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El Grupo de los G-8 se ha constituido, con clara hegemonía de los Estados Unidos,
en un Supra-Estado que, a través del unívoco control ejercido sobre estratégicos
organismos internacionales: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco
Mundial (BM), la Organización Mundial de Comercio (OMC), incluida la
Organización de Naciones Unidad (ONU), administra la globalización, sanciona
nuevos intervencionismos a escala mundial, domina la competitividad, se arroga la
facultad de establecer las reglas del juego en lo tecnológico, las comunicaciones,
las finanzas, la producción, la comercialización, la educación, la geopolítica,
etcétera. Todo subordinado a sus propios intereses, más específicamente
colocándolos en las manos de los intereses privados y, en la mayoría de las
gestiones, a contrapelo de sus respectivas Constituciones y de la Legalidad
Internacional, alcanzando, a falta de restricciones legales y éticas mínimas, niveles
ilimitados e insospechados de corrupción (los escándalos recientes de Enron y
Worldcom son buenos ejemplos).
La lógica del sistema neoliberal (el libre juego de la fuerzas devastadoras del
mercado, la disminución efectiva del Estado en la economía, junto con la ausencia
calculada de políticas de protección a favor de los sectores sociales más afectados)
hace más fuertes y más ricos a los que controlan los capitales multinacionales y
más numerosos los débiles, pobres y miserables.
Esta desigualdad se ha convertido en el mayor reto que tiene por delante nuestra
humanidad en la doble acepción de la palabra: ética y como especie. La inequidad
es proporcionalmente equivalente a la inestabilidad política, a los resentimientos
sociales, a la injusticia, a la insatisfacción, al desasosiego, a la desesperación, a la
desesperanza, al empobrecimiento de la calidad de vida, pero no a la inacción. Tal
situación límite, con claras tendencias a magnificarse, puede llegar a explotar si no
apelamos a nuestra humanidad, insistimos, para evitar estas polarizaciones y dar
justa y digna respuesta y solución a dicho problema.
Parece ser que nos enfrentamos a una “plaga” y no a una “enfermedad” localizable
y fácil de combatir a través de un diagnóstico certero y de manera relativamente
rápida. No en balde hace unos meses el equivalente a Ministro del Trabajo de la
India afirmaba desesperadamente que el suicidio de campesinos pobres en su país
había adquirido proporciones “epidémicas”. ¿Será ésta la mejor forma de erradicar
la pobreza: la resignación y el desespero por ineptitud o mordaza? O peor aún,
¿poniendo en práctica políticas de “control poblacional” que deja a los pobres a la
fatalidad de la “libre concurrencia”, es decir, a la muerte por inanición, guerras,
terrorismo, enfermedades, epidemias, hambre? Esta última mediación horrorosa de
la pobreza coincide con el discurso de los ridiculizados “místicos neoliberales de la
crisis” que cínicamente sostienen que “los pobres son pobres porque quieren ser
pobres” y que su sufrimiento lo tienen bien merecido ya que radica en su
insubordinación, su pereza y su voluntad infrahumana. Lo que sí debemos asumir
como juicio de realidad, y no casual, es la incapacidad del Estado Neoliberal para
resolver por sí solo este grave dilema; no importa cuántas (la retórica del inútil
criterio cuantitativo) instituciones de “apoyo” a las comunidades existan o se
puedan seguir sumando: DIF, SEDESOL, DICONSA, LICONSA,
OPORTUNIDADES, Programa de Empleo Temporal, Programa de Zonas Áridas,
programas, programas, programas... ¡La pobreza en México sigue en aumento!