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Osvaldo
Soriano
Vidrios rotos y otros cuentos
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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Coeditores:
Fernando Ruiz Granados México Martha de Arévalo Uruguay
José Acosta New York, EE.UU. Félix Villalona Santo Domingo, RD
Pedro Camilo Santo Domingo Henriette Weise Barcelona, España
Aníbal Rosario New York, EE.UU. Ángela Yanet Ferreira Santo Domingo, RD
Milagros Hernández Chiliberti Venezuela Cándida Figuereo Santo Domingo
Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD José Solórzano Michoacán, México
Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina Fracisco A. Chiroleu Rosario, Argentina
José Alejandro Peña Estados Unidos Enrique Eusebio Santo Domingo, R.D.
Radhamés Reyes-Vásquez Nicaragua / R.D. Gabriel Impaglione Italia
César Sánchez Beras Massachusetts, EE.UU.
Libros de
Regalo
EDITORA DIGITAL GRATUITA
Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Email: librosderegalo@gmail.com
S
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Índice
Un escritor y su asesino en una foto / Aquiles Julián 4
Aquel Gordo tan querido / Cristian Vásquez 5
El muerto inolvidable 8
El hijo de Butch Cassidy 11
Primeros amores 16
Petróleo 19
Caídas 21
Mecánicos 24
Giorgio Bufalini y la muerte en Venecia 27
La California argentina 29
Sin paraguas ni escarapelas 32
El penal más largo del mundo 38
Vidrios rotos 45
Triste, solitario y final 47
Aquel peronismo de juguete 59
El míster Peregrino Fernández 62
José María Gatica: un odio que no conviene olvidar / Reportaje 64
Historia de un símbolo del capitalismo moderno / Crónica 67
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BIBLIOTECA
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AQUILES JULIÁN
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Novelas, cuentos, artículos, guiones… Una obra que prometía mucho quedó trunca.
Según leí, Osvaldo Soriano llegó a vender un millón de sus libros, cifra tremenda.
Tómese en cuenta que mi pequeño país, República Dominicana, al que sus libros no
llegaban pues no somos un mercado significativo ya que los salarios no dan siquiera
para sobrevivir y la precariedad y las deudas mantienen a todo el mundo persiguiendo el
elusivo peso que siempre es insuficiente, desgastándonos tras un dinero siempre exiguo,
lo que impide sosiego para leer y dinero para adquirir libros; bien, en mi país los
escritores financian de sus bolsillos las humildes ediciones de 1,000 ejemplares de las
que no se venden ni 200 unidades y que nadie termina por saber dónde se encuentran.
¡Un millón de libros vendidos! Eso es maravilloso. Hace poco leí a Orhan Pamuk, el
premio Nobel turco, declarar que en un mundo de 8,000 millones de personas, una
novela suya apenas lograba una edición de dos millones de ejemplares. ¿Algún día
tendremos a un dominicano como premio Nobel? Tal vez entonces tengamos un autor
al que le impriman dos millones de libros. Y tal vez los venda, en vez de dejarlos en cajas
sometidos a las críticas de las ratas y la carcoma.
Pero, como nunca es tarde, helo aquí en una selección de sus cuentos, para disfrutarlo a
fondo a este fumador empedernido a quien el tabaco nos quitó prematuramente.
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Quizá Soriano no haya vivido en tensión. Pero no hacía gimnasia, no se cuidó en las
comidas y fumó hasta que fue demasiado tarde. Un día como hoy, diez años atrás,
el Gordo se iba. Dejó siete novelas publicadas, decenas de artículos diseminadas en
diarios y revistas de todo el mundo, una esposa y un hijo y cantidades de amigos y
personas que lo admiraban y lo querían. Mucho.
Sus amigos lo recuerdan con cariño y emoción. "Era un tipo realmente entrañable,
muy encantador", le dijo Roberto Fontanarrosa a Clarín.com. "Un tipo ideal para
sentarse a una mesa de café o compartir una sobremesa y hablar de un montón de
temas, especialmente el fútbol, el cine, la literatura".
Ese tipo lleno de anécdotas tiernas y desopilantes fue Osvaldo Soriano. Había nacido en
Mar del Plata el 6 de enero de 1943, pero fue uno de esos chicos "despatriados" a
los que el trabajo de sus padres no les permite aquerenciarse en ninguna ciudad. "Nunca
era del lugar donde vivía y eso se parecía mucho a no ser de ninguna parte", escribió.
Vivió en San Luis, Río Cuarto (Córdoba), Cipolleti (Río Negro) y Tandil, hasta que se
instaló en la Capital, a fines de los 60.
Sus detractores opinan que fue un escritor menor y que sus libros no tendrán vigencia.
El análisis más simple dice que la academia nunca lo aceptó porque vendía mucho, pero
algunas críticas más elaboradas le achacan la falta de matices de sus personajes, que sus
obras son previsibles y abusan de los lugares comunes, e incluso que ha empleado
cierta "estrategia del resentido" para edificar su fama.
Fontanarrosa apunta que "el aporte del Gordo ha sido algo formidable para la literatura
popular argentina". "Nos dejó una obra con un corte muy argentino, en cuanto a
gustos y complicidades, y una narración absolutamente atrapante", agrega.
"Para mí fue un maestro del periodismo y uno de los escritores de lejos más
interesantes de la generación del '60 y '70", sentencia Forn. "Fue un viento fresco en el
terreno del estilo, de la fluidez, del ojo crítico para ver el país y para retratar todo
aquello que nos fueron sacando. Nadie pintó mejor que Soriano a las víctimas de
esa enfermedad llamada Argentina."
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"Por ahí exagero, pero no encuentro quien hoy resuelva con oficio, profundidad y
belleza, una amplitud temática como la que manejaba Soriano", señala Sánchez. Dice
que el Gordo "podía ir como si nada de un perfil de Truman Capote a una nota sobre la
muerte de Olmedo. ¿Qué hubiera pensado del arribo de Ramón Díaz a San Lorenzo?
Aunque hayan pasado diez años, esto me pasa muchas veces: aparece la hija de
Perón, o la quieren meter presa a Isabelita, y me descubro pensando ¿qué
hubiera escrito Osvaldo sobre esto?".
¿Qué quedó de Soriano? Tal vez una clave para entender qué quedó, y sobre todo cómo
quedó y cómo queda, está en escenas de cementerios. A la famosa anécdota del ejemplar
de Triste, solitario y final que el Gordo dejó en la tumba de Stan Laurel, uno de los
protagonistas de su novela, se la puede confrontar con tres escenas del cementerio de la
Chacarita.
La primera escena es de la agobiante tarde del jueves 30 de enero de 1997: el funeral del
Gordo. El hijo de Soriano, Manuel, que por entonces tenía seis años y, dicen, era igual a
él, llevó al entierro una carta. Era para su lagartija, que se había muerto muy poco antes.
Quería que su papá le entregara la carta a la lagartija cuando llegase al cielo.
La tercera y última escena es de hoy lunes, diez años menos un día después. Los restos
de Osvaldo Soriano son trasladados a su lugar de descanso definitivo: una
parcela triangular de nueve metros cuadrados, entre la calle 6 y las diagonales 103 y 115
de la necrópolis. Ahora, el gobierno de la ciudad convocará a un concurso para la
construcción de un monumento "que honre su memoria y que ocupará un tercio del
lote", según el texto del decreto 1.201/06.
Sólo los buenos libros resisten el paso del tiempo. La única respuesta sobre la calidad de
su obra la tendrán los lectores del mañana.¿Consumirán Soriano los lectores de
2050, de 2100? Lo cierto es que hoy se lo recuerda. Artista, loco, criminal, rebelde,
soñador, fugitivo, pirata, fantasma, dinosaurio: un poco de todo eso tuvo Osvaldo
Soriano. Como sus novelas y sus crónicas. Como todo lo que él contó. Y como todo eso
que cuentan de él.
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El muerto inolvidable
Cuando mi padre se descuida me acerco al ataúd que está más alto que mi cabeza y un
comedido me levanta para que lo vea ahí, orondo, machucado y con la corbata
planchada. La novia entra, llora un rato y se va, inclinada sobre otra mujer más vieja.
Hay tipos que le fuman en la cara, toman copas y otro que entra al living repartiendo
pésames prepotentes y se desmaya en los brazos de la madre.
Después vinieron otros muertos considerables, pero ninguno como él. Recuerdo a un
colorado que me convidaba pochoclo en el colegio y lo agarró un camión a la salida.
También a un insider de los Infantiles Evita que nunca largaba la pelota y se quedó
pegado a un cable de la luz. Pero aquellos muertos no eran drama porque nosotros, los
otros, nunca nos íbamos a morir. Al menos eso me dijo mi padre mientras caminábamos
por la vereda, a lo largo de la acequia, cubiertos por un paraguas deshilachado. Casi
nunca llovía en aquel desierto pero en esos días de comienzos del peronismo se levantó
el chorrillero, empezó a lloviznar y Mereco no pudo dominar el furioso descapotable
negro en el que yo aprendí a manejar.
Por mi culpa mi padre estaba resentido con él y sólo de verlo muerto podía perdonarle
aquel día en que lo llevaron preso. Salimos del velorio por un corredor y cruzamos un
terreno baldío para llegar al depósito de la comisaría. El Ford A estaba en la puerta,
aplastado como una chapita de cerveza. Mi padre iba consolando a otra novia que tenía
el finado y ya no se acordaba de mí. Pegado a la pared para que no me viera el vigilante,
me acerqué al amasijo de fierros y alcancé a ver el volante de madera lustrada. Seguía
reluciente y entero entre las chapas aplastadas. También estaba intacta la plaqueta del
tablero con el velocímetro y el medidor de nafta. Marcaba en millas, me acuerdo, y
cuando íbamos a ver a su otra novia, Mereco lo levantaba a sesenta o más por el camino
de tierra. Nadie sabía nada. Mi padre creía que yo me quedaba en la escuela y la novia de
Mereco estaba convencida de que íbamos a buscar a mi padre que controlaba el agua en
las piletas del regimiento. Entonces llegábamos a un caserío viejo que el coronel Manuel
Dorrego había tomado y defendido no sé cuántas veces y Mereco me dejaba solo con el
Ford A debajo de una higuera frondosa. Ésa era mi fiesta en los días en que Mereco no
estaba muerto y el Ford seguía intacto. Me sentaba en su asiento, estiraba las piernas
hasta tocar los pedales y el que iba a mi lado era Fangio anunciándome curvas y
terraplenes.
Mereco no es un muerto triste. Tiene como veinticinco años y todavía lo veo así ahora
que yo tengo el doble y he recorrido más rutas que él. Antes del incidente que lo
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enemistó con mi viejo, solía venir a casa a tomar mate y dar consejos. "Hágame caso,
doble siempre golpeando el volante, don José", le decía a mi padre como si mi padre
tuviera un coche con el que doblar. "En el culebreo suelte el volante hasta que se
acomode solo", insistía. "Es un farabute", comentaba mi viejo mientras lo miraba
alejarse con el parabrisas bajo y las antiparras puestas.
Nunca tuvieron un mango ni Mereco ni mi padre. Por las tardes, a la salida de la escuela,
yo corría hasta la juguetería para mirar un avión en la vidriera. Era un bimotor de lata
con el escudo argentino pintado en las alas. Mi madre me había dicho que nunca podría
comprármelo, que no alcanzaba el sueldo de Obras Sanitarias y que por eso mi padre iba
a cortar entradas al cine. Al menos podíamos ver todas las películas que queríamos. Pero
en casi todas mostraban aviones y yo no me consolaba con recortarlos de las láminas del
Billiken.
Una tarde entré a robarlo. Por la única foto que me queda de ese tiempo supongo que
llevaría guardapolvo tableado, un echarpe de San Lorenzo y la cartera en la que pensaba
esconder el avión. En el negocio había un par de mujeres mirando muñecas y el dueño
me relojeó enseguida. Era un pelado del Partido Conservador que recién se había hecho
peronista y tenía en la pared una foto del general a caballo. Busqué con la mirada por los
estantes mientras las mujeres se iban y de pronto me quedé a solas con el tipo. Ahí me di
cuenta de que estaba perdido. No había robado nada pero igual me sentía un ladrón. Me
puse colorado y las piernas me temblaban de miedo. El pelado dio la vuelta al mostrador
y me dio una cachetada sonora, justiciera. Nos quedamos en silencio, como esperando
que el sol se oscureciera. ¿Qué hacer si ya no podía robarle el juguete? ¿Cómo esconder
aquella humillación? Me volví y salí corriendo. Mi viejo estaba esperándome en la
esquina con la bicicleta de la repartición. Tenía el pucho entre los labios y sonrió al
verme llegar. "¿Qué te pasa?", me preguntó mientras yo subía al caño de la bici. Le
contesté que me había retado la maestra, pero no me creyó. "¿No me querés decir nada,
no?", dijo y yo asentí. Hicimos el camino a casa callados, corridos por el viento.
Una tarde, mientras iba en el Ford con Mereco, no pude aguantarme y le conté. Se
levantó las antiparras y como único comentario me guiñó un ojo. Dos o tres días más
tarde vino a casa con el plano de un nuevo carburador que quería ponerle al coche. Traía
una botella de tinto y el avión envuelto en una bolsa de papel. "Lo encontré tirado en la
plaza", me dijo y cambió de conversación. Mi padre se olió algo raro y a cada rato
levantaba la vista del plano para vigilarnos las miradas. No sé por qué tuve miedo de que
el pelado viniera a tocar el timbre y me abofeteara de nuevo.
Pero el pelado no vino y Mereco desapareció por un tiempo. Fue por esos días cuando a
mi padre lo comisionaron para hacer una inspección en Villa Mercedes y me llevó con él
en el micro. Un pariente del gobernador tenía una instalación clandestina para regar
una quinta de duraznos, o algo así. Recuerdo que no bien llegamos el jefe del distrito le
dijo a mi padre que no se metiera porque lo iban a correr a tiros. "¡Pero si la gente no
tiene agua para tomar, cómo no me voy a meter!", contestó mi viejo y volvimos a la
pensión. No me acuerdo de qué me habló esa noche a solas en el comedor de los
viajantes, pero creo que evocaba sus días del Otto Krause y a una mujer que había
perdido durante la revolución del año 30.
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No era la primera vez que nos llevaban a una comisaría y mi padre se defendió bastante
bien. Negó que yo hubiera robado el avión y responsabilizó al comisario de interferir la
acción de otro agente del Estado en cumplimiento del deber. Era hábil con los discursos
mi viejo. Enseguida sacaba a relucir a los próceres que todavía estaban frescos y si
seguía la resistencia también lo sacaba al General que tanto detestaba. A mí me llevaron
a casa, donde encontré a mi madre llorando. Al rato Mereco cayó en el Ford y nos dijo
que lo acompañáramos, que iba a entregarse.
Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en
la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos
históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.
La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y
1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la
represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían
campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había
indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos
escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida,
italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que
alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los
argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque
aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían
nacido.
Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron
sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de
teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba
la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que
decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para
admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional.
Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en
nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían
decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.
El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo
arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy
que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la
Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.
Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las
dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las
manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para
juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch
Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.
En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió
que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los
enviados delFührer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no
las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de
dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban
las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes
argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos
matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos,
perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los
alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.
Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los
campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de
qué se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían
diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos
alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que
el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un
sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la
guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto
aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol.
También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los
almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once
pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.
Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos
creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría
el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los
árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como
la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de
cuchillos, se aprobó la iniciativa.
Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las
medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes
para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de
árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por
adentro o por afuera del rectángulo.
El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La
inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo
de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y
argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles,
ingleses y mapuches.
En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que
suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En
la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del
Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y
los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles
por cinco o seis goles de diferencia.
Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El
referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al
otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se
guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico
en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron
la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de
Cambridge.
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La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos
olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria.
La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato
sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta.
William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la
expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía
a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que
usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los
hinchas acumulaban pilas de cascotes detrás de cada arco y al final de los
enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que
quedaban dentro del terreno.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero
no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El
capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches
leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba
prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la
cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy
lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y
después se retiró a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la
cancha.
Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina
revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy
disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le
respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres
horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.
Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y
mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini
se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo
momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2,
pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera
donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy
decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.
parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero
Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante
tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos
para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó
dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le
escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.
Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el
partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y
enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras
Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la
victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se
convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles.
Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó
sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche,
cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar
la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y
de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie
encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero
nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín
reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían
detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.
A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a
escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes
pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si
todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente
agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Führer que iniciaba
un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el
susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la
era de las comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina,
a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más
gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de
cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para
que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.
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William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dio
el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre
goleador de los mapuches.
Primeros amores
Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando
todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en
hoteles lejanos. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y
mi primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora
estará casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con ella que hice por primera vez
el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine
vacío.
Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra de
la boletería con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me
suenan, lejanas y dolorosas, en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia
peronista. Su padre era un tipo sin pelo, de pocas pulgas, que masticaba cigarros y me
saludaba de mal humor porque ya tenía bastantes problemas con otra hija que volvía al
amanecer y en coche ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde, como
el cine no daba función, nos sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que
aparecía el vigilante de la esquina.
No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el
asfalto había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde
General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía
en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y
peligroso, de manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a
Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían
pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios
de la Capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar
donde escuchar música o representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados
y la banda del regimiento que una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria.
Entonces sólo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que empezaban a ponerse de
moda.
los chicos del barrio, y de vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos goles no
contaban porque todos pensábamos hacer otros mejores, con público y con nuestras
novias temblando de admiración. Con toda seguridad éramos terriblemente machistas
porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin cuestionarse. Un mundo
de milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y chicas
hacendosas, sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los
años sesenta.
Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y
estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios
coscorrones antes de convencerme de que no tenía ningún talento para las pistas. Mi
padre solía acompañarme para tocar el carburador o calibrar el encendido de la
Tehuelche, pero mi madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me dejaban
frío. La pelota era otra cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo
cada vez que entraba al área y me iba entre dos desesperados que presumían de
carniceros y asesinos. Me acuerdo de un número 2 viejo como de veintiséis años, de
vincha y medalla de la Virgen, que para asustar a los delanteros les contaba que debía
una muerte en la provincia de La Pampa.
Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me
marcaba el día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que,
como al legendario Rubén Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba
inamovible en la Selección del Alto Valle y en ese lugar y en aquellos años pocos eran los
árbitros que arriesgaban la vida por una expulsión.
Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el
guardapolvo a la salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres
estaban de viaje le exigí que viniera a casa, pero todo fue un fracaso con llantos,
reproches y enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el perfume de las manzanas de
marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.
Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro
zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una
mano debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella
imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba
como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9,
cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un
cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria
memorable y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.
Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto
la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja
me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero
yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y
si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue
porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.
18
Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las
piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado,
ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de
proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de
invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.
Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que
había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la
existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a
otro instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay
Dios más feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.
Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los
abrazos y escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones
contribuyen a mi desprestigio en la alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho
entre el 5 que me empuja y Hacha Brava que me agarra de la camiseta mientras estamos
empatados y un wing de jopo a la brillantina tira un centro rasante, al montón, a lo que
pase. Se me ha cortado la respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a sueldo.
Nuestro zaguero central acaba de empatar con un terrible disparo de treinta metros que
he festejado sin abrazarlo y en este contragolpe, casi sobre el final, intuyo secretamente
que mi vida cambiará para siempre.
Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos
besamos y sin buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera
novia se abandona por fin y me recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron
la caricia de nuestro despreciable zaguero central tiritan y trotan, brincan y broncan,
hoy que nuestras vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos del suyo.
19
Petróleo
Las cosas han cambiado tanto que seguramente a mi padre le gustará seguir tan muerto
como está. Debe estar pitando un rubio sin filtro, escondido entre unos arbustos como lo
veo todavía. Estamos en un camino de arena, en el desierto de Neuquén, y vamos hacia
Plaza Huincul a ver los pozos de YPF. Salimos temprano, por primera vez juntos y a
solas, cada uno en su moto. Él va adelante en una Bosch flamante, y yo lo sigo en una
ruidosa Tehuelche de industria nacional. Es el otoño del 62 y está despidiéndose para
siempre de la Patagonia.
La motoneta está volcada con el motor en marcha y la rueda trasera gira en el vacío. Mi
viejo trata de ponerse de pie antes de que yo llegue, pero lo que más se le ha herido es el
orgullo. Se frota la pierna y putea por el siete abierto en el único pantalón, a la altura de
la rodilla. Dice que ha sido mi culpa, que lo encerré justo en la subida, que por qué
mierda me cruzo en su camino. Nunca seré buen ingeniero, agrega, y apaga el motor
para enderezar el manubrio y recoger el equipaje.
Lo escucho sin contestar. Todavía hoy sigo subido a una barda, oyéndolo putear ahí
abajo, mientras mi hijo juega con la espuma de las olas y grita alborozado en una playa
de Mogotes. Somos muchos y uno solo, hasta donde me alcanza la memoria. A cada
generación tenemos menos cosas que podamos sentir como propias. Queda el
hermetismo de mi padre en la mirada del chico que corre junto al mar. A él le contaré
esta tonta historia de pérdidas y caídas, la de mi padre que rueda y la mía que no supe
defender.
Aquel mediodía mi viejo se aleja rengueando para orinar entre los arbustos y se queda
un rato escondido para que no vea su rodilla lastimada. Levanto a Marlene Dietrich que
ha dejado un surco en la arena y vuelvo la mirada hacia la torre y el péndulo. Parece un
fantasma de luto recortado en la lejanía. Y el charco de petróleo que ensucia las bardas,
tan ajeno al mar donde ahora juega mi hijo. Mi bisabuelo fue bandolero y asaltante de
caminos en Valencia hasta que lo mató la Guardia Civil. Me lo confiesa mi viejo al
atardecer, mientras cebamos mate bajo la carrocería oxidada de un Ford T. No recuerdo
bien su relato pero pinta al bisabuelo de a caballo y con un trabuco a la cintura. Trata de
impresionarme pero está muy derrengado para ser creíble. El pantalón roto, la corbata
abierta, el ombligo al aire y pronto cincuenta años. No hay más que gigantescos fracasos
entre el bisabuelo que asaltaba diligencias y ese sobrestante de Obras Sanitarias que
levanta la mirada y me señala con un gesto orgulloso la insignia del petróleo argentino.
Una vida tendiendo redes de agua, haciendo cálculos, inventando ilusiones. Sueña con
que yo sea ingeniero. De esa ínfima epopeya le quedan a mi madre doscientos pesos de
pensión y a mí algunas anécdotas sin importancia.
Mi padre lleva unos pocos billetes chicos en el bolsillo. Justo para la pensión y la nafta
de la vuelta. Nunca ganó un peso sin trabajar. No sé si está conforme con su vida. Igual,
no puede hacerla de nuevo. Ha vivido frente a los palos, mirando venir una pelota que
nunca aterriza. Intentó zafar de la marca, correrse, poner la cabeza, pero no supo usar
los codos. Caminó siempre por los peldaños de una escalera acostada. Tarzán en
monopatín, Batman esperando el colectivo, San Martín soñando con las chicas de
Divito. Y sin embargo, cuando fuma en silencio, parece a punto de encontrar la solución.
Como aquella noche en un sucio cuarto de alquiler donde saca la regla de cálculos y
diseña un oleoducto inútil, con jardines y caminos de los que ningún motociclista podría
caerse. Pero de eso no queda nada: el dibujo se le extravió en otro porrazo y las torres ya
son de otros más rápidos que él.
estoy ahí, demorado con mi padre en medio del camino. Imagino historias porque me
gusta estar solo con un cigarrillo y estoy cerca de la edad que tenía mi padre cuando se
tumbaba de la moto. Fueron muchas las caídas y no siempre lo levanté. Me gustaría
saber qué opinión tendría de mí, que he perdido su petróleo. Quisiera que echara una
ojeada a estas líneas y a otras. Que me regalara un juguete y me contara cuántas veces
estuvo enamorado; que me explicara qué carajo hacíamos los dos en un camino de
Neuquén rumbo a las torres de YPF, mientras en el transistor se apagaba la voz de Julio
Sosa cubierta por los acordes de otra marcha militar.
Caídas
Mi padre tuvo tantas caídas que al final no recordaba la primera. Lo vi despeñarse con
una motoneta camino de Plaza Huincul y años más tarde se dio vuelta con el Gordini,
cerca de Cañuelas. Mi madre me contó que una vez, cuando yo era muy chico, se cayó
sin mayores daños de un poste de teléfonos y como era bastante distraído solía
tropezarse con los juguetes que yo dejaba tirados en el suelo.
Una tarde de diciembre de 1960 alguien vino a avisarme que lo había atropellado un
auto. Llegué sin aliento en una bicicleta prestada y lo encontré estirado en la calle.
Estaba un poco despeinado, con los ojos abiertos y la cara muy blanca. Sobre el asfalto
había un poco de sangre manchada por las huellas de unos zapatos. La gente se apartó
para dejarme pasar y un tipo me dijo ya estaba por venir la ambulancia. Alguien que le
había puesto un pulóver bajo la nuca me alcanzó los anteojos que se habían roto con la
caída.
Nadie hablaba y yo no sabía qué decir. Me arrodillé a su lado y le hablé al oído tratando
de que la voz no me saliera muy asustada. Le pregunté si podía escucharme y alguna
tontería más, pero no abrió la boca. Entonces fui pedir que me ayudaran a llevarlo al
hospital pero me dijeron que no convenía moverlo porque debía estar muy estropeado.
El paisano de sombrero negro que lo había atropellado estaba llorando dentro del coche
y tampoco me hizo caso. Volví a sentarme en la vereda y le tomé una mano. Estaba fría y
blanda como la panza de un pescado. No llevaba más que el anillo de casamiento y el
Omega con la correa de cuero. Me pregunté qué haría allí, en la otra punta del pueblo,
cruzando la calle como un chico atolondrado. En esos días había cumplido los cincuenta
y recién ahora me doy cuenta de que corría contra el tiempo. No había hecho nada que le
sirviera a él y la única vez que salió en los diarios fue después del accidente, entre un
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Con los primeros calores de aquel verano había tomado la decisión de abandonar Obras
Sanitarias y montar un taller de tornería. Mi madre se oponía porque no creía en su
suerte. Entonces me llamó a su escritorio para que le dijera con toda sinceridad si yo le
veía futuro en los negocios. De verdad, visto como lo vi entonces, con el chaleco de lana
gastado y el pantalón lustroso, no me animé a apostar por él. Me convidó un cigarrillo,
dejó que le explicara un complicado asunto de polleras y ya pasada la medianoche, en
voz muy baja, me explicó que estaba cansado de esperar, de correr de un desierto a otro
mientras se le iban los años y se le arrugaban los cueros. Dijo no estar arrepentido de
nada pero se le leía la culpa en los ojos. ¿Culpa de qué? Nunca lo sabré. Aquella noche
intentó darme otro de sus consejos, pero no servía para eso. Palabras más o menos, me
dijo: "Por mejor que uno se explique y justifique, nada cambia. Siempre se cometen los
mismos errores. Una caída dibuja la próxima y por eso creemos en un Dios, en alguien
que haya aprendido a no quemarse dos veces con la misma leche". Cosas así eran las que
solía recitarme a la medianoche mientras limpiaba compases y tiralíneas frente al
tablero de dibujo.
Le dije que no se calentara, que cualquiera hacía plata si eso era lo único que se
proponía y que él estaba para otra cosa. Lo suyo era correr por ahí, andar a la deriva
para no llegar a ninguna parte. A él y a mí nos daba lo mismo un lugar u otro siempre
que tuviera una estación y algunas leguas por delante.
Ese día salimos a caminar por los andurriales, yo estornudando por el polen y él
tosiendo su tabaco. Me hablaba de lo que haría cuando tuviera un taller con seis tornos y
no sé cuántas máquinas para fabricar herramientas. De a ratos lo situaba en Córdoba y
después lo ponía en Mendoza para abastecer también a los chilenos. Sin darnos cuenta
llegamos al río y de pronto se jactó de haber sido muy buen nadador en su juventud, allá
en Campana. Señaló la isla bajo el puente y me desafió a ganarle a contracorriente.
Cambié de conversación porque el Limay es profundo y temí que se ahogara. Yo tenía
menos de veinte años y me parecía imposible que mi padre pudiera ganarme en algo.
Insistió y puse como excusa una contractura del fútbol o algo parecido. No me oyó o no
quiso oírme y empezó a quitarse la ropa ahí mismo, abajo de la luna, hasta que sólo se
quedó con unos ridículos calzoncillos celestes que le llegaban hasta las rodillas.
Bravuconeaba, supongo. Tenía todo el pelo blanco pero ahora estaba de nuevo en el
Delta junto a sus amigos y con toda la vida por delante. No sé qué pensé mientras lo
miraba alejarse tirando brazadas. Creo que me daba pena verlo pelear contra su propia
sombra. Me toreaba a mí pero la bronca, como el agua, venía de lejos y nos mojaba a los
dos.
En un momento lo perdí de vista hasta que al rato me gritó desde la isla. Yo no quería
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Creo que fue ese episodio el que lo alejó por un tiempo de mí y del taller de tornería. La
tarde en que lo encontré tirado en la calle temí que se muriera con la impresión de que
yo lo había abandonado. La ambulancia tardó siglos en llegar y lo llevó a un hospital
donde me dijeron que tenía el cráneo roto. Mi madre se quedaba a su lado durante la
mañana y a la tarde iba yo. Cuando pudo mover los labios me dijo que se había gastado
el aguinaldo completo en la primera cuota del torno y no se animaba a decírselo a mi
madre.
Era otro de sus juguetes tardíos pero todavía no estaba seguro de poder disfrutarlo.
"¿Me voy a morir?", me preguntó cuando se dio cuenta de que tenía una bolsa de hielo
sobre la cabeza. Le dije que no, aunque no era seguro, y le pregunté dónde estaba su
famoso torno. "Llega de Buenos Aires en el tren de la semana que viene; es una
hermosura, no te imaginas", me contestó muy serio. Una enfermera había puesto las
cosas que llevaba sobre la mesa de luz. El pañuelo, el encendedor, la billetera vacía, unas
monedas y el folleto del torno que era italiano y parecía una nave espacial. "¿Te duele?",
dije y me senté cerca de la ventana a mirar a las chicas que atravesaban el jardín. "Sí,
desde hace mucho", murmuró. "¿Qué me pasó ahora?" Le conté que lo había agarrado
un auto y se había golpeado la cabeza contra el pavimento. Pareció sorprenderse, como
si le dijera que se había caído de la calesita: "Y a tu madre, ¿qué le vamos a decir?". Se
refería al aguinaldo y a todo lo que otra vez no podríamos comprar. Cerró los ojos y se
durmió. O tal vez en su confusión de huesos rotos y sesos desbaratados pensaba en lo
buena que hubiera sido su vida sin mi madre y sin mí. Me incliné para decirle al oído
que no siempre se puede ganar, que a veces hay que saber quedarse de este lado de la
orilla. Hizo una mueca de disgusto y entornó los párpados: "Eso es de cobardes; los ríos
están para que uno los cruce". Como siempre, del infortunio sacaba alguna lección que
lo disculpaba ante los demás.
Después de hablar con el médico tuve miedo de que aquella fuera su última metáfora. A
mi madre le dije que la plata del aguinaldo se la habían robado en la calle mientras
estaba caído y que de todos modos para nosotros no habría fiestas ese fin de año. Antes
de Navidad lo trasladaron a casa, flaco y vendado como un faquir. Ocultaba el folleto del
torno abajo de la almohada. No sé si mi madre se creyó el cuento del aguinaldo robado,
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pero en Nochebuena no tuvimos festejos ni palabras bonitas. Mi padre pasaba las horas
inmóvil, con la mirada puesta en el techo. Un día me hizo una seña para que me
inclinara a escucharlo: "Véndelo", susurró, "cuando llegue véndelo por lo que te den".
Me pareció que contenía un lagrimón y le dije que no, que ahora estaba en medio de la
corriente y tenía que nadar. Después de todo, eso era lo que había querido enseñarme.
Hizo un gesto de alivio, me pasó un brazo alrededor del cuello, y dijo: "Está bien, pero
no te olvides de mandarme un bote con los cigarrillos".
Mecánicos
Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y
tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la
sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos
desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en
el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos
de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no
podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando
mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera
una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó,
desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me
acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una
noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el
embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie,
erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba
era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa
octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las
verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores
que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa
embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante
arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave.
Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que
la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se
paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña.
Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré
en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.
--Andá--me dijo--. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y
las guardias.
Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo
Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y
cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su
futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz
mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los
críticos. Por fortuna para él su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.
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Hace diez años, el detective privado Giorgio Bufalini llegaba a su despacho a las ocho de
la mañana. Vivía cerca del molino Stucchi, en Venecia, hasta que el año pasado andaba
con los bolsillos tan arrugados que tuvo que aceptar una indemnización de dos millones
de liras para desalojar la casa que alquilaba desde hacía quince años.
"Ahora -dice, recostado en un sillón que tiene el mismo color gris de la ciudad- vivo en
Spinea, tengo que tomar el vapor y nunca llego antes de las diez" . Extraña profesión la
de Bufalini para una ciudad como Venecia. Su oficina está en un lugar encantador, la
Calle del Cafetier, junto al Ponte de la Viste, a cincuenta metros del lugar donde los
fascistas mataron a Amerigo Pocini.
"Hago cualquier cosa. Acepto trabajos en todo el Veneto, porque si no sería imposible
vivir. Divorcios hay pocos acá porque la gente es muy tradicionalista, enemiga de los
escandaletes. Me contrataron muchas veces para seguir mujeres u hombres, pero no es
fácil. Esto no es Nueva York. ¿Se animaría a seguir a una mujer en el vaporetto?"
No, su trabajo no parece cómodo. Seguir a alguien por las estrechas callejuelas,
escudado detrás de un grupo de turistas puede ser un papelón. "Hace ocho años -
recuerda Bufalini con nostalgia-, agarré a dos hombres de Turín que habían robado un
collar muy caro en un negocio del Centro Histórico. Los arrinconé en el Casino. Se
entregaron mansitos. Eran buenas épocas, señor".
De pronto, vuelve a ponerse dramático: "Acá nos hundimos, todos, señor. La ciudad un
centímetro por año, yo bastante más rápido. Mire qué paradoja: para restaurar a
Venecia hacen falta 270 mil millones de liras. ¡Para levantarme a mí se necesitaría tanto
menos!".
Pide otra cerveza y enciende la Muratti. "Me desalojaron de la casa. Un par de millones
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tientan, más si uno anda rengo del bolsillo. Hasta hace cuatro años acá la vida era
tranquila, había que aguantar a los turistas, pero con ellos llegaban lindas mujeres.
Ahora nos están echando a todos los venecianos. Las grandes corporaciones compran
los edificios y empieza la especulación".
Parece deprimido, pero en un gesto de audacia traga su vaso de cerveza con los ojos
grises cerrados. ¿Quién compra? "Las grandes empresas Olivetti, Pirelli, las compañias
aéreas. Se trata de echar a los nativos para convertir a Venecia en una isla con palacetes
para ricachones. Acá hay 49.457 unidades inmobiliarias, pero sólo viven 10.200
patrones, lo demas está alquilado. Entonces, el primer paso es echar a los inquilinos y
luego vender. Gran negocio, señor, pronto van a vender hasta el agua de los canales".
Paga y sale junto al enviado. Por la calle pasa una pareja de turistas y ella toma una foto
del puente que incluye a Bufalini. Este sonríe: "Vaya uno a saber a dónde irá a parar ese
retrato. Ya ve, acá uno no es dueño ni de su alma". Cuando entra en la oficina levanta la
cortina y mira a través de los barrotes las azoteas rojas. "Todo empezó cuando la
empresa Romana Beni Stabili hizo un complejo inmobiliario moderno de cien
departamentos. Sólo vendió el 30 por ciento. La gente que compra quiere las casonas,
viejas por fuera y puestas a todo lujo por dentro. Hasta Marcello Mastroiani compró un
departamento moderno para pasar vacaciones".
Va hacia una vieja heladera, saca una manzana y empieza a mordisquearla. "Yo soy
comunista. Estoy convencido que en el negocio andan todos los partidos del gobierno,
como siempre. La compañía Aeritalia compró el que era Hotel Splendid y va a montar
una residencia de lujo. ¿Quiénes están detrás de eso?".
Al mediodía, tres viejos músicos se guarecen bajo el toldo de un café en la Piazza San
Marcos, y tocan. Los turistas no escuchan, pero toman cerveza, refrescos. Los sonidos
del violín, el piano, el contrabajo, intentan piezas de moda, alegres, simples. No hay
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caso: el ritmo es triste, amargo y nadie aplaude. Los viejos miran a los turistas con una
cierta indiferencia. Las palomas descienden sobre las mesas, picotean.
Bufalini sonríe: "Napoleón dijo una vez que esta plaza era el más bello salón de Europa"
De pronto cambia de expresión, mira a i musici y dice en voz baja: "Thomas Mann puso
acá a su personaje porque sintió algo que nosotros sentimos siempre. Venecia es el
único lugar del mundo donde se muere sin dolor. Ojalá nos dejen".
La California Argentina
El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los
pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la "Argentina" y la "Chacabuco" van
decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, 30 hawaianos comprados al rey
de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en
Karakakowa para combatir las ratas y pestes.
Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que
algunos de los desertores que habían sublevado la "Chacabuco" en Valparaíso se han
refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José María Piris
que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege
a los rebeldes.
Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una
fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan las lenguas y
un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear
la California. El capitán de los piratas anota: en la bodega lleva doce cañones recién
robados, y se adelanta con la noticia a Monterrey -la capital de California-,
podrávenderlos a cinco veces su precio.
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El rey de Atoy no sabe donde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de la
nacionalidad argentina y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera
del infierno, y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que se
encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de
Bouchard se hace conducir el bote para dar la buena nueva.
El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los
asilados en Atoy y trata, como en Karakakowa, de hacer reconocer la soberanía
argentina. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se le han escapado.
"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue
necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias. En realidad, basta con
amagar. El rey manda un emisario a parlamentar a la "Argentina" y lleva a los
prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí
nomás fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los conduce al
barco y les hace dar "doce docenas de azotes".
El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los
norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan: pone 200
hombres de refuerzo en la corbeta "Chacabuco", les hace enarbolar una engañosa
bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las ordenes de William (o
Guillermo) Shipre.
Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosaantes
de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento y la
"Chacabuco" queda a la deriva. Desde el fuerte le tiran diecisiete cañonazos y no fallan
ninguno. La "Chacabuco" empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de los
heridos.
Shipre se rinde enseguida. "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar
la bandera de la patria".
Todo es desolación y sangre en la "Chacabuco" pero Bouchard no quiere pasar
vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a
más de sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y
blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas. De pronto, la joven nación esta
asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución
argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamento para
las presas (art. 67, inc. 22).
Los pobres españoles de California no tenían un solo navío para su defensa. Bouchard
ordena trasladar a los sobrevivientes de la "Chacabuco" a la "Argentina" pero abandona
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a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles.
Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard comanda el
desembarco con doscientos hombres armados con fusiles y picas de abordaje. Lo
acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero esperan repartirse un botín
considerable. A las ocho de la mañana, después de un tiroteo, la tropa española
abandona el fuerte y retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte
piezas de artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen
en el patio mientras hace izar la bandera.
Sin embargo el capitán no esta contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le
paguen la afrenta de la "Chacabuco". Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la
población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y la
pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción.
Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de origen
americano y es feroz con la española. Difícil es saber cómo hizo la diferencia en el
vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los cimientos. También el cuartel y el
presidio. Las casas son incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso
infierno de llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas
de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que
encuentra en un granero.
Durante seis díaz, sobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los
prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la "Chacabuco" mientras los soldados
arman juerga sobre juerga con las aterradas viudas de España, episodios que las
historias oficiales eluden con pudor.
Tanto escándalo arman Bouchard y los suyos en el norte que el Departamento de Estado
norteamericano -cuenta el historiador Harold Peterson- "dio instrucciones a sus agentes
para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que
navegaban bajo la bandera y con comisiones de Buenos Aires". Sin embargo, recién en
1821, con Rivadavia como ministro de guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto
de revocación de las patentes de loscorsarios: "En su forma literal -dice Peterson-, este
decreto representaba una entrega total a la posición por la cual Estados Unidos había
luchado durante cinco años".
Esa fue su última hazaña. Al llegar a Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata,
Bouchard reclama la gloria pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio
de Chile, lo acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros
capturados.
Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un vecino
arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de
Chile con el preciso designio de auxiliar a sus expediciones". Sobre las torturas
ordenadas, se defiende así: "Que se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes
chilenos del corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado,
entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".
Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a las ordenes de San Martín
y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las que
apenas había conocido, se pone a las ordenes de Perú y en 1831 se retira a una hacienda.
En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo. Es una muerte en
condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y tropelías, no
consignan ese indigno final.
Desde el 18, Belgrano y Castelli, que son primos y a veces aman a las mismas mujeres,
exigen la salida del virrey, pero no hay caso: Cisneros se inclina, cuanto más, a presidir
una junta en la que haya representantes del rey Fernando Vll, preso de Napoleón, y
algunos americanos que acepten perpetuar el orden colonial. Los orilleros andan
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Saavedra, luego de mil cabildeos, se pliega: "Señores, ahora digo que no sólo es tiempo,
sino que no se debe perder ni una hora", les dice a los jacobinos reunidos en casa de
Rodríguez Peña. De allí en más los acontecimientos se precipitan y el destino se juega
bajo una llovizna en la que no hubo paraguas ni amables ciudadanos que repartieran
escarapelas.
La gente anda con el cuchillo al cinto, cargando trabucos, mientras Domingo French y
Antonio Beruti aumentan la presión con campanas y trompetas que llaman a los vecinos
de las orillas. Esa noche nadie duerme y cuando los dos hombres llegan al Cabildo,
empapados, los regidores y el obispo los reciben con aires de desdén. Enseguida hay un
altercado entre Castelli y el cura. "A mí no me han llamado a este lugar para sostener
disputas sino para que oiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los
términos que se ha oído", dice monseñor, que se opone a la formación de una junta
americana mientras quede un solo español en Buenos Aires. A Castelli se le sube la
sangre a la cabeza y se insolenta: "Tómelo como quiera", se dice que le contesta. Cuatro
días antes ha ido con el coronel Martín Rodríguez a entrevistarse con Cisneros que era
sordo como una tapia. " ¡No sea atrevido! " le dice Cisneros al verlo gritar, y Castelli
responde orondo: "¡Y usted no se caliente que la cosa ya no tiene remedio!"
Al ver que Castelli llega con las armas de Saavedra, los burócratas del Cabildo
comprenden que deben destituir a Cisneros, pero dudan de su propio poder. Juan José
Paso y el licenciado Manuel Belgrano esperan afuera, recorriendo pasillos, escuchando
las campanadas y los gritos de la gente. Saavedra sale y les pide paciencia. El coronel es
alto, flaco, parco y medido. El rubio Belgrano, como su primo, es amable pero se exalta
con facilidad. Paso es hombre de callar pero luego tendrá un gesto de valentía. Entrada
la noche, cuando French y Beruti han agitado toda la aldea y repartido algunos sablazos
a los disconformes, Belgrano y Saavedra abren las puertas de la sala capitular para que
entren los gritos de la multitud. No hay más nada que decir: Cisneros se va o lo cuelgan.
¿Pero quién se lo dice? De nuevo Castelli y el coronel cruzan la Plaza y van a la fortaleza
a persuadir al virrey. Hay un último intento del español por formar una junta que lo
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incluya, pero Castelli, que tiene 43 años y está enfermo de cáncer, se opone. Los "duros"
juegan a todo o nada. Cisneros trata de ganarse al vanidoso Saavedra, pero el coronel ya
acaricia la gloria de una fecha inolvidable. Quizá piensa en George Washington mientras
Castelli se imagina en la comuna francesa. Su Robespierre es un joven llamado Mariano
Moreno, que espera el desenlace en lo de Nicolás Peña.
Entre tanto French, que teme una provocación, impide el paso a la gente sospechosa de
simpatías realistas. Sus oficiales controlan los accesos a la Plaza y a veces quieren
mandar más que los de Saavedra. Por el momento la discordia es sólo antipatía y los
caballos se topan exaltados o provocadores. Al amanecer, Beruti, por orden de French,
derriba la puerta de una tienda de la recova y se lleva el paño para hacer cintas que
distingan a los leales de los otros. Alguien toma nota y nace la leyenda de la escarapela
en el pecho.
El delirio y la compasión
La mañana del 25, cuando muchos se han ido a dormir y otros llegan a ver "de qué se
trata", el abogado Juan José Castelli sale al balcón del Cabildo y, con el énfasis de un
Saint Just, anuncia la hora de la libertad. La historiografía oficial no le hará un buen
lugar en el rincón de los recuerdos. El discurso de Castelli es el de alguien que arroja los
dados de la Historia.
Aquellas jornadas debían ser un simple golpe de mano, pero la fuerza de esos hombres
provoca una voltereta que sacudirá a todo el continente. Dice Saavedra: "Nosotros solos,
sin precedente combinación con los pueblos del interior mandados por jefes españoles
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que tenían influjo decidido en ellos, (...) nosotros solos, digo, tuvimos la gloria de
emprender tan abultada obra (...) En el mismo Buenos Aires no faltaron (quienes)
miraron con tedio nuestra empresa: unos la creían inverificable por el poder de los
españoles; otros la graduaban de locura y delirio, de cabezas desorganizadas; otros en
fin, y eran los más piadosos, nos miraban con compasión no dudando que en breves días
seríamos víctimas del poder y furor español".
al secretario de la Junta; y cuando se refiere a uno de sus amigos, dice: "El alma de
Monteagudo, tan negra como la madre que lo parió". El primer incidente ocurre cuando
los jacobinos descubren que diez jefes municipales están complotados contra el nuevo
poder. En una sesión de urgencia Moreno propone "arcabucearlos" sin más trámite,
pero Saavedra le responde que no cuente para ello con sus armas. "Usaremos entonces
las de French", replica un Moreno siempre enfermo, con el rostro picado de viruela, que
acaba de cumplir 30 años. Al presidente lo escandaliza que ese mestizo use siempre la
amenaza del coronel French, a quien hace espiar por sus "canarios", una especie de
soplones manejados por el coronel Martín Rodríguez. Los conjurados salvan la vida con
una multa de dos mil pesos fuertes, propuesta por el presidente. "¿Consiste la felicidad
en adoptar la más grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres
impunemente hagan lo que su capricho e interés les sugieren? ¿Consiste en atropellar a
todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en
llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la libertad de
religión y en decir con toda franqueza me cago en Dios y hago lo que quiero?", se
pregunta Saavedra en carta a Viamonte que lo amenaza desde el Alto Perú.
Desde fines de agosto, Moreno ha hecho aprobar por unanimidad el Plan secreto de
operaciones que recomienda el terror como método para destruir al enemigo
emboscado. Ese texto feroz, por momentos descabellado, no se conoció hasta que a fines
del siglo XIX. Eduardo Madero, el constructor del puerto, lo encontró en los archivos de
Sevilla y se lo envió a Mitre. Para entonces, los premios y castigos de la historia oficial ya
estaban otorgados y Moreno pasaba por un periodista y educador romántico influido
por las mejores ideas de la Revolución Francesa. Pero es la aplicación de ese método
sangriento lo que garantiza el triunfo de la Revolución. Hasta la llegada de San Martín la
formación de los ejércitos se hizo a punta de bayoneta, la conspiración de Alzaga, como
la contrarrevolución de Liniers, terminaron en suplicio y los españoles descubrieron,
entonces, que los patriotas estaban dispuestos a todo: "Nuestros asuntos van bien
porque hay firmeza y si por desgracia hubiéramos aflojado estaríamos bajo tierra. Todo
el Cabildo nos hacía más guerra que los tiranos mandones del virreinato", escribe
Castelli antes de ser llevado a juicio.
Moreno renuncia y el 24 de enero de 1811 se embarca para Londres. "Me voy, pero la
cola que dejo será larga", les dice a sus amigos que claman venganza. También
pronuncia un mal augurio: "No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje". En alta
mar se enferma y nada podrá convencer a Castelli y Monteagudo de que no lo
asesinaron. "Su último accidente fue precipitado por la administración de un emético
que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro
conocimiento", cuenta su hermano Manuel, que agrega en la relación de los hechos el
célebre "¡Viva mi patria aunque yo perezca!"
Pero Saavedra sólo dura cuatro meses al frente del gobierno. Ha acercado a Rivadavia al
poder, pero el brillante abogado y los porteños se ensañan con éI y lo persiguen durante
cuatro años por campos y aldeas; se ensañan también con Castelli, que muere
deslenguado durante el juicio; con el propio San Martín que combate en Chile; con
Belgrano que muere en la pobreza y el olvido gritando el plausible "¡ Ay patria mía! "
Pese a todo, la idea de independencia queda en pie levantada por San Martín, que se ha
llevado como asistente a Monteagudo, "el del alma más negra que la madre que lo
parió". Los ramalazos de la discordia duran intactos medio siglo y se prolongan hasta
hoy en los entresijos de una historia no resuelta.
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El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar
perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un
estadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de
borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía
un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los
domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las
bardas y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando
yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz,
el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo
Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles,
quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de
Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba
todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los
nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos
como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban
como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje
negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los
labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de
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El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las
rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el
empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y
todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se
tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y
malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y
Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal
porque no había infracción.
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Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el
puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se
pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y
alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un
defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el
penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha
blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó
siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el
Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se
hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a
Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el
partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del
pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a
dormir.
-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio
salir pensativo, caminando despacio.
-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de
Belgrano.
-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado
de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente,
per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a
un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel
lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en
una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una
posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del
Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había
quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte
metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de
Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como
si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme
negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro
de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado
el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se
había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con
una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los
dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del
pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la
pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían
cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después-
que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el
arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus
fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la
nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los
ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un
paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía
el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del
Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en
el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar
la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque
él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede
jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que
querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había
que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez
bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y
recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a
Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de
festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha
rodeados por la policía.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo
encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en
punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo
de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del
Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.<P> Evité mirarlo a los
ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no
llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a
buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un
perro apaleado.
-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando
por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se
va a acordar de mí.
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Vidrios rotos
La primera honda que tuve me la hizo en San Luis mi tío Eugenio, que trabajaba de
detective en el casino de Mar del Plata. Era una joya: habíamos buscado la horqueta
perfecta por todos los árboles del barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en
rama para cortar la que guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó
con un barniz amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron
en la gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía
juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con un
alambre de cobre bien pulido.
Ése fue uno de los grandes días de mi vida. Ponía mos tarros de conserva alineados
en el fondo de un baldío y practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión
pero acertaba pocas veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde
dejó fortunas propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostra dor y aprendió
la profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para
sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado por el
Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la picardía de su
abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a mí me costaba
acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra que alzaba la voz y
me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la diestra!". Y yo la agarraba con la
derecha y dibujaba una caligrafía imposible que todavía hoy me cuesta descifrar.
contar unos billetes arrugados. "Tomá -le dijo a mi viejo-, andá a comprarle un helado
al pibe."
Hubo un largo silencio hasta que apareció un muchachón con un balde de agua y se
paró bajo el marco de la puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón,
mientras contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la cabeza,
desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un pozo para buscar agua
y enterrar a los soldados que se le morían."
Yo me di cuenta enseguida de que tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo
se calzó el sombrero con un gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las
mujeres y los arrumacos del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la
mano en el bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y mi
viejo dio un paso atrás. "Mirá -se empezó a cansar el otro-, el gobernador está
adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el empleo." Mi padre me
tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó el baldazo y sentí que a mí
también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí corriendo pero mi viejo hizo
como si nada hubiera pasado. El industrial y el otro largaron la carcajada y la puerta
se cerró de golpe. Ya tenían algo para contarle al gobernador y reírse toda la noche al
borde de la pileta.
-No sé, hijo; en cada puerta que golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Le dije que sí y se la pasé con la bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al
cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó a trepar por el tronco. No estaba para esos
trotes pero alcanzó a ganar la primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que
empecé a perderlo de vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le
había pasado otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol,
oteando el horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el
poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y
otra que reventaba. Me di vuelta y vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras.
Busqué a mi padre entre el follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado
con la gomera en la mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y
húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son
dos caras distintas las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan
tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego. La brisa salada les salpica los
rostros con gotas transparentes. Stan se pasa la lengua por los labios y siente, quizá
por última vez en este viaje, el gusto salado del mar. Tiene los ojos celestes, pequeños
y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Un aire de angustia lo
envuelve y a pesar de sus diecisiete años está acostumbrado a fabricarse sonrisas.
Ahora, lejos del circo, lejos de Londres, su cuerpo pequeño está rígido y siente que el
miedo le ha caído encima desde alguna parte.
Charlie, que frente al público es un payaso triste, sonríe ahora, desafiante y frío.
Apoyado en la popa ha inclinado el cuerpo hacia adelante, como si quisiera estar más
cerca de Manhattan, como si tuviera apuro por asaltar al gigante.
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—Mi padre dijo que el cine matará a los cómicos —ha dicho Stan.
Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que también es actor y ha
visto de frente la ansiedad de los curiosos, la desesperación de los fracasados, la
alegría momentánea de una mueca; las ha visto mil veces, y lo ha contado mil veces
en la mesa durante las cenas en la vieja casa de Lancashire. Las primeras luces
surgen de la niebla y Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su
destino, él está allí para aceptarlo.
—Matará a los cómicos sin talento —ha respondido Charlie, sin mirar a su
compañero cada vez más lejano, atrapado por las luces. Siente que la hora llega, que
toda Norteamérica es un auditorio en silencio que espera verlo pisar la costa.
Escucha las exclamaciones de asombro, los aplausos, los ¡vivas! de la multitud,
siente que alguien lo abraza y llora. La sirena del barco lo sacude, le hace abrir los
ojos claros que tienen más fuego que nunca y descubre a su alrededor el júbilo de sus
compañeros de la troupe que festejan la llegada. Stan sonríe brevemente. Se tapa la
cara con las manos porque una sensación vaga y molesta le toca el corazón y las
tripas. Entre los dedos abiertos que enrejan sus ojos, mira a Charlie y siente que lo
quiere como a nadie, porque sabe que está ante un vencedor.
Las lanchas se acercan al barco y lo remolcan. El día es luminoso y la niebla se ha
levantado. Algunos actores tragan scotch y dan alaridos incomprensibles. Ellos
volverán pronto a Londres, abrazarán a sus mujeres y a sus hijos y narrarán la
aventura de la gira. Stan y Charlie no tienen pasajes de regreso. El barco se ha
detenido y de la bodega emerge un ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas
pisan tierra americana y nadie les envidia su destino. Charlie ha encendido un
cigarrillo y aguarda su turno en la escalinata. Ya no pertenece a la troupe.
Una ola de sangre caliente inunda las venas de Stan y su rostro se llena de vida.
Adivina que Charlie está apostando por el éxito y la fama. De un bolsillo saca un
puñado de chelines y los arroja con fuerza al mar. Se ha quedado solo y si pudiera
verse sentiría vergüenza.
—No van a matarme, papá —dice, y salta a tierra.
El viejo Stan Laurel bajó del taxi. Miró el arrugado papel que guardaba en un bolsillo
y comprobó el número del edificio. El tránsito era intenso como todas las mañanas
en el Hollywood Boulevard. Se detuvo un instante en la vereda. El edificio que tenía
frente a él no era nuevo, ni siquiera estaba muy cuidado: el gris de la fachada
mostraba la suciedad de los años. Antes de tomar el ascensor se quitó el sombrero.
Nadie prestó atención a su cara muy blanca y arrugada. Al llegar al sexto piso se
había quedado solo. Salió a un pasillo mohoso, iluminado por un par de lámparas
fluorescentes. Caminó unos pasos y se detuvo frente a una puerta de madera
deteriorada que tenía un vidrio esmerilado. En él se leía: "Philip Marlowe, detective
privado", y más abajo: "Entre sin llamar".
Entró sin hacer ruido. Se había vuelto cauteloso y no supo por qué. Ante él había una
pequeña sala de espera con dos sillones y una mesa muy baja sobre la que estaban
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tiradas algunas revistas viejas. Se sentó. Dejó el sombrero sobre la mesa y tomó una
de las revistas, pero sus ojos miraban la habitación. Las paredes estaban
absolutamente despojadas y no habían sido limpiadas en los últimos años, aunque
alguien se encargara de pasar, de vez en cuando, un plumero que nunca había
alcanzado el techo. Stan fijó sus ojos en la puerta entreabierta que tenía frente a él.
Inclinó el cuerpo, pero no alcanzó a ver el interior de la oficina. Alguien abrió la
puerta por completo.
—Pase, señor Laurel.
Marlowe era un hombre de unos cincuenta años, un metro ochenta de alto, cabello
castaño oscuro, aunque las canas lo habían blanqueado demasiado. Sus ojos,
también castaños, tenían una mirada dura pero melancólica. Vestía un traje gris
claro al que hacía falta planchar.
Stan, pequeño y desgarbado, entró en la oficina. La habitación estaba iluminada por
el sol que entraba a través del ventanal. Marlowe se acomodó en su sillón, tras el
escritorio viejo y oscurecido por el polvo y el hollín.
—¿Cómo supo mi número? —preguntó el detective, mientras con un gesto invitaba a
Stan a sentarse.
—En verdad, señor Marlowe, lo tome al azar de la guía.
Marlowe encendió un cigarrillo y echó su cuerpo hacia adelante.
—¿Pidió referencias? ¿Sabe al menos quién soy?
—No. No lo hice. ¿Qué importa eso? Usted anda en este trabajo desde hace muchos
años, según me dijo por teléfono. Si me gusta lo contrataré.
—No es un buen procedimiento, señor Laurel. Usted es un hombre famoso. Podría
pagar los servicios de una agencia.
—Soy un hombre famoso al que nadie conoce, señor Marlowe. Se equivoca. No puedo
pagar una agencia. No tengo mucho dinero. ¿Cuánto me dijo que cobraba por su
trabajo?
—Cuarenta dólares diarios y los gastos.
—Está dentro de mis posibilidades, siempre que los gastos no sean muchos.
—¿Está seguro de no ser un avaro?
—Estoy casi en la ruina si le interesa saberlo. Tal vez no le convenga perder su
tiempo conmigo.
—Eso lo veré después. Antes quiero saber por qué uno de los cómicos más famosos
de Hollywood viene a visitar al viejo Marlowe. No me ocupo de divorcios ni persigo a
jóvenes drogadictos.
—No es ese mi problema.
—Me encanta saberlo. Lo escucho.
—Me estoy muriendo, señor Marlowe.
—No se nota.
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—Sin embargo, es así. Ollie tuvo suerte. Le falló el corazón y terminó con todo. Yo me
estoy muriendo lentamente, pero creo que las cosas deberían ser mejores para un
viejo actor.
—Usted no necesita un detective —gruñó Marlowe—. Hable con un agente de seguros
y con un sepulturero.
—No creo que tome en serio a sus clientes.
—Usted no es mi cliente, señor Laurel. Me parece un hombre desesperado ante la
proximidad de la muerte y yo no me ocupo de esos problemas. Si me permite una
sugerencia, hable con un cura; usted necesita un consejero espiritual. Tal vez lo
metan en un asilo de ancianos.
—No necesito consejos. Sé cómo recibir la muerte. Tengo setenta y cinco años, filmé
más de trescientas películas, recibí un Oscar, conocí el mundo, me casé ocho veces,
varias de ellas con la mujer que ahora está a mi lado. No me importa morir. No vine
aquí a pelearme con un detective impertinente que ni siquiera tiene su oficina
limpia. Vine a contratarlo. No se ofenda, Marlowe, pero usted es un tonto. Con esos
modales no lo alquilarán ni para cuidar el perro de un ejecutivo. Y lo peor es que ya
es demasiado grandecito para cambiar.
—No rezongue, señor Laurel. Me gano la vida como puedo. No tengo demasiado
dinero porque me niego a atender las chocherías de los viejos.
—Muy bien —el actor se levantó de su sillón—, aquí tiene mi teléfono. Llámeme si
cambia de idea. Usted es muy torpe, pero me parece decente.
Stan Laurel abandonó la oficina con la misma cautela con que había entrado. El
detective lo siguió con los ojos. Cuando la puerta se cerró, echó una mirada a su reloj.
Eran más de las doce. Bajó a la calle y caminó dos cuadras hasta el bar de Víctor.
Comió un sándwich y tomó una Coca Cola. Se quedó un rato pensando en el viejo
Laurel. Fumó lentamente un cigarrillo. Pidió un diario a Víctor y buscó la página de
espectáculos. En un cine de segunda categoría daban un programa de cortos
cómicos: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Buster Keaton, Larry Semon. Salió a la
calle.
Un frío seco, cortante, extraño en Los Ángeles, obligaba a la gente a envolverse en
sobretodos y a caminar con apuro. El sol había desaparecido detrás de la muralla de
edificios. Marlowe volvió a su oficina. Del escritorio sacó una botella de whisky y un
vaso. Se echó en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y tomó algunos tragos.
Encendió otro cigarrillo, pero lo apagó en seguida. Intentó dormir. Cerró los ojos,
pero fue inútil. Pensó que desde su divorcio apenas había trabajado en un par de
casos.
Después de separarse de su mujer, anduvo varios meses vagabundeando, borracho,
por los suburbios de la ciudad. Recibió un par de palizas y durmió cuatro noches en
la cárcel. Entonces decidió alquilar nuevamente su antigua oficina. Cada vez estaba
más cansado y sus ahorros —mil doscientos dólares— volaron en seguida. Tuvo que
vender el auto para alquilar una casa de dos habitaciones en un barrio de clase
media, en las colinas bajas.
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Metió la mano en el bolsillo y sacó algunos billetes arrugados. Los contó: veintisiete
dólares con cincuenta. "Ánimo, Marlowe —se dijo—, las estupideces se pagan
siempre", y recordó su casamiento con Linda Loring, una millonaria posesiva, que lo
rodeó de lujo y lo colmó de aburrimiento durante seis meses.
No podía dormir más de dos o tres horas por día. Decidió ir al cine de los cómicos.
Necesitaba reír un rato. Tomó un ómnibus que lo dejó a tres cuadras. Caminó con
pereza. Hacía cada vez más frío. Levantó la cabeza para ver, sobre los edificios, un
cielo color de plomo. A su lado, la gente pasaba apresurada. Se dio cuenta de que no
tenía sobretodo. Lo había perdido en una noche de borrachera.
Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara
la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba
mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una
mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo
siguió observando. Él le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había
poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frío.
Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Buster Keaton, que subía y
bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y
Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio
luego destruir la casa del furioso cliente, mientras éste rompía el Ford a bigotes del
gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo
parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca;
lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar
Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos.
Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llegó a la oficina a las seis de la tarde.
Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por qué regresaba allí. No tenía trabajo y
nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedó sentado hasta que la oscuridad lo
rodeó. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal.
Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida
de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar
a su casa.
Subió los escalones de tronco de pino del viejo chalet. Los yuyos habían cubierto el
jardín. Abrió la puerta y encendió la luz del porche. "Una tarde me voy a quedar a
cortar los yuyos", se dijo. Entró. La sala olía a encierro y resultaba tan poco
acogedora e impersonal como siempre. Preparó algo de comer en la cocina. Sacó el
tablero y desplegó las piezas. En verdad no tenía ganas de jugar. Guardó el ajedrez.
Se sentía peor que Capablanca. Comió poco. Encendió el televisor y vio el noticiero.
El presidente Johnson ordenaba bombardeos en Vietnam. Apagó el televisor.
Recordó algunas palabras que Laurel le había dicho esa mañana: "Las cosas deberían
ser mejores para un viejo actor". Tal vez ahora Stan estuviera viendo ese noticiero.
Tomó el teléfono y marcó el número que el actor le había dejado.
—Habla Marlowe, señor Laurel.
—Me alegra que haya cambiado de opinión, hijo.
—No se trata de eso. Necesitaba hablar con alguien.
52
—¡Cámara!
53
hirviendo. Tiene el brazo derecho rojo y la piel empieza a arrugarse. Ollie grita cada
vez más. Alguien corre en busca de un bálsamo para quemaduras. Stan se toma la
cabeza. Quiere llorar y no lo consigue. Todo su plan se desmorona, ya no habrá
película. Furioso, patea los cacharros y lanza golpes al aire, resbala sobre una planta
de lechuga, trastabilla, tropieza contra las piernas del gordo que sigue gritando y cae
de narices.
Hal Roach grita satisfecho, levanta los brazos y los agita, masca su cigarro con
ferocidad.
—¡Los encontré! —grita—. ¡Son ellos!
A su alrededor nadie ha podido contener una carcajada. La caída del gordo y la furia
del flaco —que ahora está tirado y golpea los puños contra el suelo— han sido una de
las cosas más desopilantes que se han visto en el estudio. Roach vocifera hasta que
un asistente corre a su lado.
—¡Contrátelos! —ordena con voz entrecortada—. Es la pareja más cómica que he
visto en mi vida.
Laurel se ha levantado y camina hacia Roach. Su rostro tiene el gesto del llanto, pero
sólo siente pena.
—¡Que cagada, Dios mío! —Se toma la cabeza. Roach lo mira sonriente.
—¿Se anima a repetirlo? —pregunta, ordena—. Directores hay muchos, Stan.
El flaco no comprende. Atrás, una enfermera embadurna el brazo de Ollie y le coloca
una venda desprolija. El gordo siente un ligero alivio. La risa de los asistentes le ha
dado mucha rabia. No ha entendido tampoco qué hacía Laurel en el suelo, junto a él.
Ahora se acerca al productor y a Stan; va a decirles que dentro de una semana podrá
seguir trabajando. Los dos hombres lo miran. Roach es feliz.
—Creo que ustedes van a hacer reír —dice.
Cuando Laurel entró a la oficina, Philip Marlowe leía un libro sentado en su sillón;
las largas piernas del detective estaban sobre el escritorio y sus pies se apoyaban
sobre un montón de carpetas. Los zapatos brillaban limpios y lustrados, pero las
suelas tenían agujeros y a los tacos de goma se les veían los clavos. Laurel se paró
ante el escritorio y observó con atención al hombre que seguía distraído.
—Buen día —saludó.
El detective levantó los ojos. Miró un largo rato al viejo que vestía un traje pasado de
moda, pero limpio y bien planchado. En las manos llevaba un sombrero y el
sobretodo que se había quitado antes de entrar. Sus ojos eran brillantes y sonreía,
como si hubiera algún motivo para hacerlo. Pasó un largo minuto antes de que
Marlowe dejara el libro sobre el escritorio y encendiera un cigarrillo.
—Creo que se equivocó de puerta.
—Usted necesita un empleo y yo se lo ofrezco —dijo el actor.
55
—Cuando él vivía tampoco nos ofrecieron nada. En el cincuenta y uno hicimos una
película en París. Fue lo último.
—¿Ganaron dinero?
—No. La película fue un fracaso. Ollie estaba enfermo y no podía moverse
demasiado. Yo también había estado con ataques y no era un buen momento. No
filmamos en Estados Unidos desde que Ollie volvió de la guerra.
—¿Hardy fue a la guerra?
—Había recibido instrucción en un colegio militar cuando muchacho. Lo llamaron y
le dieron el grado de capitán. Estuvo en Gibraltar.
—¿Él quería ir al frente?
—Era un muchacho muy despreocupado. Lo tomó en broma. Me dijo: "Me voy al
frente" y no lo vi hasta un año después. Cuando me contó sus anécdotas pensé en
filmar una película, pero él estaba muy dolorido por todo lo que ocurrió y preferimos
dejarlo.
—¿Cuándo murió?
—En 1957, en un hospital. Estaba muy enfermo y paralítico. Fue una época muy
difícil. No fui al entierro y me criticaron por eso, pero no podía ir.
—¿Por qué?
—Ollie no era sólo un amigo. Era parte de mí; ninguno podía ser nada sin el otro.
Nuestra vida fue el cine y lo compartimos todo. No nos veíamos mucho, pero
hacíamos lo único que justificaba nuestra vida: filmar. Pronto me di cuenta de que
éramos uno solo. Yo no podía asistir a mi propio entierro.
—¿Por qué me dijo ayer que estaba muriendo?
—Estoy enfermo, Marlowe. Soy diabético y tengo ataques. Sé que no me queda
mucho tiempo. Pero no era eso lo que trataba de decirle. Desde que no trabajo me
estoy muriendo un poco cada día. Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese
motivo desaparece, siente que está de más. Quiero que usted averigüe por qué los
productores me han olvidado.
—¿Tuvo relación con los diez de Hollywood?
—¿Los diez de Hollywood?
—Sabe de que hablo: los juicios de Joe.
—Los conozco, pero nada más.
—Espero que no me mienta —dijo el detective—; la política ha dejado fuera de
carrera a más actores que la droga. Usted conoce bien todo eso. Si Joe veía rojo era
para echar a correr. Sé de uno de los condenados. Pasó nueve meses preso por
vender bonos para el partido. Él quería ayudar a los otros detenidos y lo metieron
adentro. Su vida resultó un desastre: uno puede ser un desgraciado y seguramente
irá preso. Haga la prueba. Señale a los culpables de su suerte y le darán una buena
celda. Hágase rico o sea un rebelde famoso y lo aplaudirán.
57
—Busco un papel, John; algo para mí solo. Stan y yo tenemos algunas propuestas,
pero él prefiere elegir los guiones. Estudia demasiado las cosas y entretanto...
—Ustedes todavía pueden trabajar, Ollie... ¿Qué es eso de separarse?
—No nos separamos, John, busco algo transitorio. Mi situación no es buena y unos
dólares me vendrían bien.
Wayne ha sacado una pistola y mira dentro del tambor, lo hace girar, sopla el humo
del cigarrillo a través del caño.
—Debí imaginarlo. Puedo darte algo en The Fighting Kentuckian. Un villano o algo
así.
—Un villano...
—Algo así.
Se miran. El gordo se siente como un elefante indefenso ante el cazador. Ahora sabe
que Stan tenía razón. Aquí está, convertido en un villano, disfrazado con un gorro de
piel y una carabina.
—Arreglá con el ayudante de producción —oye decir. Sale. No sabe si ha tendido otra
vez su mano, pero se la lleva a la boca y siente gusto a pólvora. La vieja secretaria lo
despide con una sonrisa. "¡Que viejo está!", piensa.
Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir
al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para
las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una
ventanilla que decía “Perón cumple, Evita dignifica”, era confesarse pobre y
peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de
Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las
peras en compota o ciertos pecados tardíos.
les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento,
que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a
alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un
limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera
funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel
chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas
perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad
que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de
fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que
íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en
el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo
que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros
de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco
melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo
rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel “sobrestante” que
era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba
impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre.
Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito
para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la
perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi
madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la
mesa y gritaba: “¡No me voy a morir sin verlo caer!”. Es un recuerdo muy
intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo
cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba
61
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y
yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía
recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un
camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete
enorme con una esquela breve: “Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y
acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo”. Y firmaba Perón, de puño y
letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una
amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que
tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo
sentíamos poderoso y amigo. “En la Argentina de Evita y de Perón los únicos
privilegiados son los niños”, decían los carteles que colgaban en las paredes de
la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo
demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como
aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas
para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard
las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me
ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios
llamaban “tirano prófugo” al General. En los barrios pobres las viejas
levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo
traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los
peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la
ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban “Viva Perón,
carajo”. Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo
ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por
peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de
fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la
Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan
hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el
recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
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El angelito al que se refería era Pedrazzi, que esa temporada llevaba tres
expulsiones por juego brusco.
Muchos años después, Juan Carlos Lorenzo me dijo que todos los técnicos que
han sobrevivido tienen buena fortuna. Peregrino Fernández no la tenía y era
terco como una muía. Armó un equipo novedoso, con tres defenso¬res en
zona y otro —yo— que salía a romper el juego. En ese tiempo eso era
revolucionario y empezamos a empatar cero a cero con los mejores y con los
peores. Pedrazzi, que jugaba en la última línea, me enseñó a desequilibrar a
los delanteros para poder destrozarlos mejor. “¡Tócalo!”, me gritaba y yo lo
tocaba y después se escuchaba el choque contra Pedrazzi y el grito de dolor. A
veces nos expulsaban y yo perdía plata y arruinaba mi carrera de goleador,
pero Peregrino Fernández me pro¬nosticaba un futuro en River o en Boca.
63
Cuando subía a cabecear en los corners o en los tiros libres, me daba cuenta
hasta qué punto el arco se ve diferente si uno es delantero o defensor. Aun
cuando se esté esperando la pelota en el mismo lugar, el punto de vista es otro.
Cuando un defensor pasa al ataque está secretamente atemorizado, piensa que
ha dejado la de¬fensa desequilibrada y vaya uno a saber si los relevos están
bien hechos. El cabezazo del defensor es rencoroso, artero, desleal. Al menos
así lo percibía yo porque no tenía alma de back y una tarde desgraciada se me
ocurrió decírselo a Peregrino Fernández.
Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó
un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: “Cuando
Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack”.
Más abajo, en caligrafía pequeña, repetía que Pedrazzi era un angelito sin
futuro.
No volví a tener noticias de él pero estoy seguro de que con los años, al no
verme en algún club grande, debe haber pensado que mi fracaso se debió,
simplemente, a que nunca volví a jugar de back. Pero lo que más le debe haber
dolido fue saber que Pedrazzi llegó a jugar en el Torino y fue uno de los
mejores zagueros centrales de Europa.
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[Poco después del "rodrigazo", que nos dejó a todos en la miseria, Roberto Cossa me
hizo entrar en El Cronista Comercial, donde volví a ser redactor de deportes. Esta
semblanza de José María Gatica se publicó a fines de 1975.]
"No me dejés solo, hermano". Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los
espasmos, Gatica se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de
extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas de un colectivo, a la salida de la cancha
de Independiente. Pocos ojos entre los que miraban esa piltafa cercana a la muerte
habrán reconocido el cuerpo de José María Gatica, uno de los mayores ídolos que tuvo el
boxeo argentino.
Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó hacer pie
en el estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria como tantos otros;
algún rasgo lo distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén
por el futuro. Era uno de esos hombres obligados a soñar con el pasado, porque el suyo
estaba teñido de sangre y ovaciones.
The Sailor's Home era la casa de la misión inglesa para marineros. Estaba en Paseo
Colón y San Juan, un barrio con tradición de compadritos. Allí paraban los hombres que
habían perdido sus barcos en los extravíos de una borrachera, los desertores, los
enfermos, los malandras sin cuchillo. Todo se resolvía a puñetazos. Un hombre de
agallas podía ganarse allí veinte pesos si era capaz de vencer en tres rounds al marinero
más fuerte.
Lázaro Koczi apareció una noche con Gatica, le mostró el ring y le habló de los veinte
65
pesos. El lustrabotas subió. Se sabe que ganó varias peleas, que agachó a corpulentos
marineros y luego dejó su parada de Constitución. Había ganado el derecho a más.
Volvió a una villa miseria. Vivió de la caridad junto a su segunda mujer y dos hijas. Fue
una fiesta para los periodistas encontrarlo sentado a la puerta de su casilla de latas,
tomando mate, sucio y harapiento.
Entonces Prada tuvo un gesto que los diarios elogiaron: abrió un restaurante en calle
Paraná y llevó al Mono con él. Le pagó quince mil pesos por mes y lo puso en la puerta
del negocio para exhibirlo. El gesto compasivo de Prada era otra humillación que Gatica
soportó porque no podía sino aceptar su derrota.
Desde que Alfredo Prada lo venció en 1953, en la última pelea, no dejó de caer. Siguió
tres años más, pero estaba acabado como boxeador. Como hombre le faltaba recorrer la
pendiente más dura: el desprecio, el odio, el revanchismo de las buenas conciencias.
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Era, para ellas, un analfabeto despreciable, un "lumpen". Perdió todo lo que tenía pero
jamás se lamentó. Fue noticia para los diarios el día que una inundación se llevó lo poco
que le quedaba. Entonces, fue fotografiado en camiseta, lleno de mugre y mereció
crónicas colmadas de aleccionadora compasión. Curiosamente, el Mono sonreía.
La última derrota ocurrió el 10 de noviembre de 1963, bajo las ruedas de aquel colectivo.
Había terminado su vida en una parábola perfecta de humillación; "una bala perdida",
como solía decir él.
No tuvo amigos. Apenas dos o tres compañeros de aventuras en los momentos en que
regalaba su pequeña fortuna. Contestaba con monosílabos, recuerdan algunos, para
escapar de los adulones y los ambiciosos; otros dicen que no hablaba para ocultar su
escasa educación. Tirado en la calle Herrera, de Avellaneda, manchado de sangre, con
los ojos abiertos puestos en otro vendedor de muñecos, repitió: "No me dejés solo,
hermano; levantáme, no quiero estar tirado".
Cuando murió, La Prensa dijo: "La popularidad que adquirió Gatica por sus éxitos y por
su característico estilo de infatigable peleador, fue utilizada por el régimen de la
dicatdura, que lo adoptó como en el caso de otros campeones deportivos como
instrumento de propaganda. Y esta publicidad extradeportiva y el aplauso obsecuente de
personajes encumbrados no fueron ajenos por cierto a que él cayera en actos de
inconducta dentro y fuera del ring". Fué un recuerdo político, cargado de desprecio. Al
comentarista, como a tantos otros hombres de traje gris, le hubiera gustado ver a Gatica
domado. Pero no; aún muerto sería molesto: nunca llegó tanta gente a la Federación
Argentina de Box como para su velatorio. Hombres y mujeres hicieron una colecta y
compraron una corona que decía: "El pueblo a su ídolo". El féretro tardó siete horas en
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Se cumplen tres décadas de la que fue, quizá, su primera alegría, cuando tenía veinte
años. Gatica es, todavía, un símbolo contradictorio, arbitrario; la vida le fue quitada
poco a poco, con un odio que conviene no olvidar.
John Pemberton tiene treinta y un años cuando la Guerra de Secesión termina. Se había
batido a las órdenes del general Joe Wheeler en Georgia, y la derrota del Sur lo dejará en
la miseria. Ex estudiante de farmacia, Pemberton es un apasionado de la alquimia en un
tiempo en el que casi todo está por inventarse. En 1869, casado con Clifford Lewis,
hastiado de la vida pueblerina de Columbus, decide instalarse en la capital del Estado,
Atlanta.
Pemberton es, sin saberlo quizás, un pionero americano. Un hombre que cree en el
futuro de ese país que se extiende hacia el Oeste a cada disparo de fusil. Su pasión, en la
68
campo de la medicina, Pemberton decide retomar una vieja fórmula utilizada en Senegal
y Cayena, conocida como The French Wine Coca, mezcla de vino y extracto de coca. Se
propone lograr un jarabe tonificante, que alivie el dolor de cabeza, la melancolía de los
viajeros y los efectos de la borrachera. Descarta el alcohol y se sumerge en una febril
búsqueda de hierbas y frutas antes desdeñadas. Mezcla, agita, deja reposar, prepara un
fuego de leña, calienta su brebaje en una vasija de cobre, le agrega azúcar, cafeína, hojas
de coca, y el 8 de mayo de 1886 -hace exactamente un siglo-, descubre, sin saberlo
todavía, lo que iba a ser el más gigantesco símbolo del capitalismo moderno: la Coca
Cola.
Si el punto de partida parece digno de José Arcadio Buendía, el desarrollo inmediato del
producto entra en la leyenda. La historia oficial es edulcorada y tolerante, y la anécdota
esconde no pocas inexactitudes.
bono que permite tomar un segundo vaso “gratis”. También, por supuesto, la publicidad
escrita: los diarios de Atlanta publicaban, ya en 1886, este aviso a una columna: "Coca-
Cola, deliciosa-refrescante", slogan que aún sigue utilizándose en muchos países del
mundo.
Sin embargo, el negocio es un fracaso. En el primer año, la compañía vende sólo 112
litros, que dejan un balance de 50 dólares de activo y 46 de pasivo. Al borde de la
quiebra, obligado a otra actividad para mantener a su familia, Pemberton vende un
tercio de sus acciones a Georges Lownes en 1.200 dólares. Este a su vez, cederá su parte
a Woolfolk Walker, un ex empleado del inventor en la misma suma. Pero Walker no
tiene el dinero necesario para desarrollar el negocio y vende a su turno dos partes a
Joseph Jacobs y Asa Candler.
Ambicioso, Candler va a convertirse en el verdadero motor de la empresa. Por 550 dó-
lares compra a Pemberton la última parte del negocio que el creador, agonizante, le
ofre-ce; Walker, sin dinero, y Jacobs, sin visión, le venden a su vez las acciones. El 22 de
abril de 1891 Asa G. Candler es el solo propietario, el único en conocer el secreto de la
fórmula que Pemberton le ha confiado antes de morir.
Este hombre, constructor de la primera gran época de Coca Cola ha llegado a Atlanta en
1873 a hacer fortuna. La expansión que sigue a la Guerra Civil y el casamiento con una
generosa heredera lo transforman en propietario de tres laboratorios farmacéuticos y un
stock de droguería considerable. Un incendio feliz -hecho omitido, claro, en la historia
oficial- lo ha convertido en fuerte acreedor de una compañía de seguros y sus negocios
valen cien mil dólares.
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La ley seca
El primero de enero de 1920 toda bebida que contuviera más de uno por ciento de
alcohol fue prohibida por la ley. Comienza el reino de Al Capone y de la Coca Cola.
Sin embargo, la empresa estuvo a punto de desmoronarse. "El más grave error cometido
por Coca Cola en toda su historia -dice la versión oficial- fue confiar la dirección de la
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compañía a Samuel Dobbs Candler". Sobrino del gran timonel, Samuel era un buen
vendedor y un pésimo comprador: en 1919. pocos días antes del derrumbe del precio del
azúcar, acumula cuanta tonelada encuentra a mano. Un negocio lamentable que. en dos
años, hará caer el beneficio de la compañía de treinta y dos millones de dólares a
veintiuno.
Esta debacle instaló el terror entre los banqueros que veían desmoronarse la mina de
oro. En 1923 el mayor accionista de Coca Cola. Robert Woodruff. del Trust Company of
Georgia, toma el mando. A los 33 años, es un ejecutivo consumado, banquero por
familia; las fotografías que se conservan de quien sería el "héroe" de Coca Cola, "Mister
Coke", muestran un ligero parecido físico con otro mimado de la burguesía de entonces:
Francis Scott Fitzgerald.
Woodruff toma una decisión de rigor: mejorar la calidad del producto vendido al
menudeo en las máquinas a presión. Paralelamente, desarrolla la venta de la botella con
una monumental campaña publicitaria destinada a identificar Coca Cola con los
jóvenes, con la alegría de estar vivo "en el país más próspero del planeta". Fue Woodruff
quien impuso también un estilo a la empresa: no fabricar jamás otro producto, no
fusionarla nunca a otros negocios. Su ofensiva a favor de la prohibición del alcohol da
rápidos resultados: en 1928 la venta de botellas aumenta un 65 por ciento. Al mismo
tiempo crea el servicio de exportaciones con la idea de concentrar el jarabe para
transportarlo a bajo costo, también rechaza todo intento de modernización en el
aspecto: según él la escritura del contador Robinson y la botella patentada por Root eran
-y hoy está visto que no se equivocaba- la base del éxito.
Además. Woodruff sostuvo una premisa jamás abandonada: el producto debía ser
idéntico en cualquier parte del mundo donde se lo fabricara. Un americano de visita en
Oriente o un italiano en México, no debería notar la más mínima diferencia en el gusto
ni en la presentación. Así como ningún Marlboro, ningún Camel, ningún Old Smuggler
ningún Buitoni, ningún Ford son gemelos en dos fábricas diferentes, Coca Cola debería
ser siempre idéntica a sí misma cualquiera fuera el sabor original del agua que los
concesionarios utilizaran para diluir el concentrado
Pero la fama mundial de la bebida ha sido impulsada, ante todo por la publicidad. Desde
1906 Archie Loney Lee, de la Darcy Advertising se ocupó de la tarea de transmitir la
imagen refrescante y joven. La historia oficial admite que "un noventa por ciento del
éxito se debe a la colaboración de Lee" y agrega, "es imposible saber si Coca Cola
constituye el producto ideal para la publicidad o si la publicidad es el mejor medio para
vender Coca Cola"
Hasta entonces, la bebida se consumía en verano. Lee decide que los americanos deben
tomarla todo el año. Su primer cartel publicitario presenta una hermosa muchacha
esquiando en una montana nevada: en el camino la espera una botella de Coca. "La sed
no tiene estación", decía el anuncio. Fue un éxito. Pero es recién el primer domingo de
febrero de 1929,poco antes de la crisis, que Lee lanza en el Saturday Evening Post el
slogan que, por su eficacia, revolucionaría la venta de Coca Cola y la base misma de la
publicidad: La pausa que refresca.
75
El frente de guerra
En 1939 Woodruff abandona oficialmente su puesto, pero no su reino. Coca Cola ha
atravesado la Gran Depresión sin mella, creciendo aun luego de la vuelta del alcohol en
1933. Su estructura empresaria ha hecho recaer sobre los embotelladores el costo de las
luchas obreras de la década del treinta cada vez que alguien debe limitar sus gastos y
hacer frente a las huelgas son los concesionarios quienes pagan: un solo paso en falso,
una sola caída en las ventas y el permiso pasará a manos del competidor.
Con la guerra Coca Cola entrará allí donde las tropas norteamericanas vayan. La noche
del 7 al 8 de diciembre de 1941, cuando los japoneses bombardean Pearl Harbor,
Woodruff se instala en su despacho y decide, antes que Franklin Roosevelt, que su
empresa entraría en guerra.
Primera disposición: conquistar un mercado que estaría al abrigo de la carnicería y, más
aún, sacaría provecho de la debacle europea: América Latina.
En 1942. Coca Cola instala su primera embotelladora de la Argentina. El éxito supera
todas las previsiones: a comienzos de los años setenta Buenos Aires se convierte en la
primera consumidora del mundo, superando a Nueva York, lo que obliga a instalar aquí
las máquinas más modernas Hacia 1974. ni siquiera las nuevas plantas consiguen
abastecer a la ciudad y en enero y febrero el producto escasea en los almacenes, lo que
permite a su competidora Pepsi Cola, avanzar sobre una parte del mercado. La otra cara
de la estrategia consistió, según palabras de Woodruff, en "estar en el frente y no en la
retaguardia de la guerra”. Según él, Coca Cola debería convertirse en un emblema
patriótico "dispuesto a sostener la moral de las tropas". La dirección de la empresa
decide que todo soldado norteamericano deberá poder comprar su botellita de Coke por
cinco centavos "dondequiera que sea. nos cueste lo que nos cueste" porque ese trago
"deberá evocar en su corazón ese «algo» que le recordará su país lejano". Más aún "Coca
Cola será en adelante la recompensa del combatiente, su nostalgia de la vida civil".
Más simple imposible: la guerra fue, para la corporación, la más vasta empresa
publicita-ria jamás emprendida. Woodruff envía a todos los frentes los hombres que
serían allí conocidos como captains-Cola. Su misión consistía en hacer lo necesario para
76
La sombra de Pepsi
Coca Cola no ha estado sola nunca. En 1939
más de setenta imitaciones le disputaban el
mercado norteamericano sin gran éxito.
Luego de la creación de la magnífica botella, la
competencia no había sido para la empresa
una preocupación esencial. Pero, al fin en
1949, un rival sacudió al coloso de Atlanta:
Pepsi Cola.
Si bien Pepsi ha basado una gran parte de su
publicidad en "la novedad", en la "juventud",
en lo "pop", frente al sabor "envejecido" de
Coke, la verdad es otra. La Pepsi nació en
1898 en Carolina del Norte. No hay demasiada
información sobre su origen, pero la leyenda
cuenta que un empleado de Pemberton huyó
con la fórmula en el primer caso de espionaje industrial del mundo. Un simple paladeo
de las dos bebidas rinde inmediata cuenta de la falsedad de la afirmación: Pepsi es otro
producto en sí mismo. Un sabor cercano, es cierto, menos despreciable que Bidú o las
abominables colas italianas, y menos detestable que la imitación intentada en Cuba a
instancias del Che que reconocería luego su rotundo fracaso.
77
Hasta entonces, Pepsi ha aprovechado (sin inquietar al gigante) los huecos creados en el
mercado norteamericano por el "esfuerzo de guerra” de Coca Cola. Su campaña Dos
veces más por cinco centavos (es decir, mitad de precio), le había dado cierto renombre
y Woodruff. el patrón de Atlanta, sostenía que la enclenque vida de Pepsi era saludable
para su criatura, pues cubría la franja de la competencia obligada para cada líder, pero
sin inquietarlo. Terminada la guerra, las acciones de Pepsi caen vertiginosamente y
nadie en los medios empresarios, apuesta por su supervivencia Coca Cola se prepara
para consolidar el prestigio ganado durante su paseo por los frentes de combate y
Woodruff piensa, incluso, en comprar Pepsi para mantener la competencia "que hace
brillar más alto el prestigio de nuestra empresa". Su propio código de principios (jamás
fabricar otro producto, jamás fusionar otra empresa) se lo impide, o al menos así lo
quiere la mitología.
No queda sino esperar la desaparición del amado competidor. Pero de pronto, Alfred
Steel, vicepresidente de la corporación (maldecido desde ese momento en todas las his-
torias oficiales) cae en desgracia a los ojos de su patrón y como corolario de su derrumbe
organiza una fiesta gigante con el propósito de relanzar la venta de la bebida en Estados
Unidos. La anécdota dice que ese día, en medio del solemne discurso de Woodruff. los
parlantes dejan de funcionar y el zar de la compañía no puede terminar su alocución,
por lo que Steel se encuentra de inmediato con los pies en la calle. Lo cierto es que Steel
va derecho a Pepsi, ocupa el cargo de presidente y arrastra con él a quince ejecutivos del
líder. El equipo de recién llegados va a revolucionar el estilo de trabajo en Carolina del
Norte. Primera decisión: dar a Pepsi imagen de bebida nueva. Luego de cuidadosas
encuestas, Steel decide "personalizar" su producto, dirigirlo a la clase media, puesto que
Coca Cola trabaja un vago espectro definido como "todos los americanos". Pepsi crea su
propia botella y lanza una campaña inteligente, agresiva su publicidad insiste en que
Coca Cola está repleta de azúcar y eso hace mal a la salud; machaca al rival con la
muletilla rica en calorías hasta que el publico responde y el gigante acusa el golpe.
Inmediatamente juega su carta mayor; crea la botella familiar que permite un mejor
almacenamiento en la heladera y es más barata.
Para colmo, Coca Cola pierde, en 1954, a su mejor publicitario. Archie Lee, quien elige el
peor momento para morir. El contraataque de la empresa es desastroso; la propaganda
improvisada deja cada vez más espacio a Pepsi y recién a partir de 1954, la agencia Mc
Cann Erickson toma las riendas para iniciar la recuperación. La botella familiar de Coca
Cola ya está en el mercado y a ella seguirá -en algunos países de gran consumo, como la
Argentina- la super familiar. Mc Cann Erickson definirá el público de su cliente -
siempre los jóvenes- y rápidamente apelará a los ídolos de la música de moda. Llegan,
salvadores, el rock y el twist, Elvis Presley, Tom Jones, Ray Charles. Petula Clark, Nancy
Sinatra, los ídolos que grabarán los yigles de Coca Cola. Nace otro slogan célebre: Todo
va mejor, blasfemado por las izquierdas de todo el mundo.
Todo va mejor, entonces; Pepsi se ha salvado y Coca Cola reencuentra, de lejos, su
liderazgo. La guerra de Vietnam ruge, los símbolos norteamericanos empiezan a arder
en el mundo entero. La contestación, la rebelión, el combate de los años sesenta hacen
estallar cuanto evoque al imperialismo. Coca Cola pierde Cuba, pero luego gana Polonia,
Checoslovaquia y otros países del bloque socialista. Allí donde otras empresas se dan la
cabeza contra la pared, la bebida de Atlanta se instala. Su insignia blanca sobre fondo
rojo no sólo evoca la bandera de los Estados Unidos: la reemplaza. Para Jean Luc
Godard, su generación es la de "los hijos de Marx y Coca Cola".
78
La cosecha de la vergüenza
En 1955, la empresa decide abandonar su política de "un solo producto, no a la fusión".
Coca Cola compra a diestra y siniestra. Hoy es la primera plantadora de frutas del
79
Úselo y tírelo
La íntima relación entre el éxito y la presentación parece haber creado algunos
problemas a la Coca Cola. La incorporación de la lata obligó a la compañía a adecuar el
logotipo a un envase atípico. El problema se acentuaría con la incorporación de la
botella plástica descartable, a la que la empresa accedió luego de costosísimos estudios
de mercado. Desde entonces, el símbolo rojo y blanco comenzó a ser estampado en
blusas, toallas, manteles y en cuanto objeto de la vida cotidiana sea susceptible de ser
visto por más de un par de ojos a la vez. Doble operación comercial: Coca Cola no sólo
vende bebida, sino también su marca, su símbolo, por el que cobra fabulosos royalties.
Ella fue la primera del mundo en hacerse pagar por autorizar la publicidad de su
producto. Hasta las banderas de Estados Unidos e Inglaterra, tan utilizadas como
decoración y ornamento, sufren el asedio de la Coca Cola.
Sin embargo, pese al impacto del envase descartable, del "úselo y tírelo", la Coke pa-
rece, según sus directores, preocupada por el daño que millones de botellas y latas
abandonadas provocan en la naturaleza. De allí, explican, la conservación del sistema de
consignas de envases de vidrio y, sobre todo, la adquisición de la compañía Aqua Chem -
especializada en antipolución-, en 150 millones de dólares. La operación parece tener,
no obstante, fines menos filantrópicos.
Por un lado, los expertos en "imagen” de la corporación se alarman del aspecto
"cadáver" de una botella de plástico tirada en la calle o perdida en la naturaleza; por
otro, Aqua Chem trabaja en el sector de purificación del agua, lo que permitirá a Coca
Cola suprimir miles de pequeñas empresas dedi-cadas al mismo trabajo con material y
procedimientos vetustos y bajar sus costos, además de eludir impuestos inscribiendo su
subsidiaria en el sector de la investigación científica. Por otra parte, Aqua Chem es, de
por sí, un negocio redondo: nueve de cada diez barcos norteamericanos puestos en
82
servicio desde 1968, están equipados con calderas y tubos de agua fabricados por la
criatura filantrópica de Coca Cola.
parecerse a la azucarada de tal manera que sólo un fino paladar pudiera notar la
diferencia. De este modo, luego de aventajarla en el terreno de las bajas calorías, Coke
estaba lista para atropellar a Pepsi en su propio feudo del "cuanto más dulce mejor".
El 22 de abril de 1985 llega el escándalo. Coca Cola abandona inesperadamente en
Estados Unidos su fórmula centenaria para poner mas azúcar en las botellas y
complacer a los jóvenes entusiastas del pop, que parecían desplazarse hacia la
competencia. Del 22,5 por ciento del mercado total de bebidas sin alcohol, había caído,
en un año, al 21,8. Pepsi en cambio, avanzaba un 0,1 y esta inquietante señal sacudió al
monstruo.
Sin embargo, los expertos no tuvieron en cuenta que "las viejas generaciones habían
identificado el sabor de la Coca Cola con la juventud perdida y con una América más
simple y triunfal", tal como la propone Ronald Reagan. Un posterior estudio de
psicólogos y sociólogos concluyó que, en un país que cambia vertiginosamente, el gusto
inalterable de la Coca Cola es uno de los pocos valores estables a los que aferrarse. De
inmediato Gay Mullins, un fanático hasta entonces anónimo, llamó a los consumidores a
formar la Old Coke Drinkers, una asociación de lucha por la defensa del antiguo sabor.
Su lema Devuélvannos la vieja Coca Cola recorrió todos los estados de la Unión. Mulllins
usó una doble estrategia: por un lado se presentó ante los tribunales de justicia para
exigir que la empresa hiciera publica la fórmula que acababa de archivar. Por otra parte,
hacía saber que un grupo de "disidentes del directorio le había comunicado la mítica
ecuación y como no podía vivir sin su bebida, él mismo estaba dispuesto a fabricarla si la
compañía la abandonaba.
Según el jefe de los nostálgicos, el producto había pasado a integrar el "patrimonio cul-
tural del pueblo norteamericano” y ni sus propios dueños tenían derecho a enterrarla de
un día para el otro. Así el 11 de julio (apenas tres meses después de iniciado el escánda-
lo) la corporación decidió devolver al público su bendita bebida con el titulo de Coca
Cola Classic y ponerla en los supermercados junto a la flamante New Coke.
En realidad las ventas de la nueva versión no fueron muy alentadoras y en círculos de
Wall Street podía escucharse, a fines de diciembre pasado, una explicación más osada
sobre la extraña voltereta. Según los medios financieros, la corporación habría montado
la más osada y genial maniobra publicitaria de toda su historia y el tal Mullins habría
obtenido por tanta tenacidad algo más que su refresco preferido. El golpe tal vez haya
permitido a la empresa colocar en el mercado su nuevo jarabe con un ruido estrepitoso y
gratuito, a la vez que relanzaba el otro, el inmortal.
Para Coca Cola todas las crisis son buenas. Entre 1960 y 1970 triplicó sus ganancias y las
acciones en la Bolsa de Nueva York se cotizaron a 82.5 dólares en 1969, 107.75 en 1971 y
150 dólares en 1973. Hoy, al cumplir cien anos la corporación vende en un solo día y en
155 países cuatrocientos millones de botellas. Las ganancias, en 1985 alcanzaron los
ocho mil millones de dólares.
Esta es parte de la historia de uno de los más gigantescos pulpos del capitalismo
moderno. No obstante, su nombre centenario no figura entre las treinta primeras
85
Fuentes consultadas por el autor (Osvaldo Soriano): The Coca Cola Company
(An illustrated profile) ; Coca Cola Story, l’epopée d’une grande star (Julie Patou-
Senez y Robert Beauvillain. Editions Guy Authier, París, 1978), The big drink: The
story of Coca Cola (Kahn jr. New York), La Opinión (Buenos Aires, 1972, artículo y
entrevistas del autor), Test-Achats (Bruselas, abril 1979), The Coca Cola Wars (J. C.
Louis y Harvey Yasijian, Everest House, New York, 1980), Business Week (abril 1981),
Latin American Newsletters (Londres, 1981), Corriere della sera (Roma, junio 1985),
Clarín (Buenos Aires, marzo de 1986), Una crónica histórica de The Coca Cola
Company (versión oficial, Atlanta-Buenos Aires, abril de 1986).
86
Vendió un millón de sus libros en todo el mundo. Lo tradujeron a quince idiomas. Pero
él prefiere ni hablar del tema. Le gusta más sostener que los ideales son la única forma
de saber que estamos vivos.
- ¿Qué buscás?
- Bueno, aunque quede ridículo que lo diga (con simplicidad), uno siempre anda
buscando los orígenes: ¡nuestra identidad.
- ¿Difícil hoy y aquí, no?
- Sí, porque aunque parezca una sátira hoy parece que fuera lo mismo luchar por los
ideales (se ilumina) -como (Juan José) Castelli en los días de Mayo- que ir a comer con
Mirtha Legrand. Quiero decir que paradójicamente lo "light" caló tan hondo que es un
hecho "hard". ¿A
quién le importa desentrañar qué significa ser argentino si eso es meterse en un lío de
identidades?
- Mejor no develar misterios: caerían muchas máscaras.
¡Por favor! (sonríe, comprensivo con la condición de argentinos)...¡Que nadie se atreva!
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Mire qué pasa con Gardel, uno de nuestros mayores mitos. El sólo quería tener una
casita y jugar a los burros pero en su imagen misma y con la incógnita de su
nacionalidad, muestra desconcierto...¡Y eso nos viene bárbaro! Nosotros jamás
aceptaríamos que se probara si era uruguayo, francés o ruso, porque perderíamos la
incertidumbre y no sabríamos qué hacer sin ella.
- Se seguiría discutiendo sobre Maradona, ¿es un mito viviente?
- No, Maradona es un rey en un país sin corona y así se ubica él: como un rey que nos
habla a nosotros, los súbditos. Pero hay que entenderlo porque el tipo debe pensar:
"¿qué me van a aplicar la ley justo a mí, si les hice un gol con la mano a los ingleses?" Y
tiene razón: si acá los corruptos andan sueltos y ni siquiera nos dan felicidad. Como él.
- No a mí pero es curiosa tu descripción, ¿la vida es un relato?
- (Muy llano) Para mí lo es porque fui formado por mi mamá y para que me durmiera,
ella me contaba historias de gente medianamente loca. Del Gordo y el Flaco (Laurel y
Hardy), a quienes necesito tener "para mí". Son míos: una metáfora de la ingenuidad y
del genio frente a los poderosos.
- Su mamá te sembró la primera semilla de ficción...
- Sí (parece descubrirlo recién)...y es curioso porque ella es más bien sombría. Quizás
por eso el personaje emblemático que tuve (sonríe, tierno) fue mi padre: él siempre
miraba al país....no fuera cosa que desapareciera.
- ¿Y desaparece?
- (Sonríe) Bueno, no soy tan fatalista pero diría que Argentina se desarma en el
desamparo y la ilegalidad. Y hay una absoluta disgregación de la sociedad porque se
rompieron los lazos que nos unían como nación.
- ¿Nación...qué quiere decir hoy y aquí?
- Que cada vez seamos más los que estemos mejor.
- Lo contrario de este capitalismo "a la argentina": el desamparo del Estado y la pérdida
del sentido de vida y los valores.
- Sí, pero tampoco la gente vincula que todo lo que nos pasa es producto de la historia,
aunque nadie vela por nuestras vidas.
- Y se impone la idea del "dios" Mercado....
- Sí, todo está a merced del libre mercado y el libre mercado acá consiste en fabricar
ravioles "Pirulín" sin decir de qué están hechos, sin registros, ni inspecciones. Y lo peor
es que muchos no hablan porque están más preocupados porque no comen, que por la
calidad del alimento.
- Muchos se cansan de tener ganas. Hay una ausencia de rebeldía: vivimos la "cultura"
de la resignación.
- Si, falta la queja que sería indispensable.
y...y bueno, es la posmodernidad vista desde esta (duda en decir la palabra)... patria.
- ¿Decís "patria" con timidez por tanto mal uso que se hizo de su nombre?
- Sí, porque con ella en la boca se justificó lo horroroso. Pero bueno... no hay que regalar
las palabras nobles a los canallas, así que (sencillo, y con ímpetu) siento el derecho de
decir: "¡Patria!". Y porque, además tengo en mí aquellos discursos patrióticos que decía
mi viejo, como humilde inspector de Obras Sanitarias.
- Ahora es Aguas Argentinas y ya no es estatal...
- Claro (travieso)...y si mi viejo lo supiera se moriría de nuevo (se ríe). Quizás no se
opondría a una sociedad de oferta y demanda pero si el Estado regulara los apetitos y
pasiones, para que el objetivo de cada cosa no fuera el lucro para los privados.
¿Su papá es para vos un espejo del país que fue este?
- Me parece que por ahí anda la idea, porque además de amarlo lo recuerdo como un
constructor de cosas concretas. (Se deleita) El construyó las cloacas de Mar del Plata,
por ejemplo; y estaba orgulloso de levantarse a las cuatro de la mañana y en camiseta
para controlar el agua y velar por la salud de la población. Vivió de modo muy frugal
pero luchó por este país que - seguía ganando metros al desierto.
- Hablas de tu padre como si fuera El Gordo (Hardy)...
- (Divertido) Es verdad... era como El Gordo, porque intentaba significar la autoridad: le
decía al Flaco cómo hacer las cosas y a él le salían como el diablo. Y así era, mi viejo: "no
camines para ese pozo", decía (se alboroza, como si viviera la infancia))...¡y se caía de
traste!
¿Desde chico te diste cuenta de cuánto lo querías?
- Sí, por suerte (habla despacito para no quitar magia al instante) y fui felz, con los dos
juguetes que tuve: una lanchita a kerosene y un camioncito de madera que me hizo él.
Ganaba ciento catorce pesos y yo tenía un solo pulóver, un solo guardapolvo y no me
importaba.. Pero...(introspectivo) hubo una cosa que hoy me duele: ¿por qué no me
preguntó si yo quería vivir en todos los sitios adonde lo llevaba su trabajo?
- ¿Tus exilios de niño te dieron desamparo y soledad?
- (Con tristeza) Esas son las palabras. Aquellos desarraigos me cortaban los afectos con
amiguitos o novias. Pero bueno, él era un luchador y nos llevaba de pueblo en pueblo
porque creía que había un mañana mejor para la Argentina.
- Lo ves como la contracara del presente...
- Sí, porque ahora no hay caída Hay decadencia y a él le dolería como a mí. (Con
dulzura, de nuevo) Pero .a pesar de aquella locura tierna que tenía, no heredé casi
ninguna de sus pasiones: él era de River y yo de San Lorenzo; él me quería ingeniero
electrónico, y yo soy negado para matemáticas. El era gorila hasta el punto de decir "ese
degenerado de Perón" y yo hasta los trece años fui peronista; y después dejé de serlo
nunca pude ser antiperonista.
voltearon un busto de ella: "se llevan a la prostituta", decía la mitad del pueblo; "se
llevan a la santita", decía la otra mitad. (Parece incrédulo de la capacidad para el mal, de
los humanos)¿Cómo una mujer puede haber generado tanto odio?
- Suele ocurrir con personalidades intensas, y capaces de cambiar estructuras...
- Es verdad, Evita llegó en un momento en que la mujer era sólo para la cama y para la
cocina. Y con su pelo teñido y su fuerza, despertó las emociones...¡y pateó todos los
tableros!
- ¿Entonces ella sola era como el dúo del Gordo y el Flaco?
- (Sonríe, algo se le revela) Sí, sí...¡Evita era el Gordo y el Flaco!. Evita era la concepción
universal de la inocencia, frente al Poder.
- Y la pasión. Ahora la única que une a los argentinos es la del fútbol
- Sí, y reemplazó a la pasión política.
- ¿Cuál es el corazón de ese fervor futbolero que tanto convoca?
- Creo que el fútbol tiene la significación de una guerra sin muertos, pero con conflicto.
Con drama, reflexión e ironía. Y amalgama a la familia, cosa que no consigue la política.
- No se cree en nadie y se vota en contra y diferente. También está en crisis la teoría de
la argumentación.
- Y hay diferencias (lo dice, como si escribiera un guión), porque la mujer le dice al
marido: "Viejo, ¿por quién vas a votar?"; "Y...por Carlitos (Menem)", dice él. "Pero si
Carlitos te jodió", le acota ella. Pero él contesta: "y bueno pero Carlitos va a volver a ser
peronista". Y responde as, porque necesita pensar que Menem se va a reivindicar; lo que
quiere decir que espera que ese hombre con pinta de peronista del 45, va a salir a gritar:
"¡se acabó compañeros, (Soriano golpea, sobre el escritorio) se acabó el país de Cavallo,
ahora vamos a hacer la revolución productiva y....viva Perón carajo¡"
- ¿Por qué gana el menemismo desde el '89?
- La anterior es una de las razones entre varias. Otra es que la alta dirigencia y la clase
más disminuida, son dos polos opuesto, que se miran en el mismo espejo y dicen: "en
una de esas, mañana nos va mejo. Y otra causa es que desaparecieron los partidos: el
radicalismo no existe.
- Sobre todo después del Pacto de Olivos ,entre Alfonsín y Menem.
Sí pero seamos sinceros: el peronismo tampoco existe y hay "políticos" pero sin partidos,
porque s fueron desbordados por una condición "new age" del subdesarrollo. Por eso no
hay capacidad crítica ni se tiene en cuenta que el voto cobra sentido cuando se cumplen
las promesas.
- Y no sólo no se cumplen: se traicionan.
- ...Y por eso se pierde la confianza en el prójimo y - en el hecho de votar.
- Pero es que no hay educación, no hay cultura, no hay memoria, ni lazos de solidaridad:
el retroceso de Argentina es feroz.
- ¡Claro! Entonces alguien le dice a algún chico: "¿cómo votaste a (Antonio Domingo)
Bussi, si él mató a tu papá?", y el chico contesta: "no me di cuenta, no me enteré".
- No rigen los valores universales: la verdad, el bien, la justicia...
- Sí...en algún lugar están, pero acá nunca se dijo que -para construir una democracia-
hacen falta demócratas.
- ¿Entonces?
- Entonces esos personajes de la dictadura, en dos generaciones más estarán muertos; y
también lo estaremos los que venimos de la época comunismo-anticomunismo, o River
y Boca. Y eso será bueno porque les habrá llegado el turno a los chicos. Que hicieron la
90
escuela en democracia, que saben de los juicios a los militares y de los tabúes pasados,
como el del sexo.
- ¿Sufriste aquellos tabúes?
- Sí, los tabúes y la virginidad como valor se llevaban hasta la exageración. Pero éramos
felices. Me acuerdo ( tiene alegría) de la primera vez que hice el amor con una novia...en
las butacas de un cine, que era de su padre: me sentía como en la película "Cinema
Paradiso" y por supuesto que no la había visto.
- Y sin que amar significara el riesgo de Sida
- ¡Claro!...él temor era el embarazo pero la pastilla solucionó el tema. En cambio ahora
conviven la informática y la Edad Media que significa el mundo tenebroso del Sida.
-¿Cómo compensabas el dolor que desde chico te provocaba la injusticia?
- Yo iba a trabajar cargado de miseria y espanto por las injusticias pero me llevaba en la
moto "Los hermanos Karamazov" (de Fedor Dostoievski), y lo leía entre las horas de
trabajo. Y después seguí con Faulkner, con Hemingway y con Chandler y llegué a Borges
y a tantos otros, a quienes leí con infinita voracidad. En realidad, (muy reflexivo) creo
que los libros me hicieron nacer otra vez, porque empecé a leer recién a los veinte años:
antes no había librerías en los pueblos donde vivimos.
- ¿Y en busca de identidad acudiste a los padres de la literatura?
- Creo que sí, como un destino que se agudiza ahora. Pero cuando empecé a bucear a
fondo en nuestra historia, fue porque lo que me interesaba era humanizar a nuestros
padres.
- ¿Te enamoraste de Belgrano porque sentiste que a él "le pasó" la vida?
- Claro (entusiasmado)...le pasó de todo: le dieron palos, se enfermó, perdió batallas,
tuvo que mandar a buscar a su amada por todo un territorio -porque se le había casado
con otro; y, mientras le pasaba todo eso, lo atacaban los españoles .Entonces, a este
patriota que demostró dureza se lo descubre ingenuo, tierno, piadoso, generoso. Y eso
me importa.
- ¿Y San Martín?
- (Muy franco) San Martín no me despierta ternura pero se me hace querible por el
resultado de lo que hace y por su final fue imprevisible. En cambi, Castelli y Moreno me
provocan pasión.
- ¿Dónde están hoy los próceres?
- Hoy no hay próceres: hay "ídolos". Pero es bueno escuchar a qué patriotas nombran los
presidentes en sus discursos. O si no los nombran: en ambos casos hay un mensaje bien
interesante.
- Contame de los valores fundantes de Mayo de 1810...
- ¡Ah¡ Aquella (con emoción) fue la época de la utopía, palabra que hoy parece antigua.
Fue cuando se construyó la Nación: la empresa mayor de la mentalidad humana que
pensaba a los demás, incluidos en un gran ideal. A aquellos hombres(muy conmovido)
yo... los amo.
- Te sentís humano sólo con ideales: única forma de vivir aunque ahora digan lo
contrario...
- Sí (con pasión) no puedo vivir si no armo epopeyas o las invento en mis novelas. Y creo
(humilde, y convencido) que los ideales, son la única prueba de que estamos vivos.
- Parecés El Flaco...
- (Ríe, potente) No, no (con amor hacia el personaje)... El Flaco es el que mete el dedo en
el ventilador, llora porque se lastimó y vuelve a meterlo. Es un paradigma de lo ingenuo
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y de lo bueno. Como las Madres de Plaza de Mayo: ellas son un símbolo universal. Y
siguen en lo suyo. Pero si no, nadie convoca salvo los pastores que dicen que Cristo va a
bajar. Pero eso es ficción. Lo que no es ficción es que Jesús existió, que sostuvo una
causa noble, que dijo basta a los ladrones, que estuvo con los pobres y que terminó mal.
Entonces hablamos siempre de lo mismo: pasamos de Gardel a Belgrano y a
Jesucristo...¡y ya está¡
-¿"Está" o un día habrá lugar para la esperanza?
- Sí, habrá porque la esperanza consiste en sentir la democracia como un lugar de espera
para convivir todos y crear reglas de juegos que nos den un mundo mejor.
- Un mundo que las personas, los ciudadanos debemos construir. Con bondad, con
sentido fraterno de la vida y con una exigencia sin concesión alguna al Poder para que
trabaje por una vida humana para todos. ¿Tenés certeza de que eso ocurrirá?
- (Sonríe, sencillo) Mirá, vos misma dijiste que yo ando rastreando a los padres, así
que...déjeme en eso....¡no me pida certezas futuras!
- ¿Acaso los paisajes desérticos -con su potencia y su inmensidad- que están en tus
libros no son una certeza?
- (Muy reflexivo) No lo había pensado as, pero ...es verdad. En esos caminos, uno ve
todo en primer plano: los coches, el horizonte y el Universo mismo. Y ahí es difícil
esconderse y entonces se hace más fácil la confesión con uno mismo o el encuentro con
el despuntar de alguna certeza.
- ¿Tu certeza hoy se llama Manuel?
- Mi hijo Manuel es una esperanza. Pero también es mi último gol.
cristinacastello@fibertel.com.ar
http://www.cristinacastello.com/ (en construcción)
como protagonistas a Miguel Ángel Solá, Pepe Soriano, Alicia Bruzzo y Luis Brandoni.
* Alberto Olmedo quiso producir "A sus plantas rendido un León", y Soriano se sintió
feliz: lo admiraba. Pero no pudo ser: Olmedo murió y -según el escritor- "con él
desapareció una forma de hacer comicidad".
*Su último libro, de publicación reciente, es "La hora sin sombra" (novela). (Cristina
Castello)
marcó también hondamente su literatura. Muchos lo compararon con Roberto Arlt, por
su nula formación académica (dejó la secundaria en 3º año), pero se diferenció del autor
de “Los siete locos” en la utilización del humor, mediante personajes que sabían reírse
de sus propias desgracias.
Algunas curiosidades lo pintan de cuerpo entero: escribía de noche hasta las ocho de la
mañana, para posteriormente dormir hasta las cuatro de la tarde. Le fascinaban Internet
y el mundo de la informática y sentía devoción por los gatos.
Murió el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires, víctima de un cáncer de pulmón. Fue
sepultado en el Cementerio de la Chacarita. Legó un mundo de extraños perdedores
pueblerinos y de inolvidables historias tristes, los guiones cotidianos de la gente común
que algunos menosprecian.
Novelas
Cuentos y artículos
Filmografía
Tomado de Wikipedia
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BIBLIOTECA DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa
35. Tres relatos / José Bianco
36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo
37. La mosca y otros cuentos / Slawomir Mrozek
38. Vidrios rotos y otros cuentos / Osvaldo Soriano