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Diecisiete años han transcurrido ya desde la publicación de la obra más relevante del profesor
de la School of Arts and Humanities de Oxford, Roger Griffin, The Nature of Fascism (1991), en
la propuso una reelaboración del paradigma ideal-tipo del fascismo, elucidado como una suerte
previa expiación de los pecados colectivos en una gran hecatombe, presentida desde la crisis
área de conocimiento (aunque ha publicado una recopilación de fuentes primarias que respalda
documentalmente su tesis, con el escueto título de Fascism, 1995) es, seguramente, este
faraónico proyecto, Modernism and Fascism, obra en la que Griffin esponja ambos conceptos
con la intención de oxigenar sus herrumbrosos paradigmas y explorar las conexiones entres
ambos, estableciendo como axioma el carácter modernista del fascismo. Entiéndase, no sólo
arguye que el fascismo es un proyecto congruente con la modernidad, como viene siendo
habitual en los estudios actuales sobre este fenómeno, sino que, rizando el rizo, defiende que
se trata de una forma de modernismo político. Entre ambos conceptos, se tiende un puente
que, evocando a Nietzsche, llamaríamos nihilismo activo). Éste sería el esquema por
La obra de Griffin es una nueva vuelta de tuerca al recurrente debate historiográfico sobre la
naturaleza del fascismo, una barbarie supuestamente impropia del siglo de “progreso” en que
florece. Su carácter arcaico, sostenido, entre otros, por la escuela funcionalista de Talcott
Parsons, muchas veces utilizado con una intención política conservadora (así, según la teoría
mientras que todo lo que se aparte de esta ruta es un desarrollo anómalo), ya no tiene
demasiada predicación entre los especialistas (si aún en el gran público), que han avizorado un
error no estriba tanto en la definición del contenido de ambos conceptos, sino en querer dar
moderno distinto. Tal punto de vista, casi de perogrullo, es el que adopta, por ejemplo, Antoine
otra vertiente de la modernidad. Otro tipo de modernidad: esa es la interpretación del fascismo
para historiadores como Roger Griffin. La tautología de un movimiento que idealiza un pasado
pre-moderno y, a la vez, se vale de medios modernos para pergeñar un nuevo orden, que
evoca sentimentalmente a un pasado mixtificado aunque guarde poca relación con él, es, y
Otra dicotomía que se yuxtapone con la anterior hasta llegar a confundirse, no demasiado
fascismo. El ahínco en corroborar el carácter moderno del fascismo, no con fines revisionistas,
sino, precisamente, para sacar a relucir los claroscuros del proyecto ilustrado puede llevar a
que viene a desempeñar el fascismo. Traverso prefiere añadir nuevos sintagmas paradójicos,
fascismo. Griffin discrepa vehementemente de las tesis de los historiadores de izquierda sobre
el cariz retrógrado del fascismo, como la popular teoría de Benjamín sobre la estatización de la
política bajo el régimen nazi, pues, pondera, llegan a las mismas conclusiones dogmáticas de
en la misma matriz de la modernidad política, lo que, dicho sea de paso, le permite ahijarlas en
un origen común.
Griffin justifica con tesón la metodología usada, lo que es imprescindible en un proyecto tan
exorcizarlo conjurando al profeta de la sociedad abierta, Karl Popper, que le permite conciliar la
relatividad científica de la verdad histórica (al ser ésta fácilmente falsable) con una amalgama
teórica de los hechos brutos, sin tropezar en el desprecio relativista hacia los grandes relatos
del postmodernismo reinante. Pero la estructura intelectual interna del relato no siempre
aunque, como artefacto científico, no quiera establecer un nuevo paradigma sino sugerir
colapso suscitada por la modernidad (que es la causante de la debacle y a la vez, ofrece las
respuestas para escapar del marasmo de anomia y malestar de la cultura). Esta situación de
pesimismo inconformista no es nueva, sino una constante de las sociedades humanas, que, a
lo largo de la historia, en lances de transición (liminoidality crisis), han ensoñado utopías
de pulverizar un presente descorazonador. Por ello, Griffin distingue una pulsión atávica en el
modernismo (primordialism modernism), que no por ello le hace ser menos moderno, como
sucede con las iniciativas políticas modernistas tales como el fascismo. El autor desgrana
varias modalidades de modernismo así entendido, una versión “epifánica”, experiencia extática
reservada a grandes creadores (Griffin extracta citas de Kafka, Woolf, Nietzsche o Yeats como
ejemplo), un modernismo programático (reformista o social) que abarca des de las profecías
palingenésico común, lo que sólo consigue difuminar las diferencias entre ellas bajo la
demostrar que el socialismo leninista bebe tanto de Nietzsche como de Marx, o que teóricos
marxistas como Ernst Bloch, o Walter Benjamin comparten un mitologema redencionista con
fascistas como Julius Evola o Ersnt Jünger. Eso no empaña su hercúlea reproducción de las
distintas expresiones del espíritu moderno de las que se nutre el fascismo (demostrando, por
otro lado, que éste no es un accidente advenedizo de la historia, sino que hunde sus orígenes
culturales en esta crisis de fin de siglo, y que de ella ha de partir cualquier investigación sobre
el fascismo), pero pone a éste en situación de ser relativizado, como uno (entre otros) de los
evidentemente ésta no sea la intención del autor. En líneas generales, éste se muestra más
vacilante cuando aborda el escurridizo concepto de modernismo, mientras que pisa terreno
En la segunda parte del libro, el autor analiza las políticas modernistas de los regimenes
fascista y nazi (no entra en el debates “nominalistas”, para Griffin, el italiano y el alemán es la
misma tipología de régimen, aunque, debido a sus peculiaridades nacionales, es preferible
según el autor). Brevemente para el caso italiano, cuya “otra modernidad” ha sido ya bien
futurismo, paradoja que ilustra el mentado Julius Evola, pionero del dadaísmo italiano y
posteriormente, heraldo del antimodernismo. Hecha los restos, en cambio, en el caso alemán,
para el que se ha asumido su talante regresivo sobretodo a raíz de las campañas contra la
Entartete Kunst, arte degenerado. En este punto, Griffin defiende la tesis del fascismo como un
aunque con un ojo puesto en el retrovisor (lo que Griffin denomina, parafraseando al
revolucionario conservador Moeller van der Bruck, reconnecting forwards). Eso daría pie a
primitivista o la purificación del arte nacional para servir los intereses ideológicos de un Estado
tecnocrático ultra-moderno, no carente, por cierto, de hostilidades entre distintas oficinas del
cifra en el grado de control sobre la naturaleza, ¿que hay de más moderno que la
exterminio?, sostuvo Zygmunt Bauman. Finalmente, Griffin, consciente que se encuentra con
una gran obra entre las manos, al menos, a nivel personal, se atreve a añadir dosis de
modernidad que intenta huir de la modernidad, al que hay que encomiar, no obstante, haber
dictado sentencia a las utopías de masas (sin distingos) del s.XX. Estamos ante el ensayo más
ambicioso y osado hasta la fecha sobre la relación entre fascismo y modernidad, y en estos
despoja de alguno de sus rasgos únicos e intransferibles. Por no hablar que, la recomposición
del fascismo como un tipo de modernismo político de redención nacional, engarzado en el
pensamiento utópico y con un proyecto aberrante que se devora a si mismo, le hace morar
desatendiéndose por completo de un análisis social (de clase, de género…) del proyecto
fascista, no por negligencia, sino por elección de método. Pero un análisis social, aunque no
salga del ámbito de las mentalidades, puede ayudar a entender el sincretismo cultural fascista,
dispares que lo interpretan de manera distinta, condición indispensable para que un movimiento
Aleix. P. G