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CAPÍTULO VII

El día comenzaba su declive cuando requisaron las dos últimas hamacas de la piscina del

hotel. Aterrizaron desde la planta 15 del edificio convenientemente surtidos de libros, hielo, cola y

la menguada botella de Río Bravo que estafaron a la agreste camarera de Lone Pine.

En el trance en el que Él le pasó a Ella el primer sorbo de bebida, fueron conscientes de lo

desacertado de su propósito.

La tesis de alojarse con turistas nacionales no era válida en Las Vegas.

Sin debate, sentenciaron al olvido la lectura y se aplicaron en la observación del entorno.

Las gafas de sol les permitían la suficiente discreción, fingiendo interés en Anaïs Nin y Cormack

Mccarthy, para entrometerse en el proceder de la fauna que los acorralaba.

Excepto en países árabes, donde no se aplaude la desnudez en público, nunca antes vieron

bañistas vestidos en una piscina.

Cuando menos exótica les resultó la congregación de negros, acompañados por un ejército

de mocosos, remojándose con grotescas camisetas.

En los insignificantes espacios que quedaban libres, un joven matrimonio de mexicanos

ejecutaba torpes movimientos, falseando la disciplina de la natación. La mujer iba uniformada con

un traje de baño que en los años 40 se hubiera considerado decoroso.

Y adolescentes de todos los colores competían por desplazar el mayor volumen de líquido

de la alberca a la superficie, lanzándose al agua como bárbaros a la toma de una plaza.

El espectáculo resultaba más enriquecedor y, por supuesto, más entretenido que cualquiera

de los textos que tenían entre las manos. Al menos, fue la única opción que pudieron tomar ante los
frustrados intentos de abismarse en la lectura.

Cuando las escenas se repetían una y otra vez sin dar lugar a la finalización del acto,

consideraron que la obra no daba más de sí y decidieron abandonar la platea.

La vacía botella de ron terminó llenando el recipiente de desperdicios de la piscina.

Con la versión de Viva Las Vegas por ZZ Top en el reproductor del Petit Cruiser, salían del

hotel.

Después de la impertinente exaltación de alegría vivida en la piscina, se lanzaban a la

enrevesada misión de defraudar a aquellos que se bufonearon de su intención de conocer el edén del

tahúr. Pero también de confirmar sus prejuicios de ciudad chabacana apta solo para patanes. Igual

de patanes que los patanes que la detestaban. O los otros patanes que se desconcertaban cuando, en

otros viajes, tomaban rumbos no indicados para voluntades inmóviles.

Ignorancia de gentes necesitadas de la capacidad de exprimir esencias y lacras de naciones y

razas ajenas a su mundo.

Ineptitudes que impiden la construcción del propio individuo y le reprimen la posibilidad de

vivir diferentes episodios de su propia existencia.

Su desinterés sobre el parecer del resto del mundo les hizo rebajar la importancia de su

particular ocupación en Las Vegas.

Un dólar por un litro de margarita fue motivo suficiente.

Él, legalidad vial al margen, había dejado estacionado el Petit Cruiser con la única condición

de no realizar un trayecto de vuelta demasiado largo desde el último bar. Deambulaban por The

Strip y les era difícil encontrar un local que no estuviera ocupado por salas de juego. Se adaptaron

rápido a la situación cuando fueron conscientes de la posibilidad de matar la sed y asistir a una

función de cualquier tipo, por un mísero dólar. Dólar que, calidad de bebida y categoría de

representación al margen, les propiciaba presenciar los sobrecogedores momentos de gloria y


derrota del jugador.

La desdicha se cernía en ambas contingencias.

En la derrota, porque el ancestral código de honor en las deudas del juego se desfiguraba en

insolvencia doméstica con formato de fichas de colores.

Y en la victoria, por la consciencia de fugacidad del momento, que permitía que la agonía se

adueñara de la lógica satisfacción.

Al límite del tedio por la patética contemplación de los renovados tahúres y de la amenaza

de úlcera por la tercera margarita consumida, decidieron llenar el buche antes de que el tequila de

garrafa se lo perforara.

Casino para dormir. Casino para beber. Casino para cenar.

Cualquier actividad que pretendían realizar en la ciudad estaba vinculada al juego. El self-

service del primer restaurante que localizaron ofrecía manjares por poco dinero. Entre plato y plato

tenían la oportunidad de derrotar a varias máquinas tragaperras o de multiplicar el precio de la cena.

Ella eligió ensalada con marisco y Él, después de llenar varios platos, tomó una botella de

vino blanco californiano.

-Nadie se cree que puedas engullir toda esa comida.

-Todas las luces de la ciudad juntas, no tienen el resplandor de tu pelo rojo.

Ella lo miró sorprendida, intentando averiguar si la ciudad o las margaritas le habían llevado

a realizar semejante requiebro.

Él, tan poco dado a evidenciar lo que acaecía por su cabeza, se había lanzado al vacío con un

cumplido antes de comenzar una disertación poco cavilada.

-¿Qué me quieres pedir? -reaccionó Ella a los pocos segundos, forzando en su cara una

sonrisa de comediante.

-¿Cuándo dejaremos de ponerles fecha de caducidad a nuestros viajes?

-No te entiendo -le dijo Ella, suspendiendo en el aire un langostino envuelto en hoja de

lechuga.
Se lo quedó mirando, con el tenedor a medio camino del plato y su boca. Su angulosa y

expresiva cara dejaba entrever los desiguales dientes que a Él tanto le gustaban.

Él apuró la segunda copa de vino y, mientras servía la tercera, ganaba tiempo para

exteriorizar una propuesta, consciente de que Él mismo sería el mayor inconveniente para su

ejecución.

-¿No crees que cada día que amanece es una repetición del anterior? -preguntó Él, para

ganar más tiempo y, sobretodo, ánimo para comenzar algo que a Ella no le gustaría.

-¿Quieres contarme algo o psicoanalizarme?

-Desde hace unos años y sin darnos cuenta, incluso sin ni siquiera plantearlo, llevamos las

mismas rutinas, mismos horarios, mismas obligaciones. Hemos tomado la inercia de una vida

cómoda que repetimos día tras día. Sé que nos ha costado tiempo y esfuerzo conseguirla, pero como

en todo, si no creces te empantanas y acabas muriendo. Satisfacer gustos que por fortuna o

capacidad de adaptación mutua hemos convertido en comunes, es una labor de orfebrería. Música,

cine, teatro, literatura, viajes y desenfrenos nocturnos. Pero antes de venir, no te hubiera supuesto

un trauma quedarte en casa. Ni a mí tampoco. Hace diez años llegamos sin dinero, compramos un

ticket de la Greyhound y estuvimos quince días durmiendo en el bus las borracheras que cogimos

desde Whashington a Jackonsville, pasando por Nashville y Nueva Orleans.

-Te estás poniendo serio -lo interrumpió Ella asustada, molesta y desconcertada.

Comenzó creyendo que la sintética luminosidad de la ciudad, combinada con las apestosas

margaritas de a dólar, le estaban haciendo desvariar.

O que la resaca de Lone Pine, cocida en el ígneo sol del Death Valley, le había derretido el

cerebro.

Terminó decidiendo que su creciente y no aceptado nivel de aburguesamiento le estaba

precipitando a una cargante crisis de los cuarenta.

Y comenzó a creer que el siguiente paso sería el estúpido reclamo de más libertad

individual, en forma de Harley.


-Es una especie de zumbido sordo, que cada vez se hace más y más insistente. Y que si no lo

evitamos, terminaremos subiéndonos a la ruleta del aburrimiento. No quiero cambiar nada, solo

reconstruirlo en otro sitio.

-¿Y qué quieres re-cons-tru-ir? -le dijo Ella, cada vez más enojada, remarcando sílaba por

sílaba y modificando tono indagatorio por desafiante.

-Porque si nuestra relación está empantanada, que no lo creo, tú no haces muchos esfuerzos

por salvarla. En un cautivador ambiente, en medio de una cena en nuestra casa y sonando Emmylou

Harris te dije que no me importaría perder el viaje. Que de cualquier manera somos felices. Que no

necesitamos nada más. Ver mas allá de una apreciación que solo intentaba dibujar un momento

concreto, es estar muy perjudicado. Y sí, hace diez años dormimos doce borracheras en autobuses

de la Greyhound y tres en un infecto hotel de Nueva Orleans. Evitamos un hotel de negros de veinte

dólares la noche, con habitaciones que tenían cortinas por muros, por meternos en el puto YMCA

de las putas juventudes cristianas. Y hoy, si fuera contigo, lo volvería hacer. ¿El aburrimiento es

porque tienes que conducir? Porque no entiendo nada.

-Mal síntoma.

-¿Qué quieres decir con puto mal síntoma? -dijo Ella bajando tono y subiendo agresividad.

-Dos veces seguidas puta o puto es señal de que la conversación va por mal camino. No me

entiendes. Solo intentaba decirte que me gustaría probar otra vida, volver a empezar en otra ciudad,

con otra gente, en un país diferente al nuestro. No hay lazos que nos retengan en ningún lugar.

Podemos ir donde queramos y cuando queramos. Cambiar de ciudad cuando nos agobie. Sin pensar

en nada ni nadie. Solo en nosotros. A veces me gustaría levantarme y tener el reto de solucionar una

dificultad de verdad. Probar sensaciones diferentes, aunque sean peores, pero levantarme y que el

día sea una incertidumbre. Todos los días de nuestra vida son iguales, sin temores, sin sobresaltos.

Sin emoción.

-Y qué propones. Deberías saber que a mí no me asusta nada. Me adapto mejor a las

situaciones cambiantes que tú. Estoy sorprendida de que seas tú el que piense así, cuando
precisamente serías el primero en dar un paso atrás ante la adversidad. Eres más dado a soñar que a

afrontar problemas. No te veo yo a ti en una situación como la que planteas. Y me duele que digas

que en nuestra vida no hay emoción. Creo que no meditas lo que dices.

Un punto de tristeza hizo que dejara los cubiertos en la mesa y cruzara los brazos

abandonando, pero sin perderlos de vista, una docena de langostinos pelados.

-Si estás deduciendo que me aburro contigo te equivocas. No pienses más allá de las

palabras. A veces imagino mi vida de diferentes formas, pero siempre contigo. Pocas cosas tengo

claras en mi cabeza. Cada vez menos, pero más inalterables. Ya conoces mi afición a romper mis

propias convicciones. Nunca haré esto, nunca comeré lo otro, nunca iré a tal sitio. Que te quiero es

indudable -dijo Él, intuyendo que Ella necesitaba oírlo.

-Y por supuesto nunca conduciré un coche oriental -sentenció, cogiéndole la mano e

intentando arrancar una sonrisa de su cara.

-Voy a por otro plato de costillas en salsa barbacoa y otra botella de vino -mientras se

levantaba le dio un beso en la mejilla, y consiguió arrancarle una sesgada mirada de complicidad.

Fácil solución, pensó Ella. Una broma, un cumplido y aquí no ha pasado nada. Me cuentas

en dos minutos que los años vividos son un tratado sobre la desgana, te levantas a por tus putas

costillas en puta salsa barbacoa y me dejas bebiendo una botella de desconsuelo. Supongo que los

amaneceres en las dunas del Sáhara marroquí fueron un infierno. Y no por el calor del mediodía.

Que la luz de la luna llena sobre las cataratas de Iguazú era el foco de un inquisidor intentando

sacarnos información que no tenemos. Y que las risas en el castillo de Ljubljana cuando nos

descubrimos el uno al otro con las putas gafas de tres dimensiones eran llanto encubierto.

-Yo lo evito y me paso directamente a los postres -dijo Ella al fin tratando de cerrar la

herida-. A comprobar de primera mano cómo consigue esta gente llegar a semejantes índices de

obesidad. Que añadido -continuó clavándole su diminuto flequillo entre ceja y ceja- a nuestra

aburrida, desapasionada y carente de emociones manera de vivir hará un trabajo demoledor en mi

cuerpo.
Abandonaron el local saciados de comida y bebida. Paseaban por The Strip margarita en

mano, hasta que una extraordinaria tromba de agua les obligó a refugiarse en el gigantesco parasol

de un casino. La temperatura bajó veinte grados en veinte minutos. Pero las riadas de gente seguían

pasando delante de Ellos sin rumbo fijo. Los más prevenidos con atuendos de reserva y los menos,

con los brazos cruzados por delante del pecho para dulcificar el brutal descenso de calor.

Abrazados, eran extranjeros en la Tierra viendo pasar a miles de desconocidos.

Y mirándose entre Ellos, se sentían los exclusivos habitantes de un inmemorial y remoto

planeta.

Volvieron al coche salvando los ríos de agua que bajaban por las avenidas. A pesar de la

lluvia y el frescor del ambiente, Él iba demasiado borracho para entrar en un garage desconocido y

aprovechó un pequeño espacio cerca del hotel para estacionar el Petit Cruiser.

-¿La última en Fremont Street?

Entraron en un gigante dormido después de la tormenta. El pasaje cubierto, emblema de la

parte vieja de la ciudad, estaba desierto. Su mayor fuerza, un extravagante engranaje de

iluminación, le había sido arrebatada; y sin luces, el bullicio se había trasladado a otros lugares.

Caminaban con cuidado sorteando los pequeños lagos de agua que se habían formado cerca

del acceso principal, para no maltratar sus botas españolas. Él todavía llevaba empapados los

vaqueros y una de su nutrida colección de camisas negras. Se metieron en uno de los pocos bares

que quedaban abiertos y se pidieron las últimas margaritas de la noche.

-Creo que no he sido ni muy elegante en las formas, ni meridiano en la exposición. Y sé que

tienes razón en que yo mismo sería el mayor obstáculo para llevar una vida como la que te

proponía, pero es cierto que hemos llegado a un preocupante nivel de aburguesamiento -con el codo

apoyado en la barra y una bota en el reposapié, intentaba buscar equilibrio físico y disertador,

controlar volumen de voz desbocado por el alcohol y perder la mínima dignidad posible en su
marcha atrás.

-No has sido ni encantador ni convincente. Fundamentalmente porque ni lo piensas ni te lo

crees. Si es algo que realmente desearas lo tendrías mucho más madurado y con argumentos más

sólidos. Y entiendo lo que dices, pero creo que si no fuera por una situación excepcional que

ocurriera en nuestras vidas, nunca daríamos un paso que significara dejar todo lo que tenemos atrás

y empezar de nuevo. Además yo estoy contenta con mi manera de vivir, con lo que tengo. Y no lo

cambiaría por nada del mundo. Y si lo cambiara siempre sería contigo cerca.

-Esa es mi única condición. Que siempre estemos juntos -le dio un beso que liquidaba la

conversación, mientras Ella lo ponía al corriente de las ansias del camarero por cerrar el local.

Salieron del bar abrazados uno al otro. Reafirmados más que nunca en la relación construida

durante veinte años y en la que desde el principio, y de formas muy diferentes, hubo ingentes dosis

de pasión.

Caminaban hacia el hotel por un desierto de hormigón y asfalto. La desnudez de las luces

apagadas insinuaba tiempos antiguos de tierras baldías, de arenales deshabitados, otorgadores del

lujo de la soledad.

El desahogo de humanidad les facilitó mutuo bienestar y a Él la casualidad de ver cómo

alguien salía del coche alquilado en San Francisco.

Dio un grito, más con la esperanza de que el individuo se asustara que como amenaza.

En las condiciones en que se encontraba, era incapaz de dar un solo paso para iniciar una

persecución. Y en el peor de los casos, si lo alcanzaba, el último aliento necesario para detenerlo lo

había perdido hacía varias margaritas.

El tipo salió huyendo y Ella, despistada, le preguntó qué sucedía.

-No sé, me ha parecido que alguien salía del coche.

Ella se lo quedó mirando extrañada y pensó que dos noches seguidas de excesos le habían
jugado una mala pasada. Comprobaron que todas las puertas estuvieran cerradas, miraron a través

de las ventanillas sin mucho interés y subieron a la habitación.

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