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CAPITULO VI

La gigantesca pantalla de la discoteca situada en Las Vegas Boulevard despedía una letanía

de vídeos musicales donde el repetitivo ritmo no dejaba distinguir el paso de una canción a otra. La

calidad del videoclip ni siquiera podría competir con la de la peor telenovela. El argumento, unas

veces sexo, otras violencia y otras sexo y violencia, absorbió la atención de Benito. Intérpretes

caribeños con voz de puerco. Viejas nalgonas con bubis a toda madre. Batos buscando agarrón con

la cámara, moviendo los brazos arriba y abajo, de atrás hacia delante y cogiéndose los huevos como

si los fueran a extraviar, le impedían concentrarse en el real objeto de su visita. Sus ciento sesenta

centímetros cubiertos por anchos vaqueros y gorra de béisbol, parodiaban los movimientos de sus

ídolos al tiempo que descubría la dirección que buscaba. Enfrente de donde bailaba reggaetón.

Se quedó absorto ante el descomunal casino, la placa con el nombre de la calle y la nota que

le dio el jefe de la agencia con nombres, direcciones e instrucciones.

A pesar de la evidencia, todavía dudaba de la diligencia de su misión.

Los había seguido hasta la ciudad.

Luego hasta el hotel.

Sin casi darse cuenta estaba ante el final de la primera etapa de una encomienda que hasta

ahora, sin mucho esfuerzo por olvidar los dos días en el Yosemite, no le había resultado ni fatigosa

ni excitante.

Recorrió unos metros la enorme fachada hasta que llegó al aviso de entrada que decía Only

employees. Ratificó una vez más la dirección y superó, con sus cortas piernas, el único escalón que

salvaba la calle del edificio.


Cuando empujó la puerta, una gran mano negra le impidió seguir avanzando.

-It's Benito. I'm looking for Don Marco. -Forzando el cuello casi hacia el cielo, miró tan

intimidado al guarura de la puerta, que no encarnaba ninguna sensación de amenaza.

El negro lo miró desde arriba hacia abajo y usó su walkie-talkie para avisar de su llegada.

Sin decir una sola palabra le indicó, gesticulando con la cabeza, las escaleras por las que debía

subir.

Mientras trepaba por los grandes escalones de mármol le venían a la mente las palabras del

bos de la agencia.

Recapituló en segundos la reservada historia de Don Marco.

De cómo el italo-americano había llegado del Este a Nevada para entrar en el negocio del

juego.

De cómo se había abierto camino, con diplomacia siciliana y el argumento de una pequeña

22, en el mundo de las apuestas.

De cómo se hizo con unos pocos casinos, que le proporcionaban un pequeño terreno donde

desenvolverse y un status para ser respetado por los más grandes.

Y de cómo, por detalles mal programados, entró sin pretenderlo en el bisnes de poner nieve

en los Yunaites.

Al llegar al primer piso, un bato con botas piel de serpiente, cinturón piteado y traje oscuro,

le obligó con un gesto de su mano, a entrar por la única puerta abierta.

Benito, mientras tomaba el obligado camino, advirtió una irónica sonrisa en el tipo. No era

mucho mayor que él y, cuando le ofreció la espalda, notó que lo seguía y cerraba la puerta.

Benito se quedó de pie delante de una gran mesa de madera situada en el centro de un

tradicional despacho. Sonaba débilmente música que jamás había oído. Un hombre blanco y robusto

examinaba unos papeles sentado en una antigua silla de roble.

Detrás y de pie, un enorme afroamericano, con las manos cruzadas por delante, parecía

formar parte de la colección de antigüedades que decoraban la habitación. A pesar del inminente
anochecer y la tenue claridad de la habitación, el chanate usaba oscuras gafas de sol. Quizás para

evitar el asedio al que lo sometía el resplandor de su propio pendiente de oro.

El bato que le había enseñado el camino al despacho se colocó detrás del hombre blanco

-que Benito supuso Don Marco- custodiando la otra mitad de espalda no protegida por el negro.

La finura del lugar y la solemnidad de la situación, le provocaron incomodidad.

En un acto reflejo se quitó la gorra de los Dodgers y la arrugó entre sus manos en un intento

de hacerla desaparecer, mientras el bato le hacía una seña para que se sentara en la silla situada

enfrente de Don Marco. Éste, sin mirarlo, le preguntó si tenía localizado el objetivo, si sabía qué y

cómo lo tenía que hacer. Y, sobretodo, si estaba seguro del éxito de la misión.

-Si señor -respondió Benito.

Don Marco lo miró por primera vez a los ojos y le hizo la última pregunta. De la que no

esperaba respuesta.

-¿Ti piace la música, hijo? Se non te piace la música è che nunca has sentito a Mario Lanza.

Nunca me preocupó mai il ma mínimo. No podía capire como había gente que spend his time and

money in qualcosa di tanto superfluo and don't has a good car or live in una buona casa. From sentii

per la prima volta a Mario Lanza, no pasa any day che smetta di sentire alguno de sus discos.

Everybody sono imitatori. Pavarotti, los spagnoli. They don' t have personality. Sé tú mismo and

you will not fail.

"Sé tú mismo y no fallarás" -tatúo Benito en su memoria.

El italiano volvió a sus asuntos sin que el evidente aire de nula interpretación del

mexicoamericano le produjera ningún tipo de desasosiego. El programado sermón que recitaba a los

nuevos discípulos era una ceremonia de iniciación para conocer de cerca a sus empleados en

nómina. Sin dejar de mirar los papeles que lo absorbían, le hizo un gesto al bato, éste se acercó a

Benito, lo tomó del brazo y salieron juntos del despacho dejando dentro a Don Marco con el

inexpresivo negro.

-Elías a tu servicio, cholo -le dijo el bato nada más salir de la habitación, con cierto aire
ofensivo.

-Quiubo naco. Checa la onda que me traes, mijo. Pareces un cantante de reggateon, con el

nopalote tatuado en la frente. Necesitas pura ropa chida, cabrón. Nos llegamos hasta un mol cerca

de aquí y vas a lucir bien padre. Nomás para ir al party de esta noche. Habrá buenas viejas,

pistearemos y conocerás a la raza.

La indecisión y aturdimiento de Benito provocó la primera amonestación de Elías.

-Vamos quemando llanta, cabrón. Ya mero cierra el shopping.

Salieron por el acceso de empleados utilizado por Benito a su llegada y despidieron al

guarura de la puerta.

Elías tenía una Ford Lobo parkeada en la entrada del casino. En el corto trayecto, le declaró

su antipatía por el negro que los acompañaba en la reunión y la enconada lucha entre los dos por ser

lugartenientes de Don Marco.

El espejo del establecimiento le devolvía una imagen que no conocía. Y que no le

complacía.

Miraba a Elías y se volvía a mirar a sí mismo. Su fisonomía no era un dechado de virtudes,

pero el sombrero norteño, las botas y el cinturón de cazador de serpientes, no beneficiaban a su

escasa estatura. Recorría los espejos de la tienda y se veía incapaz de caminar con botas tejanas,

hasta que la afilada punta de una de ellas se quedó trabada entre suelo y moqueta y lo precipitó al

suelo. No terminó de encajar la estridente carcajada del bato.

Benito parecía un mal plagio de Elías cuando dejaban el mol y subían a la troca. Se veía

como los batos del Este de Los Ángeles que pasan el sábado noche escuchando corridos en ranchos

transformados en discotecas.

No le gustaba la música mexicana pero comenzaba a saborear el disco de corridos pesados

que sonaba en la camioneta de su nuevo compañero en su nueva vida.


El recuerdo de su ruca y sus deseos, de Mazatlán, hasta de San Francisco y su jale en la

agencia rentacarros, estaban eclipsados por la quimera que comenzaba a crecer en su imaginación.

Las luces de colores de la ciudad, los ridículos colgante y esclava de oro que se balanceaban de

cuello y muñeca de Elías y la enorme troca que los trasladaba lo integraban en un mundo

desconocido.

Al que siempre había deseado pertenecer.

Y un compa, que aunque lo trataba de naco, no tenía mala onda. Permutaría un quinto de su

amistad por la licencia para ser despreciado por palurdo.

Ni la nueva transa, que tan preocupado lo había traído, ocupaba ahora un mínimo espacio en

su cabeza. Ya se veía, pocos años después, viviendo una vida bien nais y gastando buena lana.

La troca de Elías ocupó el espacio del garage donde un cartel en español amenazaba:

Reservado.

Subían en el ascensor del hotel-casino más pequeño de Don Marco. En él residían sus

empleados establecidos de manera fija o temporal en la ciudad de Las Vegas.

Una dosis de arrogancia recorrió las venas de Elías cuando tras abrir la puerta de la

habitación del naco, percibió su conmoción. Benito descubría que su eventual residencia era mayor

que todas las casas juntas donde, hasta ahora, había vivido. Cuando el bato lo deslumbró con la

tarjeta que abría la puerta y abastecía de luz al espacio, Benito consideró que presenciaba un acto de

ilusionismo.

-Puro p'alante compa. No te agüites, carnal. Teik a shower, wacha un quinto de rato la tiví y

te llegas a la suit del último piso en dos horas. Estaremos con la plebada, pistiamos unas cervezas,

unos pericazos y le agarramos al bisnes -Elías lo despidió invitándole a gozar la vida.

La soledad y el encierro le acarrearon nostalgia y recuerdos.

Su vida siempre transcurrió en ciudades.


Sólo en tres.

Nació y creció en Los Ángeles. Huyó a San Francisco. Y Mazatlán, tierra de sus padres y

prometida fue su azar no del todo deseado. Una correspondencia de amor y odio se estableció entre

la ciudad sinaloense y Benito desde que se veía bien pequeño. Tuvo el lastre del linaje y el ansia de

su adorada. Sus nunca deseados estíos en el Pacífico mexicano le hicieron descubrir el querer, pero

el regreso para establecerse se le antojaba penoso.

Su pensamiento fue directo hacia Lupe.

El agotamiento del Yosemite evitó, en el pueblo de los vaqueros, una llamada para la que no

estaba preparado. Adivinaba los argumentos que tendría que replicar a su ruca y, al final, la

necesidad de descanso venció a la obligación moral de comunicarse con ella. Desde que salió de la

agencia rentacarros no lo había hecho y el paso del tiempo jugaba en su contra. Como el jugador

que calienta antes de un partido comenzó a frotarse las sienes con sus dedos, en constantes círculos

concéntricos. Se prevenía ante una llamada que no deseaba.

-"Chale cabrón, no te rajes. Una morra no puede llevar los pantalones. Platícale derecho y

las vas a periquear. Qué onda con la vieja. Es por los dos. Yo no nací pa' pobre. El trabajo es pa'

los bueyes. Y ser pobre es trabajar honrado. A mí me gusta lo bueno." -Meditaba el naco.

La ignorancia, junto con la escasez, alimentan el deseo de ostentación.

-¿Bueno?

-“Nel, ni madres”, pensó Benito al oír la segura voz de Lupe al descolgar el aparato.

-¿Bueno? -Su silencio la impacientó.

-Qué onda, honey. How it's going todo? En pocos días estaré para atrás en la casa.

-Qué desgraciada me hizo tu adiós, Benito. Me interrumpes el sueño todas las noches. No sé

cuanto le debo al destino. No sé que pecados he cometido para que las leyes del querer sean tan

injustas conmigo. No eres un canalla. Ni pa' fingir tienes estilo. Aún no has aprendido que el dinero

compra todo menos la felicidad. Ser bien ley es lo mejor en la vida. Eres un pinche puto, vas a

terminar preso por culpa de tu pinche orgullo y ¿qué haré yo? Lejos de mi tierra tan querida y de mi
familia. Deja esa vida que llevas y regrésate a mi lado. Te lo pido por Dios Todopoderoso.

Colgó el auricular sin fuerzas para rebatir. Sacó una cola del refri de la habitación, se sentó

en el sofá y conectó la tiví. Zapeó hasta que dio con Telemundo y se quedó wachando, sin escuchar,

el capítulo nocturno de Doña Bárbara.

-Qué onda, carnal. ¿Qué pasó? La raza anda muy brava. Nomás están esperando que subas

para saludarte.

Casi tres horas después, Elías lo despertaba golpeando con los nudillos la puerta. Benito se

había quedado dormido con los restos de la cola en sus nuevos jeans negros y el monólogo de Lupe

retumbando en su cabeza.

Apagó la tiví y siguió a Elías al ascensor. Cuando salieron en el último piso no era difícil

adivinar lo que acontecía en la habitación contigua al elevador. Un corrido de Chalino Sanchez

sonaba a todo volumen. Una bola de pendejos cantaba a coro provocando ruido de vasos y botellas.

Rompiendo el silencio de la deshabitada planta del hotel.

“Voy a jugarme un albur


Con una baraja de oro
Que si lo gano ya estuvo
Y si lo pierdo ni modo
Porque yo soy de los hombres
Que cuando pierdo no lloro.”

-Órale raza, aquí les traigo al compa Benito. Nomás lo cambié por un plebe bien perrón.

Denle un aliviane y que no se agüite, carnales.

Elías le presentó a la raza.

El compa Santaclós, que en ocasiones hizo sus Diciembres menudeando mariguana vestido

de Papá Noël.

El compa Sacatripas, de Tierra Blanca, Culiacán, Sinaloa, que afirmaba -sin acreditar- haber

acabado con varios Zetas cuando trabajaba para el Chapo Guzmán.


Y el Sacamuelas, que ejercía de improvisado dentista, armado únicamente con tenaza y

botella de Buchanan.

Y varias viejas asiduas a fiestas por dinero.

-Todos pura raza tequilera, carnal. Plebes de corazón alegre y aficionados a las jugadas de

baraja. Aquí se rola el billete verde, compa. Se vive a toda madre y nunca falta el dinero.

Benito escuchaba a Elías intentando digerir la escena, con dos morras colgadas de su

hombro, una botella de Tecate en una mano y un toque de hierba mala en la otra.

Pasaron un par de horas pisteando cerveza y tequila. Escapadas al baño para alinearse.

Escapadas a las habitaciones con las viejas que el naco rechazó, provocando miradas y sonrisas

entre los plebes.

Pasaban tres horas de la media noche cuando el bato puso una mano en el hombro de Benito

y le susurró algo al oído.

El naco volvió a la realidad.

Bajaron a la habitación de Elías y tomaron una maleta de cuero negro. Le preguntó nombre

y dirección del hotel donde se alojaban los güeros. Benito, asombrado de su propia eficacia,

contestó de volada. Su falta de inquietud le impidió averiguar, ni siquiera preguntar, detalles sobre

el trabajo que tenía que realizar. Lo limitó a un mero seguimiento de dos gringos que no conocía.

Elías, ignorante de su torpeza, siguió el protocolo establecido y se dispuso a colaborar con quien,

suponía, conocía la índole del encargo.

-¡¡¡Pícale carnal!!! -Elías wachó a Benito. Tenía los ojos bien luminosos, y la feis

agarrotada por una sonrisa de oreja a oreja. Rebuscaba en sus sidís de pasito duranguense.

“Oh Jambalaya para no llorar yo te olvido,


ahora quiero compartir con mis amigos,
con el grupo K-PAZ yo les canto,
será más grande el amor que me ha traicionado."
-Vaya con el pochito tamalero, ahora le gustan los K-Paz de la Sierra. Despiértese pendejo,

se acabó la parranda. Cuídate de un error porque somos gente muerta -Elías, con sonrisa seria, le

cortó la buena onda de plano.

Llegaron al dauntaun con la tensión del encargo. Sin hablar ni mirarse aparcaron la Ford

Lobo en la puerta del hotel.

Elías cedió protagonismo a Benito y le pasó la negra maleta de cuero. La maleta que Elías

lanzó al asiento trasero cuando entraron en la troca y empezó pesando como una losa en la

imaginación de Benito.

Luego en su conciencia.

La amonestación del bato le hizo sospechar de la nada prometedora utilización en su, ahora,

venerada pareja gringa.

Comenzó a florecer en su cabeza la idea de que el objetivo de la misión era eliminar a los

güeros.

Que el arma aguardaba impaciente dentro del cofre de cuero negro.

Que él mismo debería ser el brazo ejecutor.

Y recordaba, más que nunca, las advertencias de Hernán.

Y de su ruca.

-Nomás te queda lo más fácil, carnal -Elías se quedó con la maleta suspendida en el aire,

percibiendo el desconcierto y la parálisis de su compañero.

Algo le dijo que el naco estaba bien pendejo. Que nadie le había definido la totalidad del

trabajo. Y ya se veía haciendo de instructor del novato.

Benito, lívido cadavérico, boca abierta y rostro desencajado, miraba a Elías y señalaba con

insistentes movimientos de su dedo la puerta del hotel. Incapacitado para hablar, por su hipótesis

sobre el final de los gringos, la visión de la pareja caminando a menos de diez metros de la troca,

terminó de paralizarlo. Únicamente acertó a declarar a su compa -Wacha los güeros, carnal-.

-Cierra la buchaca, cabrón. Te apesta -le dijo Elías enfurecido.


Desparecida la pareja de su vista, Benito se recompuso y describió la situación a su

compañero. Los güeros, tras dejar el carro en la calle, se habían dirigido hacia Fremont Street.

-Pinches gringos, ¿a quién se le ocurre dejar el carro en la pinche calle? ¿No tienen el

pinche garage gratis? -Elías sabía que la naturaleza del trabajo requería discreción. Hacerlo en plena

calle suponía correr riesgos innecesarios.

La prudencia aconsejaba esperar dentro de la troca. Si los gringos no metían el carro al

garage, al menos aguardar a que el ambiente se limpiara. Un par de veces vieron pasar a los placas

haciendo ronda nocturna.

La inquietud llevó a Benito a romper el lodazal de silencio que anegaba la camioneta.

-¿Lo tengo que hacer yo?

-What? -Preguntó sorprendido Elías, al salir de su somnolencia.

-Darles pa' abajo a los gringos.

Elías, atorado, intentaba comprender la pregunta de su torpe compañero a la vez que

despertaba. Cuando cumplió las dos tareas, una estrafalaria carcajada estalló en la camioneta.

Tras las risas y varios ofensivos calificativos le explicó, de manera muy breve, la inmediatez

de la misión.

Luego le contó cómo pasó de mesero en un casino de Don Marco, a ser uno de sus hombres

más cercanos.

Que, a diferencia de otros italo-americanos, solo tenía negros y mexicanos trabajando para

él.

Que el tiempo y la ópera lo habían ablandado.

Que no les permitía usar armas en la ciudad.

Y que Don Marco, a pesar de lo que la raza cotorreaba, solo había matado a un güey. Su

primer socio. El bato se puso necio, pero el bos le madrugó primero.

Que tenía tres casinos y el rentado de carros.

Que le daban para vivir a toda madre.


Que las cargas de polvo blanco eran una deuda a saldar con un pequeño socio del cártel de

Tijuana. Y que en cuanto la saldara pararía.

Que estaba hasta la madre de mochar ferias a los agentes de la frontera.

Le contó que él nuca estuvo implicado en ninguna balacera. Que todos los encargos eran

limpios. Sin sangre. Solo trataban con raza bien chida. No con pendejos.

Pero que él sería un gallo fino. Y que un día, hasta Los Huracanes del Norte le escribirían un

corrido.

Le contó que lo veía muy pasmadote, que hablaría con Don Marco para acompañarlo el

resto viaje.

Y que ya le explicaría fin y detalles del trabajo. Tendrían mucho tiempo de andar juntos.

La demora de los gringos en volver al hotel y el ansia por la cocaína ingerida, precipitó la

operación. Benito tomó la maleta y se dirigió donde estaba aparcado el Petit Cruiser. No le supuso

mucho esfuerzo meterse debajo del carro con disimulo y localizar el doble fondo que él mismo

había construido días antes en la agencia. Se afanó en meter, uno a uno, los cincuenta paquetes de

diez mil dólares que contenía la sugestiva maleta. Cuando arrastraba su diminuto cuerpo entre el

asfalto y los bajos del coche, dirigió una sonrisa a la troca para notificar a su compa el éxito de la

misión.

Vio a Elías que le reclamaba con gestos celeridad, mientras oía a sus espaldas una voz que

lo llamaba sin pronunciar su nombre. Se volvió y reconoció a los güero. Corrió hacia la troca, se

subió y salieron quemando llantas.

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