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El director de orquesta.

Fernando Montesdeoca

Llegué exageradamente tarde al concierto, pero de todos modos

quise ver por lo menos el final. Naturalmente ya no había porteros

restringiendo el acceso. La sinfonía estaba en pleno estruendo de

derrumbe. De espaldas, el director de orquesta vibraba todo completo,

sus brazos emergían disparándose a uno y a otro lado, apuntando a lo

alto, buscando el crescendo; latigueaban de regreso, se contraían

rencorosos, con las manos crispadas, la orquesta un tumulto de insectos

urgentes: los arcos aserrando violines, violoncelos y contrabajos; las

percusiones grandes pistones batiendo la prisa; relámpagos

desesperados, los metales, rompiendo los límites de la tonalidad,

resonaban encadenando sus gritos. La cabeza del director hacía

quiebres rectilíneos de títere loco sobre el cuello, como sacudida por

golpes mortales. La cabellera hecha rayones. Levantaba los hombros,

ensanchaba el tórax, se elevaba en puntas, se extendía, crecía, su

cuerpo más grande que él mismo; todos los músicos atentos a él,

poseídos, vaciando su música hacia él, ya incontrolable, epiléptico,

sufriendo, y su rostro, que sólo los músicos veían, no yo, estaba crispado

de dolor: el dolor de un placer insoportable: la piel agrietándose, del

color de un ahogado, los huesos del cráneo emergiendo; lo que habían

sido sus manos estaban acalambradas en garra: de pronto fauces de

fiera y su rugido inundando la sala como una onda expansiva. Los


músicos callaron (se hizo un paréntesis en donde nada se oía), luego

todos huyeron de súbito, los instrumentos rodaron dejando escapar

estridencias y ecos, tropezando, rodando, cayendo. Los músicos

corrieron despavoridos a los laterales. El director tenía ya más del doble

de su propio tamaño. Huí entre los primeros, gracias a que estaba más

cerca de la puerta y le dije a alguien que corría junto a mí: “nunca se

sabe con un director huésped”.

“No: es que así es el arte moderno”, me contestó sin aliento,

“nunca se sabe qué esperar”. Ya en la calle y a buena distancia vimos

hundirse el teatro como absorbido por el remolino acrítico de un

excusado, lo cual, en realidad, no tiene en absoluto nada que ver con

mis opiniones personales acerca de cualquier arte en cualquier época,

aclaro.

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