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LEONARDO SCIASCIA PUERTAS ABIERTAS LEONARDO SCASCLA Nacié en 1921 en Racelanatoy Sicilia. Em p26 una brillante carrera periodisticn y se convirtié en uno de fox novelisas italiznos mas importantes de a posguerrs, Maris en 1989 en Milén, Su obra, asf como su acti visma. politico, estusieron marcados por tuna decidida oposicion a culquier forma de abuso de poder. Cada una de as novelas —que Tusquets Eaitores publica primera en Ia coleccién Andaneas ycuya eicion en Fa bala se iré completando paulatinarente—es tuna buena muescra de ello: 19121 (An danzas 54 y Fabuils 169), La bruja y el eopi- tin (Ansanzas 6D), EF Consejo de Fgipto (Andanaas 68 y Fabula 18), Puerta abier tas (Andanzas 76, ahora tambien en la coleccién Pabula), Tada modo (Andanzas 85 y Fibula 92), BY eaballero y le muerte (Andanzas 106 y Fibula 213), Ca historia sencilla (Andanzas 126 y Pabuila 180), Cine ido © Un sueto siciliano (Andanzas 137 y Tabula 204), 21 conteney (Andanras 150 y Fibula 135) y Loe for de Sicilia Andancss 169 y Fabula 175). Es autor también de un Incemoso libro de recuerdos de viaje: Horar de Eipacna (Abueras 8) Libros de Leonardo Sciascia en Tusquets Editores ANDANZAS| 112-1 Talbtehag olearitte EI Cansejo de Eipro Puceea abietss Todo modo Hy caballero y la muerte ‘Una historia sencilla (Céndido o Un sci siclisne Tl contexto Las tis de Sicilia PABULA PI Consejo de Egipeo Todo modo Heomexto 1912+1 Las tos de Sicilia : Una historia sencilla (Chndido a Us such sciano El caballero y la muerte Puerta abierts| aruenas Horas de Espana Leorana Sein Puertas abiertas Tradueckdn de Ricardo Pochear “ikon Pr pre tturrson de abi Imagen gil © Royal e=rCORBISICOVER, err esa deehor de ee ps Tanga Edy SA see Cat 808025 Barons Depa na 8935.2004 Inpro co Eat En realidad, no es el legislador quien maca sino el juezs la disposiciin, judicial, no la legislativa. Asi el proceso adguiere weal autonomia con respecte, ala ley y ala orden, con autonomia en ¥ por Ia cual la orden desaparece como facto arbitrario de imperia y, al impo- nnerse igualmente al descinatario y al se I formula, alcanza fuera de todo contenido revolucionario, su «momen- 0 eterno», Salvarore Satta, Solitogns collogus di sm giurisia «Ya sabe usted cémo lo veo, dijo el fiscal general. Buen comienzo: propio de alguien de quien no se sabe cémo lo ve, ni si lo ve, ni si ve. El pequefio juez lo mir con suave, detenida, indulgente somnolencia, Y el fiscal sintié en la cara aquella mirada, como cuando una vez, de nifio, un pariente viejo y ciego explorara sus facciones con la mano porque queria —segin dijo— ver a cul de sus mayores se parecia. Aquel pariente hasta entonces desconocido, aquella mano que le pas6 por la cara como si estuviera modelindola, le provocaron una espe- cie de repugnancia, de asco. Y ahora esta mira- da le resultaba fastidiosa, inquierante. ;Con quién estaba comparindolo el pequefio juez? Se arrepintié de haber pronunciado aquella frase que deseaba iniciar una conversacion franca, casi amistosa. Pero sélo atiné a invertitla, Dijo: «Sé bien cémo lo ve usted». No por ello logrd liberarse de aquella mirada, cada vez més fas- 9 tidiosa e inquietante. Se salté toda la intro- duceién que habia preparado caidadosamente y casi trabucdindose dijo: «Hay que reconocer que nunca nos han pedido nada; que quede claro que ni siquiera en este caso han insinuado algo Ta estatura imponente, y el imponente si- lién en que solia sentarse el fiscal, intimidaban all pequefio juez, lo hacian sentirse inabmodo: sensaciones que siempre, en las raras ocasiones que tenfan de conversar, acababa transforman- do interiormente en tedio e indiferencia, pen- sando en otra cosa © reflexionando con ironia sobre tal o cual frase cogida al azar, «Cémo lo we, mo lo veo: vaya juego més tonto y lamentable. Cémo lo ve él, no lo sé ni quiero, saberlo; y tampoco es que yo lo vea: simple- mente veo.» Se quedé pensando en aquel o que ninguna gramética, ningin diccionario hubiera podido registrar en su verdadera esencia de Pronombre que designa la cosa de la que no se quiere hablar, la cosa que no se quiete ver: y precisamente cuando se lo coloca antes del ver. Pronombre, para los italianos, propio de la te- ligién catdlica, del partido que gobierna, de la masoneria, de todo lo que euviese —evidente 0, peor atin, oscuramente— fuerza y poder, de todo Jo que inspirara temor; y en aquel mo- 10 mento, del fascismo, de sus imposiciones, de sus rites. «Usted sabe cémo lo veo, yo sé como lo ve usted: asf que mejor seré que no lo vea- mos, que volvamos Ia hoja.» Como surge un. paisaje de la niebla, las palabras del fiscal irrumpieron en sus oidos. Estaba diciendo: —Hian creado sus propios tribunales espe- ciales, nos han mantenido al margen y, zpor qué no admitirlo?, por encima de le politica, de su politica: y asi es como atin tenemos en servicio, sin que hayan debido soportar moles- tia alguna, jueces que no sélo han dictado sentencias desagradables para algin jerarca 0 incluso para el mismo régimen, sino que tam- bién han hecho ofdos sordos con toda claridad y firmeza a las opiniones de algiin jerarca, de agin grupo 0 de todo el partido sobre ciertos casos 0 ciertas interpretaciones de la ley... —Si, al margen, por encima: pero los eribu- nales especiales. No podiamos oponernos: hubiésemos perdido lo que hemos podido conservar. —Nos hemos conformado. —Si, nos hemos conformado —admitié el fiscal. El suspiro de resignacién se cransformé en bostezo, Bostezaba a menudo: por algo que sucedia en su cuerpo y él no queria conocer; coy pero también por su vida, dividida entre el ingente poder que le otorgaba su cargo, poder que empleaba con obsesivo cuidado y precau- cién, y el que la familia, interesada slo por su sueldo, le negaba por completo—. Pero usted sabe cémo lo veo —volvié 2 decir. ¥ de nuevo bostezd: esta vez por tener que verlo; aunque slo se tratara de verlo en los detalles, soslayan- do, como siempre, el conjunto. Pero en seguida descarts incluso ese detalle para ir a detenerse en otro alin més concreto. Abrié un cajén del escritorio y extrajo un trozo de cartulina roja. Lo reruvo entre sus manos para que el juez slo lo viera en el momento justo, de repente—. La policia —dijo— nos entregé de inmediato to- dos los papeles que encontré en casa del acusa- do, Todos, salvo éste. Figuraba en la lista que recibimos con los otros, pero lo retuvieron cn Ia jefatura, Tuve que insistir para que me lo dieran. Por qué, dije ¢ incluso escribf, nos mandan tantos papeles, muchos de ellos im les (agendas, cartas, tarjetas postales, forogra- fias de familia, cuentas del carnicero y del pa- nadero) y éste no? Pero parece que tenian or- den de arriba de no entregirnoslo. De todas maneras, me gustaria ofr su opinién... Ayer, finalmente cedieron. —También é cedié ten~ diendo el trozo de cartulina al juez. 12 El juez lo cogid y tan pronto como le hubo echado una ojeada sintié un estremecimiento, era una imagen que, trece afios atris, los perié- dicos, los carteles y las tarjetas postales habian grabado en la memoria de los italianos dotados de memoria, en el sentimiento de los italianos dotados de sentimientos. Si, la misma: un ros- tro seteno y severo, la frente amplia, la mirada pensativa, con una nota de afliccién, de trage- dia; 0 quiz con la nota de tragedia que su tragica muerte confiriera retroactivamente a la imagen de cuando ain vivia. Esa imagen re- trotrajo al juez a aquel verano de 1924 (por entonces era juez comarcal en una pequefia poblacién de Sicilia donde los fascistas eran ocos ¥ los socialistas poquisimos) en que la suerte del fascismo parecié vacilar, aunque ha- cia el final del verano de pronto resurgid, volvié a afirmarse y vencié. Y en su memoria la scnsacién, sf, la sensacién —los colores, los olores, € incluso los sabores— del verano senes- cente se asociaba con la extincién de las pasio- nes que también en el Ambito de las familias encendiera aquel crégico suceso. Pasiones que también él habia sentido. Pero dentro de la pasién por el derecho, por la ley, por la justicia. Pens6: «Asi habfa que sentirla, para que no se extinguiese». B Junto a fa foro, entre puntos suspensivos y signos de exclamacién, figuraba la inscripcién en Ia que se atribuian a Giacomo Matteotti frases como éstas, dirigidas «a sus verdugos»: «podéis matarme, pero nunca mataréis la idea que hay cn mf; mi idea no muere; mis hijos estarin orgullosos de su padre; los trabajadores bendecirin mi cadaver; viva el socialismo». Entte aquellas frases ingenuamente solemnes y heroicas (que sin embargo, recordé, no sélo tenian la virrad de animar a la oposicién, sino también de conmover a las amas de casa) des- tacd, penosa, la palabra «cadévers, transfor- mando en otra imagen aquella que tenia ante los ojos: la foto del traslado de los «restos mortales» desde el bosque de la Quartarella hasta el cementerio de Riano Flaminio: el ataiid de madera blanca, los cuatro carabineros que lo levaban: y el primero (a la izquierda en Ja foto, recordé con terrible precisién), el que estaba en primer plano, apretindose la nariz y fa boca con un pafiuelo. Hacia afios que sélo pensaba en el asesinato de Matreotti, en ciertos momentos y frente a ciertos hechos, con pala- bras que corresponderfan a Ia historia futara, all juicio histérico: pero aquel troz0 de cartulina roja lo habia sumido en un cimulo de recuerdos visuales cuya nitidex y precisién lo sorprendie- 14 ron: imagenes que invadian aquellas frases, aquel juicio. Foros del semanario que por en. tonces las prodigaba mAs que cualquier otro las mujeres de Riano poniendo flores en el sitio donde se habla encontrado el cadaver; los fune- rales de Fratta Polesine, el féretro Mevado a hombros por los parientes y amigos (el baito- no Titta Ruffo, su cufiado, cuyo nombre venia mis destacado en la leyenda: caquel parentesco, aquella devocidn explicaban los sinsabores que mis tarde habrfa de padecer?); y aquella ima- gen impagable, que valfa més que todo un ‘capitulo de un libro de historia, de esos dipura- dos socialistas arrodillados junto al petril del puente donde hablan cogido a Matteotti, Ha- bian depositado una corona, se habian puesto de rodillas: ojos ansiosos por pasar a la historia, dirigidos hacia el objetivo; y los tiltimos, te- miendo que el objetivo no llegara a captarlos, se habian puesto de pie. Se propuso buscar aquella foto: recordaba dos o tres nombres de los genuflexos, quiso saber qué habia sido de ellos. Llevado por los pensamientos, de pronto se oyé decir abrupramente: —Hay algo que no se destacé como debi. era profesor de derecho penal en la Universi- dad de Bolonia, 15, 2Quién? —pregunté el fiscal —Matteotti —dijo el juez: pero la mirada recelosa, y un poco compasiva, le hizo com- prender que, ademés de desconfianza, habia despertado una sospecha de desorden mental, de incoherencia, El tema era delicado, muy de- licado, gy qué tenia que ver ese deralle acadé- mico? Sin embargo, en la mente del juez ese detalle habfa hecho brotar una comprobacion: lade que Matteotti no habia sido considerado el mis acérrimo de los opositores al_fascismo porque hablara en nombre del socialismo, que en aquel momento era una puerta abierta por la que se entraba y se salia facilmente, sino porque Io hacla en nombre del derecho. Del derecho penal EI fiscal le dio tiempo para que volviera a conectarse con el tema del que queria que hablaran y luego pregunt6, bostezando: —2Qué le parece? Me refiero al hecho de que no hayan querido enviarnos precisamente este documento, —Me parece una delicadeza —dijo el juez. —Eso mismo —dijo el fiscal: estaba inrita- do, como siempre que sospechaba algin sarcas- mo, alguna ironia—. Creo que, al destacar la omisién, y al no acceder a nuestra petieién, han 16 quetido decirnos: ne queremos crear confusién imputando al acnsado un delito que correspon- de a otro proceso, aun cuando hay que tenerlo presente porque es un deralle que completa su retrato de individuo abyecto; ademis, ya dispo- nis de elementos suficientes para justificar la sentencia mds dura, —Bsa es una falta de delicadeza —observd el juez. ‘Dejemos de lado la delicadeza y Ia falta de delicadeza, y tomémosto como es: una adver- tencia... En Suma, esperan una sentencia expe- ditiva y ejemplar. Llamaron a la puerta; el fiscal dijo: . El juez, en cambio, podia disponer de tal ayuda, Palabras imborrables «Cuando vi como la cabeza se separaba del cuerpo y como ambos, por separado, caian en la caja, comptendi, no con la inteligencia sino con todo mi ser, que no existe teoria alguna de Ia racionalidad de lo existente y del progreso que pueda justificar semejante acto, y que, aunque todos los hombres del mundo, desde el mo- mento de la creacién, basdndose en cualquier clase de teorias, estimasen que era necesario, yo sé que no lo ¢s, que esté mal y que, por tanto, bueno y necesario no es lo que dicen y hacen los hombres, ni tampoco lo que conviene al pro- greso, sino lo que siento en mi coraz6n». Pala- bras que, siguiendo el hilo de los pensamientos del juez, no hemos podido encontrar en la traduccién que adquiriera de nifio hacia las Navidades de 1913 (lo recordaba con toda dlaridad porque sélo en esos dias de fiesta disponia, regalo de un pariente de América, de 29 la lira y media, 0 dos, que necesitaba para comprarla); por lo que hemos recurrido a otra més reciente: porque estamos convencidos de que ninguna traduccién, ni la més fea ni la més bella (y quizé la més peligrosa sea esta tiltima), logrard traicionar jams aun gran escritor ruso, Y en la mente del juez también estaba esta otra pagina, de otro ruso: «Aunque el principe fuese un bobo, el lacayo ya lo habia decidido...» el principe narra una ejecucidn capital a la que ha asistido (también él en Parfs, por guillotina) y pronuncia sobre la pena de muerte las pala- bras mas inspiradas que jamds se han dicho. Creia recordar, el juez, que en determinado momento el lacayo se habla emocionado; pero haba sido una emocién intrascendente, porque los lacayos, tanto los que ejercen esa funcién como los que la Hevan en el alma, siempre estin a favor de la pena de muerte. Y ahora este (habia tlegado a casa, se habia puesto las pantuflas, habia abierto él baleén, habia encendido la luz del escritorio, y habia empezado a releer el articulo «Sobre el resta- Blecimiento de la pena de muerte en Italia»), este pobre Rocco —realmente casi le inspiraba listima, piedad— que comienza con una large lista de grandes nombres de la «ciencia» icalia- nna y extranjera que admitieron, o incluso pidie- 30 ron, la pena de muerte. Ciencia, la ciencia, Este pobre Rocco: catedrético de derecho y procedi- miento penal en la Real Universidad de Roma, ministto de Justicia (y gracia), su excelencia Rocco. Tiralds que convenian muy bien para atropar a un lacayo: el de abogado, sin embar go, que le gustaba anteponer a su nombre, era un titulo que el juez, en cambio, no se decidia a concederle. Su excelencia Rocco: el fiscal lo recordaba muy bien. Buena persona, el fiscal: pero sobre las buenas personas se apoya toda pirimide de injusticias. «También yo soy una de esas buenas personas» Y, aunque el fiscal pensara lo con- tratio, realmente no lograba creer, siquiera sos- pechar, que la advertencia que con tanta cautela Je hiciese pudiera responder a un interés discin- to del meramente corporativo; a su ides de satisfacer, en aquel caso, una exigencia de justi- cia compartida por casi todos; y quizé a una estima personal que sentia por él, un gesto de amistad, aun cuando no pudiera decirse que alguna vez hubiesen mantenido una amistad propiamente dicha, Aquél era, segdn sus pa- dres, sus hermanos y su mujer, su mayor defec- to: el de creer, hasta que no disponfa de una evidencia directa de Io contratio —e incluso solia observar con ojos indulgentes esa misma 31 evidencia—, que en todo hombre el bien se impone sobre el mal y que en todo hombre el mal s6lo aflora y prevalece como por descui- do 0 traspié, cafda de consecuencias mortales mis © menos amplias, tanto para él mismo como para los demis. Y debido a aquel defecto se habia inclinado hacia la profesién de juez, esa debilidad le facilitaba el ejercicio, Claro que también tenia su cuota de maldad, de maligni- dad, sus atranques de amor propio: pero los descargaba —al menos se tranquilizaba con esa idea— en una esfera que nosotros llamariamos liceraria y que él llamaba inocencia, en el senti- do de que, segtin pensaba, no haeian mal a nadie, Pero cuando nosotros la llamamos litera- ria le asignamos, aunque sin gravedad, otro sentido: porque Ia literatura munca es del todo inovente. Ni siquiera la més inocente. Hrabia llegado a la conclusién del articulo de Rocco: «En cuanto a los casos en que debe aplicarse la pena de mmerte (si tiene que limi- tarse a los delitos politicos mis graves o bien a Jos delitos comunes més atroces, o extenderse a ‘ambos tipos de delitos, y a cuales de entre ellos) y también en cuanto al modo de ejecucién de la ena capital, al érgano judicial que debe deferir su aplicacién, a las formas del procedimiento y del juicio, etc., todas ellas son cuestiones parti- 32 calares de politica legislative penal que, en mi opinién, han de reservarse al criterio policico del Gobierno y del Parlamento que, también en esta ocasin, sabrén hacerse intéxpretes seguros y ficles de la conciencia juridica de la nacién icaliana», Y «también en esta ocasiénm las ex pectativas de Rocco se habian visto satisfechas, éY cémo no habrian de serlo si su propia contribucién habia resultado decisiva? Lo habja releido sin lograr indignarse como habia sido su propésito al pedirlo prestado al fiscal. Este, en cambio, habia pensado que que- tia releerlo para cambiar de idea, de actitud Una buena persona: favorable a la pena de muerte como si se tratara de algo lejano, deci- dido y consumado por otros, algo abstracto, casi una representaciéa de propaganda, una repre- sentacién eseética, en definitive, Nunca la ha- bia solicitado en un proceso; y cuando la so- licitaba alguno de sus sustitutos, pensaba que era cosa de éste, no suya; y tampoco demasiado grave, porque una cosa era solicitarla y otra dicearla, El juez estaba convencico de que, si hubiera estado en condiciones de dictarla, al menos la opinién de que la habfan restablecido para engafiar a los ciudadanos acerca de la tranquilidad y seguridad que prodigaba ef Esta- do fascista, al menos esa opinién se le habria 33 tambaleado hasta conmover su conciencia ¢ inquietarla, En cambio, al profesor Rocco, que por lo demés conocia muy bien el motivo del restablecimiento, jamés le hubiera sucedido tal ‘No, no habia logrado volver a indignarse. ‘Como decia su profesor de quimica, la solucion estaba saturada. Saturada de indignacién. 34 Las puertas abiertas. Metéfora suprema del orden, de la seguridad, de la confianza: «Se duerme con las puertas abiertas». Pero era, mientras dotmfan, el suefio de Ins puertas abiertas; al que correspondian en Ia realidad cotidiana, cuando estaban despiertos, y en espe- cial para el que queria estar despierto, indagar, comprender y juzgar, cantidad de puertas cerra- das. Y sobre todo eran puertas cerradas los petiédicos: aungne los ciudadanos que cada dia se gastaban treinta centésimas de lira en com- prarlo, s6lo dos por mil en el superpoblado sur, sélo advertfan esa puerta cerrada cuando algo sucedfa delante de sus ojos, algo grave, trijgico, y buscaban la noticia pero no la encontraban o bien la encontraban vergonzosamente tergiver- sada, cimposturada» (la palabra no es correcta, lo sabemos, pero sabemos que el lector nos la perdonard sia modo de justificacién le ofrece- ‘mos las definiciones que nos han movido a 35 emplearia: «La falsedad se refiere directamente a las cosas, en Ja medida en que el concepto de la mente no corresponde a ellas; la mentira, 2 Jas palabras, en la medida en que n0 correspon- dlett al alma, le imapostina, a tos hechos, en la medida en que las palabras, los actos y el silencio buscan engafiar al otro, es decir hacerle creer lo falso en beneficio del que engatia, y con objeto de satisfacer alguna pasién innoble de éste: definiciones que, desde luego, pertenecen, & Tommaseo). En el caso que el juez estaba por abordar —un hombre que habja matado a tres personas en el breve Tapso de unas horas —Ta impostura habia Wegedo al colmo se habia transformado en algo grotesco, cémico. Las victimas habian sido, por orden cronolégico, la esposa del asesi- no, el hombre que ocupabae fia el catgo-qe el asesino habia désémpetiado has- @ gneve despicieran yer HomBIe que en la jefatira dees Oficina, habia decidido ese despido. Pero, segin el periddico, fi0 habia fabio homicitiomaigano:-de-la—mujer“1io se hablaba, los otfos-dos habfan muerto de improviso, si, pero de muerte natural. Durante dos dias la crénica se habla ocupado de ellos: la muerte repentina, los funerales, el duelo de los cindadanos. Creemos que puede servir de mo- 36 delo —de los destinos de esplendor y de pro- greso que cierto periodisme no dejaré de alcanzar, si es que ya no los ha alcarzado— la noticia tal como se publicé, al dia siguiente de los trégicos acontecimientos, en el periédico de mayor difusién de la Isla: «La noticia de la repentina muerte del Abo- gado Comendador Giuseppe Bruno, Presidente de la Unién Provincial de Artistas y Profesio- nales Fascistas y Secretario del Sindicato del Foro, se ha difundido rapidamente por nuestra ciudad, suscitando un profundo sentimiento de duelo en todos los ambientes donde el ilustre Extinto gozaba de alta estima por sus nobles cualidades intelectuales y morales »Con Giuseppe Bruno desaparece una de las figuras més representativas de Palermo. Am- plisima fue su activa y noble participacién en la vida péblica, a la que brindé en todo momento la contribucién de su elevado sentido del equi ibrio, la rectitud de sus sentimientos y la noble- za de sus propésites. »Como jefe en la Administracién y Dirigen. te Sindical se distinguié por esas preclaras virtudes que le valieron el afecto de todos los sectores de Profesionales y Artistas de nuestra ciudad. Presidente de la Unién de Profesionales ¥ Artistas desde su fundacién, Secretario del a7, Sindicato del Foro, Vicesecretario de la Federa- cién del Fascio de Palermo, supo organizat con inteligencia todas las Instituciones que tuvo bajo su responsabilidad. »Se recuerda particularmente en el Foro de Palermo su exquisito sentido de la justicia, por mor del cual su presencia siempre fue garantia de serenidad a la hora de adoptar decisiones, »En le administracién de la cosa piblica, como Asesor Comunal, Comisario de Aguas, Presidente del Consejo de Administracién del Hospital, Consejero Gubernativo del Banco de Sicilia, despleg6 en todo momento el profundo elo y Ia intensa pasién con que abrazaba los mds altos intereses, demostrando un elevado sentido de la responsabilidad més extrema. »La confianza que siempre le acordaron sus Superiores por haber desempefiado dignamen- re los més delicados cargos fascistas y sindicales de la Provincia, fue €! premio que mas ambicio- nara en su desinteresada y fervorosa labor de Jerarca »Por eso, el Into que embarga a su familia es también el de la gran familia de los Profesiona- les y Artistas de Palermo, en la que siempre se lo recordar’ como un ejemplo y gula para todos, >En torno al Féretro se inclinaron hoy los 38 estandartes del Fascismo y del Sindicalismo palermitano; asi como en torno a su memoria Se recoge el pensamiento emocionado de todos fos que lo conocieron y pudieron apreciar sus nobles virtudes. »Las honras que hoy se tributaran solemne- mente @ Giuseppe Bruno consticuirén el mas excelso testimonio de esos sentimientos »Desde la tarde de ayer, el Féretro, instalado en una capilla ardiente erigida en la Union de Profesionales y Artistas, esté siendo visitado por las principales Autoridades y Jerarquias Fascistas y Sindicales, asi como por nutridas representaciones de todos los sectores de Profe- sionales y Artistas. >El Féretro, trasladado a tiltimas horas de la tarde de ayer a Ia sede de la Unién, fue velado durante Ia noche por la Juventud Fascista, y desde las 9 horas de la mafiana los representan- tes de los Sindicatos de Profesionales y Artistas se turnardn en la guardia hasta el momento de su traslado, »En los fanerales participarin las Autorida- des, las Jerarquias y todos los Sindicatos de la Unién, que se hardn presentes con sus respec- tivos estandartes, asi como los Secretarias y Presidentes de los distintos Directories. 39 >Los Camaradas participarin en las exe- quias con el uniforme fascist >EL cortejo finebre, que saldré de Ia calle Calranisseta a las 16 horas, recorrerd las calles Liberei, Ruggero Sertimo, Cavour y Roma. Delante del dorhicilio del Extinto, en la calle San Cristoforo, el Féretro se detendré unos minutos para que los presentes rindan home- naje a la casa natal de Giuseppe Bruno. El rtejo se dispersar en la plaza Giulio Cesare staci6n Central) conforme al rito fascista. »La Confederacién de Profesionales y Artis- tas, una vez qne tuvo conocimiento de la cruel noticia, ha querido expresar su sentimiento de profundo dolor y también ha dispuesto partici- par directamente en las exequias representada pot la persona del Gran Oficial Genaro Vitelli, Presidente de la Unién de Profesionales y Artistas de Mesina. »Junto con las honras por el deplorado Comendador Abogado Giuseppe Bruno, ten- diran Ingar los funerales del Contable Antonino Speciale, empleado de la Secretaria del Sindica- to del Foro, también él arrebatado repentina- mente ayer al afecto de su amada familia y a la estima de cuantos lo conocieran en el ambiente forense. »Tambign el Péretro del Contable Antoni- 40 no Speciale ha sido instalado en una capilla ardiente erigida en la Unién de Profesionales y Actistas, donde lo han velado miembros de la Juventud Fascista y de la Guardia Urbana». Esta crénica, junto con la del dia siguien: te, donde se desctibian Ios solemnes «finera les», habfa ido a parar a una carpetita que el 1ez habia rorulado asf: einsubsistencia (no exis- tencia) de los delitos por los que se solicita que la seccién segunda de la sala en lo penal de Palermo juzgue a una persona a quicn se le imputan»; y le hubiera gustado seguir con le triste broma e insertar la carpetita entre los autos del proceso, imaginando una posible, imposible, querella contra el periddico, contra el cronista, A qué «articulo» del derecho se podrfa —estricamente 0 por analogie— recu- rrit para acusarlos? Fantasias con las que el juez solia rectearse, divagaciones y devaneos jurfdi- cos en medio de una situacién que, sin alterar quizé la letra del derecho, iba corroyendo su sustancia, En Ia erénica que hemos extraido de esa carpetita habia un solo elemento que podia tomarse como un guifio, un gesto de inteligen- cia que el cronista, siervo voluncario, diri lector, siervo involuntario: era la palabra que, diccionario en mano, hubiera podido jusd- 4 ficarse ante la jerarquia por su significado de cosa luctuosa, funesta, y desde Imego toda muerte, pleondsticamente, lo es: pero no hubo ni un lector que dejara de interpretaria como alusién al hecho tenebroso, violento, sangriento que se deseaba ocultar. 42 A iniciarse el proceso, ya desde la primera sesién, el juez, en un rapto de fantasia fugaz pero insistente, infantil, inspirada por cierto en los muchos cuentos, a veces divertidos, a veces terrorificos, que poblaran su infancia, empez6 a decir para sus edentros que hubiera sido bonito poseer fa facultad, Ja virtud mégica, de volver invisible al acusado, Para ser exactos, no lo decia propiamente: sélo era algo vago, inasible, que surgia desde un mundo de recuerdos y suefios, de recuerdos que se mezclaban con los suefios, y por un momento rozaba sus Pensamientos © por un momento se insinuaba en ellos. Y a veces s6lo era el destello de un objeto: un anillo, Hacerlo girar en el dedo y que el hombre desapareciera de la jaula donde, a cada pausa del proceso, se dedicaba a conversar franquilamente con los dos carabineros. De manera que a veces el juez comprobaba, diver- a tido, que estaba haciendo girar su anillo de bodas. Aguel hombre lo inquietaba sobremanera como si, al excitar su impulso y exacerbarlo por momentos, le impidiera desarrollar su habitual didlogo con la raz. Y el impulso queria bo- rrarlo; como de un dibujo en el que una repre~ sentacién alegérica de Ia vida, con todo lo que ‘sta tiene de terrible, las pasiones, la violencia, el dolor, se plasmara en aquella figura con un realisino excesivo, que rompia todo equilibrio. Una incongruencia. Un error. Pero ese dibujo del que queria borrarlo, y el anillo magico que le hubiera servido para vol- verlo invisible, slo eran —Io sabfa mny bien y no dejaba de escocerle— una transferencia, una coartada, una fuga de la palabra y del juicio que la ley le obligaba a aplicar a aquel hombre, El impulso, en definitive, si se hubicra dejado llevar por él, habria consistido en remitirse al sentimiento que Rocco disfrazara de doctrina, pero que era franco y espontineo en quienes cuando no hay pena de muerte dicen que debie- ra baberla, y cuando la hay quieren que se aplique no s6lo a los homicidas, sino también a los ladrones, a los carteristas, a los que roban gallinas: y sobre todo cuando les han robado a ellos. Pero también cabla pensar que quienes 44 eran partidarios de la pena de muerte cultiva: ban una especie de esteticismo primario, larval En dos sentidos: por querer librar, limpiar la vida de toda abyeccién humana extrema, es decit de aquellos que, al haber matado abyecta mente movidos por abyectas pasiones y abycc- tos intereses (el engaiio, Ja traicién), han de considerarse indignos de vivirla; y por el deseo die contemplar, a veces con los ojos, aormal- mente con la imaginaci6n, aquella muerte ad- ministrada con ordeneda y' ritual violencia, con reglas feroces pero ceremoniosas: especticulo puro, casi teatral, si se supone que en quienes la administran s6lo obra el sentimiento de daria bien, y en el que la recibe el de aceprar su cardcter inchuctable comporténdose bien. La sublimidad de las almas innobles, en definitiva: como decia Stendhal al comparar las tremendas, escenas pintadas por Pomarancio y Tempesta en una iglesia de Roma con el especticalo de la guillotina en accién. Pues eso: la sensacion de algo innoble invadia por momentos al juez en cada sesi6n; una contraceién, una interrupdén, una suspensién, como en los suefios, que le provocaba un vértigo de horror, una atraccién por el vacio, por el abismo. Duraba poco, pero Jo dejaba sumido en Ia zozobra. Tenia ante 5 uno de esos casos en que hasta el hombre mas 45 justo y mas sereno, el més iluminado por lo que Jos tedlogos Haman Gracia y los que no tienen teologia Razin, debe encararse con la parte mas oscura de s{ mismo, la mds oculea, la mas innoble, precisamente. Ademiés, lo que le perturbaba en las visce- tas, infundiéndole un horror que sencia més atin en la carne que en la mente, era el pufia: «cuerpo del delitor que estaba en una esquina de la mesa sobre fa que escribia el secretario: eseribia y escribfa, sin levantar nunca la cabeza, con su cabello canoso y las lentes gruesas como culos de botella; no parecia estar produciendo la escritura, sino ser el producto de ella, su excre- cencia. El pufial, apoyado sobre un’ trozo de petiddico en el que el juez, desde Io alto de su sillén, alcanzaba @ leet el’ mas grande de los tiralares —MENSAJE DEL DUCE A FRANCO EN. EL PRIMER ANIVERSARIO DE SU NOMBRA: MIENTO COMO JETE DEL ESTADO ESPANOL—, y con las huellas de sangre ya convertidas én herrumbre, le recordaba las palabras del acusa- do en el primer interrogatorio, ante el comisa- tio de policia: «Habfa concebido previamente os actos impulsivos que he cometido hoy; asi, durante el periodo en que ya no me correspon. dié percibir el sueldo, compré 50 carcuchos para el revélver... cambiéa compré un cuchillo de 46 caza... y durante el mismo periodo también hice afilar una bayoneta que tenia cn casa, por un afilador de la calle Beati Paoli» (el mejor nom- bre posible, pensé el juez, para la calle en que se lleva a afilar un pufial: arma de la que la Jegendatia secta hacia frecuente y —segiin las personas de la misma extraccién que el acusa- do— muy justo uso). Ya decidido a perpetrar la ‘matanza que habia «concebido» (roda su expe riencia con abogados y magistrados no sirvid para advertirle que estaba confesando la pre- meditacidn), aquella maitana habia retizado del taller del afilador, pagando una lira, la bayone- ta: que no s6lo habja sido afilada, sino también reducida al tamafio de un pufial; se la habia metido en el cinturén de los pantalones, en cayos bolsillos ya llevaba una pistola y veinti- cinco cartuchos, Peto el arma que habia esco gido para matar era el pufial; la pistola, se- gin dijo después, pensaba usarle para darse muerte. or qué el pufial? Mientras sus ojos pasa- ban de la mesa del secretario al acusado, el juez sespondia con la definicién que ya figuraba en un libro, un libro que munca leeria, de un es- exitor cuyo nombre, s6lo el nombre, quizé al- canzata a ofr hacia el final de su vida: . ‘Todos los miembros del jurado llevaban en. el_ojal de Ta solapa Ta insignia del partido fascista; pero sia cada uno le hubieran pregun- tado, confidencialmente, si se sentia fascista, fa vacilado un poco antes de responder que si; y si la pregunta hubiese sido atin mis confidencial —si hubiera sido hecha en privado y afiadiendo un xrealmentes—, uno de ellos, cxeemos, habria cespondido claramente que iio, mientras que los otros habrfan evitado el si: no, por prudencia, sino con toda sinceridad. Nunca se habfan planteado el problema de juzgar al fascismo en. conjunto, como tampoco lo habian hecho en el caso del catolicismo, Habjan sido bautizados, confirmados, habfan bautizado y confirmado, se habfan casado por la iglesia (os, que estaban casados), habian Mamado al cura para que asistiera a sus familiares moribundos. Del mismo modo, tenian el carnet del partido fascista y Hevaban su insignia. Pero desapro- 85 baban muchas cosas de la Iglesia catélica. Y muchas del fascismo. Eran catélicos, fasci tas. Pero mientras que entonces el catolicismo estaba allf, firme y macizo como una roca —con Jo que siempre podian declararse catélicos de la misma manera—, el fascismo, por el contrario, se movia, se agitaba, cambiaba, y cambiaba en ellos —siempre para menos— el sentimiento fascista. Histo sucedia en toda Italia, a la mayoria de los italianos. El consenso de que gozara el régimen fascista durante al menos una década —consenso pleno, masivo— empezaba a res- quebrajarse, a ceder. La conquista de Etiopia, pase: aunque fuera dificil entender emo la Conquista del imperio podia suponer, para Jos conquistadores, una mayor privacién de las cosas que antes —al menos para quienes te- nian con qué comprarlas— abundaban. Ademis: gpor qué Mussolini habia ido a meterse en la guerra de Espafia y estrechaba cada vez mds su amistad con Hitler? Y aunque se siguiese repi- tiendo, cada vez con menos entusiasmo, la hipérbole del suefio con las puertas abiertas, era aquella puerta abierta en el Brénner Ia que empezaba a inguietar: porque si bien no era seguro que por ella fuesen a irrumpir y a desparramarse las fuerzas de la devastacién y del saqueo, ya parecian estar irrumpiendo, y en 86 bandadas, los pajaros del mal agiiero. En suma, as cosas iban de mal en peor. Y la «vida tranquilay —que tanea intranquilidad supusiera durante siglos para quienes la buscaban— em- pezaba a resultar cada vez mis lejana e inalcan- zable. El partido fascista se volwia cada vez més exigente con los que estaban dentro, y cada vez més duro con los que estaban fuera, Esa intole- rancia, muy difundida en toda Italia, en forma més 0 menos consciente, también se manifesta ba —también en forma mas o menos conscien- te— en los seis miembros del jurado, aun cuando no tuviera mucho que ver con el proce- 50, salvo, levemente, por el hecho de que la pena de muerte siempre se habia considerado como algo fascisea, y también por el hecho, no tan leve, de que se exigia la aplicacién de esa pena a aquel caso, a aquel hombre: n0 sdlo porque sus deliros eran punibles con la pena de muerte, sino también porque una de las victi- mas habia representado al fascismo de la ciudad ya una parte destacada —quizd la mas destaca- da en Palermo no por prestigio sino por aime- ro— del corporativismo fascista. La corpora cién, y el fascismo, convergian en un nombre: Alessandro Pavolini, que en el proceso se habia constituido en acusacién privada en nombre de la corporacién, y que era figura de primer 87 orden en el fascismo desde que, en la guerra de Etiopia, comandara una escnadra de aviacién llamada Le disperata. No sabemos si algiin presentimiento habré hecho estremecer a Pa- yolini mieneras desde Roma seguia —como parece haberlo hecho— el proceso de Palermo y luego en el Supremo y en el tribunal de apelacién: ef presentimiento de que al cabo de pocos afios también él se encontrarfa, como deseaba para el acusado, ante un pelotén de fa- silamiento. Pero —excepto uno, sin duda— al comen- zar el proceso todos los miembros del jurado eran en general favorables a la pena de muerte: como bien pensaba el fiscal, por razones de puertas abiertas. Sdlo que en cada uno ese consenso genérieo, al analizarlo, suftfa modifi- caciones y atenuaciones que sino legaban a negarlo tampoco distaban mucho de eso, To- dos pensaban que algunos delincuentes que ha: ian cometido ciertos crimenes particularmen- te atroces o dictados por intereses abyectos, /a merectan. Pero entre la idea de que la merecian y la necesidad de imponerla, las opiniones dejaban de coincidir: algunos, sobre todo, ha- cian hincapié en la posibilidad del error judicial, E incluso quienes seguian siendo favorables 2 la pena —porque pensasen que ese error era 88 improbable, dado el procedimiento que en ese tipo de procesos se aplicaba para establecer la verdad, 0 bien porque, no sin cierto cinismo, admitieran la existencia de ese riesgo— tar. bign se deventan, perplejos, en esa especie de limite a partir del cual el problema dejaba de ser abstracto y general para volverse concreta- mente particular y personal, La pena de muerte estd prescrita por la ley, hay delincuences que la merecen, «pero, éme incumbe realmente a mi establecer si la merecen e imponérsela?». Per- plejidad que, para quien la senria, parecia con- ducir directamente a una impugnacién de la existencia misma de los jurados no técnicos peto sélo se referia a la pena de muerte y habria desaparecido de inmediato si los jueces togados se hubieran hecho cargo plenamente de la aplicacin de esa pena. Aqui hay que decir que el juez, cl hombre que escoge Ia. profesién de juzgar a sus semejantes es para las poblacio- nes meridionales —de todas las regiones meri- dionales— una figura comprensible siempre y cuando sea corrupio; en cambio, es un persona- je de sentimientos ¢ intenciones inescrutables, ‘como separado de la comin sensibilidad de los hombres, incomprensible, en suma, si no se deja corromper por los bienes ni por la amistad i por la compasién, Como dice Don Quijote al 89 liberar a los galeotes: allé abajo (o alla arriba) se lo haga cada uno con su pecado, que no esta bien que aquf abajo (o aqui arriba) los hombres honsados sean jueces de los ottos hombres, no yéndoles nada en ello; pero si resulta que hay unos hombres —podemos afiadir ahora alején- donos de Don Quijote— que més allé 0 por encima del honor han escogido la protesion de juzgar a otros hombres, pues entonces que, allé abajo 0 allé arriba, respondan por sus pecados 0 sus méritos: porque quien, sin haber hecho esa eleccién, se entrega inerme a su saber y a su ministerio, no debe responder por nada allé abajo o allé arriba. Sentimiento éste que quiz4 pueda extenderse, en toda una gama de inten- sidades —segiin el grosor del gabiin, diria Savi- nio— a todos los jurados: y desde luego a la mayorfa de quienes integraban el jurado del proceso al que estamos refiriéndonos, Senti- miento que, por cierto, distaba mucho de impe- dirles seguir el desarrollo del proceso, porque Io que si se lo habria impedido hubiera sido el admitir que eran tan jueces como los togados, con Ia consiguiente preocupacién por la res- ponsabilidad que al final catia sobre sus hombros. ‘La mentira del acusado a propssito del retrato de Matteotti les habfa indignado: era 90 una segunda pufialada —como habia dicho un abogado de la acusacién privada— en el cora z6n del pobre abogado Bruno: en el corazén de su firme y diffana fe fascista; pero el hecho de que los jueces togados considerasen que ese detalle del retrato no em percinente en el contexto del proceso, calmaba —en quienes lo sentian— el temor de que fuera de aquella sala ante el partido al que estaban afiliados, pudi ra parecer muy grave —y tuviese consecuen- cias para ellos— el haber soslayado el hecho de que, por odio al fascismo, el acusado hubiera conservado durante mis de diez afios ese re- rato. 91 A los jurados que tenfan esposa, ésea les preguntaba'cada da por el proceso, y puesto que respondian evasivamente, con frases trun- cas y murmullos incomprensibles, no podian dejar de surgir los resentimientos y los repro- ches. Los jurados mantenian el silencio a que estaban obligados, y aunque suftiesen un poco por no poder hablar de ello con los amigos, en el caso del cényuge estaban agradecidos de que la ley se lo prohibiera, Pero también debian rodearse de silencio —o dar respuestas vagas— Jos dos jueces rogados y el fiscal. Y todas las preguntas de las esposas, ya fuesen ditectas 0 insinuadas, podian resumirse en la que formu- lara Ja mujer de nuestro juez: «; a la pena de muerte, claro, porque ninguna otra podia parecerles adecuada para alguien que con tanta crueldad habia matado a su mujer, Si, los otros dos crimenes eran horri bles, pero el asesinato de la esposa.. Ademyis, 93 las amas de casa —que entonces se quedaban realmente en casa, sometidas a unas reglas y a unos habitos que hoy una joven de veinte afios ni siquiera logearia imaginar para si_misma, para su vida— sentian que todo lo de fuera era fascismo, que la vigilancia y la delacién acecha- ban en todas partes, empezando por el chiribitil del portero del edificio, para castigar a los tibios, los descontentos y —caregoria ésta par- ticularmente odiada por el régimen— los indi- ferences. Y puesto que a alguna de esas tres categorias —o a las tres, segiin los momentos y los humores— pertenecian casi todos los iealia hos y, por tanto, también los maridos de esas mujeres, lo que temian era que aquel proceso fuese una especie de banco de prueba para descubrirles al menos una falta de celo que no dejaria de acarrearles sanciones inescrutables y ruinosas para toda la familia. Ese estado de Animo, mezcle de curiosidad insatisfecha y de temor, reinaba entre las esposas de los jurados asi como entre las de los jucces, igualmente curiosas pero atin més atemorizadas que aqué- Tas, mientras que fa del fiscal s6lo sentia curio- sidad porque, desde luego, estaba segura de que su marido pedizia la pena de muerte. Asi que no tenfa motivos para temer que aquel proceso pudiera interrampir la carrera del marido, 94 arraerle la hostilidad de todas las jerarqui perjudicarlo en la profesién y en la vida so. cial, alterar ef riemo bastante sereno de la vida familiar: que era precisamente lo que més temfan las esposas de los dos jueces, Pero también hay que reconocer que en aquellas ‘mujeres —mantenidas enconces al_ marge (por encima, por debajo) de muchas cosas— laf>Y nocién de pena de mucite se presentaha a) través de imégenes, palabras y miisicas mi: relacionadas con sus raras y festivas visitas a lo teatros y cines que con la realidad y la concien4 cia: Andrea Chénier, Mario Cavaradossi, Maxi miliano de Austria'en un film americano, y cosas por el estilo, desde la guillotina haste el fasilamiento, desde condenados inocentes y no- bles hasta algiin reo a quien el arrepentimiento y Ja resignaciin acababan confiriendo esa no- bleza que el fildsofo idealista Hamaba «contacto con él infinito». — con la que Inego seria su mujer, y que sélo se aviniera a casarse cuando el padre de Ja joven ko denun- cié por rapto de menor y violencia carnal. Su patriotismo: en la guerra de 1915 se habia sustraido al servicio, probablemente autolesio- nandose. Su mansedumbre: habla protagoniza- do rifias violentas, siempre iba armado, ensefia- ba a sus hijos que una pistola era mas necesaria que el pan. Su dedicacién al trabajo: sustrafa dinero de la caja, retenfa las cuotas que pagaban os abogados pata su inscripcién en el registro. Y los crimenes de aquel dia «cruel». El de la mujer, muy premeditado, puesto que en una carta-testamento dirigida a los hijos, escrita al menos un afio antes y hallada entre sus papeles, decia que queria «sacrificarlay: término veteri- nario que, al referirse a la animalidad de la mujer, también repercutia sobre él confiriéndo- Je un talante bestial. Y habfa cometido los tres homicidios aprovechindose de la confianza que tanto las victimas como las personas que las sodeaban tenfan en él. A la mujer la habla 108 invitado a dar un paseo para ir a recoger a los hijos. Habia ido a casa del contable Speciale y le haba pedido que lo acompafiara al Palacio de Justicia pera buscar un legajo que necesitaba con urgencia, En casa del abogado Bruno la criada lo habla hecho pasar porque lo conocia. Pot tres veces, en un lapso de horas, habia extraido el pufial, que antes se habla ocupado de hacer afilar: y con mano firme, probable- mente miréndolas a Ios ojos, y gozando de aquel momento de supremo dolor que les esta- ba infligiendo, lo habia clavado en el cuerpo de las victimas. Por dos veces, detalle éste que a los jueces y a los jurados les parecia el mas atroz, habia vuelto a envainar el pufial ensangrenta- ee aa No Iba arrojado contra la sobrina del abogado Bruno que lo perseguia por Jas escaleras. Ese fue el momento en que hubie- ra podido usar contra sf mismo la pistola que levaba consigo, conforme a lo que habia decla- rado: peto no sélo no la us6, sino que, cuando al ser conducido a la jefatura de policia se topé con el hermano de su esposa, pidié a los guardias que se cerciorasen de que no iba ar- mado, por temor a que cediese al impulso de vengar a su hermana. Detalle éste que también impresionaba mucho a Jos jueces y a los jura- 109 dos, y que les parecia revelar la indole del per- sonaje. Sin embargo, después de un debate no muy largo, el tribunal salié de la sala de deliberacio- nes con una sentencia que no era de muerte. 110 Diez dias mas tarde, cuando atin duraba en la mayorfa el estupor y el resentimiento por aquella sentencia, y en una minosia —coleges, abogados y jerarcas— iba alzindose contra ei juez a /atere una voz airada y acusatoria —«ya 0s lo habla dicho»— que lo sefialaba como alguien ajeno al fascismo y deseoso de contra- riar al régimen... diez dfas mas tarde, pues, el pequefio juez decidié ir a visitar al jurado que tenia una villa antigue en las afueras. Y he vuelto a Hamarlo el pequefio juez no porque fuese especialmente pequefio de estarura, sino por la impresién que me produjo cuando lo. vi_por primera vez, Estaba con otros y, mien- ‘fas alguien me lo sefialaba diciéndome que era el més pequefio, comentd: «Le esperaba una carrera brillante, pero se la arcuind negandose @ condenar a muerte a alguien; y me contd someramente y con algunas imprecisiones la historia de aquel proceso. Desde entonces, cada 1 vez que he vuelto a verlo, y en las pocas ocasiones en que he hablado con él, llamarlo pequefio siempre me ha parecido una forma de indicar su grandeza: por las cosas mucho més poderosas con las que serenamente se habia en- fresttado. Se dirigié, pues, a aquella villa un dfa de diciembre cercanas ya las Navidades: un dia an. caluroso que parecia de septiembre. Flotaba en Ja ciudad, incluso en las afueras, un aire navide- fio; pero de unas Navidades que atin descono- cian el nérdico arbol y los regalos, que atin se asociaban con el belén, el capdn, los higos secos y las almendras tostadas. No le costé mucho encontrar la villa: estaba como rodeada por las murallas de un fortin; desde lejos se vela la cispide neoclisica, Pero no toda Ia conseruccién era neoclisica, porque habia sido objeto de reformas, afiadidos yr construcciones; habfa incluso un magnifico aji- mez de estilo Chiaramonte, como los del pala- cio Steri donde se administraba justicia. El duefio de Ia casa lo recibié como un viejo amigo al que llevara mucho tiempo sin ver: y al juez también le parecié que hacia mucho que no se vefan. Todo lo que se habia dicho, todo lo que ellos habfan pensado durante los das que siguieron a la sentencia, habia tenido la virtud 112 de dilatar ese lapso. Volvian a encontrarse, pues, como personas que antafio vivieran jun- tas una experiencia dramética y hubieran logra do salir ilesas de esa prueba: y casi se sentian mutuamente agradecidos por la ayuda que ha- bian tenido ocasin de dispensarse. Como am: bos habian estado en la guerra, a la misma edad y casi en los mismos sitios, e incluso era proba- ble que se hubieran encontrado, y_ hablado, ahora tenfan Ia sensacién de encontrarse como viejos camaradas, como amigos. Enereranto, el estruendo del resentimiento y de las amenazas por aquella sentencia crecia por momentos. Pero ambos trataron de no hablar del proceso. Hablaron, sé, de la guerra, de sus recuerdos. Y nego de los libros que habla en Ia bella biblioteca: bella, grande, armoniosa, célida por el color de Jos anaqueles, y de una gra extrema, que rozaba el rococé, que anticipaba el Jiberty, en los adornos, en las tallas, Aquel hombre con antiguo rostro de cam- pesino, con grandes manos de campesino que con impresionante delicadeza abrian y hojea- ban los libros, aquel hombre vestido con el traje de pana que entonces se ponfan los campesinos en los dfas de fiesta (pero mirando de cerca se apreciaba una calidad y un corte superiores), 113, aquel hombre despertaba la curiosidad del jez. —Esta casa —dijo mientras le mostraba uno de los libros que habia sobre la mesa, recibido aquella misma mafiana: el Bodoni de La Gamera della Badestd—, quizd piense usted que me ha legado a través de una larga heren- cia fathiliar, pero en realidad ni siquiera sé qué hacfa mi bisabuelo aunque debié de ser muy avara su pobreza porque el hijo, 0 sea mi abuelo, slo pensé en labrarse una riqueza igualmente avara. Todo lo que usted ve aqui viene de él, de mi abuelo: lo obtuvo de un personaje de alta alcurnia que le debla mucho dinero. Todo, incluida la biblioteca tal como es, © casi: quiz yo haya afiadido una sexta parte de los libros que hay en ella: casi todos franceses de estos dos tltimos siglos, y muchos en esas ediciones de lujo que tan bien saben hacer fos franceses y que ahora empiezan a hacerse entre nosotros, aunque sdlo se trate de timidos inten- tos. Mi debilidad son los libros ilustrados: para compensar una infancia en que Ia intensidad con que deseaba tener un Pinocho ilustrado, un Corazén_ ilustrado, rivalizaba con ¢l_empefio que ponfa cn negérmelos mi abuelo, Eta anal. fabeto, odiaba los libros y, por suerte, murié antes de redondear el proyecto de deshacerse de 14 todos estos libros. Pero no piense que soy un cinico si digo por suerte: no tengo recuerdos de mi padre y al fin y al cabo puedo decir que a mi abuelo lo he querido, pese al temor por él que mi madre no dejé de contagiarme, Era un hombre de piel dura, En cuanto a las deudas pagadas con esta villa, el candnigo que se Cuidaba del alma de mi abuelo me aseguré que no hubo usura; pero sospecho que también él la practicaba, Mejor no escarbar: ya tenemos con qué atormentarnos la conciencia. Por lo demas, en el origen de toda gran propiedad (como decfan los viejos y paréticos socialistas) siempre hay algo oscuro, turbio. De qué otras violen- cias y usuras procedia esta villa y las tierras del noble linaje que se consumié en dendas? —Es la historia de siempre en las familias y en los pueblos: creo que nadie la percibié con, mis claridad que Giucciardini, pero con sereni- dad; en el polo opuesto, con supersticién, con miedo, tenemos a nuestro Verga —dijo el juez. Sentia como una sed de hablar de libros, de escritores: tan escasos eran sus encuentros con Personas capaces de abordar esos temas. Acabd de mirar los grabados de Rosaspina, dejd el libro sobre la mesa y dijo—: Hermosisimo: no se le habré escapado a Stendhal, que amaba tanto a Correggio. 15 —No, no creo que se le haya escapado: y si lo menciona en alguna carta o apunte, seguro que nuestro Trompeo tiene la referencia... Pero la pena en muchos libros impresos por Bodoni €s que cuando tratamos de leerlos advertimos que vale mucho mds la armonia con que esté consttuida la pigina que lo que esa pagina dice. Aqui hay muchos, pero creo que sélo he leido uno entero: la Aménta... Es una léstima, porque serfa bonito poder leer nuestros libros predilec- tos impresos por Bodoni. Yo s6lo tengo uno: el Aristodemo de ‘Monti —Bello, nitido, pero ilegible. También a mi me gusta Monti, sus adiciones al diccionario de Ja Crusca son una delicia. ¥ ademés, pobrecillo, compatada con lo que nos ha tocado ver desde la posguerra hasta hoy, la figura de Monti, con sus vueltas de vals, sale beneficiada, Habré notado usted que en las sesiones Mevaba puesta la insignia fasciste: lo hacia por ostentacién. Peto el hecho es que estoy afiliado al partido. @Sabe por qué, principalmente? Para que no ‘me nieguen el pasaporte. Por una puerta del fondo, vestida como una Diana cazadora, entré una joven alta, morena, de cabellos muy cortos. 116 —Es la dama que por ¢l momento vive conmigo. El juez se quedé intrigado por aquella frase que marcaba una distancia, que sugeria una felacion provisional; mientras sus pensamien- tos segufan ocupades con aquel «por cl mo- mento», casi sin darse cuenta, asombrado atin por aquella aparicién, mirando ese rostro que expresaba cordialidad e ironia, dijo: —Francesa, —Si, francesa —dijo la mujer tendiéndole la mano—. Naturalmente, lo ha adivinado por mi natiz... [Dios mio: la nariz francesa! El juez se ruboriz6, porque era cierto. Para sacarlo del aprieto (el jnez estaba ensayando un torpe cumplido) el amigo di Que en risticarnente llamamos na- riz de pie de cordeto, —Me parece un nombre muy preciso, lo recordaré —dijo la mujer. Divagaron sobre las narices, sobre las fisonomias, sobre el libro de Della Porta, que fue extrafdo de un anaquel. El juez se sentia relajado, entretenido. Cuando en determinado momento expresé. su_asombro por lo bien que la sefiora hablaba el italiano, y por os muchos escritores y libros italianos ‘que conocia, el amigo le proporcioné Ja expli- cacién, 7 —Simone es una francesa italianizzante, podriamos decir italianizando una palabra de su idioma, Como usted sabe, forman una especie de reptiblica, cuyo primer cénsul es Stendhal Anlan en nosotros lo que nosotros mismos més detestamos, Piense en qué se hubiera convertido, en una pagina de Stendhal, el atroz y miserable caso de que nos hemos ocupzdo... Pero el problema con los italianizantes (y no s6lo con los franceses) es que, como aman lo peor de nosotros, dejan de amarnos apenas empiezan a descubrir que tenemos cosas me- jores. —Quizs sea cierto —reconocié Simone—. Pero yo ya conozco lo mejor de este pais, y os sigo amando. —No duraré mucho —dijo sonriendo el amigo, pero como aludiendo a su relacién con ella, y con cierta melancolia—. Como todos los amotes, por otra parte. Siempre hay algdn equivoco con respecto al otro. Imaginémonos entonces cuando se trata del amor por un pais discinto del nuestro, con todas las generalizacio- nes en que se suele incurrir... Los alemanes son asi y as4, los espafioles, los franceses... ¢Y los italianos? ¢Cémo son los italianos? Y no ha- blemos de los sicilianos, a quienes siempre se los ha definido expeditiva y apodicticamente, us en juicios inapelables... Asi las cosas, yo diria que las generalizaciones quizé puedan valet en negativo: para indicar lo que no somos, lo que no querriamos ser... Seria divertido, ¢ incluso til, ver la historia de Europa como la de uno: rusos que quisieran ser alemanes, unos alema- nes que quisieran ser franceses, unos franceses que quisieran ser mitad alemanes y mitad icalia- fos (sin dejar, claro esté, de seguir siendo franceses), unos espafioles que al no poder ser romanos se contentasen con ser ingleses, y unos italianos que quisieran serlo todo, salvo italianos. —En este momento —dijo Simone— los espafioles slo desean matarse unos a otros. —Con la asistencia espiritual de Léon Bium —Alijo el juez. Sélo espiritual, para aquellos con quienes debiera militar —precisé Simone, —El socialista Blum, el stendhaliano Blum. y luego se sale con la masearada de la no intervencién —dijo el amigo—. Mussolini en- via telegramas de felicitacién a los generales italianos que, con tropas italianas, conquistan ciudades espafiolas; y Blum, impasible, sigue hablando de 1a no intervencién en Espafia como si creyese en ella. : —A menos que se quiera reconocer que 119 Mussolini si lo ha visto, nadie —dijo el jus se ha dado cuenta de que la guerra de Espafia es Ia clave de béveda de la amenaza que se cierne sobre el mando. Y a menos que se quiera reconocer tam- bién que Mussolini, con su fantochada de la espada del Islam, haya sido capaz de verlo, ninguno de los que estan afectados por lo que sucede actualmente en Tel Aviv parece haber percibido la gravedad de unos hechos que para m{ son muy inquietantes —dijo el amigo— Muchas veces me gusta ver la historia a través de un detalle que puede parecer insignificante, una figura en la sombra, una anécdota... Napo- Jeon que entra en una sinagoga, ve a los judios orando en cudlillas y les dice: «Sefiores, sentan- dose nadie ha fundado jamés un Estado»; y ahi estén las bombas en los mercados de Tel Aviv, una historia de nunca acabar. Aquellos temores basados en noticias que la guerra de Espaiia relegaba a un segundo plano, ¢l terrorismo de Jos judios que querian fundar un Estado, la manera en que los ingleses ejer- cfan su mandato en Palestina, les parecian a Simone y al juez francamente excesivos y, pues- tos a analizar, un poco manidticos. Por lo demis, no disponian de las informaciones que ‘en cambio si parecia poser su amigo, que habia 120 viajado por aquellos sitios. De modo que en determinado momento dejaron de hablar sobre ese tema, Pero siguieron haciéndolo, con desen- fado, con entusiasmo, de Francie, de ciettos esctitores, de ciertos libros. Y del fascismo, Pero al abordarlo de esa manera, el fascismo parecia transformarse en algo lejano, apenas un punto en el mapa imaginario de la eseupidez humans. Hacia mucho que habia oscurecido cuando el juez advirtié que ya era hora —bastante pasada incluso— de regresar a su casa. Su amigo (podemos llamarlo asi, porque sabemos Jo que sucederia més tarde) quiso levarlo en coche. Mientras conducia —lentamente— le hablé de aquella mujer que habia ido a vivir unos meses con él, como otras en el pasado: relaciones de las que guardaba el més bello recuerdo, entre otras razones porque habian acabado, como también ésta estaba destinada a acabar. Le hablé de sus viajes. De su vida cam- pestre, En el momento de despedirse dijo: —Me impresioné mucho su exposicién en Ia sala de deliberaciones: logrd usted plantear el problema de la pena de muerte en sus términos mis angustiantes, aunque sin referirse en nin- gin momento a ella, 121 —También usted eseuvo muy bien, y estoy convencido de que sin su intervencién el resull tadb de la votacién. —Me limité a seguir por el camino que habfa trazado usted. También quiero decirle, aunque ya se haya dado cuenta, que si he for- mado parte del jurado ha sido precisamente Por €50: como un gesto contra Ia pena de muerte... Giolitti decia que en nuestro pais a nadie se le niega un cigarro y una cruz de caballero; y tampoco un falso certificado médi co, afiado yo; tampoco a mi me lo habrian negado. —Pues le diré que también yo hubiera podido cludir ese proceso; no falté incluso alguna autoridad que me lo aconsejase. Pero senti que en él se jugaba el honor de mi vida, el honor de vivir. —Y lo hemos logrado... Pero, ze6mo acaba 4 esta historia? —Mal —dijo el jue, 122 Desde que, tres meses antes, mantuvieran aquella conversacién que recordaba ambigua, penosa, habia tenido frecuentes ocasiones de encontrar al fiscal general: pero sélo en los pasillos, y apenas habjan ctuzado, como de mala gana, un saludo, Después de las Navida- des, en cambio, y eras encontrarse también en tun pasillo, y cruzar el habitual saludo apresura- do, cuando el juez ya continuaba su camino, oyé que lo llamaba. Volvié sobre sus pasos, —Si dispone usted de media hora —dijo el fiscal—, venga a mi despacho: me gustaria que habléramos un poco. —Aunque las palabras fuesen secas, la expresién era cordial —Ahora tengo una sesién, pero no seré larga: iré a verle, digamos, dentro de una hora. —Estupendo, le estaré esperando. ‘Llegé puntualmente. El ujier hizo como que no lo conocfa y, con cierta formalidad, le pre- 123 gunté el nombre y fue a amunciarlo, O quizis rs verdad que ao lo hubla seconocido,y pela formalidad s6lo era una manera habitual de defender al fiscal de cualquier visita inoportu- na; pero tiltimamente eran muchas las perso- nas en quienes el juez advertia actitudes simila- tes a las del ujier El fiscal salié a recibielo y lo saludé con una efusién que parecié impresionar al ujier. En lugar de regresar a su escritorio e indicar al juez que se sentata frente a él, prefirié las dos buracas que habia en un rinebn del despacho, frente a una mesita redonda sobre la que se vela tun cenicero. El fiscal dijo, sefialandolo: —Puede usted fumar, si lo desea. El juez estaba un poco desconcertado por la acogida. —Espeto —empezé diciendo el_fiscal— que no haya tomado a mal lo que le dije hace tunos meses. Como ya entonces le aclaré, lo hice por la simpatfa y la estima que usted me merece, y ademés por algo que sin duda usted habré comprendido y que ahora puedo mencio- narle: por una preocupacién, gc6mo ditia?, corporativa: para evitar que pudieran surgir eqquivocos, fricciones y resentimientos, con las consiguientes molestias para nosotros, dadas las actuales citcunstancias... Pero ahora ya no 124 hay nada que hacerle... Y, mire usted, ni siquie- ra en mis pensamientos més recénditos anida el menor reproche hacia su conducta; entre otras cosas porque, y le seré totalmente sincero, el resentimiento no ha caido sobre la Magistra- ura de Palermo, sino que se ha concentrado en usted. —Ya me he dado cuenta —dijo el juez. —Créame que lo lamento, lo lamento ou- cho: pero asi es... Mire usted: ayer recibi la copia del recurso del abogado Ungaro ante el Supremo. La pedf para compararlo con el nues- tro: Ungaro es un gran abogado... Pues bien, sostiene que Ia sentencia del tribunal del que usted formaba parte ha sido fruto de una com- pasién mal entendida, y la atribuye a la angustia ¥ a la perplejidad del jurado. Frente a la grave- dad de la pena, dice, no se ha tomado en cuenta Ja gravedad del delito: por tanto, se ha violado la ley y no se ha hecho justicia. Por mi parte, como usted ya sabe, estoy en todo de acuerdo con él: pero sé, como lo saben todos y quizds él también, que el elemento lego, como él llama al jurado, ha cedido a la opinién. —A la mia, quiere usted d blo que no ha cedido en absoluto, porque ya tenfa eso que usted llama opinién’ y yo llamo principio. Y ese principio contrario a la pena de muerte 125 €5 tan firme que nos permite estar seguros de su justicia aunque seamos los tinicos en sostenerlo... Por tanto, no prorestaré si se afir~ ma que me he valido de sofismas para torcer las intenciones del jurado ¢ inclinarlo contra la pena de muerte... Pero por respeto a ese jurado quiero decile que no ha sido asi. —Me agrada saberlo —dijo el fiscal —¢Por qué? El fiscal se desconcerté; cerré los ojos para concentrarse en buscar una respuesta. Luego, como si de pronto se hubiera hundido en el cansancio, en la vejez —y la red de arrugas en su rostro parecid adensarse— dijo: —Dentro de unos meses me marcharé de este despacho, de esta profesién. Me jubilo. Es tetrible, épor qué no confesarlo?, para alguien. que ba tenido un poder como el mio. Pero ya me estoy adaptando: estoy empezando a pensar cosas que hasta ahora no habla pensado. Por ejemplo: que he sido un muerto que ha enterra- do a otros muertos. Mas ain: que todos To somos, en nuestra profesion de acusar y de juzgar. Ademés me pregunto si, como muertos que enterramos a otros muertos, realmente tenemos derecho a enterrarlos™ conla~pena capital, Pero sdlo es una pregunta, porque la Fespuesta Me Sigue pareciendo afirmativa: te- nemos ese derecho, puesto que Ia ley nos lo impone... Sin-embargo, aunque hace un mo- mento le haya dicho que eseaba en rodo de acuerdo con Ungaro, como en otra ocasién le dije que estaba en todo de acuerdo con Rocco, en realidad no es eso lo que realmente siento, Hay algo en esa afirmacion extrema de la ley que ihe fastidia, me inquieta... Ahora que estoy en ef uimbral de Ia vejez, de la jubilacién, quizés incluso de la muerte —se Ievé la mano al pecho, movié los dedos como si apretase algo: «angina pectoris, pens6 el juez, recordando el gesto de su padre, que muriera de esa enferme- dad— .. quiero entender... Por eso he querido hablar con usted esta mafiana: para entender lo que le pasa ahora, lo que siente, lo que ceme, No con respecto a la carrera, porque ya sabe, ya sabfa, que se la estaba jugando, sino con respec. to a su conciencia, a la vida... El juez nunca’ hubiera imaginado una con- versacién con el fiscal orientada hacia la confe- ién ¥ que en definitiva entrafiase una suerte de peticién de auxilio. Dijo: —Mentirfa si le dijera que me siento ean- lo. so pensaba. —Quiero decir: estoy convencido de que he cumplido con mi deber de hombre y de juez; qu 127 estoy convencido de haber trabajado, técnica- mente, con los angumentos juridicos haciendo el mejor uso posible... El argumento maestro hubiera sido el de la enfermedad mental; come no disponta de él, he sostenido que los tres homicidios respondian.a ua nico propésito criminal. Ahora pienso con horror en lo que hha de suceder... Miedo: eso es lo que siento. —Puedo decitle exactamente lo que sucede- ri; el Supremo anularé la sentencia, remitiré el proceso al tribunal de apelacion de Agrigento, cuyo presidente, lamento decirlo, tiene cierca predileccién por la pena de muerte, En Agi gento también. hay un viejo abogado socialista: creo que fue diputado... es un buen abogado y. ni que decir tiene, que se sabe que es antifascis- ta, Pues bien, ese abogado asumir4, sin duda, la defensa: justo lo que se necesita para demostrar que en este proceso hay un enfrentamiento entre el fascismo, que castiga inexorablemente los crimenes atroces, y el ancifascismo, que sordidamente los defiende; y piense usted que eso tendré efectos secundarios y retroactivos sobre su persona, sobre su sentencia, En suma: habré sentencia de muerte, el acusado seré fusilado,.. ¢Para qué habré ‘servido, pues, su sentencia, Sino para prolongar la agonia de ese hombre? 128 Ab uno disce omnes... Quiero decit: co: nociéndome como me conozco, lo que en cier- to modo me da pie para decir que conozeo a los demés hombres, y a ése en. particular, estoy casi seguro de que, aun cuando esté con denado a una pena de detencién sin esperanza durante el tiempo que transcurra entre la pre sentacién de los recursos, el nuevo proceso, la condena a muerte y la peticién de geacia, logra- 4 crearse un hilo de esperanza, por delgado que éste sea. Hasta el momento en que vayan a despettarlo en plena noche para comunicarle que la peticién de gracia ha sido denegada y que lo fusilarén antes del alba, seguiré devanando se hilo; y mientras siga contando con el avxilio de la locura, mis facil le resultaré alentar esa esperanza, Porque sélo a partir de ese momen- ro, durante dos 0 tres horas espantosas en que estaré asistido por el capellin, caera en le agonia, en lo que solemos lamar agonia: es decir, la certidumbre de que la vide se ha acabado para él, que ya no verd ningin nuevo amanecer, que esté a punto de trasponer el limite de la noche tetrenal para internarse en una noche ilimitada; para no hablar de las terribles fantasfas que su mente desplegard en el momento en que la muerte estalle en su cuerpo. 129 El fiscal se_pas6 el paftuelo por la frente, como si estuviese sudando en aquella helada habitacién. —Pero la agonia —prosiguié el juez— es un estado, en el sentido preciso de la palabra, que tiene que ver mas coh la vida que con la muerte; por tanto, puedo suponer incluso que Ja sentencia ha venido a prolongarsela. Ahora bien: © nuestra vida s6lo es algo absurdo y accidental, que s6lo vale por si mismo, por ¢l velo de ilusién (previo a cvalquier otra ilusién) con que la vivimos, y entonces el hecho de vivirla unos afios mis, unos meses o unos dias incluso, se presenta como un don, como en el caso de los enfermos de cincer o de tarberculo- sis, y el absurdo resulta atin mas absurdo; 0, en cambio, forma parte de un designio inescruca- ble, y entonces esa agonfa servird para que este hombre pueda ingresar en algtin més alld con mis lucidez, con mas conciencia, quiz4 con mas Jocura, si no queremos decir con més te- ligién. —Pero yo creo que esa mayor conciencia, esa mayor religién, como usted dice, las alcan- zaré con una intensidad sin duda més dolorosa pero al mismo tiempo, gcémo dirfa?, mas libe- radora, en el transcurso de esas dos o tres horas: gue preceden a la muette. 130 —Nada de eso: en ese momento ya no hay conciencia de fa muerte, no puede decirse que entonces haya nada parecido a una idea de la muerte. Trate usted (aungue estoy seguro de que no lo conseguira) de ponerse en el lugar de ese hombre —ZNo le parece que esté buscando coarta- das para su comportamiento, para la vanidad, dirfa incluso, de su protesta en un contexto que sélo la tolera aumentando el sufrimiento de ese ser humano del que usted se ha valido para defender un principio, sin pensar en lo que ese hombre sufriria? —Bs cierto que la defensa del principio me ha importado més que la vida de ese hombre. Peto no se traea de una coartada, sino de un problema. Yo he salvado mi alma, los jurados han salvado fa suya. Esto puede parecer muy ‘comodo. Pero piense en lo que ocurrirfa si los sucesivos jueces se ocupasen de salvar la suya, —No ocurriré: eso Jo sabe usted tan bien como yo. —Claro que lo sé: y de allf la contraparcida de terror, de miedo, que siento no sdlo por este proceso... Peto me consuela imaginar que si todo esto, el mundo, la vida, nosotros mismos, no €s més, como se ha dicho, que el suefio de 131 alguien, entonces este detalle infinitesimal de su suefio, este caso de que estamos hablando, la agonia del condenado, Ia mia, la suya, quiz4 pueda setvir para avisarle que eseé reniendo un mal suefio, que debe volverse hacia el otro Indo, tratar de tener suefios mejores. Que al menos tenga suefios donde no exista la pena de muerte —Es una fantasia —dijo con voz cansada el fiscal. Luego, con el mismo tono de fatiga, aficmé—: Pero usted sigue teniendo miedo, terror. Si. —Yo también. De todo. 132

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