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El gallo de los huevos de oro.

Había una vez una familia que, si bien no era pobre, miraba con recelo la riqueza de sus
vecinos.
Era un pueblecito rural donde todos vivían en granjas, cultivaban el campo y criaban
cerdos, gallinas, hámsteres y moscas, muchas moscas. Estas últimas eran de la variedad
cojonera, y, muchos de los jóvenes se habían ido para no tener que sufrirlas.
Pero no es de las moscas de lo que vamos a hablar. Las dos familias que nos interesan
vivían en armonía, si bien una tenía tierras fértiles donde podían criar hasta vacas que,
por supuesto, atraían a las ya mencionadas cojoneras, y la familia en la que vamos a
centrarnos que envidiaba a la primera porque en sus terruños apenas crecían cardos
borriqueros.
La madre de la familia pobre, flaca, seca y parca como ella sola envió a su hijo tonto a
comprar un gallo porque les hacía falta uno en el gallinero, el que tenían se les había
escapado dejando a las gallinas desoladas y sin ganas de poner huevos. El trabajo era
muy fácil y la madre no pensó que pudiera equivocarse pero, cuando volvió con un viejo
gallo casi desplumado poco le faltó para que lo matara, al gallo claro, aunque al hijo
también, le dio una paliza que quién hubiera visto a aquella enclencle fémina golpear con
la fuerza y la rabia de un caminero ante un piquete de amenazantes agricultores franceses,
hubiera pensado que le había entrado un demonio en el cuerpo y la había poseso,
confiriéndole poderes sobrehumanos.
Después, agarrando al pollo por el pescuezo, con total indiferencia al ahogo que le
provocaba, se fue a visitar a su vecina para llorar la mala suerte que tenía de haber parido
a un chico tan tonto.
Cuál no sería su sorpresa al ver la expresión de la vecina cuando vio al gallo. Se le
iluminaron los ojos. No se rió nada al escuchar sus quejas, sino que, muy rápidamente le
ofreció comprarlo. La madre, muy suspicaz se dio cuenta de que algo pasaba con el gallo,
algo que lo hacía valer mucho más de lo que su apariencia decía. Al resistirse a venderlo
la otra mujer comenzó a ofrecer sumas cada vez mayores, y subía y subía. Era un
escándalo.
La madre dejó de coger al gallo por el pescuezo y lo instaló cómodamente en sus brazos,
aquel bicho parecía valer todo el oro del mundo.
Finalmente, en vista de que no vendía la otra mujer le dijo de que iba la cosa.
El gallo era muy especial. Era un gallo capaz de poner huevos.
¿Poner huevos, un gallo?, ¿Te has vuelto loca?
No. Nada de eso, llevo años buscando uno de esos, es imposible que no hayas oido hablar
de ellos.
La madre si había oído hablar de los gallos que ponían huevos, pero creía que era una
leyenda. Huevos de oro, decían que ponía, ni más ni menos.
¿Y crees que este es uno de esos?
Estoy segura, si te ayudo, ¿podemos ir a medias?
¿Para qué?, el gallo lo tengo yo. Cuando empiece a poner huevos serán todos míos.
Necesitarás ayuda, dijo la vecina esbozando una sonrisa.
¿El qué?
Dinamita.
¿Bromeas?.
No. Sabes que mi marido trabaja en la cantera, él la puede conseguir.
Y yo, ¿para qué quiero dinamitar al pollo?.
No se trata de que lo vueles, burra, se la tienes que dar de comer. Es la única manera de
que ponga huevos de oro.
¡Anda ya!, ¿Cómo va a comer dinamita un pollo?. Yo creo que a ti todavía te dura el
efecto de las drogas que tomaste en Madrid cuando la movida.
Aquello era un golpe bajo, a la vecina le dolió, pero se recompuso.
Te daré una poca gratis, tu déjasela cerca y verás como se vuelve loco, se la pampará en
un santiamén y al día siguiente te lo agradecerá poniendo un huevo de oro.
La madre se fue transpuesta a casa y dejó al pollo en el gallinero, las gallinas lo miraron
con clara repugnancia y siguieron a lo suyo.
Al día siguiente la vecina le llevó un cartucho de dinamita que echaron al gallinero. El
gallo reaccionó tal y como había dicho.
Un día más tarde, tal y como dijo, el gallo había puesto un huevo de oro.
Después de aquello quedaron en repartirse las ganancias al 70 / 30 por ciento. Era lo
justo, quién tiene el gallo tiene el poder.
Y así las dos familias se fueron enriqueciendo.
Comenzaron a montar establos, piscinas, poner iluminación, sobornar a los concejales
para que la carretera pasara cerca, y hasta les hicieron un acceso para ellos solos.
La vida les sonreía. El pollo comía dinamita, crecía y ponía huevos y más huevos de oro.
Cuando el pollo ya era tan grande como un cerdo se corrió la voz de cual era el origen de
toda aquella riqueza y el ayuntamiento declaró que era ilegal robar dinamita pero no
pusieron la cosa en manos de la policía, no. Lo que hicieron fue quedarse con una
participación en el negocio. La familia poseedora tenía derecho a un 50% de beneficios,
la que proporcionaba la dinamita un 20%, y el permiso del ayuntamiento para comprar la
dinamita un 40%.
El gallo era tan grande que ponía huevos como de avestruz así que nadie salía realmente
perdiendo.
Y todos las familias, el ayuntamiento y el pueblo entero vivían felices mientras el gallo
consumía cantidades ingentes de dinamita y crecía hasta tener el tamaño de una vaca.
Cuando el ave ya era tan grande como un tractor el caso llamó la atención de los expertos
que pusieron la voz en el cielo. El gallo iba a explotar, su cuerpo había asimilado la
dinamita tan bien que había concentrado el explosivo en su tejido muscular y adiposo.
Nadie sabía exactamente cuan concentrado podía estar el explosivo porque los científicos
no se atrevían a acercarse al animal para hacerle una biopsia. Estos advirtieron del
peligro. Había que llevarlo a un sitio seguro, a campo abierto, a algún sitio donde no
hubiera edificaciones cerca y sacrificarlo.
Pero nadie era capaz de renunciar a las riquezas que daba el gallo. Haciendo oidos sordos
de lo que decían los expertos siguieron suministrando dinamita al pollo.
El bicho seguía creciendo, llegó a ser tan grande como un elefante y ponía huevos como
Twingos pero un día comenzó a hacer ruidos raros. Eructaba, se revolvía, movía sus alas
como si quisiera echarse a volar y lo que era peor, comenzó a subirle la temperatura. No
hacía falta ponerle un termómetro para darse cuenta, irradiaba un calor intensísimo. Era
el fin, sin duda.
Las dos familias salieron de allí a toda leche. Se pararon en el pueblo el tiempo justo para
avisar en el ayuntamiento de lo que pasaba. Se puso en marcha un dispositivo para
evacuar al pueblo y dos días después el ave explotó.
La deflagración fue de tal magnitud que arrasó el pueblo entero. Ni la iglesia nueva, ni su
flamante polideportivo ni las fabulosas carreteras comarcales con tres carriles para cada
sentido sobrevivieron a aquello, quedó tan sólo un enorme cráter.
Toda la riqueza creada por el gallo de los huevos de oro quedó reducida a polvo.
Los habitantes del pueblo tuvieron que ser relocalizados en hoteles y casas de huéspedes
hasta que con dinero público al que se llamó “de rescate” se les construyó un pueblo
nuevo. Costó tanto que la provincia entera sufrió una profunda crisis que obligó la
comunidad autónoma a rescatar su economía pero no terminaban ahí los problemas
porque las otras provincias de aquella comunidad quedaron maltrechas tras el aporte
económico y alguna más corría peligro de necesitar un rescate.
Finalmente, en la búsqueda de culpables se decidió que las dos familias que lo
comenzaron todo debían llevar la carga de la infamia. La familia que vendía la dinamita,
en rueda de prensa dijo que el pollo no era de ellos y que ellos les suplicaron a los dueños
que lo sacrificaran y la madre enclencle se lamentó por no haber parido un niño que fuera
tonto siempre, hasta para ir a comprar un gallo.

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