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El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

©EL HERALDO EN EL MUELLE


Primera edición, Lima, febrero de 2009

© Hans Rothgiesser

© Bizarro Ediciones

Cuidado de edición: Max Palacios


maxpalacios@terra.com
www.amoresbizarros.blogspot.com

Diseño y diagramación: José Castro Lovera


casjose@gmail.com
Teléfono: (511 ) 9 9823 7105

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2008-08247


El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

CINCO AÑOS ANTES

Cuando uno es niño, uno tiene su mundo. Y dentro de ese


mundo todo tiene sentido. Uno sabe exactamente en dónde
está cada cosa. Uno sabe exactamente qué significa cada alte-
ración en ese mundo. Y uno sabe exactamente quiénes tienen
acceso a ese mundo. Dentro de ese mundo, el niño juega y se
divierte y se siente seguro. Y si tiene suerte, se desarrolla.

En mi caso, mi mundo era el segundo piso de la casa de mis


padres. Ahí pasaba horas jugando con mis juguetes, que en ese
entonces me parecían pocos, pero ahora que hago memoria
me parece que eran demasiados. Todo el tiempo disponible
lo pasaba ahí, en mi mundo, lejos de cualquier peligro o dis-
tracción. Ahí tenía, además de los juguetes, un televisor, un
baño y una hermosa alfombra, encima de la cual representaba
batallas con mis muñequitos o carreras con mis carritos. Pero
siempre dentro de ese mundo.

No obstante, conforme uno va creciendo, lo normal es que


se vaya dando cuenta de que ese mundo existe dentro de otro
mundo. Y ése, a su vez, dentro de otro. Mundos dentro de
mundos. Y conforme uno va explorando esos mundos, se va
dando cuenta además de que no todos tienen tanto sentido
El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

como ese pequeño mundo en el cual uno vivía de niño. Y que


salir a investigar esos mundos implica un riesgo.

Un riesgo que mis padres no estaban dispuestos a dejarme


correr. Más específicamente, mi padre. Mientras mis compa-
ñeros de clase iban teniendo toda clase de aventuras en los
parques o saliendo por su cuenta al cine, mi padre consideró
más prudente que me quedara en la casa, no más. Al final de
cuentas, mi padre era parte de mi mundo y por eso yo lo co-
nocía bien. Sabía que discutir con él no llevaba a nada. Es más,
todo lo contrario. Contradecirlo siempre me perjudicaba, por
lo que había aprendido a nunca responderle o intentar con-
vencerlo de algo. No solamente era una pérdida de tiempo,
sino además, un peligro.

Aunque claro, no era cierto que yo viviese enclaustrado


en el segundo piso de la casa de mis padres. Los domingos
siempre salíamos de paseo. En verano, ese paseo era siempre
a la playa. Siempre a la misma, de tal manera que dicha playa
se convirtió rápidamente en una extensión de mi mundo. Pero
aún parte de mi mundo, a pesar de todo. Llevaba algunos ju-
guetes y me proveían de un sustituto de mi cómoda alfombra:
una toalla playera, sobre la cual reproducía las mismas bata-
llas y hacía las mismas carreras, pero con el adicional de la
arena que tenía disponible. Y el agua de mar.

A veces, cuando regresábamos de la playa, mi madre con-


vencía a mi padre de parar en algún lado para visitar algo. A
veces era un mercado de artesanías indígenas. A veces era una
exposición de un artista nuevo. Y a veces era simplemente un
nuevo edificio diseñado por algún arquitecto de moda que ella
conocía. No siempre era lo mismo. Pero íbamos de frente de la
playa, lo cual significaba que llegábamos vestidos con ropas de
baño y polos informales. Eso a mi padre, que era muy formal,

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El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

le incomodaba mucho. Pero a mi madre le encantaba, porque


le permitía exhibirse en prendas especialmente diseñadas para
precisamente eso, pero con la humilde excusa de que discul-
pen, pero venimos de la playa.

En una de esas ocasiones, en la cual aún estaba lidiando


con el hecho de que mi mundo no era el mundo y que la playa
era un enclave en el que me podía sentir seguro, siempre y
cuando no entrara mucho al mar, entramos al mercado de pul-
gas de un colegio o un club o alguna clase de organización que
contaba con una cancha de fútbol fácilmente transformable en
un campo para la instalación de pequeños puestos de ventas
de chucherías de segunda mano.

A mi madre le encantaba ir a esa clase de lugares, porque


le gustaba ver qué artículo novedoso podía encontrar. A ella
le gustaba parar en los puestos con muebles de madera para
niños y preguntarle de todo al encargado. O si no, observar
los cuadritos hechos sobre cuero en estilo colonial mostrando
todo tipo de angelitos con distintas armas y preguntar qué
ángel era cada uno. O, en su defecto, analizar retablos mos -
trando momentos importantes de la historia del Perú. Claro
que al final, después de hacer toda clase de preguntas, nunca
compraba nada. Ella se había dedicado alguna vez al arte y
sabía mucho al respecto. Está de más decir que previamente
había estudiado algo completamente distinto en la universi-
dad, de lo cual no le gustaba hablar.

Yo en ese entonces tenía peinado de honguito. O como


los compañeros de mi colegio decían, peinado de casco. A esa
edad mi madre decidía mi peinado por mí y yo tenía que sim-
plemente adaptarme a su decisión. A mi madre le encantaba
seguir a la moda y que nosotros la sigamos a ella. Así que
mucha opción no me quedaba.
El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

El polo con el que estaba aquella vez sí lo había escogido


yo, sin embargo. Era todo de un solo color, gris. Como yo no
dominaba tanto el tema de la moda, prefería las prendas sim-
ples y sin mucho diseño. Quizás era porque sentía que de esa
simple forma me rebelaba dentro de los límites de lo que se me
permitía en mi casa. O quizás porque ante tanto talento de mi
madre para saber qué se ve bien, me sentía opacado y prefería
ni intentarlo.

No obstante, la libertad para escoger prendas de vestir co-


menzaba y moría en el polo, porque la bermuda con la que es-
taba me la había elegido mi madre. Yo la odiaba. No solamente
porque era de un color demasiado llamativo para mi gusto,
sino además porque no tenía bolsillos. Y a mí me encantaba
andar con miles de cosas en los bolsillos. De hecho, cuando
bajamos del carro al mercado de pulgas tuve que llevar mi
moneda de la suerte en la mano. Quizás si ese día hubiese teni-
do la moneda oculta en un bolsillo nada de lo que pasó habría
pasado. Pero eso nunca lo sabremos.

Caminé por la playa de estacionamiento lanzando mi mo-


neda al aire y cogiéndola. Practicaba eso de lanzarla dando
vueltas, para que se vea bonito cuando dices “vamos a decidir-
lo tirando una moneda”. Recuerdo que caminar por esa playa
de estacionamiento me disgustó un poco, pues era de tierra y,
gracias a la intervención de mi madre, estaba con sandalias
playeras en vez de zapatillas.

Yo consideraba esto una injusticia, porque aun cuando mi


hermana y yo teníamos que andar en sandalias playeras por su
orden, ella andaba con zapatos de taco. Claro, en la playa mis -
ma andaba descalza. Pero en cuando se subía al carro se ponía
sus zapatos de taco alto y con esos caminaba por la playa de
estacionamiento rumbo a la cancha de fútbol.
El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

Francamente habría preferido pasar del enclave de mi


mundo en la playa a la central de mi mundo en el segundo piso
de la casa de mis padres. Pero ni yo ni mi hermana teníamos
mucho que decir cuando mi madre convencía a mi padre para
hacer una de esas paradas.

Así que ni modo, mientras salía de la playa de estaciona-


miento de tierra y entraba a la cancha de fútbol convertida en
mercado de pulgas, practicaba lanzar mi moneda dando vuel-
tas. Esa moneda me la había regalado mi tío Ricardo, quién
en ese entonces me caía muy bien. Es más, era el único tío
que yo sabía que tenía. A mi padre no le caía, lo cual era muy
evidente. Más tarde sabría que la tensión se debía a que el tío
Ricardo era una pésima influencia para nosotros, dado que no
había estudiado nada, no tenía trabajo estable, vivía de mis
abuelos aún a los 30 años y no tenía ninguna clase de inten-
ción de abandonar ese estilo de vida. Aún cuando mis abuelos
no eran particularmente adinerados.

En una ocasión en la que regresó de un viaje largo, el cual


nunca supe a dónde fue, me trajo esa moneda plateada. Era
una moneda más grande que las demás, pero no mucho. Era
un poquito más pesada, también. Eso la hacía perfecta para
ser lanzada dando vueltas con efecto dramático. Pero no era
por eso que me la había regalado. Eran los diseños que tenía
a ambos lados.

A un lado tenía la cara de un explorador, de perfil. Estaba


con su sombrero de aventurero y una mirada que indicaba que
segundos después de haber sido inmortalizado en la moneda
se había lanzado a pelear con una horda de salvajes y que lo
había disfrutado. Al otro lado se mostraba la fachada de un
castillo. Según mi tío, el explorador había llegado a un lugar
que nadie conocía y ahí había fundado un país completamente
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nuevo. Y el castillo se lo construyeron los nativos para que


se quede y sea su rey. Pero a él le gustaba demasiado viajar
y explorar, por lo que de todas maneras se fue. A mi padre
esa historia le había parecido repugnante, por lo que retiró la
invitación a quedarse a cenar que le había hecho poco antes
de que la contara. Mi madre se había molestado con mi padre
esa noche.

Así con todo, a mí me encantaba mi moneda y la llevaba


a todos lados. La consideraba mi moneda de la suerte. Como
era lógico, mi padre la odiaba. Una vez escuché sin querer que
le decía a mi madre que no veía las horas de que la perdiera.
Y eso me incitó a que la cuidara más aun y que le tuviera más
cariño.

Cuando por fin salí de la playa de estacionamiento a la


cancha de fútbol sentí una gran desilusión. Como todo niño
al ir a un lugar así, esperaba que hubiera muchos puestos con
juguetes. Mi madre me había explicado que un mercado de
pulgas era un lugar en el que gente vendía lo que ya no usaba.
Y mi padre siempre me había dicho que cuando deje de usar
un juguete le avise para deshacerse de él, de tal manera que el
segundo piso no se sobrepoble de juguetes. Entonces, deduje
yo, un mercado de pulgas estaría lleno de juguetes en venta de
otros niños a quienes les habían comprado juguetes nuevos.
Pero no fue así.

La mayoría de puestos ofrecían libros usados. Yo nunca me


había considerado un lector muy ávido y apenas leía lo que me
encargaban en el colegio. Lo segundo que más había era ropa
usada que ya a nadie le quedaba. Yo, siguiendo la recomenda -
ción de mi madre, los despreciaba flagrantemente, pues ella
bien me había enseñado que lo retro tiene sus límites. Final-
mente, otros puestos ofrecían juegos de consolas que ya nadie
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usaba. Yo los vi con desprecio, pues la consola que mi padre


me había comprado en mi último cumpleaños era lo último
en videojuegos. Y lo que ofrecían en ese mercado de pulgas
parecía haber sido lo primero en videojuegos.

Después de mucho buscar encontré puestos en los que ni-


ños mayores que yo ofrecían juguetes de los que se deshacían,
pero no porque hubiesen recibido recientemente juguetes nue-
vos, sino para tener dinero de comprárselos. Lamentablemen -
te mi emoción no duró mucho, pues al revisar lo que tenían en
venta llegué rápidamente a la conclusión de que efectivamente
estos niños necesitaban urgentemente juguetes nuevos.

En esa búsqueda me llamó la atención algunos puestos


que ofrecían cosas extrañas que antes nunca había visto. Por
ejemplo, vi a una señora que sólo vendían esqueletitos de di-
nosaurios hechos de maderita delgada. Se los ofrecía a los que
pasaban cerca de su puesto alegando que tenían contenido
educativo y que regalándole uno a su hijo los iniciaría en el
maravilloso mundo de la paleontología. Pero la verdad era
que si bien se veían bonitos sobre la mesa en la que estaban en
exhibición, no había forma de saber nada sobre el dinosaurio
representado, porque no venían con ningún manual. Y en el
peor de los casos, si cayeses en la trampa y comprabas uno de
esos dinosaurios de madera, aprenderías todo lo que hay que
saber sobre ese dinosaurio en especial. Y nada sobre los otros.
En todo caso había que comprar la colección completa y eso
me pareció un desperdicio. Total, yo no tenía ningún interés
en la paleontología, ni tenía planeado tenerlo.

En otro puesto encontré a un pobre señor muy delgado y


con la piel colgando de sus huesos. Se le veía muy desesperado
tratando de vender a buen precio repuestos para una cámara
mecánica de fotos que aparentemente ya a nadie le interesa-
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ba. De hecho, cada cierto tiempo una persona le preguntaba


a cuánto tal o cual pieza y el señor lanzaba una cifra que a
mi edad yo no sabía si era mucho o poco dinero, pero apa-
rentemente era lo suficiente como para espantar al potencial
comprador.

Y en otro de estos puestos encontré a Gabriel. Y ese en-


cuentro cambiaría mi vida. Pero no ese día, sino cinco años
después.

Yo iba detrás de mi madre cuando entramos a la cancha de


fútbol. Ella en ese entonces caminaba con una seguridad envi-
diable. Como si supiera que todos iban a voltear a mirarla. De
hecho, ella era bien bonita y efectivamente todos se volteaban
a mirarla y la trataban cariñosamente cuando les preguntaba
algo sobre alguno de los objetos en venta. Demasiado cariño-
samente para el gusto de mi padre. Hoy en día reconozco que
sabía bien cómo lograr ese efecto, caminando con pasos lar-
gos, moviendo las piernas de manera precisa y haciendo uso
de otros clichés que hoy día reconozco, pero que no describiré
porque, pues, precisamente se trata de mi madre.

Lo importante es que andaba con su pelo ondulado, com-


puesto de mechones con distintas tonalidades de rubio y cas-
taño claro. Como estaba de moda en ese momento, lo ondula-
do del pelo hacía que tuviera más volumen. No usaba maqui-
llaje en la cara. No obstante, al igual que el resto de su piel,
mostraba un bronceado intenso, el cual hacía contraste con
el pelo. El efecto era aparentemente un incremento bastante
considerable en la atención que le brindaban los que atendían
en los puestos, además de todos los demás que tenían la suerte
de cruzar una palabra con ella.

De hecho, el obtener ese bronceado para a su vez obtener


El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

ese contraste era la verdadera razón por la cual mi madre in-


sistía tanto en ir a la playa los domingos. Claro que durante
la semana también iba con sus amigas. La diferencia era que
los domingos nos tenía que llevar a mí y a mi hermana. Ese
efecto a su vez se vio aquella vez repotenciado por su faldita
playera, de tela delgada, a través de la cual se podía ver su ropa
de baño. Yo inocentemente pensaba que era una falla de diseño
del vestido.

No hay que olvidar la cartera de moda en donde llevaba de


todo y nunca encontraba nada, excepto la billetera. El que fue-
ra tan grande le molestaba a mi padre, porque era un proble-
ma para salir y entrar al carro. El que nunca encontrara nada
molestaba más a mi padre, porque no entendía como alguien
tan adulto aún no aprendía que tenía que tener alguna clase de
sistema por el cual encontrar las cosas más rápidamente.

Yo había sacado eso de mi madre. Era igual de desorde -


nado. Pero era lo único que había sacado de ella. De los dos,
mi hermana era la que más se parecía a ella. Quizás no física-
mente, porque ella tenía el pelo negro y no tenía su estructura
ósea. El día del mercado de pulgas llevaba el pelo en dos coli-
tas, dejando en claro su condición de niña inocente. Mi madre
la peinaba así porque estaba de moda que las niñas se peinarán
así. Pero mi hermana Laura llevaba las dos colitas porque que-
ría. Precisamente porque estaba de moda. De igual manera,
traía un vestidito con diseñitos infantiles que combinaba casi
exitosamente los ositos, las estrellitas y los corazoncitos. Mi
madre se lo había escogido.

Otro detalle en el que se parecía a mi madre era que siem-


pre estaba sonriendo. Laura iba por los puestos caminando
alegremente y preguntando cada cierto tramo por algún ar-
tículo que le llamaba la atención. Se pasaba buen rato en los
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puestos que tenían libros de segunda mano y haciéndose en-


greír por los encargados. Por alguna broma de la genética,
había heredado la superficialidad de mi madre, pero el interés
por la lectura de mi padre. Cómo combinaría ambos elemen-
tos para poder sobrevivir en la vida era algo que no lograba
imaginarme, pero que luego sorprendería a todos.

De hecho, la única cosa que hacía que mi padre no odiara


esos mercados de pulgas y los destruyera usando descargas
de mal humor era que tenía puestos de libros usados. Usual-
mente llegaba y buscaba uno y se quedaba ahí el tiempo que
a mi madre le tomara aburrirse del lugar. Era un poco gordo,
pero muy fuerte. De hecho, lo había visto romper una puerta
de madera de un golpe de furia una vez que no pudo armar
la bicicleta que mis abuelos me habían regalado por navidad.
Caminaba como si la gente tuviese que hacerse a un lado para
que él pase. De hecho, caminaba como si los edificios y las ca-
sas tuviesen la misma obligación.

En cuanto entró al mercado de pulgas la gente lo comenzó


a reconocer. Algunos lo comenzaron a saludar desde lejos, ha -
ciéndole señas y diciendo “doctor, buenas tardes” o “¿cómo se
encuentra usted, doctor?” y el ocasional “gracias nuevamente,
doctor”. Mi padre había comenzado a tener éxito y hacerse
conocido cuando yo era niño y él no estaba seguro de cómo vi-
vir con eso. De hecho, consideraba correcto responderle a es-
tos fans con un grito o pedirles molesto que lo dejaran pasar.
Eventualmente aprendería que a los clientes hay que tratarlos
mejor. Pero no mucho mejor, tampoco.

Cuando entramos mi padre se volteó hacia mí, me miró ha-


cia abajo y sin dejar de fruncir su ceño, me habló por primera
vez en el día.
El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

“Yo sé que no te gustan estos lugares, Guillermo”, me dijo.


“Pero trata de pasarla bien, que estamos en familia. Date una
vuelta y mira a ver si algo te gusta. Te compraré una cosa en
este lugar. Pero solamente una, ¿me escuchaste? Y más te vale
que sea algo útil. No te voy a estar comprando estupideces”

Con la emoción de saber que mi padre me compraría una


cosa de mi elección, una y solamente una, fue que comencé
a buscar los legendarios puestos de juguetes. En el proceso
estaba con mi moneda en la mano. Tirándola al aire y cogién-
dola. Intentando de que en el aire dé vueltas y se vea bonito.
De pronto alguien me llamó.

“Bonita moneda”, escuché una voz a un lado. Yo me quedé


parado. Nunca nadie había elogiado a mi moneda. Y de hecho,
me desconcertó un poco. Yo amaba a mi moneda y el hecho de
que por fin un adulto dijera que era bonita me dio curiosidad.
“¿De qué país es?”

Yo no supe qué responder. Solamente levanté la mirada y


vi al adulto que me había hablado. Se trataba de un hombre de
avanzada edad, con todo el pelo largo blanco, al igual que una
barba y unos bigotes blancos. Habría tenido aspecto de hip-
pie, si no fuera porque estaba con una elegante camisa blanca
remangada y unos impecables pantalones negros. Tenía unos
zapatos negros a los que poco les faltaba para brillar. Sonreía
demasiado y ahora que lo recuerdo me doy cuenta de que es-
taba bastante nervioso y preocupado.

“No lo sé”, respondí inseguro. Me quedé parado frente a su


estante. Sobre la mesa se podían ver varitas mágicas, un som-
brero de copa, una capa, cajas llenas de dados. El tipo vendía
trucos de magia.
El Heraldo en el Muelle Hans Rothgiesser

“Veamos”, dijo él y me arranchó la moneda de la mano. Yo


me preocupé de inmediato, pues nunca me separaba de mi mo-
neda. Cerró un ojo y se la puso frente al otro. “Examinémosla.
Quizás es una moneda mágica y no lo sabes...”

La olió, la hizo sonar golpeándola contra la mesa y de re-


pente, la hizo desaparecer.

“Mi moneda...”

“Sí era mágica después de todo”, dijo sonriendo. “Oh,


mira”

Estiró la mano e hizo aparecer la moneda en mi oreja. Ese


truco fue suficiente como para que yo considerara a ese señor
un mago fenomenal. Hoy en día reconozco completamente
que debe tratarse del truco más trillado del mundo.

“¿Te gustaría saber hacer magia?”, me preguntó sonriendo,


mientras me devolvía mi moneda. “Porque eso es exactamente
lo que vendo. Trucos de magia. ¿No quieres uno? Son tan di-
vertidos. ¿No quieres saber cómo desaparecí tu moneda?”

“Sí”, respondí, terminando de examinar mi moneda y le-


vantando la mirada hacia el señor. “¿Cómo lo hizo?”

“No te puedo decir”, respondió. “Un buen mago nunca re-


vela sus secretos. Pero te puedo vender otros trucos. Como
esta varita mágica. Te puedo enseñar a hacerla levitar. Obser -
va...”

Estiró la mano para tomar la varita negra que yacía en el


medio de la mesa, cuando otra voz lo llamó y lo hizo saltar.
En cuanto lo vio, el mago se puso nervioso. Nunca antes había
visto a una persona temblar de miedo.

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“Gabriel”, dijo la voz detrás de mí. “¿Me parece o estás


infringiendo las reglas?”

Yo me volteé y vi a un joven delgado de unos 25 años. Te -


nía pelo negro, peinado para atrás. Algunos de sus mechones
estaban parados. Tenía en el mentón un intento de barba corta.
Masticaba un palillo de dientes. Estaba con un polo blanco, así
como con un jean negro. A un lado le colgaba una cadena desde
su bolsillo derecho delantero a su bolsillo derecho trasero. En
vez de zapatos llevaba unos botines que parecían militares.

Estaba acompañado de un gordito que aparentemente te-


nía su edad y que parecía ser su antítesis. Mientras que el
delgado aparentaba ser serio, este gordito estaba sonriente.
Tenía lentes y su pelo negro estaba peinado para adelante,
en un cerquillo que habría hecho que a mi madre le diera un
ataque cardiaco. Estaba vestido con una camisa de franela roja
con cuadraditos, la cual llevaba remangada. Traía bermudas y
unas zapatillas de lona que ya habría querido tener yo.

El señor de pelo blanco miró a ambos por unos segundos.


Durante ese tiempo abrió la boca como si fuera a hablar y la
cerró sin decir nada varias veces. Finalmente encontró el va-
lor que no tenía y respondió.

“No, no, no”, dijo negando con las manos para reiterar.
“No, para nada. Por ningún motivo. Solamente estoy vendien -
do estos viejos trucos que tenía”, me lanzó una mirada furtiva.
Quizás yo no debía estar ahí. Pero tenía el derecho de quedar-
me. Estaba a punto de comprarle un truco. “No hay nada de
malo en eso, ¿eh? No hay nada de malo”

El de la camisa de franela dio un paso y se paró a mi costa-


do. Tomó la varita mágica que el señor de pelo blanco estaba
por ofrecerme. La levantó y se la mostró al mago.
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“¿Cómo funciona este truco?”, preguntó.

“Oh, vamos”, el señor sonrió lo mejor que pudo. “Sabes que


un buen mago no revela sus secretos...”

El otro lentamente y con mucha paciencia levantó su mano


y se sacó el palillo de dientes de la boca. Luego se apoyó en la
mesa con la otra mano.

“Dime cómo funciona”, dijo amenazadoramente, con voz


más grave y con los ojos fijos en los del mago. “No querrás
que me vaya de aquí pensando que estás vendiendo objetos
que hacen magia de verdad”

El señor me miró nuevamente. Yo no pensaba irme de ahí


bajo ninguna circunstancia.

“Está bien, está bien”, dijo el señor abriendo un cajón de-


bajo de la mesa. Sacó lo que parecía ser un guante a medias
sujeto a un brazalete. “La varita tiene dentro un metal. Uno se
pone esta cosa en la palma de la mano, sujeta a este brazalete.
Dentro de este cuero hay un magneto. Así funciona, ¿satisfe -
cho? Es bien simple en realidad”

“Está bien, Gabriel”, dijo mientras se paraba recto nueva-


mente y se colocaba el palillo de dientes en la boca. El gordito
estaba detrás de él atento, pero sonriendo. “Y recuerda que te
estamos vigilando”

“Está bien, Felipe”, respondió el señor de pelo blanco. “En -


tiendo. Todos tranquilos, ¿está bien? Aquí no pasa nada”

El flaco y el gordito no dijeron nada más. Simplemente


dieron media vuelta y se retiraron. Me llamaron mucho la
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atención los movimientos del delgado de barbita fallida. Ca-


minaba con fluidez, como si supiera exactamente en dónde
no iba a haber nadie. Por su lado, el gordito saludaba a todos
mientras caminaba. Daba las gracias por dejarlo pasar y le
sonreía a los que no.

Gabriel el mago se los quedó mirando sin decir nada. Le


tomó un instante recordar que yo estaba ahí. Me miró y forzó
una sonrisa.

“Aún ahí, ¿eh?”, dijo con una voz que parecía estar cerquí -
sima de quebrarse. “Supongo que ahora que ya sabes cómo
funciona el truco de la varita que levita, no la vas a querer
comprar, ¿eh? Un chico tan inteligente como tú podría fabri-
car la suya propia, ahora que sabe cómo funciona el truco. Y
tú eres un chico inteligente, ¿no?”

Yo asentí con la cabeza sin saber lo que pasaba.

“Pues entonces... veamos qué te puedo ofrecer... Ah...”, dijo


de pronto al encontrar algo entre los artículos que vendía. Lo
tomó en una mano, pero no pude ver qué era. “Tengo que con -
fesar que le mentí a Felipe. Si me prometes no decirle a nadie,
te revelaré un secreto”

Yo asentí nuevamente con la cabeza. Nuevamente sin sa -


ber lo que pasaba.

“Pues”, dijo el señor en voz baja e inclinándose hacia mí.


“Sí vendo objetos mágicos”

Y luego me guiñó el ojo y sonrió sinceramente. Se paró


recto y me mostró lo que tenía en la mano. Se trataba de una
baraja de cartas sujeta por una liga gruesa de color negra. En
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el lomo de las cartas se podía apreciar un diseño gótico negro


encima de un fondo azul oscuro. El diseño parecía ser unas ra-
mas entrelazadas con espinas. Me la entregó. Yo torpemente
le saqué la liga y comencé a ver las cartas. Los números y las
letras eran como cualquier otra baraja. Pero las figuras, es de-
cir, el dibujo del rey, la reina y el joven, eran distintas. Estaban
muy bien definidas, con trazos gruesos. Tenía mucho detalles
y los colores eran muy claros. Además, la figura del comodín
daba miedo. Se trataba de una especie de juglar molesto con
cuernos, con cara de estar planeando una maldad.

De pronto el señor estiró la mano y me quitó la baraja.


Le colocó nuevamente la liga negra alrededor, mientras me
sonreía.

“Se llama la Baraja Azul”, dijo mirando hacia el lugar por


el cual se habían retirado Felipe y el gordito. “Y es mágica. Si
colocas las cartas en un orden específico, una persona muy,
muy especial tendrá que venir a verte”

“¿Quién?”, pregunté interesado.

“Ah, sería trampa que te lo dijera”, respondió el mago, po -


niendo la baraja en la mesa, entre él y yo.

“¿En qué orden debo poner las cartas?”, pregunté.

“Tampoco te lo puedo decir. Tienes que averiguarlo por tu


cuenta o no funciona”, el señor sonrió y apoyó ambas manos
en la mesa. “Entonces, ¿qué dices? ¿Tenemos un trato?”

Yo no dije nada. Simplemente me volteé y fui a buscar a


mi padre. Sabía exactamente en dónde estaba: en un puesto de
libros usados en el que lo había visto instalarse. Fui donde él
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y le dije que ya sabía qué quería que me compre. Esperé a que


cerrara el libro que estaba hojeando y caminé sin decir nada
más hasta el puesto de Gabriel. Le señalé la baraja de cartas
que estaba sobre la mesa.

Por mucho tiempo he especulado acerca de por qué mi pa-


dre me terminó comprando las cartas, si es que no se trataba
de algo útil. Supongo que de alguna manera prefería comprar-
me una baraja de cartas, que es algo que usan también adultos,
que un juguete más. O quizás a él le gustaba la idea de que
aprendiera a jugar póquer a esa edad. O quizás a él también le
gustó el diseño gótico en el lomo de las cartas.

El caso es que me las compró sin decirme nada. Pagó,


tomó las cartas y me las colocó en la mano. Luego se retiró a
continuar hojeando el libro. Yo me quedé con la baraja en la
mano, sin saber qué hacer.

“Vamos, chico”, me dijo de pronto el mago. “De cortesía te


enseño a hacer un truco de cartas. Observa”

Y me enseñó un truco. Luego me iría a una esquina a prac-


ticarlo. Luego de un tiempo, no sé cuánto, Laura me llamó. Ya
nos íbamos. Caminé hasta el carro con ella. Me preguntó qué
me había comprado. Le mostré la baraja. Yo le pregunté a ella
y me mostró una carterita de plástico.

Llegamos hasta el carro en la playa de estacionamiento.


Mi madre estaba parada frente a la puerta del copiloto. Mi
padre frente a la del piloto, buscando las llaves en su bolsillo.
Me paré frente a él y levanté las cartas.

“Coge una carta y no me la muestres”, le dije, sonriendo


y orgulloso de haber aprendido el truco. Mi padre me miró
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primero a la cara y luego a las cartas. Y luego tomó vuelo con


su mano y me atestó un golpe. Las cartas salieron volando en
todas direcciones. Mi padre no había cogido ninguna.

“No me hagas perder el tiempo”, dijo molesto. Luego de


eso me miró brevemente esperando mi reacción. Yo asentí con
la cabeza sin saber por qué. Y luego me arrodillé a recoger
mis cartas. Esa vez no lloré de inmediato. Me aguanté hasta
que estuviéramos dentro del carro y mi padre estuviera ocu-
pado manejando. Ahí lloré un poquito. Pero cuando llegué a
mi mundo, al segundo piso de la casa de mis padres, a mi al-
fombra y al irracional sentimiento de seguridad que brindaba,
lloré mucho más. Con lágrimas y sollozos y con falta de aire.
El cuadro completo.

Hasta que al final, para tranquilizarme y sin saber bien


por qué, me puse a practicar el truco que me había enseñado
Gabriel. Eso me relajó y dejé de llorar. Lo seguí practicando
por varios días hasta que pensé que lo hacía a la perfección.
Incluso lo ensayé frente al espejo del baño.

Para cuando consideré que no podía mejorar más, recordé


mi moneda. La sostuve en la mano y pensé qué trucos podría
hacer con esa moneda. Luego miré a la baraja y pensé qué
otros trucos podría hacer con esas cartas. Y me olvidé por
completo del golpe que me había dado mi padre. Que no ha-
bía sido el primero. Ni sería el último. Pero quizás sí el más
importante.

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