nació en Miranda de Avilés el 2 de noviembre de 1846, en una casa de labranza (sus padres, Manuel Menéndez Álvarez y María Menéndez, eran labradores modestos) en la que unos sencillos azulejos conmemoran aquel hecho, que hasta el momento había sido normal pero que con el tiempo sería histórico: «Aquí nació / José Menéndez / El rey de la Patagonia / II-XI-MDCCCXLVI». No deja de ser pintoresco que el único nombre en minúsculas del azulejo sea el del conmemorado; que «Menéndez» no lleve acento parece ser más llevadero. José Menéndez era el segundo hijo de un matrimonio que llegó a tener siete. Sus hermanos se llamaban Manuela, Alejandro, Teresa, Celestino, Florentino y Francisco. Cuando la familia era numerosa (y lo era casi siempre) y las tierras escasas, había que ver cómo se dividía la herencia. Entre los hidalgos rurales, después del mayorazgo a alguno de los hermanos se le destinaba a las armas y a otro al servicio del altar, y a las hijas se las casaba lo mejor que se pudiera. Entre los campesinos, a uno de los hijos (probablemente, al más espabilado) se le enviaba a América, en aquellos tiempos en que resurgía con fuerza la leyenda del oro de las Indias, que en realidad era plata. Pero es inexacto y exagerado suponer que quienes emigraban lo hacían impulsados por la necesidad extrema y aún por el hambre, como han asegurado espontáneos lectores de novelas lacrimógenas. El que embarcaba, no escapaba del hambre exactamente. Para cruzar el océano había que pagar el billete en el barco, y para ello era imprescindible sacar el dinero de alguna parte: de la venta de un prado o de una vaca, o bien de un compromiso con el prestamista: y es obvio que los prestamistas no prestan a los que nada tienen: vean ahora los bancos. José Menéndez pasó los primeros años haciendo la vida habitual de un muchacho de Santo Domingo de Miranda. Allí aprendió a leer y un buen día, 4 de noviembre de 1860, los catorce años recién cumplidos, abandonó la casa para emprender desde Avilés la aventura de las Indias lejanas. El barco se llamaba «La Francisca», y al cabo de cuatro meses le desembarcó en La Habana, que era el destino de la mayoría de los emigrantes. Cuba era la gran plataforma situada delante del continente americano: allí ensayaba el joven recién llegado sus posibilidades. Algunos -los más- se quedaban en Cuba; otros pasaban al continente, la mayoría a México o a Centroamérica. Había que tener mucha curiosidad y sed de aventura y ganancia para aventurarse más allá de los mares, hacia la Cruz del Sur. Menéndez se estableció en La Habana como dependiente de una joyería, en la que trabajó durante seis años. Es posible que durante este tiempo aprendiera por su cuenta a hablar francés e inglés. Pero como escribe Ramón Gómez de la Serna en una brevísima y curiosísima biografía del indiano, «don José Menéndez, aún habiendo ganado el aprecio de la firma en que trabajaba, quería adentrarse más en otro hemisferio, y empleado de una casa de cereales de Chile, un día bajó al sur fueguino y al pasar por el estrecho de Magallanes se enamoró de aquella magnífica soledad que vio llena de posibilidades como en un sueño profético». Por cuenta de la firma Etchart, Menéndez bajó al Sur, a hacerse cargo de un cargamento de cereal retenido en el puerto chileno de Valparaíso. Durante el viaje, el barco hizo escalas en Montevideo y Punta Arenas; al pasar por el estrecho de Magallanes, Ramón Gómez de la Serna pone en su recuerdo un par de versos estruendosamente ripiosos de Alonso de Ercilla, aquel capitán poeta que cantó en octavas reales el heroísmo de los araucanos a los que contribuyó a derrotar y destruir: «Magallanes, Señor, fue el primer hombre / que, abriendo este camino, le dio nombre». Aquel había de ser, en lo sucesivo, uno de los escenarios de José Menéndez, el cual, con el tiempo, se encaró con el navegante portugués levantándole un monumento de tú a tú. Se encuentra, pues, Menéndez, en otro hemisferio y al otro lado del continente americano, el que se asoma al océano Pacífico, un mar inédito para él, porque, a pesar de su inmensidad, el Atlántico es el mar que baña las costas de Asturias, aunque le llamen Cantábrico (o, a la manera inglesa, golfo de Vizcaya). Y aquí se produce un episodio confuso. Menéndez desembarcó en la extrema Punta Arenas, a donde fue en un barco de guerra de la Armada argentina, para cobrar unas deudas por cuenta de un Luis Piedra Nueva y ese dinero cobrado fue la piedra angular de su fortuna. El asturiano, en el extremo sur del mundo (tan solo otro poblado más al Sur, y después el mar y la nada; o los hielos de la Antártida, si se prefiere, en los que Poe situó una blanca figura gigantesca y fantasmagórica). Gómez de la Serna, el gran Ramón con mayúsculas, fija en pocas palabras la épica de este aventurero: «Establecido don José Menéndez en Punta Arenas, en el revuelo geológico que allí se ha formado, con archipiélagos, islas de desolación y bahías inútiles, comenzaron a oírse con mayor persistencia las aserradurías, y las grandes hayas se precipitaron en ese saludo que hay en su solemne caída, como si hiciesen la venia al hombre emprendedor. Era la hora de las grandes pepitas de oro en las playas, un oro marino que provocó la ambición de los hombres, la hora de la cacería de lobos marinos que producen las pieles de lustre, la hora de crear con todo eso la ciudad. Aparecen los primeros barcos propios, de velas fuertes y emprendedoras, y don José Menéndez manda traer de Montevideo ladrillos para hacer su casa de material. Frente a la casona posible en un lejano Avilés, surge esta casona en el clima terrible, en el remoto confín». Previamente, durante su estancia en Buenos Aires, donde trabajó como tenedor de libros en una ferretería, contrajo matrimonio el año 1873 con María Behety, hija de franceses y mujer con alma de pionera. Por lo general, los indianos se casan al regreso a la patria, por lo que las mujeres tienen muy poca importancia en su épica. No es el caso de María Behety, sin cuyo empuje no hubiera sido posible la aventura con su esposa y sus dos hijos, Josefina y Alejandro. Punta Arenas tenía entonces 1.145 habitantes. Menéndez la engrandeció e impulsó poderosamente. Construyó cuarenta y dos edificios, almacenes, depósitos y hasta un teatro. Su casa comercial, en la que se vendía cualquier cosa que pudiera resultar útil en un mundo de «pioneros», no tardó en convertirse en la más importante de aquellos rumbos. El clima atmosférico era rudo y la tierra dura. Para colmo, en 1877 se produce un motín en la prisión donde estaban confinados presos peligrosos, porque siempre se buscaron lugares desiertos para mantener apartados a delincuentes que no tenían arreglo. En esta ocasión se unieron los presos y la tropa de línea que los guardaba, y sin más saquearon Punta Arenas y asaltaron los almacenes y el comercio de Menéndez. Durante el tiroteo que se produjo, María Behety resultó herida de un balazo cuando buscaba refugio en una casa vecina. Mas Menéndez no se desanimó ni retrocedió. Consiguió en Valparaíso los créditos suficientes y las mercaderías necesarias para volver a abrir el comercio, y como escribe un cronista bonaerense: «Desde aquel día en que por segunda vez volvieron a abrirse las puertas del establecimiento saqueado por los temibles forajidos que guardaba dentro de sus muros el presidio de Punta Arenas, se aprendió a respetar a don José Menéndez...». Pero Menéndez, entonces, no quiere reducirse a comerciante. Barrunta que aquellas inmensas tierras despobladas son buenas para la ganadería, más fracasa con la crianza de vacas en Cabo Negro, a 30 kilómetros de Punta Arenas, por lo que prueba con el ganado lanar que trae de las islas Malvinas hasta el año 1880 en goletas. Con ovejas pone a funcionar el rancho de San Gregorio, que llegó a albergar 130.000 cabezas. El éxito le impulsa a fundar nuevas estancias, y cuando la tierra chilena le queda chica, se establece en tierra argentina. Los problemas fronterizos entre ambas repúblicas australes no fueron impedimento para los negocios de Menéndez, que llegó a reunir en Punta Arenas a los presidentes de Chile y Argentina, ofreciéndose como mediador en las dificultades diplomáticas entre ambos. Con el velero «Rayo» y el vapor «San Gregorio» inició el cabotaje en las costas pavorosas de la Tierra del Fuego y del estrecho de Magallanes. No detallaremos sus otros negocios: Importadora y Exportadora de Patagonia, Compañía Frigorífica Argentina, casas bancarias, transportes por tierra y mar... En 1912 la línea de la Patagonia con los vapores «Asturiano», «Argentino» y «Atlántico». Y un buen día, al borde del mundo, le levanta un monumento al primer europeo que había mirado aquellas costas: «A Magallanes. De José Menéndez». Porque si arduo fue cruzar por primera vez el estrecho, no lo fue menos conquistar la tierra. Murió en Buenos Aires, de 73 años. Ramón le proclama «fundador de ciudades y bancos».