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Pedro Serrano, el Robinson español

I. Viajes y naufragios

El mundo es un barco en un viaje sin retorno


(H. Melville. Moby Dick)

Desde la Odisea en adelante, en todas las épocas, la literatura de viajes y de


aventuras ha sido el género de mayor popularidad. No pocas obras señeras de la
literatura –el poema de Gilgamesh, la Eneida, las 1001 noches, los viajes de Gulliver,
Moby Dick…– entran dentro de ese género, que tiene en su nómina moderna a plumas
tan notables como las de Robert L. Stevenson, Julio Verne, Joseph Conrad, Jack
London o Ridder Haggard. Quizá la causa de esa aceptación estribe en que la
metáfora del viaje es la más básica y fecunda a la hora de comprender y explicar la
vida humana. Pocos avatares de esta escapan a una comparación iluminadora con los
sucesos de un largo viaje. El nacimiento y la muerte son como el punto de partida y el
fin de trayecto de la existencia, a no ser que creamos en el “más allá", que iniciaría
otro periplo, también con muy ilustres referencias literarias. (La más excelsa en
castellano es, creo, la elegía de Jorge Manrique a la muerte de su padre: Este mundo
es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar…)
La sucesión de descubrimientos y experiencias que van alimentando la madurez
vital, el cruce con compañeros de viaje y de cama, más o menos extraños, la gente
que vamos dejando atrás, los retrocesos y las pérdidas de orientación, la pérdida del
caballo –o del tren– que nos debía llevar a otro sitio… todo eso ocurre tanto en la vida
como en el viaje. Y, a pesar de los contratiempos y de los sucesos desgraciados,
queremos que el viaje de la vida sea largo, “lleno de aventuras, lleno de
descubrimientos”, como quería Cavafis.
Diez años dura la vuelta de Ulises a Ítaca (veinte si incluimos la duración del
asedio de Troya, al cual puso fin nuestro héroe con el ardid del caballo de madera). Y
no es de extrañar, ya que los mares Egeo y Jónico contienen más de 3.000 islas con
unas 30.000 playas, como presume el departamento de turismo griego, y que Ulises y
sus hombres deben hacer frente a monstruos, hechiceras, tempestades rabiosas y
divinidades no siempre benévolas. Por si fuera poco, el Destino les arrastra hasta los
confines geográficos conocidos (las columnas de Hércules) y al Más Allá, un hito
viajero iniciado por Gilgamesh que luego tendrá tan ilustres seguidores como Eneas,
Jesucristo y Dante.
Ulises vuelve a su patria muy maduro y experimentado. Tras esas pruebas y
periplos inauditos, de vuelta del mismísimo infierno, uno ha cumplido su destino y ha
llegado a conocer los límites de la experiencia humana, la respuesta a las cuestiones
“sobre la muerte y sobre la vida” que buscaba Gilgamesh. Podría considerarse que se
ha llegado también al último capítulo de la propia biografía, pero no es así. Eumeo,
siervo de Ulises que no le reconoce, le llama varias veces “anciano”, pero el astuto
Pélida aún tiene vigor sobrado como para tensar el arco, exterminar a los
pretendientes y hacer crujir el lecho conyugal que él mismo había construido tantos
años atrás. Penélope y Ulises viven luego una noche que debió de ser casi eterna,
como la multiplicada de Sherezad, ya que, tras hacer el amor, uno y otro se contaron
sus cuitas “sin ocultar ningún detalle”. (Previamente el poeta nos hace saber que una
benévola Atenea ha ordenado a la Aurora retrasar su aparición en el cielo.)

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Llama la atención que la literatura española carezca de grandes autores de este


género viajero, aunque, bien mirado, el maravilloso Quijote puede ser visto, entre otras
cosas, como un relato de viajes y aventuras. Los dos protagonistas hablan, piensan,
hacen y deshacen hazañas y entuertos mientras no paran de cabalgar o de caminar de
acá para allá; tanto es así que algunas ediciones del libro vienen acompañadas de
útiles mapas de España con los itinerarios de las dos salidas del ingenioso hidalgo. Y
lo mismo se podría decir de los devaneos de los pícaros, desde el Lazarillo en
adelante. Es difícil imaginarse a un pícaro quieto y parado en un sitio todo el tiempo. El
personaje, cuando finalmente se asienta, logra “empleo estable” y forma familia, si es
que lo consigue, deja de ser pícaro.
Por otro lado, la obra de los cronistas de Indias también tendría algo de ese
carácter de literatura errabunda y fantástica (fantástica en el sentido de increíble, no de
irreal) y no sirve decir que no es literatura de ficción, pues muchos pasajes de ella
están tocados por un sentido de la maravilla insuperable. ¿Qué decir, por ejemplo,
cuando Colón asegura estar cerca del Paraíso terrenal en su tercer viaje e incluso
compara su relieve con un pecho femenino? (Habría que aclarar que para los
cristianos de la época el Edén bíblico era un paraje geográfico real que debía
permanecer como tal en algún lugar de la Tierra, y así era representado en los mapas
medievales, incluso con su Adán y Eva antes de la expulsión); ¿qué, cuando Pigafetta,
compañero de Magallanes en la primera circunnavegación, nos habla de árboles de
los que cae lluvia en Canarias (y los hay, ciertamente) o de hombres gigantes a los
que el capitán portugués bautiza como patagones y que se asustan de sí mismos
cuando los europeos les ponen delante de espejos?, ¿o cuando los viajeros describen
o aluden a las amazonas (mujeres guerreras y despechugadas sin sociedad con los
hombres), islas móviles, monstruos marinos, esciápodos o enanos orejudos…?; ¿más
aventuras que las de Cortés, la de los Pizarro o Pedro Arias Dávila, echando abajo
grandes imperios “precolombinos” con un puñado de hombres armados, unos pocos
caballos y un mucho de codicia, crueldad y falta de escrúpulos?. El imaginario de los
conquistadores se vuelve a la mitología clásica o a los libros de caballerías cuando se
trata de identificar y dar nombre a realidades y lugares novedosos: la isla Antilla (o
Antillas), California, Amazonas, el Río de la Plata…
Con razón los historiadores llaman a muchos de esos episodios “viajes mayores” y
“menores”. He ahí relatos en los que lo fantástico y lo real se penetran mutuamente, si
bien para los lectores que no se movían de su casa era difícil asimilar intelectualmente
ese raro binomio. Pero los cronistas veían un nuevo mundo, que era tanto como
asombrarse ante paisajes y constelaciones nunca vistos, pueblos y costumbres
alienígenas, animales y plantas asombrosos. Para una realidad nueva y distinta no
sirven ni el lenguaje ni los conceptos acostumbrados y es difícil dar cuenta de lo que
se observa con asombro y sin acabar de entender. Así describe Garcilaso el Inca, por
ejemplo, un bicho que debe de ser una especie de caimán o de iguana:
Asaban un cierto animal que parecía una serpiente, salvo que no tenía alas, y de
aspecto tan feo que nos maravillábamos mucho de su deformidad. Caminamos así
por sus casas o mejor cabañas, y encontramos muchas de esas serpientes vivas
que estaban amarradas por los pies y tenían una cuerda alrededor del hocico, que
no podían abrir la boca, como se hace a los perros alanos para que no muerdan;
tenían tan fiero aspecto que ninguno de nosotros se atrevía a tocarlas, pensando
que eran venenosas; son del tamaño de un cabrito y de braza y media de longitud;
tienen los pies largos y gruesos y armados de fuertes uñas; la piel dura y de
diversos colores; el hocico y la cara de serpiente y de la nariz sale una cresta como
una sierra, que les pasa por medio del lomo hasta la punta de la cola; en conclusión,
juzgamos que eran serpientes, y venenosas, y se las comen.

Pero si el mundo natural es sorprendente, no menos lo son las costumbres

humanas avistadas entre los pueblos lejanos. Bernal Díaz del Castillo asegura, por
ejemplo, que daban de comer al emperador Moctezuma “carnes de muchachos de
corta edad”. (Como se ve que las malas costumbres se pegan, en otro pasaje se
menciona que los españoles usaron “el unto de un indio” para sanarse las heridas). Y
de este modo tan exótico describe el conquistador extremeño el consumo de tabaco:

… también le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados y


dentro tenían liquidámbar arrevuelto con unas yerbas que se dice tabaco, e
cuando acababa de comer, después que le habían bailado y cantado y alzado la
mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se
adormía…

Se advierte en estas líneas la dificultad de vestir con viejas palabras las


realidades inéditas, por lo que no es de extrañar la incredulidad de los primeros
lectores de este tipo de literatura. (Ya Marco Polo fue tildado de embustero en el siglo
XIII, pues en su “Libro de las maravillas” hablaba de la China del gran Kublai Kan,
donde todas las cosas se contaban por “millones y millones” y donde las riquezas y
avances técnicos aventajaban con creces las de la medieval Europa).
Pero no ha durado demasiado históricamente esa sensación de maravilla: tras
los viajeros y los exploradores vienen los colonizadores, los comerciantes, los clérigos
y soldados. Y el contacto con la llamada civilización cristiana occidental fue letal para
las culturas de los pueblos “vírgenes” (aunque ni aquella era tan cristiana ni estas tan
vírgenes), como ya denunciara el Padre Las Casas en el siglo XVI. Para el XIX,
Stevenson solo puede anotar con pena el estado de decadencia moral y material de
los indígenas de los mares del sur, diezmados por la sífilis, el alcohol y el dinero
“occidental cristiano”. Lo mismo pasaba en el “corazón de las tinieblas” africanas y en
otros lugares coloniales. Ya hoy el viajero occidental no tiene a dónde ir
inocentemente, no hay nuevas fronteras geográficas, tampoco las hay en el espacio,
una vez que hemos destinado este a la Guerra de las Galaxias, y detrás queda un
doloroso rastro de destrucción, a veces incluso de la memoria. (Hay libro de “Historia”
de EE.UU. que ni siquiera menciona a los “Pieles rojas” aborígenes).

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A veces viajamos porque queremos ir hacia algún destino; otras, porque


escapamos de un lugar o queremos cambiar de aires. Deseamos huir a veces de
nosotros mismos y del mundo que nos rodea; pero, como señalaba Unamuno -otro
viajero o, al menos, paseante-, eso resulta una empresa imposible: al marchar nos
llevamos lo que creemos dejar, que nos sigue con la inercia de la propia sombra. No
es difícil percibir ese desasosiego íntimo en el continuo deambular de autores más
recientes como Bruce Chatwin, Ryszard Kapuszinski o W. G. Sebald, que hacen del
viaje una metáfora total, un método para la construcción de la propia personalidad y de
la propia obra. Se mueven en un deambular sin fin (o, al menos, sin llegada), que
progresa, por decirlo así, no solo en el espacio y en las distancias terrestres, sino en el
tiempo, en la memoria personal y colectiva de un mundo martirizado y descoyuntado.
Quizá no hacía falta ir tan lejos, ni cursar tantas idas y venidas, para advertir
que lo esencial de nuestra condición está en todas partes y que podemos percibirlo en
las cosas y las personas que nos rodean; pero ha sido útil el viaje para que lo veamos
todo de otra manera. Lo exótico, lo maravilloso, lo bello podemos tenerlo delante de
las narices y, a la inversa, fácilmente volveremos a reconocer los rostros familiares del
tedio y de la insatisfacción en parajes lejanos.

Luis Castro

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