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NUEVA YORK: UNA JORNADA DE HALLAZGOS

CASUALES

Por Gay Talese

NOTA: “Mi primera colaboración en ESQUIRE fue en 1960, con


un artículo sobre los desconocidos en Nueva York, una serie de
viñetas sobre las personas que pasan desapercibidas, los hechos
extraños y los sucesos fantásticos que habían impresionado mi
imaginación en mis andanzas por la ciudad como periodista. Fue el
principio de lo que más adelante se convirtió en un libro publicado
en 1961 por Harper & Row titulado NEW YORK: A
SERENDIPITER`S JOURNEY. Releyendo ahora este libro, en la
sección final de FAMA Y OSCURIDAD, encuentro la visión de
Nueva York por un joven que la contempla con una mezcla de
maravilla y de asombro, pero también con conciencia de que la
ciudad es destructiva, de que promete mucho más de lo que da, y de
que tenía razón E. B. White cuando escribió, hace muchos años:
“Nadie debería venir a Nueva York a vivir si no está dispuesto a
tener suerte”. Hay también en SERENDIPITER`S JOURNEY
algunos indicios precoces de mi interés por las técnicas de la
ficción, de mi aspiración a dar al reportaje el tono que Irwin Shaw
y John O`Hara habían dado al relato corto. En esta intención no
logré ir muy lejos en SERENDIPITER`S JOURNEY, y al final tuve
que apoyarme más en mi selección del material que en el estilo para
reflejar el encanto y la lobreguez que con tanta intensidad siempre
he sentido en Nueva York”.

1--NUEVA YORK, CIUDAD DE COSAS INADVERTIDAS

Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de


gatos dormidos debajo de coches estacionados, de dos armadillos de
piedra que trepan por la catedral de San Patricio, y de miles de

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hormigas sobre el Empire State. Probablemente las hormigas fueron
llevadas allí por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe a ciencia
cierta; nadie en Nueva York sabe nada de las hormigas, como
también lo ignora todo sobre aquel mendigo que va en taxi a la calle
Bowery; o sobre el tipo elegante que hurga en los cubos de la basura
en la Sexta Avenida; o sobre la “médium” de la zona oeste, en la
Calle Setenta, que alega: “Yo soy clarividente, clarioyente y
clarisensual”.

Nueva York es una ciudad para excéntricos y un centro de


fragmentos desiguales de información. Los neoyorquinos parpadean
veintiocho veces por minuto, y cuarenta si están en estado de
tensión. La mayoría de los que comen rosetas de maíz en el Yankee
Stadium dejan de mascar exactamente unos segundos antes del
lanzamiento. Los que mascan goma en las escaleras mecánicas de
los almacenes Macy detienen sus mandíbulas en el momento en que
llegan a su destino para concentrarse en el último escalón. Los
obreros del Zoo del Bronx encuentran monedas, clips, bolígrafos y
bolsitas de niñas cuando limpian el estanque de los leones marinos.

Los habitantes de Nueva York cada día beben dos millones de


litros de cerveza, comen siete millones de kilos de carne, y se
limpian los dientes con treinta y cinco kilómetros de pasta dentífrica.
En Nueva York mueren cada día cerca de 250 personas y nacen 460,
y por las calles de la ciudad se pasean 150 mil que tienen un ojo de
vidrio o de plástico.

El portero de una casa de Park Avenue tiene en su cabeza restos de


metralla desde la primera guerra mundial. Varias hijas de gitanas,
influidas por los estudios y la televisión, se escapan de sus casas
porque cuando sean mayores no quieren dedicarse a decir la buena
ventura. Cada mes se entregan cincuenta kilos de pelo a Louis
Feder, en el número 545 de la Quinta Avenida, donde se hacen
pelucas rubias con el cabello de mujeres alemanas; morenas, con el
de francesas o italianas, pero ninguna con pelo de norteamericanas

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porque, según el señor Feder, está debilitado por los lavados y las
permanentes demasiado frecuentes.

Algunos de los hombres mejor informados son los encargados de


los ascensores, que raramente hablan, pero siempre escuchan…
como los porteros. El portero de Sardi escucha todos los
comentarios de los estrenos hechos por los espectadores que pasan
por delante de él después del último acto. Y escucha con atención y
con cuidado. A los diez minutos de bajar el telón está en condiciones
de decir qué espectáculo tendrá éxito y cuál no.

-----ESTO TIENE RELACIÓN CON EL REPORTAJE TITULADO


“La vida secreta de los maniquíes”, publicado en ESQUIREen
1960 y que hace poco reprodujo EL MALPENSANTE-----

Por la noche, en Broadway, llega un Rolls Royce oscuro, modelo


1948. Se baja una pequeña señora armada de una Biblia y un cartel
que dice: Los condenados perecerán. Se coloca en una esquina
chillando a las multitudes de pecadores de Broadway y a veces se
queda hasta las tres de la madrugada, en que el Rolls conducido por
un chofer la recoge y a la lleva de vuelta a Westchester. A esta hora
la Quinta Avenida está desierta, salvo algunos paseantes que
padecen de insomnio, algunos taxis de paso y un grupo de féminas
estilizadas que están en los escaparates de las tiendas toda la noche y
todo el día con unas sonrisas frías y perfectas –sonrisas de labios de
escayola, ojos de vidrio y mejillas que brillarán hasta que se les
desgaste la pintura--. Estos maniquíes flanquean la Quinta Avenida
como centinelas, mirando hacia la calle silenciosa con la cabeza alta,
pies puntiagudos y largos dedos de goma buscando cigarrillos que
no están allí. A las cuatro de la madrugada algunos escaparates se
convierten en extraños países encantados de diosas delgadas y
petrificadas en el momento de saleir para una recepción, de
zambullirse en una piscina, o de deslizarse hacia el cielo en un
nebuloso salto de cama azul.

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A pesar de que esta ilusión es debida, en parte, a una imaginación
calenturienta, también se debe a la increíble habilidad de los
fabricantes de maniquíes, que los han dotado de ciertas
características individuales, según la teoría de que dos mujeres –
aunque sean de plástico o de cartón piedra--, no son exactamente
iguales. Como resultado, los maniquíes de Peck & Peck son de
figuras juveniles y pulcras, mientras en Lord & Taylor parecen de
muchachas más serias, bajo ráfagas de viento. En Saks son recatadas
pero maduras, mientras que en Bergdorf no tienen edad pero sí
aspecto de sobria riqueza. Las facciones de las figuras de la Quinta
Avenida están inspiradas en algunas de las mujeres más atractivas
del mundo –mujeres como Suzy Parker, que posó para los de Best &
Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los maniquíes de Saks.
La preocupación por hacer a los maniquíes casi humanos,
dotándolos de curvas, es tal vez responsable de la extraña atracción
que tantos habitantes de Nueva York sienten por estas vírgenes
sintéticas. Esta es la razón por la que algunos escaparatistas hablan
con frecuencia a los maniquíes y les dan apodos, y por la que los
maniquíes desnudos en los escaparates atraen inevitablemente a los
hombres, disgustan a las mujeres y están prohibidos en la ciudad de
Nueva York. Algunos maniquíes son asaltados por pervertidos. Hace
poco fue descubierto un esbelto maniquí de una tienda de White
Plains en un sótano con la ropa arrancada, el maquillaje estropeado y
evidentes señales de intento de violación. La policía una noche
organizó una trampa y cogió al atacante: un hombrecillo tímido, el
portero de la finca.

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Cuando la circulación callejera va disminuyendo y la mayoría de la


gente está dormida, en algunos vecindarios de Nueva York
empiezan a pulular los gatos. Se desplazan con rapidez a través de
las sombras de los edificios; los guardianes nocturnos, los policías,
los basureros y los noctámbulos los ven, pero no por mucho tiempo.

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La mayoría de ellos se concentran alrededor de los mercados de
pescado en Greenwich Village y en las zonas tanto del Este como
del Oeste donde abundan los cubos de basura. Sin embargo, no hay
parte de la ciudad que esté sin sus gatos vagabundos. Y los garajes
abiertos toda la noche en lugares tan activos como la Calle
Cincuenta y Cuatro, han contado hasta veinte gatos alrededor del
Teatro Ziegfield por la mañana temprano. Tropas de gatos patrullan
por la noche los muelles en busca de ratas. Los vigilantes de las vías
del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad y que
aparentemente nunca son atropellados por los trenes, aunque a veces
son electrocutados por el tercer carril. Cerca de veinticinco gatos
viven a veinticinco metros de profundidad en la estación Grand
Central; son alimentados por los obreros del subsuelo y nunca salen
a la luz del día.

Los gatos vagabundos y libres de las calles viven una existencia


completamente distinta a la de los gatos mantenidos en los
apartamentos de Nueva York. La mayoría están llenos de pulgas.
Muchos mueren envenenados por lo que comen, por el frío y por la
deficiente alimentación; su promedio de vida es de dos años,
mientras los gatos caseros viven diez o más años. Cada año la
ASPCA (Asociación Protectora de Animales) mata cerca de 100.000
gatos callejeros para los que no consigue encontrar casas.

La promoción social entre los gatos vagabundos de Gotham no es


corriente. En raras ocasiones adquieren una dirección postal más
distinguida. Normalmente se mueren dentro de la zona en que han
nacido, aunque un espécimen lleno de pulgas, recogido por la
Sociedad Protectora de Animales, fue adoptado por una mujer rica:
ahora vive en un piso de lujo en la zona este y pasa el verano en una
finca en Long Island. La American Feline Society llevó dos gatos
errantes a la sede de las Naciones Unidas cuando oyeron que
algunos roedores habían infestado los ficheros. “Los gatos se
ocuparon de ellos—dijo Robert Lotear Kennedy, el presidente de la

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Sociedad--. Y parecían felices en la ONU. Uno de ellos solía
quedarse dormido encima de un diccionario chino”.

En cada vecindario de Nueva York, los gatos vagabundos están


dominados por un “jefe”: el macho más grande y más fuerte. Pero,
aparte del jefe, no existe mucha organización en la sociedad gatuna.
Dentro de ella existen, sin embargo, tres tipos de gatos: los salvajes,
los bohemios y los de las tiendas de comestibles y de restaurantes.
Los salvajes cuentan con alguna tapa suelta de cubo de basura o
con las ratas para alimentarse y no quieren nada con la gente; ni
siquiera con la que les da de comer. Estos gatos, que son los más
desaseados entre los vagabundos, tienen el evidente aspecto de
animales acosados; expresión salvaje y ojos desorbitados.
Generalmente se encuentran en gran número por el puerto.

El bohemio, en cambio, es más tratable. No huye de la gente. A


menudo los alimentan algunos sensibleros amantes de los gatos –en
su mayoría mujeres—que los llaman “pequeños”, “angelitos”,
“queridos” y se indignan cuando los objetos de su caridad son
llamados gatos callejeros. Los bohemios son tan puntuales a la hora
de la comida que un gatófilo ha insinuado la teoría de que conocen
las horas. Ha citado el caso de un macho gris que aparece cinco días
por semana a las cinco y media en punto de la tarde, en un edificio
de oficinas en Brodway, en la Calle Diecisiete, en donde los
encargados de los ascensores le dan de comer. Y nunca se presenta
los sábados y domingos. Parece saber que esos días la gente no
trabaja.

El gato de tienda de comestibles (o de restaurantes), muy a


menudo es un bohemio convertido, come bien y tiene alejados a los
roedores, pero normalmente hace uso discontinuo de la tienda y
prefiere pasar sus noches merodeando por las calles. A pesar de su
horario de trabajo libre, asume la mayoría de las ventajas de casta
afín –el gato con pleno empleo de la tienda de comestibles, que

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nunca vagabundea--, incluido el privilegio de dormir en el
escaparate.

El número de gatos con pleno empleo, sea dicho de paso, ha


disminuido mucho desde la desaparición de las pequeñas tiendas y el
advenimiento de los supermercados en Nueva York. Con los
sistemas más avanzados de protección contra las ratas, con el mejor
empaquetado de los alimentos y adecuadas condiciones sanitarias,
las cadenas de supermercados rara vez necesitan gatos de pleno
empleo.

Por el puerto, sin embargo, sigue inmutable la gran necesidad de


gatos. Una vez, un descargador que era alérgico a los felinos, los
envenenó. En el espacio de un día todo estaba invadido de ratas.
Cada vez que un hombre se volvía, veía ratas encima de las cajas.
En el muelle 95 las ratas empezaron a robar la comida de los
descargadores y hasta llegaron a atacar a los hombres. Así que
fueron movilizados todos los gatos callejeros de los barrios cercanos
y ahora la mayoría de las ratas han desaparecido.
“Pero los gatos no acostumbran a dormir mucho por aquí –dijo un
descargador--. No pueden. Las ratas los atacarían. Hemos tenido
aquí casos en que una rata ha destripado a un gato. Pero no es muy
frecuente. La mayoría de los gatos del puerto son de cuidado”.

--000—

A las cinco de la madrugada, Manhattan es una ciudad de cansados


tocadores, trompetistas y barmans que se dirigen a sus casas. Las
palomas son las dueñas de Park Avenue y se pasean con arrogancia
y libremente en medio de la calle. Esta es la hora más tranquila de
Manhattan. La mayoría de las personas noctámbulas han
desaparecido y las diurnas aún no se ven. Los conductores de
camiones y de taxis están alerta, pero todavía no turban el buen
estado de ánimo. No turban al Rockefeller Center abandonado, o a
los inmóviles guardianes del Mercado de Pescado de Fulton, o al

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encargado de la estación de gasolina que duerme al lado de Sloppy
Louie con la radio encendida.

A las cinco de la mañana, los habituales clientes de Broadway se


han ido a casa o a los cafés abiertos toda la noche, en donde, bajo las
vivas luces, se pueden observar sus barbas crecidas y su cansancio.
En la Calle Cincuenta y Uno hay un coche-radio de la prensa parado
al lado de la acera con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. De
este modo, está allí sentado durante algunas noches seguidas, mira a
través del parabrisas, y en seguida se convierte en agudo observador
de la vida a partir de medianoche.

“A la una –dice él—Broadway está lleno de tíos presumidos y de


jovencitos que salen del Hotel Astor con smoking blanco—chicos
que han ido al baile con el automóvil de su padre--. También hay
limpiadoras que regresan a sus casas, siempre tocadas con pañuelos.
A las 2, algunos de los bebedores pierden el dominio y es la hora de
las riñas en los bares. A las 3 el último espectáculo en los centros
nocturnos ha terminado y la mayoría de los turistas, los hombres de
negocios y forasteros regresan a sus hoteles. A las 4, después del
cierre de los bares, salen los borrachos, y también los alcahuetes y
prostitutas que se aprovechan de ellos. A las 5, sin embargo, todo
está en calma. Nueva York a las 5 es una ciudad completamente
distinta”.

A las seis de la mañana empiezan a salir del metro los primeros


trabajadores. La circulación, como si fuese un río, empieza a
ponerse en movimiento en Broadway. La señora Mary Woody salta
de la cama, se precipita a su despacho y telefonea a docenas de
soñolientos habitantes de Nueva York para decir con voz alegre –
que pocos aprecian--: “Buenos días. Es hora de levantarse”. En
veinte años, como telefonista del servicio de despertador de la
Western Union, la señora Woody ha hecho saltar de la cama a
millones.

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--0000—

A las siete de la mañana, un elegante hombrecito, de aspecto muy


parisiense, con gorro azul y jersey de cuello alto, camina
apresuradamente por Park Avenue para visitar a sus amigas ricas,
para asegurarse que cada una de ellas recibe un vigoroso masaje
antes del desayuno. Los porteros de uniforme lo saludan con
cordialidad y le llaman “Biz” o “Mac” porque él es Biz MacKey, un
extraordinario masajista de señoras.

El señor MacKey es ágil y estirado y lleva siempre una cartera de


cuero negro que contiene los linimentos, las cremas y las toallas de
su oficio. Sube en el ascensor; a la media hora vuelve a bajar para ir
a casa de otra señora: una cantante de ópera, una actriz de cine, una
teniente de la policía femenina.

Biz MacKey, un ex boxeador de peso pluma, empezó a hacer


masajes con habilidad a las mujeres en el París de los años veinte.
Había perdido un encuentro durante una gira europea y decidió que
ya estaba harto del boxeo. Un amigo le sugirió que fuera a una
escuela de masajistas y, seis meses después, tenía su primera cliente
–Claire Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies
Bergère--. Le gustó y le proporcionó más clientes –Pearl White,
Mary Pickford y una soprano wagneriana metida en carnes. Hizo
falta la segunda guerra mundial para sacar a Biz de Paris.

Cuando volvió a Manhattan, su clientela europea siguió haciendo


uso de sus servicios siempre que venían aquí y, aunque ahora tiene
más de setenta años, sigue viento en popa. Biz trata a unas siete
mujeres al día. Sus dedos fuertes y sus brazos musculazos tienen un
toque extraordinariamente suave. Es discreto, y por esto las señoras
de Nueva York lo prefieren. Visita a cada una de ellas en su piso y
tiene las llaves de sus dormitorios; es a menudo el primer hombre al
que ven por la mañana y lo esperan acostadas. Él nunca revela el

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nombre de sus clientes, pero en su mayoría son ricas y de mediana
edad.

--Las mujeres no quieren que las otras mujeres se enteren de sus


asuntos –explica Biz--. Ya saben cómo son –añade después, dando a
entender que él desde luego lo sabe.

--00000—

Los porteros ante los que pasa todas las mañanas son generalmente
un grupo de diplomáticos de la acera que cuentan entre sus amigos a
algunos de los hombres más poderosos, de las mujeres más guapas y
de los perros falderos más delicados. La mayoría de las veces los
porteros son altos, de rasgos ligeramente góticos y poseen ojos lo
bastante agudos para identificar a los que dan buenas propinas a una
manzana de distancia en día de niebla espesa.

Algunos porteros de la zona este son tan orgullosos como los


grandes de España y sus uniformes llenos de galones parecen haber
salido de la misma sastrería que viste al mariscal Tito. La mayoría
de los porteros de los hoteles son expertos en la conversación ociosa,
en la conversación seria y en las respuestas rápidas, en recordar
nombres y en evaluar los equipajes. (Conocen la riqueza de un
cliente por el equipaje que tiene y no por los trajes que lleva.)

En Manhattan hay hoy día 650 porteros de casas de pisos; 325


porteros de hoteles (catorce en el Waldorf Astoria); y un número
desconocido pero muy numeroso de porteros de restaurantes, de
teatros, de centros nocturnos, porteros voceadores y porteros sin
puerta.

Los sin puerta, que son vagabundos no agremiados, en general sin


uniformes (pero con gorras alquiladas), pululan por la ciudad
abriendo las portezuelas de los coches cuando el tránsito es denso –
en las noches de ópera, de conciertos, de peleas de campeonato y de

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convenciones--. El portero del Brass Rail, Cristos Efthimiou, dice
que los sin puerta saben cuándo es su día (los lunes y los jueves), y
entonces ofrecen sus servicios en la Séptima Avenida o en la Calle
Cuarenta y Nueve.

Los porteros voceadores, que a veces llevan uniformes alquilados


—pero son propietarios de sus gorras—se colocan frente a los clubs
de jazz como los que hay en la Calle Cincuenta y Dos. Además de
abrir las portezuelas y coger al vuelo los taxis, el portero voceador
puede que susurre a los peatones al pasar, en voz baja pero clara:

--¡Pssst! No se cobra el cubierto. Hay chicas ahí dentro… ¡La


Nueva Reina de Alaska!

Aunque no hay un solo portero en toda la ciudad que no jure por


todos los santos que es pagado por debajo de su valía, muchos
porteros de hoteles admiten que algunas semanas buenas y lluviosas
han reunido hasta 200 dólares sólo en propinas. (Hay muchas
personas que quieren un taxi cuando llueve, y los porteros que les
proporcionan paraguas y taxis rara vez se quedan sin gratificación.)

Cuando llueve en Manhattan, la circulación es lenta, se cancelan


compromisos y en los vestíbulos de los hoteles muchas personas se
hunden en las butacas detrás de un periódico o se pasean sin ningún
objetivo de acá para allá sin sentarse en sitio alguno, sin nadie a
quien hablar, sin nada que hacer. Es más difícil encontrar un taxi; los
grandes almacenes facturan de un 15 a un 25 por ciento menos; y los
monos del Zoo del Bronx, sin público que los admire, se quedan
desfallecidos y malhumorados en sus jaulas y parecen más aburridos
aún que los tipos en los vestíbulos de los hoteles.

Mientras algunos neoyorquinos se ponen de malhumor por la


lluvia, otros la prefieren, les gusta andar bajo ella y dicen que en
días de lluvia los edificios de la ciudad parecen de alguna manera
más limpios, lavados y opalescentes como un cuadro de Monet. En

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Nueva York, cuando llueve, hay menos suicidios; pero cuando luce
el sol y los habitantes de Nueva York parecen felices, las personas
deprimidas se hunden todavía más en la depresión y el Hospital de
Bellevue suele acoger a más suicidas.

No obstante, un día de lluvia en Nueva York es un día brillante


para los vendedores de paraguas y de impermeables, para las chicas
de los guardarropas, para los botones y para los miembros del
consulado general británico, que dicen que la lluvia les recuerda su
tierra. La Consolidated Edison afirma que los habitantes de Nueva
York consumen 120 mil dólares más de electricidad que en días
claros; miles de pliegues de pantalones se desbaratan en la lluvia, y
la lavandería de Norton en la Calle Cuarenta y Cinco, plancha una
media de 125 pantalones más en estos días.

La lluvia hace escurrirse el rimmel en los ojos de las modelos de


moda que no logran encontrar un taxi; y la lluvia en Times Square
convierte en solitario el día para los sargentos que reclutan
voluntarios, para los oradores callejeros, los limpiabotas y los
ladrones, pues todos tienden a perder su entusiasmo cuando están
mojados.

Cada mañana, poco después de las siete y media, cuando la


mayoría de los habitantes están todavía medio dormidos y con ojos
legañosos, cientos de personas hacen cola a lo largo de la Calle
Cuarenta y Dos, esperando que a las ocho abran los diez cines que
están casi hombro con hombro, por decirlo así, entre Times Square
y la Octava Avenida.

¿Quiénes son estas personas que van al cine a las ocho de la


mañana? Son los vigilantes nocturnos de la ciudad, los
desamparados, o gente que no puede dormir, no puede ir a su casa, o
no tiene casa. Son conductores de camiones, homosexuales, policías,
choferes de taxi, limpiadoras y empleados de restaurantes que han
trabajado toda la noche. Hay también alcohólicos que esperan que

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den las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento cómodo y
dormirse en el teatro fresco, oscuro y lleno de humo.

Sin embargo, aparte de estar lleno de humo, cada cine de


Broadway tiene una especial característica, o falta de característica.
En el Victory se ven tan sólo películas de terror, mientras que el
Times Square Theatre exhiben sólo películas del Oeste. Hay
películas de estreno por cuarenta centavos en el Lyric, mientras que
en el Selwin hay reposiciones por treinta centavos. Tanto en el
Liberty como en el Empire hay reestrenos, mientras en el Apollo
exhiben tan sólo películas extranjeras. Éstas han hecho ganar mucho
dinero a la empresa durante veinte años, y William Brandt, uno de
los propietarios, no lograba explicarse el porqué. “Así que un día
investigué en el local –dijo—y vi en el vestíbulo a personas que
hablaban con las manos. Me di cuenta de que eran sordomudos.
Prefieren el Apollo porque leen los subtítulos de las películas
extranjeras en inglés. El Apollo tiene probablemente el público de
cine más numeroso en sordomudos”.

--000000—

Nueva York es una ciudad con 8.485 telefonistas, 1.364 chicos de


reparto de la Western Union, 112 recaderos de periódicos. Un
público normal de béisbol en el Yankee Stadium gasta más de
cuarenta litros de jabón líquido por partido (una marca extraoficial
de limpieza en los equipos de primera división). El estadio tiene
también el máximo número de acomodadores (360), de barrenderos
(72) y de lavabos de caballero (34).

En Nueva York hay unas quinientas “mediums”, desde los tipos de


semitrance a los de trance y a los de trance profundo. La mayoría de
ellas viven en las Calles Setenta, Ochenta y Noventa en el lado
Oeste y los domingos en algunas de estas manzanas de edificios se
habla con los muertos, tocan solas las trompetas y se resuelven todos
los problemas.

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En Nueva York la Fifth Avenue Lingerie Shop (ropa interior de
señoras) se encuentra en Madison Avenue; la Madison Pet Shop
(pajarería) está en Lexington Avenuem y la Lexington Hanf
Laundry (lavandería) está en la Tercera Avenida. Nueva York tiene
120 casas de empeño y es también el sitio en que el hermano del
obispo Sheen, el doctor Sheen, comparte su oficina con un doctor,
Bishop (obispo).

En el interior de una tranquila casa de piedra en Lexington


Avenue, esquina con la Calle Ochenta y Dos, un farmacéutico,
Frederick D. Lascoff, ha vendido sanguijuelas durante años a
boxeadores magullados, aceite de calamento para cazadores de
leones y miles de extrañas pociones a personas en todo el mundo.

En una lóbrega factoría de la zona oeste serpentea cada mes una


larga línea verde de cartulina, adelante y atrás, en una prensa hasta
que se corta en miles de pedazos pequeños y fastidiosos. Cada
cartulina está medida para entrar en el bolsillo de un policía y
terminará adornando el parabrisa de un coche mal estacionado, y
sacando a un automovilista 15 dólares. Cada año se imprimen cerca
de 500 mil tarjetas de 15 dólares para la Policía de Nueva York en la
Calle Noventa, Oeste. Y los empleados de la firma May Tag and
Label Corp encuentran a veces que el trabajo realizado por ellos
repercute en sus propios parabrisas.

Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, de 30


mil palomas, y 600 estatuas y monumentos. Cuando en la estatua
ecuestre de de un general el caballo tiene levantadas las dos patas
delanteras, quiere decir que él ha muerto en la batalla; si tan sólo una
pata está en el aire, el general ha fallecido a consecuencia de heridas
recibidas en combate; si todas las patas se apoyan en el suelo, es
probable que el general muriera en su cama.

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En Nueva York, desde el alba hasta el crepúsculo y hasta el alba
nuevamente, día tras día, se puede oír el restregar continuo de las
ruedas en el piso de hormigón del Puente George Washington. El
puente no está nunca completamente inmóvil. Vibra con el tránsito.
Se mueve con el viento. Sus gruesas venas de acero se dilatan con el
calor y se contraen con el frío; su plataforma está a veces en verano
tres metros más cerca del río Hudson que en invierno. Es una
estructura casi flexible, de una belleza llena de gracia que, como
irresistible seductora, sustrae secretos a los románticos que la
contemplan, a los escapistas que se tiran de ella, a la muchacha
regordeta que recorre el vano de más de un kilómetro de largo
intentando adelgazar, y a los 100 mil automovilistas que cada día
recorren, tienen un encontronazo, intentan pagar menos peaje del
debido y se encuentran embotellados en ella.

Pocos de los neoyorquinos y de los turistas que recorren el puente


conocen la existencia de los obreros que viajan en ascensores por las
torres gemelas hasta una altura de ciento ochenta metros, y pocas
personas saben que algunas veces unos borrachos vagabundos se
han subido alegremente hasta arriba, quedándose dormidos allá. Por
la mañana, petrificados, han tenido que ser bajados por equipos de
emergencia.

Pocas personas saben que el puente fue construido en una zona por
donde los indios solían vagar, en donde se han empeñado batallas y
donde, en los primeros tiempos coloniales, los piratas eran colgados
a lo largo de las orillas para escarmiento de otros marinos
aventureros. Ahora el puente está emplazado en donde las tropas de
Washington tuvieron que replegarse ante los invasores británicos
que más tarde conquistaron Fort Lee y Nueva Jersey, encontrando
las ollas todavía en el fuego, los cañones abandonados y las
vestimentas desparramadas a lo largo del trayecto recorrido por la
guarnición de Washington que se había batido en retirada.

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El acceso al Puente George Washington está a treinta metros más
de altura que el pequeño faro colorado que se convirtió en algo
anticuado cuando surgió el puente en 1931; sus accesos por el lado
de Nueva Jersey están a tres kilómetros de donde Albert Anastasia
vivió detrás de un alto muro custodiado por mastines; sus salidas de
peaje de Jersey están a siete metros de donde un camionero sin
permiso de conducir intentó pasar con cuatro elefantes en el
remolque… y lo hubiera conseguido si uno de los elefantes no se
hubiese caído. El vano superior está a setenta metros de donde un
guarda de la autoridad portuaria se subió para decir a un suicida:
“Escucha, hijo de p…, si no te bajas en seguida, voy a disparar”, y el
hombre bajó en seguida.

Los guardas del puente están alerta las veinticuatro horas del día.
Tienen que hacerlo. En cualquier momento puede que haya un
accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 un centenar de
personas han saltado desde el puente. Más del doble han sido
retenidos. Los que saltan del puente para suicidarse lo hacen deprisa
y silenciosamente. Dejan al borde de la pista automóviles,
chaquetas, gafas y a veces una carta que dice: “Quiero asumir solo
toda la responsabilidad” o “No quiero vivir más”.

--00000000—

Un solitario viajante forastero, que había tomado algunos tragos la


noche antes, se alojó en un hotel de Broadway cerca de la Calle
Setenta y Cuatro, se acostó, y se despertó en plena noche ante un
espectáculo curioso. Vio delante de su ventana la trémula imagen de
la estatua de la Libertad.

Pensó inmediatamente que había sido raptado y que estaba


navegando cerca de la estatua de la Libertad en alta mar hacia un
desastre seguro. Pero luego, mirando con más atención, se dio
cuenta de que en realidad estaba viendo la segunda estatua de la
Libertad de Nueva York, la oscura y casi inadvertida estatua que se

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yergue encima de los almacenes de Liberty-Pac, en el número 43 de
la Calle Sesenta y Cuatro Oeste.

Esta reproducción, erigida en 1902 a petición de William H.


Flattau, un patriótico dueño de almacenes, se alza más de dieciséis
metros por encima de su pedestal, mientras que la de Bartholdi en la
isla Liberty mide cuarenta y cinco metros. La estatua menor tenía
también una antorcha encendida, una escalera de caracol y un
agujero en la cabeza desde donde se podía ver Broadway iluminado.
Pero en 1912 la escalera se agrietó, la antorcha se apagó durante una
tempestad y a los escolares se les prohibió subir y bajar por su
interior. El señor Flattau murió en 1931, y con él se fue gran parte de
la información referente a la estatua.

De vez en cuando los turistas preguntan sobre la estatua a los


empleados del almacén y también al vecindario. La gente, por lo
general, se acerca y pregunta: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?”,
según dice el guarda del estacionamiento que está enfrente. “El otro
día, un tejano se detuvo, miró hacia arriba y dijo: “Tenía la
impresión de que esa estatua estaba en el agua en alguna parte”. Sin
embargo, algunas personas están realmente interesadas en la estatua
y le hacen fotografías. Considero un privilegio trabajar debajo de
ella, y, cuando llegan los turistas, siempre les recuerdo que ésta es
“la estatua de la Libertad más grande en el mundo y tan sólo inferior
a la otra”.

La mayoría del vecindario no presta la menor atención a la estatua.


No lo hacen las adivinas gitanas que trabajan a la izquierda de ella;
no lo hacen los clientes habituales de la taberna de la señora Stern
debajo de ella; no lo hacen los ruidosos consumidores de sopa en el
restaurante Bickford. Un chofer de Nueva York, David Zickerman
(coche numero 2.865), ha pasado cientos de veces por donde está
emplazada y nunca se ha dado cuenta de su existencia. “¿Quién
demonios mira hacia arriba en esta ciudad?”, pregunta.

17
La estatua ha llevado en la mano durante decenios su antorcha
apagada en este vecindario de golpeadores de pelotas de boxeo,
cocineros de bares y guardas de almacén; por encima de botones con
pocas propinas, policías y hombres disfrazados de mujeres con
tacones altos que abandonan sus cuatro paredes por escaleras de
incendio después de la medianoche y se pasean por esta ciudad tal
vez demasiado libre.

--00000000—

Nueva York es una ciudad en movimiento. Artistas y “beatnicks”


viven en Greenwich Village, donde se asentaron los negros al
principio. Los negros viven en Harlem, donde un tiempo vivieron
los judíos y los alemanes. Los ricos se han trasladado del lado oeste
al este. Los portorriqueños se amontonan por doquier. Tan sólo los
chinos se han estabilizado en su enclave alrededor del viejo ángulo
de la calle Doyer.

Para algunas personas el mejor recuerdo de Nueva York es la


sonrisa de la azafata aérea, o la paciencia de un dependiente de
zapatería en la Quinta Avenida; para otros el olor a ajo detrás de una
iglesia en la calle Mulberry representa a la ciudad, o un pequeño
trozo de tierra donde puedan pelearse las pandillas juveniles o algún
solar comprado o vendido por Zeckendorf.

Pero, salvo en las guías de la ciudad de Nueva York y de la


Cámara de Comercio, la ciudad no es ningún festival veraniego.
Para la mayoría de sus habitantes Nueva York es una ciudad de duro
bregar, de demasiados automóviles y demasiada gente. La mayoría
de las personas son anónimas, como los conductores de autobús, las
limpiadoras y esos obscenos individuos que embadurnan los carteles
publicitarios y nunca son cogidos “in fraganti”. Muchos
neoyorquinos parecen tener sólo el nombre de pila, como los
barberos, los porteros y los limpiabotas. Otros viven su existencia
bajo nombre equivocado, como Jimmy Buns, que reside frente a la

18
Central de Policía, en Centre Street. Cuando Jimmy Buns, cuyo
verdadero apellido es Mancuso, era pequeño, los policías sentados
enfrente le gritaban: “Eh, chico, ¿quieres ir a la esquina y traernos
café y bollos (buns)?”. Jimmy siempre estaba dispuesto y en seguida
empezaron a llamarle Jimmy Buns, o tan sólo Buns. Ahora Jimmy
es un anciano, de pelo blanco, con una hija llamada Jeannie. Pero
Jeannie nunca ha llevado su apellido; también ella es Jeannie Buns.

--00000000—

Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, que ha manejado los


letreros luminosos de noticias en Times Square desde 1928 sin
encender nunca una bombilla suya; y de George Bañón, el
cronometrador oficial del Madison Square Garden, que, como un
imperecedero reloj, ha medido los tiempos de 7 mil combates de
boxeo y ha tocado el gong dos millones de veces. Es la ciudad de
Michael McPadden, que está sentado frente a un micrófono en la
caseta del ferrocarril subterráneo, cerca de los trenes de enlace en
Times Square, gritando con una voz que ondula entre la inutilidad y
la frustración: “Cuidado al salir; por favor, cuidado al salir”. Lanza
este aviso quinientas veces al día, y algunas veces quisiera cambiar
un poco sus palabras. Pero raramente lo intenta. Está convencido
desde hace mucho tiempo de que su voz se pierde en el estruendo de
las puertas que se cierran y los cuerpos que se empujan; antes de que
se le haya ocurrido algo chistoso que decir ha llegado otro tren de
Grand Central, y el señor McPadden vuelve a repetir (¡una vez
más!): “Cuidado al salir, por favor, cuidado al salir”.

Cuando todos los clientes se han marchado de los almacenes


Macy, diez perros Doberman negros empiezan a recorrer todas las
dependencias para descubrir si alguien se ha quedado escondido
debajo de los mostradores o entre los trajes colgados. Recorren los
veinte pisos de los grandes almacenes, y están entrenados a subir
escaleras de mano, saltar a través de los marcos de las ventanas, a
saltar por encima de obstáculos y a ladrar ante cualquier cosa

19
insólita: un radiador que pierde agua, una tubería de vapor rota, algo
de humo o un ladrón. Si un caco intentara escaparse, los perros lo
alcanzarían fácilmente, se meterían entre sus piernas y le harían
caer. Sus ladridos han alertado a los guardas muchas veces por cosas
de nimia importancia, pero nunca a causa de un ladrón: ninguno se
ha atrevido a quedarse después del cierre desde que en 1952 llegaron
los perros.

Nueva York es una ciudad en la que los grandes halcones de los


acantilados se agarran a los rascacielos y de vez en cuando se tiran
en picado para coger una paloma en Central Park, o Walt Street, o el
río Hudson. Los ornitólogos aficionados han observado a estos
halcones cuando dan lentas vueltas por encima de la ciudad. Los han
visto apoyados encima de altos edificios, e incluso en las cercanías
de Times Square. Cerca de una docena de estos halcones, cuyas alas
alcanzan a veces un ancho de ochenta y cinco centímetros, patrullan
la ciudad. Han pasado en vuelo rasante sobre unas mujeres en la
terraza del hotel St. Regis, han atacado a un obrero que estaba
arreglando chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones saltaron
encima de dos señoras residentes en el Asilo para Judíos Ciegos de
Nueva York. Los hombres encargados de las reparaciones de iglesia
de Riverside han visto halcones comiéndose palomas en el
campanario. Los halcones se quedan allí muy poco tiempo. Luego
vuelan hacia el río, abandonando las cabezas de sus víctimas para
que estos hombres las quiten. Cuando los halcones vuelven, vuelan
sin hacer el menor ruido, sin que nadie se dé cuenta, como los gatos,
las hormigas, el portero con metralla en la cabeza, el masajista de
señoras y la mayoría de los extraños y asombrosos seres de esta
ciudad fuera del tiempo.

2--NUEVA YORK, CIUDAD DE SERES ANÓNIMOS

20
Nueva York es una ciudad de hombres sin rostro, sentados
anónimamente en las taquillas del metro vendiendo billetes a gente
apresurada. Cada día de la semana aparecen ante ellos más de cuatro
millones de pasajeros. Los taquilleros no tienen cabeza, ni cara, ni
personalidad: sólo dedos. Excepto cuando dan información, su
vocabulario consiste generalmente en tres palabras: “¿Cuántos, por
favor?”.

Sin embargo, bajo la Calle Catorce hay un taquillero, llamado


William De Villis que se rebela abiertamente contra el anonimato.
En una taquilla de la Octava Avenida ha pegado un cartel que
dice:”Por favor, sonría. Este trabajo ya es demasiado penoso”.

Y la gente sonríe.

Da los buenos días a todo el mundo. Algunos neoyorquinos se


quedan asombrados. Les anota instrucciones sobre los trenes en tiras
de papel y hasta les presta billetes cuando olvidan el dinero. Y es
muy locuaz. Cuando suena el teléfono, coge el auricular y dice:
“Buenos días, al habla William F. de Villis pase número 216.680,
empleado del Indepemdemt Branco of the New York Rapad Transist
System, taquilla número 78, Calle Catorce y Octava Avenida. ¿En
qué puedo ayudarle?”.

Como es un hombre que pasa ocho horas del día viendo a los
neoyorquinos ir y venir, empujar, estrecharse y precipitarse hacia las
puertas que se van cerrando, De Villas ha estado en condiciones no
sólo de ver, sino también de comprender una vasta porción de la
naturaleza humana en acción.

“Una de las cosas que he observado –dice—es que la mayoría de


las personas tienen la costumbre de pasar cada mañana por un
torniquete determinado y nunca por otro. He notado también que
muchos compran tan sólo dos billetes a la vez. Y otros, que han

21
gastado dinero en comprarse estuches para los billetes, cuando han
utilizado uno, en seguida compran otro para sustituirlo.

El señor De Villis, que ha trabajado en la empresa del Ferrocarril


Metropolitano desde 1939, considera que su campaña de la amistad
ha tenido mucho éxito. Cada día, cuando los clientes leen el cartel,
se marchan sonriendo, pero una vez en el tren desaparecen las
sonrisas. Y se empujan y amontonan de nuevo; o buscan un posible
asiento con mirada fría o se ocultan detrás de un periódico, o lanzan
ojeadas a una chica guapa, preguntándose: “¿Cómo podría
acercármele?”.

La había visto por primera vez en Lexington Avenue mientras ella


cruzaba desde Bloomingdale y empezó a seguirla mientras bajaba
por las escaleras del metro, pasaba luego por torniquete y se ponía
a esperar en el andén entre una máquina de chicles y un gran cartel
con un hombre que había encontrado trabajo gracias a un anuncio
en el New Cork Times, sonriendo de oreja a oreja.

La chica tendría unos veinticinco años. Sus piernas eran largas y


bronceadas, su cabello rubio era corto y echado hacia atrás
negligentemente, probablemente con los dedos. Llevaba un sencillo
traje amarillo y guantes blancos. No iba maquillada. Tenía un
cuerpo delgado, anguloso y era el tipo sano que se ve a menudo en
los almacenes Bloomingdale, de la zona este, o salir con la compra
de tiendas de comestibles caras, o como pasajera del autobús de la
Quinta Avenida volviendo a casa del trabajo. Esta clase de
muchachas generalmente evitaban el metro, pero de vez en cuando
aparecía alguna y, cuando esto sucedía, él la observaba.

También los demás hombres la estaban mirando. Probablemente


ella se daba cuenta, pero se hacía la desentendida. Era parte del
juego. Los hombres trataban de ser sutiles, paseaban casualmente
por el andén, contemplando su imagen en el espejo de la máquina
de chicles. A menudo los unos se daban cuenta de los otros y de vez

22
en cuando se intercambiaban una sonrisita. Otras veces se creían
intachables. Cuando el tren llegó, la siguió y la miró mientras ella
se sentaba enfrente con las rodillas juntas, con las manos
enguantadas en su regazo, y los ojos azules mirando de frente con
inocencia.

El tren empezó a chirriar rápidamente en los rieles hacia la


Quinta Avenida, mientras las luces del túnel resplandecían al pasar.
Una señora gorda, con una bolsa de Macy, se tambaleaba como un
remolcador; los ojos de los hombres espiaban por encima de los
periódicos a la chica guapa. Ella no se atrevía a mirarlos (en el
metro no se atrevía a cambiar su imagen de inocencia).

“Si sucediera algo –si fallara el tren, se apagaran las luces o la


señora gorda se cayera—tal vez habría una excusa para hablar con
esa diosa sentada enfrente”. Pero nada sucedió. El tren siguió su
recorrido impecablemente, como hacen siempre los trenes cuando
uno no quisiera.
Se paró en la Quinta Avenida.

Luego en la Calle Cuarenta y Nueve.

Luego en la Cuarenta y Dos. De repente, la chica se puso de pie,


agarrándose por un momento a un barrote, y desapareció… como
todas las otras muchachas encantadoras y bonitas que había visto
en Nueva Cork, con las que nunca había hablado y que
probablemente no volvería a ver nunca más.
--2--

Los 10 mil conductores de autobuses de Nueva York sortean


diariamente el peor tránsito del mundo y son insultados por señoras
ancianas, engañados por escolares en el pago de la tarifa,
interceptados por los taxis, amenazados por los camiones; todo esto
conduciendo con una mano y devolviendo el cambio con la otra,
entregando billetes para una transferencia de línea, contestando a mil

23
preguntas, arrancando con los discos verdes, procurando ir a la hora,
evitando los baches en el suelo de Con Edison, implorando a los
pasajeros para que se vayan hacia atrás, escuchando el incesante
sonido del timbre y sufriendo de dolores en la espalda, de úlceras,
de hemorroides y presas de un incontenible deseo de estrellar el
autobús contra un muro y marcharse.

A pesar de la fatiga y de las penas, el conductor de autobuses de


Nueva York se mantiene en general en el anonimato y pasa por la
vida con tan sólo media cara visible en el espejo retrovisor. Nunca
logrará el prestigio de los elegantes conductores de la Greyhound,
que conducen como pilotos; o de los conductores suburbanos que se
tutean con los clientes habituales y reciben regalos por Navidad; o
de los choferes de autobuses alquilados, que llevan grupos de
personas de excursión y generalmente son invitados a compartir la
comida; o de los conductores de autobuses escolares que a veces
llegan a dar algún que otro capón a sus pasajeros y no sufren las
consecuencias, si el Consejo de Educación no es demasiado
progresista.

El conductor de autobús de Nueva York es considerado como algo


gratuito, y cuando levanta la vista hacia el retrovisor, puede ver a la
“multitud de los centavos” que hace caso omiso de él. La puede ver
mirando por las ventanillas, contemplándose los pies, o intentando
leer el periódico de otro. Puede distinguir a un recadero que estudia
un sobre que tiene entre manos y a una señora gorda con la bolsa de
la compra que mira fijamente a un hombre sentado. Puede ver a los
pasajeros de pie colgados de las correas como reses de matadero y
puede llegar a odiarlos cuando rehúsan desplazarse después de haber
repetido quejumbrosamente por enésima vez:

--Para atrás, por favor; hay sitio atrás.

No le hacen el menor caso y continuarán así hasta que él interfiera


en su comodidad… dando un rápido frenazo, no contestando a una

24
pregunta, o no deteniéndose en una parada mientras tocan el timbre.
Día tras día los conductores siguen esta eterna rutina reiterativa y
saben lo que pueden esperar –y cuándo—de los tres millones de
pasajeros que viajan en los autobuses cada día de la semana.

A las seis de la mañana los choferes de autobuses recogen a


telefonistas, enfermeras, empleados domésticos y de hoteles. A las
siete le siguen los dependientes de tiendas, descargadores del puerto,
ascensoristas y una variedad sin fin de otros lectores de periódicos
que tienen que encontrarse en el puesto de trabajo antes de las ocho.
Durante estas horas se oye constantemente el tintineo de las
monedas cayendo en la máquina, porque estos pasajeros
tempraneros, siendo también de la clase obrera, procuran
facilitar las cosas al conductor llevando el dinero justo. El trabajo
del chofer empieza a ser desagradable a partir de las ocho, cuando
los estudiantes con sus libros debajo del brazo, entran en avalancha
y se abren paso a codazos hasta los asientos.

A las nueve de la mañana el autobús se llena de secretarias y


recepcionistas que huelen a perfume. A las diez llegan las secretarias
ejecutivas (que trabajarán hasta las seis) y los burócratas que todavía
no están en condiciones de gastarse el dinero en taxis. Y además las
primeras oleadas de señoras que van de compras: la bete noir de los
conductores.

“La señora que va de compras puede tener el monedero lleno de


cambio y, sin embargo, me da un billete de cinco dólares –dice
Barney O`Leary, que empezó como tranviario hace treinta y cuatro
años y parece haber salido de las páginas de The Informer--. O a lo
mejor va con una amiga y le dice: “Deja, Sofía, yo lo tengo”. Luego
coge el guante con los dientes y va rebuscando entre las monedas
mientras todo el mundo espera fuera bajo la lluvia.

“Cuando me detengo en una parada con mucha gente, es de cajón


que la primera de la cola sea una señora con un paquete. En cuanto

25
sube deposita el bulto en el suelo, busca en el bolso y, después de
que le he devuelto el cambio, se le ocurre pedir un billete de
transferencia de tres centavos. Tengo así dos transacciones con ella.
Naturalmente, cuando pide la transferencia, lo hace en voz tan baja
que casi no se la oye, pero si se enfada por alguna razón se la puede
oír en todo el autobús.

“Las señoras son tan indeseables que los hombres ya no les ceden
los asientos en los autobuses de Nueva York. Los hombres están
sentados en la parte trasera del coche y hacen como que no ven a las
mujeres de pie en el pasillo. Se acercan el periódico a la cara, o se
sacan de un bolsillo un papel y empiezan a escribir algo como si se
tratara de algún negocio importante. Los hombres tienen tanto afán
en conservar sus asientos que a veces se pasan de parada”.

Para los conductores que logran aguantar, el empleo ofrece cierta


seguridad y el salario medio es de 120 dólares a la semana, incluidas
horas extraordinarias. Los choferes recorren unos cien kilómetros
durante sus ocho horas de trabajo y recaudan cerca de cien dólares
en pasajes. Tienen que rendir cuenta de cada centavo. Aunque hay
algunos hombres de acero, como Barney O`Leary, que se pasan la
existencia tratando de que la gente se vaya a la parte posterior del
autobús, hay otros que, al cabo de diez o quince años, no pueden
más y se pasan a trabajos menos fatigosos en las mismas compañías,
como empleados en el cuidado del material o como mecánicos, por
ejemplo. Y muchos de ellos están completamente satisfechos;
incluso son muy amigables, lejos de la muchedumbre que los vuelve
locos y del tintineo incesante, lejos de los embotellamientos y de las
cartas de protestas, lejos de las malhumoradas señoras que van de
compras y que creen ser dueñas del destino del conductor del
autobús por la irrisoria cantidad de 15 centavos.

--3--

26
Por la tarde, mientras miles de secretarias salen taconeando de las
oficinas de Nueva York, otro ejército de mujeres se dispone a entrar
en ellas. Desde el crepúsculo hasta la madrugada estas mujeres
dominan aparentemente a Nueva York. Ocupan asientos en la Bolsa,
presiden Consejos de Administración y amenazan con los puños a
invisibles agentes de publicidad. Entran sin hacerse anunciar en las
lujosas oficinas de poderosos hombres de negocios y pronuncian
discursos silenciosos en los dictáfonos. Tienen encendidas las luces
de los rascacielos toda la noche y sus siluetas armadas de escobas se
vislumbran en las ventanas y recuerdan un aquelarre.

Así van y vienen por Nueva York estas 12 mil señoras de la


limpieza sindicalizadas cuyas manos acarician miles de metros de
suelo y silenciosos teléfonos, y quitan ligeramente el polvo de las
fotografías de otras mujeres encima de los escritorios. A las seis de
la mañana, 200 limpiadoras, con zapatos de tacón bajo y con bata de
lona azul, se han deslizado rápidamente a través de las 3 mil
habitaciones del Empire State, donde cada año encuentran en el
suelo cerca de 5 mil dólares en billetes y monedas y a veces
descubren amantes silenciosos detrás de los muebles. Las señoras
devuelven concienzudamente el dinero y denuncian a las parejas. Un
gesto ingrato en ambos casos.

A las siete y media de la mañana otras 350 han recorrido el


Rockefeller Center, donde todos los papeles tirados son recogidos en
cestos y guardados durante cuarenta y ocho horas en un almacén.
También las aspiradoras son retenidas doce horas antes de ser
vaciadas. Este sistema ha dado sus frutos, permitiendo recuperar
polvo de oro de joyerías, anillos de brillantes y muchas gemas
pequeñas.

A medianoche, miles de señoras más han recorrido los pisos de


Wall Street llenos de papeles. Han tenido mucho cuidado en tirar
sólo los que están en el suelo sin tocar para nada los que se
encuentran encima de las mesas de trabajo. Muy a menudo algún

27
ejecutivo deja a propósito trozos tentadores de papel medio
colgando de un escritorio para comprobar el estricto cumplimiento
de las reglas por las limpiadoras.

Las mujeres, en su mayoría ucranianas, checoslovacas o polacas,


trabajan treinta y cinco horas a la semana y de entrada ganan 54,95
dólares. Trabajan para ayudar a mantener familias numerosas, para
suplementar los alimentos que les pasa el marido divorciado o para
marcharse de sus casas por la noche. A menudo mantienen en
secreto su trabajo y dicen a los vecinos que tienen empleos
nocturnos de oficinistas.

Algunas veces sus propios hijos saben tan poco acerca de las
limpiadoras como aquellos desagradecidos fumadores empedernidos
de 9 a 5 que llegan briosos por la mañana y proceden a llenar
ceniceros, colmar los cestos de papeles y a remover polvo y
suciedad para esas damas nocturnas de la brigada de los cubos.

--4--

Cada viernes y sábado por la noche, algunos gitanos, vagabundos y


carteristas sin lavar se encuentran entre las personas que convergen
en el número 133 de la calle Allen para su visita semanal a los
últimos baños públicos de Manhattan. Para ellos y para miles de
otros pobres que son sus clientes, el baño público es una especie de
Taj Mahal forrado de azulejos.

Todos llegan silenciosamente y se sientan con la cabeza baja en


hileras de sillas hasta que son admitidos en una de las noventa
duchas separadas. Si traen su jabón y su toalla no pagan nada. En
caso contrario, tienen que abonar veinticinco centavos, de los cuales
cinco les son devueltos si no roban la toalla.

Más de 130 mil personas se lavan en la casa de baños de la calle


Allen, y entre ellas hay ex boxeadores, vagabundos con resaca, y

28
algunas viejecitas marchitas que dicen haber sido en sus tiempos
bailarinas de las Floradora Girls.

Se les conceden veinte minutos para ducharse. Cuando el tiempo


ha pasado, los empleados tocan una alarma y empiezan a gritar por
las brumosas salas de ducha hasta que todo el mundo ha salido y ha
vuelto a la suciedad.

--5--

Cada día en Nueva York 90 mil personas marcan el WE-61212 para


enterarse del último boletín meteorológico; 70 mil marcan el ME-7-
1212 para conocer la hora exacta, y 650 mil marcan el 411 porque
no conocen el número al que quieren llamar. La telefonista tarda
quizá quince segundos en encontrar el número requerido. Luego,
después de haber buscado cerca de 130 números en una sesión de
dos horas, se toma un descanso de quince minutos para fumarse un
cigarrillo o tomarse un café. Incluso cuando no está trabajando,
continúa enunciando y algunas veces quisiera dejar de pronunciar
los números silabeando:
cin-co
si-e-te
nu-e-ve
Pero no es fácil.

Si la gente consultase la guía…


Si la gente consultase la guía, su trabajo sería mucho más fácil,
piensa ella al tirar su colilla para reiniciar en la centralita su tarea de
buscar números telefónicos para los 4 millones de abonados de
Nueva York y los psicópatas con fobia a la guía telefónica que
necesitan números, que necesitan contestaciones, que se encuentran
solos y quieren charlar, que quieren citarse con la telefonista y
seducirla…

29
Lo que no quieren es buscar los números en la guía telefónica de
Manhattan, que tiene 780 mil nombres, 1830 páginas, que pesa más
de dos kilos y es demasiado gorda para que la puedan romper en dos
los alumnos de Charles Atlas y Vic Tanny, los cuales, de todos
modos, dicen que están cansados del truco y parece que se
preguntan: “¿A quién le hace falta?”.

¿Quién necesita 1.795.000 guías que se publican cada año?

Una cuarta parte de ellas se pierden, son destruidas o se les


arrancan las páginas en Wall Street para ser lanzadas a la calle como
confeti—junto con tiras de papel higiénico y cintas donde son
transmitidas las cotizaciones del momento—al paso de los
dignatarios o personajes a quienes se organizan paradas triunfales en
el Broadway, hasta el Ayuntamiento. Las otras tres cuartas partes
son retiradas por hombres que repasan sus páginas y encuentran
cartas de amor, sellos, pólizas de seguros, corbatas, dinero. Luego
las envían en una barcaza río arriba por el Hudson a una fábrica de
cartonajes que las vuelve a encarnar en cartulinas para lavanderías
de camisas de caballero, en cajas para huevos, tapas para libros y
otros cachivaches para los habitantes de Nueva York que buscarán
o no buscarán
los
números.

---6--

--¿Limpia, señor?
--¿Limpia, señor?
--Eh, señor, ¿limpia?

Esto es lo que se oye continuamente en las aceras de Nueva York


cuando brilla el sol y cuando los limpiabotas errantes se alinean
como buitres en busca de clientes, a veces al acecho en las esquinas,
a veces sentados en el borde de la acera, a veces moviéndose entre

30
la gente y murmurando: “¿Limpia, limpia?”, como los vendedores
de postales pornográficas.

En Nueva York hay 800 limpiabotas sin licencia que están


asustados por la policía y que, teniendo que trabajar deprisa, es más
probable que le llenen a uno los calcetines de betún que los 1.500
limpiabotas establecidos, que trabajan en tiendas, en hoteles y están
sentados como reyes en altos sillones ornamentados.

Estos limpiabotas veteranos de categoría superior no son tan


desconocidos como los de la calle, y alcanzan con frecuencia
categoría, como David, el Rey de los Limpiabotas, que trabajaba
frente al Tribunal del Bronx; o del difunto Biaggio Velluzzi, el
limpiabotas del Lambs Club, conocido como Murph; o Charlie, el
apasionado de los incendios, que participaba en el trabajo de los
bomberos de la Engine Ladder Company 8; o James Rinaldi, el
limpiabotas de las Naciones Unidas, que sabía decir “¿Limpia?” en
veintiséis idiomas. Y algunas veces se convierten en personas tan
distinguidas como Silo-hat Tony (Tony Chistera), el elegante
limpiabotas de Broadway y Canal Street, que lanza miradas
acusadoras a cada par de zapatos sucio que pasa y que, como en el
caso de muchos tipos misteriosos de esta ciudad, se sospecha que es
muy rico.

Es imposible calcular la media de lo que pueda ganar un


limpiabotas por semana. En general se trata de un grupo muy
reservado (cuando han terminado de limpiar los zapatos de un
cliente lo anuncian con un golpecito en el tacón o en el tobillo del
interesado, pero no levantan la cabeza, ni intentan conversar con el
cliente).

De todos modos, la tarifa ha subido en Nueva York a 20 centavos


en las estaciones de ferrocarril. Pero sigue siendo de 15 en muchos
lugares. En la Calle Cuarenta y Nueve y Broadway hay un

31
ambicioso adolescente que en su caja lleva escrito: “Limpia 5c, Tasa
20c—Total 25c”.

En conjunto, los limpiabotas de los hoteles están considerados


como los más prósperos, logrando ganar de 60 a 80 dólares a la
semana. Los turistas y los viajantes son sus víctimas más propicias,
aunque muchos turistas se limpian el calzado con las toallas y las
mantas de los hoteles. “Pero nos damos siempre cuenta de cuándo lo
hacen—dice un limpiabotas del hotel Astor--. Las personas que se
limpian los zapatos en el cuarto del hotel o en sus casas,
generalmente los embadurnan de betún con exceso, y éste se puede
notar apelotonado alrededor de la suela. Es una chapucería”.

Cuando en 1957, Albert Anastasia fue asesinado por unos matones


mientras le estaban cortando el pelo en la barbería del hotel
Sheraton, estaban presentes once personas (además de Anastasia):
cinco barberos, otros dos clientes, una manicura, un mozo y dos
limpiabotas. A los limpiabotas no les importaba mucho Anastasia,
que se limpiaba personalmente sus zapatos, un hecho que no pasó
desapercibido al reportero Meyer Berger. Al describir la escena
para el Times a la mañana siguiente, Berger escribió:

“Anastasia entró en la barbería a eso de las diez y cuarto y… colgó


su abrigo y se desabrochó la camisa blanca. Estaba vestido todo de
marrón; zapatos marrones con una limpieza de aficionado, traje
marrón…”

No es posible que los limpiabotas de Nueva York tengan lástima


de gente como Anastasia.
--7--

Cuando hace calor en Nueva York, las mujeres se pasean con trajes
vaporosos, los coches deportivos están descapotados y de las
ventanillas abiertas de los autobuses asoman hileras de codos que
parecen aletas. Los adoradores del sol se tuestan en las terrazas de

32
los hoteles y en los bancos de las orillas de los ríos, y los obreros de
la construcción recorren con pasos cortos las altas vigas y llevan a
veces camisetas y a veces van con el torso desnudo.
El Central Park y la Quinta Avenida están llenos de personas que
no tienen prisa. Caminan por la sombra. Reman lánguidamente en el
lago del parque. Algunos intentan que los leones marinos despierten
de su sueño y entren en el agua fría, pero no lo logran. En las
ventanas de los barrios bajos se pueden ver mujeres de brazos
gordos con los mentones apoyados en las manos, mirando a la gente
que quema energías en la calle. En Greenwich Village los jugadores
de bolos toman las cosas con calma. Los comercios anuncian trajes
de quita y pon. Y en las tiendas de la vecindad los clientes hablan
del calor intercambiando la consabida frase convencional:

--¿Qué, hace calor?


--Desde luego.
--¿Qué, hace calor?
--Sí.
--¿Qué, hace calor?
--Sí, señor.
--Sííí.
--Sííí
--Sííí.

Y así sin cesar, día tras día. La gente no tiene nada más que decirse.
Nueva York, como ha dicho Hamilton Basso, es una ciudad de
vecindarios en la que nadie tiene ningún vecino.

Si sucediera algo insólito…


Tan sólo algo insólito, el muchacho podría hablar a la chica
guapa en el metro…
Si la gente quisiera buscar los números, entonces la telefonista
podría fumar un cigarrillo y tomarse otro respiro…
Si tan sólo…

33
--8--
A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de
mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y
muchos barrios estuvieron a oscuras con los relojes parados, la
cerveza caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones
íntimas a la luz de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo.
La gente tenía algo de qué hablar.
Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a
pesar de imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los
ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las
personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres
afeitaban barbas que no veían.

Sólo los ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la


tarde, en el número 1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del
Asilo para Judíos Ciegos de Nueva York, 200 obreros invidentes,
que conocían cada pulgada del lugar al tacto, guiaron a setenta
obreros videntes por las escaleras hasta alcanzar las calle sin
percances.

Pero al día siguiente volvió la luz. Los ciegos fueron olvidados en


esta gran ciudad de conversaciones sobre el tiempo. Todo se podía
prever, hasta que sucediera algo fuera de rutina: otro apagón, un
incendio, tal vez un asesinato. ¡Un asesinato! Nada como un
homicidio para sacudir al vecindario, aunque no fuese más que por
unas horas.

Y hubo un asesinato en la soleada mañana del lunes 10 de agosto


de 1959. Un ayudante del jefe de redacción, después de tomar su
segunda taza de café y queriendo impresionar con su iniciativa a su
inmediato superior, ojeaba los cables en su mesa de trabajo cuando
encontró uno que decía: “BOLETÏN: Los habitantes de la parte baja
del este están indignados por el atraco y la muerte de Philip

34
Schickler, un amable propietario de un pequeño restaurante en el
207 East Broadway, de sesenta y cinco años…”

El ayudante envió en seguida un reportero a estas señas con


instrucciones de describir el “colorido” de esta vecindad. Cuando el
reportero llegó, vio agrupados solemnemente delante del restaurante
a docenas de vecinos que escuchaban a una señora gorda y baja que
decía:

--¿Tenían que matarlo? Les dio el dinero.

Ni ella ni nadie podía comprender la razón por la que alguien


quisiera robar y asesinar al amable señor Schickler. Ésta era antes
una comunidad pacífica, decía la mujer. La colada sigue colgada de
la escalera contra incendios; todavía se venden trajes usados por tan
poco como 2, 50 dólares; está bien claro que se trata de una
comunidad judía de consumidores de whisky y “bagels” o roscos.
Hay hombres barbudos que se aferran a la tradición; pero la
tradición está siendo impugnada.
Proyectos de casas populares están sustituyendo a las viviendas
familiares y hay una afluencia constante de portorriqueños. Tales
cambios crean conflictos y el conflicto llega a veces a extremos tales
que se produce el robo y el asesinato. Y este 10 de agosto se había
registrado el asesinato del propietario de un restaurante, llamado
Schickler, que solía cobrar cinco centavos por el café y regalaba
“bagels” a los que eran demasiado pobres para pagar.

Los cámaras de televisión y los reporteros habían invadido la


manzana con focos y preguntas.

--¿Qué ha sucedido?

--¿Quién cree usted que lo ha hecho?

35
Los vecinos, molestos por las preguntas de los extraños, sacudían
la cabeza. Los reporteros y los cámaras subieron a la vivienda de
encima del restaurante, encontrándose con los familiares del señor
Schickler que lloraban, maldecían y decían: “Váyase, váyase”.

--¿Puede decir a nuestro público de la NBC-TV qué ha pasado,


señor Greene?

Los camarógrafos y los reporteros los consolaban y les hablaban


despacio y cortésmente, porque, de no hacerlo así, los familiares no
hablarían y no se llegaría a tiempo para la primera edición, y no
habría voces registradas en el lugar del suceso para insertar—entre
la publicidad de unos cigarrillos con filtro—en las noticias de las 11.

Pero no consiguieron nada de los familiares y bajaron en seguida a


la calle y citaron y grabaron las frases murmuradas por los judío—
americanos, que decían:

--¿Tenían que matarlo?

--Philip Schickler, una persona tan amable.

--Tenemos que mudarnos… Este barrio…

--¿Qué ha pasado, señor Cooperman?

--¿Qué ha pasado, señorita Rosenbloom?

La señorita Rosenbloom dijo:

--Los portorriqueños empezaron a llegar aquí hace cerca de seis


años, y he notado grandes cambios en este vecindario cuando los
altavoces de los camiones de los políticos al pasar, en vez de hablar
en yiddish, hablan en español, y…

36
Los testigos dijeron a la policía que los atracadores eran
portorriqueños, y el subjefe Edward Feeley, jefe de los detectives del
East Side, asignó en seguida el caso a cincuenta de sus hombres,
entre los cuales una docena hablaban en español.

Losa dirigentes portorriqueños estaban furiosos. Los asistentes


sociales, que también odiaban este tipo de publicidad, negaron que
existiera un “conflicto” en el barrio. ¿Cómo podía haberlo cuando
ellos habían trabajado tanto para mezclar a los portorriqueños, los
judíos, los italianos, los polacos, los irlandeses, los gitanos, los
homosexuales en un conjunto armónico y feliz? Los asistentes
sociales escribieron cartas airadas al subdirector del periódico, que
las pasó al redactor jefe, el cual a su vez las entregó a su ayudante,
que ahora hubiera preferido que la historia no se hubiese publicado
en primera página, porque su empleo de 8. 500 dólares al año a la
mañana siguiente, después de su segunda taza de café no le parecía
tan seguro.

Al anochecer, los reporteros y los focos de la televisión ya no


obstruían la acera del barrio. Los familiares del muerto fueron
dejados a solas con su dolor. Al cabo de unos meses los asesinos
fueron descubiertos y se hizo justicia. Los ejemplares de periódicos
en donde se publicó la sensacional historia han terminado por
envolver desperdicios y ser quemados para sumarse al total de
basura registrado, de manera que el agente de prensa del
Departamento de Sanidad pueda imprimir cifras impresionantes para
apoyar la petición anual de su jefe al alcalde, reclamando más
empleados.

Si ustedes vuelven hoy al número 200 de East Broadway nada


recuerda al asesinato, salvo que el restaurante no se ha vuelto a abrir.
No es que la gente se haya olvidado del hombre asesinado, pero
prefieren hablar del tiempo… y preguntar:

--¿Qué, hace calor?

37
3--NUEVA YORK, CIUDAD DE EXCÉNTRICOS

En Nueva York, en la Calle Setenta Este, hay un “paseador”


profesional de perros, un psicólogo de gatos en el 141 de Lexington
Avenue, y una señora insignificante que comparte su piso de la Calle
Cuarenta y Seis con dos palomas con patas de palo. En Sutton Place,
un hombre pesca anguilas desde su ventana del decimoctavo piso, y
en el número 880 de la Quinta Avenida, una mujer se ocupa de
investigar fantasmas y otros sucesos paranormales para la Sociedad
Norteamericana de Investigación Psíquica. En distintos puntos de la
ciudad hay clubs para tipos raros e incluso una vez al año se
organiza un baile en un hotel en honor de los alcahuetes y ofrecido
por las rameras.

En Nueva York suceden cosas que probablemente no suceden en


ningún otro sitio.

Cada día hay personas que van a un estudio de psicodrama en la


Calle Cincuenta y Ocho para injuriar, maldecir y chillar a dos
modelos enmascarados apoyados en la pared; los modelos
representan a los jefes, a los recaudadores de contribuciones, a los
padres, a los esposos u otros tiranos con los que no tienen el valor de
enfrentarse.

En Cartier se ve a una señora y a un caballero que examinan joyas.


De pronto, él escoge una pulsera de diamantes, la compra y la coloca
en la muñeca de la señora. Ella sonríe haciendo oscilar un llavero en
el aire. Él se lo arranca de la mano y los dos salen juntos y
desaparecen por la Quinta Avenida.

En el número 608 de la Calle Cuarenta y Ocho se puede alquilar


un león por 250 dólares al día, y en el 410 de la Calle Cuarenta y
Siete hay esqueletos auténticos por 35 dólares al día. En el número
155 de Lexington Avenue la Plumb Trading and Sales Company

38
suministra cuentas a los indios, que a su vez las venden a los
turistas, y una profesora de la New School da clases con frecuencia
sobre “andar, estar de pie, estar sentados y estar echados”.

Una señora en Murray Hill se ha hecho enviar un barco


destartalado de Florida y ahora lo tiene en el tejado de su casa.
Cuando los vecinos le preguntan por qué guarda un viejo bote en el
tejado, contesta sencillamente:

--Me gusta contemplarlo.


En verano, un hombre extiende en su apartamento de una sola
habitación las velas para secar y se va a dormir a un hotel. Cada
mañana de calor una institutriz sueca, Eivor Bergstrom, deja la River
House, se dirige hacia la Franklin D. Roosevelt Drive y se tiende en
el paso de peatones para tomar el sol. Así es como logra relacionarse
con la gente de Nueva York.

En Nueva York se puede encontrar gente de todas clases. Hay


bares que tienen entre sus clientes a hombres que buscan mujeres, a
mujeres que buscan hombres, a hombres que buscan hombres que
parezcan mujeres o a mujeres que buscan mujeres que parezcan
hombres. En Nueva York viven cerca de 5 mil prostitutas y 250 mil
homosexuales. Cada año en la Calle 155, la noche del Día de
Gracias, asisten al baile de Phil Black mil hombres con trajes de
mujer muy caros y tacones altos. El señor Black, cuyo guardarropa
incluye una docena de trajes de señora superelegantes, remata la
fiesta entregando un premio a “la Reina del Baile”, el hombre que
mejor actúa como mujer.

Nueva York es la gran ciudad de los comités. Hay un Comité de


Estonia Libre, un Comité por una Sana Política Nuclear, un Comité
de Esposas Francesas de Norteamericanos, un Comité para la
Protección de los Dientes de Nuestros Hijos, para la Preservación
del Arte Norteamericano, para Ayuda a los Estudiantes de
Heidelberg, y para lograr Justicia para Morton Sobell –sin contar la

39
Cooperativa para Giros Norteamericanos a Todo el Mundo, Inc.
Nueva York es la ciudad favorita de Maya Deren, la gran autoridad
en magia vudú, que vive en el número 61 de la calle Morton con
diecinueve gatos y un marido, Teiji Ito, que toca treinta y nueve
instrumentos musicales… casi siempre de noche. Es la ciudad de la
esperanza para Billy Klenosky, un autor de canciones cuya obra
maestra: “April in Siberia”, fue elegida “la Bomba del Mes” por la
estación de radio WINS.

A algunas personas de Nueva York se les paga para ser amables; a


otras para ser despreciadas. Larry Hamilton, uno de los más toscos
vertebrados fuera del Zoo del Bronx, recibe 35 mil dólares al año
para ser un luchador odioso. El ser detestado constantemente no es
siempre fácil para Larry, pero él hace lo que puede. Cuatro noches
por semana se dedica a meter los dedos en los ojos de sus
adversarios, que son los predilectos del público, a retorcerles las
orejas, a desbaratarles el pelo, a quitarles la caspa. Como todos los
malvados, acaba siendo derrotado por el héroe, pero Larry nunca
pierde con dignidad. Tuerce los labios, protesta con el juez; luego,
dirigiendo la mirada al público del Madison Square Garden, enseña
sus puños amenazadores. Los fans contestan ametrallándolo con
frutos podridos, con botellas de whisky y de vez en cuando con
alguna silla. Cuando la velada ha terminado, los ingenuos
espectadores lo esperan a la salida para bombardearlo más. Pero él
se abre camino a través de ellos, corre en busca de un taxi y pronto
está de vuelta en el hotel Edward, de Broadway, para descansar
hasta el día siguiente.

Nueva York es una ciudad loca, cautivadora y extremadamente


insólita. Es la ciudad en que una señora de Pennsylvania viene
periódicamente para reclutar clientes para su “Teatro Desnudo”
veraniego, y donde cierto jefe de personal valora a los aspirantes a
un empleo por la forma de sus cabezas. Es donde un payaso sin
domicilio, Pathétique, se maquilla en el metro y donde un experto de
publicidad, Stuart Bart, ha hecho fortuna sólo limpiando corbatas.

40
En el Manhattan central hay una escuela para escritores de “gags”
sin trabajo; en la zona oeste hay una escuela para aspirantes a
danzarinas del vientre; en la zona este hay una escuela flotante: es el
“John B. Brown”, un antiguo carguero de la serie Liberty en el
muelle 22, que es usado para el entrenamiento de 300 estudiantes de
las artes marineras y donde también dan clases de escuela
secundaria.

En Brooklyn el bar Wigwam tiene como clientes casi


exclusivamente a los obreros de la construcción indios. Hay
manzanas enteras de Nueva York donde se venden prácticamente
sólo joyas, otra en que se venden sólo flores y otra en que se venden
sólo trajes de novia.

En Nueva York hay un sindicato de actores italianos y otro de


masajistas de baños rusos, el único sindicato partidario de los
“sweatshops” o talleres de explotación del sudor. (Juego de
palabras. “Sweatshops” significa, literalmente, “tiendas de sudor”,
y, figuradamente, tiendas o talleres de explotación). Parecen
destinados a ser los últimos de su especie. La mayoría de los
miembros del sindicato superan los setenta años y son sordos a
causa del agua y de las temperaturas elevadas.

Hay mujeres en Nueva York que a veces se acercan a las ventanas


con ropa interior azul, a veces con ropa interior blanca y a veces sin
ropa interior. Nueva York es una ciudad de señoras ligeras de ropa
en las ventanas. Y de “voyeurs” que las espían. Una mujer en la
Calle Cuatro Oeste solía ser observada regularmente cuando en las
noches calurosas se colocaba desnuda delante de la puerta abierta de
su refrigerador… hasta que un día recibió por correo la fotografía
suya en cueros tomada por un vecino.
En Nueva York hay taxis acuáticos que llevan a los pasajeros a los
buques que han perdido por llegar tarde, y en la Novena Avenida
está la Lavandería Swift, que está al tanto de cada barco que llega.

41
Cuando atracan en el puerto, allí están los hombres de Swift
esperando recolectar toda la ropa sucia que traigan las tripulaciones.

Siempre que un boxeador en Nueva York es golpeado en la boca,


en los dientes o recibe un cabezazo en las encías, el doctor Walter H.
Jacobs empieza inmediatamente a preocuparse no por el púgil, sino
por el protector bucal del boxeador. El doctor Jacobs fabrica estas
defensas y nada le desasosiega más que ver a alguien que estropea
su trabajo.

Nueva York es la ciudad de quince boxeadores enanos. Todos


juntos caben en un ascensor del hotel Holland, seis pueden dormir
en la misma cama, y ocho pueden viajar cómodamente en su coche
conducido por un chofer. Nueva York es la ciudad donde Moshe
Pumpernickell, un plañidero profesional, cobra por llorar en los
entierros, y donde Nathan Groob colecciona banderas
norteamericanas con cuarenta y ocho y cuarenta y nueve estrellas…
pensando que algún día puedan llegar a ser piezas importantes para
los coleccionistas. Cada primavera aparece en el Yankee Stadium un
pequeño y extraño grupo de “fans” que colecciona las pelotas caídas
fuera del terreno de juego; asisten a partidos no muy populares, para
de este modo tener más sitio en las gradas y poder rescatar sin
dificultad estas pelotas.

Nueva York puede ser una mezcla temporal de escenas irritantes y


sonidos inesperados. Irritante puede ser la vista de un Alfa Romeo
con placa MD (de médico) estacionado en doble fila frente al
restaurante Colony; la alegría puede darla un negro que toca el piano
en medio de la Calle Sesenta y Una. El negro está en éxtasis durante
algunos momentos y los vecinos de las casas de fachada de arenisca
se asoman para oírlo. Pero, desgraciadamente, tiene que interrumpir
su concierto y seguir empujando el piano por una rampa hasta
meterlo en un gigantesco camión de la Dard´s Van Company. Es
empleado de mudanzas antes que musico.

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Nueva York es una ciudad esquizofrénica para la fascinadora
modelo que posa en el vestíbulo del Waldorf al lado de un Cadillac,
lleva un traje de Simonetta y joyas por valor de 100 mil dólares.
Luego, a las cuatro de la tarde, se cambia rápidamente de ropa, coge
un tren y se dirige apresuradamente a su piso de tres habitaciones en
Queens, donde ha de preparar la cena para su familia.
Nueva York es una ciudad eternamente sucia para los limpiadores
de ventanas de las Naciones Unidas, y una ciudad de frustraciones
para los directores de hoteles que no pueden evitar que centenares de
ceniceros y de toallas sean robados por los huéspedes. Hay
momentos en que parece que toda la ciudad de Nueva York es capaz
de volverse loca o de estallar en tumultos.

El martes 20 de septiembre de 1960, cuando Kruschev, Castro y


otros dirigentes extranjeros visitaron las Naciones Unidas, todo el
mundo en Nueva York parecía enfadado con los demás. Los
ucranianos organizaron manifestaciones contra la presencia de
Kruschev. Este protestó contra la brutalidad de la policía; muchos de
los policías estaban furiosos por tener que trabajar los días de fiesta
judíos; los rabinos de Nueva York le echaron la culpa al comisario
de policía Kennedy, que a su vez le echó la culpa a Kruschev. Fuera
del edificio de la ONU los griegos insultaban a los albaneses, los
nihilistas renegaban de los pacifistas, los estudiantes de la Guayana
Británica despreciaban a Inglaterra, y un grupo de manifestantes
cubanos anticastristas se paseaba de arriba abajo gritando: “¡Fidel-
ista… Co-mun-ista!” Fuera del Waldorf, el personal del Catholic
Worker se manifestaba con carteles en contra del congreso de la
American Bank Association, y en la Calle Cincuenta y Una el chofer
de un camión, cuyo nombre era Tom Horch, denunciaba a la
Nacional Biscuit Company pidiendo más salario. Por toda la ciudad
resonaban las sirenas, policías de paisano se asomaban como
gárgolas a los aleros de los tejados, y los choferes de taxis insultaban
indiscriminadamente a todo el mundo. En la Calle Cuarenta y
Cuatro la señora Sylvia Graus, del número 25 de la Calle Setenta y

43
Siete Este, llevaba un cartel que decía: “Norteamericanos, alerta: la
guerra bacteriológica ha comenzado”.

--Sé que hay personas que ponen cosas en mi comida –explicaba


ella a la gente en la calle--. Llevan intentando eliminarme desde
1956, pero yo sé cómo defenderme.

Luego desapareció entre la gente sin explicar cómo.

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--ojo---------------------------------------------

Nueva York es una ciudad de 38 mil taxistas y 10 mil conductores


de autobuses, pero de un solo chofer que tenga, a su vez, otro chofer.
El opulento chofer es Roosevelt Zanders. Gana 100 mil dólares al
año, es un caballero de gusto impecable y, aunque posee un Rolls
Royce de 23 mil dólares, no mira por encima del hombro a sus
amigos que solo tienen Bentleys. Por 150 dólares al día, Zanders se
presta a llevar en su Rolls plareado a cualquiera y a cualquier sitio.
Entre sus clientes hay diplomáticos, modelos que posan al lado del
vehículo, y cada día recibe cables de todo el mundo pidiéndole que
espere en el aeropuerto, en los muelles o a la entrada del hotel Plaza.

Los porteros de toda la zona este de Manhattan lo conocen, Los


choferes de taxi lo saludan con bocinazos. Su Rolls interrumpe el
tránsito. Dondequiera que vaya es advertido por los soñadores como
él.

Roosevelt Zanders, nacido en la pobreza hace cuarenta y cinco


años en Ohio, soñaba con el día en que poseería un gran coche.
Trabajó en una botica, de encargado de un vestuario, en un hotel, e
iba ahorrando dinero. Hace diez años tuvo lo suficiente para
comprarse un Cadillac. Decidió hacerse chofer; un chofer de lujo
que servía a los sueños y a los caprichos de personas que perseguían
la elegancia. Su primera cliente fue Gertrude Lawrence. Ella le tomó

44
simpatía y ponderó su eficacia y su atractivo con sus amistades.
Otras celebridades también le alquilaron el coche en ocasiones
especiales y, finalmente, llegó a poseer cinco Cadillac y un próspero
servicio de alquiler.

Pero su sueño juvenil seguía sin realizarse. Quería un Rolls Royce


con carrocería especial y hace tres años lo encargó. Hace dos años
llegó. Estaba equipado con alfombras de piel en todo el piso, dos
aparatos distintos de alta fidelidad, y un gato del tamaño de un
luchador enano. Sin embargo, algunas veces por las noches está
demasiado cansado para seguir conduciendo. Así que Bob Clarke, su
chofer, le sustituye y el señor Zanders se relaja en el asiento
posterior.

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000----------------------------------------------

Los tribunales de Foley Square en Nueva York cada día están


llenos de un extraño grupo de espectadores cuya ubicuidad (y
habilidad para encontrar asiento) les ha lanzado a una carrera de
adivinanzas sobre lo que dictaminará el juez. Estos individuos son
llamados “aficionados a los tribunales” (En LOS PERIODISTAS
LITERARIOS, de Norman Sims, hay una crónica sobre esto) y se
les puede ver cada día ir de sala en sala examinando a los jurados,
sojuzgando a los abogados, citando disparatadamente a Cardozo y
emitiendo dictámenes.

“Los “aficionados a los tribunales” somos jubilados que no


tenemos nada que hacer –explicaba uno de ellos, de 77 años,
llamado William Higgins--. Así que asistimos a los juicios. Es
entretenido y educativo. Impide meternos en dificultades. Tan sólo
un tonto va al cine; nosotros vamos a los juicios y vemos a los
actores en carne y hueso”.

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Hay un centenar de asiduos en Foley Square. Muy a menudo se
conocen entre sí, cenan juntos y son expertos en procedimientos.
Pero los asiduos raramente van todos a la misma sala.

Unos aficionados prefieren las causas federales y no tienen nada


que ver con los procesos ordinarios sobre casos de asesinato,
violaciones y hurtos.

Otros son aficionados al tribunal Supremo y hay incluso


subdivisiones de adictos a los procesos de divorcio, adictos a las
vistas por accidentes, y por negligencia.

“Solía haber muchos aficionados a los casos de robos de vehículos


–dice otro anciano observador--. Acostumbraban a ser casos muy
buenos. Pero la oficina Federal de Investigaciones ha hecho limpieza
y ya no hay más”.

Aparte de los interesados por ciertos tipos de casos, los hay


seguidores de la labor de cierto abogado o de cierto juez. Dicen que
van a oír al juez Sydney Sugarman por su elocuencia, a Irving R,
Kaufman por su bonita voz de barítono y a Thomas F. Murphy por
sus suspiros. El juez Mitchell J. Schweitzer tiene incluso una peña
de aficionados, encabezada por Louis Schwartz, que tiene un asiento
reservado en la sala del tribunal desde hace muchos años.

Tratándose de una clase privilegiada, los aficionados de los


tribunales –que a veces son llamados “abogados de pasillos”—no
dudan en imponer su influencia en tribunales supremos y ordinarios.
Incluso han logrado alguna vez que el juez Ed Weinfeld cerrara la
ventana, a pesar de ser conocido entre ellos como “el juez aire
fresco”, por consiguiente abierto a las críticas de los que sólo
quieren resguardarse del frío exterior.

Y la actividad nocturna de los aficionados, ¿cuál es? La


contestación es sencilla: sesiones nocturnas de los tribunales.

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En la puerta del minúsculo despacho de Bernard A, Young en la


Calle Cincuenta y Una, de Broadway, están registrados los nombres
de catorce firmas sobre las que ejerce un poder absoluto… porque es
su presidente, es miembro del consejo y es el único miembro. El
señor Young admite que los catorce nombres de la puerta han
despertado la curiosidad de muchos y las iras del cartero. “El cartero
deja todo el correo dudoso en mi oficina—dice el señor Young--. Y
generalmente acierta”.

La última empresa sobre la que el señor Young ha logrado hacerse


con el dominio, después de una dura batalla contra los otros dos que
habían oído hablar de ella, es la Bird Research Foundation, Ltda.. Se
trata de una corporación que el señor Young inició con dos señoras
aficionadas a los pájaros, y se dedica al cuidado de las aves
enjauladas.

“La nuestra es una corporación sin ánimo de lucro—explica el


señor Young, ex alumno de Harvard de 50 años, que tiene un largo
historial de falta de ganancias--. Distribuimos información sobre el
cuidado, el cobijo y la conservación de los pájaros en las casas, y
nos desentendemos de las aves sueltas, de las que se ocupan las
Sociedades Audubon, asi que…”.

Muchos de los nombres de la puerta del señor Young están tan


sólo temporalmente. Cuando abandona un negocio cambia el
nombre, y cada vez se gasta diez dólares para que sea borrado el
viejo y sea escrito el nuevo. De las firmas normalmente escritas en
su puerta, una docena son compañías de discos o de folletos de
música, otra es un negocio de tarjetas de augurios y la otra es la de
los pájaros.

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“No sé cómo puede llamarme –dijo--. Soy licenciado en Derecho,
por la Universidad de Harvard, pero nunca he ejercido. Soy soltero.
Soy un Phi Beta Kappa y me doctoré “magna cum laude”. He
publicado folletos de música y he grabado discos, pero siempre me
han gustado los pájaros. Yo soy un pájaro por derecho propio. Mi
mayor pena es que los autores de canciones no sean pagados cada
vez que se canten sus canciones. Los autores de canciones son como
las aves. Consiguen sólo los restos y las migajas”.

---00000---

La guía telefónica de Manhattan tiene 780 mil nombres, de los


cuales 3.277 son Smith, 2.811 son Brown, 2.446 son Williams,
2.073 son Cohen… y uno es Mike Krasilovsky.
Quien dude de este dato no tiene nada más que mirar en la parte
alta de la página 894 donde en letras negritas grandes está escrito:
Hay sólo un Recordad a Hay sólo
un
Mike Krasilovsky Mike Mike
Krasilovsky
STerling 3-1990 STerling 3-1990 STerling 3-
1990

Para ver de cerca al señor Krasilovsky hay que desplazarse a


Brooklyn, al número 426 de la Avenida Lafayette, en donde dirige
una empresa de transportes especializada en el desplazamiento de
maquinaria pesada, cajas de caudales, grandes estatuas y pequeñas
montañas. Emplea cuarenta y tres hombres expertos en levantar y
colocar maquinaria; posee treinta y dos camiones, y, en la fachada
de su edificio de dos pisos, ha colocado un letrero que dice:
“Trasladamos cualquier cosa a cualquier sitio en cualquier
momento”.

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El señor Krasilovsky es un hombre de aspecto viril, de cincuenta y
ocho años, con el pelo muy corto, una cara redonda, brazos robustos
y uñas sucias.
--Puedo desarmar, transportar e instalar cualquier cosa, por muy
grande, pequeña o complicada que sea, más deprisa que cualquier
otro en Nueva York—dice con modestia el señor Krasilovsky. Y en
seguida explica cómo trasladó la estatua de Thomas Jefferson, de
doce toneladas de peso, desde Astoria a Washington; la estatua de
ocho toneladas de George Washington desde Providence hasta
Mount Vernon; una pila atómica al Hospital Mount Sinai; doce
toneladas de campanas a la Grace Church; un árbol de Noel de
dieciséis metros a Walt Street; y cuatro ordenadores Univacs a
través de la ventana de un tercer piso en la remington Rand, a pesar
de que algunos escépticos dijeran que era imposible hacerlo.
El señor Krasilovsky empezó a aprender el negocio de desplazar
maquinaria en Brooklyn, a la edad de nueve años, de un tío suyo
muy listo, aunque analfabeto, llamado Samuel Krasilovsky, que
firmaba con una “X”, pero que era conocido por sus amigos como
Charlie. En aquel tiempo el tío Charlie, ayudado por su hermano
David y, naturalmente, por su joven sobrino Mike, transportaba
cajas de caudales en un carro tirado por un caballo. La firma era
llamada oficialmente “S. Krasilovsky & Bro”. Los tres siguieron en
sociedad durante unos veinte años, pero cuando David decidió que
ingresaran en la firma sus dos hijos, Monroe y Harry, Mike puso
objeciones. Y en 1939 se marchó, abriendo su propio negocio de
transportes. Entonces su historia se complicó.
Las dos firmas Krasilovsky empezaron a robarse clientes
recíprocamente y a hacer propaganda una contra otra. Los clientes,
confundidos, nunca sabían con qué Krasilovsky estaban tratando, o
hablando, o protestando, o pagando. Así que, para dejar las cosas
claras, Mike empezó a anunciarse en la guía telefónica: “Acordaos
de Mike. Hay sólo un Mike Krasilovsky”.

Empezó también a escribir su nombre KrasiloUsky para encontrarse


alfabéticamente antes que Krasilovsky & Bro en el listín telefónico.

49
Más adelante, en 1957, entró en el negocio de transporte de
maquinaria Milton el tercer hijo de David: un listo muchacho que
había estudiado en el Brooklyn Collage y que decidió cambiar su
nombre telefónico de Milton a Mick y también eliminar la V de su
apellido: así que la firma se convirtió en “Mick Krasilosky” con lo
cual no sólo se puso delante de Mike en la guía, sino que empezó a
robarle muchos clientes.
Esto puso a Mike furioso. Así que tomó en traspaso la “Atlas—
York Safe Corp” y nuevamente se encontró en cabeza.
Luego, uno de los primos de Milton tomó en traspaso la “Acme
Safe Co.” Por lo que Mike inició la “Ace Trucking Co”.
Seguidamente Marvin, el otro primo de Milton, tomó como
nombre la “AAA Acme Krasilovsky Safe Co”.
Nadie sabe cómo Mike consiguió ser el primero en la guía, aunque
únicamente tuvo que pasarse a un servicio de contestaciones
telefónicas, al 237 de la Primera Avenida, que se llama “A”.
En cualquier caso, solamente en la página 894 ha logrado Mike
tener registrado su teléfono dieciocho veces: como Krasilovsky
Mike, KrasiloUsky Mike y Krasilovsky BROS., sin contar la Ace
Trucking o la Atlas—York Safe Corp.
El número de Milton aparece en la guía trece veces: como
Krasilovsky Milton Inc., Krasilosky Mick, Krasilovsky D & S (por
su padre David y el difunto tío Samuel, conocido como Charlie); y
alternando las últimas cuatro letras de su apellido de –vsky a –osky,
pero todavía no –usky.
“Todas estas tonterías no han ayudado en absoluto al negocio –
admite Milton Krasilovsky en su oficina de Green Street, en
Brooklyn--. Los clientes prefieren dirigirse a sitios en donde haya
menos confusión”.
Mientras la mitad del clan de los Krasilovsky se pelea por el
negocio de los transportes, la otra mitad se ha retirado del negocio
por completo.
Uno de los hijos de Mike se ha hecho abogado. Otro hijo está en
Viena estudiando para sacerdote congregacionista. La hija de Mike,
Phyllis Krasilovsky, se ha convertido en una famosa escritora de

50
cuentos infantiles. La mujer de Mike, conferencista en la Nueva
Escuela de Investigación Social, en Greenwich Village, ha adoptado
el seudónimo de Harriet Krass. (El hermano de Mike, Monroe,
también tiene una mujer que ha cambiado su nombre por el de
Harriet Krass).
Monroe II, el hijo de David, en gran parte responsable de la
escisión de la dinastía de los Krasilovsky, se ha pasado desde hace
tiempo a otras actividades. Su hermano Harry está parado. El padre,
David, se ha retirado.
Pero Mike Krasilovsky no se achica. Nada le molesta mientras en
la guía telefónica de Nueva York haya sólo un Mike Krasilovsky.

--------PARA TENER EN CUENTA. ME


RECUERDA EL PERSONAJE REAL DE LA PELÍCULA
“BOLÍVAR SOY YO”--------

Con una capa colgando de sus hombros y una peluca en su cabeza


calva, Henry W. Dubois ha logrado ganarse la vida en Nueva York
representando el papel de George Washington. Lo ha estado
haciendo en los últimos diecinueve años en fiestas benéficas, en
escuelas, en iglesias, en clubs. Miles de personas le conocen como
“Mr. Washington” y es así como a menudo recibe el correo en su
casa de Washington Heights.
Cerca de cuarenta veces al año alguna organización contrata al
señor Dubois para hacer el papel de Washington. Unas veces en un
mitin de The Christian Fellowship; otras veces en la Escuela Pública
115, o en la 83, o en el local de los Masones Veteranos de Guerra en
el Extranjero. Ha repetido la plegaria de Washington docenas de
veces en el Broadway Temple, en el Hospital de Rockland State y en

51
todas las salas infantiles de los hospitales de la ciudad. En cualquier
ocasión el señor Dubois es real y solemne, un hombre de
significación histórica.
El señor Dubois, con más de setenta años y poco propenso a andar
con remilgos, admite haber fracasado como imitador de animales en
los primeros tiempos de la radio. Recuerda que era un parado
crónico, y que por fin aceptó un empleo como guarda de la capilla
de San Pablo en la parte baja de la ciudad, donde una vez el propio
Washington había participado en el culto. De repente, dijo el señor
Dubois, toda su veneración infantil hacia Washington revivió.
Empezó a repetir a sus amigos la plegaria de Washington (que había
aprendido de memoria en la escuela). Y cuando le pidieron actuar en
una ceremonia en el aniversario del nacimiento de Washington en la
Iglesia Metodista de John Street, fue hombre feliz.
“Tuve la impresión de que daba un significado místico a mi vida –
explicó el señor Dubois--. Repetí la plegaria, y, de algún modo, sentí
el espíritu del viejo George. Al terminar, el predicador me largó un
dólar… allí estaba el retrato de Washington”.
El señor Dubois compró a un actor amigo un uniforme colonial,
pero, debido a su trabajo constante, logra con dificultad retirarlo de
la tintorería a tiempo para el trabajo siguiente. Porque el actuar
como Washington es un trabajo para todo el año: los servicios de
Dubois son requeridos el Día de la Bandera, el Día de la
Constitución y muchos otros días festivos. Rara vez descansa.
Pero siempre tiene tiempo para visitar los hospitales por la noche.
Allí intenta alegrar a los pacientes con sus sonidos que imitan a
perros, a coches, a barcos y a aviones; los niños del Bellevue adoran
sus imitaciones y lo aprecian mucho más que los de la radio de
antaño. También le han apodado “Mr. Sunshine” (Señor Brillo
Solar) y no tienen la menor idea de que para miles de habitantes de
Nueva York él es el primer presidente de los Estados Unidos.

---0000000---

52
Joe Barbagallo, barbero jefe de las Naciones Unidas, ha aprendido a
coexistir felizmente con Oriente y Occidente siguiendo el sistema de
no discutir, no esquilar y no hacer esperar. Algunos de los más
eminentes diplomáticos del mundo juran por sus tijeras, se asombran
de su rapidez y se relajan, confiados en su navaja. Han llamado
desde Washington para coger hora y, ya en el sillón, rara vez le
dicen cómo tiene que hacer el trabajo; el señor Barbagallo tampoco
les dice cómo han de regentar las Naciones Unidas, así que le parece
muy justo que no le digan cómo ha de cortar el pelo.
Doce años en el oficio en las Naciones Unidas le han enseñado,
entre otras cosas, que ordinariamente el pelo ha de ser cortado corto
por encima de las orejas para los rusos, largo por delante y corto en
la nuca para los franceses, largo en la nuca con patillas para los
ingleses y, en fin, muy corto delante, de lado y atrás para los chinos.
“Algunas personas dan instrucciones sobre cómo quieren que se
les corte el pelo –ha reconocido el señor Barbagallo--, pero nueve
veces sobre diez sus instrucciones son equivocadas. Yo les doy la
razón, pero obro según mi criterio. Con cortar siempre menos de lo
que el cliente me dice, es difícil que me equivoque”.
Han contado entre sus incondicionales clientes a Trygve Lie (“tan
sólo un repaso”); a Dag Hammarskjôld (“el pelo es muy ralo, vaya
con mano ligera”); a Andrew W. Cordier (“corto en los lados y
atrás”); al doctor Ralph J. Bunche (“un poquito alrededor”); a Henry
Cabot Lodge (“repase ligeramente alrededor de las orejas, pero no
demasiado corto”).
Los temas políticos en general no son discutidos en las butacas del
señor Barbagallo. Dado que quiere conservar su actitud de completo
aislamiento, habla deliberadamente con los ingleses de cricket, con
los norteamericanos exclusivamente del tiempo, y con los italianos
sobre las mujeres.
Cuando las Naciones Unidas iniciaron sus actividades en Lake
Success, Joe Barbagallo, que trabajaba en Queens, solicitó el empleo
y fue tomado a prueba. Nadie le ha quitado oficialmente lo de la
prueba y él ha seguido trabajando todos estos años lo más

53
desapercibido posible en su pequeña tienda del edificio del
Secretariado.
Uno de sus ayudantes es su hermano Gus. Gus corta el pelo de Joe
y Joe corta el de Gus, pero ambos prefieren afeitarse solos.
Nadie ha admirado la habilidad de Joe Barbagallo más que el ex
ministro de Asuntos Extranjeros de Pakistán, Muhammed Zafrilla
Khan, que a menudo telefoneaba desde Washington para pedir hora
y llegaba en avión para cortarse el pelo. Hace unos años, durante una
disputa sobre Cachemira, los periodistas espiaron al representante
pakistaní que salía solapadamente de las Naciones Unidas. Pensaron
que habría alguna noticia sensacional y empezaron a llamar a la
delegación pakistaní. Pero la contestación fue:
--Muhammed ha ido a que le repararan la barba. Es el único sitio
donde se lo hacen bien.

---000---

El hombre más alto de Nueva York, Edward Carmel, mide 1,45


metros, pesa 215 kilos, come como un caballo y vive en el Bronx.
Sus nudillos son como pelotas de golf. Y cuando estrecha la mano,
envuelve la muñeca de uno en carne templada. Paga 150 dólares por
cada par de zapatos, 275 por cada traje hecho a la medida y duerme
doblado en ángulo recto en una cama de 2,10 metros. En los cines,
cuando no encuentra una localidad en primera fila que le permite
extender sus piernas, se queda de pie en el fondo de la sala. Ha
nacido hace veinticinco años en Tel Aviv, y al nacer pesaba casi
siete kilos. A los once años medía un metro ochenta, a los catorce,
2,10 metros; a los dieciocho, 2,40 metros.
--No recuerdo haber sido nunca más bajo que mi padre—dice.
El padre del hombre más alto de Nueva York, un agente de
seguros, mide un metro sesenta y cinco. Su madre un metro sesenta
y dos. Pero su abuelo Emmanuel medía dos metros veinticinco y era
llamado el Rabino más Alto del Mundo.
Hasta ahora Ed Carmel se ha ganado la vida de seis maneras,
aunque sus ganancias anuales, entre unas y otras, probablemente no

54
llegan a los 20 mil dólares. Ha actuado en películas de monstruos, ha
sido contratado como el Payaso Feliz, ha aparecido como luchador,
ha prestado sus voz profunda para anuncios publicitarios, ha actuado
en “El vaquero más alto del mundo” en el Madison Square Garden,
para los Ringling Bros, y ha vendido fondos mutuos. Su oficina de
Fondos Mutuos está en la Calle Cuarenta y Dos, a poca distancia del
hotel donde suelen parar los luchadores enanos… con los que se ha
encontrado sin pisarlos. En su última película, “La cabeza que no
quería morir”, que no ganó ningún Oscar, Ed hacía el papel del hijo
de Frankestein. En este film mordisqueaba el brazo de un doctor,
lanzaba una chica medio desnuda encima de una mesa, quemaba una
casa y hubiera hecho muchas más barrabasadas sino hubiese sido,
como él dice, “una película de presupuesto limitado”.
Hace un año—dijo—un empresario de lucha me contrató y en el
acto me dieron el nombre de “Eliécer Har Carmel, Campeón
Mundial de Lucha de Israel”. Nunca había luchado antes de
convertirme en campeón. Lo único que me pedían era que apareciera
en algunos espectáculos de lucha, que estrangulara al anunciador del
ring, que actuara como un auténtico loco y que viera cómo los
demás luchadores brincaban para evitarme. Así que actué algunas
veces, pero nunca conseguí realizar un encuentro. Me he retirado
invicto.
Ed Carmel llegó con sus padres a América cuando tenía tres años
y medio.
--Mi infancia—explicó—ha sido muy dura.
Era el blanco de todo género de burlas; en la escuela era reservado
y solitario en casa.
--Nunca he pegado a nadie –dijo--, a no ser que fuera atacado.
Sabía que, si me enfadaba y le zurraba a alguien, ningún juez
hubiera tenido indulgencia conmigo. Así que toda mi vida he sido
objeto de burlas, ya sea de hombres bajitos borrachos, o de esos
cobardes gamberros del metro que me insultan cuando están en
grupo.
Después de graduarse en la Taft High School en 1954, había
frecuentado el City Collage, donde había actuado en el grupo de

55
teatro, había escrito sobre deportes en el periódico del “campus”,
había presentado su candidatura como vicepresidente de su clase, y
había sido elegido.
--Después de dos años en el City Collage de Nueva York, pensé
que podía lanzarme al frío mundo y lograr un empleo como locutor
o como actor—dijo--. Así que dejé la escuela, pero en todos los
sitios donde me presentaba me preguntaban si tenía experiencia
previa. Intenté que me dieran un papel en la comedia de Broadway
“The tall store”, de la que era protagonista un jugador de baloncesto,
pero era demasiado alto.
El único empleo que pudo lograr en televisión fue para papeles de
monstruo, y lo que tenía que hacer hasta ahora ha consistido en
gruñir y rugir. Si encuentra algún consuelo en su vida, tal vez sea el
convencimiento de que en Nueva York es mejor ser conspicuo que
no serlo.
--En Nueva York—dijo el Hombre Más Alto—tengo la sensación
de que soy alguien. Cuando voy en el metro quiero dar sensación de
prosperidad; no puedo salir sin ir bien vestido y llevar corbata. Sé
que todo al que encuentre en Nueva York será atraído—o repelido—
a causa de mi tamaño.
El Hombre Más Alto de Nueva York tiene una sonrisa irónica, es
extremadamente inteligente y posee un sentido del humor mojado en
vitriolo.
--Nueva York –siguió murmurando—es una ciudad excitante.
Cada día representa un nuevo desafío, un paso más hacia la úlcera.
En esta ciudad uno espera siempre recibir la visita de algún hijo de
perra, pero no sucede nunca.

4--NUEVA YORK, CIUDAD DE PROFESIONES


EXTRAÑAS

Cada tarde, en Nueva York, un saxofonista más bien andrajoso, con


sus mejillas infladas como una vela, toca “Danny Boy” en la acera,
de forma tan triste y sensitiva que en seguida está la mitad del

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vecindario asomándose a las ventanas y tirándole monedas de cinco,
de diez y de veinticinco centavos. Algunas terminan debajo de
coches estacionados, pero consigue coger al vuelo la mayor parte.
El saxofonista es un músico callejero llamado Joe Gabler; en los
últimos treinta años ha dado serenatas en cada manzana de Nueva
York y ha recogido a veces hasta 100 dólares en monedas. También
ha sido el blanco de cubos de agua, de latas vacías de cerveza y ha
sido perseguido por niños y perros salvajes. A veces, acompañado
por su hermano Carl, un guitarrista delgado que suele oler a cerveza,
Joe recorre una treintena de kilómetros al día, durante los siete días
de la semana. Tanto Joe como Carl se han criado en la zona este y
llegaron al tercer grado en la escuela primaria. Joe, más adelante, fue
al reformatorio. Pero antes de cumplir los veinte años recorrían los
bares tocando.
--Desde entonces hemos viajado por las calles –dice Joe--. Carl
toma nota de las calles donde pasamos cada día y nunca volvemos a
la misma más de una vez al año. Siempre que vamos al distrito
portorriqueño, en la zona oeste, tocamos música española y
llevamos sombreros de paja. Hay una señora en la Calle Cuarenta y
Nueve que nos da cinco dólares siempre que tocamos “When Irish
eyes are smiling”.
--¿Qué hacéis con todo el dinero?—le preguntaron a Joe.
--Se va—contestó él.
--¿Pensáis dejar alguna vez la calle para buscar empleo en alguna
parte?
--Hasta que muramos seguiremos en la calle—contestó en tono
dramático Joe.
--No tenemos más remedio –dijo Carl con calma.

--00—

El estómago más fuerte del Departamento de Sanidad pertenece a


dos hombrecitos que llevan el único “carro de caballos muertos”.
Cada semana caen muertos en la ciudad un promedio de cuatro
caballos y es tarea de Matthew Di Angelo y Philip Tortorici llevarse

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la carroña, como también la de cualquier otro animal muerto de los
parques zoológicos, hipódromos o establos.
Di Angelo y Tortorici recogen al año por término medio más de
200 caballos, 5º novillos, 30 corderos, 20n toros, 10 ciervos, 5 vacas,
2 burros y casi invariablemente un león, un elefante o un mono. En
los últimos años fueron llamados para llevarse un hipopótamo de
dos toneladas del Zoo de Prospect Park, para pescar una tortuga de
cerca de quinientos kilos en la bahía de Bowery, y para retirar un
tiburón de dos metros setenta que alguien había abandonado en Park
Avenue, a la altura de la Calle 150, en el Bronx.
--Nuestro trabajo es como el de los entierros en el ejército—
explica el señor Tortorici--. Nadie lo quiere.
Nadie lo quiere, posiblemente, salvo los señores Tortorici y Di
Angelo, que se ofrecieron para el empleo y admiten que es más
variado que la recogida de basuras y no obliga a andar tanto cuando
se barren las calles.
Estos Carontes del reino animal de Nueva Cork esperan cada
mañana en el Departamento de Sanidad del Muelle 70, en la Calle
Veintidós, en el East River, hasta que oyen la señal de tres
campanadas que anuncia que un animal ha muerto en algún lugar de
Nueva Cork. Un empleado del Departamento de Sanidad baja con la
dirección y entonces Tortorici y Di Angelo suben a un camión
equipado con cables y manivelas y se van.
--Para las ovejas tenemos que llegar pronto, antes de que los
gusanos las invadan –explica Tortorici--. Realmente, las ovejas
muertas desprenden un olor horrible, mucho peor que los caballos.
Las ovejas le quitan a uno el apetito.
Después de amarrar las patas de atrás de los animales y subirlos al
camión, se dirigen a la compañía de conversión de Van Iderstein en
Long island City. A menudo recorren las Fifth Avenue y Park
Avenue y ninguno de los peatones presta la menor atención al gran
camión del Departamento de Sanidad, a pesar de que a su paso les
llega algún tufillo.
Los animales muertos son regalos de la ciudad de Nueva Cork a la
Van Iserstein , que, además de usar sus pieles, convierte los huesos

58
en cola y fertilizantes; los residuos de carne en pienso para gallinas y
otros animales domésticos; incluso rescata las uñas de los cascos de
los caballos.
Aunque nadie podría calcular el valor al por mayor de un caballo
muerto, los carniceros de Van Inserstein consideran el cansado rocín
de un buhonero mucho más valioso. Bistec por bistec, que un veloz
pura sangre de Belmont.
--Conseguimos mucha más grasa del viejo caballo de un buhonero
y esta grasa produce mucho más sebo—ha explicado un hombre de
Van Iserstein--. Los caballos de carreras son demasiado delgados.
Después de que Di Angelo y Tortorici han descargado su camión
en la Van Iserstein, su vehículo es rociado con una sustancia
perfumada. Los dos respiran hondo y sonríen. Luego suben a su
camión y vuelven al muelle 70 oliendo como los representantes de
desodorantes.
---000—

El viernes 15 de julio de 1960 fue un día típico en la ciudad de


Nueva York. Siete nuevos carteles con el letrero “Se prohíbe
ensuciar” fueron añadidos en Central Park. John T. Jackson fue
nombrado vicepresidente encargado de proyectos de gestión en la
Remington Rand y logró ver su retrato en la página 26 del Times. El
Asilo de Ancianos y Enfermos Hebreos de Nueva York anunció
haber heredado dos millones de dólares de Salomón Friedman, un
mercader de algodón. Los almacenes de saldos John`s alquilaron un
edificio en el número 184 de la Calle 231 Oeste, cerca de Broadway,
a un cierto Louis Cella. La Fifth Avenue Coach Lines, Inc., hizo una
demanda de 500 mil dólares por daños al sindicato de Michael J.
Quill por una huelga de autobuses no autorizada. A las once y cuarto
de la mañana, Joseph J. Marinello, de setenta y siete años, llegó
velozmente a Times Square en su bicicleta, pidió un zumo de tomate
y dijo: “Acabo de hacer más de mil kilómetros en esta bici”. (El
empleado de la barra quedó muy impresionado). Penetró óxido
nitroso a través de las máscaras antigás y aturdió a veinte bomberos
en el incendio de un desván del piso doce en el 107—109 de la Calle

59
Treinta y Ocho Oeste. A las ocho de la mañana estaban a más de 26
grados centígrados. Eleanor Steber cantó Il Trovatore en el Lewison
Stadium y gustó a todo el mundo. Una limpiadora polaca quedó
aprisionada en un ascensor de Wall Street durante cinco minutos en
el piso 37. Antes de medianoche un coche se precipitó a una
profundidad de doce metros en el East River con un hombre y una
mujer dentro, después de recorrer a toda velocidad el muelle de
Tiffany Street. Nadie volvió a verlos hasta que la noche del sábado
16 de julio un robusto buzo de alta mar, moviéndose en el cieno
resbaladizo, encontró los cuerpos y puso un gancho en el
parachoque posterior del automóvil para que fuera izado a la
superficie.---CREO QUE AQUÍ DEBE IR UN ESPACIO EN
BLANCO. LA HISTORIA QUE SIGUE, LA DEL BUZO,
PARACE INDEPENDIENTE.

El buzo Barney Sweeney es el más fructífero rescatador de objetos


de Nueva York. Durante veinte años ha explorado las profundas
aguas de la ciudad en busca de cadáveres, armas homicidas, anillos
de brillantes e incluso la dentadura postiza de un capitán de la
Marina. Sus servicios han sido requeridos para desatascar el desagûe
de un estanque del Zoo del Bronx, para liberar con llama oxhídrica
una hélice a la que se habían enrollado unos cables y localizar el
punto exacto donde se encontraba una carga caída desde un muelle.
Su Nueva York no es la ciudad de los rascacielos; es el agua fría y
tenebrosa a quince metros por debajo de la Estatua de la Libertad, a
veintisiete metros bajo el Hell Gate, a cincuenta y cuatro metros bajo
el Puente George Washington.
Los caminos de su mundo son obstruidos por coches incrustados
de percebes, motocicletas corroídas y llantas de desecho. En los
Astilleros de la Armada de Brooklyn hay en el fondo del río un
avión hundido; un barco de los Ingenieros Navales (con dos
empleados a bordo) debajo del Hell Gate; una gruesa pieza de acero
inoxidable en la bahía de Nueva York, cerca de la Calle Cincuenta y
Siete de Brooklyn, de un valor de 6 mil dólares; y, a lo largo de
Shelter Island, hay una sortija de brillantes de unos 25 mil dólares de

60
valor. Barney Sweeney ha estado buscando este anillo durante una
semana antes de rendirse y tampoco ha conseguido nunca acercarse
suficientemente a la pieza de acero como para poderla enganchar. Se
había hundido en el lodo y siempre que se le acerca se hunde un
poco más. “Cuando las cosas se nos hunden, los buzos decimos que
“Se han ido a China”.
El Nueva York de Barney es un piso de fango y, generalmente, al
andar se hunde en él hasta las rodillas. Cuando se encuentra abajo,
difícilmente puede ver algo a medio metro de distancia, y cuando
pasa por encima un remolcador que remueve aún más el lodo,
Barney se queda temporalmente ciego. Así que tiene que andar a
tientas. Sin embargo, todavía es capaz de hacer agudas
observaciones sobre la conducta humana: sobre cómo mueren las
personas.
--El hombre que cayó con el coche en el muelle Tiffany estaba,
según la policía, loco por su mujer—ha dicho Barney--. Bueno,
cuando alcancé los cuerpos, encontré que él había cambiado de
parecer exactamente antes de alcanzar el agua. Había intentado
desesperadamente salir del automóvil. Noté señales de patinazo en el
borde del muelle y él tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla.
El coche estaba boca arriba, como siempre se quedan los
automóviles cuando se posan en el fondo. Según Barney, sucede
esto porque el peso del motor hace que el coche caiga de cabeza
hasta abajo y luego, por inercia, el automóvil da media vuelta y
queda con las cuatro ruedas hacia arriba. Había otros cuatro coches
patas arriba en el mismo lugar de Tffany Street la noche del 16 de
julio. Los examinó y por lo hundidos que estaban debían de llevar
allí por lo menos ocho meses.
--Creo que esta zona de Tiffany Street es el sitio apropiado para
deshacerse de los automóviles –dijo--. La gente tira los coches allí
para cobrar el seguro.
Barney Sweeney, que tiene cuarenta y ocho años, pesa ciento
ochenta kilos con su ropa de trabajo y cien kilos desnudo.
Ordinariamente cobra 125 dólares al día, aunque a veces trabaja por
un porcentaje sobre el valor de lo que se recupera; o también se

61
sumerge bajo la condición de doble o nada: si rescata el objeto
perdido, se le pagan 250 dólares; si no, nada. Logra una media de
150 días de trabajo al año, en gran parte por encargo del
Departamento de Policía, las autoridades portuarias, estibadores o
ciudadanos particulares. En tales trabajos ha rescatado una sortija de
brillantes de 20 mil dólares que se le había caído a una señora desde
un pesquero (ganó mil dólares) y toneladas de rocas de sulfato que
se habían ido a pique cuando una barcaza había chocado contra un
muelle de hormigón. También encontró la dentadura postiza
superior de un capitán de barco que había caído en el East River
(valía 165 dólares y Barney hizo el trabajo gratis).
Dado que en el fondo hace muchísimo frío y el trabajo es
agotador, Barney permanece bajo el agua sólo cerca de hora y media
al día. Se sumerge desde un pequeño bote en donde su equipo
formado por dos hombres se ocupa de las bombas de aire. Aparte de
las anguilas y peces sucios, hay bien poca vida en la Nueva York de
Barney. Por el teléfono que une el buzo con la superficie habla con
su hijo Jack, un adolescente que a menudo le ayuda, igual que
Barney solía hacer con su padre.
--Mi padre murió accidentalmente durante un buceo—ha dicho
Barney--. Se le paró el corazón. Desde luego, a su edad no tenía por
qué estar abajo. Cuando le sacamos la última vez tenía setenta y dos
años.
Barney espera que su hijo no continúe la tradición familiar.
--No estoy enviando a Jack a la universidad para que sea un buzo
—dice.
El verano pasado Jack trabajó parte del tiempo como ayudante de
su padre y parte como empleado del Chase Manhattan Bank. Un día,
cuando unos obreros estaban trabajando en los cimientos de un
nuevo edificio, una barrena con punta de diamante se cayó en un
pozo de setenta y cinco centímetros hasta una profundidad de treinta
metros. Se llamó a Barney Sweeney. Pero Barney, que bebe ocho
botellas de cerveza diarias—“estoy caliente en invierno y fresco en
verano”—era demasiado gordo para el trabajo. Y el joven Jack no
tenía bastante experiencia. Así que fue contratado un buzo flaco de

62
una firma rival para recuperar la barrena. Fue una de las pocas veces
en que en Nueva York los Sweeney no pudieron mantener la fe en
su lema: “Vuestra pérdida es nuestra ganancia”.

---000---

David Amerman, un hombre bajito y redondo que traba en un oscuro


sótano en la zona baja este de Nueva York, es maestro constructor
de carros de mano. Su difunto padre, al igual que su abuelo, fueron
también constructores de carros de mano, y su habilidad artesana ha
dado al apellido familiar una cierta categoría de Stradivarius entre
los más exigentes de los traperos, de los vendedores de fruta y de
bocadillos.
--Mi abuelo Benny empezó haciendo en Rusia carros de mano con
ejes de madera –dijo el señor Amerman--. Y mi padre los fabricaba
en un sótano del 193 de la calle Houston. La gente cuando pasaba
por allí le decía: “Eh, Max, ¿cuándo te irás de este sótano?” Y mi
padre solía contestar: “Aquí es donde he empezado; aquí me quedo”.
“Mi padre se hubiera avergonzado de entregar un trabajo mal
hecho –siguió diciendo, mientras se apoyaba en un carro de mano
junto al número 541 de la Calle Once--. Se quejaba a mi madre
cuando mi hermano y yo hacíamos algo mal, y estaba siempre
gritando: “¿Por qué no un clavo más?”. Y yo le decía: “papi, no te
preocupes; cuando tu te hayas muerto, los carros de mano seguirán
todavía vivos”.
El señor Amerman se paró un momento, y luego añadió, con un
toque entre dramático y sentimental:
--Vaya hoy por la calle Bleeker y verá carros de mano que hizo mi
padre hace cuarenta años. Los carros siguen vivos. Y vaya a la
Avenida C, e incluso a Brooklyn, y verá el trabajo de mi padre;
todavía en funciones…
Dice que sus carros de mano viven por lo menos cuarenta años, y
con ellos han sobrevivido generaciones de vendedores callejeros de
los buenos y malos tiempos. Tarda dos semanas en cada carrito; se
fabrica él mismo las ruedas de nogal americano. Vende un carro

63
para bocadillos completamente equipado por 350 dólares, un carrito
para fruta por 125, carros de traperos por 105, carros para tiendas de
comestibles por 75.
--Mi padre fabricaba carros de mano por 12 dólares cada uno
durante la Depresión –dijo el señor Amerman--.Había entonces 8
mil carritos de mano en Nueva York. Pero cuando se marchó el
alcalde La Guardia, las autoridades de la ciudad ordenaron que los
buhoneros tenían que sacar licencia. Esto quería decir que estaban
en continuo movimiento para evitar a los guardias. Debido a que
nadie puede estar andando desde las siete de la mañana, muchos
vendedores callejeros se han visto obligados a renunciar a esta
actividad.
El señor Amerman no se ha hecho rico con su arte, pero, como
para sus antepasados, es para él cuestión de orgullo el hacer los
mejores carros de mano de la ciudad. Su única pena, aunque no muy
grande, es que sus hijos no estén interesados en la tradición.

---000---

En alguna parte de Nueva York el aire vale cerca de un dólar por


bocanada, el suelo se vende a 6.300 dólares el metro cuadrado, y un
puesto determinado de bocadillos en la Calle treinta y Cuatro no se
compra ni por un millón de dólares. Hay algunos hoteles en Nueva
York que sin estar de moda como otros, valen más; de hecho, a
través de toda la ciudad hay hoteles, edificios de oficinas, pedazos
de tierra y trozos de aire que son piedras preciosas en el negocio de
las inmobiliarias, no porque siempre lo sean, sino porque un vivaz
hombrecito de Wall Street dice que es así.
Ese hombre, Gordon I. Kyle, es considerado por la mayoría de los
plutócratas y de los especuladores como la autoridad suprema
cuando se trata de evaluar terrenos, solares o edificios, en particular
edificios altos. Es esencialmente un tasador de rascacielos.
Banqueros, constructores y aseguradores le pagan una pequeña
fortuna para que esté en las aceras y mire a los rascacielos. A
menudo se le toma por un turista. Pero él sabe tasar con el ojo avizor

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de un prestamista y, según William Zeckendorf, “Kyle no se ha
equivocado nunca”.
En el último dictamen del señor Kyle, el edificio de 59 pisos de la
Pan Am, que en 1962 se levantó encima de la estación Grand
Central, valdrá más del doble del Empire State con sus 102 pisos,
que él en 1951 evaluó en 45 millones de dólares. Ha llegado a esta
conclusión tan sólo al cabo de tres días de trabajo en el examen de
los documentos de Pan Am y de los proyectos de la obra. A los
constructores, Edwin S. Wolfson y unos socios ingleses, les pasó
una factura de 50 mil dólares por su peritaje. Cuarenta años de
experiencia respaldaban la evaluación del señor Kyle. Cuarenta años
en los que él no ha dejado que nada descomponga su rutinaria
exactitud.
Estos tasadores no pueden desde luego equivocarse en sus
cálculos. Los bancos y las sociedades de seguros dependen de ellos
para una evaluación precisa de una propiedad antes de que sea
comprada, vendida o hipotecada. Todos los grandes bancos de
Nueva York y las compañías de seguros han requerido los servicios
del señor Kyle. Por haberlo dicho él han llegado a conceder un
préstamo de 60 millones de dólares a un cliente. Se dice que Gordon
Kyle ha evaluado un 70 por ciento los edificios que en Maniatan se
elevan veinte o más pisos. Entre ellos está el Empire State, el
Chrysler y docenas de edificios de oficinas y hoteles, sin contar
otros de distinto tipo, como el Carnegie Hall, la estación de
Brooklyn`s Bush, los almacenes Saks en la Quinta Avenida, el
Metropolitan Club, Grossinger`s, la Bolsa, la Cleveland Welding
Plant, Knickerbocker Village y las caballerizas Belait, cerca de
Baltimore, propiedad del difunto William Woodward, Jr.
Años de largos paseos en Nueva York como cobrador de
alquileres, una subsiguiente carrera como agente inmobiliario y, por
fin, la presidencia de la Cruikshank Company y del New York Real
Estate Borrad han ayudado a Gordon I. (“Jimmy”) Kyle a adquirir la
experiencia que ahora le permite decir: “Conozco cada metro
cuadrado de Maniatan” y “Hábleme de cualquier manzana y le diré
lo que hay en ella”.

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También sabe cuánto valía cada metro cuadrado hace diez años y
cuánto valdrá dentro de diez años. Sabe que el aire y la luz solar que
flanquean determinado edificio de oficinas en la Quinta Avenida
están garantizados porque el propietario paga anualmente 35 mil
dólares por “derechos de aire” encima de un edificio más bajo al
lado y ésta es también una garantía contra la posible edificación de
otro rascacielos que quite la vista y desilusione a los inquilinos que
pagan rentas elevadas por tener sol. Sabe que el solar del número 1
de Wall Street, donde está situada la Irving Trust Company, se ha
vendido a 700 dólares el pie, y dice que éste es el terreno de más
valor en Maniatan. La esquina más activa de Maniatan, según dice,
está ocupada por el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro
y Broadway, por donde pasan diariamente 300 mil personas.
Con asombroso conocimiento de estos hechos y de las
inmobiliarias, el señor Kyle pudo evaluar el edificio de Pan Am
cuando todavía no estaba construido. Los planos de los arquitectos
enseñaban que tendría la superficie rentable más grande de Nueva
York –doscientos sesenta y seis mil metros cuadrados--, que tendría
70 ascensores, 21 escaleras mecánicas y un espacio de trabajo para
25 mil personas. Dado que él había tasado anteriormente las
cercanías de la estación Grand Central en repetidas ocasiones, era
una cuestión muy sencilla evaluar el rascacielos todavía inexistente.
Pero cuando el edificio que tiene que tasar existe, el señor Kyle
suele siempre examinarlo desde el techo hasta el sótano. En acción y
en apariencia se asemeja a un inspector general. Es un hombre bajo
que anda siempre con los hombros echados para atrás y sacando el
pecho, la barbilla levantada y con la cara ceñuda. Su nariz, un
instrumento de punta muy fina, parece siempre dispuesta a husmear
algún fallo; sus ojos azul pálido giran continuamente en el sentido
de las agujas de un reloj cuando está mirando un rascacielos. Su
manera de ser es directa, sus palabras pocas, pero justas.
--¿Cuántas plazas hay aquí?—preguntó recientemente al director
de un hotel de Manhattan, mientras se encontraban en el restaurante
principal.
--Mil doscientas cuarenta y cuatro—contestó el hombre.

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--¿Toman la calefacción del metro?
--Sí, vapor.
--Quisiera ver un par de dormitorios—dijo el señor Kyle.
--Sí, señor.
--¿No tienen ustedes ascensores automáticos?—preguntó mientras
subían.
--No, señor—contestó el otro mientras le hacía pasar a una
habitación.
--¿Esos cuartos, ¿son los más baratos?
--Sí.
--¿Son para indeseables?
--No, señor, ¿por qué?
--Poca luz –contestó Kyle.
El hotelero se encogió de hombros. Kyle seguía tomando notas,
--¿están completos?—preguntó seguidamente Kyle.
--Tenemos un 78 por ciento de ocupantes –contestó el director--.
En verano bajamos a un 55 o 60 por ciento.
Los ojos de Kyle examinaron los muebles, miró luego desde las
ventanas, observó el enlosado del cuarto de baño y luego se fijó en
el piso.
--¿Esta alfombra es del tipo corriente?
--Estoy seguro de que no –contestó el otro.
Al salir, Kyle pasó una mano por la pared para determinar si el
papel de tapicería era del tipo barato o del caro. Luego fueron a la
habitación 1701.
--Bastante nueva, pero no veo ningún aparato de televisión –
observó Kyle.
--Esta es una habitación individual de ocho dólares –explicó el
hombre.
--Necesita ser pintada –dijo Kyle.
Kyle tomó algunas notas más, luego pasó el dedo por detrás de la
puerta para ver si había polvo. A los cinco minutos de haberse
despedido del director, Kyle estaba vagando por el terrado y luego
habló con los encargados de los ascensores, que suelen ser grandes
fuentes de información, especialmente cuando tiene que tasar casas

67
de pisos o edificios de oficinas. El ascensorista está enterado de los
últimos chismorreos, sabe cuántas habitaciones están vacías, conoce
las posibilidades económicas de los inquilinos, cuánto beben los
encargados y fragmentos de información que van recogiendo porque
delante de ellos la gente habla libremente.
En el terrado, Kyle examinó el papel alquitranado, las láminas de
cobre, los ladrillos. Luego hincó una uña entre los ladrillos para ver
si el cemento era débil, desgastado o permeable a la lluvia.
--Si hay goteras –explicó—hay siempre disgustos con los
inquilinos.
Examinó seguidamente con cuidado la unidad acondicionadora de
aire, la golpeó con el puño y tomó más notas.
--Es muy importante inspeccionar estos edificios personalmente –
dijo--. Se tienen nuevas impresiones y se advierten deficiencias y
factores negativos. Primero se visita el lugar con el dueño o el
director, y se continúa luego por cuenta propia. En general, los
propietarios dan toda clase de facilidades; tienen el deseo de
agradar. Si tuviera la impresión de que son, digámoslo así,
reservados, empezaría a examinar todo con más detenimiento.
Naturalmente, muchas veces se me dan cifras incorrectas sobre los
costes de mantenimiento y las rentas. O anteponen a las cifras un
“aproximadamente”. Esto puede significar cualquier cosa. Pero yo
conozco el valor del espacio. Y conozco los alquileres –añadió con
énfasis.
Bajó del terrado, examinando sobre la marcha habitaciones y
oficinas. Cuanto más bajaba, el terreno que pisaba se iba haciendo
menos caro; los pisos superiores, algunas veces del valor de
cincuenta y ocho dólares el metro cuadrado, son invariablemente
más caros que los pisos bajos, porque ofrecen más luz y aire.
--Ahora todo el mundo compra luz y aire –dijo el señor Kyle.
Dos horas después llegaba al sótano, donde, bajo las miradas
sospechosas del encargado, examinó las tuberías y el sistema de
calefacción. Luego se dirigió a la calle, cruzó Park Avenue, donde el
metro cuadrado vale entre mil ochocientos y dos mil doscientos
dólares; luego a la Quinta Avenida, donde el metro cuadrado cuesta

68
de 2.700 dólares para arriba. Explicó que la Quinta Avenida valía
más que Park, porque los túneles del metro eliminaban los sótanos, y
el ruido de los trenes de Grand Central se podía oír a menudo en
muchos sitios de Park Avenue.
Una hora más tarde, el señor Kyle había vuelto a su despacho del
número 45 de Wall Street y examinaba las hojas desparramadas en
su escritorio. Los teléfonos sonaban sin parar, con llamadas locales y
conferencias, desde fuera, de banqueros y constructores que pedían a
Kyle ver esto o aquello. En este momento, William Zeckendorf,
acomodado en el lujoso ático de Weeb & Knapp, estaba ordenando a
gritos a su secretaria que le pusiera en comunicación con Kyle. La
encargada de la centralita en Wall Street dijo:
--El señor Kyle está comunicando.
--¿Tardará mucho?—preguntó Zeckendorf.
--No lo sé –contestó la chica.
--Mire a ver si lo averigua—pidió Zeckendorf.
Un minuto después Kyle estaba al aparato.
--Diga.
--¿Jimmy?
--Sí, Bill.
--¿Cómo está hoy tu cerebro?
--Cada vez más débil, Bill.
--Bueno, mira, Jimmy, habrás leído en los periódicos lo del
Astor… Quisiera saber si puedes darle un vistazo…
--Bill, lo haré, pero mañana tengo estos inmobiliarios…
--Que se los lleve el diablo –dijo Zeckendorf.
--Lo haré después –dijo Kyle con mayor firmeza.
--Está bien, chico –contestó Zeckendorf más suavemente.
--¿Estarás allí mañana?
--¿Por qué no?
--Hasta la vista, entonces –saludó Kyle.
--De acuerdo, chico.
(Clic).
Estas conversaciones entre poderosos hombres de agencias
inmobiliarias y Kyle son típicamente informales. Y cuando Kyle les

69
da a conocer la cifra de su evaluación, ordinariamente no se la
discuten; aunque a veces uno o dos refunfuñan que el edificio vale
más (particularmente si lo quieren vender) o menos (si lo piensan
comprar). Pero Kyle no da su brazo a torcer.
--No es conveniente en este negocio –explica--. No se puede hacer
lo que la gente pide. Yo puedo probar todo lo que he firmado. Me
hago la idea de que cada una de mis tasaciones es una declaración
jurada delante de un tribunal.
Gran parte de la competencia del señor Kyle se creó en sus días de
cobrador de alquileres, un trabajo que asumió al ser licenciado del
ejército y después de haber dejado la Wesleyan University, en
Middletown, Connecticut. Cobraba alquileres para la United Cigar
Company, entonces propietaria de muchísimos inmuebles en Nueva
York.
--Poseían casi todas las esquinas más importantes de la ciudad –
recuerda Kyle--. Y yo, durante dos años, subí y bajé a oscuros
recibidores de casas pobres y a sótanos polvorientos, con los
bolsillos llenos de dinero. Las personas que pagaban las rentas más
bajas guardaban a menudo el dinero en botellas de leche. Una vez,
después de haber cobrado el alquiler a un hombre furioso, me dio
una patada en el trasero cuando estaba bajando la escalera. Nunca lo
olvidaré. Yo no era más que un chiquillo, pero esos años fueron los
más importantes de mi vida. Me enseñaron, sin que yo me diera
cuenta, el valor del espacio.
En 1921 abandonó el cobro de alquileres para abrir su propia
oficina de corretaje y de evaluación. A principio de los años treinta
fue contratado por el superintendente de Bancos del estado de Nueva
York para tasar las propiedades inmobiliarias de los Bancos en todo
el estado. En 1936 se incorporó a la Cruikshank Company, y hace
dos años fue elegido su presidente. Cobra entre 15 mil y 20 mil
dólares por evaluar un rascacielos, y generalmente no tarda más de
una semana en cada uno. En 1951 tardó dos semanas en recorrer de
arriba abajo el Empire State Building antes de su venta, y pasó una
cuenta de 25 mil dólares. Los 50 mil que cobró por la tasación del
Pan Am se cree que es la retribución más elevada que se haya

70
pagado nunca a un tasador; un precio tanto más asombroso cuanto el
edificio no existía todavía.
--Me encuentro—dice el señor Kyle fumando un pitillo con filtro
—en una profesión altamente especializada y lucrativa.

---000---

Una mujer gorda, con una bolsa de Macy en una mano y su hijo en
la otra, estaba esperando con impaciencia en el mostrador de
Nedick. Miró a su hijo y le preguntó:
--¿Qué quieres tomar, Maa-vin?
--Una hamburguesa.
--Toma uno de salchichas –dijo ella.
--Quiero una hamburguesa –chilló el nene.
La señora le golpeó en la cabeza con la bolsa y él empezó a dar
gritos, pero ella repitió:
--Toma un bocadillo de salchichas.
Marvin tomó el bocadillo de salchichas.
Nadie en Nedick le hizo el menor caso; estaban todos demasiado
ocupados en comer y, además, este género de incidentes se registra
casi todos los días en el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y
Cuatro, el puesto de salchichas más activo del mundo.
Como había señalado el señor Kyle, cada día pasan por allí 300
mil personas. Y 8 mil de ellas entran (o son empujadas) en Nedick
durante cerca de cuatro minutos para engullir una media diaria de
700 hamburguesas, 1.000 tasas de café, 5 mil bocadillos de
salchichas y 5.500 naranjadas. Nedick ocupa tan sólo 110 metros
cuadrados de espacio y está arrimado a una esquina de los
almacenes R. H. Macy.
--Pero nosotros siempre decimos que Macy está al lado de Nedick
—dice el presidente Lewis H. Phillips.
El “puesto” de salchichas ha crecido en esa esquina desde 1947.
Factura anualmente cerca de 400 mil dólares con las naranjadas a 10
centavos, los bocadillos de salchicha a 20 y las hamburguesas a 40.
Día y noche la registradora tintinea, las hamburguesas se asan

71
encima de planchas calientes, la naranjada fluye en los vasos y el
aire está lleno de tocino chirriante y de confusa tensión, con
fragmentos relampagueantes de breves diálogos entre empleados y
clientes.
--¿Sí, señorita?
--Una hamburguesa –dice la cliente.
--¡Hamburguesa! –grita la camarera al cocinero.
--¡Aquí está! –contesta él gritando.
--¡Vasos! –anuncia a la camarera el que los lava.
Sin ninguna excepción, los otros 84 locales de Nedick –59 de los
cuales están en Manhattan—son más pacíficos.
--Tenemos que conseguir que la gente entre y salga del Nedick de
la Calle Treinta y Cuatro en menos de cuatro minutos; si no,
perdemos dinero –explica el señor Phillips, que de pequeño
empleado ha llegado a la presidencia--.Esta es la razón por la que no
tenemos taburetes. Si los tuviéramos, muchos encenderían un
cigarrillo y se entretendrían demasiado tiempo. En verano, en la
Calle Treinta y Cuatro dejamos de servir café a las diez y media de
la mañana, porque tardan demasiado en beberlo. Antes teníamos un
ejecutivo que quería añadir a la lista ensalada de fruta y
emparedados de queso, pero yo sabía que los clientes tardarían cerca
de catorce minutos en comerlos. Dije que no.
Se ha calculado que si un parroquiano fumaba un cigarrillo en el
Nedick de la Calle Treinta y Cuatro, la empresa perdería 2 dólares
de los ingresos totales. Se cree que Nedick paga anualmente de renta
95 mil dólares por el pequeño local de la esquina y, con los salarios
y otros gastos, tiene que vender 1.000 bocadillos de salchichas y
naranjadas para no perder. Todos estos alimentos son colocados en
un mostrador de dieciocho metros de largo, y tan sólo treinta y una
personas pueden apretujarse al mismo tiempo. Detrás del mostrador,
los veintiséis empleados de Nedick se evitan con habilidad, recogen
monedas, dan vueltas a las hamburguesas, pinchan salchichas y
echan naranjada en los grandes recipientes rodeados de hielo. La
famosa bebida tiene un 20 por ciento de naranja mezclado con agua,
limón y azúcar.

72
De vez en cuando los empleados reciben la visita del señor
Phillips, que es considerado el rey del negocio de la comida rápida y
un hombre siempre dispuesto a dar a sus amigos una tarjeta que
dice: “Un bocadillo y una bebida (Gratis). L. H. Phillips”.
--Cuando entro en uno de mis establecimientos, toda mi gente sabe
que yo he empezado como empleado a 18 dólares la semana,
preparando salchichas en la esquina de la Calle Veintisiete y
Broadway –dice el señor Phillips chupando un puro--. He
progresado por el camino difícil. Nada de familia o amigos. Empecé
poniendo por escrito algunas sugerencias acerca de cómo se podría
lograr un servicio más rápido en Nedick. Por ejemplo, se me ocurrió
la idea de tener el concentrado de naranja en recipientes de litro, con
lo cual se eliminaban las latas de cuatro litros, que presentaban
serios problemas de almacenaje y de eliminación, sin contar con que
los empleados se cortaban a menudo los dedos al abrirlas. También
se me ocurrió empaquetar los bocadillos de salchicha en cajas
plegables de cartón. Y he tenido muchas ideas de las que ahora no
me acuerdo. Pero le diré una cosa: si hubiese sido presidente de esto
hace quince o veinte años, no habría hoy en Nueva York “Chock
Full o´Nuts” (otra cadena de restaurantes para gente con prisa).
Aunque gran parte de los agitados clientes no lo sabe, el local
ocupa un estrecho edificio antiguo de cinco pisos. Nedick usa tan
sólo los dos primeros: el segundo tiene armarios metálicos para los
empleados y una pequeña oficina para el gerente, Thomas F. Magee.
Los otros tres pisos están vacíos y no son usados para nada. El viejo
edificio ha sido motivo de pelea entre la familia Smith, que es la
propietaria y lo alquila a Nedick, y la familia Straus, propietarios de
Macy. La discordia en los Smith y los Straus se remonta a más de
cincuenta años atrás, cuando un comerciante de tejidos, Robert S.
Smith, tenía unos almacenes en la Calle Catorce Oeste, al lado de
Macy. Era una competencia de la que no se excluían los golpes. El
señor Smith a veces colocaba un cartel que decía: Anexo o entrada
principal. Y muchos clientes de Macy eran así atraídos por error a la
tienda de Smith.

73
Cuando los almacenes Macy decidieron mudarse más arriba, en la
Calle Treinta y Cuatro, el señor Smith, como también otros
comerciantes de la Calle Catorce, se dieron cuenta de que el
vecindario perdería mucha afluencia de clientes. Macy, mientras
tanto, estaba tratando en secreto de comprar todos los solares de la
manzana de la Calle Treinta y Cuatro para poder construir sus
grandes almacenes. Sin embargo, había una pequeña parcela que se
resistió a los esfuerzos de Macy –la de la esquina, propiedad de un
sacerdote, Alfred Duane Pell, que en esos momentos viajaba por
España y había rehusado aceptar los 250 mil dólares ofrecidos por
Macy hasta volver a los Estados Unidos. En cuanto regresó, Smith le
ofreció 375 mil dólares por la propiedad de la esquina. Todavía no
están claros los motivos precisos de Smith; la versión de Macy es
que se trató de una maniobra para fastidiar, mientras los herederos
del señor Smith dicen que fue tan sólo un intento de ir con los
tiempos. En todo caso, el reverendo Pell aceptó el ofrecimiento de
los 375 mil dólares del señor Smith, que los Straus rehusaron
igualar. Los Straus procedieron a construir el gran edificio alrededor
de la reducida parcela. El sitio era demasiado pequeño para que
Smith pudiera edificar una tienda de tejidos, así que alquiló la vieja
casa de Pell a distintos inquilinos, hasta que en 1947 llegó Nedick,
que convirtió la planta baja en un lucrativo puesto de bocadillos.
Además de lo que cobran por el alquiler de Nedick, los herederos
de Smith imponen un pago sustancioso a Macy por el privilegio de
colgar un letrero publicitario en los pisos superiores del viejo
edificio.
--Ganamos dinero con esa parcela—dijo Robert Smith Kiliper,
tesorero de la empresa familiar de los Smith--. Y queda como una
especie de monumento al abuelo. Algunas veces he acariciado
también la idea de alquilar ese gran letrero a Gimbel—añadió con
una sonrisa irónica, en consonancia con las tradicionales relaciones
Smith-Straus--. Así que no se sorprenda usted si un día, al mirar para
arriba, ve allí un letrero de Gimbel. No se sorprenda usted.
---000---

74
Cada mañana temprano, un caballero de baja estatura con corbata de
pajarita se dirige presuroso al depósito de los trenes de mercancías y
empieza a husmear vagones cargados de heno con la atención (y las
cejas levantadas) de un meticuloso probador de té. John Muhlhan
husmea el heno durante horas, y es considerado uno de los máximos
expertos del país en heno para caballos. Lo extraño es que ha estado
vendiendo heno en el corazón de la Calle Cuarenta y Dos durante
cuarenta y cinco años y casi ninguno de sus vecinos se ha dado
cuenta de ello.
Por otro lado, el señor Muhlhan no comprende que pueda parecer
raro el que un mercader de heno prospere en Madison Avenue.
--Tengo mis oficinas en la Calle Cuarenta y Dos y Madison porque
es conveniente –dice--. Verá usted: desde aquí puedo trasladarme
fácilmente en tren, en metro o en taxi a los muelles de Brooklyn, al
río Hudson, o a cualquier otro lugar donde llega el heno en barcazas
o en trenes.
Cuando llega el heno el señor Muhlhan se inclina sobre él e inhala.
“Sin siquiera abrir las puertas del vagón de mercancías puedo decir
si el heno es bueno o malo”, dice. Importa cerca de 500 toneladas de
heno por semana desde Michigan, Ohio y desde el norte del estado
de Nueva York y, después de husmearlo y dar su visto bueno, lo
vende a comerciantes al por menor en la ciudad y en todo el país. El
heno será suministrado más tarde a caballos de carreras, caballos de
la policía y varias castas de ganado que lo puedan digerir.
Antes que él, el padre del señor Muhlhan vendía heno y paja a los
propietarios de caballos en el Bronx. De hecho, en 1923 en la ciudad
de Nueva York había veintiocho vendedores de heno y otros piensos
que pertenecían a la Nacional Hay Association. Ahora tan sólo
queda el señor Muhlhan. En su oficina del número 50 de la Calle
Cuarenta y Dos Este tiene a mano un saquito de heno maloliente,
que suele husmear para mantener su nariz entrenada en cómo huele
el heno en malas condiciones. Cuando alguien le visita pasa el
saquito de uno a otro como si se tratara de entremeses, y, si uno hace
una mueca al hedor, lanza una larga requisitoria contra los

75
agricultores que producen esta basura. Se asemeja a cualquier otro
hábil vendedor de Madison Avenue.

---000---

La piel de un sorprendente número de habitantes de Nueva York


son decoradas por artistas del tatuaje, una raza duradera de artesanos
cuyo interés por la humanidad puede estar a flor de piel, pero cuyas
obras generalmente duran toda la vida. En Nueva York hay una
media docena de profesionales del tatuaje y su trabajo se ha podido
ver desde el coro de Copacabana a las duchas del New York
Racquet and Tennis Club.
Stanley Moscowitz, un conocido maestro de la aguja y
descendiente de una distinguida familia de pincha-pieles de la Calle
Bowery, calcula que la población tatuada de Nueva York suma unos
300 mil: una parroquia que mantiene ocupadísimos durante todo el
año a la media docena de tatuadotes en callejuelas de Nueva York y
en el puerto.
El típico cliente de un almacén de un salón de tatuaje tiene entre
18 y 25 años, es generalmente musculoso, y está siempre dispuesto a
invertir de 3 a 5 dólares para ser pinchado 3 mil veces al minuto por
las ocho minúsculas agujas de un tatuador eléctrico que suena como
una barrena de dentista, parece una pluma estilográfica y escribe
debajo del agua. La tinta de color es depositada en un milímetro
cuadrado de piel, una sensación muchas veces descrita como “la
picadura de un mosquito” o como “una tortura”. La mayoría de los
hombres prefieren ser tatuados en el pecho y en los brazos. Los
marineros tienen predilección por las anclas, barcos de velas
desplegadas, los nombres de su última novia y mujeres medio
desnudas. Los soldados prefieren banderas norteamericanas, águilas,
panteras negras, números de matrícula, nombres de sus novias más
recientes y mujeres medio desnudas.
El porqué hay gente a la que le gusta tatuarse es motivo de
controversia. Algunos psicólogos han dicho que es solamente
ornamental, o puramente sexual, o tan sólo la afición de muchos por

76
los dibujos toscos. Algunos chicos lo hacen para parecer muy
machos, algunas muchachas lo hacen como rebelión por ser mujeres,
como las mujeres ainas, en el norte del Japón, que se hacían tatuar
en el labio superior unos bigotes. Algunas personas tienen motivos
prácticos por hacerse tatuar, contando con ello para ocultar cicatrices
o lunares o para imprimir el tipo de sangre o los números de la
Seguridad Social. Otros admiten haberlo hecho por una apuesta, o
porque los compañeros lo han hecho, o para probar que aguantaban
el dolor o sencillamente porque sus padres les habían prohibido que
lo hicieran.
Los ídolos actuales del grupo de tatuados de Nueva York son Dick
Hylan, que tiene estrellas tatuadas en la cara, en las palmas de las
manos y en el interior de los labios; y Jack Drácula, que lleva en la
frente un águila con las alas desplegadas, otras dos águilas en las
mejillas y estrellas alrededor de los ojos, de las orejas y de la nariz.
Jack Drácula, que cuando niño quería crecer y convertirse en
mosaico, ha sido tatuado 244 veces, y dice:
--La gente piensa que estoy chiflado. Pero no me avergüenzo de
ser tatuado. Aunque cuando paso por la calle la gente grita y todos
preguntan: “¿Por qué lo ha hecho?”. Les digo que quiero ser el
hombre tatuado más guapo del mundo… La gente cree que estoy
loco.

---000---

Poco después de las dos de la noche, un tren algo fantasmal entra


lentamente en la estación Grand Central con sus asientos libres, sus
pasillos vacíos y las luces tan atenuadas como las de un club
nocturno del East Side. Es el tren de las basuras, y los hombres
agarrados a sus plataformas son seis de los treinta que a partir de
medianoche viajan a través de los túneles para recoger la suciedad
de las multitudes.
Cada noche son cargadas ocho toneladas de basuras en los siete
trenes de desperdicios, mientras sus ruedas aplastan miles de
envases de cartones de café o envolturas de bombones tirados a la

77
vía. Los hombres tardan cerca de cinco minutos en cada estación en
recoger la basura, aunque a veces pierden algo de tiempo luchando
con algún borracho empeñado en subirse al tren vacío. Los
basureros lo rechazan. Él se tambalea y se apoya en una máquina de
chicles. Luego el tren se encamina lentamente y el ruido de los
recipientes metálicos resuena en el túnel silencioso.
--Arrancamos chicles de los suelos de las estaciones durante todo
el año—dijo uno de los hombres--. La goma de mascar mantiene
unidos los andenes del metro. En verano recogemos montones de
medias naranjas exprimidas en los puestos de naranjada; en invierno
son más los envases de café. Las mujeres dejan los pañuelos de
papel metidos detrás de los asientos y creen que nadie se da cuenta.
Hace dos años encontramos un esqueleto humano cerca de la Calle
Setenta y Seis Oeste. Nadie sabe cómo pudo llegar allí.
Aunque muchos de los recogedores de basuras son conductores,
dicen que prefieren el tren de los desperdicios, que los tiene
levantados toda la noche.
--Preferimos las basuras a las personas –ha explicado uno de ellos.

---000---

En el Teatro Ethel Barrymore, una mañana, cuatro mujeres de la


limpieza de pelo blanco, dobladas como cultivadores en los
arrozales, estaban quitando el polvo de los asientos de 6,90 dólares
cuando llegó Jo Mielziner con paso rápido para asistir al
levantamiento del telón en una de las representaciones de Broadway
menos conocidas: el ensayo de luces.
El señor Mielziner, conocido escenógrafo y experto en
iluminación, tenía el papel principal en esta representación con el
teatro vacío. También faltaban los actores; probablemente estaban
dormidos, porque era temprano: las 11 de la mañana. Su público,
además de las mujeres de la limpieza, consistía en tramoyistas y
electricistas, entre los cuales el señor Mielziner destacaba
claramente por ser el único con corbata.

78
--Lo siento, señoras –dijo Mielziner quitándose la chaqueta y
sentándose en un asiento de la fila catorce--. Pero tenemos que
apagarles las luces ahora mismo.
--Está bien --dijo una de ellas.
Así que las señoras dejaron su tarea y se fueron lentamente a la
parte de atrás, para sentarse en los escalones alfombrados a charlar y
a mirar, mientras las luces de la sala se apagaban, el telón subía y
empezaba el espectáculo.
Luces verdes, azules, amarillas saltaron al escenario desde muchos
puntos distintos, y bañaron la escena en un azul apagado,
iluminando vagamente el cuarto de una pensión proyectado por
Mielziner; luego, lentamente, una luz cálida enfocó con nitidez una
habitación con una silla y una mesa donde se apilaban en desorden
algunos libros.
La cara de Mielziner estaba iluminada débilmente en la oscuridad
por una bombilla de diez vatios enganchada a un escritorio
improvisado frente a él. Un interfono en forma de caja estaba
también allí y permitía a Mielziner hablar desde su asiento con el
jefe de electricistas, George Gebhardt, sepultado en un montón de
equipos de iluminación, de escaleras y de cables retorcidos, y quien,
tras bastidores, se servía de un sinfín de interruptores.
Con los ojos medio cerrados Mielziner estuvo mirando la luz
reflejada en el cuarto de la pensión y, por fin, dijo con voz suave:
--No, no está bien, George. Intentémoslo de nuevo.
George dijo que bien, y el telón volvió a bajarse y la Escena
Primera de las luces fue repasada otra vez… y luego una tercera…
hasta que por fin Mielziner se declaró satisfecho. El ensayo del
alumbrado continuó a través de toda la obra (sin actores, sin música,
sin aplausos, solamente con las luces que jugueteaban en el
escenario) durante tres horas. Luego se terminó.
Veinticuatro horas más tarde iba a ser el estreno de la obra. Pero se
trataba del último día de trabajo para Mielziner y la mayoría de los
tramoyistas y técnicos contratados para preparar la escena y la
iluminación. La interpretación detallada de las luces de Mielziner,
cuidadosamente anotada, fue entregada a los que participarían en el

79
espectáculo, sólo que tras bastidores, y quienes cada noche la
seguirían al pie de la letra.

---000---

Cada día, en Nueva Cork, siete detectives con placas de plata van
buscando por la ciudad las huellas de algunos de los delincuentes
más eruditos: los ladrones de libros. Estos siete detectives son
empleados de la New York Public Library para ayudar a recuperar
los miles de libros sustraídos cada año por lectores olvidadizos,
descuidados, de manos ligeras, o por los toxicómanos.
De las 13 mil personas que diariamente toman prestados libros a la
Biblioteca, una media de 500 no devolverá el volumen en la fecha
fijada, y cerca de veinticinco retendrán los libros dos o tres meses
después de la fecha de devolución. De estos veinticinco muchos son
toxicómanos, que toman prestados los libros con tarjetas falsificadas
y los venden a las librerías de segunda mano para poder comprar la
droga.
Cuando un libro tiene un retraso de treinta días, los siete
detectives, capitaneados por un policía veterano llamado John T.
Murphy, son avisados. Empiezan la búsqueda en la última dirección
conocida del que tomó el libro, y desde allí la caza puede conducir
( y muchas veces conduce) a los detectives a algunos de los más
raros y remotos rincones de la ciudad de Nueva York, e incluso más
allá. En los últimos años, el señor Murphy y sus hombres han
logrado alcanzar a Andre Porumbeanu, el travieso chofer que antes
de escaparse y casarse con la heredera Gamble Benedict, de la alta
sociedad neoyorquina, no había devuelto una copia de God´s
Country and Mine. Los detectives también encontraron la pista de
seis libros en la persona del difunto Julián A. Frank, el hombre de
quien se sospechó haber llevado una bomba a bordo del avión que
estalló encima de Carolina del Norte con setenta pasajeros y tal vez
con los seis libros de cosmonáutica y de aventuras que él había
tomado prestados.

80
Aunque las personas que retienen libros intencionadamente treinta
o más días corren el riesgo de ser condenados a prisión, Murphy se
contenta con rescatar los libros y cobrar los cinco centavos de multa
al día, además de proscribir a los culpables de las bibliotecas.
Muchas multas han alcanzado hasta los 100 dólares en algunos
casos. Hace poco, Murphy y sus hombres cogieron en Brooklyn a
una pequeña señora que tenía retenidos en su casa 1.200 libros.
Lograron encontrar su pista, a pesar de sus varios seudónimos,
comparando la letra de las varias tarjetas usadas y advirtiendo que
retiraba invariablemente novelas románticas. Así que no fue más
que cuestión de tiempo. Cuando la señora fue atrapada, la enviaron a
un manicomio. Era una insaciable cleptómana, pero una delincuente
muy leída.

--000—
--ESTE TEMA ES INTERESANTE, LO MISMO QUE LAS
SECTAS RELIGIOSAS--

En un frenético deseo de saber qué sucederá en el futuro, las 200


adivinas de Nueva York han mirado, entre otras cosas, las bolas de
cristal, han echado las cartas, han estudiado las estrellas, han
probado con la mesa “ovija” (la uija), han inspeccionado las palmas
de las manos, las protuberancias de los pies y las de la cabeza.
No hay sector de la ciudad que no tenga alguna forma de
ocultismo (LOS BRUJOS DE LA CARACAS Y LOS QUE PONEN
AVISOS DE PRENSA Y TIENEN PROGRAMAS RADIALES).
En el centro de Manhattan prosperan los “swamis” hindúes. Los
libros de interpretación de los sueños son una mina de oro en
Harlem. En la zona este la gente está dispuesta a pagar precios
elevados para oír hablar de sus personas favoritas: ellos mismos.
Algunos restaurantes elegantes ofrecen misticismo con los
entremeses. Y desde el Bronx hasta Bayside hay astrólogos,
quirománticos y médiums dispuestos a resolverlo todo.

81
Cerca del 80 por ciento de los clientes de las adivinas de Nueva
York son mujeres, y los problemas que exponen a las profetisas son
problemas de amor, de matrimonio, de salud y de riqueza, por este
orden. Los hombres se interesan generalmente por asuntos de dinero
y luego por el amor. Dado que las adivinas (por la módica suma de 2
dólares) generalmente quieren agradar, suelen predecir mejoras para
todo el mundo en un plazo de seis meses o un año.
--Las mujeres también nos preguntan: “¿Me engaña mi marido?” y
“¿Este hombre no buscará mi dinero?”, y también “¿Dónde podré
encontrar un hombre bueno?”.
Una adivina contestó:
--Si supiera dónde encontrarlo, iría en su busca y a lo mejor
conseguía casarme.
Puesto que los seres humanos tienen tendencia a recordar las
predicciones que se han realizado y a olvidar lo demás, un número
sorprendente de personas les tienen mucho respeto y temor a las
adivinas. Hay algunos neoyorquinos que, más pronto o más tarde,
acaban siendo víctimas de timos de gitanos. Las gitanas todavía
hacen uso de uno de los timos más antiguos: empieza cuando una
adivina convence al cliente de que su dinero está bajo influencias
satánicas y de que se lo tiene que llevar a ella para que sea
“bendecido”. Cuando lo hace, la adivina lo empaqueta y da
instrucciones al cliente de que el bulto no ha de ser abierto en las
veinticuatro horas siguientes, dando así al ladrón tiempo más que
suficiente para desaparecer antes de que la víctima se dé cuenta de
que su fajo de billetes se ha convertido en recortes de periódicos.
Algunas mujeres policías disfrazadas de prostitutas ingenuas y
enamoradas, visitan con frecuencia a las adivinas, piden consejos y
esperan que intenten timarlas.
--Podemos detener a las adivinas bajo acusación de conducta
desordenada tan sólo cuando predicen el futuro o se les sorprende
intentando robar dinero –ha explicado una policía de Nueva York,
Clare Faulhaber--. Si tan sólo hablan de lo guapa que es una y de
cómo nadie nos aprecia, entonces no hay nada que hacer. En todo
caso, este juego de gato y ratón con las adivinas de Nueva York es

82
un gran deporte. Las gitanas recortan las fotografías de las policías
que publican los periódicos, sacan gran número de copias y las
distribuyen entre todas las demás gitanas de la tribu. Nos hablamos
de tú con muchas de ellas y somos muy amigas.
Cuando tienen que explorar los distintos lugares de Nueva York,
las mujeres de la Policía interpretan muchos papeles. La señorita
Faulhaber explica:
--Si vamos a salones de té en algunos sectores nos vestimos de
prostitutas. Cuando las policías tienen que ir a la calle Houston, en la
ciudad baja, generalmente llevan batas de casa y zapatos sin tacones.
En la calle Orchard, en la zona este, tratamos de ir lo más
desaliñadas posible. En la Octava Avenida, por las calles de la
Cuarenta en adelante, llevamos cestos de la compra e incluso vamos
acompañadas de algún niño para que nos crean de la vecindad. En la
zona este nos cuidamos más y llevamos sombrero y guantes.
Recientemente, en una sesión espiritista en la Calle Ochenta Oeste,
la señorita Faulhaber, todavía felizmente soltera a pesar de las
repetidas predicciones de las gitanas sobre un hombre moreno y
guapo que la persigue, fue vestida con traje de embarazada.
--Era un sábado a las seis de la tarde y cerca de cincuenta
personas, todas muy bien, se encontraban en esta casa de fachada de
piedra, sentadas en sillas plegables, escuchando a una mala pianista
en el acompañamiento de los himnos –cuenta la señorita
Faulhaber--. Era una sesión de grupo, cosa corriente en Nueva York,
y es fácil entrar en ellas. Basta mirar el sábado las páginas religiosas
del Times y se encuentran los anuncios de las reuniones
“espiritistas”. Bueno, pronto entró la médium. Era una señora bajita
de cierta edad, de pelo cano, que llevaba un traje de noche. Las
personas se colocaron en círculo alrededor, y ella empezó a decir:
“Me llegan las vibraciones… vibraciones de una mujer que lleva
dentro de sí una nueva vida. ¿Hay alguien aquí que lleve dentro de sí
una nueva vida?”.
“Yo estaba allí –sigue diciendo la señorita Faulhaber—con un traje
de embarazada que todos podían ver, y la única cosa abultada que
tenía debajo eran el cinturón y la funda con mi pistola calibre 32.

83
Más adelante, la médium hizo pasar una bandeja y la gente colocaba
en ella billetes de unoy cinco dólares. Las luces se amortiguaron.
Entonces fue cuando ella empezó a entrar en “trance” profundo y
empezó a hablar. Primero fue el “tío Bill” de alguien y luego fue la
madre de algún otro, pero lo que más me molestaba era que
cualesquiera que fuesen los espíritus, todos cometían los mismos
errores gramaticales.
Dado que las médiums que comunican con los espíritus algún día
se reunirán también con ellos, existe siempre la necesidad de
entrenar nuevos talentos. En Nueva York, por lo tanto, hay clases de
desarrollo para médiums en toda la zona de las Calles Setenta y
Ochenta de Manhattan, y también en Brooklyn. En estas clases, las
médiums veteranas enseñan a las aspirantes los trucos del oficio. Las
médiums, a veces, se hacen competencia en este negocio con el
mismo vigor de los almacenes Macy y Gimbel, y en algunas
ocasiones llega a haber hasta una guerra de precios cuando una
médium, para fastidiar a otra, ofrece un curso de lecciones de 10
dólares por sólo cinco.
Quirománticas y adivinas de bolas de cristal –la policía raramente
encuentra bolas de cristal en Manhattan, pero se han topado con
algunas en Coney Island –compiten con las médiums y otras
adivinas para ganarse clientes, así que la rivalidad puede ser muy
aguda. Las mujeres de la Policía de Nueva York dicen que algunas
gitanas informan con frecuencia a la policía acerca de las actividades
no del todo correctas de otras de su raza, siendo este el sistema
gitano de mantener la competencia dentro de límites razonables.
A pesar de nuestra era puramente científica, las médiums y las
gitanas son parte importante de la vida de Nueva York y deberían
seguir prediciendo un porvenir dichoso mientras existan mujeres que
sospechan de sus maridos y chicas solteras que quieren saber:
“¿Dónde puedo encontrar un hombre bueno?”. ( 27.247 palabras
hasta aquí)

--000—

84
ESTE TEMA ES INTERESANTE. AVERIGUAR SI HAY EN
NUESTRO MEDIO OFICINAS DE MATRIMONIO Y OTRAS
COSAS SIMILARES COMO LO QUE APARECE EN
TELEVISIÓN OFRECIÉNDOSE Y BUSCANDO HOMBRES O
MUJERES.

Otros muchos habitantes de Nueva York que también buscan un


hombre bueno son los clientes de ocho agencias matrimoniales
debidamente anunciadas: un grupo cuyos ficheros están llenos de
nombres de empleados de bancos, aristócratas pobres y hombres
ricos con ambiciones sociales. El hecho de que cinco de los dueños
de estas agencias no estén casados, no parece menguar su
popularidad.
Con un pago de matriculación que suele ser generalmente de 100
dólares, los agentes proporcionan a sus clientes todos los encuentros
que pueden aguantar. Después de una cita concertada, el agente
espera oír si se han gustado mutuamente. Si no han congeniado,
proporciona a los caballeros nuevos números de teléfono, y a las
señoras nuevos hombres. Si por medio del agente se llega al
matrimonio, cada cliente paga otros 100 dólares. Si el matrimonio es
un fracaso no se devuelve el dinero.
--Oh, se quedaría usted sorprendido de las peticiones que los
agentes matrimoniales reciben en Nueva York –dijo San Pauline,
que tiene una oficina frente a Macy--. Una vez tuve un robusto
tejano que quería conocer a una mujer muy gorda. Así que miré en
mis ficheros y me encontré con esta señora del Bronx que pesa unos
cien kilos, tiene 45 años y es divorciada. Cuando la llamé, me dijo:
“Sam, ¿le ha dicho que peso suficientemente?”. Dije que sí y
combiné para que se encontraran en mi oficina al día siguiente.
Cuando se vieron por primera vez, me di cuenta de que se atraían
recíprocamente. Y, cuando estaban marchándose para ir a tomar una
copa, vi que él la sostenía por debajo del brazo. Cuatro semanas
después se casaban. Cuando la volví a ver, llevaba abrigo de visón,

85
estaba cubierta de brillantes y viajaba en un Cadillac. Era tan gorda
como antes.
El señor Pauline, que fue presentado a su propia mujer hace treinta
y cuatro años por un agente matrimonial (su padre), dice que aunque
muchas mujeres prefieran hombres de profesiones liberales, la
mayoría se contenta con un tipo estable, formal y no aparatoso que
esté en condiciones de mantenerlas.
--No quieren artistas o actores, o algo parecido –dijo--. Una vez
tuve a un actor que era el sustituto de Sam Lavene en Guys and
Dolls. Este individuo vivía en el Lambs Club, pero no lograba
encontrar a ninguna que quisiera casarse con él. Las mujeres no
quieren hombres que trabajen a salto de mata y logren de vez en
cuando pequeños papeles. Prefieren un fontanero o un carpintero
antes que un actor.
“Otra cosa sobre las mujeres –siguió explicando—es que la edad
no tiene tanta importancia como la estatura. Una mujer está más
dispuesta a casarse con un hombre que le lleve veinte años que con
uno más bajo que ella. Por otro lado, la mayoría de los hombres
quieren mujeres muy guapas o muy atractivas. Algunos las quieren
ricas. Y unos pocos, muy pocos, quieren mujeres que sean
inteligentes”.
Si un cliente quisiera mujeres muy formales, el señor Pauline se
las podría proporcionar. Tiene un fichero aparte con los nombres de
200 damas que no fuman y de 400 que no beben. Si un hombre
deseara rubias alemanas de nacimiento, un agente de la Calle
Cincuenta y Nueve Este tiene montones de ellas, sin contar un par
de condes europeos empobrecidos, algunas princesas gordas y una
docena de archiduques. Y en el Lee Morgan´s Scientific
Introduction Service, en la Calle Setenta y Nueve Este, hay
fotografías, datos estadísticos y números de teléfono de muchas
mujeres inteligentes que han tenido éxito en sus carreras, pero cuya
dedicación al trabajo ha hecho que el amor pasara de largo.
Algunos agentes matrimoniales afirman tener más de diez mil
nombres de personas solteras en sus ficheros, y uno de ellos, Clara
Lane, de la Calle Cuarenta y Dos, tiene en su haber 8 mil bodas en

86
los últimos diez años. Sacan sus clientes por medio de anuncios en
los periódicos que los aceptan (muchos los rechazan), o leyendo las
necrologías y enviando más adelante circulares al miembro
superviviente de la pareja. Dicen que investigan todas las
credenciales y las declaraciones de los clientes en perspectiva antes
de proporcionarles encuentros, y parecen abrigar un escepticismo
permanente acerca de la vida, lo que tal vez explique por qué más de
la mitad de ellos no parecen haber encontrado su media naranja.
Aunque una gente de la Calle Cuarenta y Dos, Ellen Joy, dice que
uno de cada seis clientes masculinos que entrevista se le declara.
Pero en el momento en que el bueno se presenta, ella afirma que
sabrá reconocerlo.
--Sobre el aspecto que pueda tener no se puede generalizar –dice
ella, pero mi hombre ideal tiene que ser muy comprensivo. Tiene
que venir de un buen ambiente y ser culto. Lo que quiero no es un
hombre que me pueda ofrecer la luna, sino uno que desee hacerlo.
Mientras hablaba tenía la mirada perdida en el espacio, con las
manos juntas y en sus ojos parecía leerse el cartel que aparece en
muchas oficinas de agencias matrimoniales. Aquel que dice: “Nunca
es demasiado tarde”.
---000---
Las tendencias agresivas de ciertos hombres de Nueva York se
desahogan cuando golpean con una bola de dos toneladas un muro,
atacan a una avenida y hacen añicos las creaciones de otros
hombres. Nada es lo suficientemente grande, fuerte o imperecedero
como para resistir a esos asesinos; nada es tan sentimentalmente
firme como para estar siempre a salvo de los golpes de estos
expertos que esgrimen la bola de metal.
En la ciudad hay por lo menos cuarenta hombres competentes en
el manejo de la bola, pero entre ellos hay tan sólo una docena escasa
de viejos profesionales que tengan una vista tan buena como para
abatir un muro ladrillo a ladrillo a treinta metros de distancia. Desde
la misma distancia pueden hacer caer la bola encima de una moneda
de diez centavos. Pueden balancear la bola como si jugaran al billar,
haciéndola rebotar de un muro a otro, y dejarla volver luego hacia

87
atrás para abatir limpiamente una chimenea. Algunas veces lanzan la
bola con toda la fuerza contra un muro; otras veces golpean
ligeramente, resquebrajando el hormigón. Hay contratistas que han
suspendido durante semanas los trabajos de demolición esperando y
pidiendo que uno de estos seis especialistas estuviera libre para
encargarse de la tarea. Algunas veces les pagan más de 300 dólares
por semana por hacer añicos las cosas.
Esta media docena de hombres ha destruido miles de edificios de
Nueva York en los últimos treinta años. Sus hazañas y sus caras son
conocidas por miles de aficionados que ven el espectáculo desde la
acera. Se trata de Benny Newberg, un especialista flaco, de 61 años,
que destruyó las Tombs; Jim Allitt, un inglés de brazos robustos, de
66 años, que aniquiló el hipódromo; Mike Catusco, de 52 años, que
asoló Ebbets Field; Matt Sullivan, de 62, que derribó la Librería de
las Naciones Unidas; Ralph Principe, de 54, que destruyó el Produce
Exchange, y Gil Schultz, de 39, que echó abajo todo lo que se
encontraba en el camino del nuevo edificio del Time-Life y que
también ha derribado hectáreas enteras de barrios populares. Un día,
en Brooklyn, Schultz dio tal sacudida contra una destartalada casa
de cinco pisos, que toda la estructura se vino debajo de un solo
golpe.
Los barrios pobres son los más fáciles de destruir, mientras que las
armerías, las cárceles, los bancos y las iglesias, todos con paredes
muy gruesas, son los más difíciles. A Newberg le costó más de un
año derribar los Tombs, que habían hospedado 500 mil criminales
durante su existencia y estaban construidas como un castillo
medieval.
Una de las residencias particulares que presentó más dificultades
fue el viejo palacio Schwab, en Riverside Drive y la Calle Setenta y
Dos. Tenía muros de granito de medio metro de espesor. Charles
Schwab lo había construido para que durara eternamente. Pero
cuando su mujer falleció, él se cansó de sus setenta y cinco
habitaciones y se mudó a un hotel. Jim Allitt tardó casi seis meses en
derribar sus altas torres y gruesos muros.

88
Pero los hombres de la bola metálica están muy contentos cuando
los muros son gordos y el desafío es mayor. Sienten tanta emoción
como los espectadores de la acera cuando, después de un impacto
directo, los muros empiezan a resquebrajarse, los pisos se
derrumban y toda la estructura se cae entre un nubarrón de polvo.
Aunque ganan 4,90 dólares la hora y son maestros en su oficio, a
los hombres pagados para destruir cosas les es denegado
eternamente un privilegio:nunca podrán señalar un bonito trabajo de
artesanía y decir con orgullo: “Esto lo he hecho yo”.

5--NUEVA YORK, CIUDAD DE OLVIDADOS

La Octava Avenida es una calle triste cuyas luces de neón oscilan


por encima de la caspa de los barmans, enfocan a prostitutas que
fuman, a gorros de marineros y a botellas de cerveza que a veces se
hacen añicos contra los tocadiscos y atraen a los policías, que dicen:
“Está bien, está bien, ¡basta ya!”. Es una calle de casas de empeño,
hoteles de ínfima categoría y de mendigos con ojos congestionados.
Es una mezcla de olores del centro de la Industria del Vestido, del
humo de los autobuses portuarios, del vapor de la estación
Pennsylvania y del ajo de una docena de pizzerías.
La Octava Avenida empieza en unos difuntos baños públicos de la
Calle Doce Oeste y se extiende por Manhattan hasta el Coliseum.
Entre estos dos extremos hay hileras de casas pobres con escaleras
de incendios oxidadas y gente que quisiera mudarse. Quieren huir de
la incertidumbre de la Octava Avenida, que es una olla podrida de
pecadores y de fanáticos religiosos, de oscuridad y de luz, de
cerveza a cinco centavos y de una fiesta de Mike Todd que llena el
Madisson Square Garden. La Octava Avenida es el sitio en que se
produjo el incendio de una estación de bomberos y en donde un
soldado inglés de infantería de Marina se precipitó desde una altura
de veinticinco metros durante una fiesta militar y se mató, el pasado
mes de junio, ante 10 mil espectadores que aplaudieron creyendo
que era parte del espectáculo.

89
La Octava Avenida es el sitio en que unos maleantes atacaron a un
descargador llamado Clifford Johnson y provocaron que su ojo de
cristal cayera a una alcantarilla. Es el sitio en que un cocinero,
llamado Rafael Torres, furioso porque un autobús no se detuvo en
una parada, subió a un taxi, alcanzó al automóvil y acuchilló al
conductor.
En septiembre, cuando Manhattan se agitaba protestando por la
presencia en las Naciones Unidas de Kruschev, de Castro y de Tito,
una niña de ocho años fue muerta por una bala perdida en el
restaurante El Prado, en la Octava Avenida.
Todos los años llega el circo a la Octava Avenida, e,
inevitablemente, un león o un toro se escapan y juguetean en medio
del tránsito, haciendo bastante publicidad a la empresa. Cada mes
tiene que intervenir la policía para dominar a masas de gente que se
manifiestan en contra de la bomba atómica, o reclaman mayores
salarios, o se apretujan para pedir un autógrafo a Antonio Rocca.
Se puede casi adivinar lo que está sucediendo en el interior del
Madison Square Garden observando a los que están afuera. Cuando
Rocca está luchando, la entrada de la Octava Avenida está llena de
Portorriqueños y se puede oír la voz del anunciador del ring que
chilla: “¡Amigos! No tiren más objetos al ring”. En noches de
boxeo, se ve a los pequeños tipos de dinero fácil vestidos de oscuro,
con camisas blancas, de pie alrededor de la taquilla, puro contra
puro. Antes de una exhibición hípica se ve a los hombres de frac y
chistera y a las jóvenes rubias, tipo Town & Country. En noches de
partidos de baloncesto se ve a muchachos altos de pelo corto con
jerseys en los alrededores del Garden. Y cuando hay circo, la Octava
Avenida es un escenario de adultos apresurados acompañados de
tres o cuatro niños. Entre la clientela de Nedick se cuentan enanos y
vaqueros.
Por toda la Octava Avenida hay “drug stores” que venden a
precios de saldo. Algunos tienen unos teléfonos tan pegajosos que
da asco arrimarlos a los oídos. Es una calle por la que pasan de prisa
los espectadores de los teatros para ir al Restaurante Downey´s y los
que viven fuera de la ciudad para ir a la estación de Pennsylvania,

90
tratando de no fijarse en los mendigos, en los homosexuales y en el
predicador de la Calle Cuarenta y Dos que grita gesticulando:
“¡Pecadores, pecadores! La Biblia enseña que sin derramamiento de
sangre no se redime el pecado…” Y un muchacho picado de viruela
y con el pelo grasiento, chilla: “¡Está usted lleno de mierda, señor!”.
Y el predicador con cara descompuesta contesta: “Chico, necesitas
ser salvado”. Y luego un gran policía irlandés se acerca y ordena a la
gente: “Andando, andando, fuera de la acera”. Algunos se arriman
más al predicador, pero la mayoría se marcha, aunque no a la
velocidad de los usuarios que corren a la Terminal de la Autoridad
Portuaria, donde cada semana olvidan en los autobuses docenas de
paraguas, abrigos y maletas en las 1.300 cajas-depósito de la
estación. Los objetos olvidados llegan a tal volumen, que cada año
la autoridad portuaria organiza una subasta en los sótanos de la
estación de la Calle Cuarenta y Uno. Esto atrae a la Octava Avenida
a los cazadores de gangas y a pelotones de traperos de Ludlow Street
que son llamados Los cuarenta ladrones, y también a Harry The
Gonif, Eddie, de Poughkeepsie, y Cheap Charlie, cuyos almacenes
de trastos viejos, según se dice, contienen la mayor colección de
guantes disparejos del mundo.
--Bien –dice el subastador con su voz de barítono cansado, desde
su elevada tarima en el sótano lleno de humo--, tengo aquí una capa
de piel. No voy a decir que se trate de visón…
--Es lobo—interviene Harry The Gonif.
--Déjeme tocar—pide una señora.
--Catorce dólares—dice Cheap Charlie.
--Dieciséis dólares—puja Harry The Gonif.
--Suyo es—dice el subastador.
--Déjeme tocarla—insiste la señora.
El hombre no le hace caso. Este día tiene que subastar demasiadas
cosas y no puede perder el tiempo con una señora aficionada. Esto
complace a los traperos, porque a ellos también les gustan los
aficionados, ya que se suben los precios demasiado y les privan de
buenas gangas.

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--La cosa más cara olvidada en la consigna de la estación de
autobuses fue cheques de dividendos de acciones por valor de 50 mil
dólares –dijo John M. Hanrahan, encargado de los equipajes de la
Autoridad Portuaria--. No los vendimos en subasta; los entregué al
Servicio de Compras y Administración y, por lo que sé, todavía
siguen allí. Un millonario excéntrico de la sección de Greenpoint, en
Brooklyn, se los dejó olvidados y luego desapareció y nadie sabe lo
que ha sido de él.
Mientras hablaba, el tránsito de la Octava Avenida continuaba
resonando sobre nuestras cabezas, y en la parte baja, en Abingdon
Square, unos niños hacían rebotar una pelota contra la pared de la
difunta casa de baños, sin prestar atención a los descargadores que
volvían del trabajo, a las gordas señoras italianas cargadas de
vituallas, al alto y delgado portorriqueño de pie en la esquina, con
dedos finos, ojos alerta y con una cicatriz en la cara producida por la
navaja de otro. Una manzana más arriba se oía el timbre de la caja
registradora en el mercado La Ideal, y el olor del pescado que se
desprendía de De Martino casi alcanzaba al vecindario griego con su
taberna Port Said, donde se oye el sonido de las castañuelas y se
admiran las redondeadas formas de la danzadora de vientre con
bonito pelo y ombligo tembloroso.
En la Calle Treinta, los mozos del Centro del Vestuario empujaban
filas de prendas colgadas en percheros múltiples entre camiones y
personas, y en una escuela para barberos en la Calle Cuarenta y
Tres, cinco novatos cortaban el pelo a 45 centavos por cabeza.
Frente a ellos había un cuartel: “¡Llamada a todos los hombres!
Ahora podéis teñiros el pelo en vuestro color natural, incluido rubio
plata, rubio platino, rubio dorado o cualquier otro color: rojo,
castaño o negro. Todo el trabajo hecho con reserva absoluta”.
Arriba, en las Calles Cuarenta y Cincuenta, hay más hoteles
baratos, más “delikatessen”, más personas con cutis feo. En esta
sección, la Octava Avenida es una calle de oscuros boxeadores y de
tabernas de las que son parroquianos. El ex púgil y masajista de
señoras Biz Mackey suele beber en la de Bill Dunn. Otros hombres
de nariz rota van a la taberna de Mickey Walter, enfrente. En las

92
paredes de la taberna Neutral Corner, en la Calle Cincuenta y Cinco,
hay centenares de fotografías de boxeadores que ahora son gordos y
están olvidados.
Detrás del mostrador del Neutral Corner hay un apuesto joven de
treinta y pico de años, de pelo rubio rizado y ojos azules: un hombre
que era boxeador, pero que ahora ha engordado. Se llama Tony
Janiro. Muchas de las fotografías de las paredes muestran a Janiro en
acción: pegando un puñetazo en las costillas de un rival, lanzando a
otros a través de las cuerdas, orgullosamente de pie en la esquina
neutral mientras el árbitro está contando sobre el cuerpo sin sentido
de su contrincante. Fueron colgadas en el bar por el propietario,
Frankie Jacobs, que fue el entrenador de Janiro y creía que llegaría a
ser el campeón mundial de los pesos Walter si hubiera vencido su
debilidad: las mujeres. Pero Janiro nunca lo consiguió. Perseguía a
las mujeres y bebía whisky. Así que a los veinticuatro años era
hombre acabado. Se retiró, y Jacobs, que había comprado la taberna
Neutral Corner, le dio el empleo de barman.
Hoy el ex boxeador friega los vasos de cerveza y el ex entrenador
todavía le reprocha en voz alta (para que lo oigan los parroquianos):
--¡Whisky y mujeres! He aquí lo que ha arruinado a Tony Janiro.
Oh, yo lo vigilaba, es verdad; por la noche acostumbraba colocar mi
cama delante de su puerta para que no pudiera salir. Pero él salía.
¿Verdad, Tony, que te escapabas?
Janiro, siempre fregando los vasos, se vuelve lentamente a su
antiguo entrenador y dice tranquilamente:
--No me arrepiento de nada de lo que he hecho, Jay. Lo único que
lamento son las cosas que no he hecho.
Los clientes escuchan distraídamente porque ya han oído todo esto
muchas veces: la historia de cómo entre 1945 y 1951 Janiro estaba
camino de convertirse en campeón, y lo hubiera logrado si se
hubiera entrenado más severamente y no se hubiera sentido tan
semental.
Es lo que se oye con demasiada frecuencia entre la humareda del
bar marrón oscuro: representantes y entrenadores que se quejan

93
como mujeres en una lavandería pública porque sus chicos han
quebrantado las reglas del entrenamiento.
--¿Cómo es posible que después de ciento veinte combates no
estés más señalado?—preguntó un cliente a Janiro.
--Tengo un tipo de piel que no se corta—explicó Tony--. Por
ejemplo, mi hermano Freddie era boxeador; si le golpeabas en un
codo terminaba con un ojo morado. Tenía ese tipo de piel. Le
golpeaban en un codo y le salía un ojo morado.
--Cómo tenías tanto éxito con las mujeres?
--En Nueva York, si tienes dinero –explicó Janiro—atraes a las
mujeres. ¿Verdad? El dinero las atrae.
--¿Cuánto has ganado?
--Cerca de 500 mil dólares. He perdido trece encuentros sobre 120.
He tenido bolsas grandes con Greco, Graziano y Beau Jack. Era un
chico pobre de Youngstown y vine a Nueva York cuando tenía
dieciséis años. Cuando tuve diecinueve boxee en el Madison Square
Garden. Estaba rodeado de muchos tíos que bebían a mi costa en el
hotel. Si me compraba un traje se lo compraba a ellos también…

---0000---

Es difícil creer, cuando se mira fuera del ventanal de la taberna


Neutral Corner hacia la octava Avenida, que esta calle en
decadencia era hace cien años bastante elegante, y que los lujosos
coches de caballos se alineaban fuera del palacio Havemeyer, en la
Calle Cincuenta y Ocho y la Octava Avenida.
Muchas de las granjas más famosas se encontraban alrededor de lo
que hoy es Columbia Circle, y las grandes casas que estaban en la
Octava Avenida tenían espaciosos jardines, grandes praderas y
huertas que se extendían al oeste hacia el río Hudson. Estas granjas
eran propiedad de las familias de Matthew Dyckman, Jacobo Horn,
Isaac Varian, James Steward y Samuel Van Norden. En la Calle
Cincuenta y Tres y la Octava Avenida estaba el palacio del general
Garrit Hooper Striker, que en la guerra de 1812 había mandado al 5º
Regimiento de la Brigada 82 para defender las casas de

94
Bloomingdale Heights. Uno de los puntos más elegantes de Nueva
York era la Grand Ópera House, que Jim Fisk había comprado en
1869 para Josie Mansfield, una actriz conocida como la “Cleopatra
de la Calle Veintitrés”. Fish había adornado el edificio con barrocas
puertas de caoba, con arañas de cristal y sillas con tachuelas de oro.
Pero después de su muerte, el lugar fue declinando. Y en 1938 tenía
un cine, máquinas para hacer rosetas de maíz, y boleras donde los
chicos que recogían los bolos recibían propinas de cinco centavos
con cara de mal humor.
La gran decadencia de la Octava Avenida comenzó a principios
del siglo, cuando las secciones residenciales empezaron a surgir en
la zona este y las casas del oeste se convirtieron en moradas
populares. En 1925 se cavaron grandes hoyos en la Octava Avenida
para el metro. Un día de junio de 1927 los obreros sacaron seis
ataúdes de la Octava Avenida y la Calle Cuarenta y Cuatro: ataúdes
de madera cara. El cementerio había sido parte de la finca Medcef-
Eden, adquirida en 1803 por John Jacob Astor. Los obreros
limpiaron rápidamente la zona de ataúdes, construyeron el metro e
instalaron máquinas automáticas para la venta de goma de mascar.
Hoy, cerca de la antigua finca Medcef-Eden, en la estación del
metro de la Calle Cuarenta y Dos, hay futbolines y muchachos con
pantalones sin vueltas, muy ceñidos, que menean las caderas.
Durante el verano de 1960, cuando la Grand Ópera House
entorpecía los planes de un gran grupo residencial, se personaron los
equipos de remodelación.
El último toque de la antigua elegancia desapareció de la Octava
Avenida.

---000---

En tardes soleadas, frente al Hotel Plaza, Freddy Phillips se sube


lentamente en una “victoria” y se prepara a empezar otro día en una
carrera en la que ha consumido una docena de carruajes, veinte
caballos y por lo menos un centenar de chisteras. El señor Phillips,

95
de ochenta y pico de años, ha sido cochero en Nueva York desde
1901, y se agarra a sus riendas lo mismo que a su pasado.
Cuando no hace calor, no sale; únicamente se queda fuera del
Plaza con otros miembros del equipo de chisteras: Bne Potter, que
da de comer manzanas a su caballo; Broadway Jack, un chofer de
taxi arrepentido, y unos pocos más que, al primer centelleo en los
ojos de un turista, preguntan en seguida:
--¿Coche?
Durante su carrera en Nueva York, el señor Phillips ha llevado
personas tan dispares como Enrico Caruso, John D. Rockefeller y
Arnold Rothstein.
--Rothstein me debe dos dólares—dice el señor Phillips, chupando
un cigarrillo que le han ofrecido--. Oh, lo llevaba a él y a su rubia
por toda la ciudad. Entonces, en Park Avenue la calzada estaba
polvorienta y The-Tavern-on-the-Green era ub redil. Tiffany se
encontraba en la Calle Quince. Una vez llevé al campeón de los
pesos pesados, Bob Fitzsimmons al restaurante de Jack en
Broadway. Cuando llegamos me dijo:
--Ven, chico, bebe algo.
Ben Potter se acercó y dijo:
--Una vez tenía yo un caballo ruidoso, llamado Murphy, y una
noche un policía me paró y quiso ponerme una multa porque decía
que mi caballo turbaba el descanso. Preguntó cómo se llamaba el
caballo y cuando le dije que Murphy, este gigante de policía irlandés
paró de escribir y exclamó: “Demonios, no puedo multar a un
caballo con ese nombre”.
--Así era en aquellos días—dijo el señor Phillips--. Entonces
llevábamos buenas chisteras, pero las que tenemos ahora son
baratas. Si llueve, ¡buenas noches! Las compramos a un tio que se
presenta con lotes de sombreros usados y pregunta: “¿Cuánto me da
por estos?”. Yo siempre digo “dos dólares”, y nunca le doy más.
En toda su existencia, la mayoría de los cocheros han transportado
por Central Park a los famosos y a los infames. Prefieren acordarse
de los viejos días en que los coches de caballos recorrían toda la
ciudad y no sólo Central Park.

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--Pero nunca me retiraré de esta actividad—dice el señor
Phillips--. Me da igual morir en el pescante que en cualquier otro
sitio.

---000---31.398 palabras—

Amontonadas en oscuros armarios en toda la ciudad de Nueva York


hay muñecas con trajes y peinados pasados de moda, con su pintura
desgastada, sus narices aplastadas porque un día fueron abrazadas
con demasiado vigor por unas niñas que hoy son abuelas. Algunas
veces se ven estas muñecas entre los montones de los traperos, o en
los escaparates de los anticuarios, al lado de alguna espada oxidada,
completamente olvidadas por sus dueñas, que ahora viven en un
torbellino de vida moderna. Pero hay algunas dueñas que comparten
el triste sino de aquellas figuritas en un tiempo graciosas, en un
tiempo queridas.
En una ciudad de estrellas del cine mudo y de viejos “fans” que
raramente las reconocen. Aunque algunas veces, en Broadway, un
anciano se vuelve de pronto, mira a una figura que pasa, y exclama:
--¡Pero si usted es Nita Naldi!
Las gentes tropiezan con él y alguien grita:
--Eh, señor, mire por dónde va.
--Lo siento.
--Señor, por el amor de Dios, una limosnita…--pide un mendigo.
La gente sigue adelante, dejando atrás al mendigo y al señor que
ha reconocido a Nita Naldi.
Mita Naldi anda apresuradamente y da la vuelta a la esquina para
entrar en un modesto hotel, donde pocos recuerdan que solía actuar
con Valentino y que en un tiempo fue el símbolo de todo lo exótico,
pasional y fatal del cine mudo.
En Nueva York, donde quiera que se vaya, hay probabilidades de
encontrar a personas que un día estuvieron en la cumbre.
Al mediodía, sentada en Schrafft, sin que nadie la reconozca, está
Gertrude Ederle. Es posible que algunos de los que comen en

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Schrafft estuvieran entre los dos millones que acogieron con vítores
a la señorita Ederle en 1926, el año en que cruzó a nado la Mancha y
fue honrada con una bienvenida en el bajo Broadway bajo una lluvia
de confeti. Entonces el presidente Colidge la había llamado “La
mejor chica de Norteamérica”. Recibió propuestas de matrimonio y
alguien escribió una canción llamada “Tell me, Trudy, who is going
to be the Lucki one?”.
La señorita Ederle tendrá unos cincuenta años y pesa ochenta
kilos. Lleva un aparato para sordos. Nunca se ha casado.
--Estuve enamorada una vez—recuerda--. En 1929. Estaba
prácticamente comprometida con aquel hombre. Era un tipo atlético,
de uno ochenta de alto. Puede parecer tonto, pero una vez le dije:
“Con mi oído defectuoso puedo ser difícil para un hombre…”.
Naturalmente, esperaba que me dijera: “Cariño, no me importa nada
lo de tu oído. Yo te quiero”. En cambio dijo: “Creo que tienes razón,
Trudy. Sería difícil para un hombre”. De todos modos, no lo he
olvidado.
A nueve manzanas de distancia, en una taberna llena de humo, un
hombre delgado de pelo cano, hace todo lo posible para que se
acuerden de él. Ofrece de beber a todo el mundo, y distribuye
tarjetas que dicen: “Billy Ray, Último Púgil Superviviente de los
Nudillos Desnudos”. Ray, que ahora tiene cerca de noventa años, era
un tipo tan duro que cuando el reglamento impuso los guantes de
boxeo se retiró. Ahora estaba en un taburete del Neutral Corner y
Tony Janiro le estaba sirviendo otro trago. Bill Ray tenía los ojos
medio cerrados y estaba ejerciendo un antiguo privilegio de Nueva
York; el de rememorar cosas pasadas.
--En los años ochenta un corte de pelo costaba sólo diez centavos
–divagaba--…Echaron a Florence Burns del hipódromo de
Sheepshead Bay por fumar… O, me encantaba ir a la Calle Catorce
y oír a Maggie Cline cantar “Throw Em Down, McCloskey”…
Dicen que Steve Brodie no se tiró del puente de Brooklyn… Son
todos unos mentirosos… yo lo ví… estaba presente.
Podría estar contando cosas todo el día…Jersey Jimmy, el
carterista nacional, tenía una taberna en la Bowery… Algunas

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veces uno se encontraba con difuntos sentados en la barra. Después
de un velorio los hombres traían a los muertos consigo, los
sentaban en la barra y empezaban a beber… Cuando habían
terminado, el barman preguntaba: “¿Quién paga?”. Ellos
señalaban al difunto… y se marchaban.

---0---0---

Nueva York no es una ciudad buena para los ancianos. La ciudad


hace caso omiso de ellos; los viejos no logran ponerse a su paso,
Mary Amstrong, la dueña de la tienda de mermeladas de la Novena
Avenida, raramente sale de su vecindario. Pero cuando lo hace se
queda invariablemente impresionada viendo cómo ha cambiado la
ciudad. Algunas veces señala y dice: “¡Oh, mirad lo que han hecho
con eso! ¡Eso ha estado allí durante veinticinco años!”. Fue el último
columnista, O.O. McIntyre, el primero que hizo publicidad a la
señorita Amstrong cuando, en 1937, la propuso como “La viejecita
de Nueva York”, inspirándose en una canción entonces en boga. La
describió “con sus gafas de metal, con un moño apretado, al estilo de
1890, brincando entre sus estanterías de mermeladas como un
reyezuelo en un seto”. Seguía diciendo que “Catherine Cornell iba
allí a comprar su mermelada de moras y que la señora Brock
Pemberton iba por fresas con ron”. Después de publicarse este
artículo, la señorita Amstrong mandó hacer un letrero que decía:
“Tienda de Mermeladas de la Abuela”.
Pero Nueva York es una ciudad donde una sola aparición en los
periódicos no es suficiente. Ella tiene ahora ochenta y dos años. Su
tienda de mermeladas, todavía en el número 174 de la Novena
Avenida, queda hoy día fuera de paso y siguen como clientes unos
pocos viejos de Connecticut y Nueva Jersey que aprecian su
mermelada de tomate y su manteca de limón.
A menudo los ancianos mueren en Nueva York como han vivido:
solos. Los periódicos de Nueva York tienen siempre historias sobre
descubrimientos tardíos de muertos en habitaciones lóbregas y
sucias. Algunas veces la policía encuentra que el difunto,

99
considerado pobre, tenía escondido en un colchón miles de dólares,
y ante estas noticias todo el vecindario se emocionada. Así sucedió
el primero de abril de 1960 en el caso de una extraña y apacible
señora que solía recoger basura en las calles y que fue encontrada
muerta en su piso del número 831 de la Calle 163 Este, encima de
un montón de harapos, con casi 100 mil dólares.
Durante treinta años, en el Bronx, la señora Helen Kay, que era
lectora de Spinoza, había sido vista recogiendo harapos, cascos de
bebidas y alimentando gatos. Vestía siempre muy pobremente e iba
desaliñada, aunque se decía que en su piso había docenas de
sombreros de plumas muy elegantes y trajes de época que ella nunca
se ponía. Los vecinos decían que había frecuentado la universidad,
pero no sabían dónde. Tenían la idea de que hablaban varios
idiomas, pero desconocían cuáles. Sabían que era la viuda de un
doctor --¿o tal vez un dentista?--. La veían diariamente hurgar en los
cubos de basura y, sin embargo, sabían bien poco sobre esta
septuagenaria a la que llamaban “la señora de los andrajos”.
La policía del Bronx no logró descubrir parientes o familiares.
Pero en los montones de harapos en el piso de 46 dólares al mes,
descubrieron ocho libretas de ahorros con depósitos que en conjunto
sumaban más de 46 mil dólares y 124 acciones de American &
Telegraph, además de obligaciones en otras sociedades.
Así que aquella soleada mañana de abril, se abrieron las ventanas
en el piso de la señora de los andrajos, “por primera vez en veinte
años”, dijo el encargado del inmueble. Y tres hombres armados de
escobas barrieron las pilas de papel, de abrigos viejos y de cascos de
soda vacíos.
--Siempre le decía que tenía que gozar un poco de la vida –dijo
Lillian Richman, la sombrerera que trabajaba en la tienda de abajo--.
Le decía que debía mudarse al Concourse Plaza.
El cuerpo de la “señora de los andrajos” que nadie reclamó fue
llevado al depósito de cadáveres del Hospital Jacobi; su dinero
entregado al administrador público del Bronx, está todavía en espera
de una decisión estatal; su piso, repintado y con el alquiler
incrementado, está ocupado ahora por una familia de portorriqueños.

100
Esto ocurre en Nueva York, donde mueren 250 personas cada día
y donde los vivos se precipitan a los pisos vacíos. Esto es lo que
pasa en esta ciudad grande, impersonal, dividida en departamentos,
donde en la página 29 del periódico de la mañana hay retratos de
muertos; en la página 31 fotografías de prometidos; en la página 1
fotos de los que gobiernan al mundo y que gozan de los años
prósperos antes de terminar en la página 29.

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EL TEXTO QUE SIGUE ES UN MODELO PARA UN RETRATO
DE ALEJANDRO O DE MUCHOS COMO ÉL.

--Eh, señorito, deme unos centavos.


El viejo, con la mano extendida, tenía una cara inteligente y unos
vivos ojos azules. ¿Quién es él? ¿Cómo ha terminado aquí en la
calle Bowery, el único sitio de Nueva York en donde el nivel de vida
no ha subido?
Cada tarde se le puede ver alrededor de las tabernas con otros
cientos como él: sin afeitar, sin lavar, algo temblorosos. La mayoría
de los hombres parecen haber perdido su orgullo y esperanza,
aunque cada año en Navidades algunos de ellos tratan de ganar
algún dinero apareciendo en las aceras disfrazados de Papá Noel
para los Voluntarios de América, una organización que les da
alojamiento y los alimenta, les paga 4 dólares al día y los envía por
la ciudad alta vestidos de Papá Noel a tocar campanillas en las
esquinas y recoger donativos en cajas en forma de chimeneas.
Millones de ciudadanos que están de compras para las Navidades
pasan al lado de estos Papá Noel en la Quinta Avenida y en Madison
sin darse cuenta de que detrás de esas abundantes barbas postizas
hay unos alcohólicos que tratan de reformarse, que intentan
enfrentarse otra vez con la vida, quizás en seguida, sin disfraz.
El año pasado uno de los Papá Noel de la acera era un ex ingeniero
de la Lockheed que había perdido el empleo por beber; otro era un
actor del programa de televisión Capitán Video; un tercero era un

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profesor de Harward que una noche sorprendió a su mujer en la
cama con otro hombre. Disparó y mató a los dos y fue condenado a
prisión. Después de ser puesto en libertad pasó cuatro años sin dar
golpe y bebiendo en la Bowery hasta que un día se presentó a los
Voluntarios en busca de ayuda.
Muchos hombres de la Bowery buscan ayuda, pero la mayoría se
hunden en el fango y allí se quedan. No tienen otro sitio adonde ir,
aunque algunos dicen que se quedan en la Bowery porque quieren.
Uno de ellos es un alegre mendigo barbudo que se llama a sí mismo
“Bozo, Rey de los Vagabundos Intelectuales”.
Cualquier noche de verano se puede encontrar a Bozo gozándola
en la Sammy´s Bowery Follies con una cerveza en la mano y
espuma en los labios. Lleva puestas cuatro o cinco camisas a un
tiempo, un traje de baño debajo de los pantalones y un impermeable
enrollado en su bandolera. La mayoría de sus camisas llevan
números ( o nombres de equipos).
Por la tarde nada y toma baños de sol en Coney Island, donde
algunas señoras italianas o judías le dan emparedados y fruta. Por la
noche duerme debajo del entarimado del paseo en la orilla del mar,
o, si hace demasiado frío, se queda en un dormitorio de la Bowery
pagando 70 centavos.
Es un hombrecito tan alegre y extravagante que muchas personas
lo convidan a cenar “para reírse”. Y por las noches, algunos
“legionarios” lo invitan a fiestas y al final le largan dos o tres
dólares. Dado que a los turistas les encanta hacerse fotografiar al
lado de su larga barba blanca en Sammy´s Bowery Follies, la
dirección del local lo considera una “atracción” y lo convida a
cerveza.
--Después de todo –dice—no soy un vagabundo cualquiera: soy un
vagabundo clásico, dinámico y extraordinario.
El verdadero nombre de Bozo es Frederick Aloisius Clarke. Nació
en Provincetown, Massachussets, por el año 1892. Dice que de
joven se hizo marinero y que más tarde estuvo varios años viajando
con espectáculos verbeneros, primero como mozo, luego como
blanco en un “stand” de tiro de pelota, y por fin como anunciador en

102
las tiendas de fenómenos y masajista de un grupo de bailarinas
llamadas “The Eight Virginia Rosebuds”.
Bozo confiesa haberse casado tres veces, todos matrimonios
breves y desagradables. Guiñando el ojo dice que el concubinato es
mejor. Cuando se le pregunta si ha tenido hijos, su contestación es
siempre la misma.
--Siempre que paso por delante de un orfanato, tiro algunos
centavos por encima de la tapia. Quiero que algo le toque a mis
hijos.
Cultiva la amistad (y se hace con las señas) de casi todos los que
conoce, y a veces se presenta sin previo aviso a la hora de cenar.
Con su gorroneo y una pequeña pensión que dice recibir por su
participación en los incidentes de 1914 en la frontera mexicana,
logra vivir a su gusto.
Bozo dice que Nueva York es una ciudad buena para los
vagabundos, pero añade que no le gustaría morir aquí y ser
sepultado con los muertos desconocidos en la fosa común. En las
raras ocasiones que habla de la muerte, la expresión despreocupada
de Bozo cambia de pronto y se tiene la impresión de que no está
completamente satisfecho de ser un vagabundo en la Bowery. Sabe
muchas cosas sobre la fosa común; sabe que está en la isla de Hart y
que allí hay presos. Y sabe que son los presos los que sepultan a los
muertos cada semana en la fosa común: cavan grandes hoyos lo
bastante anchos para 150 ataúdes de pino, y colocan una piedra
encima de cada uno de ellos “y uno ni siquiera sabe cuál es su
maldita piedra”.
Algunas veces Bozo se siente tan solo y triste en la Bowery, que se
pasa a la bebida fuerte y se abandona a una juerga alcohólica.
Durante algunas semanas nadie le vuelve a ver en Sammy´s.
Ordinariamente acaban encontrándole en el arroyo, con la cara sucia
y varias contusiones, porque cuando se entrega al alcohol se vuelve
ofensivo e insulta a hombres importantes de la Bowery, que lo
golpean. Pero luego se recupera y unos días después vuelve a ser el
feliz vagabundo intelectual que bebe cerveza en Sammy´s, que da

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palmadas en la espalda, que ríe, que posa para fotografías con los
turistas y que dice:
--Hace cinco años yo era un vagabundo. Ahora ¡miradme!
Y más tarde, por encima de las canciones y del ruido de los jarros
de cerveza, se le oye gritar:
--Yo no soy un vagabundo corriente; yo soy clásico, dinámico…

---000---000---

Potter´s Field (la fosa común) es una solitaria parcela en la isla de


Hart, en la bahía de Long Island, donde el agua baña suavemente su
orilla blanca arenosa. No hay hierba en la isla sino tan sólo maleza.
No hay ruidos, salvo los producidos ocasionalmente al arrancar o
parar el coche del alcalde, las idas y venidas del pesado
transbordador desde City Island, y el paso lento y arrastrado de los
presos que barren las hojas secas de las aceras.
Cerca de 1.200 presos viven en un extremo de la isla de Hart. Al
otro lado está Potter´s Field. La fosa común ocupa trece hectáreas, o
sea una tercera parte de la isla. Cerca de 200 cadáveres y muchos
miembros amputados en los hospitales son sepultados cada semana
en las cajas de pino que el transbordador trae en ocho minutos
cruzando la bahía. Veinticinco presos descargan las cajas, cavan los
hoyos y cada martes y cada jueves sepultan 150 ataúdes en cada
fosa. Luego cubren con tierra las cajas apretujadas y señalan el lugar
con una piedra; una piedra que no lleva ningún nombre, tan sólo un
número. En un fichero de la oficina de del alcalde están los nombres
de los 500 mil pobres sepultados bajo las distintas piedras desde el
primer entierro en Potter´s Field, que se remonta a 1868: el de
Louisa Van Slyke, que murió sin amigos en el viejo Hospital de la
Caridad.
Los ataúdes se quedan en las fosas durante quince o veinte años.
Luego, como hace falta más espacio para las cajas que llegan
continuamente, se vuelven a cavar los hoyos. Los viejos ataúdes,
durante este tiempo, se han desintegrado y ha desaparecido. Pero en

104
el caso de que afloren algunos huesos, se recogen, se colocan en otra
caja de pinto y se vuelven a enterrar en la fosa,
Y así continuamente en Potter´s Field. Los muertos no tienen
descanso. Como ha dicho el novelista William Styron, estas
personas mueren dos veces, tres veces.
Y así será siempre en la ciudad de Nueva York: los pobres
mueren, sus cuerpos se quedan sin identificar durante algunas
semanas en el depósito de cadáveres de la ciudad, y luego son
enviados para ser sepultados no en la ciudad de su elección, sino en
esta apartada isla donde su vista no va a producir más ninguna
molestia a los vivos. Se convierten en polvo a una veintena de
kilómetros de Times Square; lejos de las muchedumbres apretadas,
lejos de los masajistas de señoras; lejos del fabricante de carros de
mano; de los aficionados a los tribunales; de los porteros; de los
enanos luchadores y de las telefonistas que dicen:
--Si la gente quisiera buscar los números…
Y del anunciador del metro que dice:
--Cuidado al salir, por favor…
Y del cinéfilo que grita:
--Pero, ¡usted es Nita Naldi!
Y del vagabundo bebedor de cerveza que, hasta el día de su muerte
convencerá a todos, salvo a los enterradores, gritando:
--Yo no soy un vagabundo corriente; soy un
Vagabundo clásico,
Dinámico.
Extra-
O
R
D
I
NARIO.

105
NOTA: Este es un libro extraordinario. Un ejemplo de cómo captar
el espíritu de una ciudad. Hay viñetas y personajes que me servirán
para elaborar algunas crónicas un poco más a fondo sobre Bogotá.
Y, desde luego, algunos perfiles de personajes que he conocido:
Alejandro Osorio, Panda, Rafael Ángel, Guillermo Bustamante,
Sonia Truque, Fernando Arellano, Fernando Denis, etc. Un material
similar podría ser publicado en El Espectador.
Hay que leer con cuidado a ROBERTO ARLT, el de los aguafuertes
porteños

106

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