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El cuentista

Sergio Arturo Dávalos Vázquez

“…Entonces ella despertó, y vio al guardia que la taladraba con sus ojos, con el pensamiento; fue en

ese momento cuando entendió qué era la soledad.”

Termino de leer. Deposito las páginas, con cuidado, sobre la paleta de mi mesabanca. Qué

silencio. ¿Están impresionados? Seguro están tratando de digerir mi cuento, de superar la impresión.

Fijo mi atención en el gisgiseo que se alcanza a escuchar desde el otro salón. Cuando cuento 123

motas de polvo, que cayeron sobre mi cuento ya leído, dos bancas a la derecha, dos más hacia el

fondo, alguien se atreve a hablar. Por fin, el primer comentario. Yo quería escuchar una obviedad,

algo así como un “maravilloso”, “¡fantástico!”, o un “sin duda nuestro compañero posee una gran

pluma.” Pero más bien fue un desastre colosal, titánico, dinosáurico: “Esto es ininteligible.” Siguió

otra voz: “La verdad, parece un panfleto publicitario para papel del baño.” Y una tercera: “Es que

no utilizas la estructura del cuento.” Y el remate: “¿Lo escribiste o lo vomitaste?”

Puras tonterías. Ustedes son una bola de ignorantes –pienso. Me levanto, subo a mi

mesabanca y luego me trepo a mi orgullo, que en ese momento aumenta mi elevación más o menos

lo de dos directorios telefónicos. Grito, voz en pecho, y señalo a todos: “Puras tonterías. Ustedes

son una bola de ignorantes. Mi talento es obvio, el suyo es la promesa vacía de un político,

miembro del Partido de Escritores Malogrados, en campaña por atrapar a votantes incautos, o,

mejor dicho, lectores”. Mi ego aumenta, y también mi estatura, tanto como el manual de

instrucciones de un Boeing 747. “¡Lo que tienen entre manos es oro! ¡Ya no es un simple papel!

Ahora es el futuro de la literatura mexicana, en sus manos, hoy, ahora. Pálpenlo, gócenlo,

mastiquen el arte de las letras. Aprendan, si pueden.” Señalo al de bigote: “¿Y tú? ¿Lo leíste?

¿Eh?... Que sí, dices, que sí lo leíste. Eso denota inteligencia ¿Sabes? Pero no la suficiente como

para entender que estás ante alguien. Te doy un consejo: Pega este cuento en el espejo de tu baño.
Así, cuando te levantes cada mañana no tendrás que sufrir más con mirar la imagen de un escritor

mediocre. Tu día se iluminará y valdrá la pena el aire que respiras.”

Recorro mi vista, con mirada severa, sobre todos y cada uno de ellos. Me bajo del manual

del 747, guardo mis dos directorios telefónicos y doy un salto para aterrizar. “No vale la pena

continuar aquí”. Camino con paso decidido hacia la puerta… Para chocar con ella. Siempre olvido

que éstas abren hacia el interior. Cuando logro salir, la azoto lo más fuerte que pude. Le doy una

copia de mi cuento a la pobre chica del pasillo que saltó del susto: “Toma, que tu alma se apacigüe

con esta bella pieza de literatura”. Luego, recorro el pasillo y reparto varias copias a quienes están

allí. Tomo rumbo a la salida y me encuentro, oh casualidad de la vida, con nada más y nada menos

que Gustavo Adolfo Gómez Crowe: El gran cuentista, quien marcó las letras mexicanas en los

ochentas, a lado de Gonzalo Bonifaz, de Andrés Hurtado y Victoria Hortensia… En fin, es el líder

de la generación de los ocho bits. Me paro frente a él, lo tomo de las solapas de su saco y le digo,

con violencia, pero sin alzar la voz: “¿Qué hora es?” Él mira su reloj y dice “las dos y cuarto.” Le

contesto: “Dichoso usted que sabe la hora en que conoce al mejor escritor menor de 23 años en

México”. Tomo una pluma de mi mochila y la pongo con cuidado en la bolsa de su camisa: “Mire,

un pequeño y humilde regalo de mi parte. Úsela, tal vez le de un poco de talento”, y me despido

dándole unas palmadas en la mejilla.

Una vez en el camión, de regreso a casa, leo y releo mis palabras. Y las vuelvo a leer. Y

otra vez. Y de nuevo. Cuando llego, camino directo a mi cuarto. Mi mamá grita desde abajo:

“¿Cómo te fue con tu cuento?” Le contesto con la verdad: “Muy mal, estaba chafísima.” “Bueno,

cuando acabes de carcajearte puedes bajar a comer”.

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