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HOMBRE DE POCA FE

Gilma Luque. Mondadori, 186 pp.

Desde la inmovilidad, la voz.

Hombre de poca fe es una novela que se narra desde ese estado estático que ahuyenta la
voz y el tacto. Olorosa a vapor (el aroma “de los que van a morir”), Alfonsina, la
protagonista de esta obra, convalece en el lecho del hospital tras el paso de una bala en
su cuerpo, consecuencia de cierto pacto fallido con uno de los hombres de su vida.

En cierto sentido, esta una novela contiene lo que podríamos llamar las instrucciones
para el arribo al infierno, o bien, para viajar en el tiempo. Palabras y balbuceos
soterrados pugnan por liberarse del vórtice del recuerdo, pero se estancan en la garganta
entubada de la protagonista, obligada a contemplar el espectáculo del espejo inamovible
del tiempo. La efectividad de la ópera prima novelística de Gilma Luque radica en la
elección de su lenguaje contenido, propicio para narrar sucesos terribles sin caer en las
pretensiones de la narración tremendista; la joven autora apuesta por el difícil juego de
la inmovilidad, muy peligroso porque en ese estado no hay acciones aparentes, es decir,
narrativa visible.

Si a decir de Heráclito, la vida del universo radica en el movimiento, ¿qué se puede


esperar del no movimiento, de la parálisis? Luque ha decidido investigarlo. Autores
como el norteamericano William Gadis en Ágape se paga o el afgano Atiq Rahimi en La
piedra de la paciencia, habían explorado la parálisis. El personaje del primero,
inmovilizado en el lecho, elabora una teoría del universo que bordea fronteras entre la
locura y la cibernética primitiva. Rahimi, recurre a un soldado de la yihad que yace en
estado vegetativo, alojando una bala en la cabeza, y a quien su esposa realiza
confesiones inefables como si se tratase de esa piedra legendaria ante la que el ser vacía
sus desilusiones y miserias... hasta que la piedra explota y se obtiene la liberación. En
contraparte, la autora de Hombre de poca fe prefiere remitirse al abismo de la memoria,
recurriendo también a la confesión en su espacio interior como suerte de diálogo con la
totalidad del mundo y con los personajes de su pasado, en particular su amado e
imposible Tomás: por una parte la viva representación del eterno masculino; por la otra,
la de la carencia absoluta de fe.

El abordaje de la fe como fuente de esperanza, o producto del amor, nos replantea el


portento de andar sobre las aguas, del desplazar montañas; en el polo opuesto, la pérdida
de la fe es la pérdida de todo. Sin duda, la premisa de esta obra se concreta en palabras
de la propia autora: "En el destino no hay atajos". Y el destino de Alfonsina, así como el
de todos nosotros, es el de la invención de un mundo de imposibilidades. Estamos
condenados al espejismo y al recuerdo del espejismo.

Ya que esta novela se arroja a la exploración de la imposibilidad, debe pasar


necesariamente por la traición; como carga de conciencia, Alfonsina llevará el peso de
haberse hecho pasar por Antonia, su gemela, para suplantar el amor. Hay, pues, juegos
con la identidad, ese tema fascinante que implica el mimetismo, además de dosis de eso
que, citando a la escritora, es “la excitante perversión del engaño”. Resulta llamativo que
el imaginario de Alfonsina (o Luque) esté poblado por escarabajos y hombres escarabajo
en posible homenaje a Kafka; ya sea por las múltiples significaciones de este insecto
tanto en la novela como en la cultura universal, o el estado de Alfonsina en la antesala de
la muerte, se antoja asociarlos con esos aliados que llevaban los egipcios al viaje eterno
y eran entregados ante los dioses del Juicio como su propio corazón. “No te alces contra
mí como enemigo”, rezaban los moribundos al escarabajo y así podría implorar
Alfonsina a la entidad pulsante de su memoria.

El amor es mentira y eso es lo que lo eleva; sustraído de la verdad transforma a los seres
y los impulsa, para luego aterrizarlos en el desengaño: sólo así, mostrándosenos al final
traicionero, es como podemos apreciar su contundencia; de otro modo sería insulso,
indigno de ser nombrado. Al abordar el alejamiento del amor, Luque nos regala una
bella alegoría al compararlo con al partida de una parvada de aves: “Los pájaros vuelan
negros, pequeños, y sólo se queda la soledad del árbol [...] Pero como árbol permanecí
inmóvil, ¿cuándo se ha visto un árbol abandonar las aves que lo habitan, un árbol con
alas?”

Volvamos a la inmovilidad. El ser puede hallarse condenado a un espacio restringido,


sobre su lecho aséptico en el hospital, consiguiendo que se disparen mecanismos
potentes que lo impulsan en el tiempo. Ese es el secreto del viaje en el tiempo: yacer en
el decúbito dorsal, sobreviviendo a la travesía errada de un proyectil. Los monstruos que
enfrentara Alfonsina en su experiencia vital, de vaivenes amatorios fallidos, en nada se
asemejan a los que encara sometida a su voz interior, persistente como el flujo caudaloso
de un río tan distinto al de Heráclito que nunca se repite. El experimento de Gilma
Luque arroja otras posibilidades de la inmovilidad: el flujo de la conciencia ante la
carencia de voz en su personaje resulta la manifestación más aterradora del silencio,
mucho más cuando, asumida la mudez, la autora se propone el reto de narrar en la
segunda persona del singular sin la repetición de esquemas conocidos.

Hombre de poca fe ha empezado a ganarse, a fuerza de puro pulso, su propio lugar en la


literatura de México.

Isaí Moreno

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