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Concepto de "ideología".

La "ideología" ha sido un aspecto del "sensismo", o sea, del


materialismo francés del siglo XVIII. Su significación originaria era "ciencia de las
ideas", y como el único medio reconocido y aplicado en la ciencia era el análisis, la
expresión significaba "análisis de las ideas", o sea, "búsqueda del origen de las ideas".
Las ideas tenían que descomponerse en sus "elementos" originarios y éstos no podían
ser sino "sensaciones": las ideas se derivan de las sensaciones. Pero el sensismo podía
asociarse sin demasiadas dificultades con la fe religiosa, con las creencias más
extremadas en la "potencia del Espíritu" y en sus "destinos inmortales"; así ocurrió, por
ejemplo, que Manzoni mantuvo su adhesión general al sensismo incluso después de su
conversión o retorno al catolicismo, incluso al escribir los Inni Sacri, y hasta que
conoció la filosofía de Rosmini *.
* El propagador literario más eficaz de la ideología fue Destutt de Tracy (1754-1836),
por la facilidad y la popularidad de su exposición; otro fue el doctor Cabanis, con su
Rapport du Physique au Moral (Condillac, Helvetius, etc., son más estrictamente
filósofos). Lazo entre catolicismo e ideología: Manzoni, Cabanis, Bourget, Taine (Taine
es maestro para Maurras y para otros de tendencia católica) --"novela sicológica"--
(Stendhal fue alumno de Tracy, etc.). De Destutt de Tracy: la obra principal es Eléments
d'Ideologie (Paris, 1817-1818), más completos en la traducción italiana, Elementi di
Ideologia del conte Destutt de Tracy, traducidos por G. Compagnoni, Milano,
Stamperia di Giambattista Sonzogno, 1819 (en el texto francés falta toda una sección,
creo que la referente al Amor, conocida y utilizada por Stendhal por la traducción
italiana) (ibíd.).
Hay que examinar históricamente --porque lógicamente el proceso es fácil de captar y
de comprender-- cómo el concepto de Ideología pasó de significar "ciencia de las
ideas", "análisis del origen de las ideas", a significar un determinado "sistema de ideas".
Puede afirmarse que Freud es el último de los ideólogos, y que De Man es un
"ideólogo", cosa que da todavía más extrañeza al "entusiasmo" de Croce y los crocianos
por De Man. Lo que pasa es que hay una justificación "práctica" de ese entusiasmo. Hay
que examinar el modo cómo el autor del Ensayo popular [136 Bujarin] ha quedado
preso en la Ideología, cuando la filosofía de la práctica representa una superación clara
y se contrapone históricamente a la Ideología. La misma significación que el término
"ideología" ha tomado en la filosofía de la práctica contiene implícitamente un juicio de
desvalor y excluye que para sus fundadores hubiera que buscar el origen de las ideas en
las sensaciones y, por tanto, en la fisiología en último análisis: esta misma "ideología"
tiene que analizarse históricamente, según la filosofía de la práctica, como una
superestructura.
Me parece que un elemento de error en la consideración del valor de las ideologías se
debe al hecho (nada casual, por lo demás) de que se da el nombre de ideología tanto a la
superestructura necesaria de una determinada estructura cuanto a las elucubraciones
arbitrarias de determinados individuos. El sentido peyorativo de la palabra se ha hecho
extensivo, y eso ha modificado y desnaturalizado el análisis teórico del concepto de
ideología. El proceso de ese error puede reconstruirse fácilmente: 1) se identifica la
ideología como distinta de la estructura y se afirma que no son las ideologías las que
cambian las estructuras, sino a la inversa; 2) se afirma que una cierta solución política es
"ideológica", o sea, insuficiente para cambiar la estructura, aunque ella crea poderla
cambiar; se afirma que es inútil, estúpida, etc.; 3) se pasa a afirmar que toda ideología es
"pura" apariencia, inútil, estúpida, etc.
Por tanto, hay que distinguir entre ideologías históricamente orgánicas, que son
necesarias para una cierta estructura, e ideologías arbitrarias, racionalistas, "queridas".
En cuanto históricamente necesarias, tienen una validez que es validez "sicológica":

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organizan las masas humanas, forman el terreno en el cual los hombres se mueven,
adquieren conciencia de su posición, luchan, etc. En cuanto "arbitrarias", no crean más
que "movimientos" individuales, polémicas, etc. (tampoco éstas son completamente
inútiles, porque son como el error que se contrapone a la verdad y la consolida). (C.
XVIII; I.M. S. 47-49.)
*
Conviene destruir el muy difundido prejuicio de que la filosofía es una cosa muy difícil
por el hecho de ser actividad intelectual propia de una determinada categoría de
científicos especializados o de filósofos profesionales y sistemáticos. Conviene, por
tanto, demostrar preliminarmente que todos los hombres son "filósofos", definiendo los
límites y los caracteres de esta "filosofía espontánea" propia de "todo el mundo", o sea,
de la filosofía contenida: 1) en el mismo lenguaje, que es un conjunto de nociones y de
conceptos determinados, y no ya sólo de palabras gramaticales vacías de contenido; 2)
en el sentido común y en el buen sentido; 3) en la religión popular y también, por tanto,
en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, modos de ver y de obrar que
desembocan en lo que generalmente se llama "folklore".
Una vez demostrado que todos los hombres son filósofos, aunque sea a su manera,
inconscientemente, porque ya en la más pequeña manifestación de cualquier actividad
intelectual, el "lenguaje", está contenida una determinada concepción del mundo, se
pasa al segundo momento, al momento de la crítica y de la conciencia, o sea, a la
cuestión ¿es preferible "pensar" sin tener conciencia crítica de ello, de un modo
disgregado y ocasional, o sea, "participar" de una concepción del mundo "impuesta"
mecánicamente por el ambiente externo, esto es, por uno de los tantos grupos sociales
en los que cada cual se encuentra inserto automáticamente desde que entra en el mundo
consciente (y que puede ser la aldea o la provincia, puede tener su origen en la
parroquia, en la "actividad intelectual" del cura o del viejarrón patriarcal cuya sabiduría
es ley, o en la mujeruca que ha heredado el saber de las brujas, o en el pequeño
intelectual amargado en su propia estupidez y en su impotencia para actuar), o es
preferible elaborar uno su propia concepción del mundo consciente y críticamente, ya,
por tanto, escoger la propia esfera de actividad en conexión con ese esfuerzo, del
cerebro propio, participar activamente en la producción de la historia del mundo, ser
guía de sí mismo en vez de aceptar pasivamente y supinamente la impronta puesta desde
fuera a la personalidad?
 Nota I. Por causa de la concepción del mundo se pertenece siempre a una
determinada agrupación, y precisamente a la de todos los elementos sociales que
comparten ese mismo modo de pensar y de obrar. Se es conformista de algún
conformismo, siempre se es hombre-masa u hombre-colectivo. La cuestión es ésta: ¿de
qué tipo histórico es el conformismo, el hombre-masa del que se es parte? Cuando la
concepción del mundo no es crítica y coherente, sino ocasional y disgregada, se
pertenece simultáneamente a una multiplicidad de hombres-masa, la personalidad es un
algo abigarradamente compuesto: hay en ella elementos del hombre de las cavernas y
principios de la ciencia más moderna y avanzada, prejuicios de todas las fases históricas
pasadas, groseramente localistas, e intuiciones de una filosofía futura que será propia
del género humano unificado mundialmente. Criticar la concepción propia del mundo
significa, pues, hacerla unitaria y coherente y elevarla hasta el punto al cual ha llegado
el pensamiento mundial más adelantado. Significa, por tanto, también criticar toda la
filosofía habida hasta ahora, en cuanto ha dejado estratificaciones consolidadas en la
filosofía popular. El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que
realmente se es, o sea, un "conócete a ti mismo" como producto del proceso histórico

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desarrollado hasta ahora, el cual ha dejado en ti mismo una infinidad de huellas
recibidas sin beneficio de inventario. Hay que empezar por hacer ese inventario.
Noto II. No se puede separar la filosofía de la historia de la filosofía, ni la cultura de la
historia de la cultura. No se puede ser filósofos en el sentido más inmediato y literal, o
sea, tener una concepción del mundo críticamente coherente, sin la conciencia de la
historicidad de la fase de desarrollo que representa y del hecho de que se encuentra en
contradicción con otras concepciones o con elementos de otras concepciones. La
concepción del mundo que uno tiene responde a determinados problemas planteados por
la realidad, los cuales están bien determinados y son "originales" en su actualidad.
¿Cómo es posible pensar el presente, y un presente precisamente determinado, con un
pensamiento elaborado para problemas de un pasado a menudo muy remoto y
sobrepasado? Si eso ocurre, es que se es "anacrónico" en su propia época, que se es un
fósil, y no un ser que vive modernamente. O, por lo menos, que uno está
abigarradamente "compuesto". Y efectivamente ocurre que grupos sociales que en
ciertos aspectos expresan la modernidad más desarrollada están en otros aspectos
retrasados respecto de su posición social y, por tanto, son incapaces de tener completa
autonomía histórica.
Nota III. Si es verdad que todo lenguaje contiene los elementos de una concepción del
mundo y de una cultura, será también verdad que por el lenguaje de cada cual se puede
juzgar la mayor o menor complejidad de su concepción del mundo. El que no habla más
que su dialecto o comprende sólo parcialmente la lengua nacional participa por fuerza
de una concepción del mundo más o menos estrecha y provincial, fosilizada, anacrónica
en comparación con las grandes corrientes de pensamiento que dominan la historia
mundial. Sus intereses serán restringidos, más o menos corporativos o economicistas,
no universales. Si no siempre es posible aprender más lenguas extranjeras para ponerse
en contacto con vidas culturales diversas, conviene por lo menos aprender bien la
lengua nacional. Una gran cultura puede traducirse a la lengua de otra gran cultura,
puede traducir cualquier otra gran cultura, ser una expresión mundial. Pero un dialecto
no puede hacer lo mismo.
Nota IV. Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente
descubrimientos "originales"; significa también, y especialmente, difundir críticamente
verdades ya descubiertas, "socializarlas", por así decirlo, y convertirlas, por tanto, en
base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. El
que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de un modo unitario el
presente real es un hecho "filosófico" mucho más importante y "original" que el
redescubrimiento, por parte de algún "genio" filosófico, de una nueva verdad que se
mantenga dentro del patrimonio de pequeños grupos intelectuales. (C. XVIII; I.M.S. 3-
5; son un texto introductorio al estudio de la filosofía y el materialismo histórico y tres
notas.)
Althusser, los estudios culturales y el concepto de ideología
Santiago Castro-Gómez(1)
Desde hace meses, cuando algunas personas se enteran de que estoy leyendo de nuevo a
Louis Althusser y de que me gusta lo que leo, he venido escuchando comentarios que
oscilan entre la perplejidad y el desasosiego. ¿Althusser? – Sauve qui peut!, sálvese
quien pueda! - Pocos filósofos han tenido el “honor” de ganar tantos enemigos con su
obra como Louis Althusser. Los casos pueden contarse con los dedos de una mano:
Maquiavelo, Spinoza, Marx, es decir, aquellos justamente a quienes el mismo Althusser
recurrió una y otra vez durante su carrera. ¿Para qué leer a un autor identificado con la
mácula de un pasado político que muchos quisieran no tener que recordar? ¿Qué tiene
que decirnos hoy día un filósofo hipersensible, admirador de Lenin, militante

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incondicional del partido comunista, homosexual, que buscaba ansiosamente una
entrevista con el Papa y que terminó estrangulando a su mujer en un ataque de locura?
¿No tendrá, mas bien, algo de necrofílico este interés por resucitar a un “perro muerto”,
sobre todo cuando este perro tiene un inconfundible color rojo?
Ciertamente no son sus concesiones teóricas a la ortodoxia del partido, ni su
convencimiento en la cientificidad del marxismo, ni tampoco sus repetidas y
paradójicas “autocríticas” lo que me interesa rescatar de Althusser. Más interesante
resulta examinar su figura en el contexto de las relaciones Nietzsche-Freud-Marx
durante los años cincuenta y sesenta en Francia, con el objeto de profundizar en su
crítica al humanismo y a las ciencias humanas. Pero éste no será el tema de mi
exposición de hoy. Lo que quisiera resaltar es la asimilación del legado de Althusser por
los Estudios Culturales británicos, pero no para mirarla como una simple curiosidad
histórica, sino porque estoy convencido de que ese legado puede servirnos todavía para
repensar lo que significan los Estudios Culturales a comienzos de siglo en un país como
Colombia.
Partiré del hecho de que mucho de lo que hoy se publica o se escribe bajo la rúbrica de
“estudios culturales” parece ignorar que, en tiempos de globalización, su objeto de
estudio, la cultura, se ha convertido en un bien de consumo gobernado por los
imperativos del mercado. Esto quiere decir que sin una consideración seria de los
vínculos entre la cultura y la economía política, los estudios culturales corren el peligro
de ser estudios de nada, o mejor dicho, de perder de vista su objeto. Si los estudios
culturales quieren ser, como pretenden, un paradigma innovador en el área de las
ciencias sociales y las humanidades, entonces deben reconocer que la cultura se halla
vinculada a un aparato de producción y distribución que, ya desde Marx, recibe un
nombre propio: el capitalismo. Quisiera defender la tesis de que la tarea más urgente de
los estudios culturales es plantear los lineamientos para una crítica de la economía
política de la cultura, tarea para lo cual no se halla inerme. A su disposición se
encuentra toda una tradición de pensamiento crítico elaborada durante el siglo pasado, a
la cual la obra de Althusser contribuyó de manera significativa. Obviamente, esta
tradición deberá ser repensada y reelaborada según las nuevas necesidades de la
sociedad contemporánea.
Mi exposición estará organizada de la siguiente forma: primero examinaré la historia
del proyecto de los estudios culturales británicos a partir de su relación con Althusser,
tratando de encontrar la razón por la cual éste proyecto empezó a perder sus vínculos
con la economía política. Luego me detendré en el concepto de ideología desarrollado
por el último Althusser, presentándolo como una alternativa a la noción de ideología
criticada por pensadores como Foucault, Lyotard y Baudrillard. Finalmente, y de
manera breve, intentaré mostrar la utilidad de este concepto de ideología para
reconstruir los puentes entre los estudios culturales y la economía política, sobre todo en
lo que tiene que ver con el análisis de la cultura medial.
1. El espectro del humanismo: los estudios culturales antes y después de Althusser
Plantear la importancia del pensamiento de Althusser para los estudios culturales no es
ninguna novedad. De hecho, la historia del proyecto de los estudios culturales en
Birmingham puede dividirse en dos épocas bien definidas: antes y después de su
relación con Althusser.
Durante la década de los sesenta la relación de los padres fundadores de los estudios
culturales con el marxismo fue ambigua, pero sirvió para establecer algunas de las
líneas metodológicas que señalarían el rumbo del proyecto. Richard Hoggart, primer
director del famoso Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad
de Birmingham entre 1964 y 1968, jamás tuvo una relación directa con el marxismo. Su

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interés por el socialismo no venía marcado por una agenda ideológica específica, sino
por la simpatía vital que, como hijo de una familia de clase trabajadora en la ciudad de
Leeds, tuvo siempre por la situación de los obreros. En su libro The Uses of Literacy
(1958), Hoggart describe la vida de la clase obrera en el período anterior a la segunda
guerra mundial y la compara con la cultura de masas vigente en la Inglaterra de la
posguerra. El tono de esta comparación es claramente nostálgico: la industria cultural ha
“colonizado el mundo de la vida” de las clases populares inglesas y desarticulado su
carácter orgánico. El cine, la televisión y las revistas de entretenimiento han
desarraigado a los obreros de su propia cultura, exponiéndolos a la perversa influencia
de la sociedad de consumo (Turner 45-46).
A diferencia de Hoggart, Raymond Williams sí estuvo influenciado por el marxismo
durante sus años de formación e incluso fue miembro del Partido Comunista durante un
breve tiempo. Pero su posición frente al marxismo estuvo marcada por el
distanciamiento crítico. Williams opina que el marxismo trabaja con un concepto
doblemente reducido de cultura: de un lado, la convierte en un reflejo distorsionado de
la infraestructura económica; del otro, la limita a las manifestaciones de la cultura
letrada: arte, filosofía, literatura. La “cultura” por la que Williams se interesa no es la de
los productos simbólicos de las elites, sino la de la “experiencia vivida” por las clases
trabajadoras inglesas en el seno de las grandes ciudades industriales. Williams entiende
la cultura como expresión “orgánica” de formas de vida y valores compartidos que no
pueden ser reducidas a ser epifenómeno de las relaciones económicas. Los estudios
culturales deben concentrarse en el análisis de las culturas populares urbanas,
descubriendo cuál es la “sensibilidad particular” que atraviesa todas sus estructuras
sociales.
Edward Thompson, por su parte, también fue miembro del Partido Comunista y
compartió con Williams su rechazo al determinismo económico y a toda visión
“superestructuralista” de la cultura. Como Hoggart y Williams, insistió en la
importancia de estudiar las formas culturales “vivas”, ancladas en la experiencia
subjetiva de las clases populares inglesas, que compiten ferozmente con la cultura
capitalista de masas y le oponen resistencia. Thompson se muestra partidario de un
socialismo humanista, al estilo de Sartre, que pueda garantizar a las clases populares la
capacidad de ser sujetos de su propia vida.
Si tomamos estas tres posiciones juntas veremos que los padres fundadores de los
estudios culturales trabajaban todavía con un concepto humanista y tradicional de
cultura. Utilizan el término “cultura” para referirse a la existencia de un “espíritu
popular”, de carácter orgánico, vinculado con la experiencia de las clases trabajadoras
inglesas, y que es necesario potenciar para que ofrezca resistencia a los embates de la
naciente cultura de masas. Como Horkheimer y Adorno, consideran la cultura de masas
como un producto mecánico y artificial, vinculado con los intereses expansivos del
capitalismo, pero, a diferencia de estos, advierten que la industria cultural no ha logrado
“cosificar” todavía por completo la consciencia de los trabajadores. Aún es tiempo de
vindicar los elementos orgánicos y emancipatorios de la cultura popular, y esta es,
precisamente, la tarea política de los estudios culturales.
Sin embargo, hacia finales de los años sesenta el proyecto original de los estudios
culturales empieza a experimentar un cambio de orientación política y metodológica. El
movimiento estudiantil del 68 y la creciente importancia de la cultura visual en el
imaginario popular hacía necesaria una revisión de los presupuestos teóricos
establecidos por Hoggart, Williams y Thompson. Esta fue justamente la labor
emprendida por Stuart Hall, quien asumió la dirección del Centro en 1972. Como hijo
de trabajadores emigrantes jamaiquinos, Hall ya no podía mirar con nostalgia hacia el

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pasado de una Inglaterra impoluta frente al impacto de la massmediatización. Su
preocupación no era “recuperar” valores culturales del pasado, sino entender el presente
en sus propios términos con el fin de articular una crítica de sus patologías. Por eso, la
irrupción de la sociedad de consumo y la incidencia de los medios de comunicación en
el imaginario colectivo, que Hoggart, Williams y Thompson percibían todavía como
amenazas contra los valores de la cultura popular, es tomada por Hall como punto de
partida de los estudios culturales. Su contribución radicó en haber mostrado la
necesidad de plantear un diálogo creativo con la teoría social más avanzada de su
tiempo: el estructuralismo. Con Hall entramos, pues, en la etapa propiamente
althuseriana de los estudios culturales.
En efecto, con la llegada de Stuart Hall a la dirección del Centro podemos hablar de un
“cambio de paradigma” en la orientación de los estudios culturales: del paradigma
humanista, inspirado en los estudios literarios, al paradigma estructuralista inspirado en
el psicoanálisis y la teoría social marxista. Esta contraposición podríamos
conceptualizarla de la siguiente forma: mientras que en el paradigma humanista la
cultura es vista como anclada en la subjetividad de los actores sociales, en su
“experiencia vivida” como decía Raymond Williams, en el paradigma estructuralista la
cultura es un producto anclado en “aparatos” institucionales y que posee, por tanto, una
materialidad específica. El punto de arranque de los estudios culturales ya no son los
valores, las expectativas y los comportamientos de los obreros o de cualquier sujeto
social en particular, sino los dispositivos a partir de los cuales los “bienes simbólicos”
(la cultura) son producidos y ofrecidos al público como mercancía. El análisis de la
cultura se convierte de este modo en una crítica del capitalismo.
Ahora bien, no cabe duda que en este cambio de paradigma, la influencia teórica más
relevante fue la del filósofo francés Louis Althusser. El interés de Hall por Althusser se
debió sobre todo a su forma de abordar el problema de la ideología. De hecho,
“ideología” se convirtió en la categoría analítica más importante de los estudios
culturales en los años setenta, lo cual permitió a Hall y sus colaboradores entender la
cultura como un dispositivo que promueve la dominación o la resistencia. Los estudios
culturales empiezan a ver la sociedad como una red de antagonismos en la que
instituciones como el Estado, la familia, la escuela y los medios de comunicación
juegan como mecanismos de control disciplinario sobre los individuos. ... Los productos
simbólicos son entonces un “campo de batalla” en el que diferentes grupos sociales
disputan la hegemonía sobre los significados...
Sin embargo, con la popularización de los estudios culturales en los Estados Unidos
durante la década de los ochenta podemos hablar del fin de la “edad heróica” y el
comienzo de una tercera etapa, más “light” y celebratoria, marcada por su creciente
distanciamiento de la teoría crítica marxista. Me aventuraría a decir que la gran
aceptación curricular que han tenido los estudios culturales en universidades
norteamericanas de elite, así como su correspondiente éxito editorial, corren paralelos a
este proceso de “limpieza” de sus elementos marxistas. Esta tercera etapa (post-
althusseriana) está marcada por la influencia que empiezan a tener filósofos como
Baudrillard, Lyotard y Derrida y, muy a pesar de estos autores, por un retorno
insospechado del humanismo metodológico.
En efecto, la influencia que tuvieron algunas corrientes de la filosofía posmoderna en
los estudios culturales contribuyó a marginalizar el concepto de ideología y,
concomitantemente, a posibilitar el divorcio que hoy se observa entre los estudios
culturales y la economía política. Lyotard, por ejemplo, desconfía de todas las teorías
que, como el marxismo, pretenden disponer de un criterio de verdad que les permita
saber cuáles son las contradicciones de la sociedad y cómo resolverlas. En este

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contexto, la crítica de las ideologías pertenecería al orden de los metarelatos y
compartiría con ellos su carácter totalitario. En vista de la complejidad de las sociedades
contemporáneas, ya no resulta posible hablar de un criterio único de verdad que sirva
para todos los jugadores, sino de una multitud de juegos de lenguaje que definen
inmanentemente sus propias reglas y que, en muchos casos, resultan inconmensurables.
Sólo a través del ejercicio de un poder autoritario sería posible decretar, como lo hace
Althusser, qué es ciencia y qué es ideología. Para Lyotard, la ciencia es tan solo un
juego más en la multiplicidad de juegos de lenguaje, o, dicho de otra manera, una
“ideología” tan válida como cualquier otra.
Baudrillard, por su parte, argumenta que la sociedad de consumo marca el paso hacia
una nueva fase del capitalismo, en la que el valor signo – y ya no el valor de cambio y
mucho menos el valor de uso - regula la producción de mercancías. En este sentido, la
crítica marxista de la ideología pierde toda su fuerza explicativa de los social, puesto
que ya no existe ninguna realidad última que develar. La sociedad entera se ha
convertido en un simulacro escenificado por los media; en un intercambio regulado de
signos donde no resulta posible distinguir la ficción de la realidad. Si toda la realidad
social es un sistema de signos, entonces no es posible ya “salir” de la ideología a través
de la ciencia, como planteaba Althusser. La ciencia ya no conoce realidades, sino
interpretaciones mediadas por los códigos vigentes en la sociedad. La ciencia misma es
para Baudrillard un simulacro, como también lo son todos los sistemas de creencias que
usualmente denominamos “ideología”. Así las cosas, la ideología, entendida como
simulacro, es un a priori de la vida en la sociedad contemporánea y, como tal, resulta
irrebasable.
La celebración posmoderna de la diferencia y el rechazo de los metarelatos totalizantes
provocaron de este modo un resecamiento de la noción de ideología en el ámbito de los
estudios culturales. La consecuencia más inmediata de esto es que la cultura deja de ser
vista como un espacio de lucha por el control de los significados para ser considerada
como “objeto” de estudio, casi de una forma positivista. La vinculación que Hall había
establecido entre cultura y economía política empieza a desvanecerse y los estudios
culturales se convierten en un ejercicio teórico y apolítico: en estudios sobre la cultura.
Douglas Kellner habla en este sentido de un populismo cultural que celebra los
supuestos efectos “democratizadores” de la sociedad de consumo (Media 33). En esta
nueva orientación culturalista y acrítica quisiera destacar las siguientes características:
a) Los estudios culturales pretenden convertirse en una ciencia social rigurosa, tal como
la entendían Weber y Durkheim. El analista cultural, como el científico social, debe
poner entre paréntesis sus valoraciones personales y describir el objeto de estudio – la
cultura - tal como “es”. En una palabra: los estudios culturales deben ser moralmente
neutros. Utilizando la terminología de Horkheimer diríamos: los estudios culturales
dejan de ser “teoría crítica” para convertirse en “teoría tradicional” de la cultura
(Castro-Gómez 2000).
b) La industrial cultural es vista como una función necesaria e indispensable en el seno
de una sociedad compleja, sometida a procesos intensos de racionalización. Los
productos de la industria cultural son una especie de sustitutos de la religión y los mitos,
que satisfacen “necesidades básicas” de la población. Por esta razón el analista cultural
no debería dejarse guiar por sus preferencias personales en materia de música rock,
“enlatados” o telenovelas, por ejemplo, sino que debe contemplar todos los productos
simbólicos como igualmente válidos y funcionales.
c) La cultura visual es vista como fuente de “entretenimiento”, que libera a la gente del
inevitable “stress” que representa el trabajo en una sociedad compleja. El analista debe

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entonces contemplar el consumo cultural como algo perteneciente a la “esfera privada”
de los actores sociales.
d) Desde el punto de vista del análisis cultural, entendido como ciencia social rigurosa,
no existen criterios para evaluar cuáles productos culturales son buenos o malos,
mejores o peores, ideológicos o emancipadores. El único criterio evaluativo es la
maximización de la funcionalidad. Por eso las industrias culturales no deben ser miradas
teniendo en cuenta sus “códigos ocultos”, como pretende la crítica de la ideología, sino
tan solo examinando la calidad de su gestión. Lo que importa es mirar las dinámicas
internas de producción, presentación y distribución de los bienes simbólicos, con el fin
de aumentar su eficiencia y competitividad en el mercado.
Por supuesto, no estoy diciendo que todos los practicantes de los estudios culturales en
los Estados Unidos han tomado este rumbo. Basta recordar nombres como Jameson,
Spivak, Ahmad, Zizek, Kellner, Mignolo y otros muchos para probar lo contrario. Lo
que quiero decir es que el abandono de la categoría de ideología por parte de algunos
teóricos de la cultura ha contribuido a debilitar el potencial crítico y político que tenían
los estudios culturales en lo que aquí he denominado su “edad heróica”. Mucho de lo
que hoy se produce y se publica en los Estados Unidos bajo la rúbrica de “estudios
culturales” posee un carácter facilista y acrítico, destinado, como las hamburguesas y
los perros calientes, al consumo rápido de “administradores culturales” o de estudiantes
que deben absolver materias obligatorias en sus currículos de lenguas. Incluso en
Colombia, los estudios culturales tienden a confundirse en algunos sectores académicos
con el problema de la “gestión cultural” o con su vinculación a las “políticas culturales”
del Estado.
En vista de todo lo anterior nos enfrentamos entonces a dos cuestiones: ¿Por qué se hace
necesario reintroducir en los estudios culturales los vínculos con la economía política?
Y, en caso de mostrarse tal necesidad, ¿cómo hacerlo? Para responder a la primera
pregunta, quisiera partir del siguiente diagnóstico: en tiempos del capitalismo tardío, la
“cultura” – es decir, el mercado de bienes simbólicos - se ha convertido en la columna
fundamental para la reproducción del capital. Esto significa que el trabajo reviste ahora
la forma en que individuos o grupos generan información capaz de movilizar a otros
individuos o grupos. La producción, transformación y circulación de información son el
objeto de la mayor parte de las tecnologías importantes que se introducen en la
economía. Dicho en otras palabras: la creación de riqueza ya no se basa tanto en la
explotación de recursos naturales ni en la producción de bienes industriales de
consumo, como pensaba Marx, cuanto en la producción de bienes simbólicos llevados al
mercado en forma de imágenes y “conocimientos”.
Este diagnóstico tiene varias implicaciones para los estudios culturales. La más
importante de ellas es, quizás, la imposibilidad de desvincular el análisis cultural de la
crítica de la economía política, pero ya no en la forma “clásica” mostrada por Marx. Si
el capitalismo tardío está convirtiendo al mundo en una “villa global” basada en la
producción de bienes simbólicos, las premisas del trabajo industrial, la lucha de clases y
el carácter superestructural de la cultura ya no pueden seguir funcionando como
elementos inamovibles de la teoría crítica. Que la cultura se haya convertido en fuerza
productiva significa que la nueva formación global ya no obedece a lo que Marx creía
que eran las leyes del capitalismo clásico, esto es, la primacía de la producción
industrial y la omnipresencia de la lucha de clases. Hoy en día, es imposible elaborar
una teoría de la dominación si se toma en cuenta sólo el punto de vista de la actividad
laboral en las fábricas o del sujeto que actúa sobre la materia prima para producir
objetos industriales. Los estudios culturales deberían ser capaces de mostrar que la
cultura, mirada todavía por Marx como un “efecto de superficie”, se halla imbricada en

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prácticas materiales que tienen como característica primaria la consolidación del
dominio de unos grupos sobre otros.
2. Althusser contraataca o el carácter agonístico de las ideologías
En esta sección procuraré responder el segundo interrogante formulado más arriba: en
caso de mostrarse la necesidad de vincular los estudios culturales con la crítica de la
economía política, ¿cómo hacerlo? Mi tesis es que tal vinculación debe pasar, a nivel
conceptual, por una recuperación de la categoría de ideología, pero ya no en la forma en
que Marx hizo uso de ella en el siglo XIX. Considero que la teoría de las ideologías
desarrollada por Althusser hacia el final de su vida podría darnos algunas luces al
respecto. A continuación examinaré brevemente el modo en que Althusser desarrolla
una noción de ideología que escapa a las críticas de Foucault, Lyotard y Baudrillard.
En opinión de Althusser, ni Marx, ni Engels ni Lenin elaboraron jamás una teoría
general de la ideología, sino que se limitaron a esbozar fragmentariamente unos
principios teóricos que es necesario sistematizar y desarrollar (“Práctica teórica” 42).
Marx definió la ideología como un “sistema de representaciones” que acompaña y
legitima el dominio político de una clase social sobre otras. Pero Althusser piensa que
se hace necesario completar la obra iniciada por Marx a través de una agenda de trabajo
que incluye dos puntos: en primer lugar, se hace necesario examinar la función
estructural de ese sistema de representaciones en el conjunto de la sociedad; y en
segundo lugar, se debe estudiar la relación de las ideologías con el conocimiento.
Althusser afirma que toda formación social puede ser analíticamente dividida en tres
niveles articulados orgánicamente entre sí: el nivel económico, el político y el
ideológico. Cada uno de estos niveles es visto como una estructura dotada de
materialidad concreta, independiente de la subjetividad de los individuos que participan
en ella y de sus configuraciones históricas. Estos tres niveles de los que habla Althusser
no son “reales” porque su estatuto no es ontológico sino teórico; tienen el carácter de
“construcciones teóricas” que sirven para conceptualizar, a nivel abstracto, los
diferentes tipos de relación que entablan los individuos en todas las sociedades
históricas. Así, mientras en el nivel económico los individuos son parte de una
estructura que les coloca en relaciones de producción, en el nivel político participan de
una estructura que los pone en relaciones de clase. En el nivel ideológico, en cambio,
los individuos entablan una relación simbólica en la medida en que participan,
voluntaria o involuntariamente, de un conjunto de representaciones sobre el mundo, la
naturaleza y el orden social (“Práctica teórica” 49). El nivel ideológico establece así una
relación hermenéutica entre los individuos, en tanto que las representaciones a las que
estos se adhieren sirven para otorgar sentido a todas sus prácticas económicas, políticas
y sociales.
Las ideologías cumplen entonces la función de ser “concepciones del mundo”
(Weltanschauungen) que penetran en la vida práctica de los hombres y son capaces de
animar e inspirar su praxis social. Desde este punto de vista, las ideologías suministran
a los hombres un horizonte simbólico para comprender el mundo y una regla de
conducta moral para guiar sus prácticas. A través de ellas, los hombres toman
conciencia de sus conflictos vitales y luchan por resolverlos. Lo que caracteriza a las
ideologías, atendiendo a su función práctica, es que son estructuras asimiladas de una
manera inconsciente por los hombres y reproducidas constantemente en la praxis
cotidiana. Se puede decir entonces que las ideologías no tienen una función
cognoscitiva (como la ciencia) sino una función práctico-social, y en este sentido son
irremplazables. “Las sociedades humanas” – escribe Althusser – “secretan la ideología
como el elemento y la atmósfera indispensable a su respiración, a su vida histórica” (La
revolución 192).(2)

9
En este punto se plantea el problema de la relación que guarda la teoría de las ideologías
desarrollada por Althusser con la noción de ideología presente en los escritos de Marx.
Como se sabe, el concepto de ideología posee en Marx un sentido fundamentalmente
peyorativo. La ideología es equiparada por Marx con la “falsa conciencia”, es decir, con
la imagen distorsionada que un grupo social en particular se hace de la realidad en un
momento histórico determinado. Polemizando con la filosofía clásica alemana, Marx
afirma que su deformación radica en tomar los contenidos de conciencia como si se
tratara de entidades autónomas, punto de partida y fin último de la realidad. La
“ideología alemana” – y en particular la filosofía de Hegel – genera una visión invertida
del mundo: confunde las ideas con los hechos sociales, sin encontrar la esencia de los
mismos. Las ideologías son, entonces, fantasmas cerebrales, ilusiones epocales, visiones
quiméricas del mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa verdadera de
su miseria terrenal (Marx, 41-43). En Marx tendríamos entonces una teoría de la
deformación ideológica, mas no una teoría general de las ideologías, que es la que se
propone desarrollar Althusser.
En efecto, Althusser elabora una teoría general – es decir “ampliada” - de las ideologías
en donde estas no aparecen simplemente como deformadoras sino como posibilitadoras
de sentido. Ciertamente las ideologías se definen por su capacidad de asegurar la
ligazón de los hombres entre sí (el “lazo social”), pero la función de este lazo es
mantener a los individuos “fijados” en los roles sociales que el sistema ha definido
previamente para ellos. Lo cual significa que las ideologías son mecanismos
legitimadores de la dominación y que por tanto no pueden, a partir de sí mismas,
generar ningún tipo de verdad. Pero esto no quiere decir que el papel de la ciencia sea
reemplazar a la ideología, como pretendía el marxismo ortodoxo. No se trata de que
algo “falso” (la ideología) sea sustituido por algo “verdadero” (la ciencia), de tal modo
que el conocimiento científico se convierta en garante de la desideologización de la
conciencia y de la inevitabilidad de la revolución. Para Althusser, en el terreno de la
ideología la verdad y la falsedad no juegan ningún papel, puesto que su función
práctica no es generar verdades, sino “efectos de verdad”. Las “ilusiones” y las
“quimeras” que según Marx produce la ideología no pueden ser “falsificadas” por la
ciencia, sencillamente porque la ideología no es asimilable al “error” ni al “engaño”. En
la ideología, los hombres no expresan su relación real con el mundo, sino la voluntad de
relacionarse con el mundo de una manera determinada. Las ideologías son, en última
instancia, voluntad de poder.(3)
En contra de la visión según la cual, las ideologías son fenómenos de conciencia (falsa o
verdadera), Althusser afirma que se trata de una estructura inconsciente. Las imágenes,
los conceptos y las representaciones que se imponen a los hombres conforman un
“sistema de creencias” que no pasa necesariamente por la conciencia. Los hombres no
“conocen” su ideología sino que la “viven”. Ésta, por decirlo así, permanece siempre a
sus espaldas (como la Lebenswelt de Husserl) y se constituye en la condición de
posibilidad de toda acción práctica. Las ideologías son “objetos culturales” que actúan
realmente sobre los hombres mediante un proceso que se les escapa (La revolución
193).
En efecto, las ideologías son capaces de dotar a los hombres de normas, principios y
formas de conducta, pero no de conocimientos sobre la realidad. La ideología no nos
dice qué son las cosas sino cómo posicionarnos frente a ellas y, desde este punto de
vista, no proporciona “conocimientos” sino únicamente “saberes”. Ahora bien, lo que
caracteriza a un “saber” es que plantea problemas cuya solución se encuentra producida
por instancias exteriores a él mismo. La respuesta a sus preguntas viene ya codificada
de antemano por intereses de tipo moral, religioso, político o económico. Así las cosas,

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un saber no produce conocimientos sobre el mundo sino tan solo “efectos de
conocimiento” (Para leer 74).
Sintetizando lo dicho podríamos afirmar que para el último Althusser, las ideologías no
son el espacio donde se establece el juego del error y la verdad, sino el terreno de la
lucha por el control de los significados. Si tomamos en cuenta esto, veremos que la
teoría de las ideologías desarrollada por Althusser no es afectada directamente por las
críticas de Lyotard, Foucault y Baudrillard. Lo que estos filósofos critican es la tesis de
la deformación de la conciencia, mientras que, como queda dicho, Althusser no utiliza
una noción “negativa” sino “agonística” de ideología. Quisiera enfatizar la diferencia
entre estos dos términos.
El concepto de ideología, entendido en sentido negativo, presupone una “realidad real”
que imprime indefectiblemente su sello en la conciencia. Si entre el individuo y la
realidad no mediaran las relaciones sociales, lo único que habría que hacer sería “mirar”
al mundo para descubrir su verdad intrínseca. Pero como nuestra mirada se encuentra
perturbada por intereses de clase, la verdad del mundo social queda muchas veces oculta
a la conciencia. En esta situación, se hace necesario recurrir a un conocimiento
especializado – la ciencia – que sea capaz de separar la verdad y el error, para
mostrarnos aquello que no podemos ver por causa de nuestra inmersión en las
contradicciones sociales. El cientista social juega entonces la función del hermeneuta:
parte de un texto superficial que considera “sintomático” de una realidad más profunda,
que se revela como su verdad última. Este es el modelo de crítica de la ideología
desarrollado por Marx y por el mismo Althusser durante los años cincuenta y sesenta.
Pero en los setentas Althusser se aparta de esta noción “negativa” y de este modelo de
“crítica” para adoptar lo que hemos llamado una noción “agonística” de ideología. Aquí
las ideologías son vistas como un “sistema de creencias” que no tienen necesariamente
una adscripción de clase y que sirven para imputar “sentido” al mundo y a nuestra
praxis en el mundo. Nótese que en este caso las ideologías no son síntomas de una
verdad más profunda, puesto que aquello que los actores sociales tienen por
“verdadero” es un asunto de simple y llana imputación o voluntad de verdad. Este
desplazamiento teórico tiene por lo menos cuatro consecuencias importantes, que
describiré brevemente:
a) Se rompe con la visión de Marx según la cual, las ideas dominantes expresan
posiciones fijas de clase al interior de la estructura social. Lo que se destaca ahora es el
hecho de que una ideología no se hace dominante por el simple hecho de “reflejar” los
intereses de una clase, sino que su ascendencia es un proceso contingente de lucha por
el poder de imputar sentido.(4) En otras palabras, y como también lo diría Gramsci, para
Althusser la ideología es el campo de lucha por la conquista de la hegemonía en el
terreno de las representaciones simbólicas –es decir, de la cultura.
b) No se puede establecer una contraposición entre la ciencia y la ideología puesto que,
en sí misma, la ciencia es una estructura discursiva que procede mediante la imputación
de sentido. Es decir que el problema de la “verdad científica” se define, en últimas, en el
terreno de las políticas del conocimiento. Qué tipo de sentido se imputa a la realidad no
es algo que dependa exclusivamente de criterios intracientíficos, sino que en ello
intervienen criterios de orden moral, económico y político. También la ciencia, en tanto
que socialmente preformada, se encuentra preñada de ideología y es objeto de la lucha
por la hegemonía.
c) La crítica de la ideología no utiliza el código binario verdad-error, puesto que una
visión del mundo sólo puede ser interpelada desde otra visión del mundo. Es decir que
la crítica se hace siempre desde un “sistema de creencias” diferente, que no es más o
menos verdadero que el que se critica, sino más o menos fuerte. La fortaleza o la

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debilidad de este sistema de creencias viene dada por la conquista de posiciones de
poder en el terreno de la política.
d) El intelectual deja de ser visto como el “experto” que, en virtud de la autoridad de su
saber, posee algo que el pueblo llano jamás ha poseído: la llave del acceso a la verdad.
El problema no es que las masas se encuentren desposeídas de conocimientos que les
permitan interpretar su propia praxis, sino que han sido determinadas políticas de la
verdad las encargadas de deslegitimar ese conocimiento y de investir a los “expertos”
con la prerrogativa de ser los únicos intérpretes autorizados de la verdad social.
Si tuviéramos que sintetizar estos cuatro puntos en una sola fórmula que vincule lo
dicho con el problema de los estudios culturales, diríamos lo siguiente: aquello que
“estudian” los estudios culturales no es algo que se encuentre por fuera de la ideología,
ni tampoco algo que pueda ser visto desde una posición desideologizada. Los estudios
culturales expresan, por el contrario, una voluntad de intervención activa en la lucha
contra las prácticas sociales de dominación y subordinación, haciendo énfasis en el
modo particular en que estas prácticas se manifiestan en el terreno de las
representaciones simbólicas. Con Jameson podríamos decir, entonces, que los estudios
culturales no pueden ser otra cosa sino partidistas, porque toda posición frente a la
cultura es, necesariamente, una toma de posición política frente a la naturaleza y los
efectos del capitalismo transnacional actual (El posmodernismo 14).
3. La guerra de las imágenes: hegemonía audiovisual y aparatos ideológicos
En los dos apartados anteriores he defendido la tesis de que, en tiempos de
globalización, los estudios culturales se enfrentan al desafío de retomar sus vínculos con
la economía política. He procurado mostrar que para asumir este desafío, los estudios
culturales deberían elaborar un concepto de ideología lo suficientemente amplio como
para servir de instrumento crítico de la dominación, pero que les permita, al mismo
tiempo, escapar a las críticas realizadas por pensadores como Foucault, Lyotard y
Baudrillard. Apelando a los últimos textos de Louis Althusser he querido descubrir allí
una noción “agonística” de ideología que, a mi juicio, podría servir para cumplir esta
tarea. En esta última sección mi argumento estará dirigido hacia el modo en que este
concepto agonístico podría resultar útil para una lectura de los mensajes simbólicos que
circulan por los medios.
Quisiera comenzar de nuevo con Althusser haciendo referencia a su famosa teoría de los
aparatos ideológicos. Al igual que Marx Althusser piensa que las “ideas” y las
“representaciones” mentales no tienen existencia espiritual sino material, en tanto que se
encuentran ancladas en instituciones específicas que él denomina “aparatos”. Un
aparato es una estructura que funciona con independencia de la “conciencia” de los
individuos vinculados a ella, y que puede configurar la subjetividad de esos individuos.
(5)
Althusser utiliza la palabra francesa dispositif para enfatizar el hecho de que las
motivaciones ideológicas de los individuos se encuentran siempre ligadas a un conjunto
anónimo de “reglas” materiales (“Ideología” 135, 137).
Este carácter simbiótico entre las normas materiales de un aparato y las motivaciones
ideológicas de los sujetos es, precisamente, el que explica por qué razón los aparatos
ideológicos no poseen un carácter represivo. Althusser establece una diferencia clara
entre los aparatos represivos y los no represivos, mostrando que los primeros crean
perfiles de subjetividad a través de la coacción, mientras que los segundos no necesitan
de la violencia coactiva. Aquí, los individuos han internalizado de tal manera las reglas
anónimas del aparato, que ya no experimentan su sujeción a ellas como una intromisión
en su vida privada.

12
En su texto “Ideología y aparatos ideológicos del Estado” (116) Althusser menciona
ocho tipos de instituciones que, a diferencia de los aparatos represivos, no “sujeta” a los
individuos a través de prácticas violentas sino a través de prácticas ideológicas:
• Aparatos religiosos (iglesias, instituciones religiosas)
• Aparatos educativos (escuelas, universidades)
• Aparatos familiares (el matrimonio, la sociedad familiar)
• Aparatos jurídicos (el derecho)
• Aparatos políticos (partidos e ideologías políticas)
• Aparatos sindicales (asociaciones de obreros y trabajadores)
• Aparatos de información (prensa, radio, cine, televisión)
• Aparatos culturales (literatura, bellas artes, deportes, etc.)
Nos interesa en este momento analizar aquello que Althusser denomina los “aparatos de
información” porque, como ya se dijo, en el capitalismo tardío la cultura medial se ha
convertido en el lugar de las batallas ideológicas por el control de los imaginarios
sociales. Por su radio de alcance y por su formato visual, los medios contribuyen en
gran manera a delinear nuevas formas de subjetividad, estilo, visión del mundo y
comportamiento. La cultura medial es el aparato ideológico dominante hoy en día,
reemplazando a la cultura letrada en su capacidad para servir de árbitro del gusto, los
valores y el pensamiento. La ventaja de la cultura medial sobre los otros aparatos
ideológicos radica, precisamente, en que sus dispositivos de sujección son mucho
menos coercitivos. Diríamos que por ellos no circula un poder que “vigila y castiga”,
sino un poder que seduce. No estamos, por tanto, frente al poder disciplinario de la
modernidad, criticado por Foucault, sino frente al poder libidinal de la globalización.(6)
Aplicando lo dicho en el apartado anterior al tema de la cultura medial podríamos decir
que, en tiempos de globalización, los medios son el terreno para el establecimiento del
dominio de unos grupos sobre otros, pero también son, al mismo tiempo, el terreno
apropiado para la resistencia contra ese dominio. En una palabra, los medios son el
lugar de lucha por la hegemonía cultural. Siendo los medios la principal fuente
generadora de ideologías en la sociedad contemporánea, su control se constituye en una
clave fundamental para la consolidación del dominio político. Los medios producen y
fortalecen “sistemas de creencias” a partir de los cuales unas cosas son visibles y otras
no, unos comportamientos son inducidos y otros evitados, unas cosas son tenidas por
naturales y verdaderas, mientras que otras son reputadas de artificiales y mentirosas.
La pregunta que quisiera formular en este punto es la siguiente: ¿de qué modo puede
hacerse valer el concepto agonístico de ideología para reconstruir el puente entre los
estudios culturales y la economía política, atendiendo al caso específico del análisis de
los medios? Estoy convencido de que una ampliación del concepto de ideología, tal
como ha sido sugerida por Althusser, podría resultar muy valiosa para entender cómo
las imágenes, figuras y narrativas simbólicas que circulan por la televisión construyen
representaciones que sirven para reforzar el dominio de unos grupos sobre otros. Estas
representaciones ideológicas no son, por su puesto, unitarias, como pensaba el primer
Althusser. A través de los medios se construyen no solo las grandes ideologías
económicas y políticas, sino también ideologías de género, raza, sexualidad y posición
social que no son necesariamente reducibles unas a otras. Con todo, si hay algo que
estructuralmente las unifica es su vinculación al aparato de producción y, por tanto, el
modo en que tales representaciones ideológicas se inscriben en la competencia de unos
medios con otros por “seducir” a los consumidores.
Tomemos como ejemplo el modo en que los medios han servido como escenarios para
la construcción ideológica de problemas tales como la corrupción y la guerra. El
proceso 8000 reveló una polarización ideológica de los medios jamás vista en

13
Colombia. Allí se mostró de forma clara que la lógica del mercado – que en tiempos de
globalización podría traducirse como la “lógica de la imagen” - no se encuentra regida
por una mano invisible, sino por voluntades encontradas que luchan por escenificar su
propia visión del mundo. Los noticieros de televisión en Colombia no son mentes
abstractas que, como el cogito de Descartes, sirven para trasmitir a los televidentes ideas
“claras y distintas”, sino que sus pertenencias terrenales resultan evidentes. Los dueños
de las programadoras más grandes del país no son ni siquiera individuos particulares –
pues nadie, ni siquiera Pablo Escobar, tendría el poder para escenificar sus intereses de
este modo(7) - sino monopolios económicos locales, que a su vez se vinculan con otros
monopolios de carácter global. Bastaba cambiar el canal para darse cuenta de que la
versión sobre un mismo evento cambiaba según el noticiero que informaba. Y este
“cambio” puede explicarse aplicando la noción de ideología arriba esbozada. Lo que se
estaba escenificando en el proceso 8000 era una encarnizada lucha ideológica por parte
de los grupos económicos, que vieron amenazada su hegemonía cuando el incidente de
los dineros calientes salió de su control.
Me parece, por tanto, equivocado interpretar el proceso 8000 como si los medios
estuviesen denunciando una corrupción que se encontraba por fuera de ellos, en el
espacio ilustrado de la política o de los partidos políticos. Insistamos en que la
globalización ha cambiado el lugar de la economía política, desplazándola hacia el reino
de la imagen y los símbolos. Por ello, la llamada “corrupción de la política” no era algo
que estuviese ocurriendo más allá o más acá del espacio de los medios, sino que los
medios mismos estaban generando unas políticas de la representación respecto al
sentido que había que imputársele a esa “corrupción”. El juego de poderes y
contrapoderes se estaba jugando en los medios y no por fuera de ellos. Ampliando la
reflexión diríamos que la corrupción de la que hablan los medios no es algo “en-sí”,
sino que es una representación ideológica de segundo grado. Los códigos morales
vigentes en una sociedad - o en un sector de ella – crean un juicio respecto de una
conducta a la que denominan "corrupción" y lo convierten en naturaleza segunda, como
es propio de toda ideología. Los medios, a su vez, escenifican la lucha por imputar un
sentido adicional a ese juicio moral, convirtiéndolo en naturaleza ya no segunda sino
tercera.
Algo parecido podría decirse respecto al manejo que los medios están dando al
problema de la guerra en Colombia. La opinión generalizada es que las imágenes de los
cuerpos mutilados transmitidas por los medios “hablan por sí mismas” y son, por ello,
capaces de horrorizarnos. Esto es cierto solamente en parte. Que un cuerpo mutilado
produzca en nosotros un sentimiento denominado “horror” y que valoremos esa visión
como algo “repugnante e indigno”, es un juicio ideológico que, gracias a un largo
proceso de decantación histórica, ha llegado a convertirse en naturaleza segunda. Pero
de ser plausible lo dicho anteriormente, podríamos afirmar que los cuerpos mutilados
que vemos por televisión no hablan por sí mismos. Ellos son obligados a hablar de uno u
otro modo, según los intereses económicos y políticos de las programadoras. Todo
depende del modo en que es escenificada la noticia. En una situación puramente ideal,
la imagen televisiva de un cuerpo mutilado podría ser interpretada por un personaje
entrevistado como un “acto terrorista”, como una “acción represiva del estado” o como
una prueba de que el país necesita de “mano dura” para terminar con el conflicto. Hablo
de una “situación ideal” porque, en realidad, el entrevistado es casi siempre un miembro
del gobierno o un general del ejército, aunque últimamente las autodefensas están
recibiendo bastante “pantalla” por parte de los medios.
Lo que quiero decir es que el significado de un cuerpo mutilado ya no se juega hoy en
día en el ámbito cotidiano del “mundo de la vida”, sino en el escenario “sistémico” de

14
los medios, para utilizar las categorías desarrolladas por Habermas. Y en este ámbito
sistémico, lo que cuenta no es la “acción comunicativa”, sino el modo en que una
representación ideológica es producida, montada, seleccionada y presentada como
“naturaleza tercera”, de acuerdo a dispositivos globales de poder. La guerra de las
imágenes sobre la guerra será ganada por aquel grupo que utilice mejor el poder
libidinal para imputar sentido, es decir, que ponga en marcha todos los mecanismos
seductores de la imagen para lograr el consentimiento no coercitivo de los
consumidores.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, discrepo con la opinión de algunos analistas
culturales, para quienes los medios de comunicación han servido para ampliar
considerablemente el espacio de lo público y se convierten, por tanto, en instrumentos
de la democracia. Los medios serían algo así como el ágora posmoderna, en donde es
posible debatir todas las opiniones, discutir todos los intereses e interactuar con todas
las posiciones ideológicas. Los medios aparecen de este modo como espacios neutros
para la formación de la ciudadanía. Me parece que esto es justamente lo que ocurre
cuando los estudios culturales abandonan el concepto de ideología. Entonces se
muestran incapaces de tender los lazos con la economía política y de mostrar que la
información es precisamente eso: in-formar, esto es, dar forma ideológica a una materia
preexistente. Una forma ideológica que, como he procurado demostrar, se encuentra
vinculada con imperativos estructurales de carácter global.
Notas
(1) Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR, de la Pontificia Universidad
Javeriana - Bogotá.
(2) Esto significa que la ideología cumple una función social que no puede ser
reemplazada por la ciencia. No es posible imaginar una sociedad en la que no existan
ideologías – ni siquiera la sociedad sin clases de la que hablaba Marx -, ya que sin
representaciones simbólicas la vida de los hombres carecería de sentido práctico (La
revolución 192). Por eso, Althusser afirma que las ideologías “no tienen historia”, lo
cual no quiere decir que la historia de las ideologías acontezca por fuera de ellas, como
afirmaba Marx, sino que su función social no está ligada a ninguna clase y a ninguna
formación histórica en particular. Lo que cambia con el tiempo no es la ideología como
tal, sino las configuraciones históricas de la ideología. Esto permite a Althusser
defender la osada tesis de que la ideología, como el inconciente, es “eterna”: “Creo
poder afirmar que la ideología en general no tiene historia, y esto no en un sentido
negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno completamente positivo. Este
sentido es positivo si es verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una
estructura y de un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica, es
decir, omnihistórica en el sentido de que esta estructura y este funcionamiento están
bajo una misma forma inalterable, presentes en lo que se llama la historia entera [...] Si
eterno significa no lo trascendente a toda historia sino lo omnipresente, lo transhistórico
y por tanto inmutable en toda la extensión de la historia, tomo entonces palabra por
palabra la expresión de Freud y escribo: la ideología es eterna tal como el inconciente”
(“Ideología” 130-131).
(3) Paul Ricoeur señala que en la teoría althusseriana de las ideologías existe un fuerte
componente nietzscheano. La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan
dar algún sentido a sus vidas y este sentido no lo puede proporcionar la ciencia. En otras
palabras: necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las
ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar
sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia
humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia (Ricoeur 56).

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(4) Esto significa, a su vez, que la “unidad” de un grupo de personas no es construida
por su pertenencia a un “modo de producción”, como pensaba Marx, sino al modo
particular en que asumen una ideología.
(5) Como bien lo anota Paul Ricoeur en sus comentarios al concepto de ideología en
Althusser: “For Althusser the concept of action is too anthropological; practice is the
more objective term. Finally, it is only the material existence of an ideological apparatus
which makes sense of practice. The apparatus is a material framework, within which
people do some specific things” (Ricoeur 63).
(6) Este argumento lo he desarrollado con amplitud en otro lugar (Castro-Gómez 2000).
(7) Bourdieu ha mostrado que el poder no depende solo de la posesión de capital
económico, sino también del acceso privilegiado al capital social y cultural.
Falsa conciencia / Ideologías / Conciencia: definiciones tautológicas, metafísicas y
místicas
La expresión «falsa conciencia» (falsche Bewutseins) es utilizada, no definida, por Marx
y Engels en el contexto de sus análisis de las «ideologías», tal como ellos las
entendieron (en oposición, por cierto, a como las entendía Desttut de Tracy): «La
ideología es un proceso realizado conscientemente por el así llamado pensador, en
efecto, pero con una conciencia falsa; por ello su carácter ideológico no se manifiesta
inmediatamente, sino a través de un esfuerzo analítico y en el umbral de una nueva
conyuntura histórica que permite comprender la naturaleza ilusoria del universo mental
del período precedente» (carta de Engels a Mehring de 14 de junio de 1893). Marx
entendió las ideologías como determinaciones particulares, propias (idiologias) de la
conciencia, no como determinaciones universales, al modo de Desttut de Tracy. Y no
sólo esto: particulares o propias, no ya de un individuo, sino de un grupo social (en
términos de Bacon: idola fori, no idola specus). La gran transformación que Marx y
Engels imprimieron al problema de las ideologías, consistió en haber puesto la temática
de ellas en el contexto de la dialéctica de los procesos sociales e históricos, sacándolas
del contexto abstracto, meramente subjetivo individual, dentro del cual eran tratadas por
los «ideólogos» y, antes aún, por la «Teoría de las Ideas trascendentales» de Kant. Las
ideologías, según su concepto funcional, quedarán adscritas, desde Marx y Engels, no
ya a una mente (o a una clase distributiva de mentes subjetivas), sino a una parte de la
sociedad, en tanto se enfrenta a otras partes (sea para controlarlas, dentro del orden
social, sea para desplazarlas de su posición dominante, sea simplemente para definir una
situación de adaptación). Lo que caracteriza, pues, la teoría de Marx y Engels, frente a
otras teorías de las ideologías, es el haber tomado como «parámetros» suyos a las clases
sociales («ideología burguesa» frente al «proletariado»); pero también pueden tomarse
como parámetros a otras formaciones o instituciones que forman parte de una sociedad
política dada, profesiones (gremios, ejército, Iglesia). Y, asimimo, podrá ser un
«parámetro» la propia sociedad política («Roma», «Norteamérica», «Rusia») en cuanto
es una parte de la sociedad universal, enfrentada a otras sociedades políticas (y así
hablaremos de «ideología romana», «ideología yanqui», o «ideología soviética»). En
cualquier caso, el concepto de ideología debe ser coordinado con el concepto de
«conciencia objetiva» (conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una
conciencia sin «sujeto», sino en el sentido de una conciencia que viene impuesta al
sujeto en tanto éste está siendo moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser
desconectado del concepto de conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia
individual, perceptual, distinta y opuesta a la conciencia objetiva.
Poner a las ideologías en su contexto dialéctico es tanto como tratarlas desde una
perspectiva crítica, es decir, analizarlas en cuanto formaciones que tienen que ver con la
verdad y la falsedad, y no meramente, tratarlas desde una perspectiva psicológica, o

16
social-funcional. El mismo concepto de «falsa conciencia» es ya constitutivamente un
concepto crítico, pero al que, sin embargo, se le atribuyen unas referencias que se
suponen sometidas a una legalidad o necesidad del mismo orden que la necesidad que
Espinosa atribuía a la concatenación de las ideas inadecuadas y confusas. Pero con esto,
Marx y Engels han abierto problemas de fondo que ellos mismos ni siquiera tuvieron
tiempo de formular. Pues la idea de una «conciencia falsa» implica, desde luego, la idea
de «conciencia», y ni Marx ni Engels han ofrecido un análisis mínimo de esta idea.
Incluso han arrastrado usos mentalistas de la misma (como cuando Marx expone las
diferencias entre una abeja y un arquitecto diciendo que éste «se representa en su mente
la obra antes de hacerla»). No es posible, sin embargo, seguir adelante sin responder a
esta pregunta: ¿qué idea mínima de conciencia es preciso determinar para que pueda
alcanzarse su especificación de «falsa conciencia»?
No se trata, por tanto, partiendo del uso del concepto de «falsa conciencia» de regresar a
una definición convencional (tautológica, metafísica o mística) de conciencia del tipo
(a) tautológico: «Conciencia es darse cuenta de las cosas», como si ese «darse cuenta»
no fuera una simple paráfrasis del término «conciencia», o bien, (b) metafísico:
«Conciencia es la autopresencia del sujeto», como si «autopresencia del sujeto», fuese
un concepto legítimo dotado de alguna contrapartida precisa; o bien (c) místico:
«Conciencia es la voz íntima de mi ser», como si esto fuese algo más que una metáfora
sonora, la metáfora de «la voz de la conciencia» (sacralizada místicamente por quienes
apelan a ella al formular, por ejemplo, la «objeción de conciencia»). Y una vez
alcanzado este concepto general de «conciencia» fingir que se redefine la «falsa
conciencia» como una simple especificación de la conciencia, por el error. Pues la
cuestión estriba en comprender cómo la conciencia puede ser falsa. Si la conciencia
fuera autopresencia, cogito, ¿cómo podría haber una autopresencia falsa?; ¿no habría de
ser esa autopresencia siempre verdadera, de suerte que, de no tener lugar, más que de
falsa conciencia habría que hablar de no conciencia, de inconsciencia, de no
autopresencia? Pero la falsa conciencia es conciencia, no es inconsciencia; y no es mera
conciencia «equivocada» porque la conciencia verdadera también se equivoca y cae en
el error. Necesitamos pues, ante todo, una definición genérica de conciencia tal que, a
partir de ella, podamos entender, por desarrollo interno del concepto genérico, tanto la
especificación de la conciencia verdadera como la especificación de la conciencia falsa
—y todo ello, dentro de los contextos dialécticos de referencia. Especificaciones por la
verdad y falsedad (por tanto, «epistemológicas», críticas) que no han de confundirse con
las especificaciones morales (buena conciencia, mala conciencia, o mala fe), o
psicológicas (conciencia vigilante, somnolienta). Pero tampoco, cabe disociar todas
estas especificaciones de un modo absoluto. {CC 382-385}

Apropiaciones críticas: Williams y Hoggart en Punto de Vista

Ana Cecilia Olmos

USP

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En los años 80, la revista argentina Punto de Vista incorporaba al campo intelectual
argentino las teorías culturalistas inglesas, centrándose en dos de sus figuras fundantes:
Raymond Williams y Richard Hoggart. A partir del materialismo cultural propuesto por
estos autores, la revista buscaba cuestionar las definiciones idealistas y civilizadoras de
''cultura'' y restituir el sujeto, la experiencia y la historia al horizonte de una crítica
literaria por esos años encerrada en la autorreferencialidad estructuralista. Esta
incorporación del culturalismo inglés no dejaba de ser funcional a las posiciones críticas
que los intelectuales de la revista habían asumido tanto con relación a una izquierda
radicalizada y a los presupuestos anquilosados de un marxismo dogmático, como a una
práctica crítica académica de la que estos intelectuales de izquierda habían sido
expulsados. Propongo una lectura de esta apropiación teórica que Punto de Vista llevó a
cabo en el contexto de la democratización argentina.

Una revista de cultura

Punto de Vista afirma, desde su primer número, ser una ''revista de cultura'' y con esta
denominación asume la complejidad de un concepto cuya historia, plena de
controversias, ''vuelve a suscitar siempre la cuestión de su ámbito -amplio o restringido-
de pertinencia'' (ALTAMIRANO,1983,p.6). Sabemos que la modernidad colocó en un
primer plano este debate acerca de los límites del concepto de ''cultura'' cuya definición
pone en juego operaciones de diferenciación, evaluación y jerarquización de los
productos y de las significaciones de la dimensión simbólica de lo social. En este
sentido, la historia, la antropología y las ciencias sociales han abordado su definición,
una y otra vez, instalando una discusión teórica e ideológica que, lejos de resolver el
carácter conflictivo del término, aumentó su complejidad. Sin pretender deslindar estas
controversias, podemos decir, en primera instancia, que el concepto de ''cultura'' que
Punto de Vista delimita cuestiona cualquier definición idealista y civilizadora del
término. Esto es elocuente en el corpus de la publicación a partir del lugar destacado
que se le otorga a los representantes del culturalismo inglés. Adscriptos a una línea
teórica marxista, estos críticos habían dado lugar, en la década del 50, a una reflexión
materialista que desestimaba la cultura en tanto monumentos artísticos aislados y la
abordaba en tanto ''formación material, completa en sus propios modelos de producción,
efectos de poder, relaciones sociales, públicos identificables y formas de pensamiento
históricamente condicionadas'' (EAGLETON,1997, p.313). Los conocidos textos
seminales de Hoggart, Williams y Thompson habían sentado las bases de un nuevo
territorio disciplinario que problematizaba la idea de ''cultura'' al pasar del estudio de la
obra de arte como tal a otras dimensiones de lo social y cruzar el concepto con
cuestiones ideológicas y políticas (HALL, 1984, p.71-72). Esta ampliación del término
aportaba dos modificaciones fundamentales: por un lado, disolvía la polarización entre
alta y baja cultura en que se había centrado tradicionalmente el debate cultural, y, por
otro, diluía las distinciones tajantes entre lo económico y lo cultural que caracterizaban
a las concepciones totalizantes y objetivistas del marxismo ortodoxo. Ni elevado a la
categoría de ideal, ni reducido a la posición subalterna de ''superestructura'', este
concepto de ''cultura'' se resistía a reconocer cualquier tipo de jerarquía y, como
elemento constituyente de lo social, se definía por su interrelación con las lógicas de lo
político, lo económico y lo tecnológico. Con esta ''interacción radical'' (HALL,

18
1984,p.75) la vertiente culturalista inglesa inauguraba una línea disidente en el
materialismo marxista al negarse a ''atribuir a las relaciones de producción, a la 'última
instancia' de la estructura económica, mayor eficacia que a la cultura en la eterminación
de los procesos históricos'' (ALTAMIRANO, 1981, p.21). Es en este sentido que el
pensamiento de Williams se va a constituir en una de las matrices teóricas más
operativas del proyecto de Punto de Vista. En lo político, las ideas williamsianas
trazaban una línea divergente dentro del marxismo que no dejaba de estar acorde con las
posiciones críticas que los intelectuales de la revista habían asumido con respecto a una
izquierda radicalizada y a los presupuestos dogmáticos que habían dominado los
análisis de la cultura en las décadas anteriores. Por otro lado, ajeno a todo ''rigor
catequístico'' en el ámbito teórico, el culturalismo inglés permitía configurar una
reflexión crítica abierta y móvil que diluía las fronteras disciplinarias a favor de un
análisis que hacía de toda significación cultural un objeto intrincado, denso, atravesado
por las dimensiones políticas, económicas y tecnológicas de la sociedad.

Durante los años 80, Punto de Vista mantiene esta conceptualización de cultura que,
desde un materialismo cultural crítico ''juzga inseparables a las estructuras política,
estética, económica, institucional en tanto dimensiones de un proceso social-material
continuo, donde la producción de significados es una actividad básica y constitutiva''
(SARLO,1989,p.20). Sin embargo, al abordar la categoría de lo popular como una
dimensión otra del dominio simbólico de la sociedad, la revista se siente obligada a
señalar diferencias en la delimitación del objeto de estudio. Dice Sarlo:

Cuando las investigaciones se refieren a la cultura alta, de los sectores letrados, de las
elites, el objeto parece tener límites internos más o menos precisos: se trata de libros,
periódicos, programas, instituciones, ideas y sistemas, bienes, discursos y prácticas
estéticas, políticas, educativas, filosóficas; la familia, la vida cotidiana de estos sectores,
sus estrategias de vida constituyen otros tantos capítulos diferentes en la historia, la
antropología social o la sociología. Se reconoce en lo cultural dimensiones específicas
cuando se estudia a los sectores medios o a las elites. La clasificación se amplía, se
vuelve borrosa u omnívora cuando las investigaciones se diseñan en relación con la
cultura de los sectores populares: allí el objeto se construye de manera diferente y los
límites entre prácticas específicas parecen sometidos a un efecto de fundido. (SARLO,
1989, p.20)

Las palabras de Sarlo revelan una cierta incomodidad disciplinaria ligada a esa
dificultad de reconocer límites entre prácticas específicas en el ámbito de lo popular.
Dificultad inexistente cuando el objeto de estudio pertenece a la alta cultura. Los
análisis de corte antropológico de las clases populares de Hoggart y la sociología de las
elites y sus instituciones de Bourdieu, le sirven a Sarlo para identificar dimensiones
específicas dentro de los estudios de cultura y derivar de esta diferenciación paradigmas
que, de alguna manera, resuelven esa incomodidad. Ambos de base marxista, los
estudios culturales de matriz histórica y los de matriz sociológica se distinguen por el
hecho de negar o postular una diferencia entre el ámbito social general y la esfera
específica de la cultura. Si el culturalismo inglés exige un movimiento totalizador en la
reflexión que rechaza cualquier abstracción analítica que intente delimitar las prácticas
sociales, por el contrario, en los estudios de matriz sociológica, el arte, los productos de
la industria cultural o las instituciones de las elites disponen de un lugar diferenciado y,
para estudiar su funcionamiento, señala Sarlo, Bourdieu hizo uno de los aportes teóricos
más significativos al crear la categoría de ''campo intelectual''. Categoría que al definirse

19
como un sistema de fuerzas regido por leyes propias, le otorga a la esfera restringida de
lo cultural una relativa autonomía con relación al campo social global
(BOURDIEU,1967,p.182).

Esta aproximación a la abstracción analítica de Bourdieu le permite a Sarlo (1989, p.24)


definir el concepto de cultura como ''un conjunto de sistemas de comunicación,
ordenamiento, conocimiento, experimentación, creación: precisamente, un conjunto de
sistemas, y no un magma en el cual son ilegítimas las contraposiciones y las escisiones.
Que la cultura pueda ser vivida como un continuum no supone necesariamente que deba
ser descripta como tal'', afirma la autora. Y un paso más allá, esta definición la lleva a
señalar la necesidad de un giro epistemológico que, superando el movimiento
culturalista ''a lo Hoggart'', permitiese ''volver a pensar en términos que se hagan cargo
de un ordenamiento de prácticas y discursos''.

La demanda de este ordenamiento de prácticas y discursos en el campo cultural


encuentra su fundamento en un determinado criterio de ''valor'': ''Todo es cultura, lo
sabemos, pero en algunos de sus productos el investigador encontrará una condensación
significativa, simbólica y de valores más intensa que en otros'', sostiene Sarlo (1999,
p.283). Esta condensación significativa funciona como criterio valorativo en las
elecciones culturales de la autora quien, siguiendo la línea intelectual frankfurtiana,
reprueba la cultura de masas y define un soporte moderno para su sistema axiológico al
privilegiar toda estética de experimentación. En un debate sobre ''Literatura y valor'',
Sarlo explicitó este criterio al sostener que ''hay zonas muy fuertes del arte
contemporáneo que son zonas no representativas a la manera realista del siglo
diecinueve, pero /../ que organizan la experiencia contemporánea de manera densa,
formalmente interesante y significativa'' (1999,p.292). La experimentación estética es,
entonces, el principio por el cual Sarlo ''ordena'' el campo cultural y, aunque ella
reconoce este principio a partir del cual reorganiza el campo cultural, no deja de admitir
el relativismo de todo criterio de valor al señalar que, al igual que el ámbito de lo social,
todo sistema cultural, estético o específicamente literario se configura sobre un
''conflicto valorativo'' permanente (Sarlo,1999,p. 298).

Ahora bien, este relativismo que atraviesa el repertorio conceptual del culturalismo
inglés, parece desdibujarse en ese desplazamiento disciplinario por el cual Sarlo toma
distancia con la propuesta de Hoggart -que la colocaba frente a la cultura de las clases
populares- y apela a una autonomía y sistematización del campo cultural en los términos
de Bourdieu. Por supuesto, esto no deja de tener sus proyecciones en la sintaxis de la
revista. De hecho, en los años 80, Punto de Vista no releva problemáticas del ámbito
popular sino que se concentra en zonas de la cultura argentina que, como las
vanguardias, Borges o la revista Sur, habían sido históricamente estigmatizadas por las
lecturas reductivas de una izquierda radicalizada que había esquematizado el espacio
cultural al operar según dicotomías anquilosadas (nacional vs. cosmopolita; popular vs.
elitista).

El caso de la revista Sur (1931-1981) es, en este sentido, paradigmático. Punto de Vista
se detiene en este título y lo presenta como ''objeto de enconados debates ideológico-
culturales, que fundaron un mito por el cual la publicación y su grupo aparecen
alternativamente demonizados, como portavoces directos de la oligarquía, o defendidos,
como productores de la cultura moderna en la Argentina'' 1. Podríamos decir que
''desagregar'' (Sarlo,1983, p.3-5) estas lecturas cristalizadas y, de esta forma, devolverle

20
al espacio de la cultura argentina una heterogeneidad ideológico-política que le debe ser
inherente, es el propósito que moviliza la aproximación crítica de Punto de Vista a la
revista de Victoria Ocampo. Esta operación crítica sobre la revista Sur encuentra en la
categoría de ''campo intelectual'' de Bourdieu un instrumento de análisis idóneo en la
medida en que permite recortar ''el área social diferenciada en que se insertan los
productores y los productos de la cultura ilustrada'' (SARLO y ALTAMIRANO, 1993,
p.83) y, desde su rigor estructural, neutralizar los extremismos ideológicos que
impregnaron las lecturas anteriores.

A partir de este ejemplo, podemos afirmar que, durante los años 80, Punto de Vista se
detuvo con cierta preferencia en productos de la alta cultura que activaban categorías
teóricas y metodológicas que, como las de Bourdieu, reconocen la especificidad de las
prácticas sin perder de vista el conjunto que ellas constituyen. Si bien este aspecto de la
publicación pondría entre paréntesis la funcionalidad de una idea ampliada de ''cultura''
en el sentido hoggartiano dentro del corpus de la revista, esto no invalida ni le resta
potencialidad a la incorporación y difusión de las líneas teóricas inglesas que Punto de
Vista llevó a cabo en sus primeros años de aparición.

Avatares de la crítica

Presentar el pensamiento de Williams y Hoggart significaba, también, recuperar una


dimensión histórica para la reflexión literaria que había sido abandonada a cambio de un
discurso crítico que, enclaustrado en las aulas universitarias, postulaba la autonomía de
su objeto y multiplicaba hasta la exasperación sus relaciones internas.
(PANESI,2000,p.10). En efecto, el estructuralismo aspiraba a ''desnaturalizar'' ciertos
presupuestos literarios tradicionales y, en este sentido, llevó a límites extremos su
propósito al sostener que ''tanto el individuo como la sociedad no pasaban de
constructos regidos por ciertas estruturas profundas que se encontraban necesariamente
ausentes de nuestra conciencia'' (EAGLETON, 1997, p.301-302). De esta forma, la
crítica estructuralista eliminaba, drástica y definitivamente, al sujeto, la experiencia y la
historia de su horizonte de reflexión y se centraba en una hermenéutica cuya clave
interpretativa era, con exclusividad, el propio lenguaje. Desde la perspectiva
culturalista, esta hegemonía del estructuralismo en el campo de la crítica literaria no
dejaba de tener sus desviaciones ideológicas. En la entrevista que Punto de Vista le
realizara, Williams afirma que:

En ciertas situaciones privilegiadas de educación y de separación de la sociedad, poseer


una teoría que afirma que el análisis intelectual de un sistema autosuficiente es todo lo
que importa, y lo que es en verdad significativo es este sistema autosuficiente, debe sin
duda parecer tranquilizador, porque lo que en realidad configura una situación
distanciada y privilegiada se reviste de normalidad y parece estar más allá de todo
riesgo. Y creo que ésta es una de las razones de su popularidad académica. (SARLO,
1979,p.7)

En este lugar distante y garantizado de la reflexión teórica se había instalado la crítica


literaria de los ámbitos universitarios durante los años sesenta y permaneció durante la
década siguiente reduciendo ''la aparente complejidad del texto a un juego de
oposiciones maniquea''(PRIETO,1989,p.23). Así lo recuerda Adolfo Prieto al revisar el
ingreso y la difusión de los principios estructuralistas en el campo de la crítica literaria
argentina. En estrecha relación con el boom de la narrativa latinoamericana, el discurso

21
crítico del país se había sumado a las nuevas tendencias teóricas que postulaban la
autosuficiencia del discurso de y sobre la literatura. Prieto registra la adhesión a los
fundamentos estructurales en los textos analíticos que en los años setenta publicaron
Nicolás Rosa, Noé Jitrik, Jorge Lafforgue y Josefina Ludmer 2. Cuidadoso en el gesto de
recuperar textos cuyas premisas teóricas, para esa fecha, ya habían sido totalmente
desechadas por sus autores, Prieto (p.23) no deja de hacer la salvedad de que ''aunque
pocos reprocharon a los practicantes de la nueva crítica su distanciamiento de la
historia, muchos de estos practicantes se cuidaron muy bien de ignorarla por completo''
y, a seguir, señala cierta ''impaciencia que algunos neófitos empezaban a sentir por una
crítica que se autorecortaba en el universo textual''. De todos modos, aclara el autor, en
las universidades argentinas no tuvo eco el discurso polémico con que los primeros
europeos críticos del estructuralismo denunciaban el anti-historicismo de esta escuela.

Fue al margen del ámbito académico que algunos críticos literarios, ya expulsados de
una universidad intervenida por el gobierno militar, se hicieron cargo de ese malestar
que provocaba una crítica centrada en el inmanentismo textual y comenzaron a
emancipar su discurso de la coerción del modelo lingüístico. En efecto, es en la
producción de los mismos autores - Ludmer, Jitrik, Rosa - donde Prieto lee el pasaje a
una posición postestructuralista, en tanto ''variante que empieza a desinteresarse de la
persecución de las estructuras y que busca sustituir el rol del observador metódico,
distante, impersonal, por el del crítico que produce una escritura sobre la escritura del
texto analizado''3. Este pasaje del estructuralismo al postestructuralismo tiene en S/Z de
Barthes un título fundante al redefinir la labor del crítico como un trabajo de escritura
que explora sus propios procedimientos de significación. Prieto (p.25) recupera las ideas
barthesianas para explicar esta nueva modalidad crítica que, asumiendo la imposibilidad
de clausurar la palabra literaria, se incorporaba a un proceso de producción textual que
''desborda al que se ofrece como objeto original de análisis'', que ''no se apoya en las
certidumbres de un cientificismo despojado ahora de sus seculares premisas de
validación'' y que ''admite que por las grietas del viejo objetivismo se re-introduce el
sujeto como instancia productiva con su bagaje ideológico y su carga histórica''. Aunque
el autor reconoce los beneficios de esta desconfianza sobre el cientificismo en el campo
de la crítica literaria, no se deja seducir por estas nuevas trayectorias teóricas en las que
''la historia naufraga en la multiplicidad de discursos que cruzan en la orgía de los
significantes liberados''. Pensado con relación a la postmodernidad, para Prieto, el
postestructuralismo se distanciaba escépticamente tanto de los parámetros científicos
como del sentido progresivo de la historia, en síntesis, ''de los discursos legitimadores
con que la modernidad fundaba su utopía de liberación''.

En este sentido, la aproximación de Punto de Vista a la vertiente culturalista inglesa


puede leerse como una tentativa de revertir ese desalojo de la historia que habían
provocado las premisas estructurales (en sus dos versiones) y, también, como una
consecuencia de la insatisfacción que los intelectuales de la revista sentían ante los
límites disciplinarios del pensamiento francés. De esta forma, la revista buscaba
responder a una pregunta que, insistente, traía a discusión los alcances y límites de los
estudios literarios, así como los de su objeto. Preguntarse acerca de cómo leer la
literatura, en un momento en que ''los lenguajes de temporada de la ideología francesa''
imponían su presencia, significaba, en principio, cuestionar la autosuficiencia del texto
y, fundamentalmente, pensar a la literatura como una práctica discursiva inserta en el
marco más general de las prácticas significantes de la sociedad. Es posible visualizar en
los artículos de la revista la tensión que se establecía entre modalidades críticas que,

22
desde parámetros lingüísticos, enfatizaban los aspectos formales o estructurales del
discurso literario y aquellas otras que, al pensar la literatura desde aspectos menos
particulares y específicos, la ponían en relación con el sistema global de la cultura. Al
respecto Sarlo especifica que ''la cuestión de la crítica nos remite primero a una poética
y luego, con todas las articulaciones necesarias a una teoría de los productos artísticos y
culturales''(1978, p.3). Es en este sentido que la revista interviene en el debate sobre la
crítica literaria de esos años: denunciando la imposibilidad de pensar en una textualidad
absolutamente autorreferida. En una reseña de 1982, del libro de David Viñas,
Literatura argentina y realidad política, Sarlo destaca la pertinencia de una perspectiva
crítica que inserta el discurso literario en la trama social y lo atraviesa con los discursos
''de la ideología y, eventualmente, con las formas más explícitas de lo político''. Al leer
el texto literario dentro del texto social, Viñas construye un nuevo objeto,
''contaminado'', que, contra la asepsia estructuralista, exige un abordaje crítico que opera
por la ''mezcla''. Para Sarlo,Viñas lee desde una perspectiva histórica, sociológica y
política, pero en el sentido de Jameson (1992,p.15), ''no como método suplementario, no
como auxiliar opcional de otros métodos interpretativos /.../ sino como horizonte
absoluto de toda lectura y de toda interpretación''. Viñas ''habla de lo que importa'',
afirma taxativamente la autora y, recuperando el Barthes de las Mitologías, define en la
crítica de Viñas el deber ser de esta práctica: develar la supuesta naturalidad de las
significaciones tradicionales, desenmascarar su sentido histórico, su carácter de código
social.

Un año después, en 1983, Altamirano y Sarlo publicaban su libro Literatura/Sociedad


(1993, p.11) en el que desplegaban una variedad de perspectivas teóricas y
metodológicas plausibles de abordar esos términos en su ''relación'', no ''como entidades
recíprocamente externas, sino mutuamente implicadas''. Postulaban la necesidad de abrir
la reflexión a zonas menos especializadas del saber que pensasen a la literatura como
una práctica discursiva inserta en un juego de interrelaciones sociales y al discurso
teórico y crítico como una práctica significativa de carácter multidisciplinario.
Precisamente a esta diversidad de abordajes apunta la conceptualización de ''sociología
de la literatura'' que Punto de Vista usa en una época en que los estudios culturales aún
no habían dominado la escena disciplinaria. Entendida como un ''lenguaje inestable''
(GRAMUGLIO, 1983, p.12-16), heterogéneo y fragmentado, de límites difusos y zonas
superpuestas, esta ''sociología de la literatura'' se cruzaba con disciplinas diversas (desde
la filosofía a las ciencias sociales) componiendo un marco teórico heterodoxo que
intentaba dar cuenta del carácter heterogéneo de la trama textual, de su historicidad y de
la existencia del autor y el lector en tanto sujetos sociales imprescindibles al proceso de
producción literaria. Lejos de configurar sistema, esta propuesta trazaba recorridos
teóricos y metodológicos diversificados que desbordaban los límites específicos de la
crítica literaria. Resistir a modelos epistemológicos rígidos significaba, en los 80,
construir objetos ''contaminados'' y asumir abordajes críticos de ''mezcla'' que, desde
perspectivas históricas, sociológicas y políticas, cuestionasen la autonomía y la
especificidad de lo literario. Insistiendo en una concepción de la literatura como práctica
discursiva inserta en la trama social, Sarlo se preguntaba (1986,p.26), ''si la
fetichización del texto no ha producido discursos objetivantes más indiferentes a la
especificidad artística que algunas incursiones históricas y sociológicas''; y agregaba:

No todo lo que interesa saber sobre la literatura o el arte puede encontrarse de manera
exclusiva en las obras. Frente a ello sólo se me ocurren dos posibilidades: o declarar ese

23
interés ilegítimo o buscar también en otra parte. No es completamente ilusorio que
restos deleznables para una mirada puedan rendir su significación frente a otra.

BIBLIOGRAFIA

ALTAMIRANO, Carlos. ''Raymond Williams: proposiciones para uma teoría social de


la cultura''. Punto de Vista, 11, marzo-junio 1981.

------------------------------------''Algunas notas sobre nuestra cultura''. Punto de Vista, 18,


agosto, 1983.

BOURDIEU, Pierre. ''Campo intelectual y proyecto creador''. In. AAVV: Problemas


del estructuralismo. México: Siglo XXI, 1967.

EAGLETON, Terry. Teoria da Literatura: uma introdução. São Paulo: Martins Fontes,
1997.

GRAMUGLIO, María Teresa. ''Algunos libros de crítica literaria: una reflexión que no
cesa''.Punto de Vista, 19, diciembre 1983.

HALL, Stuart. ''Estudios Culturales: dos paradigmas''. Lima, Revista Hueso Húmero,
1984.

JAMESON, Fredric. O inconsciente político. A narrativa como ato socialmente


simbólico. São Paulo: Editora Ática, 1992.

PANESI, Jorge. ''Las operaciones de la crítica''. In: Alberto Giordano, María Celia
Vázquez (comp). Las operaciones de la crítica. Rosario, Beatriz Viterbo, 1998.

PRIETO, Adolfo. ''Estructuralismo y después''. Punto de Vista, 34, julio-septiembre


1989.

SARLO, Beatriz. ''¿Cómo leer literatura. Algunas consideraciones sobre el formalismo


norteamericano''. Punto de Vista, 2, mayo 1978.

------------------- ''Raymons Williams y Richard Hoggart: sobre cultura y sociedad''.


Punto de Vista, 6, julio 1979.

-------------------- ''La moral de la crítica''. Punto de Vista, 15, agosto –octubre 1982.

-------------------- ''Clío revisitada''. Punto de vista, 28, noviembre 1986.

------------------------ ''Lo popular en la historia de la cultura''. Punto de Vista, 35,


septiembre-noviembre 1989.

SARLO, Beatriz y Carlos Altamirano. ''Del campo intelectual y las instituciones


literarias''. In: Literatura/Sociedad. Buenos Aires: Edicial, 1983.

24
SARLO, Beatriz e Roberto Schwarz. ''Debate Literatura e Valor''. In: Ana Luiza
Andrade, Maria Lúcia de Barros Camargo e Raúl Antelo (orgs). Leituras do ciclo.
Florianópolis: Abralic/Chapecó: Grifos, 1999.

1 Estas son las palabras con que Punto de Vista presenta el dossier sobre la revista Sur,
en el número 17, de abril-junio 1983, que reúne los siguientes artículos: María Teresa
Gramuglio, ''Sur: constitución del grupo y proyecto cultural'', p.7-9; Beatriz Sarlo, ''La
perspectiva americana en los primeros años de Sur'', p.10-12; Jorge Warley, ''Un
acuerdo de orden ético'', p.12-14. Ver también: Beatriz Sarlo, ''Borges en Sur: un
episodio del formalismo criollo'', Punto de Vista, 16, noviembre 1982. María Teresa
Gramuglio, ''Sur en la década del 30; una revista política'', Punto de Vista, 28,
noviembre 1986, p.32-39.
2 Estos textos son: Nicolás Rosa, Crítica y ficción (1970); Noé Jitrik, El fuego de la
especie (1971), Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana (1969-1974) y Josefina
Ludmer, Cien años de soledad. Una interpretación (1970).
3 ibidem p.24. Este pasaje se registra en Onetti, los procesos del relato (1977) de
Josefina Ludmer, La memoria compartida (1982) y Los ejes de la cruz (1983) de Noé
Jitrik y Los fulgores del simulacro (1987) de Nicolás Rosa.

Altermundismo e ideología

Eugenio del Río

Resumen

La presencia e influencia de las ideologías socialistas en la segunda mitad del siglo XX


sigue un curso oscilante: declive en los años cincuenta, recuperación en los sesenta y
setenta, nuevo apagamiento a lo largo de los noventa. En la actualidad, se advierte un
resurgir, a pequeña escala, de las ortodoxias socialistas del siglo XIX, aunque bajo una
forma atenuada y fragmentada, y en combinación con ideas más jóvenes. Quedan
abiertos los interrogantes sobre las configuraciones ideológicas de los movimientos de
oposición en un próximo futuro.

--------------------

He de advertir, para comenzar, que en mi exposición, bajo el título de


globalización e ideología, me propongo examinar críticamente los derroteros tomados
por las ideas del movimiento de oposición al proceso de globalización capitalista.

A mi juicio, la cuestión posee especial importancia. Estamos ante una relación


de ida y vuelta. Las ideas de un movimiento reflejan sus capacidades y sus límites, pero,
a su vez, actúan sobre lo que un movimiento es. Una exigencia autocrítica específica en

25
el campo de las ideas es una vía imprescindible para mejorar lo que todo movimiento
pueda ser y hacer.

Antes de entrar propiamente en materia, haré referencia a los fenómenos


ideológicos observados en las décadas anteriores, para enmarcar históricamente el curso
actual. Sin volver la mirada atrás es difícil explicar lo que hoy tenemos ante la vista.

Influencia del marxismo en los años sesenta y setenta

Después de un agostamiento de las ideas radicales en la década de los cincuenta, los


años sesenta estuvieron marcados por una acusada efervescencia en la escena
internacional y por los conflictos sociales en bastantes países. A esa situación
correspondió el renacimiento de la ideología que había contado con más predicamento a
lo largo de la historia de la izquierda moderna, desde sus comienzos en la época de la II
Internacional, entre 1889 y 1914. Esta ideología fue el marxismo en sus diversas ramas.

Cuando digo renacimiento estoy aludiendo a dos aspectos diferentes.

Uno es su presencia en los ámbitos académicos, lo que quiere decir un aumento del
número de personas que se adherían al marxismo en diferentes disciplinas y un
incremento también de las obras que vieron la luz en esos años en las que se
manifestaban enfoques marxistas.

En este renglón hay que mencionar a los economistas marxistas norteamericanos


agrupados en la Monthtly Review: Paul Sweezy, Paul Baran, Harry Magdoff y otros; a
historiadores británicos como Edward Thompson, Christopher Hill, Eric Hobsbawm o
George Rude; a filósofos de prestigio como los alemanes de la Escuela de Francfort,
entre los que adquirió especial relieve en esos años Herbert Marcuse; a pensadores
como Louis Althusser y André Gorz, en Francia, Galvano della Volpe, Lucio Colletti y
Lelio Basso, en Italia, Raymond Williams, Ralph Miliband o Perry Anderson, uno de
los editores de la New Left Review, en Gran Bretaña, Manuel Sacristán, en España,
Ernest Mandel, en Bélgica, y muchos más.

Otro aspecto de este renacimiento fue la creciente influencia del marxismo en muchas
organizaciones activas en las luchas sociales. Aquí ya no se trataba de actividad
científica sino de la ideología marxista en sus diversas ramas. En este orden lo que
primaba era la producción de culturas de identificación por medio de ideas y creencias,
recuerdos y ritos, lenguaje, representaciones y leyendas.

Entre esas ramas pueden destacarse las siguientes.

En primer lugar, el marxismo soviético, cuyo bastión principal se encontraba en los


Gobiernos de los regímenes proclamados marxistas y en los partidos comunistas,
especialmente en los más próximos a la Unión Soviética.

En segundo término, el chino, que entró en conflicto con el anterior a comienzos de los
sesenta y que, aún compartiendo ideas muy importantes con él, se desmarcó en puntos
tales como el de las relaciones con los Estados Unidos, las formas de lucha que debían

26
emplearse para transformar las sociedades o la evaluación del papel desempeñado por
Stalin. Como expresión de la influencia del marxismo chino proliferaron en casi todo el
mundo grupos maoístas.

El trotskismo estaba a su vez dividido en varias corrientes internacionales, en general de


escasa implantación.

Aparte de esto, un marxismo más cercano al de la II Internacional, menos dogmático


que los anteriores y más moderado políticamente, seguía teniendo algún peso en el
interior de los partidos socialistas, a pesar de que varios de ellos estaban dejando ya de
identificarse como marxistas.

Con todo, cuando hablo de renacimiento, no estoy sugiriendo que el marxismo, o los
marxismos, en el plano académico o como ideologías de organizaciones y hasta de
Estados, procediera a una renovación o diera lugar a transformaciones importantes del
legado anterior. Fue un período constreñido por fuertes tendencias dogmáticas y
sectarias. Se podía admitir que el marxismo necesitaba ser ampliado, pero no que
tuviera defectos serios. Hay que recordar aquí las significativas palabras escritas por
Perry Anderson en 1976, aplicables a la inmensa mayoría de los marxistas: “No hemos
tomado con suficiente seriedad –escribió- la posibilidad de que en la herencia clásica
[marxista] haya elementos no ya que sean incompletos sino erróneos” (Consideraciones
sobre el marxismo occidental, 1976, Madrid, Siglo XXI, 1979, p. 136).

Cambio de signo en los años ochenta

Puede comprenderse esa reactivación del marxismo si se tiene en cuenta la notable


agitación en la escena internacional, en la que tuvieron lugar algunas revoluciones y en
donde permanecían activos importantes movimientos por la independencia nacional, a
lo que se agregó, en la segunda mitad de los años sesenta, la oposición en Estados
Unidos a la guerra en Vietnam, y, en el 68 y en el 69, las grandes movilizaciones de
Francia e Italia.

La conflictividad de esos años propició la formación de organizaciones anticapitalistas,


necesitadas todas ellas de una fuerte identidad ideológica. Casi todas volvieron la vista
hacia una u otra de las ramas del marxismo, el cual ofrecía un cuadro ideológico que se
adecuaba bien a las demandas de los nuevos grupos radicales. Los grandes problemas
mundiales parecían revalorizar un marco explicativo como el del marxismo, unificador
de una realidad dispersa, aparentemente capaz de armonizar las piezas del extremo
desorden reinante.

Durante los años setenta se mantuvo una acentuada presencia del marxismo en las
organizaciones situadas a la izquierda de los partidos socialistas. Pero, a lo largo de los
ochenta, empezó a dibujarse una nueva realidad. Daré unas breves pinceladas para
caracterizarla.

27
Primera: la débil respuesta de los partidos de izquierda y de la izquierda social, su
desorientación y su desmovilización frente a las políticas neoliberales trajeron consigo
una desmoralización en los ambientes de izquierda y un retroceso de las fuerzas
organizadas.

Segunda: entre quienes habían participado en las experiencias de los sesenta, una parte
se desplazó hacia otros horizontes. Abandonó los grupos a los que pertenecía, que en
bastantes casos se disolvieron sin más, y se comprometió con ideas y movimientos
nuevos. Los que alcanzaron más extensión fueron el feminismo y el ecologismo.

Lo mismo que en el anterior período de ebullición se habían generado abundantes y


enérgicas convicciones, en éste, de retroceso, se abrió un proceso de descreimiento.

El debilitamiento y la fragmentación ulteriores de la clase obrera, como consecuencia de


la crisis industrial y de las transformaciones neoliberales del mercado de trabajo,
asestaron un nuevo golpe a las expectativas de los años sesenta.

El derrumbe, en fin, de la Unión Soviética y de varios de los regímenes que la tomaron


como modelo minaron el credo marxista.

A comienzos de los años noventa, se batían en retirada dos piezas fundamentales de la


cultura anticapitalista y del marxismo. El mesianismo, por un lado, asociado al mito de
una clase obrera a la que se atribuía la misión histórica de emancipar a la humanidad, y,
por otro lado, un talante utópico, basado en la creencia de que se poseía un proyecto
consistente de transformación de la sociedad, proyecto que para muchas gentes estaba
encadenado, tan imprudente como tozudamente, al precario destino de la Unión
Soviética. El marxismo como ideología entraba en franco retroceso.

El giro de los años noventa

En los años noventa, si seguimos el hilo de las ideas del mundo social de la izquierda,
encontramos grandes novedades.

Por de pronto, hay que aludir a la expansión en las sociedades occidentales de unas
tendencias ideológicas alejadas de las grandes ideologías anteriores. Aunque siguen
teniendo peso ideas y valores fuertes, pierden crédito los grandes proyectos de
transformación social que habían tenido arraigo en el pasado; son rechazados los
procedimientos violentos en la acción política; interesa más el corto y el medio plazo
que el largo; se hace gala de realismo; cae la identificación con los partidos políticos;
gana prestigio la actividad social frente a la acción política institucional.

Curiosamente, la situación de esos años, siempre en relación con el mundo occidental,


evoca el diagnóstico que había hecho Daniel Bell a finales de los cincuenta cuando
habló del fin de las ideologías y defendió que las viejas ideologías del siglo XIX se
habían agotado (The End of Ideology, Glencoe, The Free Press, 1960).

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Todo esto tenía una vertiente generacional significativa. En los sectores de la población
más comprometidos socialmente, y siempre atendiendo al aspecto ideológico, se
verificó un notable deslindamiento entre generaciones. Muchas personas de cierta edad
seguían tomando como referencia las ideologías heredadas del siglo XIX, en tanto que
los jóvenes que participaban en actividades sociales solidarias desconocían las
tradiciones ideológicas de izquierda.

A mediados de la década de los noventa, las grandes ideologías socialistas del


XIX habían reducido en extremo su influencia y eran ignoradas por los jóvenes. Esto
puede afirmarse especialmente del marxismo, que fue la ideología socialista que había
alcanzado una mayor irradiación. Hacia la mitad de la década apenas encontraba refugio
en sectores muy minoritarios de personas de cierta edad y en los regímenes que hicieron
del marxismo su ideología de Estado.

Una primera mirada sobre las ideas

del movimiento antiglobalización

Simultáneamente, se fue gestando un nuevo movimiento internacional, al que se


acabaría llamando antiglobalizador, o por una globalización alternativa, o, más
recientemente, altermundista. Sus primeros pasos vinieron con la irrupción pública, en
1994, del movimiento zapatista y con la ola de solidaridad que suscitó en muchos
países. Las primeras grandes manifestaciones públicas de este movimiento tuvieron
lugar en la ciudad norteamericana de Seattle, en 1999.

Vaya por delante que se trata de un movimiento heterogéneo. Hay en él algunos


sectores más tradicionales y otros más innovadores; unos más radicales y otros más
moderados; más vinculados a ortodoxias anteriores y más alejados de ellas; más
inclinados a los marcos ideológicos de conjunto y más dados a horizontes ideológicos
limitados y parciales; hostiles a toda realidad político-institucional y partidarios de
transformar las instituciones actuales. Por todo ello, cuanto sigue apunta a hechos y
síntomas de cierta amplitud pero que no existen de una forma regular y homogénea ni
tienen la misma envergadura en las distintas corrientes del movimiento altermundista.

En el orden ideológico, sus elementos más apreciables, a mi parecer, se


desenvuelven casi siempre en una esfera crítica de naturaleza moral. Así, un elevado
sentido solidario e internacionalista; o la oposición a la primacía de la economía sobre
la sociedad y a la mercantilización de la vida social y del mundo; o la exigencia de la
anulación de la deuda de los países periféricos; o las denuncias de la especulación
financiera, de la desrregulación, de las políticas comerciales de las grandes potencias,
del consumismo, de la adoración de la competitividad o del productivismo ciego... En
este movimiento están muy arraigados valores tan necesarios como la solidaridad, la
igualdad, la paz, la participación democrática, la defensa del medio ambiente.

Un aspecto reseñable, y muy positivo, es el hecho de que no haya cuajado una


ideología rígida y pretendidamente completa del estilo de las del siglo XIX. Se observa,

29
por el contrario, un universo ideológico flexible, amplio y plural, que constituye uno de
sus mayores atractivos.

Junto a todo esto, y entre las facetas más características de este movimiento, hay
que constatar una paradógica convivencia entre un deseo de novedad y la latencia de
ideas ancladas en el pasado de la izquierda. Señalaré dos que, en mi opinión, resultan
muy significativas.

En el movimiento alterglobalizador tiene alguna fuerza una representación del mundo


en la que todo queda integrado en un sistema unificado, del que forman parte dos
campos: el reaccionario, imperialista, contrario a la humanidad (el imperio, el sistema,
el mercado, las grandes instituciones económicas internacionales y las multinacionales,
que se describen como si constituyeran un todo sin fisuras), y el campo contrario. Según
esa percepción, la unidad entre los enemigos de la humanidad es tan resistente que los
conflictos entre ellos carecen de especial relevancia.

A veces tenemos la impresión de hallarnos ante una reedición de la teoría de los


dos campos, el del imperialismo y el de la paz y la democracia, que patrocinó la Unión
Soviética durante el período de la guerra fría. La vuelta de una teoría del mundo
dividido en dos campos lleva a incluir a quienes nos oponemos a la política
norteamericana, a la británica y a la española, en la medida en que España tenga algo
parecido a una política exterior propia, a ser incluidos en el mismo campo al que
pertenecen demócratas tan consistentes como Ben Laden o Sadam Hussein.

Por otro lado, si estuviéramos ante un imperio sin fisuras, ¿cómo explicar los
conflictos generados tras el 11 de septiembre entre Estados Unidos y sus socios más
fieles, por un lado, y Francia, Alemania y Rusia, por otro?

Asimismo, las concepciones más extendidas en el movimiento adolecen de cierto


economicismo. Esto tiene una doble dimensión: la primera es la de la representación del
mundo, según la cual las causas de los desastres sociales, ecológicos y de todo orden,
son económicas, quedando en un plano muy relegado los factores políticos, estratégicos,
religiosos o culturales. Y tiene también una dimensión política: los agentes que
determinan el rumbo del mundo y contra los que deberían concentrarse las luchas
sociales son económicos: las multinacionales y las grandes instituciones económicas
internacionales, como si los Estados, en general, hubieran dejado de desempeñar un
papel relevante.

El 11 de septiembre y el curso posterior pusieron de relieve los límites de las


concepciones economicistas, tan extendidas en el movimiento antiglobalizador. El
proceso abierto entonces subrayó los defectos de un enfoque simplista que ve los
asuntos mundiales guiados por una fuerza motriz fundamental y ordenados por un
principio organizador único, lo que se concreta en una percepción típicamente
economicista y en una composición rígidamente bipolar, que focaliza la conflictividad
internacional en la esfera económica, y que no tiene debidamente en cuenta ni la
imbricación de las cuestiones económicas con los problemas territoriales, políticos y
estratégicos, ni la pluralidad de agentes que determinan el estado del mundo.

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En términos generales, uno de los principales talones de Aquiles del nuevo movimiento
es su fragilidad teórica y política. Con frecuencia, el análisis de la realidad debe más a
los supuestos ideológicos que un trabajo teórico exigente.

Hay que decir que, en cualquier caso, cuanto estoy señalando no se da de la misma
forma o en el mismo grado en todos los sectores de este nuevo movimiento. Se trata de
un movimiento muy heterogéneo, que está lejos de constituir un todo unificado.

Componentes del movimiento contra


la globalización capitalista

Para poder interpretar lo dicho hasta aquí y para entender mejor la dinámica ideológica
del movimiento, puede ser útil que nos detengamos unos momentos a examinar su
composición. No aludiré a sus anillos exteriores, esto es, a los amplios sectores que
participan del estado de opinión que encarna este movimiento pero que no están
presentes en sus organizaciones más específicas. Me referiré tan solo a las tendencias
ideológicas que se manifiestan en su parte más organizada y movilizada en las
actividades propias de este movimiento.

En ese núcleo organizado se pueden distinguir tres estilos ideológicos o tres formas de
abordar la cuestión ideológica. Pese a lo insatisfactorio que resulta cortar un
movimiento como éste en rebanadas, más todavía si son sólo tres, creo que puede
merecer la pena simplificar la realidad para ahondar mejor en su dinámica.

En primer lugar, observamos a sectores variados –encabezados por personas de


cuarenta, cincuenta o sesenta años- que, al menos en su acción pública, ni se identifican
con las ideologías del siglo XIX ni las discuten. Quizá para no violentar la pluralidad
existente y por razones de eficacia se centran en promover determinados objetivos que,
generalmente, tienen un carácter preciso y localizado en un terreno específico. Éste es
el modo de operar, por ejemplo, de Vía Campesina, de Atacc y de numerosas
organizaciones no gubernamentales.

Ni estas organizaciones ni sus líderes se muestran directa y abiertamente


comprometidos en la tarea de criticar las ideologías del pasado o de auspiciar nuevos
cuadros ideológicos.

En el movimiento antiglobalización encontramos, en segundo lugar, a sectores juveniles


muy diversos que tienen un peso importante en las movilizaciones. Desde el punto de
vista ideológico, muestran unas características poco definidas. Se mueven por valores
morales y por grandes ideales poco precisos; a veces también por objetivos muy
concretos y parciales. No enlazan con las tradiciones de izquierda. Ante las ideologías
más hechas (marxismo, anarquismo), ideologías que, por lo demás, no conocen, se
muestran distantes y un tanto neutrales. Ni las aprueban ni las desaprueban. En algunos
casos preconizan una fusión de lo bueno de unas y otras.

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Hay, en tercer lugar, un sector extremadamente heterogéneo de miembros o antiguos
miembros de partidos comunistas, de organizaciones de extrema izquierda, de
simpatizantes con el Gobierno cubano, de integrantes de pequeños grupos anarquistas y
autónomos, que se identifican con alguna de las grandes ideologías de la izquierda.

Este tercer sector no es homogéneo tampoco en el plano generacional. Hay


mayores y hay jóvenes, entre estos últimos bastantes que se han adherido a una de estas
ideologías durante el período de existencia del movimiento antiglobalización. Por
supuesto, tal adhesión no implica la asimilación de un amplio cuerpo de ideas. Supone
más bien sumarse a unas pocas ideas y proclamar una fe que permite sustentar una
identidad personal y pertenecer a un universo colectivo.

Tiempos ideologizados

En este último período, que es el actual, se advierte una creciente ideologización.

Entiendo por ello un aumento de la temperatura ideológica; un incremento del


peso de las grandes composiciones ideológicas en la vida social, en las relaciones
políticas y en la política internacional; una exacerbación de la lucha ideológica entre
partidos y gobiernos; una mayor presencia de los prejuicios ideológicos a la hora de
definir políticas y de tomar grandes decisiones. Esto es lo que sucede desde finales de
los ochenta y lo que se ha agravado desde hace dos años, tras el 11 de septiembre.

Pero, para precisar el cuadro en relación con los movimientos antiglobalización, ha de


agregarse que se trata de una mayor ideologización marcada por las ideologías del
pasado.

En unos casos nos hallamos ante la reafirmación de una fidelidad al marxismo que ya
existía anteriormente pero que en los años noventa había permanecido aletargada y a la
defensiva y que hoy se reanima.

En otros muchos casos advertimos la presencia de viejas ideas expresadas


frecuentemente bajo nuevas formas. No es una vuelta en bloque y explícita al
marxismo, o al anarquismo, que también hace acto de presencia en este proceso. No es
que los miembros de este movimiento pasen a proclamarse en masa marxistas o
anarquistas; es algo bastante diferente. La adhesión explícita al marxismo o al
anarquismo sigue siendo en este período cosa de pequeñas minorías. El revival más
extendido es más parcial, disperso e indirecto. Se puede describir como una creciente
influencia de viejas concepciones propias de la ideología marxista más elemental.

Se opera, así, un proceso ideológico de marcha atrás, esto es, la adopción acrítica
de elementos inservibles de las ideologías anteriores, proceso del que muchos de los
jóvenes que lo encarnan no son conscientes pues la debilidad de su cultura teórica e
histórica les hace ver como nuevas ideas bastante rancias.

Tentativa de explicación de la actual ideologización

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¿Por qué se registra esa ideologización en los últimos años?

Respecto a este punto, esbozaré un par de notas explicativas.

Constatamos que estamos en un período en el que han madurado los problemas que nos
agobian desde hace un cuarto de siglo: la inestabilidad económica, el debilitamiento de
las funciones sociales de los Estados, la reestructuración laboral, fuente de inseguridad
y de fragmentación, la pobreza en el mundo, la ausencia de políticas de inmigración
adecuadas a la magnitud del problema…

El 11 de septiembre ha venido a agravar esta situación y a despertar a demonios


que se hallaban dormidos.

Habitamos desde entonces un mundo más incierto e inquietante, dominado por


fuertes tensiones. En tiempos de tensión se propende más fácilmente a una mayor
ideologización, los análisis se ven envueltos en un clima más apasionado, se abren los
arsenales de las palabras cargadas de dramatismo. Esto ocurrió en vísperas de la Primera
Guerra Mundial y de la Segunda; o durante el período de la guerra fría, desde finales de
los años cuarenta, que fue antes que nada una guerra ideológica; también en los años
sesenta, las tensiones sociales e internacionales estimularon fenómenos de intensa
ideologización. El comienzo del siglo XXI no es una excepción.

Dentro de esta corriente ideologizadora de carácter general, ocupa un lugar


destacado el actual Gobierno norteamericano, fuertemente impregnado de una ideología
ultrancista que alienta una percepción errónea del marco internacional y que empuja en
la más disparatada de las direcciones la llamada guerra contra el terrorismo.

Y en esta contienda, como en todas, los adversarios se influyen mutuamente. El


adversario, encarnado en nuestros días por el Gobierno norteamericano, ha caído
víctima de una fiebre exageradamente ideológica, lo que ha propiciado una mayor
ideologización de sus enemigos.

Hasta aquí, la ideologización del presente. Veamos ahora algunas de las razones que
explican que ese proceso adquiera las características de un retorno ideológico.

Algunos por qués del actual retorno

En primer término ha de evocarse la debilidad teórica de las tradiciones de


izquierda de las que brota el movimiento contra la globalización capitalista.

El amplio sector de jóvenes al que he hecho referencia más que evaluar


críticamente el marxismo lo ha ignorado. Este desconocimiento, y la debilidad de su
conciencia histórica, en general, han facilitado que se tomaran como valiosas y como
nuevas ideas poco consistentes que venían de a un lejano pasado. El sector de la gente

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de más edad, más tradicional en sus ideas, desea muchas veces que el marxismo o
algunas de sus aportaciones vuelvan a un primer plano. Este último sector ha venido
viendo con recelos la reflexión autocrítica respecto a las ideas recibidas y asumidas
como propias que hemos impulsado algunas corrientes minoritarias de la izquierda. El
desconocimiento de unos y la falta de sentido autocrítico de otros explican algo de esta
reaparición si no ya del marxismo, sí al menos de destacadas ideas marxistas o
paramarxistas.

Otro elemento explicativo hace referencia a las necesidades ideológicas que la


existencia misma del movimiento antiglobalización ha originado. La acción social
dispersa y muchas veces puramente local en la que se emplearon muchos jóvenes en los
años noventa no suscitaba estas necesidades. El nuevo movimiento, por el contrario,
tiene una dimensión internacional y aborda problemas de enorme magnitud, ha de
actuar en un panorama en el que se libran grandes batallas, frente a grandes enemigos y
en un vasto terreno de operaciones. Este movimiento precisa de un dispositivo
ideológico más ambicioso, de una imagen del mundo, de los conflictos en curso y de las
fuerzas en presencia, así como de una identificación ideológica que contribuya a
cohesionarlo.

Pero, en tercer lugar, el movimiento mismo apenas posee recursos para crear un
sustrato ideológico sin los defectos de los anteriores. Los movimientos nuevos suelen
tropezar con grandes dificultades para producir unas ideas a la medida de sus
necesidades. Es ésta una cruda realidad muchas veces observada: en períodos de calma
surgen pocas ideas avanzadas nuevas y, cuando surgen, arraigan difícilmente; la
demanda es escasa. Por el contrario, en tiempos de mayor movilización, la elaboración
de ideas nuevas es insuficiente: cuesta encontrar el tiempo para elaborar y discutir; la
prioridad está en la acción. Como sentenció irónicamente Alain, "¿Por qué pensar
cuando se puede actuar?" (Propos impertinents, 1906-1914, París, Fayard, 2002, p. 16).

De ahí que, en estas últimas circunstancias, lo que ocurre más frecuentemente es


que un nuevo movimiento adopte ideas viejas, o, por decirlo de otro modo, elija entre
diferentes ideas viejas, aunque dándoles con frecuencia un baño de novedad.

En este caso es exactamente lo que ha sucedido: se han tomado prismas


pretéritos para mirar la realidad actual. El peruano Aníbal Quijano es uno de los pocos
intelectuales de izquierda que ha acertado a verlo y que se ha atrevido a formularlo con
claridad, cuando, comentando el II Foro Social de Porto Alegre, aludió críticamente al
retorno de una ortodoxia actualizada, la de la vulgata marxista, e interpretó ese retorno
como el recurso de quienes no tienen otros medios de los que echar mano y han de
atender las necesidades ideológicas con los recursos disponibles (Entrevista con Ivonne
Trías, Brecha, mayo de 2002). A falta de capacidad creativa, repetición de lo viejo.

***

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He tratado de resumir, aunque de forma apretada, mi apreciación sobre lo que el
movimiento altermundista representa, no ya en tanto que realidad práctica sino como
fuerza ideológica.

¿Cabe esperar cambios importantes en este plano en los años próximos? ¿Se activará
una mayor creatividad y un mayor sentido crítico y autocrítico? Soy de la opinión de
que hay que andar con pies de plomo al pronosticar algo en terrenos tan resbaladizos
como éste.

Lo que puedo hacer, acaso, es precisar más los problemas añadiendo nuevos
interrogantes.

¿Conoceremos nuevas obras de autores nuevos o viejos que no se conformen con los
caminos trillados y que se atrevan a someter a crítica la herencia recibida?

¿Se desarrollará entre los jóvenes de este movimiento esa inquietud teórica que hasta
ahora apenas se ha manifestado?

Las respuestas que la vida vaya dando a estas preguntas nos permitirán apreciar no sólo
si otro mundo es posible sino también en qué medida otro movimiento altermundista es
posible.

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