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El Glotón (Recetas insólitas y anécdotas picantes.

Libro de cocina para hombres), de


Ugo Tognazzi. Ed. Crea, año 1981.

Traducción de Nora Tänzer.

Tognazzi (1922 -1990) comenzó a trabajar muy jovencito en una fábrica de


embutidos, en 1944 ganó un concurso para aficionados que le abrió las puertas de
la revista y el espectáculo de variedades, unos entornos en los que obtuvo cierto
éxito junto con Raimondo Vianello. Esta pareja alcanzó todavía más popularidad en
los años 50 con un afortunado programa televisivo, hasta que les echaron por
alguna broma imprudente. Debutó en el cine al lado de Walter Chiari en “I cadetti
di Guascogna” (1950) de Mario Mattoli, a la que le siguió un sinfín de comedias de
modesto nivel. El giro se produjo en 1961: fue entonces cuando demostró toda su
capacidad al dirigirse a sí mismo con maestría en “Il mantenuto”, mientras Luciano
Salce le ofreció el papel del fascista Arcovazzi en “El federal (Il federale)”. Fue el
principio de una carrera extraordinaria: en los años siguientes pudo demostrar su
eclecticismo interpretando a los tipos más variados: del maduro ingeniero que se
pierde detrás de una chiquilla en “Deseo loco (La voglia matta)” (1962, también
realizada por Salce) al desdichado protagonista de “L’ape regina” (1963; ésta fue la
película que marcó el inicio de su extraordinaria amistad con Marco Ferreri), de las
caracterizaciones grotescas y pasadas de rosca de “Monstruos de hoy (I mostri)”
(1963) de Dino Risi al despiadado retrato de un burgués en la amarga “La
bambolona” (1968) de Franco Giraldi. Capaz de cambiar fácilmente de registro, no
desdeñó los personajes desagradables (el charlatán de feria de la soberbia “Se
acabó el negocio (La donna scimmia)”, 1964, de Ferreri o el incauto maníaco sexual
de la agria “Venga a tomar café con nosotros (Venga a prendere il caffè... da noi)”,
1970, de Alberto Lattuada). Tognazzi fue galardonado con la Palma de Oro al mejor
intérprete en Cannes por “Historia de un hombre ridículo (La tragedia di un uomo
ridicolo)” (1981) de Bernardo Bertolucci, pero obtuvo sus mayores éxitos gracias a
las dos series a las que dieron inicio “Habitación para cuatro (Amici miei)” (1975)
de Mario Monicelli y “Vicios pequeños (Il vizietto)” (1978) de Edouard Molinaro.
Dirigió cinco películas y fue uno de los mayores representantes de la comedia a la
italiana. Tognazzi, tan proclive a adorar a un buen plato de spaghetti como una
hermosa mujer, se interpreta a sí mismo en este libro. En la Primera Parte, titulada
Autogastrobiografía, rememora divertidos episodios de su vida. La Segunda Parte
contiene recetas de fácil realización, dedicadas a los hombres que cocinan. La
última parte se ocupa de La Gran Comilona refiriendo anécdotas de su filmación,
del director Marco Ferreri y de sus colegas Mastroianni, Piccoli y Noiret. El Prefacio
que el autor redactó se inicia así: En mi casa de Velletri hay una enorme heladera
que escapa a las reglas de la sociedad de consumo. No es una maxiphilco, una de
esas espectaculares heladeras panzudas de color blanco polar. La mía es de madera
y ocupa una pared entera de la gran cocina. Por las cuatro ventanillas se puede
espiar su interior y regodearse con la vista de los embutidos, los quesos, los
terneros, los cuartos de res que cuelgan, majestuosos, de lustrosos ganchos. Esta
heladera es mi altar privado. De vez en cuando ocurre que, por la mañana mi
mujer me sorprende arrodillado frente a ese fetiche, ese tótem de la aventura
humana. Allí estoy, ensimismado en la contemplación, en espera de inspirarme
para el almuerzo...
El Glotón
Hugo Tognazzi

PREFACIO

En mi casa de Velletri hay una enorme heladera que escapa a las reglas de la sociedad de
consumo. No es una "maxiphilco", una de esas espectaculares heladeras panzudas de color
blanco polar. La mía es de madera y ocupa una pared entera de la gran cocina.

Por las cuatro ventanillas se puede espiar su interior y regodearse con la vista de los
embutidos, los quesos, los terneros, los cuartos de res que cuelgan, majestuosos, de lustrosos
ganchos.

Esta heladera es mi altar privado.

De vez en cuando ocurre que, por la mañana mi mujer me sorprende arrodillado frente a ese
fetiche, ese totem de la aventura humana. Allí estoy, ensimismado en la contemplación, en
espera de inspirarme para el almuerzo...

Esa imagen, indudablemente paradójica, les puede dar una idea de lo ascético que es mi
apego a los prosaicos placeres de la mesa y, por lo tanto, de la vida. Y como, en el fondo, de
considerárseme un mártir del hogar, aunque, por lo general, sobre las brasas ardientes
prefiero no extender mi persona sino (eso si que con infinito cuidado) las costillitas de
mamón.

Llevo la cocina en la sangre y pienso que, sin duda, esta se halla formada por glóbulos rojos y
glóbulos blancos pero, en mi caso, también por un discreto porcentaje de salsa de tomate.

Tengo el vicio de la hornalla. Estoy enfermo de "espaguetitis". Para mi, es cocina es la


habitación mas shocking de la casa.

Nadie mejor que yo comprendió el hermetismo de Quasimodo: por una aceituna pálida yo
puedo realmente delirar.

Conozco las entradas de servicio y los cocineros de los mejores restaurantes de Europa.

¿El actor? A veces me parece que lo hago por hobby. Comer no: yo como para vivir.

Y me siento vivo delante de una olla. El aceite que dora es música para mis oídos. Sería capaz
de usar el perfume de un buen tuco como loción para después de afeitar. Un plato de
tallarines entrelazados o una pieza oblonga de carne asada son para mí esculturas vitales,
dignas de un Henry Moore.
Después de haber preparado una cena, mi mayor satisfacción es recibir la aprobación de los
amigos-comensales. Y en esto, en suma, no hago sino repetir lo que me sucedía en el teatro y
que ahora, con el cine, me ha llegado a faltar: el contacto directo con el público.

En mi relación de amor con la cocina no tengo mediaciones ni prescripciones: soy el creador


de la escena y su ejecutor, el demiurgo que transforma las inertes palabras de una receta en
una sabrosa y colorida realidad, armonizando y proporcionando los ingredientes, percibiendo,
también emotivamente, el punto justo de cocción, participando visceralmente en la fritura
de las papas, sufriendo junto con el ajo en el aceite hirviendo, extasiándome al sofreír,
regocijándome con cada jugo, perdiéndome entre los aromas y los olores, amando una hojita
de albahaca recién recogida, inmolada sobre los humeantes mostacholes al tomate.

La mía es una cocina de arte. La sufro como pocos. Por eso también atribuyo una
fundamental importancia a la escenografía que la acompaña, a la atmósfera que la rodea, a
todo ese flujo de sensaciones agradables que llegan de la memoria o del ambiente y que
asaltan con prepotencia el plato que uno tiene delante, enriqueciéndolo con antiguos y
novísimos significados.

Así como cada objeto susurraba a Proust recuerdos lejanos y sepultados, cada alimento me
recuerda tiempos perdidos o reencontrados. El puchero de gallina, por ejemplo, me hace
volver a la abuela, a los domingos de Cremona, a la mostaza, y las frambuesas frescas me
recuerdan lejanas y raras vacaciones en la montaña, con mis padres.

Avidez, glotonería: palabras tontas, dictadas por la moral corriente, punitiva y masoquista.
Cada cual es libre de hacer su elección, aun la de morir repleto de tole gras o consumido por
los embates amorosos. Develemos estas dos sanas, grandes y materialistas pasiones, durante
demasiado tiempo recluidas en el gueto de la pecaminosidad. Re exhumemos esa moral
epicúrea de la felicidad y de la vida, engrandecida por la romanidad y el Renacimiento;
acerquémonos nuevamente y participemos del flujo ininterrumpido y secular de la baba, del
esperma y de la mierda; recuperemos, en el caso de la comida en particular, una dimensión
que se está desintegrando cada vez más, asediada por tropeles de envasados al vacío, de
productos congelados, y de comidas en lata.

Había una vez una abuela, una mamá, un campo y una huerta.

Recreémoslos. De nosotros depende.

Y, después de congraciarme, algunas necesarias advertencias.

Este volumen se compone de tres partes.

La primera, que he querido llamar "autogastrobiografía", comprende, en efecto, una serie de


recuerdos que se remontan a episodios de mi vida, desde los más alejados en el tiempo a los
más recientes. Partiendo de presupuestos autobiográficos, he querido escribir unas "tranches
de vie" en las cuales, como sucede en la vida de cada día, por una razón u otra siempre está
presente la comida. Para un gastrónomo como yo, contar un poco de mis asuntos a través de
la comida es la mejor manera, si no la única, de narrar algo.

La segunda parte está compuesta por mis recetas más fáciles de realizar, porque amo la
cocina simple, la que no lleva demasiado tiempo, aunque sea un pedante perfeccionista hasta
para preparar los espaguetis a la manteca o los huevos fritos. Les advierto de entrada que tal
vez ya conozcan alguna receta (también porque he divulgado muchas, cada semana, a través
de los micrófonos de "Gran Varietá"); pero seguramente descubrirán ese algo más o menos o
diferente que, modestia aparte, les asegurará una ejecución perfecta y, por lo tanto, el
éxito.

La tercera y última parte del libro está dedicada a La grande bouffe y a las recetas de las
comidas que fueron protagonistas del film homónimo (titulado en castellano La gran
comilona). Un chispeante fuego de artificio final que no dejará de satisfacer su fantasía y,
sobre todo su paladar.

No me queda sino desearles una buena lectura y buen provecho con

Ugo Tognazzi

AUTOGASTROBIOGRAFIA

(Confesiones viscerales)

1930

La Tía del caldo

Había nacido apenas tres días antes, y el tío del Milan1 ató á mi atributo masculino una
cintita roja y negra. Siempre me pregunté qué habría ocurrido si, en lugar de un varón,
hubiera nacido una niña.

El tío del Milán ni siquiera era mi tío sino, simplemente, un compañero de negocios de mi
padre que había oficiado de padrino en mi bautismo. Lo llamaba tío igual que todos los niños
obligados á llamar tío, por orden de los padres, á los extraños de la casa á quienes se quiere
conceder una mayor intimidad.

Ya poseía una veintena de tíos verdaderos: la mitad por parte de madre y la otra por parte de
padre, más el tío no tío que para mi fue, sin embargo, el tío más tío de todos porque me
llevaba á los partidos de fútbol y me enviaba tarjetas postales con las firmas de los
jugadores.

Los tíos de verdad se dividían en: las tías de las muñecas, el tío del carbón y el tío cajero (por
parte de mamá). El tío rico, el tío de los plásticos, el tío inventor, la tía del caldo, el tío de
los géneros, la tía bonita, el tío pobre y otros menos definidos (por parte de papá). Todos
sobrenombres que les había endilgado el tío del Milán.

Tan del Milán era que:

a) vivía, naturalmente, en San Siro.

b) su departamento estaba totalmente tapizado en rojo y negro.

c) a rayas, del mismo color, eran también sus pantuflas.

Cada habitación estaba literalmente cubierta de cuadritos enmarcados a la inglesa, solo con
fotos de jugadores de fútbol en el momento de estrecharle la mano. Equipos completos, con
los cinco delanteros de pie, los tres mediocampistas en cuclillas, los dos defensores sentados
y el arquero acostado con la pelota aplastada contra el suelo. Estaba la foto del fabuloso
seleccionado de Uruguay "Campeón del mundo". Una acrobática "chilena" de Piola. Un
cabezazo "rasante" de Meazza. La faja blanca sobre la cabeza de Bartolini; y el Milan F.C. de
1910, 1911, 1912, 1913, 1914, 1922, 1923, 1924, 1925 (con saludo fascista) hasta 1930 más o
menos.
El domingo, si el Milan ganaba, se emborrachaba; si perdía, se iba a la cama a las ocho, sin
cenar. Logró convencer a mi padre de mudarnos de casa cuando supo que en nuestro edificio
de vía Marconi, en Milan, había venido a vivir Viani, centro-half del Ambrosiana-Inter, el
mismo que luego se convertiría en técnico-mago, representante de los jugadores de pos-
guerra.

Mi padre, a quien no le importaba nada el fútbol, pero que no quería malograr sus relaciones
comerciales con el tío, trasladó a la familia a Porta Magenta, un poco más cerca de San Siro,
y así me salvé del peligro de un plagio interista.

Nunca indagué por qué el tío maníaco de los sobrenombres llamaba a mi padre "Ceolin", a mí
"cavalíere" y a mi atributo masculino, marcado ya perennemente por la cintita roja y negra,
"Jettatore". El hecho es que, antes de llevarme al partido, me hacia un agujero en el bolsillo
de los pantalones y pasaba por él un diablito de madera rojo y negro, que yo tenía que
mantener con una mano metida en el bolsillo, apoyado sobre el "Jettatore". Solo cuando el
Milan marcaba un gol podía sacarlo y agitarlo en señal de júbilo.

Un domingo, el Milan perdió 5 a 0. El tío se fue a la cama sin cenar y murió de infarto. En su
testamento espiritual me dejó en herencia el ser hincha del Milan y a los demás tíos. Buena
parte de estos fueron a hacerle compañía. El tío rico, porque "el que tiene dinero no tiene,
finalmente, salud". El tío inventor, que había inventado la manera de abrir los sobres sin
desgarrar las hojas de la carta, lo que consistía en pasar con la máquina de coser un hilo de
algodón a lo largo de un borde del sobre dejando sobresalir un trozo (más o menos según el
principio de las lengüetas de celofán aplicadas a los atados de cigarrillos), a la larga había
renunciado a los inventos y se había empleado en la empresa Edison. El tío pobre acabó yendo
a parar bajo un auto, en nombre del progreso que quiere eliminar a los pobres y los elimina
como puede.

Sigue vivo, en cambio, el tío de los plásticos, destinado a durar más que los otros; y también
la tía del caldo está viva y vegeta, como si dijera "la tía del caldo vegetal".

El sobrenombre de tía del caldo le fue endilgado durante un consejo de familia. Hermanos,
hermanas, cuñados y cuñadas de mi padre se reunían cada año para la cena de Navidad. Y, en
casos de emergencia, en ocasiones no festivas para celebrar consejos de familia.

Un año, mi padre se enfermó de gravedad y, justamente en uno de estos consejos de familia,


el tío rico a la cabeza y el tío pobre a la cola, surgió un programa de ayuda y una serie de
disposiciones entre las cuales una era de carácter exquisitamente económico-doméstico:
demostrar a mi madre cómo obtener una comida completa con un hueso. Fue justamente la
tía del caldo quien asumió la tarea de explicarlo: "Te comprás un hueso de vaca, pero lindo,
eh, en fin, tenés que elegirlo bien, con sus buenos nerviecitos y la carnecita alrededor. Con el
hueso podés hacer un buen caldo, a lo mejor agregando una cebolla, verduritas, unas
zanahorias, así te queda la verdura ya cocinada para después. Despegás los nerviecitos del
hueso, así los podés condimentar porque son una delicia. Con la carnecita que te sobre podés
hacer unas hermosas albóndigas. Así, con un hueso, te arreglás durante tres días, vos y tus
hijos". Desde ese momento se transformó, para mí, en la tía del caldo.

Tal vez mis tardes del domingo en la cancha, con el díablito de madera junto al "Jettatore" y
el tío del Milan arrancándomelo del bolsillo para agitarlo vociferando con cada gol, fueron,
sobre todo, una huida de las albóndigas.

Receta para albóndigas

Dejemos sentado, ante todo, que para mí hacer albóndigas significa utilizar toda clase de
sobras de carne: hervida, al horno, de gallina, asado, etcétera. A la carne le agrego un
pancito mojado en leche. Se cuenta de aquella vez en que hice las albóndigas usando,
además del pancito mojado en leche, una papa hervida: resultado clamoroso. A las sobras de
carne bien picada , se les agrega unas sobras de jamón o salame o unas sobras de salchicha
hervida. Y una sobra de diente de ajo picado con abundante perejil (sobrante).

Si, por casualidad, todo esto no les ha sobrado, paciencia, pueden comprar algo. Pero es una
lástima, porque la albóndiga hecha de sobras es mejor.

En caso de que no les hubiera sobrado perejil, recuerden que también sirve la albahaca.

No olviden un poco de nuez moscada, pero poca. Y un huevo entero (dos huevos si hacen más
de veinte albóndigas). ¿Y no agregarían dos cucharadas de queso rallado parmesano? Pecorino
2 también puede ser, si lo prefieren. Sal y pimienta, por supuesto, a discreción.

Todo esto se mezcla cuidadosamente con las manos y se transforma en pelotitas no más
grandes que una nuez, que se pasarán por harina y se aplastarán en los dos polos. Los
micromundos así obtenidos se pasarán por otro huevo entero batido, luego de haberlo salado,
pimentado y, sobre todo, batido. Hagan rodar las albóndigas por pan rallado y fríanlas en
(atención) mitad aceite y mitad manteca. Estaba tentado de no revelarles este secreto pero
soy un altruista también en la cocina.

Me olvidaba: cáscara de limón rallada. Si no existiera en la mezcla ¿qué perfume emanaría de


la albóndiga?

Advertencia útil: si, por casualidad, tienen entre las sobras un poco de lechón, no duden en
mezclarlo con el resto. Tengo un grato recuerdo de una gran albondigada "alechonada": un
amigo mío se comió treinta y seis albóndigas.

1932

No, gorgonzola no...

Mi abuela de Cremona lloró porque mi padre no comió queso gorgonzola

Era mi abuela materna, es decir, la madre de mi madre. Trataba de usted a mi padre porque
él era de Milán, trabajaba como agente de seguros y le infundía respeto. Rechazar el
gorgonzola era, en el fondo, una afrenta a la provincia por parte del hombre que venía de la
gran ciudad.

Estábamos en 1932. Mi padre decía que Cremona le traía mala suerte. Cuando viajaba con su
509 spíder (tan poco apto, por cierto, para una familia de cuatro personas, que yo viajaba
recostado contra la ventanilla trasera, de celuloide) y se cruzaba con un auto con chapa CR,
se tocaba las pelotas y manejaba con una sola mano.

Sin embargo, en Cremona había conocido a mi madre. Me asalta una duda: ¿lo diría
justamente por eso?

Creo que la encontró en su día franco puesto que lo habían enviado de conscripto a Cremona.
Debió de embarazarla contra un muro, entre las ocho y las nueve de la noche, antes de
regresar al cuartel. Y debió casarse con ella dos meses después. De no ser así, ¿por qué me
contaría mi madre el cuento de que yo era sietemesino?

Mi madre era una santa; por lo tanto, ya no está. Y era muy correcta; por lo tanto, ya no
está. Se enamoró de mi padre porque era de Milán y se llamaba Gildo. Y, también, porque no
comía gorgonzola. Después de casados, mi madre volvió a quedar embarazada, esta vez con
todas las de la regla y, en efecto, nueve meses después nació mi hermana.

Así se completó la familia. Entonces, mi padre ya no quiso vender aceite en San Vito, cerca
de Casalbuttano, provincia de Cremona. Después de todo, él era de Milán. Así que empezó a
trabajar como agente de seguros, un trabajo propio de milaneses, y trasladó a la familia a
Bégamo, primero, luego a Bassano del Grappa, Thiene, Padua, Vicenza y, por fin, a Verona.
Se le había metido en la cabeza asegurar a los campesinos contra el granizo pero, como lo
consideraban pájaro de mal agüero, la plaza se agotaba pronto y teníamos que cambiar de
ciudad.

Cuando mi padre no estaba en casa, estaba afuera haciendo negocios. Lo veíamos rara vez.
Cuando regresaba, después de haber hecho negocios, se lo veía muy serio. Nosotros creíamos
que estaba muy serio porque era de Milán, pero estaba muy serio porque no había hecho
negocios.

Cuando hacía un negocio cambiaba de muebles, de ciudad y de trajes.

Cuando por primera vez llevó, a Milán a la familia, cambió la ropa de todos. Mi madre estaba
tan feliz y transformada que un día no se reconoció y fue a chocar contra un espejo de
"Cobianchi" (1930, Plaza del Duomo).

El 23 de marzo de uno de aquellos años fue mi cumpleaños: para festejar el acontecimiento,


mi padre nos llevó a todos a Cremona. Yo estaba vestido de Balilla, mi hermana de Piccola
Italiana, 3 mi padre con saco negro y mi madre, no lo sé.

Y mi abuela de Cremona lloró porque mi padre no quiso comer gorgonzola.

Ñoquis de papas al gorgonzola

Preparen los ñoquis en casa, con cien gramos de harina y un kilo de papas. Todos saben cómo.
Pero, si realmente no tienen ganas, los autorizo a que los compren en los comercios
especializados.

INGREDIENTES

Medio kilo de ñoquis

cincuenta gramos de queso gorgonzola cincuenta gramos de manteca medio vaso de crema de
leche un puñado de pistachos 4 una gotita de brandy sal y pimienta, of course

Pelen los pistachos, colocándolos antes en un poco de agua tibia para ablandarlos.
Aplástenlos en el mortero o píquenlos con el cuchillo. En una cacerolita, derritan a baño
María el gorgonzola, que habrán cortado en trocitos, junto con la manteca, y mezclen con
una cuchara de madera. Cuando todo esté derretido, agreguen la crema de leche y continúen
revolviendo cinco minutos más. Antes de retirar del fuego, salen un poco, agreguen una gota
de brandy y los pistachos picados.

Viertan la salsa sobre los ñoquis calientes y agreguen pimienta recién molida.

Para desmayarse, créanme.

1935

El abuelo de los bigotes


Hay una Cremona que conozco bastante bien, hecha de calles pequeñas, afirmadas con
guijarros, con una delgada franja de piedras en el centro de la acera. Una Cremona que ya no
existe.

Hace mucho tiempo, sobre esa franja de piedras, pasaba y volvía a pasar el carrito de madera
empujado por mi abuelo de los bigotes. Había instalado sobre él dos grandes bidones de
hierro fundido, llenos de leche, equidistantes entre sí para no crear desequilibrios y evitar
que el carrito, que solo tenía dos ruedas, se volcara hacia adelante alzando al abuelo de los
bigotes, quien iba aferrado de las dos varas.

En el centro de las ruedas de este carrito pintado de verde había un perno sobre el cual yo
solía, ir parado, y me paseaba así por todo un barrio de Cremona, mientras mi abuelo de los
bigotes gritaba hacia las ventanas y hacia el viento: "¡CheeeeePee!", que quería decir
"¡Leche!".

Entre mis recuerdos de niño, esta era una de mis mayores diversiones. Por ese entonces, el
automóvil era una quimera y el tranvía, un lujo de pocos. Pasear sobre el perno de una rueda
de carrito, del mismo color verde que los tranvías, siempre era mejor que andar de a pie. Más
aún cuando, a menudo, el abuelo de los bigotes me daba permiso para tocar la trompeta de
bronce. Después de todo, yo era un trompetista de carrito.

Nos deteníamos ante la entrada de cada edificio, ante cada portón. El grito de¡ abuelo de los
bigotes resonaba por los zaguanes, por los huecos de las escaleras: "¡Cheeeeeeeeeeel ". Yo
daba el toque final, con un largo soplido en la trompeta. entonces bajaban todas las mujeres
con sus ollitas y mi abuelo, con un cucharón, vertía la leche en la medida y luego la pasaba a
las ollas.

Era una leche densa, un poco amarilla, con más sabor a leche que la sucesivas leches de toda
mi vida.

El día anterior a su venta, la leche se almacenaba en una fresca habitación que daba al patio
de la casa de mi abuelo de los bigotes, una típica casa de Cremona, de esas que están por
desaparecer definitivamente: es decir, una de esas casas de campo que surgían antaño en los
alrededores de la ciudad pero que, ahora, están en el centro histórico.

Por la noche, en esa fresca habitación, ayudaba a mi abuelo de los bigotes a quitar las moscas
de la leche. Eso también era una diversión. Me daba una moneda por cincuenta moscas.

Además, había una leche que mi abuelo de los bigotes transformaba en manteca, pero solo
para uso personal. Allí había muchas más moscas, ante todo, porque la crema era más
suculenta y, por lo tanto, más apetitosa. Además, porque la leche para descremar se
colocaba en fuentones de cobre, muy anchos, un verdadero campo de aterrizaje para las
moscas en relación con la boca normal de los bidones.

Mi abuelo de los bigotes parecía muy feliz de ser lechero ambulante. Cuando iba de puerta en
puerta, se sentía realizado. Era como si viviera junto con toda la gente del barrio ya que
conocía sus vicisitudes, sus ansias, sus deseos, sus duelos, sus alegrías. Siempre tenía una
frase para todos y todos tenían siempre una frase para él. Sabía quién tenía fiebre, quién
había parido, quién le metía los cuernos a la mujer, quién se había ido, quién había llegado.
Era como si leyera, cada día, una página de una gran novela: la vida.

Sin embargo, lamentablemente, un día le quitaron el carrito a mi abuelo de los bigotes, por
razones higiénicas. Se vio obligado a vender la leche en un local.

En vez de representar una conquista, ese fue su mayor dolor. Como si lo hubieran metido en
una prisión. Creo recordar que, cuando tenía el carrito, sus bigotes apuntaban hacia arriba,
mientras que, triste, detrás de¡ mostrador
18

19

de la lechería, sus pobres bigotes caían, deprimidos, hacia abajo.

No se alegraba de que los clientes vinieran a visitarlo: se sentía como un enfermo de hospital
al recibir la visita de sus muchos parientes. Y, sobre todo, no soportaba que la leche viniera
embotellada, envasada, lista para entregar. No poder seguir trabajando con la medida lo
frustraba. Se sentía como un escultor que ya no puede utilizar el cincel. Y no aguantó.

Un buen día puso en venta la lechería y abrió un despacho de carbón. Tal vez, en su ingenuo
modo de ver las cosas, quiso cambiarlo todo, hasta el color de la mercadería. Del blanco al
negro. Creo que eligió para vender un material tan en antítesis con la leche porque pensaba
que el carbón, al menos, no lo envasarían nunca. Además, sobre el carbón no se veían las
moscas. Tal vez tuviera la ilusión de volver a trabajar con una gran medida, transportando el
carbón sobre el carrito, de casa en casa... Despreciando los envases, el progreso, la
tecnología.

En cambio, se murió, pobre abuelo de los bigotes hacia abajo. Por culpa de un envase. Un
envase de explosivos. Una bomba que entró justamente en la habitación y lo mató mientras
dormía.

La tecnología le era adversa, pobre abuelo, ya sin bigotes.

Receta de un postre hecho con leche, o sea: flan ("Crema Brulé") INGREDIENTES

12 huevos

dos sobrecitos de vainilla

un litro de leche y un poco de crema de leche azúcar

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Este era el postre preferido de mi abuelo, cuando aún tenía los bigotes hacia arriba

Por otra parte, este dessert haría girar hacia arriba cualquier tipo de bigotes.

Coloquen en un bol la yema de los doce huevos y doce cucharadas de azúcar. Batan un poco,
como para un samba yón, agreguen los dos sobrecitos de vainilla, la crema de leche y la
leche.

Después de mezclar bien, viertan todo en una fuente térmica ovalada, ligeramente
enmantecada. Dejen descansar media hora y luego quiten la espumita que se habrá formado
en la superficie. Coloquen la fuente en el horno, a baño María, y déjenla durante 40 minutos
(horno a 200 grados).

Cuando la crema haya tomado consistencia, sáquenla y quiten la costra un poco tostada. Si
esta operación les resultara difícil, déjenla, que es lo que hago yo.

Derritan en una cacerolita cien gramos de azúcar hasta que acaramele. Viértanlo, entonces,
sobre la crema y guarden todo en la heladera hasta el momento de servir.
1936

Un sueldo de siete cazuelas

Todas las abuelas cocinan la misma sopa. "¡Qué bien la hacía mi abuela!", dicen todos. Una
sopa color anaranjado, con ojitos. Es decir, ese poquito de grasa que aparece en la superficie
con forma de pequeños redondelitos: esos ojitos, precisamente, que parecen otros tantos
bailarines en movimiento, ocupados en interpretar una coreografía gastronómica. Si la sopa
contiene arroz, algún grano termina, a menudo, por centrarse en uno de esos círculos
mientras el verde perejil los rodea.

Una sopa bastante grasosa, pero no tanto. Servida en platos blancos, sobre una larga mesa sin
mantel, en una cocina oscura. Muchos platos. Mi abuela tenía seis hijas, un hijo, un marido y
un muchacho de los mandados. Las hijas de mi abuela hacían muñecas de paño lenci sobre
esa mesa de cocina, antes de que llegara la sopa de cada noche.

Yo sé pintar a la perfección una cabeza de muñeca de paño lenci: el esfumado sobre los ojos,
la boca con forma de corazón, los puntitos rojos sobre la nariz. Por aquel entonces, me daba
un poco de vergüenza. Ahora, nadie me pide que las pinte.

El muchacho de los mandados ocupaba un lugar fijo de aquella mesa. Era un muchacho muy
especial: cincuenta años, tal vez más. Los muchachos de los mandados, si no progresaban, se
llamaban muchachos durante toda la vida. Y morían como muchachos. Sobre todo, si eran
muchachos de los mandados de un despacho de Iéña y carbón.

El muchacho de los mandados del despacho de leña y carbón de mi abuelo no tenía edad para
los clientes. El polvo negro que le cubría el rostro escondía por completo las arrugas. Era
difícil descubrir el color de sus ojos porque miraba siempre hacia abajo. Cuando se llevan
canastos llenos de carbón sobre la espalda hay que cuidar mucho dónde se ponen los pies. Su
cuerpo tenía forma de "ese".

La cabeza embolsada, la mirada hacia el suelo, esa ese humana llegaba cada noche a casa de
mi abuela, para comer la sopa. Que era todo su sueldo. Más las propinas, por supuesto. Quién
sabe si ese mugido que emitía, al cruzar la puerta de la cocina, sería un "buenas noches" o,
tal vez, una maldición disfrazada. No, por cierto, dirigida a mi abuela, quien le vertía el
sueldo, sino, tal vez, a sí mismo, consciente de estar condenado a seguir siendo un
"muchacho" durante toda la vida. Nadie contestaba ese saludo-maldiciónmugido. La abuela,
ocupada con la sopa, las hijas, hablando de muñecas, el hijo que no estaba nunca, el abuelo,
que ya había comido, yo, que observaba atento. Se sentaba ante la mesa manteniendo la
misma posición de cuando estaba de pie, en "ese", solo que un poco más bajo de estatura. La
cara negra, detenida a veinte centímetros de la mesa y, delante, la sopa anaranjada. Los ojos
dirigidos funcionalmente hacia el plato, la mano sobre la cuchara y el ritmo acompasado de
su aspiración, mientras comía. Un reflujo monótono, siempre igual. Un festín de salpicaduras
que le servía, tal vez, para entibiar el hervor de la sopa y gozar de ese vapor que se detenía
sobre su cara, humedeciéndola.

Después, de pronto, el silencio. Mi abuela comprendía que el primer plato de sopa se había
terminado. Le quitaba el plato vacío de plano, para que no chocara contra su men tón y le
metía otro, lleno de sopa anaranjada con ojitos.

"Aspiraba" ocho, diez, doce platos. Siempre con el mismo ritmo acompasado. Su cara, lustrosa
de sudor, dejaba caer gotitas negro-anaranjadas sobre el plato. La sopa se volvía siempre más
oscura y la cara siempre más clara. Todo desaparecía en su pecho: sopa, sudor, carbón.
Después, se ponía de pie. Y entonces, al mirarlo, yo descubría en su rostro finalmente lavado,
dos ojos celestes, una mirada resignada y todos sus cincuenta años. Demasiados, para un
"muchacho".

Otro mugido-maldición-saludo y se iba con su hermosa cara limpia, recién lavada "a la sopa".
La sopa de la abuela INGREDIENTES

cincuenta gramos de panceta

un puñado de perejil dos dientes de ajo medio ramito de romero

todo eso picado finamente con la medialuna arroz

aceite

queso rallado provolone o parmesano

Sé que muchos acudirán, si lo poseen, a la trituradora o ta licuadora. Pero existe una


diferencia entre esos enseres y la medialuna. El aparato electrodoméstico nos da una papilla
deshecha mientras que, picando con paciencia con la medialuna, se obtiene un pesto
diferente. Los resultados se ven ,después de cocinado.

Al picadillo se le agrega el extracto de tomate.

En la época de mi abuela, el extracto tenía un color casi negro, de fuerte que era. Hoy, tiene
un aspecto más suave y es mucho menos violento, por lo cual será difícil obtener ese sabor
potente pero sabroso que poseía la sopa de entonces. De todos modos, digamos que al
picadillo se le agrega el extracto de tomate necesario para darle un color rojo oscuro (que se
volverá anaranjado al agregar el agua). Recuerdo que la abuela le agregaba al picadillo, junto
con el extracto, dos o tres papas cortadas en trocitos y dos litros de agua. Esperen a que las
papas estén bien cocidas. La abuela aplastaba las papas dentro de un cucharón, con el
tenedor. Aplástenlas ustedes también. Conviene hacer las operaciones a la manera antigua
para que la sopa también salga a la manera antigua. Solo de esa manera, la sopa tendrá ese
sabor que hoy ya no se consigue.

Al terminar la cocción, la abuela agregaba, indiferentemente, arroz o pasta. Abrigo la vaga


sospecha de que también agregaba un poquito de aceite. De no ser así, los ojitos no salen
bien. Para completar la sopa, mi abuela agregaba provolone rallado, que era el queso de los
pobres. Yo aconsejaría el provolone aún hoy. El picante del provolone otorgará a la sopa un
sabor aun más intenso. Para quienes no gusten del provolone, parmesano.

No les digo que hagan esta sopa todas las noches pero, a veces, diviértanse perdiendo tiempo
también en la cocina. Tal vez sea el único tiempo perdido que no lamentarán jamás.

1939

Lenguas y pernacchie5 de hace muchos años

Me metía en el bolsillo un pancito recién horneado. Mi ingle de dieciocho años se encargaría


de mantener el pancito caliente y fragrante hasta sentir, en la oficina, los primeros
retortijones de hambre.

El pan, con el calor del horno y de mi cuerpo, era buenísimo. Así como el cigarrillo, fumado
en el baño, era exaltante. Al salir de casa compraba dos y los guardaba en el otro bolsillo.
Montaba en la bicicleta, recorría via Milán, el túnel del ferrocarril, un pedazo de camino de
tierra afirmada y entraba en el establecimiento: una fábrica de embutidos. La única industria
de clara inspiración agrícola en Cremona, ciudad totalmente agrícola. En la entrada, me
acogían gruñidos de muerte. Todas las mañanas cruzaba, sin desmontar, el amplio patio que
separaba la sección matadero de la sección contabilidad, sin marcar el reloj porque era
empleado y no obrero, para llegar a mi escritorio con puntual retraso.
Había una docena de escritorios, dispuestos en dos hi leras que miraban hacia el muro,
mientras el jefe de sección observaba y espiaba, a través de un gran ventanal, nuestras
espaldas curvadas sobre el trabajo.

En la oficina estaba prohibido fumar, tal vez para no contaminar el hedor de matadero
porcino que llenaba el aire. A las nueve y a las once, yo iba al baño para fumar los dos
cigarrillos. Y me entretenía algunos minutos más, en el vestuario, en oler el vestido de
Nicetta, la única mujer de la fábrica de embutidos. Nicetta tenía permiso para entrar algunos
minutos más tarde y poder detenerse en el vestuario común para quitarse el vestido y
ponerse el guardapolvo negro.

Trabajaba dos escritorios más atrás del mío. Me enamoré de ella cuando le pedí una goma. La
goma no me servía de nada pero, al inclinarme para tomarla, pude rozar sus cabellos con mi
rostro.

En el vestuario, su vestido era como una planta de bergamotas en un campo abonado. Yo olía
las bergamotas cada mañana y, como consecuencia, no hacía más que pedirle gomas a
Nicetta. Un día, el jefe me invitó a que me equivocara menos o que pidiera directamente las
gomas en papelería. Pero yo seguí dirigiéndome a ella y como, cada vez que le pedía una
goma, Nicetta se sonrojaba, me llenaba de esperanza.

Me vine a enterar que, un domingo, iría a Milán. Me informé acerca de su horario de llegada y
aparecí en la estación. Había partido de Cremona siete horas antes, en bicicleta. Cuando me
vio en el andén, se sonrojó y no dijo nada. Pasó de largo saludándome tímidamente. Había
ido a Milán en bicicleta para verla sonrojarse.

Por la mañana, el trabajo en la fábrica de embutidos estaba sincronizado con el degüello de


alrededor de quinientos cerdos. Tres horas de siniestro concierto para animales y cuchillo.
Por la tarde, silencio. Porque, por la tarde, los cerdos se transformaban en salchichas,
salames, jamones y nosotros, los empleados transformábamos toda esa carne chacinadaen
números.

Se sabe que se usa hasta la cola del cerdo. La fábrica de embutidos vendía todo, menos la
lengua, que se ofrecía como regalo a los obreros y empleados, tal como se acostumbra, por
otra parte, en las corridas. Por lo tanto, yo contaba con un sueldo mensual y una lengua
semanal. Mi madre me la preparaba hervida, al horno, guisada, estofada en trozos o
agridulce. La lengua venía curada con sal y pesaba alrededor de un kilo. Lamentablemente,
en casa éramos solo tres. Por eso, comimos lengua casi todos los días, durante años.

Cuando llovía, los empleados se ponían galochas. Entraban al vestuario, se quitaban el


trench, lo colgaban de su percha y, debajo, en orden, depositaban las galochas: todas en fila,
parecían un pequeño ejército de brillantes y gigantescas cucarachas.

Un día, después de haber fumado mi cigarrillo y olido el vestido de Nicetta, cambié de lugar
todas la galochas. Los empleados comprendieron en seguida que había sido yo porque era el
único que no usaba galochas. Me delataron de inmediato al jefe, quien comenzó a observarme
con más atención a través dei ventanal. Así, descubrió el expediente del lápiz debajo del
mentón. Era un expediente dictado por la necesidad: hacia las dos de la tarde me agarraba el
clásico golpe de sueño y, por lo tanto, había elucubrado un sistema para dormir algunos
minutos sin moverme del escritorio y, sobre todo, sin dejarme sorprender por el jefe. Clavaba
una gruesa goma sobre la punta del lápiz, apoyaba el extremo opuesto sobre el escritorio y el
mentón sobre la goma. Una lapicera en la mano derecha y el codo bien apoyado sobre un
grueso registro, me permitían mantener un perfecto equilibrio entre mentón-goma-lápiz. Con
el índice de la mano izquierda apretaba el tabulador de la calculadora, luego de haber
accionado el multiplicador y, con el dedo apoyado sobre la tecla, determinaba un movimiento
continuo de números que se repetían al infinito. La monotonía del ruido me permitía conciliar
aun mejor el sueño. En esta posición, de espaldas al jefe, dormía,
Un día, fui despertado por evidentes síntomas de ahogo: estaba completamente envuelto en
la cinta de papel de la calculadora. Fui multado pero también premiado, porque me quitaron
la asignación de lengua salada durante una semana.

Una mañana, se organizó entre los empleados un concurso de pernacchie en honor al jefe,
obviamente ausente. Por reglamento, cada pernacchia debía ser cronometrada y juzgada en
cuanto a su duración por una comisión especial. La ejecución de pernacchie se desarrollaba
por orden de edad. Empezaba el más anciano y terminaba el más joven. El jefe entró de
improviso, mientras yo hacía la pernacchia.

Me despidió.

Así que aquel lívido día de septiembre dejé la fábrica de embutidos, con el eco de aquella
pernacchia y, como contrapunto, el gruñido del cerdo degollado número doscientos setenta.

Desde una ventana, Nicetta me miraba sonriente, mientras yo retiraba la última lengua
salada.

Lengua de vaca estofada

Si utilizan la lengua de vaca normal, acuérdense de salarla en abundancia y dejarla así al


menos cuarenta y ocho horas. Si utilizan la lengua curada con sal, podrán comenzar en
seguida hirviéndola durante una hora en un recipiente lleno de agua, hasta quitar con
facilidad la primera piel.

Después de pelarla, perfórenla con un cuchillito y rellenen los agujeritos con trocitos de grasa
de jamón.

Aparte, preparen el fondo para estofar la lengua: cien gramos de panceta picada, setenta
gramos de manteca, dos cebollas picadas. Doren todo. Agreguen la lengua recién sacada del
fuego, pelada y enharinada, y déjenla dorar, remojándola de vez en cuando con vino tinto,
pero no más de un vaso. Después, agreguen un litro de caldo (o un litro de agua con dos
cubitos de caldo concentrado), algunas hojas de laurel, dos clavos de olor, mejorana y un
puñado de fragantes verduritas formado por una zanahoria, apio y perejil. Agreguen sal y
pimienta y dejen cocinar todo a fuego lentisimo durante, al menos, dos horas.

Luego, retiren la lengua y tamicen el jugo con todos sus ingredientes para obtener una salsa
uniforme. Agreguen a esta salsa treinta gramos de manteca. Si la salsa resultara demasiado
líquida, agreguen a la manteca una pizca de harina.

Dejen hervir la salsa durante otros cinco minutos y luego viértanla sobre la lengua.

Advertencia útil: si después de haber comido este plato en el almuerzo y, tal vez, en la cena,
les sobra algo, recuer d en que la lengua de vaca estofada, cortada en trocitos, es buenísima
para rellenar pollos y ternera al horno en gelatina.

Lengua de ternera agridulce

Pongan la lengua en agua hirviendo. Cuando esté escaldada a punto, verán que la piel se
quita con toda facilidad. Una vez pelada, vuelvan a hervirla en agua ya salada.
Simultáneamente, comiencen a preparar la salsita. Deshagan, en dos vasos de vino blanco
seco, media cucharada de harina, un puñado de piñones,6 veinticinco gramos de pasas de uva
sultanina, un par de amaretti picados, una cucharada de azúcar y un poco de cáscara de
limón rallado. Hiervan todo durante seis minutos.
Corten en rodajas la lengua hervida, colóquenla en una fuente y cúbranla con la salsa
agridulce. Dejen cocinar otros cinco minutos y sirvan.

Advertencia aun más útil: si prefieren el sabor amargo al dulce, eliminen el vaso de vino
blanco y agreguen medio vaso de vinagre y una cucharadita de azúcar.

1941
En la marina, saber nadar es lo de menos

Fue un milagro si aquella vez no me ahogué en el río Po. Un compañero aterrorizado, que
nadaba menos que yo, me arrojó desde el bote un remo que logré aferrar mientras de mi
boca, llena ya de agua limosa, brotaba el último gorgoteante "¡Socorro! ".

Mis piernas no soportaban las fajas de paño del uniforme de la juventud fascista que hubiera
debido vestir, cada sábado, en el curso premilitar. Por eso, decidí ser marinero. La premilitar
de la marina ofrecía, en lugar de fajas, anchos pantalones acampanados y el llamado a las
armas un año antes, detalle que yo ignoraba. El estallido de la guerra me tomó por sorpresa,
sin prepararme, sobre todo en natación.

Mi madre lloró mucho en la estación de Cremona, y yo, desde la ventanilla del tren, traté de
aferrarme a ella igual que al remo de aquel bote en el Po.

En el Comando Superior de la Marina en La Spezia buscaban un dactilógrafo veloz. Lo anunció


un altoparlante en el patio del cuartel al que me habían enviado. El Comando Superior no
estaba en un acorazado sino en un palacio, y yo conocía, aunque fuese de vista, una máquina
de escribir, así que fui realmente veloz al presentarme, antes que nadie, ante el comandante
que andaba en busca de un dactilógrafo.

- ¡Tú no eres un dactilógrafo veloz! -exclamó el comandante después de haberme dictado la


primer frase de una carta.

- Tampoco soy un dactilógrafo de baja velocidad -contesté-, pero no sé nadar y le tengo un


miedo visceral al mar.

Así fue como me convertí en secretario del secretario de la Secretaría Privada del
Comandante De Lalia. Dependía directamente de un jefe (así se llaman los sargentos en la
marina) de acento emiliano, quien, desde el primer día, empezó a llamarme "testículo",
graciosa versión expurgada del sustantivo "pelotas", apelativo de uso inmoderado entre los
suboficiales de las fuerzas armadas.

De la mañana a la'noche escribía a máquina largas cartas a madres, esposas, viudas, parientes
o amigos de marineros, suboficiales y oficiales. En esas cartas, el comandante se declaraba,
en respuesta a su atenta, verdaderamente afligido de no poder hacer nada por su pariente
con respecto a la solicitud de desembarco de la corbeta o del traslado a otro destino o de la
promoción de grado o de la baja anticipada o de una larga licencia por convalecencia.

Las cartas dirigidas a las esposas de los oficiales concluían con la mayor consideración; las
dirigidas a las esposas de los soldados, con consideración.

Mientras tanto, habla comprendido por qué el jefe furriel boloñés me llamaba testículo:
porque el comandante lo llamaba testículo a él. Cada mañana, mi jefe salía cabizbajo de la
habitación del comandante, con la carpeta que decía "firma" bajo el brazo corto (el otro
también era corto, pero el de la carpeta se volvía cortísimo) y una mueca en su carota roja de
cólera y vergüenza. Entraba en la secretaría y el estrépito de la puerta, golpeada con
violencia detrás de su espalda, ahogaba una horrenda imprecación liberadora. Se hundía en el
sillón, detrás del escritorio, y revisaba lentamente las espantosas mutilaciones que aparecían,
con lápiz rojo, en cada carta. Subrayados burlones, frases punzantes y hasta, máximo
escarnio, gigantescas cruces rojas que cruza

ban toda la hoja. Levantaba los ojos de la mesa, me miraba y refunfuñaba un "testículo" que
no entendía si estaba dirigido a mí, al comandante o a sí mismo. Después, hundía su cabezota
entre los hombros, en el vano intento de remendar, restaurar, rectificar, rehacer aquellas
malditas cartas. Después de rehacerlo todo, a veces después de una noche insomne, , me lo
hacia copiar a máquina hasta tres o cuatro veces, con la esperanza de que cierta compostura
estética escondiera los reiterados errores de gramática y sintaxis que yo mismo corregía
desde lo alto de mi bachillerato. Todo esto creaba un desconcertante embrollo en sus
nociones, lamentablemente detenidas en el quinto grado del ciclo elemental.

En la oficina, tres marineros furrieles más se ocupaban de los "estados de avance" y uno, del
estado de hundimiento. Su trabajo consistía en trazar una línea recta de color rojo sobre el
perfil de una nave. Desplegaba una enorme hoja en la cual se hallaba representada toda la
flota italiana, controlaba en un despacho el nombre y la fecha de hundimiento de la nave y,
con un pequeño trazo bien preciso, la borraba. Algunos días trabajaba mucho. Pero, más que
nada,, se preocupaba por hacer bien su raya roja. Tal vez, si lo hubiera pensado un poco, la
raya roja le hubiera salido torcida.

Un día, mi jefe furriel decidió que uno de nosotros debía tener ladillas y ordenó que nos
esquilaran las partes peludas que esconden, de preferencia, esos tímidos animalitos. Una
semana más tarde, el único que se rascaba ferozmente era él, el jefe furriel emiliano.
Durante horas, ante los borradores de aquellas remalditas cartas del comandante, con una
mano sobre la ingle y la otra sobre el coco. Me daba lástima. Aproveché una tarde en que
estaba ausente para cursar personalmente esa correspondencia oficiosa. A su regreso
encontró terminadas, copiadas a máquina, una docena de cartas listas para ser sometidas a la
"firma" del comandante. Grande fue su perplejidad antes de dirigirse a la firma, a pesar de
que las cartas le parecieron absolutamente correctas. La sospecha de no haberse percatado
de algún error

y la rabia de tener que fiarse completamente de mi lo hacían vacilar. Luego, como el que
marcha delante de un pelotón de ejecución, con la carpeta bajo el brazo corto, el doble
mentón apoyado en el semirrígido cuello de suboficial, se presentó ante el comandante.

Cuando salió, las mejillas encendidas, que ensanchaban desmesuradamente su sonrisa oculta
entre los pliegues de la boca, atestiguaron que aquella mañana, por primera vez, el
comandante no había inferido heridas rojas sobre el blanco papel de las cartas. Me convertí
en la inmunidad del jefe furriel. Desde ese día, mi salida diaria comenzó al mediodía (para los
demás furrieles se mantuvo anclada en las 18).

Solamente el subjefe Del Re sonrió al leer mi nombre y apellido en un despacho de la sección


movimiento, una lista de cuatrocientos nombres destinados a embarcarse hacia África del
Norte. Mi jefe furriel, en cambio, palideció al verse privado de su experto literario.
Desapareció de la oficina como un rayo, con el despacho en la mano, para regresar solamente
al fin de la tarde. Resopló al cerrar la puerta tras sí, con un golpe, me miró fijo con una
mirada de padre de la marina y, arrojándome la hoja, dijo:

- ¡Mira lo que hice por ti, testículo!

Mi nombre ya no figuraba en el despacho entre los cuatrocientos nombres destinados a África.


Borrado. Con el lápiz rojo del comandante.

Un mes después, Bomba, el marinero furriel adscripto a los hundimientos, trazaba una raya
roja para borrar la nave que hubiera debido llevarme a África. Trescientos ochenta
desaparecidos. Después de la desafortunada experiencia del río Po, no hubiera tenido, por
cierto, muchas probabilidades de estar entre los veinte sobrevivientes.
Durante algún tiempo amé a mi jefe furriel emiliano. Pero, ay de mi, llegó al Comando
Superior el conscripto Lucio Ardenzi, conocido cantante del EIAR (Ente Italiano de Audiciones
Radiofónicas), famoso intérprete de una canción de moda en la época, " Ombretta sdegnosa
del Mississippl". Logró organizar un espectáculo de variedades para las fuerzas armadas, tuvo
un teatro entero a su disposición y me contrató como animador. A él lo silbaron y a mi me
aplaudieron. Mi éxito personal, en los sucesivos espectáculos, solo se vio molestado por dos
bombardeos. El marinero furriel Tognazzi estaba por convertirse en artista. Mi jefe emiliano
empezó a odiarme y a llamarme "testículo artístico". El comandante De Lalla anticipó en una
hora la

"firma" para darme la posibilidad de acudir a los ensayos. El Comando me proveyó de un


carnet con el cual podía regresará¡ cuartel cuando quería. Pero yo no regresaba para nada,
desde que había conocido a Bianchina.

Bianchina poseía un lavadero para marineros pero, además, cantaba "Tengo una piedrita en el
zapato, ¡ay!" en el espectáculo de las fuerzas armadas. Me había enamorado de ella. Tenía
dieciséis años, una cara española, dientes blanquísimos y un seno arrebatador. Cuando me
dijo que sí, me convertí en el marinero más elegante de La Spezia. Salía del portón del
cuartel, cruzaba la calle, descendía tres escalones debajo del nivel de la vereda y entraba en
el lavadero de Bianchina, con dos paquetes bajo el brazo: uno, con la ropa sucia, el otro, con
unos bifes de ternera. Bianchina, quien espiaba el momento de mi salida escondida detrás de
la puerta de la tienda, me aferraba por un brazo, me conducía a la trastienda y, sobre un
montón de ropa interior militar, me ofrecía su boca para que la besara, su seno para que lo
tocara y un uniforme lavado y planchado para que lo vistiera. Yo, en cambio, le daba el
intenso calor de mis veinte años, mi sensualidad padana 7 , la ropa para lavar y los bifes de
ternera. Contaba con admiradores en las cocinas del cuartel. Era un artista. Tenía a la más
hermosa muchacha de La Spezia.

Mi traslado a Roma fue solicitado para ciertos espectáculos en los hospitales. El jefe furriel
emiliano ya me odiaba a muerte. De haber podido, esta vez me hubiera embarcado
personalmente para África. En cambio, se opuso con todas sus fuerzas a mi traslado a Roma.
Así, el odio se volvió recíproco. Me envió a la cárcel por siete días. Pero organicé un
espectáculo para los presos.

Las "fortalezas volantes" aliadas pusieron fin a nuestra hostilidad con un bombardeo rasante
que hizo saltar por el aire al Comando Superior junto con el comandante De Lalla. Llegó la
orden de evacuar. El jefe furriel emiliano fue enviado a Viareggio: ya no tendría que
responder las cartas de recomendación dirigidas al comandante.

Ya no me necesitaba. Y yo me fui a Roma, hasta el ocho de septiembre.

Mostacholes militares

Llamo "Mostacholes militares" a esos dedalitos rayados que se usaban permanentemente para
el minestrón "made in cuartel".

La receta es bastante sencilla, lo importante es tener al alcance de la mano un vaso, porque


la unidad de medida será, justamente, el vaso.

Aquí tienen, entonces, los ingredientes para las seis personas de siempre:

500 gramos de mostacholes o dedalitos o dedales

1/2 vaso de salsa de tomate

un vaso de queso rallado parmesano un vaso de aceitunas negras un vaso... de jamón cocido
medio vaso de mayonesa medio vaso de crema de leche sal, si les parece
Ya sé que me consideran un bromista por ese vaso de jamón cocido, pero si toman el jamón
cocido y lo cortan en tiritas muy, muy finas hasta llenar la medida de un vaso se
darán cuenta de que el sistema simplemente es "práctico". Sigamos. A la espera de que el
agua para la pasta hierva, pongan en un gran bol el medio vaso de mayonesa, el medio vaso
de crema de leche, el medio vaso de salsita de tomate (cuando hablo de mayonesa y de
salsita de tomate es obvio que no hablo de las envasadas. Pero, ¿cómo pretender que hagan
una salsita de tomate y una buena mayonesa ahí no más, si les dije que la preparación de
este plato es sen cilla? Entonces, inclinémonos ante los envases y prosigamos). Agreguen,
siempre en el bol, las aceitunas negras descarozadas y picadas y, por fin, el... vaso de jamón
cocido. Mezclando todo obtendrán una salsita color salmón.
Si resultara un poco oscura, significa que necesita un poco más de crema de leche; si
resultara demasiado clara, insistan con un poco de salsita de tomate. ¿Y el vaso de queso
parmesano? Se lo agregarán ahora, mezclando un poco más.

Ahora, los mostacholes están listos: escúrranlos, condiméntanlos con esta salsa y cómanlos en
seguida, calientes.

1942

Hay sandías y sandías

Cuando me preguntaban dónde vivía, respondía siempre: "casa Poli". Así se llamaba, en
efecto, ese edificio blanco y más bien escuálido; tenía tres puertas, cuatro pisos y un solo
patio interno grande.

Casi todos la llamaban "casa de los ferroviarios", ya que estaba casi íntegramente habitada
por fogoneros, maquinistas, guardafrenos e inspectores de los Ferrocarriles del Estado. Y eso
me molestaba un poco porque mi padre, en cambio, era agente de seguros.

Hacia poco había llegado a la "casa Poli" una hermosa mujer, esposa de un suboficial
prisionero. Eso, al menos, me había dicho Giupe, el hijo de un conductor de cochesmotor,
cuando regresé a casa, en mi primera licencia (cuando era marinero furriel-dactilógrafo en el
Comando Superior en La Spezia). No habla logrado ver a esa mujer tan hermosa pero sabia
que vivía en el 16. Yo, cuatro números más arriba.

Desde mi terracita del primer piso veía a los chicos de siempre jugar sobre el Torreón: un
terraplén de modestas dimensiones, rodeado de antiguos y gastados ladrillos y agujereado por
las tentativas de conquistar su cumbre. Sobre el Torreón había una higuera, y desde aquella
higuera los chicos podían mirar mi casa. Yo nunca había conseguido ver mi casa desde el
árbol. Un par de caídas, un número impreciso de cachetadas de mi madre, y las burlas de los
demás chicos me hablan obligado a rendirme hacia mucho tiempo.

En agosto, obtuve mi segunda licencia: tres días, incluido el viaje. Hacía calor y estaba de
nuevo en la terracita, aún vestido de marinero -pero de blanco- para que alguien me viera. En
tanto, miraba hacia abajo, hacia la blanca calle de tierra apisonada, inundada por el sol del
mediodía, y hacia el Torreón, desierto a esa hora, que no arrojaba una pizca de sombra.

Sombras negras eran, en cambio, las del padre de Giupe, de Pinino, de Beppe, de Gianni. De
tanto en tanto surgían del pequeño espacio que separaba el Torreón de la casa de enfrente y
se introducían, raudos, en el 16, el 18, el 20 de "casa Poli". La estación quedaba a pocos
centenares de metros, ni siquiera hacía falta una bicicleta. Regresaban a pie, con el traje de
ferroviario, el gorro de visera que parecía lustrado con andracita, negros de locomotora, con
aquella valijita cuadrada de fibra negra que encerraba,_ como una caja fuerte, los restos del
pan negro de 1942.
En verano, el calor de Cremona se recuesta sobre la llanura del Po al igual que en invierno se
adormece en ella. Y ya no se aleja. Ese día reinaba el clásico calor de la zona que, de fresco,
solo tenía la oscuridad. Esa oscuridad, entendámonos, de las viejas hosterías. Puertas y
ventanas cerradas y protegidas por pesadas cortinas que dejan afuera el sol y mantienen
adentro la oscuridad; fresca, con olor a barriles de vino.

- ¿Está -su mamá? -la voz llegaba de la calle.

Al asomarme la había visto pasar, pegada al muro de casa, acompasando su marcha al calor.
Era la inquilina del número 16. Una mujer muy hermosa, me había dicho Giupe. Fea no era,
pero a mí me pareció, sobre todo, redonda. De cara, de cuerpo, de todo.

- ¡Suba, que le presento a mi hijo! -había contestado mi madre y asomándose.

Había subido. Lentamente.

- Mucho gusto.

- ¡Nunca tuvimos tanto calor como hoy!

- ¿Se queda mucho tiempo, de licencia?

- ¡Qué sed!

- Cuanto más se bebe, ¡más quiere uno beber!

- ¡Qué bien vendría una buena sandía!

- ¿Por qué no vas a buscar una, Ugo?

- ¡Con mucho gusto! ¿Dónde está la bicicleta, mamá*?,

- Si quiere, la llevo en el caño...

Las gomas de las ruedas formaban una pancita inquietante sobre la tierra apisonada de la
calle. La mujer, redonda, con su peso me impedía mantener el equilibrio. ¡Pero teníamos
tantas ganas de sandia!

- ¡Adiós, Pollastri! -le grité al muchacho que estaba delante del almacén de su madre, en via
Milán, un almacén de pollos y gallinas. Para lucirme, se entiende, con la mujer en el caño.

La sandía de Cremona es redonda como una pelota de fútbol. Color verde oscuro. Si le das un
toquecito con el dedo y suena como un bongó, quiere decir que está buena y, por dentro,
roja como la bandera de los obreros. Se abre con un cortaplumas. Pensaba las mismas cosas
acerca de la mujer redonda que llevaba sobre la bicicleta.

Su boca era roja y sus dientes, blanquísimos, se entreabrían en una sonrisa que ya era una
promesa.

Si le hubiera dado un toquecito donde yo sé, habría sonado como un bongó. Tenía, por cierto,
un aire ya maduro.

Con mis obscenos pensamientos, pedaleaba, sudaba, jadeaba y frotaba mis deseos contra su
cuerpo-sandia.
Ni una palabra hasta el jaulón de ramas, en pleno campo. Ni siquiera al regresar; solo el
mugido de mi fatiga _ sobre su cuello brilloso de sudor, que olía a jabón. Sobre el manubrio,
la sandía para mamá; sobre el caño, la sandía para mi. Una cosa redonda para cada uno, pero
dos clases diferentes de sed.

Recorrimos la última curva entre el Torreón y la casa de enfrente y entramos a toda velocidad
en la puerta número 20 de "casa Poli", la bicicleta casi paralela al suelo y una rueda que
habrá girado en el vacío durante una hora.

El tiempo de depositar la sandía (la vegetal) sobre la mesa de la cocina.

- ¡Qué rápido llegaron! -dijo mamá.

Luego, la suerte de no encontrar un fósforo en casa para encender el único cigarrillo que
había quedado.

- Yo tengo fósforos en mi casa -dijo la mujer.

Entonces fue lanzarme a toda carrera con ella, hasta el número 16 de "casa Poli", para darme
un atracón de sandia que añoraba desde hacia demasiado tiempo.

Hacía mucho que había oscurecido cuando me deslicé como un gato, a lo largo del muro,
entre el 16 y el 20, pensando que la licencia había empezado muy bien.

El Torreón, con la higuera, dibujaba en la oscuridad una mancha aun más negra. Subí los
escalones de la escalera de dos en dos, con los zapatos en la mano, para que no me oyeran en
ese silencio de guerra.

La puerta estaba entornada. Mi madre, en la oscuridad de la cocina, lloraba. Frente a ella, la


sandía seguía intacta.

Ensalada de fruta con sandía

La única manera sana de comer sandía sería cortarla en tajadas y quitarse la sed lavándose la
cara. Lo cual, según dicen, también favorece al cutis.

En cambio, una receta clásica con sandia puede ser la ensalada de fruta. Se las recuerdo.

Corten en trocitos los restos de fruta que tengan en casa (siempre queda una manzana
pasada, una naranja magullada, una pera desechada que está ahí desde hace dos semanas,
sin que nadie la elija).

Agreguen a la miscelánea de frutas cortadas dos buenas tajadas de sandía, oportunamente


limpias de semillas y reducidas a daditos. De más está decir que es optativo, pero casi
obligatorio, agregar trocitos de nuez y ananá. No solo eso, sino un vasito de marrasquino, o
tal vez dos, lo mejor que existe para valorizar el aroma de la ensalada de fruta.

Sí quieren completar la obra con un toque artístico, rocíen sobre cada bol un copete de
crema batida, con el aparatito especial. Pero tengan cuidado en no dejarlo por ahí: su hijo,
igual que el mío, podría usarlo como pistola.

INGREDIENTES

más o menos un kilo de fruta mixta una o dos tajadas de sandia un vaso de vino blanco tres
nueces cortadas en trocitos dos limones exprimidos uno o dos vasitos de marrasquino dos
cucharadas de azúcar crema batida
1943

El vizconde de Castelfombrone

No se percibía realmente nada, en el aire, aquella tarde del 8 de septiembre. Y eso que,
después de todo, yo estaba en un cuartel. Hubiera debido de saber algo. Sin embargo, nada.
Una tarde como todas las demás. Había retirado de la secretaría del Comando el permiso para
después del teatro, porque tenla dos entradas gratis para ir a un espectáculo de variedades.
Dije al subjefe furriel Santoro que me acompañara y salimos, después de haberme arreglado
la ricottina (así llamábamos a la gorra de marinero, cuando, en verano, la recubríamos con el
pequeño forro blanco que la hacía parecer una ricotta).

El espectáculo tenía lugar en el Teatro Valle. Una velada benéfica organizada por un diario,
que reunía sobre el escenario cantantes, actores y bailarines. Cerraba el elenco el Cuarteto
Cetra. Sí, siempre el mismo, solo que, entonces, en lugar de la mujer había un' hombre. Los
recuerdo muy bien: Giacobetti, Chiusano, Savona y De Angelis.

El paraíso parecía un mercadito de pueblo, por la cantidad de ricottine apoyadas sobre la


baranda: manchitas blancas, perfectamente alineadas, que la oscuridad de la sala no lograba
borrar, mientras el haz de luz del reflector pasaba con un circulo violeta-amarillo-azul-rojo
por encima de Dea Garbaccio, el ruiseñor de la radio, o sobre Harry Feist, el famoso bailarín
solista del teatro menor, o sobre el trío vocal Aurora o sobre la princesa Branciforte, en aquel
entonces Ondina Maris, o sobre Lucio, ya Ardenzi en esa época, pero cantante y no
empresario teatral.

Del espectáculo recuerdo el poco calor del público, los aplausos distraídos a pesar de los
prestigiosos nombres del cartel. Una atmósfera cargada de presentimientos.

El espectáculo estaba por terminar cuando el animador anunció:

- ¡El Cuarteto Cetra!

Aparecieron los cuatro, con sombrero de copa y bastón, e iniciaron su gran éxito de entonces
(y después).

El Vizconde de Castelfombrone de quien el Buglione fue el antepasado

Acompañaban la canción con movimientos del bastón, reverencias levantando el sombrero de


copa, piruetas, todo en perfecta sincronía. Se veía el profesionalismo.desafió al Conde de
Lomanto y el guante ¡le arrojó!

De tanto en tanto daban unos pasitos siguiendo la música, desplazándose lateralmente, pero
no demasiado, para no alejarse de la limitada sensibilidad de los micrófonos de aquel
entonces.

La otra noche, en el bar de la embajada, con la amada lo encontró: una sonrisa, dos
perfectas reverencias y los padrinos ¡le envió!

De pronto, la platea se animó. Desde mi sitio del paraíso vi que, en el fondo del teatro,
aparecía una mancha clara que se destacó en seguida en la oscuridad: era un hombre que,
como un fantasma, cruzó toda la platea corriendo por el pasillo que separa las dos hileras de
butacas.

Mientras tanto, el Cuarteto Cetra cantaba: Los padrinos vienen por el sendero cilindro negro
rostro severo

El fantasma llega hasta la primer fila, se inclina hacia la butaca de la izquierda y le murmura
algo al señor que la ocupa. El señor se levanta y corre, a su vez, a murmurarle algo a otro
señor, sentado a la izquierda del corredor. Este, levantando los brazos al cielo, grita con todo
el aire de sus pulmones:

- ¡El armisticio!

Toda la platea se da vuelta, muchos se ponen de pie, el murmullo se convierte en alboroto.


Nuestras ricottine de marineros vuelan desde el paraíso hacia la platea. Sobre el escenario, el
Cuarteto Cetra continúa con sus volteretas, cantando: contados los pasos, con armas iguales
los dos adversarios ¡se batieron ahí no más!

El alboroto se transforma en griterío, el griterío en clamor, ¡en tumulto!

Entonces, uno del cuarteto se detiene, estira los brazos hacia la platea y, con tono
implorante, dice:

- Por favor, ¡un poco de compostura! ¡Así no podemos continuar!

Regresa rápidamente entre los otros tres, se vuelve a poner el sombrero de copa y, todos
juntos, un poco molestos, recomienzan:

El Vizconde de Castelfombrone de quien el Buglione fue el antepasado

desafió al Conde de Lomanto y el guante ¡le arrojó...!

Rigatoni del cuarteto (a los cuatro quesos) INGREDIENTES (para seis personas)

medio kilo de rigatoni

cincuenta gramos de parmesano rallado cincuenta gramos de gruyére rallado

cincuenta gramos de queso holandés cortado en trocitos cien gramos de mozzarella cortada
en trocitos medio litro de leche

cien gramos de manteca dos cucharadas de harina una pizca de nuez moscada un puñado de
pan rallado

Ante todo, preparen la salsa blanca poniendo cincuenta gramos de manteca en una cacerola.
Apenas se haya derretido, agreguen las dos cucharadas de harina, viertan lentamente el
medio litro de leche y dejen hervir a fuego lento. Completen la salsa blanca con una pizca de
nuez moscada y, obviamente, sal y pimienta.

Mientras tanto, habrán cocinado los rigatoni y, después de escurrirlos al diente, los
condimentarán con el resto de la manteca.

Enmantequen una fuente de horno, viertan los rigatoni condimentándolos por capas:
distribuyan bien los diferentes tipos de queso sobre cada capa.
Al final, viertan sobre los rigatoni la salsa blanca y cubran todo con un puñado de pan rallado.
Horneen hasta que se forme una costra dorada. Sirvan caliente.

1944

Amarcord cremonés

Lo llamaban Bill. Era loco de atar pero inteligentísimo. Corría los cuatrocientos metros con
obstáculos, era littore 8 de no sé qué, y tenía un tic en un ojo.

Un domingo por la mañana lo vimos, colgado del balcón del tercer piso de su casa, aferrado
de la baranda, gritarle a la aterrorizada madre que lo miraba desde la vereda:

-- ¡Si no me das dos liras, me tiro!

Las "dos liras" fechan en seguida el episodio.

Algunos años más tarde, digamos hacia fines del '43, yo y Blli estábamos hablando delante de
la galería de Cremona. La "galería" es una obra del régimen. El arquitecto que la construyó es
responsable de casi todas las otras "obras" que han quitado a Cremona la posibilidad de ser
una de las más hermosas ciudades de provincia italianas.

Se decía, entonces, que una de las cuatro columnas de la galería estaba torcida. Los más
chistosos comentaban, solo en voz baja, que la columna era, a pesar de todo, lo menos
torcido de aquel período. O bien, que la columna era torcida a pesar de ser el arquitecto un
derechista.

Pero volvamos a Bi!l y a mi, delante de la galería.

Con su tic en el ojo, Bill parecía guiñar a cada una de mis frases. Las manos hundidas en los
bolsillos y la espalda apoyada contra la columna, a la que de vez en cuando le da una
sacudida. ¿Intentará enderezarla, sin llamar la atención? Todavía cree en la victoria final. A
mí, en realidad, no me importa. Solo me interesa hacer teatro y le digo a Bill que, antes del
ocho de septiembre, había escrito el guión de una revista pero que tal vez, ahora, tenga que
cambiar algo y Bili, molesto, me contesta que si creo que ha cambiado algo y yo digo que no,
que hablaba del guión y, entonces, Bill me dice que, cuando se cree en algo, hay que ir hasta
el final y yo no entiendo si tengo que creer hasta el final en el guión o en lo que él dice.

Bill dejará de creer en eso dos años más tarde, durante un viaje Génova-Bari, a bordo de un
camión de ''efectos teatrales", encerrado en un baúl de "efectos personales".

Ahora, veintiocho años después, puedo confesarlo: ese baúl era mío. Bill me dirá que le salvé
la vida y yo pensaré que, si salvar una vida cuesta tan poco, es imposible dejar de hacerlo.
Pero, ¿estoy escribiendo un relato o haciendo autocrítica?

Bill le da otra sacudida a la columna y me dice que, si preparo el espectáculo, dentro de un


mes podré disponer del Teatro Ponchieili, el de la ópera. Yo digo que dispongo de un "grupo
financiero", de los actores y cantantes de las "Prímulas" , de un maestro de orquesta y de una
diseñadora del vestuario.

El "grupo financiero" estaba compuesto por un joven empresario de pompas fúnebres, por un
hijo de padre rico o, mejor dicho, de tío rico, ya que era el tío quien le proveía del dinero, y
por un funcionario del consorcio agrario. Los actores de las "Prímulas", rejuntados de varias
compañías teatrales de provincia, recitaban, cantaban y tocaban. El maestro de orquesta era
propietario de una fábrica de organitos para mendigos ambulantes. La diseñadora del
vestuario era mi madre.
- ¿Qué quieres? -le dice B¡ll a un muchacho de pantalones cortos que, desde hace unos
minutos, se ubicó entre él y yo para escuchar nuestra conversación.

- Nada -dice el muchacho-. Yo también quisiera entrar en la compañía.

- ¿Para hacer qué?

- Aunque sea, de apuntador -dice el muchacho de pantalones cortos, y no se mueve hasta que
le doy alguna esperanza.

- Me llamo Gino -concluye.

Dos años más tarde volveré a encontrar a Gino, de pantalones largos, en Milán, delante del
Teatro Mediolanum.

- ¿Qué haces aquí? -le diré.

- Nada, yo también quiero entrar en la compañia.

- ¿Para hacer qué?

- Aunque sea, de apuntador.

Yo me había convertido ya en actor "profesional - y me preparaba para el debut nacional. Los


ensayos habían comenzado pocos días antes. Para el ensayo general, Gino me hizo encontrar
el camarín completamente tapizado de seda adamascada color verde y una araña de cristal
en el centro. Parecía el camarín de Eleonora Duse.

La noche del debut, desastroso hasta el punto de merecer un capítulo aparte, durante el
intervalo entre el primero y segundo tiempo subieron al escenario los padres de Gino. En
medio de sus distraídos cumplidos, noté las miradas que lanzaban a los damascos de mi
camarín y a la araña. Creí que estaban complacidos y asombrados por todo ese esplendor. Me
equivocaba. La seda adamascada y la araña pertenecían a la decoración de una habitación de
su departamento, cerrada con llave durante la guerra porque una esquirla incendiaria había
entrado por la ventana y dañado el piso. Gino había despegado el damasco de las paredes y la
araña del cielo raso, y había decorado mi camarín. Sin embargo, juro no haber sabido nunca
nada de la platería y de la vajilla.

La comprensible aversión hacia el teatro que maduró aquella noche en los padres de Gino no
pudo sino transformarse en odio sordo cuando Gino decidió seguir a la "compañía" en gira,
fuera de Milán. Sobre un tranvía que se dirigía hacia la estación, el padre de Gino intentó,
inútilmente, convencerlo por última vez de que abandonara la idea de pertenecer al
corrompido mundo del teatro. Gino aprovechó una parada optativa para descender del
tranvía y correr como un alma condenada hacia la estación.

tar: El padre corrió tras él y, para detenerlo, se puso a gri

- ¡Al ladrón!

De inmediato, dos transeúntes se arrojaron sobre Gino y comenzaron a pegarle. El padre


llegó, jadeante, en defensa de su hijo.

- ¡No le peguen, es mi hijo!

Automáticamente, los dos transeúntes, contrariados por lo sucedido, se pusieron a pegarle a


él. Y Gino aprovechó la ocasión para retomar su carrera hacia la estación.
Gino, de pantalones cortos, sigue allí, entre Bili y yo, empecinado, obcecado, tenaz.

- Al menos, déjenme hacer de apuntador -insiste.

- No rompas las pelotas.

Bill me toma del brazo y me dice que el espectáculo será "pro armas para la Patria". de la
mes más tarde, aparecen los afiches sobre las cola

UGO TOGNAZZI

presenta

UNA NUBE DE VACACIONES

De

UGO TOGNAZZI

Revista satírica en dos tiempos interpretada por


UGO TOGNAZZI

dirección de
UGO TOGNAZZI

letra de las canciones de


UGO TOGNAZZI

vestuario de
ALBA TOGNAZZI

Apuntador:

Gino

Todos los telones, cortinados y trajes eran de color negro, violeta y blanco, de ese raso que
se utiliza para adornar los ataúdes. Su proveedor era el empresario de pompas fúnebres, que
nos financiaba. El Teatro Ponchiellli estaba repleto. La noche anterior al estreno, Bill estaba
en el palco delantero, con Roberto Farinacci (un jerarca fascista

En el nicho del apuntador, Gino se había puesto de smoking. En el gran final, todos
cantábamos a coro:

Prímulas

somos las Prímulas

y les cantamos un final original... En el cielo,

entre tantas nubes,

esta tonada más alegre parecerá...

Si los hemos divertido nos alegramos,


y todos juntos agradecemos, de todo corazón... Si, en cambio,

no nos aplauden, para nosotros, ¡qué desilusión...!

Prímulas,

somos las Prímulas,

¡secreto de felicidad!

Corrí el riesgo de que me empaquetaran hacia Alemania porque parece que, mientras cantaba
la canción satírica "Lassa pur lé", que en.cremonés quiere decir "termínala", señalaba con el
brazo el palco ocupado por Farinacci. Juré no haberlo hecho a propósito. Después de todo, lo
recaudado en la velada era "pro armas para la Patria".

Terminamos con un déficit de sesenta y cuatro mil liras. Calculando el valor de la moneda de
aquel entonces, considero haber contribuido a sustraer cuatro ametralladoras a la República
Social Italiana.

Este recuerdo de teatro, aunque lejano, me hace recordar una "amatriciana" (receta
napolitana), que llamo también "bucatini patrióticos" por su decoración final, muy semejante
a esos fáciles efectos que se utilizaban en las revistas de la época cuando, para arrancar un
seguro aplauso final, se hacía salir a la soubrette con sombrero de bersa

gliere en la cabeza y el cuerpo envuelto en una cinta tricolor.

Tal vez, cuando lleven este plato a la mesa, ustedes también podrían poner una marchita
como música de fondo, y obligar a sus invitados a un aplauso.

Bucatini patrióticos

INGREDIENTES (paraseis personas)

150 gramos de panceta ahumada

cincuenta gramos de jamón crudo una cebolla grande un decilitro de aceite

setenta y cinco gramos de manteca un vaso de vino blanco seco medio kilo de tomates
pelados un abundante atado de perejil medio ají colorado un diente de ajo

cien gramos de queso parmesano

cincuenta gramos de queso pecorino picante medio kilo de bucatini

Viertan la mitad del aceite y 25 gramos de manteca en una sartén. Cuando la manteca y el
aceite hiervan, agreguen el diente de ajo aplastado y quítenlo apenas se haya dorado.
Mientras tanto, habrán cortado la panceta ahumada en daditos (daditos, es un decir: yo las
corto en pequeñísimos para¡ elepípedos), y el jamón crudo, en listones.

Pongan en la sartén la panceta, primero, luego el ja món, y déjenlos hasta que se vuelvan
casi crocantes.

Me olvidaba de un trocito de ají colorado.

En otra sartén, doren la cebolla cortada en rodajas (po lo tanto, no picada) en el resto del
aceite, y veinticinco gra mos más de manteca. Cuando la cebolla haya tomad un color dorado,
viertan el vaso de vino blanco seco. Apen el vino se haya evaporado, agreguen los tomates
pelados.

Mezclen lentamente, con una cuchara de maderal Conviene que el tomate no se deshaga por
completo. Coc nen durante 10-12 minutos. Entonces, tomen el contenid de la sartén y
viértanlo en la otra sartén. Si poseen nervi firmes y no se emocionan, podrán preparar esta
salsa mie tras cocinan los bucatini, que tratarán de escurrir al diente.

Colóquenlos en una sopera grande y condiméntenlos, primero con 25 gramos de manteca y


luego con casi toda la salsa, menos el contenido de un cucharón.

Mientras tanto, habrán picado finamente el perejil y rallado los cien gramos de queso
parmesano y los cien gramos de queso pecorino picante, mezclándolos. Después de
condimentar la pasta en la sopera, con la manteca y la salsa, agreguen la mitad del queso
rallado y mezclen bien.

Les habrá quedado el perejil picado, la mitad del queso y el cucharón de salsa. Si se fijan en
los colores, ya sabrán adónde quiero llegar.

Tomen el perejil y formen una especie de pista alrededor de la sopera humeante. Luego
formen, con el queso, otra pista más o menos del mismo espesor en su interior y, viertan, en
el centro, el cucharón de salsa roja. ¿Qué obtendrán? Una escarapela tricolor que oculta un
plato de sabro sisimos bucatini.

Servir con música de fondo de trompetas: les aconsejo la marcha de los bersaglieri.

1951

Hay alguien en avenida Sempion

—Pensiones para Artistas" desparramadas por casi todas las ciudades de Italia.

Una vez, en Nápoles, apenas terminada la guerra, había encontrado alojamiento, con mucha
suerte, en un sórdido hotelito de Vía Forcella. Delante de la puerta de la habitación que me
hablan asignado decía: "Chambre particuliére" .

Me preguntaba qué tendría de "particular", salvo la suciedad o el empapelado de una pared


que, casi completamente despegado del muro, se me aparecía como una macabra bandera a
media asta recorrida por arañas y cucarachas. La bandera de mis pequeñas derrotas.

- Vivimos en la ciudad estudiantil -decía mi padre, con énfasis, para levantarme el ánimo.

- ¡Qué ciudad estudiantil! ¡Estamos en Lambratels -decía yo sin mirarlo a la cara mientras
seguía con la vista, a través de la ventana, un tren que pasaba con su hermoso humo blanco
como algodón.

- Por ahora, conformémonos -agregaba mi padreCuando trabajes en televisión podrás comprar


un departamento más lindo en avenida Sempione.

Los tres ambientes más los dobles servicios (cuyas ven tanitas daban a la escalera, aunque
fuera la principal asomaban, como ubicaciones distinguidas de una tribu cubierta, sobre un
campito de fútbol de arrabal, cuya l1n lateral lindaba con el terraplén del ferrocarril.
Muchas veces veía, a través de la ventana, un larg convoy detenido delante del campo. Me
preguntaba por qu el tren se detenía justamente allí, apenas salido de la est ción de
Lambrate. Pensaba que, tal vez, el maquinista qu siera ver un poco el partido. Por otra parte,
una vez, des los contrafuertes de un coqueto estadio construido junto puerto, vi un barco
inmóvil en medio del mar. En ¡tal¡ el fútbol puede detenerlo todo.

En fin, mi casa estaba más exactamente en Lambra

que en la ciudad estudiantil. Solo mi padre, burgués empdernido, se obstinaba en afirmar lo


contrario. Para mi, es solo mi primera casa, después de una decena de años

En Roma, en una pensión en la que también se alojaba Walter Chiari, había pasado una
Navidad con una porción de arroz blanco y Lauretta Masiero.

Durante una parada nocturna en Palermo la policía irrumpió en mi habitación de hotel. En la


cama de al lado dormía una muchacha de dieciséis años, napolitana, bailarina de mi
compañía de revistas "Bataclan". La madre me la habla confiado con mil recomendaciones.
Nos condujeron al puesto de policía en una carroza negra tirada por un caballo blanco.
Delante de la que ocupábamos la muchacha y yo, había otras cuatro carrozas con otras tantas
parejas de actores, actrices y bailarines, sorprendidos, igual que yo, en situaciones
promiscuas en las habitaciones de aquel hotel. El hecho es que algunos barones palermitanos
habían informado a la policía acerca de nuestro irregular modo de pernoctar, despechados
por el rechazo de las muchachas, que se negaron a pasar la noche con ellos. Las mujeres
fueron de inmediato sometidas a una visita médica y los hombres no fueron liberados hasta
declarar, en un acta, su intención de consumar una boda reparadora con sus respectivas
concubinas. Un actor, sorprendido en su habitación con dos muchachas, tuvo que prometer
que se casaría con ambas.

Todas las veces que iba a Turín, con la Compañía de Revistas, me descubría como "voyeur",
porque siempre ocupaba una habitación de hotel cuyas ventanas daban al interior (las que
daban al exterior costaban más), sobre una galería con barandas. Desde mi ventana podía ver
y contar, a través de las hendijas de las persianas de la habitación de enfrente, una docena
de acoplamientos por noche.

Ahora, por fin, las ventanas de mi casa daban sobre un sano y deportivo campo de fútbol y
podía gozar de la vista de un terraplén de ferrocarril. Faltaban solo los muebles y el ángel del
hogar.

Desde demasiado tiempo atrás hacia el amor en un auto o en tristes pensiones. Ese amor
ambulante no estaba a la altura de la hermosísima muchacha inglesa que había conocido en
Londres, a la cual convencí de que me siguiera a Italia, fascinado por su naricita puntiaguda y
trastornado por sus larguísimas piernas.

Además, ya estaba embarazada.

Por lo tanto, entraba con todo derecho en la primera casa popular de mi vida.

Teléfono verde, residuo de una decoración teatral, apoyado sobre un cajón vacío de Cinzano
en el corredor; una Vespa que había usado en el teatro para cruzar el escenario; en ¡as
paredes, en lugar de cuadros, mi cara sonriente, y debajo escrito: "Paraíso para todos": el
afiche de mis revistas con Alba Regina, una soubrette venida de América del Sur, hija de
italianos y madre de dos argentinos, y con Lia Cortese, de Ferrara, quien cantaba desnuda
sobre un enorme cisne blanco: "Me siento tuya cuando me dices eres mía"; colchones en el
suelo, con una alfombrita china a cada lado.

Las primeras frases publicitarias pronunciadas desde el escenario habían contribuido a la


decoración de la cocina. El primer contrato publicitario televisivo me había gratificado con un
tocadiscos estéreo y un hermoso veinticuatro pulgadas con un trasero tan grandote que
llegaba hasta la mitad de la sala. Que no existía.

Pat revoloteaba a mi alrededor a tiempo de danza y cruzaba la habitación levantando sus


larguísimas piernas.

Llamaba coccaina a la cucharita 1 ° y decía "marvellous" a todo. Encontraba "marvellous' dos


alfombritas chinas transformadas en dos cuadros para la habitación del niño, el día en que me
ayudó a poner una cama debajo de los dos colchones. Definía como "marvellous" la araña de
caireles, único error de una hermosa excursión en Brianza. El mueblecito-bar también era
"marvellous" para ella. "Marvellous" era la idea de comer encaramados como dos papagallos
sobre los taburetes de dicho mueble-bar, ya que sufríamos una grave carestía de mesas de
comedor, además de comida. "Marvellous" era yo también cuando, con un delantal que
representaba la bandera británica, enfrentaba el primer rayo infrarrojo de mi vida, dispuesto
a crear mi primera gran obra culinaria: un enorme pollo al spiedo. Enorme, sobre todo,
porque más que pollo era una gallina para puchero. Eso sí, una gallina "marvellous".

Una cuna con un muñeco de trapo y lista la habitación para el niño, improvisada en el
guardarropas de grandes armarios laqueados de azul. Completamente verdes, en cambio,
eran la moquette, el cubrecama y la cómoda: para que hicieran juego con el color del
teléfono. Que, por supuesto, también era "marvellous".

Las piernas de Pat se volvían cada vez más gruesas, monumentales; las piruetas de bailarina
clásica menos ligeras que antes, y "porca miseria" fue su comentario ante mi primer asado
quemado. "Fuck", que no es un vocablo elegante, fue dicho ante el primer corto circuito
provocado por ella al tratar de transmitir música también en el baño.

Yo advertía el "humor" inglés (no el clásico humour, entendámonos) apenas abría la puerta de
casa. Si era Beethoven y Bach había problemas. Con Glenn Miller ya íbamos mejor.

Mi padre había ido a vivir a plaza Donegani: el segundo departamentito de Lambrate, en lugar
de aquel hermoso y soñado departamento de avenida Sempione. A pesar de que la televisión
ya me había abierto sus puertas con un contrato para diez transmisiones.

Tiempo después, mi padre me escribió una larga carta en la cual me pedía permiso para
casarse. Se lo concedí y, mientras tanto, Pat engordaba toda, además de las piernas, también
las manos, y por la noche ya no tenía el problema de quitarse la alianza. Un día, en cambio,
había intentado entrar en la cocina y preparar un puré de papas. "Su" puré consistía en dos
papas hervidas aplastadas sucesivamente con el trasero.

Cuando yo no regresaba a casa durante algún tiempo, su comida preferida era remojar el pan
sobre una caja de sardinas, sin abrirla. Nunca llegué a entender si había perdido el abrelatas,
si quería ahorrar o si estaba loca. Mientras tanto, los "marvellous" comenzaban a disminuir
sensiblemente. Un día, había subido al techo de casa para orientar la antena de la televisión,
vestida con un enterizo azul de mecánico que la hacia aun más enorme. Yo la miraba,
asustado, desde el balcón, con mi delantalcito repleto de bandera inglesa trinando al viento.

Un día me asomé a la ventana y vi que unas excavadoras removían el terreno: pensé que
renovaban el tapiz verde del campo de juegos. Al día siguiente, el brazo de una grúa entró en
casa pasando, por suerte, por la ventana. Solo se rompieron los vidrios.

Mi hijo nació el mismo día en que colocaron una bandera blanca-roja-verde sobre el techo de
un enorme edificio de la Edison. Ricky no vería nunca el tren, no vería nunca los partidos de
fútbol.

Cambiamos de casa. Ahora vivo en Roma, mi padre en Varese, mi hijo en Inglaterra.


Y Pat en avenida Sempione.

Auténtico puchero inglés

Es una receta sencilla. En el fondo, no es más que un puchero. Pero es un auténtico puchero
inglés. ¡Si supieran cuántas veces lo comí en Inglaterra, en casa de Pat! Se lo transmito para
que ustedes también puedan hacer uno de los más frecuentes platos de la cocina británica.

INGREDIENTES (bilingües)

2 pounds comed brisket of beef

un kilo de falda

haif pound salt pork

doscientos cincuenta gramos de panceta

2 ba y lea ves

dos hojas de laurel

4 peppercorns

cuatro granos de pimienta

hall boiling chicken

media gallina

4 large carrots, scraped

cuatro zanahorias grandes, limpias

5 large potatoes, peeled

cinco papas grandes, peladas

2medium turnips, peeled

dos nabos medianos, pelados

one medium head cabbage, quarted

un repollo mediano, cortado en cuatro

horse radish sauce

salsa de rábano. Llamado "cren" en dialecto veneciano.

Limpiar la falda con un trapo húmedo. Atarla y colocarla en una cacerola grande. Agregar
agua fría hasta recubrir la carne y llevarla a ebullición. Tirar el agua, enjuagar la carne.
Repetir la precedente operación. Recubrir luego la carne con agua hirviendo y agregar la
panceta, las hojas de laurel y la pimienta. Cubrir todo y dejar hervir tres o cuatro horas,
hasta que la carne resulte tierna. Después de la primer hora, agregar la media gallina.
Dejar enfriar el puchero y quitar la grasa del caldo. Agregar zanahorias, cebollas, papas, los
nabos y dejar hervir otros veinte minutos. Agregar entonces el repollo cortado en cuatro
pedazos y hervir hasta que todas las verduras estén cocidas.

Servir el puchero sobre una fuente muy caliente, decorado con las verduras hervidas.
Acompañar con la salsa de rábano. Servir también salsa verde para los que más desconfían de
las novedades.

1962

Una sueca con botella

Qué lindo es tener un pied-á-terre. Te sientes diferente. Más importante. "Sabes" le dices a
los amigos "en mi piedá-terre de Milán..." Hablar de un pied-á-terre de Milán también dejaría
suponer que uno posee otros, desparramados por toda Italia.

El de Milán, en cambio, era el único para mí. El primer pied-a-terre de mi vida. Y me pareció
increíble llevar en seguida a alguien a vivir allí. Es decir, a Ingrid. La encontré no recuerdo
dónde ni cuándo. Ni recuerdo si vestía o no el vestido de chíffon que, por lo general, es lo
único que recuerdan los desmemoriados, al menos los de las canciones. Que fuera de chiffon
o no, en todo caso, tiene poca importancia porque Ingrid amaba vestirse exclusivamente de sí
misma. En efecto, la recuerdo así: recorriendo la casa desnuda, con sus grandes pechos
nórdicos apuntando hacia adelante como dos maravillosas flechas indicadoras. Ingrid. Una
sueca de la cabeza a los pies.

- Tú actor -me decía-, ¡traición fácil! Yo debo controlar a ti veinticuatro horas sobre
veinticuatro.

Debo decir que el control que ejercía sobre mí era un poco particular. Me mantenía en la
cama. De la correa, digamos. De vez en cuando, dábamos un paseito desde la cama hasta la
ducha, trayecto que indica con mayor claridad aun a qué tipo particular de control me
sometía. Debajo de la sábana de aquella cama milanesa el tránsito era más intenso que en
plaza Sean Babila.

Ingrid. Un pivote inexorable. Siempre en el arco. Siempre con cuerda. Mejor dicho, siempre
con más cuerda.

Quienes me conocen saben con seguridad que estas cosas no me asustan. Todo lo contrario.
Pero Ingrid con el transcurrir de los días me asombró, si no ya por la regularidad, por la
continuidad de las prestaciones. Al principio pensé en el mítico "calor nórdico". Luego,
comencé a sospechar que podía recurrir a alguna píldora prohibida. También porque, a pesar
de mi récord nacional en la materia, pensaba que, tarde o temprano, si las cosas seguían así
yo también debería usarla, aunque fuera para mantenerme a su altura, para sostener en alto
el buen nombre del macho italiano.

Por eso, un día decidí seguirla cuando, después, se levantó de la cama diciendo su
acostumbrado: "Discúlpame, voy un instante a la cocina a beber algo..."

Ingrid. La sorprendí mientras bebía de una botella de Chianti de tercera calidad. Era su
afrodisiaco. El vino. Después de drogarse, se metía de nuevo en la cama y se desataba.

Vino. No era fino. Pero, qué me importaba. Después de todo, no era la fineza lo que
caracterizaba nuestros shows bajo las sábanas.

Así que, la noche siguiente, coloqué la botella de vino tinto sobre la cómoda. Cuando Ingrid la
vio, me miró con los ojos colmados de vicio, me aferró por los cabellos y, acercando sus
labios a los míos, me susurró: "¡Puerco!".
Fue mi fin. Pónganse en mi piyama. Una sueca enloquecida que transforma un Chianti en mal
estado en un brebaje de burdel. Ella bebía y pretendía que yo también bebiera. Una, dos
botellas por noche. Al amanecer, el dormitorio olía como una taberna. A medida que
aumentaban las botellas consumidas, disminuían los frenos inhibitorios de Ingrid.

Después de la tercera "prestación", ya completamente borracha, caía en crisis depresivas


mezcladas con ataques de celos: me abofeteaba, me arañaba, me mordía las orejas. Lo cual
era, además, muy poco nórdico.

Una noche de agosto llegó, de improviso, el epílogo de la aventura. Ingrid, en la culminación


del orgasmo, me golpeó con la botella en medio de la frente.

Sangrando, mientras a ella me mordía las nalgas, llamé al patrullero. La llevaron a la


comisaría, a ella y a su botella de droga. En el rellano, la vi aferrarse del sargento de
carabineros.

- ¡Puerco! -gritaba-. ¡Tú también eres un puerco!

De ella me quedó un recuerdo. Una pequeña marca roja, en lo alto , a la derecha, sobre la
nalga izquierda. Mirándola bien, parecer realmente un ´antojo´ de vino.

1964

Una carbonara americana

Dentro de veinte años, cuando vuelva a pensar en mi carrera de actor, tal vez tenga un
motivo de arrepentimiento: el de no haberla abandonado por la mitad para convertirme en el
más grande cocinero de América y, quizá, del mundo.

No es una historia larga, pero sí lo suficientemente deportiva como para que los divierta. De
todos modos, me divierte a mí contárselas.

La cita era en Nueva York, en una suite del piso cuarenta y ocho del Hotel Hilton, para la
presentación oficial a la prensa de la película Marcia nuziale (Marcha nupcial). Iba a ser
un.party para trescientas cincuenta personas y la ocurrencia mayor del acontecimiento la
tuvo el productor italiano, cuando me invitó a cocinar una pastasciutta para todos. El
intérprete principal de la película cocinaría el plato principal de la velada.

La cosa extasió a los americanos y casi me hizo desmayar a mí. No es que no me guste cocinar
pastasciutte. No haría otra cosa de la mañana a la noche. Pero nunca me había ocurrido tener
que servir a trescientas cincuenta personas.

Como un general que estudia los mapas antes de la batalla, quise examinar, en seguida, el
departamento. Se componía de cinco grandísimas habitaciones, cada una decorada en un
estilo diferente. Naturalmente, no hice mucho caso de la decoración, con lo preocupado que
estaba por descubrir dónde quedaba la cocina. Al fin la encontré, y ni si quiera era tan
pequeña. Había una heladera que parecía una computadora y una cocina con seis hornallas.

Miré las seis hornallas, examiné las ollas, eché una mirada a la muchedumbre que se
arremolinaba sobre los vasos de Martini. Arriesgué un rápido cálculo: podrían comer la
pastasciutta por turnos, en grupos de treinta. No terminaríamos hasta las ocho de la mañana
del día siguiente. Una masacre, no una tallarinada.
Pedí noticias sobre las cocinas del hotel. Me condujeron a ellas, en ascensor.

Se sorprendieron al verme cronometrar el tiempo empleado por el ascensor, un expreso, para


llegar desde el piso cuarenta y ocho hasta la planta baja: 56 segundos netos.

Las cocinas del Hilton de Nueva York están a la altura de la fama de esa gran cadena
hotelera. Examiné las ollas. No eran ollas, eran piletas. Las hice llenar de agua, eché adentro
un par de kilos de sal y retomé rápidamente el ascensor. Tardaba un segundo más en subir.

Volví entre los invitados para estudiarlos un poco. Norteamericanos, casi todos. Locamente
norteamericanos. Debía decidir qué tipo de fideo prepararía. Comencé por hacer un rápido
estudio previo de los varios tipos de pastasciutta para comprender cuál seria el más apreciado
por los paladares yanquis. Eliminé en seguida los espaguetis al tomate y albahaca porque los
habrían podido tomar por una pizza. No tenía tiempo de preparar un tuco que, por otra parte,
no sería ninguna novedad para ellos. Descarté la amatriciana debido a una legítima duda
acerca del sabor del tomate norteamericano en lata. Por exclusión, llegué a la carbonara.

La carbonara, tal vez, no los defraudaría. Porque, entre nuestros condimentos, es el que más
se acerca al gusto estadounidense. Se hace con bacon" dorado y huevos revueltos. ¿Dónde
encontrar dos alimentos más genuinamente norteamericanos que estos? Claro que no pensaba
detenerme ahí. Agregaría crema de leche, que los norteamericanos meten en cualquier cosa
y, al final, un poco de alcohol, que hoy, por fin, ha obtenido un rubro aparte en las nuevas
planillas norteamericanas para el análisis de sangre.

¿Qué es la pasta, al fin, sino trigo elaborado? ¿No lo son, también, las tostadas
norteamericanas? Nosotros, los italianos, vemos a la pasta como un producto entre misterioso
y mágico, un alimento milagroso que Dios envió sobre nuestra tierra para consolarnos de
tantas falencias itálicas. Pero, en el fondo, si lo razonamos, no es sino pan hecho de otra
manera. Y, por favor, no me vengan a decir que la pasta fue inventada por los chinos porque,
si bien es verdad que los chinos nos hicieron conocer los primeros espaguetis, hoy han,
quedado detenidos en eso. Y no te dan más que un spaghettino hervido y blancuzco como
acompañamiento mientras que nosotros, los italianos, gracias a la viveza, la astucia y la
fantasía napolitana, ¡hemos creado fuegos artificiales de paste asciutte, desde el orecchione
al fusillo, de la penna a la farfalla, al lumacone, al zito, mezzo zito, zitone, bucatino,
rigato, rigatone, cannolicchio y demás pastas!

Pero, volvamos a Nueva York. Ahí estoy, dispuesto a cocinar un plato típicamente italiano que
parecía creado especialmente para los Estados Unidos.

Cuando el productor me vio sonreír comprendió que mi reserva se había derretido.

En ese momento, comenzaba mi lucha con el cronómetro. Fue una verdadera carbonara a
cronómetro, ya que el problema central de toda la operación era uno solo: no recocinar la
pasta. Llevarla desde las cocinas al piso cuarenta y ocho, condimentarla y servirla al diente.

Esa era la razón por la cual había cronometrado con tanta atención el tiempo que el ascensor
empleaba en volver a subir. Tiempo que no incluía los diez segundos necesarios para
transbordar desde el ascensor de la planta baja al que llevaba a las cocinas que estaban
cuatro pisos más abajo.

Mientras tanto, los cocineros habían cortado en daditos cuatro kilos de bacon. Trescientos
cincuenta huevos, de los cuales cien eran solo yemas, habían sido batidos y esperaban,
estremecidos, unirse al bacon dorado para mezclarse luego sobre treinta kilos de espaguetis,
sobre los cuales se desparramarían cinco kilos de queso parmesano rallado, dos kilos de crema
de leche y diez vasitos de coñac.
Cuando, a una señal mía, los treinta kilos de espaguetis, divididos en grupos de cinco kilos,
fueron arrojados en seis ollas repletas de agua hirviendo, eran exactamente, aún lo recuerdo,
las 21,31.

A las 21,40, emocionadisimo, di la señal de "¡Escurrir fideos!".

Los treinta kilos de espaguetis se escurrían mientras un teléfono anunciaba que, entre tanto,
había llegado felizmente al piso cuarenta y ocho el grupo de condimentos, es decir, el bacon
dorado, los huevos, la crema de leche, el parmesano y el coñac.

A las 21 h, 40', 12" partimos en ascensor desde las cocinas hacia la planta baja.

A las 21 h, 40', 31" entrábamos al ascensor dirigido al piso cuarenta y ocho. La subida era
interminable.

A las 21 h, 41', 25" entrábamos al departamento donde nos aguardaban seis carritos boiler,
sobre los cuales humeaban a baño María seis enormes plateaux de acero.

En diez segundos, la pasta fue arrojada sobre seis fuentones. En veinte segundos fue
condimentada por un ejército de cocineros emocionad ísimos, bajo mi mirada alucinada.

A las 21 h, 42' en punto, daba la señal de asalto. Y, mientras los trescientos cincuenta
invitados se lanzaban al abordaje, me desplomaba sobre un sillón Luis XV, ni siquiera muy
cómodo.

La olimpíada de la pastasciutta se había cumplido. Tal vez, se había superado un récord.


Pero, ¿alcanzaría el éxito? ¿Qué sabor tendría esa carbonara en escala industrial?

Comencé a escuchar que alguien, comiendo, decía: "Terrific!". No sé mucho inglés pero sé
muy bien que "terrific" quiere decir "terrorífico". Me sentí como un pedacito de bacon frito.
Sudaba. No podía saber que "terrific" lo usan con el sentido de "fantastic". Fue así como, más
tarde, comenzaron a llegar también los "Fantastic!", "Fabulous!", "Marvellous!" "Wonderful!",
"Divine!", "Shocking!", etcétera.

Por toda la sala se elevaba un murmullo continuado. En diez minutos, treinta kilos de pasta
fueron pulverizados. En ese momento, el productor me descubrió detrás de una cortina de
terciopelo y me presentó:

- ¡Él es el autor de este plato!

No había terminado la frase cuando ya una palmada planeaba sobre mi hombro. Comenzaron
a abrazarme entre grititos, risitas y exclamaciones. Recibí un centenar de besitos untados de
bacon. Me aclamaron durante diez minutos. Mientras, el productor intentaba restablecer un
justo equilibrio.

- ¡Pero no es un cocinero profesional! -explicaba, todo transpirado-. ¡Es el actor, el


protagonista de la película!

- Yes? -preguntaban los invitados con mucha moderación. Se veía que no les importaba un
comino. Inmediatamente, recomenzaban con los "terrific!" dedicados a la carbonara e
intentaban pronunciar su nombre y decían: "querbounerau..." Poco después, toda la sala
decía "querbounerau..."

Mi "querbounerau" se volvió proverbial en una semana y yo emprendí una tournée que me


llevó a Oklahoma, Dalias y Nueva Orleáns, no tanto para publicitar la película como para
cocinar mi plato triunfa¡ en las casas de los norteamericanos acaudalados.
Una noche, repetí mi éxito en casa de la propietaria de una grandísima cadena de
supermarket, quien me dijo de inmediato:

- Mr. Tognazzi, ¿por qué no viene a Estados Unidos?... ¡Usted puede hacer una fortuna en este
país! ¡Su nombre sería conocidísimo y famosísimo...!

Ya me veía en Hollywood, en una película con Shirley Mc Laine.

Y ella:

- Venga, entonces, le abriré una cadena de restaurantes fabulosos, ¡haremos dinero a


patadas! ¡Será el éxito! ¡Será conocido como el más gran cocinero del mundo!

Qué difícil es el cine. ¡Y qué fácil una carbonara!

1970

Ochocientos mil por cabeza: ¡nada caro!

Yo se lo digo, pero haga como que no sabe nada: ¡dentro de unos minutos nos declaramos en
huelga!

La peluquera me lo susurra en una oreja mientras me alcanza el lápiz para los ojos.

Estamos en la sala de maquillaje de los estudios de la TV de Turín.

- Huelga, ¿de qué? -digo yo sin darme vuelta, mirándola por el espejo.

- Asuntos nuestros, del personal de maquillaje. Lamento que haya venido de Roma para nada.

Me sonríe, complacida, con la expresión de quien fue hermosa antes de engordar. La miro en
el espejo y me miro. La imagino más delgada y me vuelvo a ver más delgado, delante de un
espejo como este, en Milán, cuando hacía "Uno, dos, tres" con Vianello, hace diez años.

Vianello estaba en un sillón cerca del mío y repasábamos los diálogos mientras la peluquera
me alcanzaba la base-color y, a Raimundo, un lápiz negro para que se dibujara algún cabello
de más sobre la frente.

- Esta frase no la decimos en el ensayo, así los jorobamos en la transmisión -le decía yo a
Vianello.

La peluquera sonreía, cómplice.

-- ¡Algún día nos sacarán a patadas!

Eso hicieron cuando le tomamos el pelo a Gronchi, en ese entonces presidente de la


República.

- ¿Para qué me maquillo si hay huelga? -digo dejando en el aire el cepillito del rimmel.

- Pero, ¡usted aún no está enterado oficialmente!

- Es una lástima, porque hoy me vela muy bien de aspecto -agregó.

- ¡Qué bien habría salido en el video! -dice la peluquera.


- ¿Sabes una cosa? Yo me quedo así. Esta noche tengo una invitación, habrá muchas mujeres
lindas y ¡hasta me encontrarán hermoso!

- ¡Ahí está! ¡Quédese con el maquillaje! Total, ni se nota, ¿sabe?

Resuena un altoparlante:

- Atención, ¡se ruega a todo el personal de maquillaje y a los artistas que se dirijan de
inmediato al estudio A para recibir comunicaciones urgentes!

- ¡Ya estamos! -dice la peluquera y sale corriendo. Al llegar a la puerta se da vuelta y, como
queriendo disculparse, agrega: -Sabe una cosa, hicimos la huelga porque está usted. Si no
vamos a la huelga cuando hay una persona importante no logramos nada. ¿Comprende?

Y se va corriendo.

Me siento orgulloso de ser tan importante como para determinar la decisión de hacer una
huelga, pero sinceramente lamento no hacer la transmisión, y les voy a explicar por qué.

Por primera vez debía exhibirme ante millones de televidentes preparando un plato, o mejor
dicho dos, para las fiestas navideñas.

Subo al estudio A. Todo está listo para la transmisión pero, mientras yo entro, los cameramen
salen, solidarios en la huelga con el personal de maquillaje. En la sala reina el desorden. Las
telecámaras parecen caballos marcianos desenjaezados. Un grupo de niños vociferantes
desciende las escaleras de una pequeña tribuna y es dirigido, como un rebaño, hacia un corral
alfombrado. Umberto Orsini, el director de la transmisión, abre los brazos y me dice:

- ¡Todo esto porque no quieren tomar un maquillador más!

Sobre el fondo de la sala han preparado tres cocinas con

sus hornallas, heladera, cacerolas, platos e ingredientes varios. El maestro Giovanni D'Anzi
contempla, deprimido, su páté al gorgonzola. Pero el más desorientado es el chef Bergere,
uno de los más conocidos cocineros italianos. En su cacerola hay un capón casi hervido y él
sigue adelante con la salsa blanca:

- Y entonces, ¿qué hago? -dice-, ¿suspendo la anguila?

- Pero no, esperemos un poco... -contesta Orsini-. Si el litigio se arregla, se hace la


transmisión y hay que estar listos con los platos. Corte la anguila, póngala en el horno y yo,
mientras tanto, voy un momento a la dirección para ver qué ocurre.

Con la base-color en la cara miro la base de la salsa en las dos cacerolas. La cebolla se dora.
El tomate se reseca. ¿Bajo el fuego, lo apago? No quisiera pasar por rompehuelgas. Orsini
regresa.

- No pasa nada. La TV no quiere ceder. No toma el maquillador y renuncia a la transmisión.

- ¿Y la comida? -digo yo.

- La comemos nosotros. La mesa está preparada, el que quiera quedarse está invitado por la
TV.

Nos quedamos unos diez.


Vierto los fideos. Comienzo a enmantecar el risotto. El maestro D'Anzi suelta la espátula con
que mezcla su páté, se quita el delantal y pregunta a qué hora sale un tren para Milán.

Bergere acaba de escanciar una botella de vino de cinco mil liras.

- Vale la pena esperar -dice.

Nos sentamos a la mesa. Nunca estuve en un comedor tan grande. Las jirafas, las telecámaras
apagadas, los spot encendidos, parecen modernísimas esculturas, decoraciones futuristas, en
este comedor algo espacial.

Corgnati, el director del programa, ha traído de su bodega un Nebbiolo que dejó maravillado
hasta a Veronelli.

Un gran aplauso saluda el segundo bocado de mis espaguetis al 'salmón. El risotto, en cambio,
me parece algo demasiado al diente, pero Corgnati me dice que a los turineses les gusta así
(el único turinés de la mesa es él). Óptimo el capón con la salsa, buena la anguila. Entra en el
estudio Mino Reitano. Está vestido de Otelo. Saluda con la manito en alto, como si acabara
una canción, se sienta a la mesa y, - mientras come, llora.

- Entonces, se trata realmente de algo crónico -comento yo.

- En realidad no está llorando -me explican-. ¡Es que él se ríe así!

- Y esta transmisión que ya no se hace, ¿cuánto cuesta? -pregunto.

- De siete a diez millones -contesta uno que parece

un ejecutivo que sabe muchas cosas.

- ¿Así que la TV gastó todos esos millones para una

comida de diez personas?

- ¡Y, sí!

Una pausa.

- Y, bueno, ¡alcáncenme unas trescientas mil de anguila, ya que está! -concluyo.

Risotto al coñac INGREDIENTES

medio kilo de arroz

un vaso de crema de leche cincuenta gramos de jamón crudo medio vaso de vino blanco cien
gramos de manteca una cebolla

dos litros y medio de caldo un vasito de coñac

Doren la cebolla en la manteca. ¿Cómo? Lentamente, por supuesto. Agreguen pequeños trozos
de jamón crudo, dórenlo un poco, viertan el medio vaso de vino blanco y dejen evaporar.
Viertan luego el arroz y mezclen bien. Agreguen el caldo (si tienen, usen caldo de carne, si
no, háganlo con extracto en cubitos) y mezclen lentamente tratando de que el arroz quede
un poco flojo ("a la ola", según dicen los milaneses), durante unos 15-20 minutos.

Cuando el arroz esté casi listo, es decir, al diente, viertan la crema. Mezclen bien fuera del
fuego, en tanto calientan el vasito de coñac en una cacerolita para encenderlo y verterlo
después sobre el - risotto. Usen coñac Fundador: es muy aromático y ni siquiera cuesta
mucho.

Obtenido el risotto llameante, podrán apagar la luz (ahorrarán en la cuenta y el plato causará
mayor efecto).

Necesaria advertencia: muchas veces, como me sucede a mí, el coñac no se enciende. En los
restaurantes, cuando les hacen ver esas hermosas llamaradas es porque hacen trampa:
además de coñac, usan alcohol puro.

¿Qué quieren que les diga? ¡Úsenlo ustedes también!

1972

Burrata 12 a la Olgiata

¿Cuántos kilos engordó durante el rodaje de La Grande Bouffe?

Es la pregunta que me hace todo el mundo, desde hace un par de años.

Y es la pregunta con la que me recibió la baronesa X (no doy nombres porque tengo familia:
una esposa y no sé cuántos hijos), la otra noche, ante la puerta de su residencia en la Olgiata.

Olgiata: el barrio residencial más exclusivo de toda Roma, donde un actor como yo (no
exactamente el último de los desconocidos) es considerado un pobre plebeyo que hace
payasadas en la pantalla y al que se invita para dar "color".

Entonces: la otra noche, en Olgiata, hora 22,45 en punto, de acuerdo con la invitación de
papel higiénico (tan refinados estos nobles: lo llaman humor inglés).

Llego a las puertas del Edén en auto: una barrera y dos guardianes en uniforme de
paracaidistas me cierran el camino. Un puesto de control separa a los plebeyos de los
dominios etéreos. Durante un cuarto de hora explico quién soy (cédula de identidad,
pasaporte, firma de ingreso sobre misteriosas tarjetitas, peor que para entrar en la RAI) 1 3

Finalmente, entro.

Caminos, caminitos, encrucijadas, carteles que infunden respeto: "golf", "piscina norte",
"picadero", "piscina este". Una piscina por cada punto cardinal.

¿Y la mansión? Está escondida en medio de una selva de árboles seculares: resulta obvio que
existen trampas, pozos de arenas movedizas, lianas sofocantes para impedir la entrada de los
hombres del fisco. Ningún oficial de justicia ha logrado nunca entregar una orden de pago. De
hecho, esta gente abre muchas cuentas pero difícilmente las cierra.

Está lleno de hijos de papá romanos. Muy diferentes de los de Milán. Estos te dicen que "papá
se fue a Puerto Santo Stefano" perfectamente conscientes de que sus fortunas se irán pronto
al diablo. Saben que papá hizo "el dinero" por vías ministeriales, con las "coimas" de los postes
telegráficos de la línea Roma-Reggio Calabria.

Los de Milán, al menos en apariencia, intentan defender las tramoyas familiares: "Papá está
en París por negocios" (tal vez no ignoran que su "viejo" está también en Puerto Santo
Stefano).

Traen los primeros platos. Todos me observan.

"Quién sabe qué comerá ese puerco" piensan. "Quién sabe cómo eructa".

Los decepciono: a pesar de los retortijones de hambre, me conformo con dos distinguidos
granos de arroz al jamón.

Al fin, encuentro consuelo en un aya pullesa, 14 de unos treinta años. Morochita, hocico
rechoncho a lo Walt Disney, vestido charleston. Dice que no va al cine desde 1967. Es mi tipo:
no aguarda mis eructos de grande bouffe. Alcanzan dos frases para comprender que, en la
cocina, yo y el aya somos viejos conocidos. Es una pullesa contra la corriente: no defiende el
tuco, el aceite, las recetas coloridas del sur (mi mejor amigo era napolitano: rompimos
después de un altercado acerca de la diferencia entre los huevos fritos en aceite o en
manteca: como buen cremonés yo estaba por la manteca. Hace un año que estamos con
abogados). Después de un cuarto de hora de conversación, entre yo y el aya se establece una
especie de relación eróticoculinaria.

En media hora, llegamos al orgasmo: inventamos una nueva receta: los "espaguetis a la
burrata".

Ahí va el frenético diálogo del momento culminante.

Ella: "Tomamos una burrata pullesa de dos kilos: le cortamos la parte superior y le quitamos
el queso y la manteca...

Yo: "¡Oh, sí! Queso y manteca que nos servirán para condimentar una gran olla de espaguetis
salados, al diente! "

Ella: "Le agregamos albahaca o perejil a los espaguetis, ¿quieres?"

Yo: "¡Claro que quiero! Además, ¡ciento cincuenta gramos de jamón cortado en tiritas!"

Ella: "Hum, ¡qué maravilla! Dale, ¡mezclemos todo en la olla! Pero, lentamente,
lentamente... Y, mientras tanto, hablemos de nosotros, de mí... de ti..."

Yo: "¡Volquemos todo en la panza de la burrata y rociémoslo con queso rallado parmesano"

Ella: "¡Me harás morir! Vamos a taparlo y a meterlo todo en el horno, en una fuente térmica
con calor... ¡ejem! ¡Quiero decir, caliente!"

Yo: "A fuego mediano, hasta que la piel de la burrata

se vuelva de cobre, ¡la misma tonalidad de tu piel!"

Ella "Ya está lista, llevémosla a la mesa, ¡pronto!" A esa altura, yo le puse una mano encima.

La baronesa nos sorprende, desnudos, en el salón amarillo.


Con la Olgiata he terminado para siempre. Con la Pulla, en cambio, he iniciado un largo
coloquio, y no solo gastronómico.
La Gran Bouffe
Hugo Tognazzi
Recetas de las comidas servidas durante la película La Gran Comilona

Digamos ante todo que La Grande Bouffe (La gran comilona) es la experiencia más
"diferente", más "fuera de libreto", más fantástica que haya vivido jamás en el campo de la
cinematografía, sea por la atmósfera que se llegó a crear durante el rodaje, sea por el tipo de
película (una de las más "singulares" que se hayan filmado nunca, en la cual la comida entraba
en nuestras interpretaciones actorales así como nuestras interpretaciones estaban
estrechamente ligadas a la comida, si no determinadas por ella).

Llegamos a la vieja mansión, en el centro de París, algo aislada de los otros palacios,
consciente de su importancia; una vieja casa, cuyo jardín abandonado era como un
amarillento boa de plumas de avestruz, colocado alrededor de los muros para proteger sus
arrugas de las miradas indiscretas, a fin de que pudieran envejecer y morir defendiendo una
suerte de pudorosa "privacy".

Notamos en seguida esa extraña atmósfera de descomposición, a la cual, por otra parte,
estábamos preparados por haber leído el libreto. Nosotros mismos debíamos morir, uno tras
otro, entre esos muros.

Eso no nos impidió habitarlos. Piccoli, Mastroianni, Noiret y yo nos hicimos asignar dos
cuartitos en el último piso, en los que nos reuníamos durante las pausas, en los momentos de
descanso y, sobretodo, de digestión.

Durante los primeros tres días de trabajo nos dimos cuenta de que el director Ferreri nos
hacía decir cosas completamente diferentes de las escritas en el libreto. Es mas, dejaba que
nosotros mismos sugiriéramos, inventáramos las frases, escena por escena. Y esto ocurrió
superando la barrera de presunciones que, normalmente, afligen a los actores. Se creó un
clima perfecto, tal vez irrepetible, porque en lo sucesivo nunca ocurrió que un actor se
sintiera defraudado si otro tenía más frases que él. Se llegó a establecer una competencia de
perfeccionismo y altruismo, de manera tal que, en determinado momento, cada uno cuidaba
más del rendimiento de los colegas que del propio.

Y así, decidimos romper el libreto. Mientras Ferreri estaba en el jardín, preparando una
escena, le cayeron sobre la cabeza las mil hojas del libreto, hechas pedacitos.

La película se rodaba cronológicamente, del principio al, final: ya estaba claro que lo
haríamos día a día, todos juntos.

Sucedía que, por la mañana, si estábamos convocados para las ocho, el chef enviado
especialmente por Fochon para cocinar el menú del día tenía que estar listo a las seis: nunca
tardaba menos de dos horas en preparar el libreto gastronómico que recitaríamos ante la
cámara.
Y, cuando llegábamos al set, en lugar de ver con los ojos las escenas que filmaríamos, las
veíamos con la nariz. Olíamos los olores que provenían de las cocinas y sabíamos qué nos
aguardaba.

- Hoy, muchachos, recitamos el riñoncito bourguignonne... -decía Mastroianni. O bien:

- Hoy interpretamos el puchero mixto... Y Noiret agregaba:

- Lástima, ¡hubiera dado lo mejor de mí mismo con un soufflé de queso!

Nuestro ingreso en el set estaba puntuado por olores. Según el perfume que impregnaba el
aire, sabíamos el destino que cumpliríamos en la escena a interpretar.

La cosa, pues, arrancaba muy bien. ¿Existe algo mejor, en efecto, que entrar por la mañana
al lugar de trabajo y sentir el perfume de la comida que comerás un par de horas más tarde?
Muy a menudo, sin embargo, terminábamos por comer la exquisita comida, no dos horas más
tarde, sino a las siete de la nohe, sometiéndonos a un molesto ayuno que no pocas veces
interrumpíamos para ir a comer un buen almuerzo en la hostería más cercana. Porque rara
vez renunciamos a la comida del mediodía. En todo caso, renunciamos a la línea.

A medida que el rodaje avanzaba, nos sentíamos como drogados por la comida, obsesionados
por la necesidad de atragantarnos de cualquier manera.

Pero lo más extraordinario es esto: la película, que no es una película sobre la gastronomía
sino sobre la sociedad de consumo, sobre la crisis existencial, sobre el naturalismo humano,
sobre la falta de fe, sobre cualquier cosa, se desarrolló mágicamente como en una especie de
partenogénesis, porque el clima de desolación se instaló en el set sin que nos diéramos
cuenta, lentamente, día tras día. Llegó el momento en que hasta todos esos perfumes que
provenían de la cocina comenzaron a sernos menos agradables y, más adelante, francamente
nauseabundos.

Sabíamos que debíamos morir todos. A medida que la filmación proseguía, cuando alguna
comida ya era preludio de muerte para uno de nosotros, un puré ya no tenía sabor de puré nl
siquera para los demás, a pesar de que estuviera perfectamente cocinado, como siempre, por
el chef de Fochon: tenia ya sabor a descomposición.

Y luego, sin que nos percatáramos, comenzó el desorden, ese desorden que aparece también,
clarísimo, en la película. Después de tantas y tantas escenas de comidas pantagruélicas, por
todos lados inevitablemente quedaban diseminados restos de alimentos, trozos de postre,
huesos poco deshuesados. Y , en la casa, nos encontramos con grupitos siempre más curiosos
y hambrientos de gallinas, pavos, pavitas que venían a picar golosinas mucho más suculentas
que su escuálido maíz cotidiano. No se asombren, no - es que en París las gallinas y los pavos
recorran las calles igual que las palomas. El hecho es que teníamos, en un rincón del jardín,
nuestra reserva de animales-genéricos, que,después de maquillados y puestos en el horno,
interpretarían las escenas más importantes de la película.

Estos animales, diseminados por la casa, y que ya no teníamos muchas ganas de echar,
transformaron lentamente la mansión en una especie de pocilga campestre. En fin, hacia la
mitad de la película, estábamos ya en un estado físico y espiritual de descomposición
progresiva. Y, entonces, ocurrió otra cosa mágica.

Cuando Mastroianni queda congelado ante el volante de la Bugatti que quiere hacer arrancar,
a toda costa, durante una noche de frío polar y nosotros, al amanecer, nos damos cuenta de
su muerte y lo encontramos allí, petrificado, con los ojos abiertos de par en par, cubierto de
nieve, tiene lugar esa escena que todos conocen. Terminada la cual, Marcelo se vio libre ya
que, como les dije, la película se rodaba cronológicamente; y en esto reside, tal vez, su
mayor fuerza. Al día siguiente, Marcello partió temprano y nosotros ya no lo encontramos
cuando llegamos al set. Noiret, Piccoli y yo éramos los tres que habían quedado... No
podíamos alejar un sentimiento de desazón, una cierta angustia... Unos días después,
prosiguiendo con el rodaje, le llegó el turno Piccoli, con esa muerte horriblemente fisiológica.
La mañana siguiente, terminadas sus tomas, además de desaparecer de la trama de la
película, Piccoli desapareció también físicamente. Y en el cuartito de arriba, que había
compartido conmigo, su cama quedó intacta. Sus cosas habían desaparecido. Guardadas por
manos piadosas.

Noiret y yo, los supérstites, nos maquillamos con tristeza ese día. Y me pareció natural
preguntar:

- ¿Y Piccoli?... Y Marcello, ¿por qué no volvió a aparecer?

Noiret, desorientado, me respondió: - Si han muerto...

- Ah, sí... -dije yo.

La atmósfera era decididamente pirandelliana, y nosotros no podíamos sustraernos a esa


extraña sugestión que nos había atrapado lentamente y que ya no lograba abandonarnos.

Nos sorprendíamos mirándonos en los ojos, en los que leíamos, recíprocamente, un vago
sentimiento de miedo. Un día, Noiret me susurró:

- Pero tú, ¿cuándo mueres? - Mañana -contesté.

Lo vi turbado.

- Me quedo solo -dijo, como para sus adentros.

Cuando filmamos mi escena final y Noiret estaba cerca de mí, solícito, dándome de comer en
la boca para acompañarme a la muerte hasta el final, al mirarme en los ojos me dirigía una
especie de ruego: "Por favor, no te mueras.. ¿qué haré yo solo...?"

No pude quedarme a hacerle compañía en el set. París me reclamaba con sus tentaciones y
sus cien restaurantes famosos. Murió solo, pobre Noiret, y nosotros pudimos ver su última
escena solo después de terminada la película, durante una proyección que tuvo lugar unos
veinte días más tarde. Nos volvimos a encontrar los cuatro. Y tuvimos una reacción curiosa
pero, también, muy humana.

Cuando nos volvimos a ver nos abrazamos con un entusiasmo y un empuje desproporcionados
teniendo en cuenta el breve tiempo de la separación. Y comprendimos que aquellas efusiones
encerraban la extraña alegría, la incrédula felicidad, el primordial regocijo de volver a ver un
querido amigo que creíamos muerto.

Ostras

(secuencia número 19)

Fue, sin duda, la comilona más horripilante de la película. Durante las tomas de esa escena,
Mastrolani y yo engullimos no menos de una treintena por cabeza.

La competencia, entre yo y Marcello, para ver quién comía más en el menor tiempo, tuvo un
desagradable epílogo que no les describiré aquí. Por si acaso, la producción de la película
había puesto a disposición del set a un médico y un veterinario.

El veterinario, para que controlara las ostras en su apertura, y el médico, para control de los
actores después del atracón. Mi propuesta de convocar también un joyero no fue tomada en
consideración, a pesar de que yo tenía muchas esperanzas de encontrar alguna perla. Las
ostras las comimos crudas, y crudas se las recomiendo, con la sen-, cilla y conocida rociada
de jugo de limón.

Es verdad que existen en el comercio varios tipos de vinagretas aromáticas, aunque les
desaconsejo su uso, así como lo desaconseja Veronelli. Pero yo les pongo un poco de pimienta
encima y Veronelli no. Yo las engullo alternándolas con bocaditos de pan integral o, mejor
aún, pan negro alemán, velado de manteca. Veronelli, no.

Solo a título informativo y para demostrarles que en la cocina no soy ningún simplote, les
nombraré las mejores ostras del mundo: Armoricaines, Cancales, Belons, Ostende, Gravettes,
Marennes, Arachon.

Otras ostras más comunes y, por lo tanto, menos caras, son las Claires y las Spéciales.

Nuestro Mediterráneo no nos da sino las modestas Tarantine, Lamellose, Adriatiche y Cristate.

Páte de Canard (secuencia número 89)

Es mi "última cena" de la Gran comilona. En la ficción cinematográfica muero tragando la


última cucharada de este páté; en la realidad, Intenté suicidarme tres veces por no haber
logrado confeccionarlo.

Por lo tanto, les propongo la receta sin asumir ninguna responsabilidad, tal como me la
sugirió el chef de un célebre restaurante parisiense.

INGREDIENTES (para diez personas)

un pato de más o menos un kilo; también puede ser e silvestre o pato bravío

doscientos gramos de tocino trescientos gramos de lomo de cerdo

un cuarto de vino licoroso (oporto, madera o marsala) un poco de vino blanco seco dos vasitos
de coñac o de buen brandy tres o cuatro hígados de pollo un poco de caldo de cubito tomillo,
laurel, zanahoria

una trufa

una latita de hígado de ganso un huevo

aceite, sal y pimienta

Para la pasta del paté: trescientos gramos de harina trescientos gramos de manteca dos
huevos

Y, por fin: lo necesario para hacer una gelatina de medio litro.

Y ahora:

deshuesen el pato y coloquen en una cacerola los huesos, en un bol, la carne y en un platito
los filetes de la pechuga, el hígado del pato y los menudos de pollo que marinarán, durante
una noche, con parte del vino dulce y un vasito de coñac o de brandy. Agreguen al bol de la
carne, la carne de cerdo cortada en cubitos, el tocino en pedacitos, las hierbas aromáticas
(tomillo y laurel), y rocíen con abundante vino blanco, el resto del vino licoroso, un vasito de
coñac o de brandy. Dejen marinar durante una noche mientras duermen tranquilamente. Al
día siguiente, preparen un caldo con los huesos de la cacerola, la pequeña zanahoria, los
cubitos de caldo, un poco de aceite, sal y pimienta. Reduzcan el caldo durante unas tres
horas, a fuego lento, hasta obtener una cazuela de "caldo concentrado".

Mientras, preparen la masa de páté haciendo un hojaldre con la harina, los dos huevos, la
manteca derretida, la sal y un poco de agua. Dejen descansar la masa un par de horas,
envuelta en un repasador húmedo.

Tomen la carne marinada (no los filetes ni los menudos) y pásenla dos veces por la máquina
de picar carne. Aparten la marinada y, después de volver a poner la carne picada en el bol,
agréguenle, con prudencia, un poco de caldo de los huesos y la marinada pasada por un
tamiz. Dije "con prudencia" para que la mezcla no se diluya demasiado.

Ahora estiren el hojaldre hasta obtener un rectángulo que forme en el molde del páté (es
prudente contar con uno de esos que se "desenganchan") un casquete que sobrepase en un par
de centímetros el borde. Estiren otro rectángulo más de hojaldre para "tapa" del páté.
Depositen sobre el fondo un estrato de picadillo (más o menos la mitad), coloquen encima los
filetes del pato escurridos, el hígado del pato y los menudos del pollo, mezclados con el
hígado de ganso, y emparejen bien. Pongan encima el resto del picadillo y cubran todo con la
"tapa" de masa. En el centro practiquen un agujero en el que ensartarán un embudito de
"papel de aluminio" que sirva de respiradero. Batan un huevo y pinten con él la superficie de
la "tapa" de masa. Pongan al horno, a 150 0 más o menos, y cocinen alrededor

de una hora, cuidando de que no se queme la costra. Antes de abrir el molde, dejen enfriar el
páté, y luego guárdenlo en la heladera durante varias horas, después de haber realizado esta
última operación: diluyan la gelatina con unas gotas de vino licoroso y deslícenla
delicadamente por el agujero de la tapa del paté. Sáquenlo del molde media hora antes de ir
a la mesa, sírvanlo en rodajas de pan de molde tostado y rulitos de manteca aparte.

Advertencia útil:

Es más rápido tomar un avión hasta Paris, ir a Fochon y regresar con el páté ya preparado.

Páté de jabalí (secuencia número 18)

Esta es la segunda vez, en la historia del cine, en que se presenta el problema de la cabeza
del jabalí. Al menos, por lo que yo sé.

He leído en un libro de cocina inglesa, traducido al italiano, que en 1935, durante la


filmación de Enrique Vil¡, interpretado por Charles Laughton (película que los "jóvenes" de mi
generación no pueden no haber visto), hubo que proceder a la confección de algunas "cabezas
de jabalí" para la famosa escena del banquete.

También en aquella película, al igual que en La Grande Bouffe, el director pretendió que
todos los platos fueran de verdad y los actores tuvieron que comer realmente, durante las
distintas escenas, todo lo que el libreto exigía. Por ese entonces los productores lograron
encontrar en París un solo chef capaz de confeccionar la "Cabeza de Jabalí adobada". A causa
de diversos contratiempos el chef se vio obligado a preparar media docena, porque estas
cabezas se veían "desperdiciadas" y arruinadas, una tras otra, durante la filmación o durante
los intervalos, a la espera de filmar. Después de lo cual, el chef parisino presentó la renuncia
y entonces un cocinero inglés, adscripto a la película, inventó una cabeza semisintética, es
decir, artística.

Le hizo esculpir una magnífica cabeza de jabalí a un escultor (¿sería el joven Moore?), sacó un
molde que llenó de gelatina y relleno, y obtuvo así una escultura comestible y, sobre todo,
fácil de reproducir. De esta manera quedó resuelto el problema de la escena más importante
del inolvidable Enrique VIII.
En nuestra Grande Bouffe nos conformamos con un páté de jabalí preparado por el cocinero
del célebrd Fochon y, en lugar de una cabeza de jabalí, Michel Piccoli alza al cielo una
cabeza de ternera mientras recita el célebre monólogo de Hamlet. Así que, si desean
preparar un páté de jabalí sin tener que acudir a Marino Marini o Manzú, pueden repetir el
páté de pato, sustituyendo la carne del ave por carne de jabalí, eliminando el hígado de
ganso y conservando, en cambio, los menudos de pollo y cocinando a fuego suave, media
hora, la carne de jabalí en su marinada y agregando al todo, pistachos y trocitos de trufa
negra.

Cocktail de camarones

(secuencia número 36)

Para seis personas utilicen:

300 gramos de colas de camarones (peso neto, se entiende, es decir, pelados)

4 tomates

200 gramos de mayonesa

unas 3 cucharadas de ketchup

un trozo de ají verde dulce (optativo) ralladura de rábano (cren)

jugo de medio limón

una cucharada de perifollo picado (no lo han conseguido, ¿verdad? Y bueno: una cucharada de
perejil picado) Worcestershire sauce y Tabasco: unas gotas una taza de crema batida no dulce
un corazón de lechuga

Provéanse ahora de una cuchara de madera y un bol, mezclen la mayonesa con el rábano
rallado, con el ketchup, el jugo de limón, las gotas de Worcestershire sauce y de Tabasco, y a
esta mezcla amalgamen al final la crema batida.

Aparte, habrán cortado en cubitos los tomates, en trocitos,el ají y los habrán mezclado con
los camarones. Tomen, por fin, seis copitas de vidrio, las de doble fondo para el hielo picado,
y dispongan las hojas de lechuga oportunamente recortadas como una "cuna". Repartan sobre
las cunas la mezcla de camarones y cubran bien con la salsa, sin que rebose. Salpiquen con
yema de huevo picada, perifollo o perejil y sirvan frío.

Cantando, tal vez, una canción de cuna.

Caviar D'aubergine

(secuencia número 45)

Es un menjunje de berenjenas tratado de la manera que ahora les explicaré. No tiene para
nada el sabor del caviar, ni su color ni su precio. Por qué se llama caviar de berenjenas, no lo
sé. Y les garantizo que se trata de una definición oficial.

Asen las berenjenas sobre la parrilla a carbón de leña con el mismo cuidado con que asarían
un bife. Cuando estén chamuscadas y la piel negra se levante, quítenla delicadamente y
golpeen la pulpa, aún caliente, con un cuchillo de madera (de madera, no de metal; ya sé, no
todos poseen un cuchillo de madera), comenzando por un costado de la berenjena y
prosiguiendo poco a poco hacia el otro, de manera que quede como triturada. Durante esta
operación quitarán, también con cuidado, todos los filamentos y fibras de la hortaliza: tendrá
que quedar una papilla muy homogénea. Condimenten esta papilla con sal y pimienta y una
cucharada de cebolla muy finamente picada. Luego, con un tenedor (siempre de madera.
¿Acaso tienen una batidora con hélices de madera? ¿No? ¿Y entonces?) bátanla como si tuviera
que emulsionarse, agregando aceite de oliva, poco a poco.

La pasta es buenísima y se extiende, sin parsimonia, sobre rodajitas de pan tostado,


exactamente como si fuera caviar.

Ensalada nicoise

(secuencia número 48)

Nadie osará acusarme de lesa gastronomía si aporto a la niçoise clásica algunas variaciones
"estacionales".

La clásica debería componerse de:

chauchas hervidas y partidas

papas hervidas y cortadas en trozos tomates maduros en cuartos

alcaparras a gusto

aceitunas negras descarozadas aceite de oliva, sal y pimienta

todo mezclado y adornado en la superficie con filetes de anchoas

Para la niçoise veraniega, en cambio, usarán:

lechuga

tomates huevos duros atún

remolachas cocidas alcaparras aceitunas negras

todo mezclado y condimentado como arriba

Utilizando solo algunos de los ingredientes de las dos ensaladas descriptas, obtendrán, en vez
de una niQoise una ensalada "nativa" pero igualmente sabrosa.

Lasañas Andrea

(secuencia número 20)

Este es uno de los pocos platos a la italiana incluido en el gran menú de La Grande Bouffe.

Para seis u ocho personas, se hacen las lasañas con doscientos gramos de espinacas hervidas y
tamizadas, 50 gramos de harina, tres huevos, una gota de aceite y, si fuera necesario, un
poco de agua.
Trabajen bien la masa y estírenla en una lámina no demasiado fina que enrollarán sobre sí
misma para obtener unas tiras del ancho de un dedo. En fin, un poco más anchas que los
tallarines.

Para el tuco, tomen en consideración:

una cebolla

dos dientes de ajo albahaca (un buen manojo) 100 gramos de panceta dos pechugas de pollo

150 gramos de carne de cerdo vino blanco

un kilo de tomates pelados

medio vaso de vino tinto licoroso (Marsala, Salento) abundante queso (parmesano rallado)

Piquen finamente la cebolla, machaquen con la palma de la mano los dos dientes de ajo,
pongan al fuego una gran sartén de hierro, derritan unas cucharadas de manteca y un poco de
aceite y agreguen cebolla y ajo, que quitarán cuando comience a colorearse, sofrían la
cebolla rociando con el vino blanco, sal y pimienta.

Ya habrán cortado en tiritas o en cubitos la panceta y las dos carnes, así que las agregarán a
la sartén y las dorarán; después, le unirán el vino tinto, que dejarán evaporar y, en seguida,
echarán el tomate, aplastándolo ligeramente con un tenedor. Cocinarán todo alrededor de
media hora, cuidando de que no se seque demasiado; en este caso, agregarán unas
cucharadas de agua de la pasta. El tuco está listo y lo usarán para condimentar las lasañas
hervidas en una sopera, reservando dos cucharones del mismo tuco.

Vertirán las lasañas condimentadas en una fuente de servir caliente, cubrirán todo con un
puñado de parmesano, con la albahaca cortada con tijera, y, arriba, mezclarán el resto del
tuco.

Bortsch ruso

(secuencia número 55) INGREDIENTES (paraseis personas)

un kilo y medio de carne de vaca (yo prefiero la nalga y le agrego dos cubitos de caldo)

una cebolla y un puerro, o dos cebollas dos o tres zanahorias

una penca de apio y un puñado de perejil

tres grandes remolachas que totalicen 600 gramos una hoja de laurel

dos cucharadas de manteca

tres o cuatro cucharadas de vinagre una cucharada de harina

un bol de crema de leche, para llevar a la mesa sal y pimienta


Pongan a hervir la carne con el agua necesaria para hacer un buen caldo. Después de un
cuarto de hora, más o menos, agreguen la cebolla entera, el apio entero, las zanahorias en
rodajitas, la hoja de laurel, el puerro, los dos cubitos, y salen lo necesario.

Mientras -cocinan la carne, dorarán las remolachas en la manteca, lógicamente después de


haberlas pelado y cortado cuidadosamente en tiritas finas; agregarán el vinagre, una
cucharada por vez, y continuarán la cocción unos veinte minutos a fuego lento, agregando,
solo hacia el final, la harina que habrán desleído en un cucharón de caldo.

Retiren la carne hervida un poco antes de la cocción completa, córtenla en rodajitas y


vuelvan a colocarla en la cacerola, después de haber sacado la cebolla, el puerro, el apio y la
hoja de laurel (no las zanahorias).

Agreguen también al caldo las remolachas previamente preparadas y apaguen cuando la carne
esté completamente cocida.

Lechón al spiedo y lechón al horno con relleno de castañas

(secuencia número 40)

En La Grande Bouffe, comimos también dos lechones: uno al spiedo y uno al horno con
relleno de castañas. Se los describo rápidamente.

Lechón al spiedo.

Preparen un picadillo de ajo, romero, sal y pimienta (abundante), aceite o, mejor aún, grasa
de cerdo. Mezclen estos ingredientes y froten con ellos el lechón por dentro; por fuera, solo
con grasa o con aceite, sal y pimienta. Ásenlo al spíedo.

El lechón relleno de castañas, en cambio, se cocina al horno, y aquí tienen los ingredientes
del adobo para un lechoncito mamón, de no más de tres kilos: un kilo de castañas, 750
gramos de salchichas, un buen chorro de brandy, un poco de grasa, sal y abundante pimienta.

Cocinar bien las castañas, pelarlas y poner en la picadora una parte, más o menos un tercio,
para hacer un puré. Juntar en un bol este puré, las castañas enteras y las salchichas peladas y
deshechas. Mezclar todo, agregar sal y pimienta y mojar con el brandy. Este relleno se
introduce en el vientre del lechón y se encierra por medio de una costura realizada con una
aguja gruesa y un hilo grueso. Untar con grasa el lechón, ponerlo en el horno sobre una
grasera y controlar la cocción pincelándolo, de vez en cuando, con su fondo de cocción.
Rociarlo con un poco de vino blanco no le hará daño.

Puré de papas (secuencia número 41)

Prefieran, para este puré, las papas - a desas. Para un kilo de papas usen 150 grs y, más o
menos, un vaso de leche. Sal y, pimienta, esta vez. Personalmente, yo le agrego un poco de
crema de leche y parmesano.

Gallina de Guinea al horno

(secuencia número 43)


La cocinamos nosotros, italianos, a nuestra manera, es decir, más o menos como el pollo,
pero con el agregado de un "perfume" francés para no chocar con el chauvinismo de Michel
Piccoli y Philip Noiret: un puñadito de estragón, casi al final de la cocción.

Entonces, además de la gallina de un kilo, cien gramos de panceta en daditos, la cantidad


necesaria de aceite y manteca (alrededor de cien gramos en total), un buen vaso de vino
blanco seco, la sal, la pimienta y el susodicho estragón que, si quieren, pueden sustituir con
tres clavos de olor, como acostumbro yo. Tomen una buena cacerola de bordes altos, en la
cual pondrán todos estos ingredientes, menos el vino. Cocinen una hora larga, con la tapa, así
la gallina se mantendrá tierna y no se resecará demasiado. De tanto en tanto, durante la
cocción, rociarán con el vino.

Córtenla en presas antes de servirla en una fuente redonda, viertan encima su jugo y no se
olviden de acompañarla con una linda y fresca ensalada.

Nadie se escandalizará si, a mitad de la cocción, cortan en trozos unas papas y las ponen al
horno, condimentadas con aceite, sal, pimienta y unos ramitos de romero, para retirarlas
luego, bien doradas, y agregarlas a la cacerola de la gallina, en los últimos cinco minutos.

Pissaladiére provencale

(secuencia número 52)

Digámoslo de entrada: es una especie de pizza hecha con la masa del pan o, mejor dicho, una
especie de pan hecho con los ingredientes de la pizza.

Para cuatrocientos gramos de masa de pan usarán: un kilo de cebollas

un vaso de aceite de oliva

una docena de filetes de anchoa cuatro tomates

un puñado de aceitunas negras ajo, sal y pimienta

Ahora, corten todas las cebollas en rodajitas, pónganlas en una sartén con el vaso de aceite
y, sin mezclar, a fuego lento, cocínenlas alrededor de una hora. Para que no se peguen,
agreguen, de vez en cuando, una gotita de agua. Amasen la masa del pan (comprada en la
panadería) con un poco del aceite que quedó en la sartén de las cebollas. Extiéndanla y
deposítenla sobre una tartera redonda, distribuyan encima las. cebollas cocinadas, decoren
con los filetes de anchoa dispuestos en estrella y, en los espacios libres, pongan los pedacitos
de ajo, los gajos de tomate y las aceitunas negras descarozadas.

Agreguen un hilo de aceite encima de todo, coloquen en la parte baja del horno y no me
pregunten cuánto tiempo tiene que cocinar: no sé nada de vuestro horno.

Osobucos gigantes

(secuencia número 851

En la película, haciendo ruidos estremecedores, chupábamos gigantescos osobucos, canillas


enteras cocinadas simplemente en agua salada. Operación que podrían repetir, si poseen
nuestro estómago y nuestros pulmones, en ocasión de una gran comilona para hombres solos.
Pero, si prefieren una receta más "humana" para los osobucos, aquí tienen la mía.

INGREDIENTES

6 osobucos que harán serruchar, por el carnicero, de un alto de por lo menos seis
centímetros; que sean de ternera y de las patas posteriores.

medio kilo de tomates pelados una cebolla

un diente de ajo una zanahoria una penca de apio perejil picado harina

vino tinto con cuerpo (no blanco, este es el secreto del chef)

cáscara de medio limón caldo, aunque sea de cubito

Enharinen los osobucos y dórenlos con manteca en una sartén tan grande como para
contenerlos todos en una sola capa. Retírenlos del. fuego y, en el fondo de cocción de la
sartén, pongan un picadillo hecho con la cebolla, la zanahoria, el apio y el ajo. Cocínenlo
bien, agregando, de tanto en tanto, un poco de vino tinto. Cuando las verduras estén
cocinadas, retírenlas del fuego y pásenlas por la picadora. Vuelvan a colocar este picadillo en
la sartén, depositen los osobucos, salpimenten y rocíen con el resto del vino. Hagan cocinar a
fuego vivo hasta la completa evaporación de[ vino. A esta altura, viertan en la sartén los
tomates pelados tamizados y continúen cocinando, con la tapa, alrededor de una hora y
media. Si ven que el jugo se reseca, agreguen un cucharón o dos de caldo. Cinco minutos
antes de sacar del fuego, rallen la cáscara de limón, piquen el perejil y echen a ambos sobre
los osobucos.

Inútil decirles que acompañar estos osobucos con arroz es su destino.

Pierna de cordero al spiedo a la Solognotte

(secuencia número 76)

INGREDIENTES

una pierna de cordero de 2 kilos y medio

sal, pimienta en granos

4 zanahorias, 2 cebollas, 2 chalotes (todo picado muy fino) perejil, tomillo, laurel

2 dientes de ajo machacados 2 clavos de olor un decilitro de vinagre

una botella de vino tinto seco

300 gramos de tocino cortado en gruesos rectángulos 200 gramos de manteca

un kilo y medio de chauchas hervidas 100 gramos de alcaparras

Poner la pierna de cordero, durante 24 horas, en una marinada muy fuerte, compuesta por:
vinagre de vino, zanahorias cortadas en rodajas, cebollas, perejil, tomillo, laurel, clavos de
olor, dientes de ajo machacados, pimienta en granos, sal, vino blanco seco, tocino.
Después de 24 horas, retirar la pierna y recubrirla con el tocino retirado de la marinada para
atarla, luego, con cuidado.

Pasar la marinada por el tamiz, aplastando las legumbres y las hierbas aromáticas que la
componen, y cocinarla unos 20 minutos. Enmantecar bien la pierna y ponerla a asar al spieao,
a fuego vivo. Cuando esté casi cocido, poner en el fondo, es decir, en la grasera, algunas
cucharadas de la marinada cocinada y tamizada, y dejarla rehogar mientras recibe las gotas
de grasa de la pierna que gira encima de ella.

Para acompañar, sirvan las chauchas salteadas a la manteca, mezcladas con el resto de la
marinada y, encima, las alcaparras.

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