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La hija del barbero

De vez en cuando, Natividad venía al campo a visitarnos. Traía regalos y ropa vieja que

ella y sus primas habían dejado de usar. Era todo un evento abrir las cajas envueltas en papel de

colores y descubrir cintas y prendedores, medias satinadas y frasquitos de perfume, cepillos y

peines. Las bolsas causaban furor, aunque a Nati le diera vergüenza obsequiarnos cosas que ella

y sus primas consideraban pasadas de moda. La pobre Julia se vestía siempre de blanco por una

promesa que hizo mi madre, pero María Gloria y yo nos poníamos la ropa de Natividad y nos

sentíamos como si fuéramos modelos de revista.

La tía Lucrecia se había ido al pueblo cuando joven, y le fue bien, pues se casó con el

barbero, que era hermano del dueño de la botica y además estaba emparentado con la esposa del

que siempre salía alcalde. Nuestra prima Natividad—hija única—había vivido siempre rodeada

de pequeños lujos que a nosotras nos parecían fantásticos. En su casa cada cuarto tenía una

puerta con cerradura, los muebles hacían juego con las cortinas, y el piso era de losetas

brillantes. Natividad tenía su propia habitación, un escritorio, un librero, un clóset, y una

lamparita que dejaba encendida toda la noche porque la oscuridad le daba miedo. Cada vez que

empezaban las clases Nati tenía zapatos nuevos, lustrosos y con olor a cuero: nosotras usábamos

los que heredáramos de ella o de sus otras primas, aunque usábamos los viejos aunque nos

apretaran, porque a mami le parecía mal tirar un buen par de zapatos.

Cuando llegó Natividad ese junio para estar dos semanas con nosotras nos sorprendió

mucho: ella nunca se quedaba en el campo más de tres días, ni siquiera en verano, y María Gloria

se obsesionó con la idea de que algo estaba pasando con los padres de Nati. “Se van a divorciar,

y por eso la traen,” nos dijo a Julia y a mí mientras observábamos a Nati bajarse del coche con

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tres bultos. Yo pregunté en voz alta que dónde dormiría Nati todos esos días; Mari dijo que Nati

se movía mucho; y Julia dijo que nos turnáramos para dormir con ella, pero mi padre nos

fulminó con su mirada y nos callamos las tres. “Los niños hablan cuando las gallinas mean”, nos

dijo mi madre secándose las manos en el delantal y saliendo a recibir a su hermana.

A Natividad le encantaba leer, como a mí, y tenía más libros y revistas que los que había en

toda la biblioteca de nuestra escuela. Los primeros tres días se pasó todo el tiempo leyendo y

durmiendo encerrada en el cuarto con la cortina corrida. Mi madre no le pedía que ayudara con

las tareas de la casa porque era una invitada, pero estaba preocupada. Al tercer o cuarto día le

pedí a Nati que saliera afuera conmigo y me leyera en voz alta en lo que yo tendía la ropa, y

descubrió que era mejor estar afuera, aunque lo que hiciera fuera leer, que encerrada en nuestra

habitación. Como mami vio que conmigo Nati salía y era “más normal” no me hizo entrar a

ayudarla con el almuerzo sino que obligó a Mari, que casi nunca ayudaba con la comida.

A partir de entonces Nati y yo pasamos mucho tiempo juntas, leyendo sus libros por ahí por

el campo. Sólo las tardes de aguacero nos atrapaban en la casa, y entonces nos metíamos las

cuatro en el cuarto con unas latas de galletas de soda para las goteras. María Gloria siempre le

pedía a Natividad que nos contara cosas del pueblo, y Natividad nos contaba las cosas que había

oído en la barbería. “¿Pero tú estás ahí todo el día?”, le preguntó una vez Julia, como extrañada

de que el tío dejara estar a Nati en un lugar lleno de hombres. “No, pero les diré un secreto: de

mi cuarto sale una escalera que da al almacén de la barbería. Mi papá cerró y pintó la puerta de la

escalera hace años, y a mí hasta se me olvidó para qué era, pero un día encontré la llave, y la

guardé, y cuando me aburro en casa bajo las escaleras y me quedo ahí, sentada en el último

escalón por si mi papá abre la puerta del almacén, que me dé tiempo de subir corriendo. De ahí

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lo oigo todo…” Desde su rincón Nati conoció tan íntimamente como su padre a los hombres del

pueblo, reconociendo sus voces y sus chistes. Le prometimos que no le diríamos a nadie que ella

usaba las “escaleras secretas” de su cuarto.

Cuando Nati se fue todas nos pusimos tristes, incluso ella. Quedaban casi dos meses de

vacaciones y el tío nos prometió que la traería nuevamente.

El verano continuó tranquilo hasta llegar al final, y empezaron las clases otra vez y todo

volvió a ser como era, hasta que a principios de septiembre pasó algo terrible: Natividad

desapareció. Un día llegó el barbero a la casa, histérico, y nos preguntó si la habíamos visto. Mi

madre y yo estábamos desgranando gandules en el balcón mientras Julia hacía bollas en la

cocina. María Gloria había ido andando a la tienda de arriba a comprar pan para el café de la

tarde y no pasaba nada.

—¿Natividad no ha venido para acá?, dijo el tío casi sin haber terminado de bajarse del

coche.

Mi madre y yo nos habíamos puesto de pie al ver llegar el coche, sacudiendo las vainas que

se nos quedaban pegadas de la ropa y limpiándonos las manos como podíamos. La pregunta nos

tomó por sorpresa y nos quedamos ahí paradas como tontas. Julia salió de la cocina al escuchar

el motor y llegó hasta el balcón antes de que pudiéramos terminar de interpretar las

incomprensibles palabras. “¿Cómo va a llegar aquí a pie?”, dije yo, a la vez que mi madre

preguntaba “¡¿Se perdió la nena?!”, como si Natividad tuviera cinco años. Julia y yo nos

miramos con caras de lechuzas y un horrible sentimiento de miedo en la boca del estómago. El

tío dijo entre lágrimas que desde ayer por la tarde no sabían de ella, que llegó de la escuela con

sus primas, que su madre no estaba en la casa porque se estaba arreglando las uñas, y que al rato

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las primas asomaron la cabeza a la barbería y le pidieron la bendición antes de seguir para su

casa, como siempre. Cuando él subió a comer llamó a Nati y ella no respondió. Abrió la puerta

de su cuarto y vio una nota sobre la cama hecha que decía, “me siento sola aunque no lo estoy.

Me voy.” El se había puesto histérico—me lo imaginé abriendo las puertas gritando ¡Natividad!

¡Natividad!—y la tía se puso peor cuando se enteró, y estuvieron toda la noche despiertos y

llamaron a la policía pero nada, no aparecía.

María Gloria, que llegaba con el pan tarareando como siempre, se quedó quieta al lado de

la verja de alambre al escuchar los gritos del tío. Y yo pensaba: Nati se escapó por la escalera

secreta. Pero me mordí la lengua para no decir nada.

Mis padres no durmieron esa noche. Hablaban bajito para que no los oyéramos, pero

nosotras tampoco podíamos pegar ojo. No fue hasta la madrugada cuando dejaron de hablar,

sorprendidos quizás por los gallos y el cambio de luz, y también yo dormí un poco entonces,

vencida por el cansancio y los nervios.

Por la mañana mi madre convenció a mi padre de bajar al pueblo, y él accedió gruñendo.

En el asiento de atrás mis hermanas iban tratando de adivinar todos los lugares y peligros en los

que había estado Natividad estas dos noches, y yo iba rezando que Nati estuviera en su cuarto

cuando llegáramos a su casa. “Eso es que está enamorada,” concluyó María Gloria cuando todos

nos preguntábamos por qué se había escapado Natividad.

Había una pequeña conmoción frente a la barbería. Las vecinas, los clientes usuales, tres

policías, las primas de Nati, sus amigas; en fin, medio pueblo estaba parado por ahí, como si

fuera un rosario. Mi padre refunfuñó algo de tener que ir a la ferretería y regresar por nosotros

más tarde, y nosotras llamamos a la tía, mi madre gritando sobre la conmoción: “¡Es Cielo, mija,

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abre!” Abriendo la puerta apenas una rendija y sin saludarnos, la tía nos mandó a mis hermanas y

a mí a que fuéramos al cuarto de Nati, y ella se encerró con mamá en su propia habitación al otro

lado del pasillo. “Seguro que se escapó por la escalera”, dijo Mari en voz muy baja, y se puso a

abrir gavetas buscando las llaves. Julia reflexionó: “pero el tío la hubiera visto si salía por la

barbería…” Tratamos de forzar la puerta, de abrirla con los pinches de pelo de Nati; seguimos

buscando. “Seguro que se escondió en la escalera, esperó a que el tío subiera, y por la noche, se

salió por la barbería…” dijo María Gloria. Sí, dije yo, eso sería… Y me senté en una esquina de

la cama, dejando que mis hermanas rebuscaran por todas partes, sacando y mirando los libros

que tenía Natividad en su mesita de noche, hasta que vi uno que tenía un papelito pegado en la

portada escrito a mano que decía “para Lucía: SECRETO”. Justo en ese momento nos llamó la

tía, y con el pretexto de acomodar la colcha y enderezar las cosas que mis hermanas habían

desordenado me quedé unos minutos más en la habitación y me metí el libro debajo de la blusa.

Mi madre estaba llorando y mi tía no nos dijo nada mientras el tío bajaba con nosotras las

escaleras, también en silencio, y con su cara retorcida de amargura.

Era su diario. Natividad me confió su diario. Al llegar la noche, me salí de casa y me fui al

patio con una linterna y una frisa y me puse a leerlo en el banquito de madera que había hecho

mi padre para sentarse a fumar. Y encontré una historia que Nati no nos había contado cuando

estuvo con nosotras en verano.

Una noche hubo un intento de robo en la farmacia, y todo el pueblo quedó revuelto y en

revuelo. Al otro día el tío recordó de repente la puerta del almacén de trastos, y se puso nervioso

pensando que si alguien forzaba la entrada del negocio podría subir hasta el cuarto de Nati. El

dueño de la panadería Carmen le dijo que tenía un muchacho trabajando, que acababa de llegar

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de Nueva York y que podía arreglarle la cerradura, ponerle una buena y a prueba de robos. “Lo

que tienes que hacer es poner una tranca cruzada al otro lado de la puerta y ya está,” sugirió un

viejo que se pasaba toda la mañana en la barbería leyendo el periódico y hablando del tiempo. El

tío miró la perilla mohosa de la puerta del almacén y decidió pagarle al empleado del panadero

para que hiciera ambas cosas, sin saber que Nati escuchaba desde el almacén mientras recogía el

cojín, la linterna, y las cosas de la escuela que había bajado, como siempre, para hacer sus tareas.

Así que al otro día por la tarde llegó Lito, el muchacho de la panadería, a reforzar el cerrojo

de la puerta del almacén, y Nati no aguantó la curiosidad por ver a este muchacho recién llegado

de Nueva York, y se quedó oculta a media escalera, esperando a ver qué oía, confiada en sus

dotes de espía. Pero el muchacho resultó ser tan curioso y sigiloso como ella, y como vio una luz

al fondo del almacén se acercó tan pronto el barbero volvió a sus clientes, sin hacer ruido. Ahí

encontró a mi prima, que no se lo esperaba, y al parecer se quedó mirándola embobado en lo que

ella, nerviosa, se marchaba escaleras arriba. Pero a mitad del camino regresó, y de cerca, le pidió

en voz baja que no le dijera a su padre que la había visto allí, y él le contestó que sería su secreto,

y le tocó la cara con su mano olorosa a pan.

Después de ese encuentro iba el tal Lito a la barbería más frecuentemente de lo que le

crecía el pelo, a ver si Nati entraba en la barbería. Pero como no lo hacía, decidió pasarle una

notita disimuladamente bajo la puerta del almacén, seguro de que ella estaría por ahí: “Se que tu

papa es muy seloso de tí, pero me muero de ganas de verte de nuebo y poderte conoserte. Dime

donde y la óra.” Natividad leyó la nota con manos temblorosas, corrigiéndole inconscientemente

los errores y sintiendo que el corazón se le volvía una motita de algodón. Unos días después,

cuando llegó Lito a que le afeitaran los cuatro pelitos que con esfuerzo se había dejado crecer,

Nati asomó una notita por debajo de la puerta, sabiendo que su galán estaría pendiente, y esperó

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a que éste pudiera acercarse con algún pretexto a recogerla. “No puedo salir de mi casa por el día

porque la puerta de la calle está frente a la plaza y en cinco minutos alguien se lo diría a mi

padre. No puedo salir por la noche porque el cuarto de mis padres queda frente a la puerta de

casa y mi madre que duerme muy mal lo oye todo. Pero si llegas a la barbería a la medianoche

yo te abro.” A Nati le hacía gracia lo de la medianoche, le sonaba a libro de fantasía, a romance.

Para las cosas de la escuela Nati era muy inteligente, y para manipular a sus padres

también. Pero con este tal Lito mi prima fue una ingenua, crédula, boba; no se resistió a sus

palabras y a sus encantos —escasos por demás— y no vaciló en aceptar sus visitas nocturnas a

partir de esa noche, hasta que llegó el verano.

Nada de esto nos había contado Nati cuando se fue a quedar con nosotras en el campo. Y

con razón, pues se quiso ir a quedar con nosotras porque Lito perdió su empleo en la panadería

por quedarse dormido en el trabajo. Y sin que supiéramos nada, cuando todos dormíamos, se

salía sigilosamente de la cama y se encontraba con Lito en la tienda de arriba, que de casualidad

era de su tío, caminando en la oscuridad de la carretera sin postes y sin aceras por quince

minutos hasta dar con el negocio, que más que tienda era un bar que vendía pan y algunos

productos enlatados, y que tenía dos mesas de billar al fondo.

“Lucía, estoy encinta”, escribió Nati en la próxima página, y desde ahí el diario parecía una

carta para mí. Al principio no entendí. Miré el cuaderno como si estuviera escrito en chino. Leí

esa frase una y otra vez. ¿Cómo que encinta? Las dos teníamos catorce años. A los catorce años

una no está encinta; eso le pasa a la gente grande; eso no pasa si una todavía juega al veo-veo y

se sube a los árboles a bajar mangos y hace bombas de chicle y tiene los senos pequeños y no…

qué sé yo…

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La semana después de volver al pueblo, la vida de Nati empezó a cambiar. Se la pasaba con

náuseas y mal cuerpo, se sentía rara, tanto que la tía se la llevó donde Salomé, la espiritista,

porque lo de Nati le daba mal rollo. Doña Salomé le leyó las cartas, ladeando su cabeza como

hacen los perros para escuchar mejor, y entregó su veredicto: “A esa niña se le ha pega’o un mal

espíritu, y lo lleva adentro.” Y le dio una receta a la tía, un papel con los nombres de los

remedios que tenía que comprar y las instrucciones de lo que tenía que hacer, diciendo con una

sonrisa sarcástica, “tráigala de nuevo en una semana, porque después que estas yerbitas la hagan

tirar pa’ fuera lo que lleva dentro, hay que hacer otras cositas si quiere que siga pareciendo

señorita...” La tía abrió los ojos con cólera, le dio una bofetada a Nati frente a la espiritista, y se

la llevó para la casa a jalones, susurrando que era una desgraciada, una puta barata. ¡A su edad!

¡Le daba vergüenza que fuera su hija! Esto no se lo decía a su padre, porque era capaz de casarla

—con el sobrino de Frankie, el viejo de la tienda en el campo, ese tal Lito, ¿verdad? Ya lo había

visto ella rondando la barbería— y que todo el mundo se entere de que su hija metió la pata, que

todo el mundo piense que en su casa no había control ni moral ni decencia. ¡Qué vergüenza!

¡Qué no dirían de ella y de su padre! ¡Un chisme para toda la vida! ¡Y casarla así sin boda y a esa

edad, para que vivieran en casa los cuatro, los cinco! ¡Ni loca!

Pero las precauciones de la tía para evitar un matrimonio prematuro y vergonzoso no tenían

razón de ser. Hacía unos días Nati le había dicho a Lito, que iba al pueblo a verla cuando podía,

que no le bajaba el periodo, que tenía náuseas, que tenía miedo. Y Lito —mucho más listo que

ella— le dijo que no se preocupara, que todo iba a estar bien. Y que aprovechaba la ocasión para

decirle que se tenía que ir un tiempo a casa de otro tío en Vega Baja, que trabajaba en la

construcción. Natividad no entendía por qué tenía que ser justo en ese momento, pero él le dijo

que era una casualidad que fuera ahora, pero que mejor aún, porque ese sí era un buen trabajo, y

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que él volvería pronto y todo estaría bien, mejor que antes, y que se la llevaría con él. Y se fue.

“Él va a volver, Lucy, va a volver por los dos,” me escribió la boba de mi prima, “pero ahora me

siento muy sola…” Ay, Nati, ése no vuelve ni amarrado, pensaba yo mientras leía…

Al segundo día de tomarse el “remedio” que le dio la espiritista, Nati cayó en cama,

sangrando y alucinando, y la tía buscó corriendo a la bruja. Doña Salomé se asustó al ver la

cantidad de sangre que salía del cuerpecito flacuchento de mi prima, y le amarró un paño mojado

en agua bendita en los ojos mientras la limpiaba. “Ese espíritu no la quiere dejar, y se la quiere

llevar consigo. Hay que hacerle un despojo. Y tienen que llevar luto por un mes.” Pero pasó el

despojo y pasó la sangre, y a Natividad la panza le seguía dura, los pechos doloridos. “Mi madre

y la bruja creen que ya estoy ‘limpia’, pero yo sé que estoy encinta. Me siento igual que antes, y

me está creciendo la barriga. Me pongo ropa ancha para que no se den cuenta; no me ha bajado

el periodo… yo sigo encinta…” La letra de Nati se veía cada vez más desordenada, y las

palabras parecían encaramarse unas sobre otras. Pasaban días sin que el diario registrara nada, y

de repente, páginas enteras donde repetía lo mismo. “Mami me está volviendo loca. No me deja

un segundo sin mencionar lo que pasó, sin reprocharme el hacerle esto a mi padre —¿qué le he

hecho yo a mi padre, si él ni siquiera sabe nada? Mi padre no tiene nada que ver… Y por hacerle

esto a ella. “¿Qué hubiera pensado la gente si se entera?”, me grita. Nada hubiera pasado, pienso.

Que dirían cosas. Daría igual. A mí no me importa que me odie. Ella siempre me ha odiado, tú lo

sabes, Lucy, y no me importa. Pero sí me importa que no me deja en paz, no me deja en paz,

todo el día, todo el tiempo me dice cosas, me hostiga… y se le ha metido en la cabeza que el

fantasma de mi bebé está en la casa, porque la espiritista vino y le dijo que el espíritu de “eso”

que yo había llevado dentro no me quería dejar. Y ahora se la pasa quemando yerbas y regando

agua bendita, y ya no soporto más, Lucy. Y Lito no llega. ¿Cuándo vendrá a buscarnos?”

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Y eso fue lo último que escribió la prima Natividad.

Yo quería decirle que Lito era un pendejo y que la tía era una egoísta. Quería decirle que

aunque la tía no la quisiera yo la quería mucho, y que el tío la adoraba, y que mi madre y mis

hermanas y hasta mi padre la querían también. Que nos daba igual que estuviera encinta, que

tuviera un niño, que hubiera metido la pata, que nos hubiera mentido. Que la ayudaríamos, que la

recibiríamos, que volviera a casa, que estaríamos bien. Pero no pude decirle nada, porque no

volvió.

—¿Tú eres prima de la hija del barbero, verdad?

—Sí.

Han pasado años, y todavía ella no es, ni siquiera en el recuerdo, una persona. La hija del

barbero, que salió encinta a los catorce años y que se volvió loca —no, que lo abortó y se volvió

loca, como que no lo aceptó y le siguió creciendo la pipa, sin tener nada— eso pasa, dicen, un

falso embarazo: la mujer se cree que está encinta y hasta pare de embuste —eso no fue: ella sí

estaba encinta, pero por lo del aborto fallido el bebé le salió deforme, le salió mal, tú sabes, y

ella lo mató. Lo ahogó con una almohada.

—¿Y cómo está tu tía?

—No sé. Yo nunca la veo.

Avemaría y que irse así, de la noche a la mañana, sin decir ná’. Hacerle eso a esos padres

que la querían tanto, ¿tú te imaginas? —pobre padre, perder así a la hija… por lo menos él ya

está mejor. Porque la mai no, la mai quedó mal, y como encima la dejó el marido… —por eso es

que yo lo digo: los muchachos de ahora son unos ingratos, no saben lo que es la familia, no

respetan. No, ya no hay vergüenza en este país—dicen que la han visto que por Corozal —

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Santurce — Manatí— pidiendo — puteando — arrastrándose por las cunetas — loca — tecata

— borracha — sola — con el hijo — con un muñeco — llorando todo el tiempo — riéndose sola

— cantando canciones de cuna — muda — escondiéndose en las esquinas — deambulando.

Ese verano nosotras crecimos.

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