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ENSAYO

JOSE
MARCOS
ACOSTA
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© ART+DG By Andrés Gustavo Fernández 2009 / adncreadores@gmail.com

RITO MATE © BY ALDO SESSA

POR
JUAN JOSE OPPIZZI
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ENSAYO

JOSE MARCOS ACOSTA


© POR JUAN JOSE OPPIZZI
E-Mail: luceroppizzi@yahoo.com.ar
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F ue alrededor de 1998 que estreché su mano cálida por


primera vez. Tengo por sabido que la forma de dar la mano
trasciende su condición de rito para ser en verdad un
contacto definitorio. Las hay blandas, frías, no
comprometidas. Cuando uno toca esos dedos, tiene
impresión de distancia o de doblez. La mano de Don Marcos
(así lo llamé y así quedó para mí, a pesar de que a él lo
acompañó el sobrenombre de “Tito”) era firme, segura, leal,
como él.

Yo sabía, por terceros, que en la población de Gouin, partido


de Carmen de Areco, existía un hombre que hojeaba la Ilíada
de Homero (¿quién recuerda hoy la Ilíada de Homero, si no es
para citarla al paso?). Un dato semejante me tentaba a
conocer a ese hombre. Y nos conocimos una tarde fría y
nublada, en la estación ferroviaria del pueblito. Lo aguardé,
imaginando cómo sería físicamente. Vi entrar a un hombre
más bien pequeño, de paso firme, vestido de paisano.
Habíamos tenido un breve diálogo telefónico días antes, para
concertar la reunión. Coincidió la imagen que yo me había
hecho de él con el original, excepto en algo: su vitalidad. Al
saber que era una persona madura, supuse que tendría la
vacilación típica de quienes ya luchan con los años para
mantener un aspecto digno. Don Marcos no luchaba con el
tiempo; tenía una relación de camaradería con él. Y su
vitalidad no se limitaba al paso firme o a la dicción clara: era
la fuerza de un pensamiento apasionado. A las pocas frases
noté que se trataba de alguien cuya vida entera había sido un
torrente de aprendizaje y, además, un torrente de
enseñanzas.

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JOSE MARCOS ACOSTA

A lo largo de la amistad que nos unió, confirmé que las


JOSE MARCOS ACOSTA
circunstancias me habían puesto ante un maestro. ¿Cuándo y
cómo se halla un maestro? Dicen antiguos saberes que él
aparece en el momento justo. Yo no sé si hay algún momento
que no sea justo para conocer a hombres como Don Marcos.
Lo irremediable es no conocerlos.

Este camarada de la existencia había llegado en el año 1960 a


los pagos de Gouin, procedente de General Belgrano. Antes
había sabido andar por Arrecifes, donde ya residía su padre, el 3
oriental Don Rufino Acosta, testigo de grandes hechos de la
historia uruguaya junto al caudillo Aparicio Saravia. No bien
afincado en aquella pequeña población, empezó a destacarse
por su apoyo a las actividades tradicionalistas. Desfiles y
declamaciones lo tuvieron siempre ahí.

Conferencias sobre temas y personas de la historia


demostraron que su conocimiento sobre la materia iba más
allá de la simple repetición memorista, para situarse en un
franco nivel didáctico. Don Marcos amaba la historia, no
como enumeración automática, sino como analogía y prédica.
Para él la figura de los héroes se realizaba en la propagación
cotidiana de sus hazañas.

Una de las particularidades de este hombre de rara formación


enciclopédica fue el hecho de haber vivido en ambientes
rurales y urbanos alternativamente. Poseyó, entonces, la
honda reconcentración del criollo rioplatense (se movió en
ambas orillas del Plata) y la desenvuelta perspectiva del
cosmopolita. Podía extasiarse ante los versos de Martín
Castro y conmoverse ante un aria de ópera cantada por
Beniamino Gigli; podía dar una clase magistral sobre Manuel
Belgrano (pocos en la Argentina conocían tanto la vida del
prócer) y analizar los pormenores de la Segunda Guerra
Mundial.

Dueño de una memoria prodigiosa, no se manejaba cómodo


en la escritura; prefería la transmisión oral. Su tono era
siempre épico; la pasión por lo que veía, conocía o captaba iba
saliendo de sus labios con palabras cuidadosamente elegidas,
elegantemente puestas en metáforas según las viejas
sentencias campestres y las citas de la cultura europea. Aun la
conversación menos formal, adquiría en su decir el nivel de
una exposición ordenada. Y la pasión de su alma no paraba
ante la mera exigencia estética: también exigía de la
humanidad el mejoramiento, la superación de los viejos
sistemas sociales, la vigencia de órdenes que introdujeran de
una vez por todas la Justicia, la Igualdad y el Respeto. Le
dolían los dolores del país y del mundo; se angustiaba por las
grandes tragedias de los hombres; lo sublevaban las
históricas canalladas, las falsas gestas, las hipocresías
culturales.

Tuvo que cumplir ese trámite burocrático de la muerte, y lo


hizo como había hecho todos los otros: con hidalguía.

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