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HACIA EL VACIAMIENTO IDEOLÓGICO DE LAS GRANDES PALABRAS

Solidaridad a sueldo
Las sociedades occidentales prefieren simpatizar con los fuertes y famosos que con los débiles y desconocidos. Se
preocupan más por el sufrimiento de John Travolta o de la princesa Letizia que por el de los «nadies». Y muchas de sus
ONG se han convertido, paradójicamente, en mecanismos gubernamentales para despolitizar los escenarios de la
pobreza y apuntalar la idea esencial del contrato capitalista: el intercambio individual entre desiguales.
Santiago Alba Rico
¿Es posible interesarse por el dolor de un hombre que no es pariente nuestro, de un niño que no hemos educado, de una
mujer a la que no hemos amado nunca? ¿Es posible elegir como igual estricto a un desigual lejano, como afín completo
a un extranjero remoto? Si hay explicación sociológica para la indiferencia y la hostilidad, no la hay quizás para esta
fulgurante cristalización de simpatías cancerosas que precipitan, a partir de su composición química misma, una
intervención en el mundo.
Llamamos —o deberíamos llamar— «solidaridad» al brazo armado de la compasión, a la solidificación del
compromiso: el hecho de elegir libremente la necesidad ajena, de suprimir por propia voluntad —sacudidos por el
dolor o contaminados por la idea de un desconocido— las condiciones mismas que permiten este acto de libertad. La
compasión activa que Todorov identifica con la «moral de simpatía» encuentra su máxima expresión en la decisión
absurda y luminosa de los solidarios suicidas que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se incorporaban de
un salto —piedad instintiva, bondad refleja— a los vagones de ganado destinados a los Lager (campo de
concentración).
El compromiso activo (asociado a la «moral de principios») se resume, por su parte, en el ejemplo movilizador de los
muchos comunistas o socialistas de todo el mundo que abandonaron sus casas y sus familias para morir en la Guerra
Civil española luchando contra el fascismo. Compasión y compromiso, moral y política, se dan cita hoy en la admirable
coherencia de los cooperantes y médicos que deciden compartir el dolor y la lucha de los habitantes de Gaza como
consecuencia de una doble intolerancia física e intelectual hacia el concreto sufrimiento ajeno y hacia la objetiva
injusticia general.
LAZOS LIQUIDOS
Lo sólido, decía Marx, se disuelve en el aire. La solidaridad —su pariente etimológico1— también. Es cierto que el
capitalismo, que licua todas las consistencias y sólo permite los vínculos débiles y fricativos del consumo, desactiva sin
interrupción las conexiones políticas y morales con los otros. Pero es sólo parcialmente cierta la afirmación que
pretende —mientras caen bombas, por ejemplo, sobre Gaza— que «a nadie le importa el sufrimiento de los demás». Lo
que llamamos indiferencia consiste más bien en una fluyente corriente de simpatía mayoritaria, originalmente
justa, hacia los injustos: los ricos, los poderosos, los famosos y hasta los asesinos.
Nos importa el sufrimiento de la princesa Letizia o de John Travolta, el de la soldado estadounidense que no puede
adoptar un perro iraquí o el del padre israelí que ha perdido a su hijo soldado; nos importa el dolor del millonario
suicida y el del mafioso operado de próstata. Esta solidaridad pasiva con los fuertes, que se explica banalmente por la
insistencia con que nos obligan a mirarlos, y por el gusto de igualarnos a desiguales superiores, constituye un
formidable soporte social de la fuerza que, del otro lado, persigue y criminaliza la solidaridad con los débiles y
los justos.
Al mismo tiempo, solidarios con los vencedores, la moral y la política encogen también cada vez más su margen de
radiación a causa de la desproporción que existe entre lo que podemos saber y lo que podemos hacer, es decir, entre el
orden de la información y el de la intervención. Mientras que nuestro campo de visión es virtualmente ilimitado —están
más cerca Australia o Pakistán que nuestra propia cocina—, nuestro campo de intervención no deja de estrecharse, hasta
el punto de que al final, sin organización, sin medios, sin proyectos colectivos, el único lugar donde podemos introducir
algún efecto es precisamente nuestra propia cocina: tanto más se impone este acurrucamiento en lo privado y lo
doméstico cuanto más libremente, sin consecuencias ni huellas, podemos pasearnos, arriba y abajo, a lo largo y a lo
ancho, por el mundo exterior.
SOLIDARIDAD SIN IDEOLOGÍA
Solidaridad y sueldo comparten también la misma raíz etimológica. Lo único sólido es el sueldo; y toda una serie de
intervenciones históricas —económicas y políticas— contra la compasión y el compromiso activos han acabado por
desprender este insólito oxímoron: la solidaridad asalariada. El término mismo -solidaridad- se presenta hoy aligerado
de toda electricidad ideológica, escuetamente administrativo, y se utiliza para encubrir y reproducir los conflictos de
clase, las desigualdades, la fuerza de los fuertes, bajo una institucionalización fraudulenta y monopolista.
Están los ejércitos «humanitarios», dotados —estos sí— de medios y poder para la intervención, con sus monstruosos
soldados solidarios distribuyendo cadáveres y mantas para cubrirlos. Y está el sarampión de las ONG, filiales
posmodernas de los gobiernos dedicadas —salvo excepciones— a «desmoralizar» y «despolitizar» todos los escenarios
de pobreza o de violencia. Es decir: a despuntar y vaciar de contenido el concepto original de «solidaridad» para
convertirlo —a la medida del contrato capitalista— en un intercambio individual entre desiguales.
Así es como los occidentales hemos acabado por dejar fuera a todo el resto del mundo: pagamos sueldos a solidarios
especializados y nos solidarizamos —no con las víctimas, no— con los solidarios a sueldo (y con sus gobiernos).
Más allá de ese círculo virtuoso, sólo hay ya desgraciados y desalmados o, lo que es lo mismo, aterrorizados y
terroristas. Y cada vez es más difícil distinguirlos.

1 Solidaridad viene del adjetivo latino solidus, solida, solidum que significa sólido, macizo, consistente, completo,
entero. Y del verbo latino solido, solidas, solidare, solidaui, solidatum, que significa consolidar, dar solidez, asegurar,
endurecer, soldar.

* El autor (biografía extraida de Rebelion.org)


Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1984 y 1991 fue
guionista de tres programas de televisión española (el muy conocido La Bola de Cristal entre ellos).
Ha publicado artículos en numerosos periódicos y revistas y, entre sus obras, se cuentan los ensayos "Dejar de pensar",
"Volver a pensar", "Las reglas del caos"
(libro finalista del premio Anagrama 1995), "La ciudad intangible", "El islam jacobino", “Vendrá la realidad y nos
encontrará dormidos”, “Leer con niños” y “Capitalismo y nihilismo”, así como dos antologías de sus guiones: “Viva el
Mal, viva el Capital” y “Viva la CIA, viva la economía”.
Es también autor de un relato para niños de título "El mundo incompleto" y ha colaborado en numerosas obras
colectivas de análisis político (sobre el 11-S, sobre el 11-M, sobre Cuba, sobre Venezuela, Iraq, etc.). Desde 1988 vive
en el mundo árabe, habiendo traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y más recientemente al novelista
iraquí Mohammed Jydair.
En los últimos años viene colaborando en numerosos medios, tanto digitales como en papel (la conocida web de
información alternativa Rebelión, Archipiélago, Ladinamo, Diagonal etc.). En Venezuela ha publicado junto a Pascual
Serrano el libro “Medios violentos (palabras e imágenes para la guerra)” (El Perro y la Rana, 2007). En Cuba ha
publicado “La ciudad intangible” y “Cuba; la ilutración y el socialismo”.

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