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El dia que los pajaros olvidaron cantar

Nunca olvidaré la mañana en que los pájaros se olvidaron de cantar. Nunca mientras viva. ¡Mientras
viva! Esta es una afirmación que me interesa recalcar.

Pero estoy divagando. Cuando yo haya muerto, creo que el mundo debe conocer mi historia, y por
eso la escribo ahora. Y cuando la haya terminado la pondré al lado de mi testamento. No creo que a
él le importe en absoluto. De hecho, lo que deseo es verle allá, por increíble que parezca.

Por aquella época tenía el hábito de leer hasta que la luz del sol se filtraba por las cortinas.
Entonces, con delectación, cansado, me sumergía en un profundo reposo. Nunca en mi vida me ha
gustado dormir demasiado. Mi descanso ha sido siempre como una muerte placentera, seguida de
un despertar que se asemejaba a una reencarnación: para mí sin momentos de felicidad.

Aquella mañana me encontraba absorto releyendo mi novela favorita. Un relato extraño,


encantador, pero intento de los dioses griegos, de la reencarnación y de las glorias del antiguo
Egipto. Tarde en la tarde, escrita por Arthur McArthur.

A menudo me había maravillado que aquel hombre de nombre capicúa y su novela de titulo también
capicúa, hubiesen conseguido año tras año captar toda mi atención.

Aquella novela siempre me había hechizado, tal como he dicho, y me hacía sentir profundamente
atraído por su lectura.

Me encontraba absolutamente inmerso en las actividades más bien inquietantes de una casa de
placer egipcia, cuando subconscientemente mi atención se apartó de la novela.

Algo inusitado ocurría. Como de costumbre, cuando me distraía de la lectura, inconscientemente


cogía un cigarrillo. Al hacerlo esta vez, mis ojos quedaron fijos en el reloj de la mesilla de noche.
¡Las cinco y cuarto! No imaginaba que fuese tan tarde, Fue entonces cuando se formó en mi cerebro
la pregunta: ¿Dónde estaban los pajaros?

Siempre, con la primera luz del alba, los pájaros saludaban el día con sus trinos y cantos. Mis
pequeños amigos emplumados eran casi un despertador de tanta confianza como la campana de la
iglesia que nunca dejaba de soltar su alegre tañido a las seis en punto. Aquella era mi sinfonía
natural, mi señal melódica para apagar la luz y sumirme en un plácido reposo. Pero esta vez, me
sentí profundamente desasosegado.

Me levanté de la cama y fui hacia la ventana. Separé lentamente la cortina y la abrí. El mundo
exterior parecía estar envuelto en una niebla espesa y tangible. Casi al mismo tiempo, se apoderó de
mí una sensación ultraterrena. De pronto me di cuenta de que estaba increíblemente frío.

En una especie de estupor escalofriante, me quedé boquiabierto ante la ventana mirando la niebla
gris y viscosa que iba penetrando en mi habitación. Durante lo que pareció una eternidad mis pies
parecieron estar pegados al suelo. Finalmente, tuve la presencia de ánimo de ir a mi armario ropero
y coger algunas prendas. Me vestí aturdidamente calzándome unas zapatillas de estar por casa.
Seguía sintiendo frío. La extraña y movediza niebla que ahora llenaba por completo mi dormitorio
parecía acariciar con dedos de hielo el tuétano de mis huesos.

De pronto, me sentí inexorablemente empujado hacia el exterior. Con mucho recelo, y con unos
movimientos que no respondían en absoluto a mi propia voluntad, abrí la puerta de mi habitación y
me dirigí hacia el vestíbulo. La niebla se arrastraba tas de mí. Llegué a la puerta principal, la abrí y
di unos pasos en el porche. A lo lejos oí el silbido lúgubre de un tren. Mentalmente me aferré a
aquel sonido, como si fuese mi último vínculo con la realidad.

La niebla lo había invadido todo. El mundo entero parecía una fantástica sinfonía en gris…, gris
claro, gris oscuro, gris nauseabundo, húmedo, sinuoso, penetrante, helado. Salí del porche y empecé
a caminar, empujado hacia algún destino desconocido.

Súbitamente me detuve, agachándome para tocar la hierba gris y mojada por el rocío. Mis dedos
cogieron delicadamente un manojo de plumas aún cálido. Al caminar, lo hacía empujado por mis
pies calzados con zapatillas. Instintivamente supe que el animal estaba muerto. Era uno de mis
pájaros, uno de mis pájaros que nunca volvería a cantar. Como un niño me senté en la hierba fría y
empecé a llorar silenciosamente, apretando el cuerpecillo contra mi mejilla. Parecía ser la única
cosa cálida que quedaba en el mundo.

Se aproximó lentamente.

- ¿Por qué lloras? – preguntó la masa gris y lánguida, cerniéndose sobre mí.

- Lloro porque me siento desgraciado y tengo miedo- le dije.

- ¿Eres desgraciado porque he tocado los pájaros?- me preguntó la masa gris mientras se iba
concretando en algo que sugería la silueta confusa de un hombre.

- Si al tocarlos has causado su muerte, sí. Por esto me siento desgraciado. Miré con desafío a su
cara gris y sin forma.

- ¿Y te asustas de mí?- inquirió aquello.

- No por mí mismo, sino por lo que puede ocurrir a los demás. Nunca te he temido. Pareció
atraer hacia sí más volutas de niebla y se sentó a mi lado sobre la hierba.

- Así pues, ¿sabes quién soy?

- Sí, lo sé.

- De verdad- le dije-, deseo que algún día, y de algún modo, encuentres lo que anhelas.

- Si lo consigo, procuraré hacértelo saber. Su forma gris se dibujó instantáneamente en la luz de


un súbito sol matinal. La niebla se disipó y me pareció oír su voz desde una distancia muy remota.
Cantaba una canción muy extraña, pero que para mí resultó llena de significado. Reconocí las notas
de: Hasta que volvamos a encontrarnos.
Cuando hace ya muchos años escribí este relato, supuse que estaba llegando al término de mi viaje a
través del tiempo. Pero es obvio que sigo aquí, y debo añadir ciertos comentarios.

Ayer, al amanecer, un pajarillo se posó en el borde de mi ventana y empezó a cantar. Nunca en


mi vida había escuchado un canto tan vigoroso y ardiente. Parecía que el cielo se hubiese abierto y
aquella avecilla llevase acumulados en su pecho los sonidos más hermosos del Universo. Allí
estaban la luz del sol, la claridad, el amor, la amistad, el misterio. El canto continuó mientras yo
permanecía echado en la cama, arropado y sin mover ni un músculo, temiendo interrumpirlo.

No sé cuanto tiempo permanecí hechizado por aquellos trinos mágicos, pero en un momento
dado empecé a escuchar la melodía inconfundible de Hasta que volvamos a encontrarnos. La
canción alcanzó unas notas de puro éxtasis. Creí que iba a morir de gozo. La esencia auténtica de la
vida parecía fluir por cada poro de mi cuerpo.

De pronto, la canción terminó. Miré hacia la ventana en el momento justo en que el pajarillo
caía hacia un lado. Cuando lo cogí entre mis manos estaba muerto. Miré a sus ojos y ví en ellos algo
indefinible, pero clarísimo. Aun muertos, aquellos ojos pedía ardientemente la llama de la vida.

Como respuesta a una tierna súplica, me sorprendí a mí mismo hablando suavemente:

- No, amigo mío, no estoy enfadado. No puedo negarte la vida de un pájaro a cambio de tanta
alegría. El pajarillo te estará agradecido. ¿Cómo puedo sentir enfado si ahora soy tan feliz…al saber
que al fin conseguiste tu anhelo?

Después mire por la ventana y contemplé los cálidos y alegres rayos del sol mañanero.

- Y, por favor, amigo mío -rogué dulcemente-, por favor, ven pronto a buscarme. Ciento veinte
años son ya muchos, muchos años.

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