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El nombre de la rosa (1986)

Jean-Jacques Annaud

Con la pantalla aún en negro, una voz en off nos avisa de que va a narrar los
hechos acaecidos en su juventud, hacia finales del año del Señor de 1327 (hacia
mediados de siglo la peste reduce a la mitad la población europea; será preciso
hacer frente a la epidemia y, de paso, combatir otra peste , la herejía), en una
remota abadía, cuyo nombre prefiere omitir, del recóndito norte de Italia.
Aparecen los títulos de crédito. Nos hallamos, pues, en época anterior a la
invención de la imprenta.
A pesar de que la película nos pone en la fecha de 1327, y que en aquella
época la forma de componer música es la polifonía rítmica en el periodo conocido
como Ars Nova (en contraposición al Ars Antiqua), en la película solo se nos
muestra la forma de cantar de los siglos IX-XI, conocido como Gregoriano . Ars
Antiqua es la música de los siglos XII y XIII y Ars Nova es del siglo XIV. Destaca
el motete (la forma más importante de música polifónica durante la Edad Media y
el Renacimiento), el florecimiento de repertorios importantes de música
monofónica en Francia, España, Italia y Alemania, y compositores como: Giocanni da
Cascia y Jacobo de Bologna, posteriormente Francesco Landini, (1325-97).
Con los ojos de los protagonistas, maestro y discípulo, empezamos a conocer
la abadía, vista por los viajeros en planos contrapicados (algunos subjetivos: vemos
lo que ven los personajes) que subrayan el carácter imponente, sobrecogedor, del
edificio y su torre. El poder de la abadía se remarca todavía más con un plano
cenital de los dos personajes protagonistas. La voz en off acompaña su llegada y
comenta el desasosiego experimentado al cruzar aquellos muros.
Un nuevo plano picado nos remite a la perspectiva de una ventana, desde la
que un monje observa a los recién llegados. Se trata del abad, y expresa cierta
inquietud ante lo que ellos puedan averiguar. Otro enigmático monje se encuentra
en la celda, se trata del venerable Jorge, un monje anciano y ciego.
La siguiente secuencia se dedica a la presentación de fray Guillermo de
Baskerville (será el abad quien pronuncie su nombre por primera vez), a quien su
discípulo Adso llama “maestro”. Los rasgos que se nos muestran de él son la
perspicacia, el sentido de la observación (sin conocer la abadía indica a Adso dónde
pude satisfacer una necesidad fisiológica inaplazable), y un interés intelectual más
propios de un astrólogo que de un monje (perceptible en los objetos e instrumentos
que trae y que oculta cuidadosamente al abad: astrolabio, lentes). Por las palabras
del abad sabemos que Guillermo es un fraile franciscano. En esa conversación, fray
Guillermo da una nueva prueba de su perspicacia: ha advertido, en el cementerio,
huellas de un enterramiento reciente, y lamenta la muerte de algún monje. El abad,
desconcertado, cuenta al franciscano, en primer plano, la muerte de Adelmo de
Otranto, un joven ilustrador cuyo cadáver apareció horriblemente mutilado. Entre
tanto ha llegado Adso, satisfecho, y fray Guillermo lo presenta como “su novicio”,
(aspirante a entrar en una orden religiosa). El abad parece inquieto por las
consecuencias de lo sucedido entre sus monjes: agitación, zozobra, desasosiego
espiritual, sospechas de la presencia del maligno en la abadía. Todo ello podría
aconsejar la intervención de la Santa Inquisición, y fray Guillermo responde que ya
no se dedica a tales asuntos (lo cual suscita algunas preguntas sobre su pasado,
interrogantes que, por ahora, quedan sin respuesta).
La escena anterior continúa, sin encadenado o fundido que alerte al
espectador, con el sacrificio de un cerdo (sirven de encadenado, en todo caso, los
chillidos desesperados del animal). Sigue la presentación de Ubertino da Casale,
uno de los jefes espirituales de los franciscanos, cuyo libro sobre la pobreza del
clero “no ha sido bien acogido en los palacios papales”. Tras nuevas alusiones a las
“desgracias” pasadas de Guillermo, Ubertino da su propia explicación de lo que
sucede en la abadía: “el diablo está arrojando hermosos muchachos por las
ventanas”, “había algo femenino, diabólico, en ese joven que murió”. La cámara
muestra el impacto que las palabras del franciscano producen en el joven Adso,
algo que fray Guillermo intentará después contrarrestar: “no debemos dejarnos
influir por rumores irracionales sobre el Anticristo, es mejor ejercitar la mente
para resolver el misterio”.
La siguiente secuencia comienza con los campesinos entregando sus diezmos
al monasterio, que, a su vez, les hace entrega de la basura, unos restos de comida
que se disputan los miserables (entre ellos, una joven que se fija en Adso). Tras
una breve intervención de la voz en off que recuerda a los maestros de fray
Guillermo (Aristóteles, los filósofos griegos, la lógica) vemos al personaje en
acción: sus investigaciones indican que Adelmo no cayó desde la torre, y que
además no cayó, sino que saltó, es decir, se suicidó. Sus observaciones concluyen
con una frase que resulta conocida: “es elemental”, en un intento deliberado de
crear un paralelismo con otra conocida pareja de investigadores, Sherlock Holmes
y el doctor John Watson. De hecho, la novela de Umberto Eco en que se basa la
película está llena de guiños literarios poco disimulados: uno de ellos es la
descripción del personaje de fray Guillermo, cuyo paralelismo con la de Sherlock
Holmes es premeditado. Así describe Arthur Conan Doyle a su personaje al
comienzo de Estudio en escarlata :
“Hasta su persona misma y su apariencia externa eran como para
llamar la atención del menos dado a la observación. Su estatura sobrepasaba
los seis pies, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la
impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de
los intervalos de sopor a que antes me he referido; y su nariz, fina y
aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y resolución.
También su barbilla delataba al hombre de voluntad, por lo prominente y
cuadrada.”

Y ésta es la descripción que hace Eco de su personaje, fray Guillermo de


Baskerville:
“Así pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer
la atención del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un
hombre normal y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era
aguda y penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro
una expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me
referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad…”

Por si quedara alguna duda sobre las intenciones del autor de la novela, fray
Guillermo procede de Baskerville (que remite a otra conocida obra de Conan Doyle,
El perro de Baskerville ), siguiendo la costumbre de frailes y monjes de añadir a su
nombre su lugar de origen (Ubertino da Casale, Jorge de Burgos, Remigio de
Varagine). Fray Guillermo es, ciertamente, un Sherlock Holmes transplantado al
final de la Edad Media y, en ese sentido, anacrónico, aunque también recuerda a
Guillermo de Ockham, filósofo franciscano que destacó por su pensamiento racional
y por su interés sobre la controversia en torno a la pobreza en la Iglesia. En
cualquier caso, fray Guillermo se enfrenta a una intriga detectivesca, debe
resolver una serie de asesinatos que se producen con una lógica implacable (que no
será la del maligno), y para ello recurre a la razón en lugar de a la superstición.
Actúa con un procedimiento que casi podemos llamar científico : observa, interpreta
indicios, interroga y extrae conclusiones. En ocasiones, se establece un juego entre
el criminal y el detective: éste debe resolver un acertijo para abrir una puerta
secreta (el primero y séptimo de cuatro, en latín, quatuor ), o debe hallar la manera
de salir de un laberinto. Y constantemente intercambia puntos de vista con su
inseparable compañero, un singular Watson, un discípulo en esta ocasión.
Los monjes se reúnen a comer y la cámara nos ofrece un plano general del
refectorio. Comen en silencio
en tanto que uno de ellos lee
textos en latín: un plano
significativo nos lo muestra
mojando el dedo en la boca antes
de pasar la página. Cuando lee
el pasaje según el cual el monje “no
debe reír, pues únicamente el
tonto alza su voz con risas”, el
venerable Jorge corrobora esas palabras con golpes en la mesa. La cámara también
nos ha revelado cómo Berengario, el ayudante del bibliotecario, se fija en Adso. En
sus palabras, el abad ha vuelto a referirse al pasado de fray Guillermo, en el que
tuvo “onerosos empeños”.
Es de noche, pero no todos duermen en la abadía: Jorge escucha los textos
que otro monje le lee, Berengario se flagela y fray Guillermo lo escucha mientras
intenta calmar a Adso (tiene pesadillas: sueña con la bestia, el Anticristo), un
tercero lee y ríe despreocupadamente en el scriptorium (el lugar de trabajo de los
investigadores: copistas, traductores, ilustradores, miniaturistas); también él se
lleva repetidamente el dedo a la lengua antes de pasar las hojas.
Antes de encontrar a fray Venancio muerto dentro de la vasija de sangre, la
congregación canta en la iglesia un versículo de la Biblia, de forma monódica, a
capella, en latín, silábica (laudes) iniciado por el monje Berengario. En la escena se
puede ver un atril de 2 caras, con 2 libros uno mirando a cada lado de los cantores,
para que puedan seguir la melodía.
En los monasterios, los monjes hacían una pausa en sus labores y se reunían
regularmente a determinadas horas del día (horas canónicas) para hacer su
oración. Estas oraciones son largamente cantadas, especialmente los himnos al
empezar, los antifonarios y los salmos.
La película reconstruye con detalle la vida cotidiana en la abadía y la rígida
división horaria de la vida monacal, con sus correspondientes horas canónicas:
maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas.
• Maitines: plegaria de vigilia
• Laudes: plegaria de la mañana
• Prima: seis de la mañana
• Tercia: nueve de la mañana
• Sexta: doce del mediodía
• Nona: tres de la tarde
• Vísperas: seis de la tarde
• Completas: antes de ir al descanso
Al comienzo de esta época, la música era monofónica y monorrítmica en la
que aparece un texto cantado al unísono y sin acompañamiento instrumental
escrito.
Al amanecer hallamos de nuevo a los monjes reunidos en el coro, rezando.
Pero la oración es interrumpida por una nueva “calamitá”. Ha sido encontrado el
cadáver de Venancio, el traductor de griego, dedicado a las obras de Aristóteles,
el mismo que leía y reía la noche anterior en el scriptorium. Ubertino reaparece
para recordar las señales del Anticristo: las trompetas y otros signos apocalípticos
(véase al respecto los capítulos 8-11 del Apocalipsis , el último libro del Nuevo
Testamento). Sus palabras encienden los ánimos de los atribulados monjes: “no
desaprovechéis los últimos días”.
El canto medieval cristiano procede de tradiciones griegas, judías y
cristianas que al inicio se va extendiendo por el Mediterráneo, desarrollándose
diferentes liturgias (y músicas) según cada comunidad, que lo único que tienen en
común es el uso del latín. Ante tal diversidad de liturgias cristianas en el vasto
antiguo Imperio Romano de Occidente, se llega al siglo VII y en él nos encontramos
al Papa Gregorio Magno que planifica la Reforma Litúrgica con el fin de reagrupar
todas estas liturgias nacionales en una única liturgia romana y con ella una única
forma de cantar. Al sistematizar los rezos, se sistematizan también las melodías,
tanto melodía como letra se transmitía de generación en generación de forma oral
(tradición oral).
El lugar para la sistematización de la liturgia fueron los monasterios y sus
Scriptorium, por ser los lugares de estudio en la Edad Media hasta la creación de
las Universidades en el siglo XIII.
Durante el reconocimiento del cadáver fray Guillermo pregunta al hermano
Severino, responsable del herbolario, por el uso del arsénico en la abadía. Sigue un
plano detalle del dedo índice de la mano derecha manchado. En su respuesta,
Severino hace veladas alusiones al contacto homosexual entre los monjes. Entre
tanto, Adso contempla la portada de la iglesia; al traspasar el umbral, se halla
rodeado de esculturas sobrecogedoras y figuras alegóricas que decoran arcos,
columnas y capiteles. Tales figuras, entre lo macabro y lo deforme, parecen cercar
a Adso mediante travellings de acercamiento laterales y posteriores. La escena se
cierra con un plano cenital que sirve para mostrar la llegada de una sombra. Sigue
un primer plano del novicio, inquieto por lo que ve pero ignorante de que no está
solo. El siguiente plano, magistral, convierte la sombra anterior en silueta, que se
adivina deforme, repugnante. Cuando habla se expresa “en todas las lenguas y en
ninguna”, ni habla en latín (la lengua que usaban los hombres cultos de la abadía) ni
en la lengua vulgar de la zona. La de Salvatore, el monje jorobado, era una lengua
propia, formada con jirones de lenguas de los lugares donde había estado, una
verdadera “torre de Babel”:
“¡Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturas est a rodegarla el alma
tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a
malo de tutte las pecatta! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini
Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dols… ¡Cave il
diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero
Salvatore non est insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega
dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Amen. ¿No?”

Penitenciágite será una palabra clave. El término, creación de Salvatore a


partir de la expresión latina penitentiam agite (haced penitencia), delata su pasado
herético dulcinista, y él mismo, consciente de que se ha puesto en evidencia,
intenta en vano ocultar su error. Penitenciágite era “el grito de guerra de los
dulcinistas”, los seguidores de Dulcino, fundador de los Hermanos Apostólicos;
enfrentado a la jerarquía de la Iglesia, defendió la pobreza frente a la acumulación
de bienes y murió en la hoguera en 1307. Su vida y su muerte se reconstruyen en
varios pasajes de la novela de Eco. La profunda crisis religiosa del siglo XIV es uno
de los aspectos centrales de esta obra poliédrica: en el contexto de cisma de
Occidente asistimos al traslado de la sede papal a Aviñón, al enfrentamiento entre
órdenes religiosas (franciscanos –fray Guillermo- frente a dominicos –Bernardo
Güi-), a las herejías medievales y a los encendidos debates sobre la pobreza de la
Iglesia y sus ministros. Además: la presencia y los métodos de la Santa Inquisición,
la superstición apocalíptica con tintes milenaristas (cercanos a los postulados de
Dulcino) y la relajación de costumbres entre los monjes. En fin, fray Guillermo
explica a Adso que había una diferencia entre los franciscanos y los dulcinistas:
ambos eran seguidores de la pobreza de Cristo, pero los segundos ejercían la
violencia, mataban a los ricos.
Maestro y discípulo retoman la investigación: un primer plano nos enseña la
huella de una suela en la nieve (“el suelo nevado es el pergamino donde el criminal
escribe su autógrafo”, dice
fray Guillermo). En el
scriptorium, el detective
solicita ver el lugar de
trabajo de los dos difuntos.
Allí recurre a sus lentes, sus
ojos de cristal, para analizar
las miniaturas de Adelmo: “un
asno enseña las escrituras a
los obispos” (algo que vemos a
través de un plano subjetivo desde las propias lentes), “el papa es un zorro y el
abad un mono”. Fray Guillermo concluye que Adelmo tenía un osado talento para las
imágenes cómicas. Pero las risas de un monje a causa del miedo de Berengario a los
roedores provocan la irrupción airada de Jorge; el venerable, irritado, reitera que
“un monje no debe reír”, aunque en la orden franciscana “la risa se contempla con
indulgencia”. E insiste: “la risa es un viento diabólico que deforma las facciones y
hace que los hombres parezcan monos”. Fray Guillermo responde, en este
improvisado debate que escuchan atentamente todos los monjes del scriptorium,
que la risa es “un atributo humano”; “como el pecado”, responde de inmediato el
venerable. “Cristo nunca rió”, añade rotundo, pero el flemático detective responde
que “hasta los santos se valían del humor para ridiculizar a los enemigos de la fe”, y
cita el libro segundo de la Poética de Aristóteles, donde se habla del humor como
instrumento de la verdad. La mención del libro aristotélico alerta al anciano Jorge
y logra que los atentos monjes se oculten en sus puestos. El venerable estalla de
ira: esa obra “nunca fue escrita”. Fray Guillermo se disculpa y se dirige a la mesa
del traductor de griego pero Berengario se adelanta y le impide inspeccionarla. Al
salir, el franciscano se pregunta dónde están los libros que precisan para su
trabajo estos investigadores.
No podemos olvidar el uso de los sonidos naturales y ambientales que avisan
y recalcan lo que puede o va a suceder. Por ejemplo, el uso de las campanas de la
iglesia para avisar de la llegada de extraños a la abadía, o la llegada de la
Inquisición o monjes y delegación papal, o el aviso del juicio o 12 campanadas para
la medianoche, momento del castigo en la hoguera. Así como el sonido del cuervo,
de la matanza del gorrino, el gato negro, el gallo, el lobo y el búho para las
predicciones apocalípticas o llegada del anticristo, o la magia negra o brujería a
medianoche, etc. También destaca la reverberación propia de una abadía con sus
portones y salas perfectamente acústicas donde se oye todo realzado (pasos,
voces, etc.) y con un gran eco que nos sumergen en dentro de los grandes muros de
la abadía.
De nuevo es de noche, y, otra vez, no todos duermen en la abadía. El
hermano Remigio ha facilitado a fray Guillermo el acceso al scriptorium (como
parte del trato para guardar silencio ante el abad sobre el pasado herético de
Salvatore). Otro abre la compuerta por donde se
suelta la basura y entra una joven. Berengario lee en
el scriptorium, escucha ruidos y se oculta. Fray
Guillermo y Adso inspeccionan la mesa del traductor
y hallan unas anotaciones en griego escritas con
zumo de limón en un trozo de pergamino, pero
Berengario se las ingenia para distraerlos y llevarse
el libro que leía junto con las lentes del detective.
Éstos se separan para perseguirlo: Adso entra en la
cocina en busca de fuego (su farol se ha apagado)
pero encuentra otro fuego inesperado; Berengario
ha ido al laboratorio de Severino, el herbolario, donde esconde el libro y coge un
tarro de hierbas, pues sufre fuertes dolores (él también mojó su dedo en saliva
para pasar las páginas del libro). El montaje en paralelo nos devuelve a la cocina,
donde Adso descubre a la joven campesina. La voz en off, Adso anciano, nos la
describe con comparaciones tomadas del Cantar de los Cantares: “embrujadora
como la luna, radiante como el sol…“ (véase el capítulo 6, versículo 10 del Cantar ).
De hecho, Adso recurre al libro veterotestamentario, en citas casi literales, para
describir su encuentro amoroso con la joven: "Y me besó con besos de su boca y
sus amores fueron más deliciosos que el vino, y las delicias para el olfato eran sus
perfumes, y era hermoso su cuello entre las perlas y sus mejillas entre los
pendientes, qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres, tus ojos son palomas
(decía), muéstrame tu cara, deja que escuche tu voz… ". Compárese con los
primeros versículos del Cantar . Entre tanto, fray Guillermo ha obtenido
información de Salvatore, al que ha encontrado en el cementerio entre roedores.
En la cocina Adso y su maestro se reencuentran, el primero aún aturdido por su
encuentro sexual con la campesina, a la que el segundo ha vista salir
precipitadamente dejando abandonado un corazón de buey: “alguno de los monjes
se lo daría a esa muchacha a cambio de sus favores”, sentencia el detective. Poco
después, en su celda, Adso confía lo sucedido a fray Guillermo, quien concluye de
inmediato que su joven novicio está enamorado (los síntomas son inequívocos: desea
el bien de la joven, que sea feliz, salvarla de la pobreza). El maestro recuerda
entonces algunos pasajes del Antiguo Testamento que constituyen una muestra
acabada de la misoginia medieval: “La mujer se apodera de la preciosa alma del
hombre” (véase el libro de los Proverbios , capítulo 6, versículos 24 y siguientes),
“Más amarga que la muerte es la mujer” (libro del Eclesiastés , capítulo 7, versículo
26). Con todo, el maestro dulcifica tales juicios: le cuesta comprender que Dios
haya introducido en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo de alguna virtud.
Los franciscanos llegan para el debate, pero su llegada es saludada por
oscuros nubarrones en el horizonte. El abad los recibe.
El cadáver de Berengario es encontrado en las pocilgas, ahogado. También
aparecen allí las lentes de fray Guillermo. Y en la suela del zapato del ahogado
podemos reconocer una huella similar en la nieve. En el reconocimiento del cadáver
el detective se fija en que Berengario era zurdo, aunque Severino apunta en otra
dirección: “era invertido en muchos sentidos”. Sendos planos detalle nos muestran
las manchas en el dedo y en la lengua.
El fraile-detective se entrevista con el abad y explica con detalle lo
sucedido en la abadía: Berengario se sentía atraído por los jóvenes bellos; cuando
Adelmo quiso leer un libro prohibido, Berengario le facilitó la clave cifrada en un
trozo de pergamino a cambio de caricias antinaturales. Adelmo se prestó pero
después se arrepintió y vagó por el cementerio donde halló a Venancio, le entregó
el pergamino con la clave, subió a la torre (no la de la biblioteca) y se suicidó. Hubo
un testigo: el jorobado. Venancio encontró el libro, lo leyó y murió con una mancha
negra en el dedo. Berengario, el ayudante del bibliotecario, encontró el cadáver y
lo arrastró hasta las pocilgas para desviar de sí las sospechas. Pero el libro quedó
en la mesa del traductor, Berengario lo leyó, sufrió fuertes dolores y murió
ahogado. La clave de todo, subraya el detective, es un libro que mata, un libro
prohibido, un libro espiritualmente peligroso. Por ello, fray Guillermo solicita al
abad acceso a un terreno prohibido, la biblioteca. Visualmente, la explicación va
acompañada de breves flashbacks que muestran lo sucedido al espectador. La
escena resume la investigación anterior y ofrece la clave del enigma, pero retrasa
la resolución final, porque, a la poca confianza que el abad muestra en las palabras
de fray Guillermo se une la llegada de la delegación papal y, con ella, de la
Inquisición, con Bernardo Güi al frente (un personaje histórico, Bernardo Guidoni,
religioso dominico e inquisidor).
Durante el rezo, Adso y fray Guillermo descubren la entrada secreta que
usa Malaquías, el bibliotecario, para ir y venir de la biblioteca. No tardarán en
explorarla: una trampilla oculta bajo un altar, unos oscuros túneles que albergan un
osario en los cimientos de la enigmática torre. Al fin, será un roedor quien los
conduzca a la biblioteca. Una vez allí, fray Guillermo da rienda suelta a su
satisfacción intelectual: “estamos en una de las mayores bibliotecas de toda la
cristiandad”. Ambos se separan, Adso se pierde y fray Guillermo comprende que
está en un laberinto (la figura del monje ciego, el venerable Jorge, trae a la
memoria inevitablemente a otro ciego famoso, Jorge Luis Borges, uno de cuyos
relatos, La biblioteca de Babel , tiene semejanzas con esta otra biblioteca
laberíntica y con espejos). Tras sortear algunas trampas, intentan, en vano
descifrar las instrucciones del traductor. Entre tanto, han llegado la delegación
papal y el inquisidor Güi. Merece la pena detenerse en la presentación del dominico:
lo vemos en un imponente contrapicado, bajar de la carreta, de espaldas, y saludar
al abad. Todo ello sugiere al espectador el poder desmedido del recién llegado.
Aún tardaremos en ver su cara, y cuando la veamos, en la
secuencia siguiente (tras un incendio en los establos, Güi
detiene a la joven campesina y a Salvatore, a los que
encuentra con un gallo y un gato negros, dispuestos, según
él, para el culto al diablo, signos inequívocos de la
presencia del maligno en la abadía), encontraremos un rostro duro, implacable,
pétreo, el rostro de un desalmado. “Un monje seducido, ritos satánicos”, truena el
inquisidor mientras que en el cielo estalla la tormenta.
Cuando están buscando a Berengario en el scriptorium y se encuentran con
Malaquías que no les deja entrar, tenemos la práctica de la salmodia responsorial,
en la que un cantor entona un versículo y la asamblea le responde con otro
versículo. Volvemos a oír canto monódico, a capella, en latín, silábica y ritmo
declamado por el texto (salmodia responsorial).
Hasta el Renacimiento los instrumentos de percusión no desempeñaron sino
un papel marginal en la música. Antes del siglo XII no existían prácticamente,
aparte de los juegos de campanas empleados en los monasterios. No obstante, se
usaban ruidos diversos: matracas de los leprosos, amuletos tintineantes con que se
cubrían los héroes y los peregrinos, cencerros, cascabeles, campanas, aldabones de
las puertas, etc. Sólo en los siglos XII y XIII aparecieron en Europa los tambores
de dos pieles, con los que se acompañaban sobre todo los que tocaban instrumentos
de vientos, y el pequeño tambor sobre un cerco con crótalos (pandereta).
De nuevo en la celda, Adso reprocha a su maestro que haya guardado
silencio: la joven no pretendía practicar la brujería, sino comer. Entonces fray
Guillermo revela, al fin, los detalles de su pasado que había mantenido ocultos: él
también fue inquisidor (al comienzo, cuando la Inquisición orientaba, no castigaba),
pero le tocó presidir el juicio de un hombre que había traducido un libro del griego
que se oponía a las Sagradas Escrituras, lo absolvió pero fue denunciado por ello,
acusado de herejía; fue encarcelado, torturado, y se retractó, en tanto que aquel
hombre murió en la hoguera.
Mientras el inquisidor da comienzo a su duro trabajo con el interrogatorio y
posterior tortura de Salvatore, llegan los enviados papales al debate (un plano nos
muestra a los campesinos empujando el carruaje, reflejo del orden social de la
época). Cuando apenas ha comenzado la controversia: “¿era Cristo dueño de las
ropas que llevaba?”, “¿la Iglesia debe ser pobre?”, el hermano Severino avisa a fray
Guillermo de que ha encontrado el libro en su herbolario, adonde regresa para
encontrar la muerte. Otro monje, Malaquías, según sabremos enseguida (plano
detalle de su pie ensangrentado), descarga sobre él una esfera armilar y se lleva el
libro. Los acontecimientos se precipitan: el hermano Remigio, responsable de la
despensa (cillerero del monasterio) recibe el aviso de que Salvatore ha confesado
su pasado herético dulcinista e intenta huir, pero es detenido. El debate se
enciende y es interrumpido por el
inquisidor: ha sido encontrado el
cadáver de Severino (que no tiene los
dedos manchados). “Alguien ha buscado
en dirección equivocada”, dice Güi en
alusión a fray Guillermo.
Un primer plano de Güi,
amenazante, da paso al juicio. El abad y
fray Guillermo son llamados a ejercer
de jueces (aunque con limitaciones:
quien se atreva a cuestionar el veredicto de un inquisidor puede ser acusado de
herejía). Llamado a declarar, Remigio desata su ira contra la abadía: “en doce años
no he hecho otra cosa que llenarme la barriga y cubrirme de vileza”. Su
intervención es una andanada contra el sistema feudal que reproduce la propia
abadía (jerarquizada de acuerdo con la procedencia de los monjes, su educación y
la función que desempañan en su interior; en cuanto a la relación con el pueblo,
baste recordar la entrega de diezmos y primicias o la necesidad de prostituirse
por hambre). Entre tanto, Adso pide un milagro a la Virgen.
En su veredicto, Bernardo Güi declara culpables a los tres reos. Remigio, sin
embargo, insiste en que él no ha matado al herbolario, a Severino. El abad confirma
la sentencia, pero fray Guillermo corrobora lo dicho por Remigio: “él no es culpable
de los crímenes de la abadía”. Sin embargo, ante la amenaza de la tortura, Remigio
confesará lo que haga falta: “estaba poseído por el diablo”. El inquisidor dicta la
última palabra: fray Guillermo deberá acompañarlo a Aviñón a confirmar la
sentencia ante el papa. Los franciscanos se marchan apesadumbrados mientras
comienzan a levantarse las piras para las hogueras.
Reunidos en el coro, los monjes escuchan unas significativas palabras del
venerable Jorge: la razón de ser de la abadía es la preservación del saber, no la
investigación, porque “no existe progreso en la historia del saber, sino una continua
y sublime recapitulación”. Pero una nueva muerte interrumpe al venerable:
Malaquías, también con el dedo y la lengua manchados. Fray Guillermo y Adso se
precipitan camino de la torre, y el inquisidor ordena buscar al detective. Anochece.
En adelante, el montaje en paralelo nos mostrará lo que sucede dentro de la torre
(fray Guillermo ha logrado descifrar la clave del traductor) y fuera de ella (la
procesión de los condenados a la hoguera). En la torre, un plano subjetivo nos
muestra el acceso de fray Guillermo y Adso al lugar donde los espera el anciano
Jorge, que se reconoce vencido y les entrega el libro que buscan: “la que
probablemente es la única copia existente del segundo libro de la Poética de
Aristóteles”. Fray Guillermo se apresta a hojearlo, aunque se protege con un
guante de sus páginas envenenadas con arsénico. Consciente de que ha sido
descubierto, Jorge huye llevándose el libro. En el exterior, los condenados son
atados a las piras y embadurnados. En la torre, Jorge explica las razones de su
odio a la risa: “la risa mata el miedo, y sin él no puede haber fe”, “sin miedo al
diablo, ya no hay necesidad de Dios”; por ello, ese libro no debe ser leído, y ahora
la sella con si vida, se lo come mientras que un incendio se desata en la biblioteca al
mismo tiempo que se prenden las piras. El incendio en la torre atrae la atención de
los monjes, que abandonan el lugar de la ejecución, circunstancia que aprovechan
los campesinos para salvar a la joven. El resto es un ejercicio de justicia poética:
Jorge muere abrasado y el inquisidor encuentra una muerte atroz cuando intenta
huir; fray Guillermo logra sobrevivir al incendio de la torre, y la abandona, junto
con los roedores, cargado de libros.
La denominación “canto gregoriano” (también conocido como “canto llano”)
procede de atribuírsele su recopilación al Papa San Gregorio Magno. El canto llano
o gregoriano no es inventado por el Papa Gregorio Magno, éste ya existía desde
hacía tiempo, pero el guía católico lo difunde y desarrolla dándole su nombre a este
canto ancestral.
El canto gregoriano jamás podrá entenderse sin el texto, que es el que da
sentido a la melodía. Por lo tanto, al interpretarlo, los cantores deben haber
entendido muy bien el sentido del texto.
Las características principales del canto Gregoriano se pueden resumir en:
1. Es un canto monódico (solo una línea melódica) y a capella (sin
acompañamiento instrumental porque algunos estudiosos de la época, veían
en algunos sonidos instrumentales mensajes del diablo) interpretado por
voces masculinas. Las voces pueden estar en coro, ser del que oficia la misa
o ser llevadas a cabo por un cantante profesional solista llamado “schola”.
2. Todas las piezas gregorianas son siempre modales, y dentro de los modos
gregorianos o modos eclesiásticos. Existen 8 tipos.
3. Existen 3 estilos de canto gregoriano, que se clasifican dependiendo de la
cantidad de tonos diferentes que se cantan por sílaba. Cuando hay un tono
por sílaba se llama estilo silábico, cuando hay de 2 a 5 tonos por sílaba se
llama neumático y cuando hay de 6 a más tonos por sílaba se llama
melismático.
4. En cuanto al ritmo era libre, es decir, estaba determinado por la expresión
y acentuación del texto. Se le denominaba Ictus.
5. Se canta en latín, lengua oficial de la Iglesia Romana.
6. Su única función es alabar a Dios, no como deleite de los fieles.
7. Las partituras del canto gregoriano están escritas en tetragramas (a partir
del trabajo de Guido d'Arezzo). Guido D´Arezzo retomará el tetragrama y
le dará nombre a las notas utilizando las primeras silabas de un himno a S.
Juan:
- UT queant laxis,
- REsonare fibras
- MIra gestuorum
- FAmili tuorum
- SOLve polluti
- LAbi ireatum
- Sancte Ioannes.
Como se puede comprobar salen las notas: UT (con los años se cambiará a la
sílaba DO), RE, MI, FA, SOL y LA. Faltaría la nota SI, que hasta el
Renacimiento será identificado por la iglesia como el sonido del diablo.
En la última secuencia, los protagonistas se marchan de la abadía. La joven
campesina espera a Adso en el camino y el joven duda: unos intensos primeros
planos muestran la fuerza de los vínculos que se han creado entre ambos. Adso
decide seguir a su maestro. Cierra el relato la voz en off del comienzo, la del Adso
anciano, que confiesa que jamás dejó de soñar con aquella muchacha, el único amor
terrenal de su vida, del que nunca supo su nombre.
Umberto Eco escogió como título de la obra una enigmática frase, tomada
de un hexámetro latino: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos. (De la
primitiva rosa sólo nos queda el nombre, conservamos nombres desnudos, o sin
realidad). En sus Apostillas a el nombre de la rosa comenta el autor, en referencia
al título: “El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para
qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin
embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside
en el hecho mismo de que toda novela debe de llevar un título. Por desgracia, un
título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que
generan Blanco y Negro o Guerra y Paz . Los títulos que más respetan al lector son
aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o
Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede constituir una injerencia indebida
por parte del autor. […]
Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen . La descarté
porque fija la atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía
engañar al infortunada comprador ávido de historia de acción, induciéndolo a
arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso
de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero
nuestros editores aborrecen los nombres propios […].
La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me
gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa, que por tener tantos
significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que
viven las rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa, los rosacruces,
gracias por las espléndidas rosa, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba
con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque
hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a
último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades.
El título debe de confundir las ideas, no regimentarlas”.
El canto gregoriano tuvo gran impacto en el desarrollo de la música
occidental, especialmente en la música medieval y del Renacimiento. El pentagrama
moderno procede directamente de las neumas gregorianas.
La biblioteca está dividida en secciones según los países de origen de los
autores: ACAIA (Grecia), IUDAEA (Judea), AEGYPTUS (Egipto), LEONES
(África), YSPANIA (España), HIBERNIA (Irlanda), ROMA, GALLIA (Francia),
ANGLIA (Inglaterra), GERMANIA (Alemania), FONS ADAE (significa "Paraíso",
contiene Biblias).

James Horner, compositor estadounidense de esta banda sonora es también


conocido por “El carnaval de las tinieblas ” (1983), “Cocoon ” (1985), “Braveheart ”
(1995), “Titanic ” (1997) y “Avatar ” (2009) y muchas más (alrededor de 140).
Se ayudó en esta película de expertos como Robert Hathaway (editor
musical como Bob Hathaway), y Kurt Reichmann (historiador de instrumentos
musicales) entre otros.

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