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OPINIÓN
Por supuesto, en Lisboa, el café debía ser delicioso –los portugueses son los mejores,
tras los italianos- pero el Tratado se escribió, negoció y aprobó a puerta cerrada, entre
los dirigentes: como si se tratase de un acuerdo diplomático.
Pues no lo era. Se trataba sobre todo de definir las reglas de la realidad política más
innovadora de los últimos años, la Unión Europea, justamente. Una entidad que, sin
poder llamarse ‘Estado’, ostenta muchos de los poderes que corresponden al mismo:
defender la moneda (el euro), ocuparse de las fronteras (Schengen) y ser una fuente de
legislación (puede que demasiado). Hoy, los irlandeses han dicho no. No a una Europa
que se presenta lejana, burocrática y cada vez con más ganas de poder. Sin embargo, en
un mundo globalizado, necesitamos la UE.
Pero hay que explicar a los ciudadanos, discutir y fijar una serie de reglas de forma
democrática. Por esta razón, tras la enésima debacle democrática, nosotros, los
europeos, debemos apostar por la democracia. Y elegir –con una consulta popular, el
mismo día, en todos los países- una Asamblea constituyente cuyo fin sea redactar una
verdadera constitución: un texto conciso, de un máximo de quince páginas, que defina
las reglas del juego. Y no las 380 incomprensibles páginas de lo que llamaron “Tratado
para una Constitución Europea” que, hasta el 13 de junio de 2008 (viernes 13, por
cierto) se llamó –ya en pasado- Tratado de Lisboa. A ese al que los irlandeses dijeron
no.