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UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA

J.D. Salinger

En el hotel había noventa y siete publicitarios


neoyorquinos, y monopolizaban las líneas
telefónicas de larga distancia de tal manera que la
chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el
mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero
no perdió el tiempo. En una revista femenina de
bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido...
o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una
mancha de la falda de su traje beige. Corrió un
poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los
dos pelos que acababan de salirle en el lunar.
Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi
había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión
de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la
pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo
meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó
en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la
ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono.
Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta
llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de
seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en
el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida
desde...
-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te
llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás
bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos
de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se
mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente,
y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis,
¿papá hizo arreglar el auto?
-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una
risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste.
Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó
de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado
rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no
había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo
había leído. -¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo
que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo.
Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma...
nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en
busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo,
exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese
asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos
sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de
alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una
posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo
juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es
que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente
a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo
la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo
en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría
viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado
aquí. -Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado,
jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido.
Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo.
Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es
que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté.
La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos
en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba
emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la
mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un
bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la
abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de
nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo
así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber
todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas
podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban
antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a
los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a
algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una
flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra...
quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la
arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere
tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo
otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes.
¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-.
¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate
quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus
omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y
tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo
canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez
años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando
se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora
Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a
ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa
y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir
un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a
los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose
del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven
estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de
su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una
salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de
Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto.
Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil
saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el
pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el
mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que
me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres
saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como
almohadón. -Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y
dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto
verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los
dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo
Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo
derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y
tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado.
No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de
recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo
que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul
eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la
toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida
plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con
la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio
que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más
que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común
y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia
adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca
de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres
saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche
-se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas
feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora
canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho
molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni
grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer
el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito
más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y
la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate
de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen
peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?,
he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y
llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta
centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no
pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del
pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos.
-Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo.
El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios
de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente
en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y
comentó: -Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde
del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto
del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo.
Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo,
trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según
instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta
de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se
puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta
enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo
con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que
mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía
a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta
una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos
y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo.
Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con
la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.

(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión
see more glass (ver más vidrio).
MUEBLES “EL CANARIO” Felisberto Hernández

La propaganda de estos muebles me tomó des-


prevenido. Yo había ido a pasar un mes de vaca-
ciones a un lugar cercano y no había querido en-
terarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando
llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma
noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien
temprano y un poco malhumorado por lo que me
había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y
me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo.
Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi
saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues
mi camisa era de manga corta. Entre las perso-
nas que andaban por el pasillo hubo una que de
pronto me dijo:
-Con su permiso, por favor...
Y yo respondí con rapidez:
-Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrie-
ron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de
pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con
algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir
“es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo
una gorda que iba en otro asiento decía:
-Después a mí.
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la je-
ringa dijo:
-¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi
cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complaci-
da. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe
de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles “El
Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme
al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un for-
tificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de
una propaganda.” Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy
cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que
no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a
lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía
no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad
de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfer-
medad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera
contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en se-
guida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
-Hola, hola; transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las perso-
nas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la
luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que
aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí
a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de
los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
-Como primer número se transmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad,
pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de
mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto
me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en que-
jarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama
volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en
la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar
qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo
tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en
mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto
miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyec-
ciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pre-
gunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado
hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:
-¿No le agrada la transmisión?
-Absolutamente.
-Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
-Horrible -le dije.
Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más
el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me
dijo:
-Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no
le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.
-¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
-Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Mi sillón querido”, soneto compuesto
especialmente para los muebles “El Canario”.
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
-Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara
honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más
que se vendan las tabletas.
Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
-Venga el peso.
Y después que se lo di agregó:
-Dese un baño de pies bien caliente.
LA MULTITUD Ray Bradbury

EL SEÑOR SPALLNER se llevó las manos a la


cara.
Hubo una impresión de movimiento en el aire,
un grito delicadamente torturado, el impacto
y el vuelco del automovil, contra una pared,
a través de una pared, hacia arriba y hacia
abajo tomo un juguete, y el señor Spallner fue
arrojado afuera.
Luego.. . silencio.
La multitud llegó corriendo. Debilmente,
tendido en la calle, el señor Spallner los oyó
correr. Hubiera podido decir que edad tenían y de que tamaño eran todos ellos, oyendo
aquellos pies numerosos que pisaban la hierba de verano y luego las aceras cuadriculadas
y el pavimento de la calle, trastabillando entre los ladrillos desparramados donde el auto
colgaba a medias apuntando al cielo de la noche, con las ruedas hacia arriba girando aún
en un insensato movimiento centrífugo.
No sabía en cambio de dónde salía aquella multitud. Miró y las caras de la multitud se
agruparon sobre él, colgando allá arriba como las hojas anchas y brillantes de unos
árboles inclinados. Era un anillo apretado, móvil, cambiante de rostros que miraban hacia
abajo, hacia abajo, leyéndole en la cara el tiempo de vida o muerte, transformándole la
cara en un reloj de luna, donde la luz de la luna arrojaba la sombra de la nariz sobre la
mejilla, señalando el tiempo de respirar o de no respirar ya nunca más.
Qué rápidamente se reúne una multitud, como un iris que se cierra de pronto en el ojo,
pensó Spallner.
Una sirena. La voz de un policía. Un movimiento. De la boca del señor Spallner cayeron
unas gotas de sangre; lo metieron en una ambulancia. Alguien dijo — ¿Esta muerto?
— Y algun otro dijo: —No, no está muerto.
Y el señor Spallner vio más allá en la noche, los rostros de la þaultitud y supo mirando esos
rostros que no iba a morir. Y esto era raro. Vio la cara de un hombre, delgada, brilllante,
pálida; el hombre tragó saliva y se mordió los labios. Había una mujer menuda también,
de cabello rojo y de mejillas y labios muy pintarrajeados. Y un niño de cara pecosa. Caras
de otros. Un anciano de boca arrugada; una vieja con una verruga en el mentón. Todos
habían venido . . . ¿de dónde? Casas, coches, callejones, del mundo inmediato sacudido
por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de
la nada.
Las gentes miraron al señor Spallner y él miró y no le gustaron. Había algo allí que no
estaba bien, de ningún modo. No alcanzaba a entenderlo. Esas gentes eran mucho peores
que el accidente mecánico.
Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. E1 señor Spallner podía ver los rostros
de la gente, que espiaba y espiaba por las ventanillas. Esa multitud que llegaba siempre
tan pronto, con una rapidez inexplicable, a formar un círculo, a fisgonear, a sondear, a
clavar estúpidamente los ojos, a preguntar, a señalar, a perturbar, a estropear la intimidad
de un hombre en agonía con una curiosidad desenfadada.
La ambulancia partió. El señor Spallner se dejó caer en la camilla y las caras le miraban
todavía la cara, aunque tuviera cerrados los ojos.

Las ruedas del coche le giraron en la mente días y días. Una rueda, cuatro ruedas, que
giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas. El señor Spallner sabía que algo no
estaba bien. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de
los pies y la curiosidad. Los rostros de la multitud se confundían y giraban en la rotación
alocada de las ruedas.
Se despertó.
La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso.
—¿Cómo se siente? —le preguntó el médico.
Las ruedas se desvanecieron. El señor Spallner miró alrededor.
—Bien, creo.

Trató de encontrar las palabras adecuadas. Acerca del accidente.


—¿Doctor?
—¿Si?
—Esa multitud. . . ¿Ocurrió anoche?
—Hace dos noches. Está usted aquí desde el jueves. Todo marcha bien, sin embargo. Ha
reaccionado usted. No trate de levantarse.
—Esa multitud. Algo pasó también con las ruedas. Los accidentes. . . bueno, ¿traen
desvaríos?
—A veces.
El señor Spallner se quedó mirando al doctor.
—¿Le alteran a uno el sentido del tiempo?
—Si, el pánico trae a veces esos efectos.
—¿Hace que un minuto parezca una hora, o que quizá una hora parezca un minuto?
—Si.
—Permitame explicarle entonces. —El señor Spallner sintió la cama debajo del cuerpo,
la luz del sol en la cara. — Pensará usted que estoy loco. Yo iba demasiado rápido, lo
sé. Lo lamento ahora. Salté a la acera y choqué contra la pared. Me hice daño y estaba
aturdido, lo sé, pero todavía recuerdo. La multitud sobre todo. —Esperó un momento
y luego decidió seguir, pues entendió de pronto por qué se sentía preocupado. — La
multitud llegó demasiado rápidamente. Treinta segundos después del choque estaban
todos junto a mi, mirándome. . . No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de
la noche.
—Le pareció a usted que eran treinta segundos —dijo el doctor—. Quizá pasaron tres o
cuatro minutos. Los sentidos de usted . . .
—Si, ya sé, mis sentidos, el choque. ¡Pero yo estaba consciente! Recuerdo algo que lo
aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas del coche
allá arriba. ¡Cuando llegó la multitud las ruedas todavía giraban!
El médico sonrió.
E1 hombre de la cama prosiguió diciendo:
—¡Estoy seguro! Las ruedas giraban giraban rápidamente. Las ruedas delanteras. Las
ruedas no giran mucho tiempo, la fricción las para. ¡Y éstas giraban de veras!
—Se cofunde usted.
—No me confundo. La calle estab desierta. No había n alma a la vista. Y luego el accidente
y las ruedas que giraban aún y todas esas caras sobre mí, en seguida. Y el modo cómo me
miraban. Yo sabía que no iba a morir.
—Efectos del shock —dijo el médico alejándose hacia la luz del sol.

El señor Spallner salió del hospital dos semanas más tarde. Volvió a su casa en un taxi.
Habían venido a visitarlo en esas dos semanas que había pasado en cama, boca arriba,
y les había contado a todos la historia del accidente y de las ruedas que giraban y la
multitud. Todos se habían reído, olvidando en seguida el asunto.
Se inclinó hacia adelante y golpeó la ventanilla.
—¿Qué pasa?
El conductor volvió la cabeza.
—Lo siento, jefe. Es una ciudad del demonio para el tránsito. Hubo un accidente ahí
enfrente. ¿Quiere que demos un rodeo?
—Sí. No. ¡No! Espere. Siga. Echemos una ojeada.
El taxi siguió su marcha, tocando la bocina.
—Maldita cosa —dijo el conductor—. ¡Eh, usted! ¡Sálgase del camino! —Sereno:— Qué
raro. . . más de esa condenada gente. Gente alborotadora.
El señor Spaliner bajó los ojos y se miró los dedos que le temblaban en la rodilla.
—¿Usted también lo notó?
—Claro —dijo el conductor—. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el
muerto fuera la propia madre.
—Llegan al sitio con una rapidez espantosa —dijo el hombre del asiento de atrás.
—Lo mismo pasa con los incendios o las explosiones. No hay nadie cerca. Bum, y un
montón de gente alrededor. No entiendo.
—¿Vió alguna vez algún accidente de noche?
El conductor asintió.
—Claro. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud.
Llegaron al sido. Un cadáver yacía en la calle. Era evidentemente un cadáver, aunque no
se lo viera. Ahí estaba la multitud. Las gentes que le daban la espalda,
mientras él miraba el taxi. Le daban la espalda. El señor Spallner abrió la ventanilla y casi
se puso a gritar. Pero no se animó. Si gritaba podían darse vuelta. Y el señor Spallner
tenía miedo de verles las caras.

—Parece como si yo tuviera un imán para los accidentes —dijo luego, en la oficina.
Caía la tarde. El amigo del señor Spallner estaba sentado del otro lado del escritorio,
escuchando—. Salí del hospital esta mañana y casi en seguida tuvimos que dar un rodeo
a causa de un choque.
—Las cosas ocurren en ciclos —dijo Morgan.
—Deja que te cuente lo de mi accidente.
—Ya lo oí. Lo oí todo.
—Pero fue raro, tienes que admitirlo.
—Lo admito. Bueno, ¿tomamos una copa?
Siguieron hablando durante una media hora o más. Mientras hablaban, todo el tiempo,
un relojito seguía marchando en la nuca de Spallner, un relojito que nunca necesitaba
cuerda. El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras.
Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Morgan asintió
con un rnovimiento de cabeza, se asomó a la ventana y miró hacia abajo.
—¿Qué te dije? Cielos. Un camión y un Cadillac color crema. Si, si.
Spallner fue hasta la ventana. Tenia mucho frío, y mientras estaba allí de pie se miró el
reloj pulsera, la manecilla diminuta. Uno dos tres cuatro cinco segundos —gente que
corria— ocho nueve diez once doce —gente que llegaba corriendo, de todas partes—
quince dieciséis diecisiete dieciocho segundos —más gente, más coches, más bocinas
ensordecedoras. Curiosamente distante, Spallner observaba la escena como una explosión
en retroceso: los fragmentos de la detonación eran succionados de vuelta al punto de
impulsión. Diecinueve, veinte, veintiún segundos, y allí estaba la multitud. Spallner. los
señaló con un ademán, mudo.
La multitud se había reunido tan rápidamente.
Alcanzó a ver el cuerpo de una mujer antes que la multitud lo devorase.
—No tienes buena cara —dijo Morgan—. Toma. Termina tu copa.
—Estoy bien, estoy bien. Déjame solo. Estoy bien. ¿Puedes ver a esa gente? ¿Puedes ver
la cara de alguno?
Me gustaría que los viéramos de más cerca.
—¿A dónde diablos vas? —gritó Morgan.
Spallner había salido de la oficina. Morgan corrió detrás, escaleras abajo,
precipitadamente.
—Vamos, y rápido.
—Tranquilízate, ¡no estás bien todavía!
Salieron a la calle. Spallner se abrió paso entre la gente. Le pareció ver a una mujer
pelirroja con las mejillas y los labios muy pintarrajeados.
—¡Ahí! —Se volvió rápidamente hacia Morgan.— ¿La viste?
—¿A quién?
—Maldición, desapareció. Se perdió entre la gente.
La multitud ocupaba todo el sitio, respirándo y mirando y arrastrando los pies y moviéndose
y murmurando y cerrando el paso cuando el señor Spallner trataba de acercarse. Era
evidente que la pelirroja lo había visto y había huido.
Vio de pronto otra cara familiar. Un niño pecoso. Pero hay tantos niños pecosos en el
mundo. Y, de todos modos, no le sirvió de nada, pues antes que el señor Spallner llegara
allí el niño pecoso corrió y desapareció entre la gente.
—¿Está muerta? —preguntó una voz—. ¿Está muerta?
—Está muriéndose —replicó alguien—. Morir antes que llegue la ambulancia. No tenían
que haberla movido. No tenían que haberla movido.
Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban
mirando hacia abajo, hacia abajo.
—Eh, señor, no empuje.
—¿A dónde pretende ir, compañero?
Spallner retrocedió, y sintió que se caía. Morgan lo sostuvo.
—Tonto rematado. Todavía estás enfermo. ¿Para qué diablos has tenido que venir
aquí?
—No sé, realmente no lo sé. La movieron, Morgan, alguien movió a la mujer. Nunca hay
que mover a un accidentado en la calle. Los mata. Los mata.
—Si. La gente es asi. Idiotas.
Spallner ordenó los recortes de periódicos.
Morgan los miró.
—¿De qué se trata? Parece como si todos los aceidentes de tránsito fueran ahora parte
de tu vida. ¿Qué son estas cosas?
—Recortes de noticias de choques de autos. y fotos. Míralas. No, no los coches —dijo
Spallner—. La gente que está alrededor de los coches. —Señaló.— Mira.
Compara esta foto de un accidente en el distrito de Wilshire con esta de Westwood. No
hay ningún parecido. Pero toma ahora esta foto de Westwood y ponla junto a esta otra
también del distrito de Westwood de hace diez años. —Mostró otra vez con el dedo.—
Esta mujer está en las dos fotografias.
—Una coincidencia. Ocurrió que la mujer estaba allí en 1936 y luego en 1946.
—Coincidencia una vez, quizá. Pero doce veces en un período de diez años, en sitios
separados por distancias de hasta cinco kilómetros, no. —El señor Spallner extendió sobre
la mesa una docena de fotografías.— ¡Está en todas!
—Quizá es una perversa.
—Es más que eso. ¿Cómo consigue estar ahí tan pronto luego de cada accidente? ¿Y
cómo está vestida siempre del mismo modo en fotografías tomadas en un período de
diez años?
—Que me condenen si lo sé.
—Y por último, ¿por qué estaba junto a mi la noche del accidente, hace dos semanas?

Se sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos.


—¿Qué has hecho? ¿Comprar un servicio de recortes de periódicos mientras estabas en el
hospital? —Spallner asintió. Morgan tomó un sorbo. Estaba haciéndose tarde. En la calle,
bajo la oficina, se encendían las luces.— ¿A qué lleva todo esto?
—No lo sé —dijo Spallner; excepto que hay una ley universal para los accidentes. Se juntan
multitudes. Siempre se juntan. Y como tú y como yo, todos se han preguntado año tras
año cómo se juntan tan rápidamente, y por qué. Conozco la respuesta. Aquí está.
—Dejó caer los recortes.— Me asusta.
—Esa gente . . . ¿no podrían ser buscadores de sensa—
ciones escalofriantes, ávidos perversos a quienes complace la sangre y la enfermedad?
Spallner se encogió de hombros.
—¿Explica eso que se los encuentre en todos los accidentes? Notar s que se limitan
a ciertos territorios.
Un accidente en Brentwood atraer a un grupo. Uno Huntington Park a otro. Pero hay
una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones.
—No son siempre las mismas caras, ¿no es cierto? —dijo Morgan.
—Claro que no. Los accidentes también atraen a gente normal, en el curso del tiempo.
Pero he descubierto que estas son siempre las primeras.
—¿Qui‚nes son? ¿Qué quieren? Haces insinuaciones, pero no lo dices todo. Señor, debes
de tener alguna idea. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mi sobre ascuas.
—He tratado de acercarme a ellos, pero alguien me detiene y siempre llego demasiado
tarde. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a
algunos de sus miembros. Me ven llegar.
—Como si fueran una especie de asociación.
—Algo tienen en común. Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión
o en los avatares de una guerra, o en cualquier demostración pública de eso que llaman
muerte. Buitres, hienas o santos. No sé que son, no lo sé de veras. Pero ir‚ a la policía esta
noche. Ya ha durado bastante. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer esta tarde. No
debían haberla tocado. Eso la mató.
Spallner guardó los recortes en una valija de mano. Morgan se incorporó y se deslizó
dentro del abrigo. Spallner cerró la valija.
—O también podría ser. . . Se me acaba de ocurrir.
—¿Qué?
—Quizá querían que ella muriese.
—¿Y por qué?
—¿Quién sabe. ¿Me acompañas?
—Lo siento. Es tarde. Te veré mañaana. Que tenga suerte. —Salieron juntos.— Dale mis
saludos a la policía. ¿Piensas que te creerán?
—Oh, claro que me creerán. Buenas noches.
Spallner iba con el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente.
—Quiero llegar —se dijo—, vivo.
Cuando el camión salió de un callejuela lateral directamente hacia él, sintió que se le
encogía el corazón pero de algún modo no se sorprendió demasiado.
Se felicitaba a sí mismo (era realmente un buen observador) y preparaba las frases que
les diría a los policías cuando el camión golpeó el coche. No era realmente su coche, y
en el primer momento esto fue lo que más lo preocupó. Se sintió lanzado de aquí para
allá mientras pensaba, qu‚ verguenza, Morgan me ha prestado su otro coche unos días
mientras me arreglan el mío y aquí estoy otra vez. El parabrisas le martilló la cara. Cayó
hacia atrás y hacia adelante en breves sacudidas. Luego cesó todo movimiento y todo
ruido y sólo sintió el dolor.
Oyó los pies de la gente que corría y corría. Alargó la mano hacia el pestillo de la portezuela.
La portezuela se abrió y Spallner cayó afuera, mareado, y se quedó allí tendido con la
oreja en el asfalto, oyendo cómo llegaban. Eran como una vasta llovizna, de muchas
gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra.
Esperó unos pocos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débilmente,
expectante, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.
Podía olerles los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y aspira el
aire que otro hombre necesita para vivir. Se apretaban unos contra otros y aspiraban
y aspiraban todo el aire de alrededor de la cara jadeante, hasta que Spallner trató de
decirles que retrocedieran, que estaban haciéndolo vivir en un vacío. Le sangraba la
cabeza. Trató de moverse y notó que a su espina dorsal le había pasado algo malo. No
se había dado cuenta en el choque, pero se había lastimado la columna. No se atrevió a
moverse.
No podía hablar. Abrió la boca y no salió nada, sólo un jadeo.
—Denme una mano —dijo alguien—. Lo daremos vuelta y lo pondremos en una posición
más cómoda.
Spallner sintió que le estallaba el cerebro.
—¡No! —¡No me muevan!
—Lo moveremos —dijo la voz, como casualmente.
—¡Idiotas, me matarán, no lo hagan!
Pero Spallner no podía decir nada de esto en voz alta, sólo podia pensarlo.
Unas manos le tomaron el cuerpo. Empezaron a levantarlo. Spallner gritó y sintió que
una náusea lo ahogaha. Lo enderezaron en un paroxismo de agonía.
Dos hombres. Uno de ellos era delgado, brillante, pálido, despierto, joven. El otro era
muy viejo y tenía el labio superior arrugado.
Spallner había visto esas caras antes.
Una voz familiar dijo: —¿Está . . . está muerto?
Otra voz, una voz memorable, respondió:
—No, no todavía, pero morir antes que llegue la ambulancia.
Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. Spallner
chilló histéricamente ante el muro estólido de caras. Estaban todas alrededor, jueces y
jurados con rostros que había visto ya una vez.
En medio del dolor, contó las caras.
El niño pecoso. El viejo del labio arrugado. La mujer pelinoja, de mejillas pintarrajeadas.
Una vieja con una verruga en la mejilla.
Sé por qué están aquí, pensó Spallner. Están aquí como están en todos los accidentes.
Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen
que morir. Por eso me levantaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que seguiría vivo
si me dejaban solo.
Y así ha sido siempre desde el principio de los tiempos, cuando las multitudes se juntaron
por vez primera. De ese modo el asesinato es mucho más fácil. La coartada es muy simple;
no sabían que es peligroso mover a un herido. No querían hacerle daño.
Los miró, allá arriba, y sintió la curiosidad que siente un hornbre debajo del agua mientras
mira a los que pasan por un puente. ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo
llegan aquí tan pronto? Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino,
gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el
espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo. Pisando a las gentes para que
se mueran de veras, y no haya ninguna duda. Eso son ustedes, los conozco a todos.

Era un monólogo cortés. La multitud no dijo nada. Caras. El viejo. La mujer peliroja.
—¿De quién es esto? —preguntaron:
Alguien levantó la valija de mano.
­¡Es mia! ­Ahí están mis pruebas cantra ustedes!
Ojos, invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros.

En algún sitio . . :una sirena, llegaba la ambulancia. Pero mirando las caras, las facciones,
el color, la formas de las caras, Spallner supo que era demasiado tarde.
Lo leyó en aquellas caras. Ellos sabían. Trató de hablar. Le salieron unas sílabas:
—Pa . . . parece que me unir‚ a ustedes . . . Creo . . .que ser‚ un miembro del grupo . . :de
ustedes . . ..
Cerró luego los ojos, y esperó al empleado de la policía que vendría verificar la muerte.
LAS VÍSPERAS DEL FAUSTO Adolfo Bioy Casares

Esa noche de junio de 1540, en la cámara de la torre, el


doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa
biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen,
lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin
escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro
en el atril y se dispuso a leer. Miró hacia la ventana.
Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz
baja: “Un golpe de viento en el bosque”. Se levantó,
apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los
árboles agrandaban.

Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración


del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo.
Fausto pensó en el infierno.

Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su


alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a medianoche.
No eran, todavía, las once.

Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó:
“¿Quién llama?”. “Yo”, contestó una voz que el monosílabo no descubría, “yo”. El
doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono
de asombro y de reproche contestó su criado: “Yo, Wagner”. Fausto abrió la puerta.
El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó
con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner
explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas
lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza
y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un
instante, se creyó seguro. Reflexionó: “Si no me alejo de Wagner y del perro no hay
peligro”.

Resolvió confiar a Wagner sus terrores. Luego recapacitó: “Quién sabe los comentarios
que haría”. Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición
por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido;
la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su
ánimo o su inteligencia.

El reloj dio las once y media. Fausto pensó: “No podrán defenderme”. Nada me salvará.
Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y
continuó: “Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé
mejor”. Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también
en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa.

-Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.

Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó
a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la
puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura
llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un
ademán en dirección de Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a
su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que
no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto
se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba,
remota, la luz de un coche.

“¡Huir en ese coche!”, murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza.


Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo.
Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida
hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos
años la ineluctable medianoche. Se imaginó al pasado como a una tenebrosa región
desconocida: pero, se preguntó, si antes no estuve allí ¿cómo puedo llegar ahora?
¿Como podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso
de Agatón, citado por Aristóteles: “Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió”.
Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro
lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria:
Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió su alma a Mefistófeles,
venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día
del nacimiento.

Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién sabe desde cuándo, se dijo,
repre-sentaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo
engañaba a Mefistófeles. ¿Lo engañaba? ¿Esa interminable repetición de vidas ciegas
no era su infierno?

Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de
fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un
agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la
resolución de huir o de quedar. La campana del reloj sonó...
EL FIN Jorge Luis Borges

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el


oblicuo cielo raso de junco. De la otra
pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una
suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y
desataba infinitamente... Recobró poco a poco la
realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría
nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo
inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía
las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la
ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había
dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo.
Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al
pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole
los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con
pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de
contrapunto.
Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba
las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había
amargado.
La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la
pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de
yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza
de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos
con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis
como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en
el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la
luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le
preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas
que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda
jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se
agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la
cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas
doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el
caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con
dulzura:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme
como un hombre que anda a las puñaladas.
-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una
caña y la paladeó sin concluirla.
-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije,
entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino
ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
-Con el otoño se van acortando los días.
-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
-Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al
segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual
a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se
quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo
su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi
hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió
como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez
lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como
una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó,
perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que
penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro
no se levantó.
Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado
en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de
justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y
había matado a un hombre.

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