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CAPÍTULO X

El ajetreo de la Black Canyon Freeway, a su paso por el centro de Phoenix, despertó a

Benito. Los sentimientos de culpa por el incumplimiento de la misión le incitaron complicados

sueños. La ignorancia de su destino le generó un pesaroso despertar. Evitó la mirada de Elías a

través del retrovisor de la troca. Se plagió a sí mismo durmiendo y lo vigiló a través de una mínima

abertura de sus párpados.

La lividez provocada por pachangeada, cocaína y vigilia conferían a Elías un aspecto más

vulnerable. La agitación de los pericazos le promovían estúpidos sobresaltos y continuos errores en

el manejo de la picap. El brote de sudor frío por la frente y los toques al cigarro se habían vuelto

endémicos. No era el bato chido del que Benito se había hecho incondicional y se había convertido

en la excusa de su comezón. Ahorita mismo le repugnaba.

La seducción del refugio en lo conocido hizo regresar a Lupe a la primera línea del frente.

Los recuerdos de su ruca y el desamparo de la soledad, le provocaron la permanente nostalgia que

acompaña a la cría abandonada por su creador. Los mejores instantes vividos con su jaina actuaban

de ungüento en sus pesares. Hasta los momentos que la vio bien fea, tuvieron faustos finales.

Como el intento de asalto al crema de la limousine. La falacia de Lupe en la declaración,

complicando su propia libertad, le salvaron del bote.

O cuando cacharon a él y dos broder de la clica destrozando el mol. Lupe pagó el

abogangster.

Y la huida, sin lana para salir de Elei, después de partirle la madre al pinche chanate.

En todas y cada una de sus felonías, Lupe lo había tutelado.


Cuando el miedo le hacía sentirse perseguido, Lupe lo aplacaba. Y volvía a sentirse seguro

en un mundo que siempre le resultó enemigo.

Donde no encontraba ubicación.

Ahora que la inquietud se agarraba a su garganta, necesitaba el único báculo que soportaba

su ingravidez mental. Necesitaba comunicarse con su ruca. Necesitaba conocer la próxima parada.

Pero no quería alertar a Elías. No deseaba su conversación. Quería aislarse de la humanidad. Meter

la cabeza por dentro de su nueva camisa tejana y deglutirse a sí mismo.

Desaparecer.

Atravesaban Tucson cuando Elías tomó una salida hacia la ciudad. Benito, con la cabeza

apoyada en el cristal de la troca, veía el luminoso del Chilli's Grill & Bar aumentar en cada rodada.

Entraron en el parkeadero del restoran tex-mex.

Comerían, pero sobretodo, exprimiría el tiempo para echar un fonazo a su morra.

-Qué poca madre tienes, pinche naco. Ya mero estaba a puntito de echarme un pestañazo,

güey. Te dormiste de volada y ahorita mismo te me despiertas bien pendejo. Me cae que te vas a ir

de aventón como no te quites ese agüite, carnal. Tengo ganas de dejarme caer por Nogales. Hace un

chingo de tiempo que no hay un buen reventón en Los Alacranes. Habrá raza bien ley, conjunto

norteño y viejas. Además traigo mi beretta, por si algún güey se le ofrece.

Benito miró el interior de la americana que Elías le mostraba. La escuadra dorada asomaba

entre la cintura de los livais y la camisa tejana. Intuyó que la llevaba en la caña de sus botas piel de

serpiente y la cambió al bajar de la troca. Esquivando la posibilidad de ser descubierta por Don

Marco.

Nunca antes vio una al natural.

Por un momento la amargura de su sangre se volvió arrogante. Olvidó su desamparo y una

ridícula fuerza artificial lo envalentonó.


Entraron al restoran y no olvidó su objetivo. Pidió permiso al bato para escabullirse al baño,

tomó un teléfono de camino y llamó a Lupe.

-¿Bueno? -una voz ajada y agotada respondió al otro lado.

-¿Qué pasó, honey? En pocos días estaré p'atrás en la casa. La mera neta. Vamos a casa de

un viejito, le echamos un aliviane, nos ganamos una buena feria y de volada estamos en tu querido

México. Que sepas que no te olvido, pochita.

-Vete a la chingadera, cabrón. Eres un pinche rajón y estoy bien enchilada contigo. No te

regreses jamás, porque si lo haces te voy a partir la madre, güey.

-No eches madres, mija. Es una chance bien padre y no la podemos desaprovechar. Me vale

madres que te friegue esta transa, pero si te quieres regresar a Mazatlán necesitamos un chingo de

lana.

-Traigo mi vida destrozada, Benito. Lloro de puro dolor y no te mereces nada de mi amor.

Prefiero la muerte a esta vida de sufrimiento. Seguro que en la otra vida hay cosas más buenas y sin

llanto ni pena seré más feliz. Me muero de tristeza, Benito. No sé donde queda mi casa y no hallo

qué hacer. Duele mucho sentirse tan sola. Me voy a mi tierra, Benito. Todavía recuerdo cuando me

decías “es tuyo mi cariño” y me prometías regresarnos. Viviríamos en casa de mis padresitos, con

mi hermana y su familia.

-Chale, pochita. Con esa bola de nacos no me encierro a vivir en una casa. No voy a llegar

como un pendejo. Sin lana y sin carro. No Lupe. Soy un gallo fino. Llegaré como el mero mero.

Lupe colgó y Benito fue en busca de su compañero. En la mesa le esperaban una

hamburguesa y una ración de wings chicken en salsa barbacoa. El cansancio y la cruda les hicieron

devorar la comida. El intento de Elías por averiguar el excesivo tiempo usado en el baño, fue

respondido por un expresivo gesto de dolor apuntando el estómago.

Elías recuperaba vigor y lucidez.

Benito seguridad en sí mismo y aliento para seguir los taimados pasos del bato.

-Si no traes armas cualquier sorrillo te mea -volvió Elías a la conversación abandonada,
dando dos palmadas en su oculta beretta.

-Don Carlos es bien padre. Es un gallo fino y la vida lo ha vestido de suerte. Tira estilo sin

parecer árbol de Navidad. Solo se ocupa un momento en conocer las personas, compa. La primera

vez que lo waché, agarré la onda. Es una fina persona y se expresa bien tierno. Dice que la droga

inunda las calles de los Yunaites y que en el Congreso lo saben. Pero que a los güeros les sale a

cuenta que los chamacos adictos no asistan a clase. Que no ponen el remedio ni la feria suficiente

p'a cortar el río de nieve que les estamos metiendo.

-¿Y qué onda es esa, broder? -preguntó Benito con piadosa ingenuidad.

-Pinche naco. Es política, güey, política. Nunca agarrarás esa onda.

La temeridad de Elías y la simpleza de Benito confluían por enésima vez y, como la suerte

en una mano de naipes, les premiaba con la tiranía de la situación. Quien conseguía la condición de

superioridad, aplastaba la arrogancia del contrario. Ahora, Benito sentía la bota de Elías apoyada en

el cuello de su necedad. Su estupidez le hacía jugar con desventaja, pero no le afectó. Ni madres. La

novedad de la beretta y la certidumbre de Lupe, le habían proporcionado aliento e ilusión para el

nuevo destino, que ahora lo mantenía expectante.

El sol tenía un color rojo plomizo cuando entraron en el Nogales americano.

El español dominaba en tal proporción los anuncios publicitarios que parecía hubieran

cruzado la frontera. Trámite que cumplieron sin excesiva burocracia ni largas esperas. Trámite con

el que finiquitaban el último tramo desde Tucson.

Un trayecto de expectativas para uno, de reencuentros para otro.

Y de silencios comunes.

Poco más que unas palabras de ofrecimiento y agradecimiento antes de beber un par de

cervezas.

Tras cruzar la línea, malas rutas, malas construcciones y mexicanos con peor, o mejor suerte
que los del otro lado.

Dejaron la carretera Santa Ana-Nogales y tomaron un tortuoso camino hacia el oeste. Antes

de llegar a El Vía Crucis -prestigio totalmente justificado- entraron en una senda de tierra que

terminaba en la Hacienda Los Alacranes. Hombres armados con cuernos de chivo les pidieron sus

credenciales. Una llamada de celular permitió la entrada al naco, excitado y angustiado a partes

iguales.

El impacto que padece la camada al abandonar por primera vez la madriguera y saludar al

mundo exterior, no es equiparable al que sufrió Benito cuando se abrieron las puertas de la

Hacienda.

Igual que en una fantasía infantil materializada, sus sentidos se activaron al punto más

álgido.

La potencia generada por los incontables focos de iluminación artificial, atemorizaban la luz

de luna llena que había alumbrado el último tramo de su camino. Pero Benito, dócil de manejar en

la desmesura, se había quedado mudo ante el despliegue de recursos. Y Elías, que podría haber

apreciado la alucinación del naco a kilómetros de distancia, se convirtió al momento en un

aristócrata de la vanidad. Juntos, tan semejantes y tan dispares, sentados en la troca uno al lado del

otro y girando sobre sí mismos, para no desatender ni una sola de las escenas que acontecían ante

sus ojos.

Enormes trocas Ford, Chevy, Lincoln y Hammer blindadas, con rines cromados y lunas

tintadas. Elías y Benito dejaron la Lobo impresionados con el resto de camionetas. Todas

parkeadas en la vasta planicie de tierra que precedía una pretenciosa casa. Un porche con zafias

columnas de “estética clásica” les daba la entrada y atrincheraba una pequeña milicia de gatilleros.

Había docenas de ellos arropando al selecto grupo de invitados, distribuidos en parejas o tríos. El

mayor número en el portal sugería la importancia de la custodia.

A la derecha del burdo edificio, gallos Giro, Kelso y Yamper legítimo americano rivalizaban

en un pequeño palenque. Benito, seducido por el circular de bolsas a reventar de dinero, se acercó a
la arena. Dos animales, azuzados por sus dueños, luchaban en el centro de un pequeño ring con

exagerada violencia. El perdedor, un gallo Giro, se retorcía de dolor por la pérdida de los dos ojos

antes de ser sacrificado por su dueño.

Nunca le gustaron las rancheradas.

Eran de pochos recién llegados al East L.A. o de viejos.

Prefería los perjuicios de la ciudad a la previsibilidad del campo. Pero el poder de la

indiscreción venció al desinterés y llegó a apostar y perder cien dólares de su compa Elías.

La extensión de la finca y el gentío congregado, superaban las dimensiones de varios

pueblos de la zona. El patrimonio de los asistentes triplicaba al resto de Sonora. Sortearon una

catarata humana que iba de un espacio a otro. Caminaba junta una heterogénea mezcla de solícitos

empleados que forzaban el bienestar de los comensales, invitados orgullosos por el mero hecho de

serlo y expectantes gatilleros que velaban por la seguridad de todos.

Cambiaban de escenario como quien visita un parque de atracciones.

Dejaron la arena del palenque por pistear unas cervezas, comer unos tacos y buscar un

reservado para echarse un aliviane.

-Está bien chido el borlote, compa -advirtió Elías.

-Simón, broder. Y qué viejas -confirmó el naco.

-Las viejas ni wacharlas, güey. Yo te daré el pitazo de las que puedes checar. ¿Nos

acercamos al baile?

-Olrai -sentenció Benito, rendido a las circunstancias.

Como ratones detrás del flautista de Hamelin siguieron el grave soniquete de una tuba que

lideraba el estribillo de un corrido.

“Para hablar a mis espaldas


Para eso se pintan solos
Por qué no me hablan de frente
Acaso temen al mono
Ya saben con quien se meten
Vengan a rifar la suerte.”
Valentín Elizalde, privilegiado de Don Carlos, cantaba “A mis enemigos”. El sonorense,

manifiesto compadre de la Federación, se la rifaba haciéndole corridos al Chapo Guzmán, jefe del

Cártel de Sinaloa.

-Al compa Vale lo va a visitar la huesuda de volada. La mera neta -auguró un viejito

empleado de la Hacienda.

Estaban abstraídos en el ambiente y gentío que saturaba el baile cuando un efusivo abrazo de

Don Carlos a Elías, contestó a Benito al porqué de su presencia entre tanto crema ranchero. El bato

no le exageró la devoción que por él sentía el viejito. El narcotraficante, con una sonrisa y el dedo

delatando la rojez ocular de Elías, moralizó sobre la inconveniencia del exceso de pericazos.

-Eso es para los gringos, mijo. Nosotros solo la ponemos.

Tomó a Elías del hombro, como padre consejero de su hijo. Lo apartó de Benito y se

mezclaron entre la gente. Le puntualizó el programa. Era su preferido. Fénix, hotel For Sisons y el

güero flaco. Varias veces había pasado clavos de coca para el mismo gringo y en la misma ciudad.

Una transa a toda madre y que dejaba una buena feria. Mañana pondrían cien kilos de la fina. Entre

las 10 y las 11 pasarían la línea. El migra que Don Carlos tenía en nómina, estaba de servicio. La

border patrol se voltearía ciega y sorda.

La carga del narco era más liviana y la transa más tratable que la del coyote. Resultaba más

factible poner nieve al otro lado que seres humanos. Y mucho más: armas de alto poder de

gringolandia a México. La libertad de compra en el mercado americano permitía a los cárteles

pertrecharse desde cuernos de chivo a lanzagranadas.

Elías y Benito pasarían la droga y el güero flaco la pagaría con armas.

Tras las advertencias al bato, el viejo cedió el protagonismo al chaka de los gatilleros. El

mejor guarura de Don Carlos les pasó una botella de 1800 reposado, les indicó dos putas con las

que podrían alternar y, a su vez, los delegó al capataz de la hacienda para su acomodo.
Se dirigieron los cinco hasta las cuadras de la finca donde había dos herrumbrosos jergones

y los homenajeó tocando el ala delantera de su sombrero a la vez que escupía al suelo.

Establecidos, con finos licores y la compañía de dos viejas tomaron posesión de la estancia

asignada. Bebieron, bailaron y cogieron en la habitación.

Febriles y fugaces momentos.

La cavilación en la mañana siguiente no les otorgó licencia para otra desvelada.

Sincronizados en el tiempo, los dos se vinieron a la vez. Cayeron rendidos y abrazados a las

rameras.

Segundos después los cuatro dormían tan plácidamente que asemejaban mansas acémilas.

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