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“…Entonces ella despertó, y vio al guardia que la taladraba con sus ojos, con el pensamiento; fue en
Termino de leer. Deposito las páginas, con cuidado, sobre la paleta de mi mesabanca. Qué
silencio. ¿Están impresionados? Seguro están tratando de digerir mi cuento, de superar la impresión.
Fijo mi atención en el gisgiseo que se alcanza a escuchar desde el otro salón. Cuando cuento 123
motas de polvo, que cayeron sobre mi cuento ya leído, dos bancas a la derecha, dos más hacia el
fondo, alguien se atreve a hablar. Por fin, el primer comentario. Yo quería escuchar una obviedad,
algo así como un “maravilloso”, “¡fantástico!”, o un “sin duda nuestro compañero posee una gran
pluma.” Pero más bien fue un desastre colosal, titánico, dinosáurico: “Esto es ininteligible.” Siguió
otra voz: “La verdad, parece un panfleto publicitario para papel del baño.” Y una tercera: “Es que
Puras tonterías. Ustedes son una bola de ignorantes –pienso. Me levanto, subo a mi
mesabanca y luego me trepo a mi orgullo, que en ese momento aumenta mi elevación más o menos
lo de dos directorios telefónicos. Grito, voz en pecho, y señalo a todos: “Puras tonterías. Ustedes
son una bola de ignorantes. Mi talento es obvio, el suyo es la promesa vacía de un político,
miembro del Partido de Escritores Malogrados, en campaña por atrapar a votantes incautos, o,
mejor dicho, lectores”. Mi ego aumenta, y también mi estatura, tanto como el manual de
instrucciones de un Boeing 747. “¡Lo que tienen entre manos es oro! ¡Ya no es un simple papel!
Ahora es el futuro de la literatura mexicana, en sus manos, hoy, ahora. Pálpenlo, gócenlo,
mastiquen el arte de las letras. Aprendan, si pueden.” Señalo al de bigote: “¿Y tú? ¿Lo leíste?
¿Eh?... Que sí, dices, que sí lo leíste. Eso denota inteligencia ¿Sabes? Pero no la suficiente como
para entender que estás ante alguien. Te doy un consejo: Pega este cuento en el espejo de tu baño.
Así, cuando te levantes cada mañana no tendrás que sufrir más con mirar la imagen de un escritor
Recorro mi vista, con mirada severa, sobre todos y cada uno de ellos. Me bajo del manual
del 747, guardo mis dos directorios telefónicos y doy un salto para aterrizar. “No vale la pena
continuar aquí”. Camino con paso decidido hacia la puerta… Para chocar con ella. Siempre olvido
que éstas abren hacia el interior. Cuando logro salir, la azoto lo más fuerte que pude. Le doy una
copia de mi cuento a la pobre chica del pasillo que saltó del susto: “Toma, que tu alma se apacigüe
con esta bella pieza de literatura”. Luego, recorro el pasillo y reparto varias copias a quienes están
allí. Tomo rumbo a la salida y me encuentro, oh casualidad de la vida, con nada más y nada menos
que Gustavo Adolfo Gómez Crowe: El gran cuentista, quien marcó las letras mexicanas en los
ochentas, a lado de Gonzalo Bonifaz, de Andrés Hurtado y Victoria Hortensia… En fin, es el líder
de la generación de los ocho bits. Me paro frente a él, lo tomo de las solapas de su saco y le digo,
con violencia, pero sin alzar la voz: “¿Qué hora es?” Él mira su reloj y dice “las dos y cuarto.” Le
contesto: “Dichoso usted que sabe la hora en que conoce al mejor escritor menor de 23 años en
México”. Tomo una pluma de mi mochila y la pongo con cuidado en la bolsa de su camisa: “Mire,
un pequeño y humilde regalo de mi parte. Úsela, tal vez le de un poco de talento”, y me despido
Una vez en el camión, de regreso a casa, leo y releo mis palabras. Y las vuelvo a leer. Y
otra vez. Y de nuevo. Cuando llego, camino directo a mi cuarto. Mi mamá grita desde abajo:
“¿Cómo te fue con tu cuento?” Le contesto con la verdad: “Muy mal, estaba chafísima.” “Bueno,