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Antonio de Orbe
Apenas llegamos a Cala salada, tuve la sensación de que diez días de
vacaciones veraniegas iban a ser muchos para un pueblo tan pequeño.
Poblado más que pueblo, con una hilera de casa en la misma arena y
una carretera tras la segunda fila de casas, Cala salada tenía un hotel,
dos chiringuitos, tres restaurantes y quinientas almas en verano. En
invierno quedaba reducido a una veintena de habitantes y uno de los
dos chiringuitos que abría los fines de semana.
Una vez aparcado el coche, que no habría de moverse más que una vez
en todas las vacaciones, descargamos nuestras cosas en la pequeña
habitación del hotel “Las olas” donde dormiríamos los cuatro y nos
lanzamos a explorar el pueblo. Tiramos piedras al mar, caminamos,
cenamos y después de beber varias cañas y una botella de tinto entre
mi mujer y yo y de comer las niñas sendos helados, la sensación de
lugar pequeño disminuyó y me pareció que a base de vino, unas
carreritas matinales, mucho sol, baños en la playa y algún polvo
hurtado a la vigilancia de las niñas, podríamos pasarlo bien. Bastaría
que las niñas encontraran unas amiguitas para disfrutar de un descanso
bien merecido.
Y sí. Las niñas encontraron una amiguita muy pronto. No fue en una
cala próxima ni en un apartamento al otro lado de la playa. A la
mañana siguiente de nuestra llegada, cuando, bajando a desayunar,
nos disponíamos a abandonar nuestra habitación, la nº 14, una niña
salió corriendo de la habitación nº 16 y gritó entusiasmada el nombre
de mi hija pequeña. Vaya, que afortunados éramos, en la habitación
contigua a la nuestra pasaba sus vacaciones Laurita, compañera de
colegio de Irene.
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presentaciones. Eran Mateo y Merche. Traían a la tata, una
colombiana llamada Celia, que les ayudaba con la niña y compartía
habitación con ella. Cuando terminamos de desayunar y mientras
tratábamos de que las niñas hicieran algo de deberes, Mateo nos invitó
a dar una vuelta en su barca. Es uno de los pocos entretenimientos que
hay en Cala salada, me dijo. En una hora nos vemos, voy a preparar la
barca. Celia, acompáñeme, dijo a la tata. Por alguna razón que no
comprendí, Mateo siempre trataba a la tata de usted.
Las niñas casi no hicieron trabajo alguno, excitadas como estaban por
la presencia de su amiga Laurita. Merche se fue y reapareció a la hora,
lista para la excursión en barca. En apenas diez minutos, estábamos
todos en el extremo de la playa, dispuestos a embarcarnos. La barca
era en realidad una zódiac de dimensiones reducidas. Mateo no era
joven y estaba claro que necesitaba una ayuda para entrar y salir del
mar. Celia y yo echamos una mano para pasar la barrera de olas y
después de un buen remojón el motorcillo nos empujó mar a dentro. A
Mateo, Merche, Laurita y Celia. A mi mujer mis hijas y a mí. Y a dos
colosales neveras sin las cuales está prohibido embarcarse.
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sensual, de formas opulentas aunque no desmesuradas, era el
grumetillo en las operaciones marítimas del señorito. Merche era
totalmente irreflexiva en su locuacidad sin control. Ella fue la que nos
informó de su situación familiar. Era sin embargo, según ella decía,
muy independiente de Mateo, por lo que siempre viajaban de dos
coches. Si a ella se le ponía entre ceja y ceja, cogía el coche y se
marchaba. Menuda era.
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de mi hija entonando un aterrador “Laurita” respondido por esta o bien
era ella la que nos sorprendía invocando el nombre de mi hija.
Además de coincidir en el pueblo, lo hacíamos en el desayuno, la
comida, la cena y a la hora de ir a dormir. Eso sí, ellos disfrutando de
las habitaciones 16 y 18 mientras nosotros cuatro nos hacinábamos en
la 14.
Por lo demás, el lugar tenía sus atractivos. Por la mañana, antes de que
el sol pegase duro, corría hacia el interior, ya que la playa era
demasiado corta. En mi carrerita, pronto salía del pueblo y tomaba el
camino hacia el cementerio. El paisaje era pedregoso y desértico, pero
con la fresca tenía su encanto. Luego, desayuno, deberes de las niñas,
y si no estábamos obligados a disfrutar del paseo en barca, íbamos de
incógnito a la playa a bañarnos. El mar era azul y transparente como
he visto pocos y con ayuda de unas gafas de buceo, perseguíamos
pececillos y encontrábamos cáscaras de erizos de mar. Comida con
vino, siesta, más playa y, agradeciendo la llegada de la oscuridad en
esos días tan largos y soleados, después de vestir nuestras mejores
galas ya estábamos listos para la cena. Una rutina agradable que sólo
se veía interrumpida por el afán comunicativo de nuestros vecinos.
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viento agitando las velas y los patines hendiendo el agua. La
navegación era exigente y apenas teníamos tiempo para hablar,
ocupados como estábamos en el gobierno del barco. Navegamos al
borde de nuestras posibilidades y de las del barco y en un par de
ocasiones nuestros esfuerzos fueron insuficientes y volcamos.
Adrizamos de nuevo el barco y a pesar del susto y de algún que otro
moratón, volvimos a la playa radiantes de felicidad.
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habitación, consideré que Merche no estaría esperándome y me decidí
a salir. Abrí con cuidado la puerta, miré hacia las escaleras y pensando
que el camino estaba libre salí de la habitación. Apenas había
franqueado la puerta cuando unos ruidos procedentes del nº 18
llamaron mi atención. Me volví esperando un nuevo ataque de
Merche, pero lo que vi me extrañó aún más. En el quicio de la puerta,
sin disimulo alguno, Mateo, el capitán, besaba apasionadamente a
Celia, el grumetillo. Después de unos tórridos achuchones, la puerta
del 18 finalmente se abrió dejando entrar a los amantes. Sin tiempo
para reaccionar, bajé las escaleras con precipitación y cogiendo a mi
mujer del brazo tiré con fuerza para alejarnos del hotel.
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aquel inoportuno, inesperado, inevitable y escandaloso estado y
Merche, dándose perfecta cuenta, asió mi miembro y lo agitó mientras
me susurraba al oído: lo ves, cariño, lo ves.
Por fin las vacaciones acabaron sin más percances y pudimos volver a
casa. El camino era largo y mi mujer y yo nos turnamos al volante. En
un tramo en el que ella conducía, sonó el móvil. Era Laurita que
quería hablar con Irene. Tras unos instantes Irene me pasó el móvil.
Temí lo peor, pero no podía colgar sin dar explicaciones de modo que
sostuve un momento el aparato junto a mi oído y antes de colgar me
dio tiempo a escuchar el torrencial discurso de Merche recordándome
el beso en el pasillo del hotel, lo embarazoso de mi situación, sé como
te encuentras, decía, aún no te atreves, pero lo superaremos, te pongo a
cien, bien lo sabes, y en cuanto lo pienses, vendrás a mí, no tienes
remedio y aunque ahora me cuelgues, volveremos a vernos, además sé
que llevas a las niñas al colegio, sé tu nº de teléfono, conozco tus
costumbres y tus horarios, se dónde cómo y cuándo encontrarte...