opciones, de los amigos, los familiares... de todas esas
personas que Nunca le prestarían un céntimo... ¿De dónde se suponía entonces
que venía todo esto? Quizá podría decirle que era un préstamo de Dora. "Me lo
dio antes de marcharse. Dijo que ya se lo devolvería" Irene le contó a John lo que
Dora le había insinuado la última vez que se vieron.Por supuesto, lo haría de
manera sutil. Escondería las joyas en algún sitio, quizá la caja de seguridad de
algún banco, e iría vendiéndolas una a una, en diferentes joyerías, o quizá por
internet (que resultaba mucho más anónimo aún) y John nunca se enteraría de
nada. Ella montaría su tienda y comenzaría a trabajar. Después, con el paso del
tiempo, haría dinero y ya no habría más preguntas al respecto.

Eran cerca de las tres de la tarde cuando decidió que la casa estaba
suficientemente limpia y ordenada. Cogió la tarjeta de Carlos, el albañil y salió
con ella y su teléfono a la terraza de la casa. Se sentó en la hamaca, bajo la
sombrilla, y mientras miraba la playa marcó el número que venía en la tarjeta.

Al otro lado surgió la voz del albañil.

- Soy Irene, la amiga de Dora Krann -se presentó Irene.

- Hola - saludó el tipo - ¿Ha podido hablar con ella?

- Sí. Me dijo que se le había olvidado por completo. Me pide que me disculpe de
su parte. ¿Cuánto tiempo cree que le llevará la obra?

- En un día estará hecho.

- Perfecto. ¿Podría venir mañana?

- Claro.

- Pues le espero aquí, digamos a las ocho y media. ¿De acuerdo?


Irene colgó el teléfono y se quedó tumbada en la hamaca, escuchando el rumor de
las olas, pensando en que quizás, a fin de cuentas, no tenía razones para
asustarse. ¿Qué podía ir mal?

Cerró los ojos y, casi sin darse cuenta, se durmió.

A unos quinientos metros de allí, escondido entre unas rocas del acantilado, un
hombre la observaba a través de unos prismáticos. Era Carlos, el hombre con el
que Irene acababa de hablar sin saber que él la estaba observando mientras lo
hacía. Estaba apoyado sobre una roca; con una mano sujetando el teléfono y con
la otra unos prismáticos. Con ellos recorrió el cuerpo de Irene lentamente con la
mirada. Las piernas, el vientre... se detuvo un buen rato a la altura de los pechos.

"No está mal", murmuró sonriendo, "nada mal"

Dos días antes, la vista desde allí había sido mucho menos divertida. Una
ancianita - la señora Krann - sentada bajo su sombrilla, bebiendo té y leyendo
una revista. Carlos la había observado durante un par de días antes de decidirse a
actuar.

Tras asegurarse de que la vecindad estaba tan desierta como de costumbre, se


dejó caer por allí y llamó al timbre. Dora tardó un poco en reconocerle; al fin y al
cabo había pasado un año desde que Carlos estuvo por allí colocando un nuevo
plato de ducha en el dormitorio (Irónicamente el mismo trabajo que le dijo a
Irene que haría mañana. ¿Se daría cuenta ella de que el plato estaba
prácticamente nuevo? Lo dudaba) Pero después de una breve conversación entre
el portón y la terraza, Dora recordó a aquel muchacho simpático y encantador
que hizo tan buen trabajo, y le abrió la puerta. Era una mujer muy confiada.

- Estoy armando un pequeño catálogo de mis trabajos y el suyo es uno del que
quedé especialmente satisfecho. ¿Le importaría que sacase una foto a su baño?

Carlos sabía adornar sus frases con un repertorio de sonrisas y gestos orientados
a despertar ternura.

- Ya sabe... con la crisis, uno tiene que utilizar todo lo que tiene a su alcance para
encontrar trabajo.

Dora no puso ninguna pega. Le abrió sus puertas de par en par y le acompañó
escaleras arriba. Carlos, que había planeado matarla en el vestíbulo y cargarla
después, decidió que aquello le ahorraría trabajo y la siguió.

- Espero no molestar. Igual hay alguien durmiendo y...


- No molestas, querido - le dijo ella mientras caminaba por el pasillo, confiada -
ni siquiera tengo perros o gatos.

Él ya sabía todo esto, pero quería asegurarse. Un año antes, mientras trabajaba
en el plato de la ducha se las arregló para mantener varias charlas con Dora y
sacarle información. Hizo el trabajo más lento, y además simuló un pequeño
accidente con una espátula (haciéndose un pequeño corte a propósito) para ganar
tiempo y acceder a otras partes de la casa.

Dora hablaba abiertamente de su viudedad, y del hecho de que solía pasar allí
unos meses al año, en una especie de retiro espiritual. Carlos comenzó a planear
su muerte el segundo día de trabajo. Sin embargo, sabía que aún pasaría mucho
tiempo hasta que lo llevase a cabo. Conocía el oficio y sabía esperar.

Durante ese año terminó otros trabajos pendientes. Malaga, Granada, Sevilla.
Cosas que había localizado con su método del albañil simpático. Pero se complicó
cuando tuvo que dar una paliza a un anciano inglés en Marbella para sacarle la
combinación de la caja fuerte, con tan mala suerte que terminó matándolo. Así
que decidió que se retiraría por el resto del año, a excepción de ese trabajito en
Cádiz, que prometía ser dinero fácil.

Cuando aquella tarde entró con Dora en la habitación y vio los almohadones
sobre la cama se le ocurrió que podía hacerlo con ellos. Siempre era mejor no
dejar demasiadas evidencias. Según Dora abrió el baño, él se apresuró a tomar
dos grandes almohadones. Desafortunadamente, ella le atrapó haciéndolo.

- ¿Qué haces? - le preguntó fríamente - ¿Vas a matarme?

El asintió con la cabeza, desplegando una larga sonrisa de reptil entre sus labios.

Carlos nunca hubiese creído que una anciana pudiera moverse tan deprisa y con
tanta energía. Dora fue directamente hacía él y lo empujó haciéndole caer sobre
la cama, después salió corriendo y Carlos pudo ver como cogía un pequeño
teléfono móvil rojo del secreter que había frente a la cama y salió al pasillo a toda
velocidad. Mierda, la cosa se complicaba.

Corrió tras ella y la alcanzó en el pasillo, derribándola. El teléfono rodó por la


madera del suelo y Dora trató de alcanzarlo, pero Carlos fue más rápido y se lo
arrebato; a la muy ... le había dado tiempo de marcar el 112.

Tomó uno de los cojines y se lo puso en la cara. Dora comenzó a patalear y a


lanzar sus manos hacía delante, tratando de clavarle las uñas en los ojos. En una
de esas, le encajó un rodillazo en sus partes y Carlos, enrabietado, le soltó un par
de puñetazos en el vientre que la terminaron de paralizar. Después la sujetó bien
con la otra mano y siguió apretando, hasta que la anciana dejó de moverse. Con
esto terminaba el "show"... y justo entonces sonó el maldito timbre. A Carlos solo
se le ocurrió maldecir en voz alta.
Había pasado dos días observando la casa y no había visto pasar a nadie. Ni el
cartero, ni panaderos, nada. El barrio estaba desierto, igual que el año anterior.
En la playa, a excepción de algún pescador o algún turista muy ocasional, no
había visto a nadie. Carlos sabía que Dora no tenía demasiados amigos en el
pueblo - él mismo había hecho alguna que otra pregunta y tampoco nadie sabía
demasiado de ella. ¿Quién demonios sería entonces? Tal vez algún imbécil
vendiendo seguros o enciclopedias. Se quedó en la habitación, sin hacer un solo
ruido, con la esperanza de que fuera quien fuese, se cansara de esperar. Pero el
timbre volvió a resonar por toda la casa. Y entonces oyó la voz de una chica
llamando a Dora.

Actuó con celeridad. Arrastró el cuerpo hasta la habitación y la tumbó en la cama,


colocándola lo mejor que pudo. Ahuecó los almohadones y los ordenó en la
cabecera. Después examinó el cadáver, comprobando que no le hubiera
provocado ninguna moradura o cardenal. Todo parecía correcto. Otra anciana
que moría plácidamente en la cama.

Entonces oyó el sonido del portón abriéndose y volviéndose a cerrar. Salió al


pasillo y se apostó tras la barandilla de la primera planta.

Vio a la chica entrar en la casa y comenzar a registrarla en busca de su amiga. Ella


se dirigió a la cocina y él aprovechó para bajar por las escaleras y esconderse en la
salita que quedaba a la derecha del vestíbulo (esa con la ventana en "V") . Había
decidido que tal vez tuviera que matar otra vez. Sacó un trozo de cable que
llevaba en el bolsillo del pantalón, con él que había pensado matar a la vieja en
primer lugar, y lo tensó entre sus manos. Oyó los pasos de la chica acercarse al
vestíbulo y se preparó.

Hubiera sido muy fácil. Según se asomaba, rodear su cuello con el cable, moverse
a sus espaldas y estirar. Un desagradable minuto después habría un problema
menos del qué preocuparse. Pero la chica, por alguna razón, decidió no entrar en
la salita. Se quedó mirando al otro lado y continuó su búsqueda escaleras arriba.

Eso le dio tiempo a Carlos para pensar. Aquello se complicaba y ya había tenido
suficientes complicaciones por ese año. Quizá hubiese alguien esperando a la
chica. No merecía la pena jugársela. Mientras Irene hacía su descubrimiento
escaleras arriba, Carlos salió sigilosamente en dirección a la puerta. Una vez en el
exterior, saltó la tapia del jardín trasero y huyó colina arriba. Diez minutos
después estaba de vuelta en su pequeño escondite entre las rocas.

Pensó que lo más inteligente era esperar y observar los acontecimientos. Había
sido bastante cuidadoso con sus huellas y además - exceptuando los dos o tres
puñetazos que le había propinado - la muerte de la anciana podía pasar por algo
natural. Teniendo en cuenta que no había tenido tiempo de robar nada, era muy
posible que la policía cerrara el caso como muerte natural.
Esperó tranquilamente a ver llegar una ambulancia, la policía... pero una hora
después de que la chica entrase en la casa - y ya oscureciendo - nadie hacía acto
de presencia. Y entonces vio a la chica abandonar la casa a paso rápido. ¿Qué
estaba pasando?

Pensó que quizá fuese a buscar ayuda y siguió escondido. Esperó otras dos horas.
Había anochecido y seguía sin haber señales de la policía o las ambulancias. Se
preguntaba a dónde demonios habría ido la muchacha. Comenzó a olerse que
algo extraño estaba ocurriendo, pero aún así no se atrevió a irrumpir en la casa
aquella noche. Ya habían ocurrido demasiadas cosas improbables por un día.

Esa mañana, en el café del pueblo nadie parecía comentar nada. De hecho, el
guardia municipal estaba por allí, empachándose a bollos, y todo lo que parecía
preocuparle eran los resultados deportivos de la televisión. Definitivamente la
muchacha no había llamado a la policía, y a Carlos comenzó a ocurrírsele lo que
estaba pasando. Tomó su furgoneta y condujo hasta lo alto de la colina. Tal y
como esperaba no había ni un alma por allí. Bajó por la carretera y aparcó junto a
la casa. Se quedó un rato metido en su coche, fumando y tratando de escuchar
algo. Le pareció oír ruidos pero no podía estar seguro de que procedieran de la
casa. Entonces se cansó de esperar. Tocó el timbre un par de veces. Nadie
respondió, así que saltó la verja y subió a la casa, rodeándola. Miró por la ventana
en forma de "V" y la vio, caminando de puntillas sobre la alfombra, con cara de
haber visto un fantasma. Carlos todavía podía verla blanca como una vela,
tratando de resultar natural en la puerta. "Soy su amiga. Ella está en Alemania.
Me dejó al cuidado de las flores..." Había tenido que aguantarse la risa ante
aquella pésima actuación. Se la jugó al todo o nada con la historia de la obra. Si
la chica le descubría... peor para ella. Pero ni hizo falta. Además, ahora tenía un
As en la manga y quería jugarlo con delicadeza. Aquella muchacha podría
ahorrarle el trabajo de encontrar la caja fuerte, o donde fuera que la mujer
escondía su dinero y sus joyas. Después... quién sabe - pensó mirándola de nuevo
con los prismáticos - Quizás hubiese algo de diversión.

Tomó sus cosas y volvió al coche silbando.

Al despertarse al día siguiente, Irene tardó unos pocos segundos en reconocer


aquel nuevo lugar. Estaba una de las habitaciones de invitados de la casa Dora. Se
levantó y pasó unos segundos sentada, pensando. La noche anterior se había
quedado dormida y cuando se despertó era muy tarde así que decidió quedarse.

Eran cerca de las ocho de la mañana. Tomó una ducha, se vistió y se preparó un
buen desayuno en la cocina. Café, huevos hervidos, bacón y tostadas. Después
hizo una breve visita al garaje y comprobó que el arcón seguía bien cerrado. De
allí, subió hasta la habitación de Dora y la repasó por última vez. Hechas estas
comprobaciones, bajó a la terraza y se sentó bajo la sombrilla. Hacía un día
fantástico.
El albañil llegó con algo de retraso. El morro de su furgoneta asomó tras las
verjas del portón.

- ¿Puede abrirme la verja grande? - preguntó con el motor todavía en marcha

- Espere - respondió ella.

Entró en la casa y se dirigió al vestíbulo. Allí, en el pequeño telefonillo de entrada


vio dos botones. Apretó ambos. Regresó a la terraza y vio la gran verja abriéndose
lentamente. El albañil condujo el coche hasta la entrada del garaje. A Irene le
vino inmediatamente una imagen a la cabeza: El rostro de Dora, congelado,
sonriendo entre paquetes de verdura y trozos de carne.

- Es mejor que lo suba a la otra entrada - le gritó - Queda más a mano de la


habitación.

El tipo extendió el dedo pulgar por la ventanilla y volvió a maniobrar,


conduciendo por la pequeña carreterita curvada hasta aparcar delante de la
entrada principal. Después apagó el motor y salió del coche. Seguía llevando unos
pantalones cortos con bolsillos y la camiseta de color gris indefinido que Irene le
había visto el día anterior. Pensó que en realidad parecía más un gigoló de playa
que un albañil.

- Hace un gran día ¿verdad? - la saludó, sonriente.

- Sí - respondió Irene. Y era cierto. Hacía un día estupendo.

- ¿Irá usted a la playa? Yo iría si pudiera.

- No lo creo - dijo Irene, que en realidad planeaba quedarse todo el día guardando
la casa - tengo algunas cosas que hacer.

Le sostuvo la puerta mientras el hombre cargaba diversos materiales dentro de la


casa: El nuevo plato de ducha, una caja de herramientas, pistolas de silicona,
plásticos... Lo fue subiendo todo escaleras arriba y, aunque Irene no se lo había
indicado, parecía que el hombre recordaba perfectamente la ubicación del
dormitorio de Dora. Supuso que lo habría visto la vez anterior-

Cuando ya no quedaba nada más que la caja de herramientas, Irene cerró la


puerta y la cogió, llevándola escaleras arriba hasta la habitación. La dejó sobre la
taza del baño y después se quedó apoyada en el marco de la puerta, mientras el
hombre se preparaba para la tarea.

- ¿Necesitará que corte el agua o algo así?


- No hará falta - dijo él mientras iba extendiendo algunos plásticos por el suelo -
¿Hay algún enchufe por aquí? ¡Ah, ya lo veo! Con esto será suficiente.

Irene miró el plato de ducha que descansaba, envuelto en plástico, junto a la


puerta. Después observó el que estaba en la ducha de Dora. Parecían idénticos,
excepto porque el de la ducha tenía una alfombrilla antideslizante encima.

- No parece que esté muy viejo - dijo señalando hacia el suelo de la ducha.

- No... - respondió el hombre - Pero este es un poco mejor, de piedra maciza. El


que tiene puesto es de plástico.

- Vaya... parecen iguales en la distancia.

- ¿Verdad que si? Es una buena imitación, pero al tacto se nota enseguida.
Después, cuando lo haya puesto, puede probarlo si quiere.

Irene sonrió y no respondió. Había notado que el hombre se ponía nervioso con
sus preguntas, como si le incomodara si insinuación de que ambos platos eran el
mismo (algo que ella juraría) Bueno, aunque fuese un tramposo a ella no le
interesaba destaparle.

- ¿Vive usted aquí en la casa? - le preguntó él entonces - quiero decir... mientras


su amiga está fuera.

Irene encontró aquella pregunta un poco entrometida. No obstante respondió.

- Tengo una casa a unos pocos kilómetros de aquí; al otro lado de la colina -
después se quedó callada unos instantes y añadió -: aunque la noche pasada me
quedé aquí porque se me hizo un poco tarde.

- Claro - concedió él - ¿pero usted no es de la zona, verdad? Déjeme adivinar ¿De


Madrid?

El hombre se había puesto en pie y hurgaba en su caja de herramientas en busca


de algo. Irene pensó que en realidad se lo preguntaba por hacer conversación, no
tenía aspecto de estar interesado en la respuesta.

- Sí - respondió - Nací en Aranjuez, pero he vivido toda mi vida en Madrid.

- Mmmm - asintió el tipo, extrayendo un gran martillo de la caja - Es una ciudad


muy bonita, Aranjuez quiero decir. Madrid es demasiado grande. Inhumana. Yo
viví allí un tiempo. Tuve que escapar.

- Puede - asintió Irene - Yo también escapé.


- Y ha elegido buen sitio - dijo él, asumiendo que Irene se refería a Cadiz - aunque
todavía hace un poco de frío. ¿Está aquí de vacaciones o trabajando?

- De vacaciones - respondió Irene - Bueno, en realidad vinimos a pasar una


temporada. Mi novio es escritor y está terminando una novela.

- ¡Caramba, escritor! ¿No será alguien famoso?

- Oh no - rió Irene - ésta es su primera novela. Ni siquiera tiene editorial.

- Bueno, todos los buenos empiezan así. ¿Vendrá hoy? Me sacaré una foto con él
ahora que todavía puedo acercarme.

Soltó una carcajada y a Irene se le contagió la risa.

- Pues lo siento, pero ahora mismo está de viaje también.

- ¡De viaje! Ya veo; la han dejado completamente sola. Su amiga, su novio... No


me diga que ni siquiera tiene un perrito para hacerle compañía.

Irene negó con la cabeza

- Ni siquiera - dijo riendo.

Y el hombre rió con ella mientras sacaba un largo cincel de su caja de


herramientas.

Irene se despidió de él y bajó de nuevo a la terraza. Aún quedaba algo de café.


Tomó una revista y comenzó a leerla mientras oía los primeros golpes de
martillo. Sería un día aburrido, se dijo, pero no debía moverse de allí.

Escaleras arriba, Carlos golpeaba el suelo con el cincel. Mientras tanto, le daba
vueltas a algunas ideas.

La chica estaba de mierda hasta el cuello. Le había mentido respecto a la vieja,


incluso había sacado el cadáver de la habitación y vete tu a saber dónde lo habría
escondido. Seguramente estaría todavía en algún lugar de la casa, a la espera de
ser "eliminado" apropiadamente. Pero ¿qué era lo que pretendía? ¿Quedarse con
la casa? No, eso sería sencillamente estúpido. Lo que hacía era esperar a
quitárselo de encima (a él) y así poder reventar la caja fuerte o dónde la vieja
guardase su pasta y sus joyas. Quizá su novio estuviera buscando algo con qué
hacerlo. Estaba claro que ambos eran unos novatos que se habían topado con un
caramelo... pero era un caramelo que no les pertenecía.
En realidad no podía atrasarlo demasiado. Ya sabía que estaba sola (¡Con que
facilidad salían las cosas!). Bajaría con alguna disculpa (¿un poco de agua,
quizás?) y, en cuanto la tuviese a tiro, la cogería del pelo y la abofetearía un poco.
Un par de abrazaderas valdrían para sujetarla a cualquier silla. Y una vez allí,
sería cuestión de tiempo que ella le dijese dónde estaba la caja fuerte. No creía
que ella fuera a hacerse la valiente, sobre todo después de probar unos cuantos
puñetazos.

Pero aún tenía tiempo. No debía darse prisa. Siguió golpeando con el cincel,
planeando cómo lo haría.

El ruido comenzó a provocarle a Irene un ligero dolor de cabeza. No había


querido moverse de allí y perder de vista al albañil, pero aquello comenzaba a ser
molesto y además empezaba a asarse de calor. Mientras el cincel resonara,
pensó, significaba que el tipo no se movía del cuarto de baño. Así que bajó por las
pequeñas escaleras de la terraza hasta la piscina, se desvistió apresuradamente y
se metió, solo con las braguitas, en el agua azulada de la piscina. El cincel seguía
golpeando rítmicamente en la planta superior.

Metió la cabeza en el agua y la mantuvo un buen rato ahí abajo, escuchando la


reverberación de los golpes del cincel. El agua estaba fresquísima y era una
sensación muy agradable. Sacó la cabeza y la volvió a meter. Después hizo "el
muerto" recibiendo los cálidos rayos de sol sobre su rostro, torso y piernas.
Mientras tanto oía el cincel, imparable, y sabía que podía seguir con su pequeña
travesura.

Pasó unos diez minutos allí y entonces el cincel frenó su golpeteo, de pronto. Ella
esperó unos segundos a que el hombre reanudase su trabajo, pero esto no llegó a
ocurrir, y entonces se apresuró a salir de la piscina. Se vistió a toda velocidad,
mojando sus ropas, y justo en ese instante oyó el golpeteo reanudarse.

- En fin - suspiró

Estaba aburrida y se le ocurrió llamar a John. Regresó a la planta, a por su


teléfono, pero el ruido era imposible de aguantar. Salió otra vez a la terraza, y,
mientras sonaban los tonos del teléfono de John, bajó las escaleras y se alejó un
poco de la casa.

John no contestaba ¿Estaría reunido con los abogados de su padre? ¿O


desayunando en familia? ¿Con el estricto señor O'Rourke, que alguien parecía
haber empalado con una escoba. Y su esposa, Lorraine, tan obsesionada con
aparentar, tan deprimida en el fondo?
Volvió a probar con el teléfono; no se resignaba a no poder hablar con él.
Caminaba en esos instantes cerca del coche del albañil y, mientras daban tonos
otra vez, miró su reflejo en los cristales y se atusó un poco el cabello.

El interior del coche - un modelo familiar al que le habían quitado todos los
asientos traseros - estaba lleno de trastos. Unas escaleras plegables, más cajas de
herramientas, bidones de plástico, ropa, periódicos, cajetillas de tabaco. Irene
observó todo aquello distraídamente, mientras el teléfono daba tonos y más
tonos. ¿Dónde estaría John? Estaba a punto de pasar de largo cuando lo vio, casi
de milagro: Un pequeño objeto de color rojo, medio escondido debajo del asiento
del conductor: Un teléfono móvil Ericsson idéntico al de Dora.-

Fue como si una fina descarga eléctrica le atravesara la columna de arriba a


abajo. Cómo ver algo que no tenía sentido, pero que, a su vez, podía tener todo el
sentido del mundo.

Se acercó un poco más a la ventanilla del coche y miró a través de ella. Después
rodeó el coche a toda prisa y se acercó a la puerta del conductor. El albañil había
dejado la ventana medio bajada y la puerta abierta. Tomó la manilla de la puerta
con mucho cuidado y tiró de ella. La puerta se abrió con un chasquido. Irene se
quedó inmóvil un momento, solo para asegurarse de que Carlos no habría oído el
ruido desde la habitación, pero el cincel prosiguió su ritmo.

Tiró un poco de la puerta, se agachó y metió la mano en el interior del coche.


Palpó la polvorienta alfombrilla hasta dar con el teléfono y lo sacó. Era el mismo
teléfono, el mismo que había estado buscando la noche anterior por su habitación
¿el mismo?

Trató de encenderlo, pero el teléfono estaba descargado. Entonces se quedó


pensativa, unos segundos, y finalmente lo devolvió a su sitio, bajo el asiento, y
cerró la puerta tan suavemente como pudo.

Regresó a la terraza de la casa, sin llegar a entrar en el salón. El cincel seguía


sonando escaleras arriba y eso le daba tiempo para pensar, para tratar de detener
el caos de ideas que se había generado en su mente. Aquello podía ser una
coincidencia, una simple coincidencia. Había muchos teléfonos como ese... pero
¿por qué ESE precisamente?

¿No eran ya demasiadas casualidades? Dora muerta, la aparición de ese hombre


(al que Dora no había mencionado nunca) y ahora el teléfono. Debería llamar a la
policía... pero y ¿si se estaba equivocando? Se delataría a sí misma como una
idiota. No... no... antes debería asegurarse un poco, evitar el pánico...

Se le ocurrió algo. Tomó su propio teléfono y marcó el número de Dora. Sin


acercarse el auricular al oído, esperó a oír el sonido de la llamada en algún lugar
de la casa, entre los golpes de cincel. En vez de esto, oyó la voz de la operadora
anunciando que el teléfono estaba "apagado o fuera de cobertura". Aunque eso
no significaba nada. El teléfono de Dora podía estar escondido en cualquier lugar
de la casa... o también ser ese que descansaba en la furgoneta. ¿Pero qué
significaba eso? ¿Cómo habría llegado allí?

La dimensión de la nueva teoría le obnubiló. Sí el Ericsson rojo del coche


pertenecía a Dora, eso significaba que el hombre que estaba golpeando con su
cincel en la planta superior era - probablemente - un asesino. Habría
estrangulado a Dora pretendiendo robarla y ella - Irene - le había interrumpido
en mitad de la jugada. Pensó en todos los acontecimientos del día anterior desde
esta perspectiva. Debió de huir por algún sitio antes de que Irene encontrase a
Dora. Después, seguramente, la observó desde algún escondite, esperando a que
llamase a la policía... y enseguida entendió lo que pasaba. Así que decidió
presentarse en la casa, jugar su baza a sabiendas de que ella haría cualquier cosa
por proteger su "travesura", que era en realidad el crimen de él - ¡que retorcida
ironía!

Pensó en la conversación que habían tenido minutos atrás, su broma acerca de lo


sola que la habían dejado "su amiga y su novio" ¡Qué tonta había sido! Le había
dado toda la información que él quería. Le había dicho- con todas las letras-:
"Estoy sola, nadie me espera en ningún sitio, nadie vendrá a ayudarme"

El corazón había comenzado a latir más deprisa, notaba una pequeña opresión en
el pecho, como si sus pulmones estuvieran a punto de pararse por completo. Y
entonces, justo cuando pensaba que moriría allí mismo, el cincel, que hasta
entonces había sido como el "tic-tac" de un reloj- se paró de repente.

Tras un breve silencio, Irene oyó los pasos de Carlos en el piso de arriba. Una
puerta se abrió y se cerró, y los pasos continuaron, crujiendo a lo largo del pasillo.

- ¿Hola? - preguntó la voz de él - ¿Está por ahí?

Irene, inmóvil en la puerta de la terraza, se quedó en silencio. Entonces le oyó


bajar las escaleras. ¿Qué debía hacer? ¿Salir corriendo? ¿Y sí todo fuese una
ridícula fantasía?

- ¡Ah! Está ahí... - dijo Carlos, saludándola desde la base de la escalera - ¿le
importaría subir un minuto? Quiero enseñarle algo.

Irene se quedó quieta, callada junto al marco de la puerta. El 90% de su cerebro


opinaba que tenía que salir corriendo y llamar a la policía. El otro 10% le decía
que todo aquello era ridículo, que aquel tipo era quien decía ser y que dejase de
imaginar bobadas.

Caminó hacía las escaleras, donde Carlos la sonreía amablemente.

#
En ese mismo instante, a más de 100 kilómetros de allí, un inesperado visitante
salía del aeropuerto de Jerez de la frontera. Era John, a quien Irene no esperaba
hasta tres días más tarde.

Las cosas habían cambiado mucho para John en los dos últimos días. El lunes por
la mañana, su padre le había llamado a su despacho para darle una estupenda
sorpresa: nada menos que una parte de los beneficios anuales de varias empresas
familiares: 30.000 euros limpios en su cuenta del banco. "Parece que no
podemos quitarte esa idea de ser escritor de la cabeza, así que tu madre y yo
hemos pensado que se escribe mejor sin problemas en la cabeza" le había dicho
su padre al entregarle el dinero "pero prométenos que dentro de un año te
replantearás la situación. Al menos, replanteártela"

John había aceptado el trato y acto seguido había pensado en Irene. Con ese
dinero, ella tendría suficiente para arrancar su pequeño negocio. John podría
prestárselo a interés cero y ella podría ir devolviéndoselo poco a poco ¿había un
mejor regalo que ese? Y ya puesto ¿por qué no darle una buena sorpresa? Su
billete de vuelta era para el viernes, pero lo pudo cambiar al miércoles pagando
una pequeña tasa. Después llamó a Irene y le habló de todo menos de las "buenas
noticias", y al final le contó aquella pequeña mentirijilla sobre que "todo se
retrasaría unos días". Le había parecido que Irene estaba muy callada, quizá algo
triste, y le ilusionaba la idea romántica de aparecer de la nada, con una botella de
champagne (que había comprado a precio de oro en el aeropuerto de Dublín) y
30.000 euros. A John le gustaba hacer regalos y aquel era el mejor que podía
imaginar.

Cogió el primer taxi que vio a la salida del aeropuerto. Le preguntó al taxista
cuanto le saldría ir hasta Zahara. Era un pico pero John se podía permitírselo; y
además quería llegar cuanto antes.

Cuando ya habían arrancado quiso mirar sus mensajes en el teléfono, pero


recordó que este estaba en el fondo de su maleta, así que le pidió al taxista un
periódico y se puso a leer algo de español (que no le venía mal) Tardarían hora y
media hasta la costa. No podía esperar a ver la cara de Irene al verle aparecer...

La habitación de Dora estaba tan llena de polvo que Irene tosió al entrar.

- Lo siento - dijo Carlos, que caminaba delante suyo - por mucho que uno se
esmere, siempre acaba levantándose una polvareda

Irene le siguió hasta la puerta del baño, que estaba abierta. A través de ella se
veía un pequeño cráter de cemento donde antes estuviera el plato de la ducha. A
un lado, junto al martillo y el cincel, se apilaba una pequeña montaña de
escombros y gravilla que Carlos había barrido un poco.
- ¿y bien? - preguntó Irene.

- Miré, - dijo Carlos señalando al cráter de cemento -: ¿lo ve? Es humedad.

- ¿Humedad? - repitió Irene, tratando de distinguir algo en aquella confusión de


grises claros y oscuros.

- Y de las malas – aseguro el - Había comenzado a filtrarse en el suelo y todo.


Venga, eche un vistazo.

Carlos dio un paso para atrás y la invito a pasar. Irene se dio cuenta de que si lo
hacía, le tendría justo a sus espaldas, algo que – dadas las circunstancias – no le
apetecía.

- ¿No quiere mirar? – volvió a preguntar Carlos viendo que Irene no se movía de
la puerta – Casi está abriendo un boquete en el suelo.

Hizo otro gesto como para invitarla a entrar, pero Irene se quedó donde estaba.
Carlos sonrió.

- ¿Qué le pasa? No la voy a morder

Aquello la hizo sentirse ridícula. Le hirió el orgullo y la forzó a demostrar que no


tenía ningún miedo. Sonrió y terminó entrando en el baño, tratando de parecer
tranquila, aunque no perdía de vista a Carlos.

- Mire, ahí – dijo este señalando hacia el cráter.

Irene miró hacia donde le señalaba Carlos, una confusión de grises oscuros y
claros en la que realmente no se veía gran cosa. Estaba situada delante de él,
aunque había tomado la precaución de quedarse un poco girada. Gracias a eso
percibió un movimiento rápido que Carlos hizo con las manos y se giró hacía él.
Carlos había sacado un alambre de algún sitio (quizás su manga) y lo sujetaba
con ambos puños.

Irene no le dio tiempo ni para abrir la boca. Sin terciar palabra lo empujó con
todas sus fuerzas hacía la pared y se abrió un hueco hacía la puerta. Pero Carlos
reaccionó rápido; se giró y, antes de que Irene saliese por la puerta del baño, la
dio un fuerte empujón derribándola sobre la cama.

- ¿A dónde te crees que vas?

Irene cayó bocabajo en la cama, pero se giró rápidamente y se arrastró hacia


atrás, poniendo espacio entre Carlos y ella.
Carlos comenzó a rodear la cama, tranquilamente, acorralándola como un gato a
un ratón. Irene sintió que no podía respirar. El pánico la había invadido por
completo.

- Mataste a Dora – le gritó, presa de los nervios.

Carlos soltó una carcajada. Después, poniendo una voz de pito repitió la frase de
Irene

- Mataste a Dora. Mataste a Dora. ¿Cómo lo has adivinado?

Irene no contestó: retrocedió hasta apoyarse en el cabecero de la cama. Carlos


dejó de moverse y se quedó a los pies de esta. Irene flexionó las piernas y las
preparó para soltarle una patada si decidía avanzar un centímetro sobre el
colchón.

- Tengo una curiosidad – dijo Carlos entonces – ¿Dónde has escondido a la vieja?

Irene no vio ninguna razón para mentir. Le dijo que Dora estaba en el arcón
congelador del garaje.

- Vaya... bonito entierro para tu amiga. Si es que erais amigas. Igual solo eras la
chica de la limpieza... o una putilla que venía a alegrarle la vida. Pero qué más da.
Vamos a lo importante: Si me dices donde está el dinero, te ataré en una silla y
me largaré sin tocarte un pelo. Te doy mi palabra.

- ¿Qué dinero? - preguntó Irene con genuina sorpresa - No hay ningún dinero.

Carlos perdió su sonrisa por primera vez desde que Irene le conociera.

- ¿Tengo cara de bobo?

Sin esperar a que Irene contestara, se llevó la mano a uno de los bolsillos de su
pantalón y sacó algo encerrado en su puño. Después Irene oyó una especie "click"
y vio aparecer una larga y afilada hoja.

- Con esto puedo hacerte la cirugía estética. Corta perfectamente. Lo más fácil
son las orejas: Salen casi solas. Los pezones también. Y los ojos... es difícil
sacarlos de una pieza, pero yo soy muy bueno. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
Tarde o temprano vas a hablar. ¿por qué no empezar cuanto antes? ¿Dónde está
el puto dinero?

- No hay dinero - respondió Irene - Hay joyas. Es todo lo que sé.

Carlos se quedó callado, mirándola pensativo. Le pareció que Irene decía la


verdad.
- ¿Dónde están? - preguntó.

- Abajo - respondió Irene - las escondí abajo.

- Espero que no mientas, por tu bien. No hay nadie por aquí para oir tus gritos.

- Te estoy diciendo la verdad.

Carlos volvió a mirarla, en silencio. Después se palpó de nuevo en los bolsillos del
pantalón y sacó un par de brillantes esposas.

- Vamos a dar un paseo. Date la vuelta – le ordenó.

Irene se quedó mirándole en silencio, sin moverse.

- Boca abajo ¿Es que no oyes?

Si se dejaba esposar quedaría a merced de aquel loco, Irene lo entendió


rápidamente. Podría torturarla, violarla y matarla sin problema, como había
hecho ya con Dora. "¿Crees que te va a dejar vivir después de haberle visto la
cara?" No..no podía dejarse atar.

Se dio la vuelta, tal y como Carlos le había ordenado. Le oyó avanzar por un lado
de la cama, el que quedaba al otro lado del baño.

-Ahora cruza las manos en la espalda.

Ese era el momento que Irene había esperado. Se dio impulso y rodó sobre el
colchón al lado opuesto donde estaba Carlos. En un segundo aterrizó frente a la
puerta del baño y se puso en pie. Carlos gritó algo y saltó sobre la cama,
persiguiéndola, pero Irene ya había conseguido llegar al baño. Cerró la puerta,
dispuesta a echar el cerrojo, aunque no llegó a hacerlo porque Carlos se lanzó
como un ariete contra ella y la abrió de un tremendo golpe, haciendo que Irene
saliese despedida contra el suelo.

- ¿A qué juegas, estúpida? - dijo doliéndose del hombro.

Irene había caído sobre a la montaña de escombros y gravilla que había junto a la
ducha. A un lado estaban el martillo y el cincel. Tomó el martillo con la mano y
alzó el brazo.

- ¿Que vas a hacer con eso eh? – dijo Carlos, que avanzaba con la navaja en la
mano – ¿Me vas a clavar en el suelo?

- ¡No te acerques! - gritó Irene


Carlos dio otro paso hacia ella, cerrando cada vez más el potencial ángulo del que
Irene disponía para usar su "arma". Pero entonces ocurrió algo imprevisto. Con la
mano que le quedaba libre, Irene recogió un puñado de gravilla y se lo lanzó a la
cara, haciendo que Carlos retrocediera. En ese momento aprovechó para
incorporarse y, cogiendo ángulo con el brazo, le soltó un contundente martillazo
en el empeine del zapato.

El grito de Carlos la paralizó por unos segundos. No se esperaba un grito tan


terrible. Carlos se derrumbó sobre la ducha, aullando de dolor, e Irene vio el
momento de salir de allí, medio a gatas, medio corriendo.

Salió desbocada y se chocó contra la cama. Después giró y logró ganar el pasillo.
Entre jadeos y rebotando con las paredes comenzó a correr hacia delante,
mientras trataba de pensar qué era lo siguiente. PEDIR AYUDA. A-Y-U-D-A Pero
¿dónde había puesto su teléfono móvil? Se palpó los bolsillos del pantalón, pero
no lo llevaba encima. ¿En el salón? ¡Sí, Sí! Tenía que llegar hasta allí. Como
fuera.

Había llegado al pie de las escaleras cuando oyó a Carlos gritarla.

- ¡Te voy a violar hasta que me canse y después te mataré, zorra!

Había salido al pasillo y avanzaba cojeando y empuñando la navaja. Irene gritó


de terror.. Dio un saltó tratando de sobrevolar unos cuantos escalones pero cayó
mal. Sintió como si se hubiera clavado una larga aguja en el talón y le llegase
hasta la rodilla. Por un momento vio que se caía rodando por las escaleras, pero
logró agarrarse a la barandilla y quedarse colgada de ella. Mientras tanto, Carlos
había llegado a lo alto de las escaleras. Tenía los ojos fuera de las órbitas

Irene no era capaz ni de gritar. Estaba sobrepasada por la situación; solo quería
que aquello terminara. Como en un coche que comienza a derrapar en una curva,
ella solo quería estrellarse en alguna parte, frenar aquella locura. Comenzó a
arrastrarse como pudo escaleras abajo. Carlos comenzó tras ella, emitiendo
quejidos cada vez que apoyaba el pie herido. En cualquier caso iba más rápido
que ella. Irene dividida entre el dolor de su pierna y el pánico, tomó una decisión
equivocada. Se soltó de la barandilla, se cogió la cabeza con las manos y lanzó
rodando. Al caer sobre los escalones se oyó un fuerte crujido y después todo se
volvió negro.

Nada más pasar Cádiz, el taxista paró a repostar y John le pidió que abriese el
maletero para recuperar su teléfono. Entonces vio las dos llamadas pérdidas de
Irene y se preguntó que querría, aunque se resistió a llamarla. No quería arruinar
su sorpresa.

*
Al principio, Carlos pensó que Irene se había matado en la caída. La chica se
había quedado quieta, extendida sobre la alfombra del vestíbulo, y mostraba una
gran herida sobre la ceja que no paraba de sangrar. Pero después comprobó que
aún tenía pulso, así que la esposó por la espalda, atándola a uno de los barrotes
de la escalera, y se dirigió al lavabo para verse la herida del pie.

Quitarse el zapato fue una tortura en sí misma. El martillazo le había hecho trizas
dos dedos, y posiblemente le había reventado varios tendones, ya que al andar
notaba el dolor subiéndole por la espalda y las piernas, como si los cables de su
cuerpo se hubieran roto. Aquella .... le había dado bien. En cuanto recobrase el
conocimiento se encargaría de devolvérselo todo con intereses.

Pero lo primero eran los negocios.

Pensaba que Irene le había dicho la verdad al respecto de las joyas. Debía
haberlas escondido en alguna parte. Trató de hacerla volver con un par de
tortazos, incluso le quemó el reverso de una mano con la brasa de un cigarrillo,
pero ella no reaccionó más allá de unos lentos movimientos.

Carlos decidió que, mientras ella volvía en sí (si es que volvía) debía darse prisa y
tomar la iniciativa. Comenzó registrando la casa, habitación por habitación, para
estar seguro de que estaba a solas y de que Irene no le había preparado ninguna
otra sorpresa. También encontró a Dora enterrada entre bolsas de vegetales en el
congelador del garaje, tal y como Irene le había descrito. Eso reforzó la opinión
de que las joyas debían encontrarse ocultas en algún lugar de la primera planta.

No tenía tiempo para lindezas así que comenzó a reventar todo lo que le vino a la
mano. Con ayuda de la navaja comenzó a destripar cada sofá y cojín de la casa,
mientas volcaba estanterías, reventaba cajones y armarios... Ya había decidido
que se contentaría con lo que encontrase, aunque solo fueran joyas (y no dinero)
Y después se iría. No sin antes dejarle un bonito recuerdo a esa muchacha.

El taxi frenó frente a la casa de la colina sobre las 13:00h. Mientras pagaba al
taxista, John esperó que Irene le viera desde alguna ventana y saliese a
preguntarle qué demonios hacía allí, pero eso no llegó a ocurrir. Cuando el taxi se
hubo marchado, John rodeó la casa de puntillas, quizá esperando encontrarse a
Irene dormida en la hamaca del jardín trasero. Pero el jardín también estaba
vacío, y no tardó en comprobar que las puertas estaban bien cerradas. ¿Dónde se
habría metido? No eran horas de ir al pueblo de recados, donde todo cerraba
hasta la tarde, así que a John solo se le ocurrió un sitio donde ella podía estar: En
casa de su querida amiga Dora.

Después de una hora en coche, pensó que no le vendría mal el paseo. Se metió la
botella de champagne en el bolsillo del abrigo y se encaminó a la colina.
*

Irene abrió los ojos lentamente. Oía ruido a su alrededor. Un ruido tremendo.

Se sentía mareada y notaba un peso en su cabeza, como si llevase una gran toalla
enrollada. También se dio cuenta de que no podía mover las manos de su espalda,
aunque todavía no fue capaz de entender por qué. Estaba desorientada y apenas
recordaba nada.

- ¿John? - preguntó balbuceando, entre sueños.

Carlos estaba ocupado registrando la cocina y tardó en oírla. Aún no había


encontrado nada, ni siquiera una caja fuerte, y se estaba poniendo nervioso. Ya
casi había decidido dejarlo, abandonar, cuando escuchó la voz de Irene llamando
a alguien en el vestíbulo.

- Justo a tiempo - se dijo a si mismo cogiendo la navaja.

Irene vio aparecer a aquel hombre y al principio le confundió con John, pero
enseguida se dio cuenta de que no era él. John era un muchacho alto y mas bien
delgado. Éste en cambio era grueso. Y además le hablaba en un tono que John
nunca hubiera empleado con ella.

El hombretón la cogió del codo y la agitó mientras le preguntaba algo acerca de


unas joyas y un escondite. Y aquello hizo que Irene recordase algo....Las joyas de
Dora. Su amiga, muerta sobre la cama. Era incapaz de recordar ningún evento
posterior. Concluyó que la policía debía de haberla atrapado.

- Yo no quería cogerlas - dijo balbuceante - Pero necesitaba el dinero. No quería


pasarme el resto de la vida trabajando de dependienta. A Dora no le hubiera
importado. Éramos amigas. Llamen a mi novio, esta en Irlanda, se llama John...
él les explicará...

El hombre pareció calmarse al oírla. Se quedó callado, mirándola en silencio.


Volvió a preguntarle, esta vez en otro tono más amable, si recordaba donde las
había puesto.

- Sí... creo que sí.

Entonces el hombre la rodeó por detrás y soltó algo a sus espaldas, liberando sus
manos. Le dijo que irían a dar un paseo, pero en ese preciso instante sonó el
timbre.

*
Carlos había tomado a Irene de las muñecas para ayudarla a ponerse en pie, pero
al escuchar el timbre la dejó caer pesadamente contra el suelo. Ella se quejó, pero
acto seguido volvió a callarse y se quedó dormitando sobre la alfombra.

"Mierda" pensó quedándose quieto el también.

El timbre sonó de nuevo. Dos veces.

Se movió de prisa hasta a la ventana del salón y se apostó junto a la cortina.


Desde allí vio a un joven que trataba de asomarse a los barrotes. Tendría unos
treinta años, de aspecto extranjero. Ella le había dicho que su novio estaba en
Irlanda, que se llamaba John. Pero ¿no estaba de viaje?

Tenía que decidir rápidamente. El muchacho no podía saber mucho más que la
chica. En realidad, quizás no supiera absolutamente nada... pero había tenido la
mala suerte de presentarse allí en el peor momento... y Carlos ya estaba decidido
a llevarse las joyas que tanto le habían costado.

John estaba a punto de arruinar su sorpresa y llamar a Irene por teléfono cuando
vio a un hombre aparecer en la terraza de la casa. Debía ser el dueño del coche
que estaba aparcado frente a la entrada de la casa. El hombre parecía agitado.

- ¡Ayúdeme! - le gritó desde lo alto - ¡Ha ocurrido un accidente! ¡Corra!

John entendía el castellano justo para entender que aquello cambiaba


radicalmente el estado de las cosas. El hombre volvió dentro de la casa y, al cabo
de unos segundos, se oyó el clic de apertura del portón.

Sin pensárselo demasiado, John empujó el portón y corrió hacia la casa.

Irene, tendida en el suelo y sin moverse, iba recordando lentamente. No. No


estaba en la policía. Seguía en la casa de Dora, aunque ahora todo estaba
destrozado. Los muebles por el suelo, los cojines rajados... Se tocó la cabeza con
las manos y descubrió que no tenía ninguna toalla rodeándole el cráneo. Debía
haberse golpeado, y no solo ahí, sino también en el pie que le dolía
enormemente... Entonces vio a ese hombre abrir la puerta del vestíbulo y
esconderse detrás con una navaja entre las manos. Ese hombre... ahora recordaba
quién era. El albañil... el hombre que había matado a Dora y que también quería
matarla a ella. Pero ahora parecía estar escondiéndose, preparándose para atacar
a alguien por sorpresa. Alguien que iba a entrar por la puerta... pero ¿quién?

Oyó a alguien correr hacia la casa y comenzar a subir las escaleras... Era...¿era
posible? ¡John! Venía directo hacia la trampa. Tenía que avisarle. Avisarle.
*

John llegó a lo alto de las escaleras y vio a Irene tendida en el suelo. Gritó un
¡JesusChrist! en voz alta y se lanzó al interior de la casa sin contemplaciones.
Corrió donde Irene y se arrodilló tras ella.

- ¡Irene! ¡Irene! ¿Qué ha ocurrido?

Miró a su alrededor. La casa estaba destrozada. Irene tenía una gran brecha en la
frente, pero estaba viva. Le miraba y arqueaba las cejas como queriendo decirle
algo, alzó un mano y señaló algo a sus espaldas. John tuvo el tiempo suficiente de
reaccionar. Se giró y vio a aquel hombre que antes le había pedido ayuda,
acercándose de puntillas sobre la alfombra y empuñando una navaja hacía abajo.

Se echó la mano al bolsillo y extrajo la botella de champagne - ahora pensó que


valía el precio que había pagado por ella - cogiéndola por el cuello como si se
tratase de una maza. Dio la impresión de que estaba dispuesto a combatir, pero
John jamás había estado en una pelea de navajas y tampoco se arriesgaba a
hacerlo, de modo que - para sorpresa de aquel gorila - cogió impulso y le lanzó la
botella a la cara, acertándole casi de lleno.

Carlos soltó la navaja y se llevó la mano a la cara, noqueado y tratando de


mantenerse en pie. Fue como recibir un puñetazo de hierro. Le dio de pleno en la
barbilla y también le hundió un poco la nariz.

Aún no se podía creer que aquel imbécil le hubiera acertado con una botella de
champan. Y parecía no contentarse con eso. A través de los dedos, le vio venir a
toda prisa, decidido a embestirle, y decidió que ésta vez sería más rápido que él.
Se apartó, dejándole pasar, y le soltó un buen puñetazo en el costado que lo dejó
sin aire. Después otro en plena oreja que terminó de tumbarle. Era un maldito
flojeras, pero tenía de su lado la suerte del principiante. Ya en el suelo, le dio un
par de buenas patadas y se lanzó sobre él, rodeándole el cuello con las manos.
Metió los pulgares contra su nuez y comenzó a apretar, mientras notaba su
cuerpo revolverse. El chico quiso defenderse dándole algún puñetazo en el
costado, pero Carlos aguantaba perfectamente. Siguió apretando, escuchando sus
gorgojeos y sus lamentos, y parando sin dolor los puñetazos - cada vez más
débiles y patéticos - que le lanzaba. Vio que su rostro palidecía y calculó que solo
faltaban unos segundos. Y entonces sintió como si un rayo le partiera en dos.

Un frio como el que nunca había sentido le atravesó la espalda. Al instante, como
si alguien hubiese el botón de apagado en su cerebro, le fallaron todos los
músculos de su cuerpo y sintió que los pulmones dejaban de funcionar. Todo se
volvió brumoso y los sonidos se volvieron pesados y borrosos. Notó que se caía
para un lado, que se derrumbaba, pero era una caída sin final. Estaba muerto
antes de tocar el suelo.
Irene, de pie junto a los dos hombres, vio como Carlos sucumbía. El mango de su
navaja, ahora perfectamente clavada en su espalda, golpeó contra el suelo, y ese
fue el último sonido que se oyó.

Se arrodilló junto a John, que trataba de recobrar la respiración como podía. Le


abrazó y le ayudó a incorporarse. Después, cuando estuvo segura de que John se
encontraba bien, se desmayó sobre su regazo.

Dos días más tarde, la policía había terminado de tomar declaraciones. EL equipo
científico aún trabajaba en el atestado de la casa de Dora, pero el juez - vistos los
informes policiales - decidió que la pareja podía quedar en libertad, aunque no
deberían abandonar el país en unas semanas.

Los periódicos tardaron un día más en hacer pública la historia. La televisión


invadió el pacífico pueblo de Zahara durante una semana, apostándose frente a la
casa de Dora y tratando de dar con la "joven heroína y su novio", aunque su
identidad nunca fue desvelada.

En cambio, el nombre de Carlos Fernandez copó los titulares de la prensa y los


noticiarios nacionales durante días. La policía hizo pública la carrera del "Asesino
de Ancianos" que había dejado un reguero de víctimas a lo largo de la costa
Española durante los últimos años. También se explicó la teoría oficial sobre la
ocurrido, basada en las pruebas y declaraciones obtenidas:

"Haciéndose pasar por un albañil, el asesino se logró colar en la casa y acabó con
la vida de la anciana, una rica turista alemana que solía pasar allí los meses de
primavera. De hecho, se ha comprobado que el criminal ya había realizado una
pequeña obra para ella el año pasado, y esa podría ser la causa de que la mujer le
dejase entrar.

"Tras el asesinato, el hombre comenzó su registró de la casa, pero se vio


interrumpido por la inesperada aparición de una amiga de la mujer, que no
contenta con la explicación de Carlos sobre la ausencia de su amiga, insistió en
verla, provocando que el criminal decidiera secuestrarla en el interior de la casa,
y, en última instancia, acabar con ella. Pero afortunadamente, la suerte volvió a ir
en contra suyo. El novio de la víctima, que llegaba ese mismo día de un viaje por
el extranjero, apareció antes de que se consumara un segundo asesinato, y, tras
una pelea cuyos detalles están aún por definir, el criminal resultó mortalmente
herido de arma blanca.

Un mes más tarde, en cuanto el juez dio permiso para ella, John e Irene
abandonaron su casa en la colina y se trasladaron a Madrid, donde alquilaron un
piso en una bulliciosa calle de Chueca. Habían decidido que, por una temporada
preferían estar bien rodeados de gente.

Allí, John terminó su novela ese mismo año y consiguió publicarla a través de un
editor Irlandés. Mientras tanto Irene comenzó a buscar un lugar para instalar su
negocio,.

Un año y medio más tarde todo el mundo se había olvidado de aquella historia.
John volvió a Dublín por navidad para participar en una firma de libros, e Irene
se quedó en Madrid con su familia.

El día 31 de Diciembre, mientras todo el país se preparaba para celebrar la


Nochevieja, Irene dijo que iba a una fiesta. En realidad, alquiló un coche y
condujo 5 horas hasta Cádiz.

Llegó sobre las 11 de la noche a Zahara y se dirigió a la casa Dora - ahora cerrada
por orden policial. Una vez allí, saltó la tapia y subió hasta el jardín trasero de la
casa. Debajo de la barbacoa de piedra, exactamente donde ella la había enterrado
muchos meses atrás, encontró una caja de cuero marrón envuelta en una bolsa de
plástico.

Meses más tarde, Irene abrió una pequeña tienda de moda en Fuencarral, que
aún hoy sigue funcionando a todo ritmo.

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