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Filosofía en la ciudad
Óscar Brenifier

La idea que me rondaba desde siempre era


la de iniciar al gran público en la filosofía,
llevar la filosofía a cada uno. Estaba
convencido de que, como yo, todo el que
descubriera a Platón quedaría enamorado
de él. Me parecía aberrante que una
actividad tan vital, tan fundamental para el
ser humano, que se relacionaba con la
comprensión del mundo y el sentido de la
existencia, quedara reservada para una
elite académica y erudita. De forma que,
una vez terminado mi doctorado en
filosofía en la Sorbona, decidí lanzar “el
gran proyecto”: introducir la filosofía en la
ciudad.

Con mi esposa y colaboradora, fuimos a llamar a las puertas de los ayuntamientos


proponiendo a los responsables culturales la organización de talleres de filosofía, lo mismo
que los que ya existían de teatro, yoga o tejido. Los habitantes de la comunidad podrían
venir semanalmente a discutir sobre diferentes temas y descubrir grandes autores. Nos
miraron más bien extrañados, las preguntas que nos plantearon nos hicieron comprender
que sospechaban fácilmente que queríamos fundar una nueva secta o que pretendíamos
presentarnos a las elecciones.

Esto ocurría antes de que llegara la moda de los cafés filosóficos que iba a cambiar la
situación y a banalizar un poco la idea de una actividad filosófica popular. Por casualidad o
por intervención de la providencia, una elegida acababa de llegar de un viaje a Grecia: aún
motivada por el recuerdo de Sócrates, dio su aprobación. De este modo se creó nuestro
primer taller filosófico, el primer hito de esta empresa filosófica.

Algunos años después, nuestra hija mayor entraba en la escuela de párvulos. Propuse a la
dirección animar sesiones regulares de filosofía con los niños en los diferentes niveles,
entre tres y cinco años, algo que realmente nunca antes había hecho.

Tras obtener el permiso de la inspectora local, me lancé a esta nueva aventura, interesante,
pero no siempre fácil. Era necesario inventar diferentes técnicas para invitar a los niños a
concentrarse y escuchar. Pronto descubrí hasta qué punto un innato sentido de la lógica
aparecía muy pronto en el niño en contra de lo que se suele creer. Pero también descubrí
hasta qué punto existen diferencias entre los distintos niños según el contexto familiar y
sociocultural. Especialmente entre los alumnos iniciados en una cultura de discusión y los
demás alumnos.

Recuerdo a esos alumnos a los que preguntaba y que me


miraban como si fuera marciano porque no daba órdenes, no prohibía nada, no regañaba.
Estaban asombrados y turbados al ver que solo intentaba saber qué pensaban. Para estos,
una palabra tan solo podía tener sentido dentro de un marco utilitario e inmediato en el que
el adulto debe necesariamente imponer su autoridad amenazadora.

También fueron mis primeros intentos de formar a los profesores en la práctica filosófica.
“Nos pide que cambiemos de sombrero”, dijo un día una de ellas; pues pasar de la
afirmación a la pregunta, de la postura de un profesor omnisciente a la práctica de la
pregunta abierta, era un auténtico problema. Es difícil convertirse en un ignorante.

Al final del año, redacté un informe en el que ponía de manifiesto diferentes obstáculos
pedagógicos, lo que hizo que cayera sobre mí el rayo de la inspectora del lugar, que me
acusó de dudar de sus profesores. Afortunadamente, hubo otros que no lo entendieron del
mismo modo y enseguida vinieron muchas oportunidades para desarrollar y poner en
marcha la práctica de la filosofía con los niños.

Por diferentes razones me invitaban, sobre todo, a trabajar con las clases difíciles. Entre mis
recuerdos imperecederos hay uno de una clase muy problemática. Buena parte de los
esfuerzos del taller consistía en hacer que los alumnos reflexionaran sobre sí mismos,
enseñarles a cuestionarse. El interés era llevar la filosofía hasta sus límites, examinar la
capacidad de ese arte para trabajar el ser, para invitar al sujeto a un cuerpo a cuerpo consigo
mismo.

Una de tantas mañanas en la que los alumnos estaban un tanto excitados uno de ellos
insultó a otro en voz alta. Impresionado por las palabras escribí en el encerado “Kevin, (u
otro nombre) es un coñazo” y el nombre del autor de esa invectiva. Luego le pedí a este
último que suministrara las pruebas de su acusación. Muy sorprendido, tan solo pudo
tartamudear, pero otros tomaron su puesto rápidamente, ya fuera para probar que Kevin era
un coñazo, ya para demostrar que, por el contrario, no era ese el caso, lo cual duró una
hora.
Cuando uno de los argumentos estaba en un estado avanzado lo examinábamos para
determinar si estaba o no claro, si era o no apropiado, sensato o no. Se trataba de hacer un
análisis y un juicio, y tuve la impresión de que esa clase nunca había estado tan tranquila y
concentrada. Al final de la sesión tanto Kevin como su acusador parecían satisfechos y
sorprendidos.

Sin haberlo previsto, algo importante había


ocurrido ese día. Una cierta inversión de valores, tal y como recomienda Nietzsche para
favorecer la higiene mental. Una toma de distancia habitual frente a la palabra. Abstraerse
de repente de los esquemas establecidos y de las reflexiones condicionadas para permitir la
articulación de un pensamiento vigoroso.

No siempre nos damos cuenta de ese efecto anestésico, incluso catastrófico, de las reglas en
vigor y de la moral establecida en perjuicio de su necesidad. El profesor testigo de este
audaz ejercicio no dejó de expresar sus reticencias, sobre todo a propósito de la inscripción
de una frase tan dudosa en el encerado. Gesto, sin duda, percibido como una trasgresión
simbólica de lo sagrado.

Muchos años después, mis obras de filosofía para niños se publican en una treintena de
lenguas; me invitan a animar seminarios en los cuatro puntos del mundo. Al escribir esto
me encuentro extraño porque tengo la impresión de que no he hecho nada de particular Y
cada vez que entro en una clase, cuando entro en un lugar, en cualquier país, con
interlocutores de cualquier edad, tengo la impresión de que toda la filosofía se alegra una
vez más en ese momento, una especie de doble o nada en el que todo se puede ganar o
perder.

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