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Hacia un enfoque moderno de los valores:

EL PROCESO DE VALORACIÓN EN LA PERSONA MADURA1

Carl R. Rogers

El problema de los valores es hoy día motivo de gran preocupación. En casi


todos los países, la juventud se siente profundamente insegura de su
orientación valórica; las diferentes religiones han perdido buena parte de su
influencia; las personas más instruídas de todas las culturas parecen
inseguros y preocupados por los objetivos que valoran. Las razones no son
difíciles de hallar. La cultura mundial, en todos sus aspectos; se muestra
cada vez más científica y relativista, y los criterios rígidos y absolutos sobre
los valores, recibidos del pasado, parecen anacrónicos. Lo que es quizá más
importante, el individuo moderno se ve acosado desde todos los flancos por
reclamos de valores divergentes y contradictorios; ya no puede instalarse
cómodamente en el sistema de valores de sus antepasados o de su
comunidad, como podía hacerlo en época no muy lejana, y vivir su vida sin
examinar jamás la naturaleza y los supuestos de ese sistema.

Ante esta situación, no es sorprendente que las orientaciones valóricas del


pasado se nos aparezcan en un estado de desintegración o colapso.
Cuestionamos la existencia real o posible de cualquier valor universal y a
menudo percibimos que en nuestro mundo moderno hemos perdido quizá
toda posibilidad de tener una base general o intercultural para los valores.
Un resultado natural de esta incertidumbre y confusión es la creciente
preocupación e interés por buscar un enfoque de los valores sano, seguro y
pleno de significado, capaz de persistir en el mundo actual. Yo comparto
esta preocupación general y también he experimentado los problemas más
específicos al respecto que surgen en mi propio campo de actividad, la
psicoterapia. Los sentimientos y convicciones del cliente con relación a los
valores suelen cambiar en el curso de la terapia.

¿Cómo puede saber él, o nosotros, si ha cambiado para bien? ¿O acaso el


cliente se limita a tomar para sí el sistema de valores de su terapeuta, como
pretenden algunos? La psicoterapia, ¿es un mero dispositivo que posibilita la
transmisión inconsciente de los valores no reconocidos ni examinados del
terapeuta a un cliente que nada sospecha? ¿O bien esta transmisión de
valores debe ser el propósito abiertamente declarado del terapeuta? ¿Debe
convertirse éste en el sacerdote moderno, sosteniendo e impartiendo un
sistema de valores acorde con los tiempos actuales? ¿Y cuál sería ese
sistema? Mucho se ha dicho sobre todo esto, desde reflexivas exposiciones
de base empírica como la de D. D. Glad, hasta otras muy polémicas. Como
1
Publicado originalmente en el Journal of Abnormal and Social Psychology, vol. 68, nº 2, 1964, págs. 160-67 y
también en Persona a Persona, de C.R. Rogers, B. Stevens y otros; Amorrortu Editores, B. Aires, 1980.
2

sucede tan a menudo, el problema general que enfrenta la cultura es


dolorosa y concretamente evidente en el macrocosmos cultural denominado
relación terapéutica.

Me gustaría intentar un modesto enfoque de este problema global. He


observado modificaciones en el enfoque de los valores a medida que el
individuo evoluciona de la infancia a la edad adulta y nuevos cambios
cuando -si es afortunado- continúa evolucionando hacia la verdadera
madurez psicológica. Muchas de estas observaciones surgieron de mi
experiencia terapéutica, la cual me ha brindado múltiples oportunidades de
ver cómo las personas se encaminan hacia una vida más rica. Partiendo de
ellas, creo ver emerger algunas directrices que podrían ofrecer un nuevo
concepto del proceso de valoración, más sostenible en el mundo moderno.
Como primer paso, he presentado parcialmente algunas de estas ideas en
trabajos anteriores; ahora querría exponerlas en forma más clara y
completa. Deseo subrayar que no hago estas observaciones desde la
perspectiva de un humanista o filósofo. Hablo desde mi experiencia del ser
humano actuante tal como lo he conocido al convivir con él en la íntima
experiencia de la terapia, así como en otras situaciones de evolución,
cambio y desarrollo.

Algunas definiciones

Antes de presentar algunas observaciones conviene, quizá, que procure


aclarar qué entiendo por valores. Las definiciones abundan, pero Charles
Morris ha establecido ciertos matices que estimo útiles. Señaló que usamos
el vocablo “valor” de diferentes maneras. Expresamos con él la tendencia de
cualquier ser viviente a demostrar, en sus actos, una mayor preferencia por
una clase de objeto u objetivo que por otra; Morris llama a este
comportamiento preferencial “valores operativos”. Esta elección no exige
ningún pensamiento cognoscitivo o conceptual; es simplemente la elección
de valor indicada a través de la conducta cuando el organismo elige un
objeto y rechaza otro. La lombriz de tierra que, colocada en un “laberinto”
bifurcado, elige la rama suave en vez de la cubierta con papel de lija está
indicando un valor operativo.

Una segunda acepción del término podría llamarse “valores concebidos”: es


la preferencia del individuo por un objeto simbolizado. Esta preferencia
encierra por lo común un anticipo o previsión del resultado de la conducta
dirigida hacia ese objeto simbolizado. Un ejemplo de valor concebido es
elegir que “la honradez es la mejor política”.

Finalmente, utilizamos el término para designar lo que podría denominarse


“valor objetivo” cuando queremos referirnos a aquello que es objetivamente
preferible, sea o no sentido o concebido en realidad como deseable. Mi
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exposición apenas si concierne a esta última definición, ya que se ocupa de


los valores operativos y conceptualizados (“concebidos”).

Cómo valora el bebé

Hablemos primero del bebé. Desde un principio, el ser humano posee un


claro enfoque de los valores: prefiere algunas cosas y experiencias y rechaza
otras. Estudiando su comportamiento podemos inferir que prefiere las
experiencias que mantienen, mejoran o ejercitan su organismo, rechazando
las que no cumplan dicho fin. Observémoslo un poco y veremos que:

Da un valor negativo al hambre, expresando esto a menudo en forma clara y


ruidosa.
Da un valor positivo al alimento, pero cuando está satisfecho lo valora
negativamente: escupe la misma leche por la que tanta avidez demostraba,
o rechaza el pecho que tanto lo satisfacía apartando la cabeza del pezón con
una cómica expresión de disgusto y repugnancia.
Valora la seguridad y el acto de tenerlo en brazos y acariciarlo que
transmiten esa seguridad.
Valora la experiencia nueva por sí misma, manifestándolo en el franco placer
con que descubre los dedos de sus pies, en sus movimientos exploratorios y
su insaciable curiosidad. Demuestra adjudicar una clara valoración negativa
al dolor físico, los sabores amargos, los ruidos fuertes y repentinos.

Todo esto es una perogrullada, pero examinemos esos hechos en función de


lo que nos dicen sobre el modo en que el bebé enfoca los valores. Ante todo,
no es un sistema fijo sino un proceso de valoración flexible y cambiante. El
mismo alimento le gusta y le disgusta; valora la seguridad y el reposo pero
los rechaza para buscar nuevas experiencias. Al parecer, lo mejor sería
describirlo como un proceso organísmico de valoración en el cual cada
elemento, cada momento de experiencia, es sopesado de algún modo y
luego elegido o rechazado según tienda o no (en ese momento) a ejercitar y
mejorar el organismo. Evidentemente, este complicado examen de
experiencias no es una función consciente o simbólica sino organísmica; no
son valores concebidos sino operativos. No obstante, este proceso también
puede traer aparejados complejos problemas de valores. Recordemos aquel
experimento en el cual colocaban ante pequeños infantes una veintena o
más de platos con alimentos al natural (sin condimentar). Por un tiempo
manifestaban una clara tendencia a valorar los alimentos que favorecían su
propia supervivencia, crecimiento y desarrollo: si un niño se llenaba de
féculas, pronto habría de equilibrar su dieta con un atracón de proteínas; si a
veces elegía una dieta deficiente en alguna vitamina, luego buscaba
alimentos ricos en ella. En sus elecciones de valores empleaba la sabiduría
del cuerpo o, lo que sería quizá más exacto, la sabiduría fisiológica de su
cuerpo guiaba sus movimientos conductuales dando por resultado
elecciones de valor que consideraríamos objetivamente buenas.
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Veamos otro aspecto del enfoque de valores en el bebé. No cabe duda de


que la fuente o locus del proceso de evaluación está dentro de él; a
diferencia de muchos de nosotros, el infante sabe qué le gusta y qué le
disgusta, y el origen de estas elecciones de valor radica estrictamente en él:
es el centro del proceso de valoración, son sus propios sentidos los que
proveen la evidencia en que basará sus elecciones. A esta altura de su vida
no está influído por lo que sus padres piensan que debe preferir, o por lo que
dice la Iglesia, o por la opinión del último “experto” en la materia o por el
poder persuasivo de una agencia publicitaria. Su organismo dice, en forma
no verbal: “Esto es bueno para mí”, “Aquello es malo para mí”, “Esto me
gusta”, “Aquello no me gusta nada”, partiendo de su propia experiencia. Si
pudiera darse cuenta de nuestra preocupación por los valores se reiría de
ella. ¿Cómo podemos ignorar qué nos gusta y que nos disgusta, qué nos
hace bien y qué nos daña?

El cambio en el proceso de valoración

¿Qué sucede con este proceso de valoración tan eficaz, de base tan segura?
¿Qué serie de hechos nos lleva a cambiarlo por el enfoque más rígido,
incierto e ineficaz que nos caracteriza a la mayoría de los adultos? Trataré
de exponer brevemente una de las maneras principales en que, según creo,
esto ocurre.

El bebé necesita y quiere amor, tendiendo a practicar conductas que


produzcan una repetición de esta experiencia deseada; pero esto trae
complicaciones. Le tira del cabello a la hermana y le gusta oírla quejarse y
protestar, pero luego oye decir que “es un niño malo y travieso” (juicio tal
vez reforzado por un golpe en la mano) y le retiran el cariño. A medida que
se repite esta experiencia y muchísimas otras parecidas, el infante va
aprendiendo gradualmente que aquello que a él le parece “bueno” suele ser
“malo” a ojos de los otros. En la etapa siguiente, el infante acaba adoptando
hacia sí mismo la actitud de los demás: ahora, al tirarle el pelo a su
hermana, proclama solemnemente: “Niño malo, malo”, introyectando el
juicio de valor de otra persona, tomándolo como propio. Ha abandonado la
sabiduría de su organismo, el locus de valoración, y para retener el cariño
trata de comportarse en función de valores establecidos por otro.

Veamos otro ejemplo en un niño de más edad. Este niño, quizás en forma
inconsciente, siente que sus padres lo aman y aprecian más cuando piensa
que será un doctor que cuando sueña con ser artista; introyecta
gradualmente los valores adscritos al hecho de ser doctor y acaba
deseándolo por sobre todas las cosas. Luego, ya en la Facultad de Medicina,
le sorprenden sus repetidos fracasos en química -materia absolutamente
necesaria para graduarse en medicina- a pesar de que el asesor de
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orientación vocacional le asegura que es capaz de aprobar el curso. Sólo en


las entrevistas con el orientador comienza a comprender hasta qué punto ha
perdido todo contacto con sus reacciones organísmicas, cuán ajeno es a su
propio proceso de valoración.

Daré un tercer ejemplo tomado de un grupo de eventuales maestras a


quienes dicté un curso. Al comienzo del curso les pedí que enumeraran los
dos o tres valores que más deseaban trasmitir a sus alumnos, y algunos de
los muchos que nombraron como objetivos me sorprendieron: unas
señalaban cosas tales como “hablar correctamente”, “usar un buen inglés
sin modismos”; otras mencionaban la prolijidad: “seguir las instrucciones al
pie de la letra”, y no faltó una que indicó: “Quiero que cuando les diga que
escriban su nombre en la esquina superior derecha de la hoja y la fecha
debajo lo hagan así y no de otra forma”.

Confieso que casi me aterró el hecho de que para algunas de esas jóvenes
los valores más importantes a transmitir a sus alumnos fueran evitar las
faltas gramaticales o seguir meticulosamente las instrucciones de la
profesora. Me sentí desconcertado. Ciertamente, ellas no habían
experimentado estas conductas como los elementos más satisfactorios y
significantes de sus vidas; la inclusión de semejantes valores en la lista sólo
podía explicarse por el hecho de que los mismos habían recibido la
aprobación de la gente, introyectándose así como valores importantísimos.

Estos ejemplos tal vez nos estén indicando que el individuo abandona y
entrega a otros el locus de evaluación que poseía en la infancia en un
intento de ganar o retener el cariño, aprobación o estima de los demás.
Aprende a desconfiar básicamente de sus propias vivencias como guía de su
conducta. Aprende de los otros un gran número de valores concebidos y los
adopta como suyos aunque tal vez discrepen notablemente de lo que le
dicta su experiencia. Al no estar fundados en su valoración personal, estos
conceptos tienden a ser fijos y rígidos, en vez de fluídos y cambiantes.

Algunas pautas introyectadas

Creo que la mayoría de nosotros acumulamos de este modo las pautas de


valor introyectadas que guían nuestra vida. En la cultura actual,
fantásticamente compleja, las pautas que introyectamos como deseables o
indeseables provienen de diversas fuentes, siendo a menudo muy
contradictorias en sus significados. Veamos algunas de las introyecciones
comúnmente aceptadas:

Los deseos y comportamientos sexuales son muy malos. Las fuentes de esta
opinión son múltiples: padres, Iglesia, profesores.
Desobedecer es malo. Aquí padres y maestros se alían para subrayar el
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concepto: obedecer es bueno, obedecer sin preguntar es aún mejor.


Lo más deseable es ganar dinero. No mencionamos las fuentes de este valor
concebido por ser demasiado numerosas.
El aprendizaje “enciclopédico” es altamente deseable; hojear los libros, leer
por simple curiosidad o por puro entretenimiento es indeseable. Estos dos
conceptos tienden a originarse en la escuela y en el sistema de enseñanza.
El arte abstracto, “op” o “pop” es bueno. Este valor proviene de la gente que
consideramos sofisticada.
El máximo bien es amar al prójimo. Esta idea viene de la Iglesia y quizá de
los padres.
La cooperación y el trabajo en equipo son preferibles a la labor individual.
Los compañeros son una fuente importante de este concepto.
Engañar es inteligente y deseable. Esto también proviene del grupo de
pares.
Las bebidas gaseosas, la goma de mascar, los refrigeradores y los
automóviles son absolutamente deseables. Esta idea no nace sólo de la
propaganda: la gente adhiere a ella y la apoya en todo el mundo; desde
Jamaica al Japón, desde Copenhague a Kowloon, se ha llegado a considerar
la “cultura de las gaseosas” como el summum de lo deseable.

Este es un ejemplo reducido y diversificado de las miríadas de valores


concebidos que las personas suelen introyectar y mantener como propios,
sin haberse puesto a considerar jamás sus reacciones organísmicas internas
ante esas pautas y objetos.

Características comunes de la valoración adulta

A mi entender, de lo anterior se desprende que el enfoque de valores del


adulto común (temo estar refiriéndome a la mayoría de nosotros) posee las
siguientes características:

La mayoría de sus valores son introyectados y provienen de otros individuos


o grupos importantes para él, pero los considera como propios.
En la mayoría de los temas, la fuente o locus de evaluación radica fuera de
él. El criterio que aplica para establecer sus valores es el grado de amor o
aceptación que le depararán.
No hay relación alguna entre estas preferencias concebidas y su propio
proceso vivencial, o bien la hay pero es confusa.
Suele haber una discrepancia amplia, pero no reconocida, entre estos
valores concebidos y lo que le muestra su propia experiencia.
Como estas concepciones no pueden someterse a la prueba de la
experiencia, debe mantenerlas rígidas e inmutables, pues de lo contrario sus
valores se derrumbarían. De ahí que éstos sean “los correctos”... igual que
la ley de medos y persas que jamás cambiaba.
Como estos valores no pueden ponerse a prueba, no hay un medio rápido de
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resolver las contradicciones. Si ha tomado de la comunidad la noción de que


el dinero es lo supremo de lo deseable y de la Iglesia la idea de que lo es el
amor al prójimo, le es imposible descubrir cuál de los dos conceptos encierra
más valor para él. De ahí que en la vida moderna sea común que el hombre
actúe según valores por entero contradictorios. Discutimos tranquilamente
la posibilidad de arrojar una bomba de hidrógeno sobre Rusia, pero nos
saltan las lágrimas cuando leemos los titulares sobre el sufrimiento de una
criatura.

Al haber cedido a otros el locus de evaluación y perdido contacto con su


propio proceso de valoración, se siente profundamente inseguro y
fácilmente amenazado en sus valores. Si se destruyeran algunos, ¿cuáles los
remplazarían? Esta posibilidad amenazadora lo empuja a aferrarse a sus
conceptos sobre los valores más rígida y/o confusamente.

La discrepancia fundamental

Creo que esta imagen del individuo que mantiene sus valores -en su mayoría
introyectados- como si fueran conceptos fijos rara vez examinados o puestos
a prueba, es aplicable a la mayoría de nosotros. Al asumir como nuestras las
concepciones ajenas, perdemos contacto con la sabiduría potencial de
nuestro propio funcionamiento vital y perdemos confianza en nosotros
mismos. Como estas construcciones de valor suelen diferir radicalmente de
lo que ocurre en nuestro propio vivenciar, hemos llegado a un divorcio
básico con relación a nosotros mismos; a esto se debe buena parte de la
tensión e inseguridad modernas. Esta discrepancia fundamental entre los
conceptos del individuo y su vivencia real, entre la estructura intelectual de
sus valores y el proceso de valoración inconsciente, es parte integrante de la
enajenación fundamental del hombre moderno respecto de sí mismo. He
aquí un gran problema para el terapeuta.

Restableciendo contacto con la experiencia

Algunos individuos afortunados superan esta imagen y evolucionan más


hacia la madurez psicológica. Esto se advierte en psicoterapia, donde
logramos proporcionar un clima favorable para el desarrollo de la persona, y
también en la vida siempre que ella le brinde al individuo un clima
terapéutico. Permítaseme detenerme en esta mayor maduración del
enfoque de los valores, tal como la he visto en terapia. En primer lugar diré,
a modo de salvedad, que la relación terapéutica no carece de valores. Todo
lo contrario: creo que la más eficaz está teñida por un valor primario: el de
que esta persona, este cliente, es valioso en sí mismo. Como persona, se lo
valora en su individualidad y unicidad; es al sentirse apreciado como
persona cuando puede empezar a valorar lentamente los diferentes
aspectos de sí mismo, cuando -y esto es lo más importante- puede comenzar
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a percibir y sentir lo que ocurre en su interior, lo que siente y experimenta,


su modo de reaccionar; esta percepción le resulta muy difícil al principio.
Usa su vivencia como referente directo al cual puede recurrir para elaborar
conceptos precisos y como guía de conducta (E.T. Gendlin ha profundizado
sobre la manera en que esto ocurre). A medida que su vivencia se le hace
más clara, el individuo es capaz de seguir más libremente el proceso de sus
sentimientos; luego, su enfoque de los valores comienza a experimentar
cambios importantes, a asumir muchas de las características que tenía en la
infancia.

Los valores introyectados en relación con las vivencias

Intentaré demostrar lo anterior examinando algunos de los breves ejemplos


de valores introyectados que di párrafos atrás y sugiriendo los cambios que
sufren a medida que el individuo percibe mejor lo que ocurre en su interior.

El individuo sometido a terapia echa una mirada retrospectiva y comprende:


“Pero yo gozaba tirándole del pelo a mi hermana... y no por eso soy una
mala persona”.
A medida que capta su propio vivenciar, el estudiante que fracasa en
química comprende: “Yo no valoro la profesión médica, aunque mis padres
lo hagan; no me gusta la química; no me gusta estudiar medicina; y no soy
un fracasado por abrigar estos sentimientos”.
El adulto reconoce que los deseos y comportamiento sexuales pueden
proporcionar gran satisfacción y depararle consecuencias permanentemente
enriquecedoras, o bien superfluas, temporarias e insatisfactorias. Obra
según su propia vivencia, que no siempre coincide con las normas sociales.
Considera el arte bajo un nuevo enfoque de valor y dice: “Este cuadro me
conmueve profundamente, significa mucho para mí; ciertamente es una
pintura abstracta, pero mi valoración no depende de eso”.
Comprende que a veces le halla sentido y valor a la cooperación, en tanto
que en otras desea estar y actuar solo.

La valoración en la persona madura

El proceso de valoración que parece desarrollarse en esta persona más


madura muestra similitudes y marcadas diferencias con el del infante. Fluído
y flexible, se basa en el momento presente y en el grado de mejoramiento y
realización que ofrezca su experiencia. Los valores no son rígidos sino
continuamente cambiantes: la pintura que el año anterior hallamos plena de
significado hoy carece de interés para nosotros; el modo de trabajar con
otras personas que antes nos parecía bueno ahora nos resulta inadecuado;
hoy consideramos parcial o, quizá, totalmente falsa la creencia que ayer
tuvimos por verdadera.
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Su valoración de la experiencia es además muy diferenciada o, como dirían


los semánticos, extensional. Aquellas eventuales maestras a quienes dicté el
curso aprendieron que los principios generales son menos útiles que las
reacciones bien discriminadas. Como dijo una de ellas: “Simplemente sentí
que debía mostrarme muy firme con este niñito, y él pareció recibir mi
actitud con agrado; esto hizo que me sintiera satisfecha de haber actuado
de ese modo. Pero casi nunca soy así con los otros niños”. Esta joven se
comportaba guiándose por su vivencia con cada niño. Al considerar los
ejemplos ofrecidos ya indiqué cuánto más diferenciadas son las reacciones
individuales de la persona madura frente a los sólidos, monolíticos, valores
introyectados.

Otra semejanza entre el enfoque del individuo maduro y el del infante es el


hecho de que el locus de evaluación vuelve a quedar firmemente
establecido en su interior: es su propia experiencia la que provee la
información o retroalimentación de datos sobre los valores. Esto no significa
que se cierre a toda evidencia obtenible de otras fuentes, sino que la acepta
como lo que es (una evidencia externa) otorgándole menos importancia que
a sus reacciones internas. Supongamos que un amigo le dice que cierto libro
nuevo es decepcionante y que lee un par de críticas desfavorables sobre él;
su hipótesis tentativa será que no valorará la obra, pero si la lee su
valoración se fundará en las reacciones que le provoque y no en los
comentarios ajenos.

En este proceso de valoración también va implícito un abandono, un


“dejarse llevar” hasta la inmediatez de aquello que experimentamos,
esforzándose por captar y aclarar todos sus significados complejos.
Recuerdo que, hacia el término de su terapia, un cliente mío reaccionaba
ante un asunto que le intrigaba, apoyando la cabeza sobre las manos y
preguntándose: “Veamos, ¿qué siento? Quiero acercarme a eso, saber qué
es”. Luego esperaba tranquila y pacientemente, tratando de escucharse a sí
mismo, hasta que lograba discernir con exactitud las sensaciones que
experimentaba. Como otros, este hombre procuraba llegar a su propio
interior.

Este proceso se hace mucho más complejo en el adulto que en el infante. Su


alcance y extensión son mucho mayores porque en la vivencia actual
participan los recuerdos de todas las cosas relevantes aprendidas en el
pasado. Además de su impacto sensorial inmediato, este momento encierra
un significado surgido de similares experiencias pasadas; reúne en sí lo
nuevo y lo viejo. Cuando vivo una experiencia con un cuadro o una persona,
esa experiencia lleva en sí acumuladas las enseñanzas recogidas en
anteriores encuentros con pinturas o gente, y también el nuevo impacto de
este encuentro en particular. Para el adulto maduro, este momento de
experiencia contiene igualmente hipótesis en torno a las consecuencias que
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le deparará: “Ahora siento deseos de beber otra copa más, pero lo


aprendido en el pasado me indica que si lo hago tal vez me arrepentiré por
la mañana”; “No es agradable manifestarle abiertamente a esta persona mis
sentimientos negativos, pero la experiencia previa me indica que, en una
relación prolongada, a la larga resultará beneficioso”. Pasado y futuro
conviven en este momento y participan en la valoración.

En la persona madura, como en el infante, el proceso de valoración se rige


por el grado de realización que el objeto de la experiencia le aporta al
individuo. ¿Lo hace más rico, más completo, más plenamente desarrollado?
Este criterio puede parecer egoísta o antisocial pero no lo es, puesto que las
relaciones profundas en que somos útiles a los demás nos brindan una
experiencia de esta clase.

Al igual que el infante, pero con la diferencia de que puede hacerlo de


manera consciente, el individuo psicológicamente maduro confía en la
sabiduría de su organismo y la utiliza. Comprende que si puede confiar en la
totalidad de su ser existe la posibilidad de que sus sensaciones e intuiciones
sean más sabias que su psique, que su personalidad total sea más sensible y
precisa que sus pensamientos. Porque confía en la totalidad de su ser no
teme decir: “Siento que esta experiencia (este objeto, esta orientación) es
buena. Probablemente, luego sabré por qué lo siento así”.

De lo dicho se desprende que este proceso de valoración del individuo


adulto no es nada fácil o sencillo: es un proceso complejo en el cual las
elecciones suelen ser muy difíciles y embrolladas, sin que haya garantía de
que lo elegido brinde realmente la autorrealización. Pero como todas las
evidencias son accesibles al individuo y éste se muestra abierto a su
vivencia, le es posible corregir sus errores: si ha elegido un curso de acción
que no conduce al propio mejoramiento, lo percibirá y podrá reajustarlo o
revisarlo. Como su ambiente óptimo es el de un máximo intercambio de
retroalimentación de datos, este individuo puede corregir continuamente su
rumbo, como la brújula giroscópica de un barco, en su camino hacia una
personalidad más auténtica.

Algunas proposiciones sobre el proceso de valoración

Para aclarar más el significado de lo expuesto hasta aquí formularé tres


proposiciones que contienen los elementos esenciales de esta teoría. Si bien
es quizás imposible idear pruebas empíricas integrales para cada una, existe
hasta cierto punto la posibilidad de verificarlas mediante métodos
científicos. Asimismo, deseo aclarar que las presento como hipótesis
francamente tentativas y que la firmeza con que van expuestas sólo tiende
a darles mayor claridad.
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1.- Al interior de cada ser humano hay una base organísmica


para un proceso de valoración organizado.

Se supone que esta base es algo que el ser humano comparte con el resto
de los seres vivos, una parte del proceso vital actuante en cualquier
organismo sano. La capacidad de recibir información retroalimentada le
permite al organismo ajustar continuamente su comportamiento y acciones
para lograr el máximo mejoramiento.

2.- En el ser humano este proceso de valoración es eficaz, en


cuanto logra un automejoramiento tal que sobreviene la apertura
del individuo a sus vivencias internas.

He intentado dar dos ejemplos de individuos que permanecen abiertos a su


propia vivencia: el pequeño infante, que aún no ha aprendido a negar en su
consciencia sus propios procesos internos, y la persona psicológicamente
madura que ha vuelto a aprender las ventajas de esta apertura.

3.- Una manera de ayudar al individuo a que logre abrirse a la


experiencia es establecer una relación en la cual se le aprecie como
persona independiente, se le comprenda y se valore con empatía su
vivenciar interior, dándole la libertad necesaria para que pueda
percibir los sentimientos propios y ajenos sin verse amenazada.

Obviamente, esta proposición surge de la experiencia terapéutica.


Constituye una breve formulación de las cualidades esenciales de la relación
terapéutica; algunos estudios empíricos la apoyan (el de Barrett-Lennard es
un buen ejemplo).

Proposiciones sobre los resultados del proceso de valoración

He aquí el meollo de cualquier teoría de los valores o de la valoración: ¿Qué


consecuencias acarrea? Quisiera entrar en este nuevo terreno formulando
con toda franqueza otras dos proposiciones, referentes esta vez a las
cualidades de conducta que emergen de este proceso de valoración. Luego
presentaré, en apoyo de las mismas, algunas de las pruebas extraídas de mi
propia experiencia como terapeuta.

4.- Entre las personas que avanzan hacia una mayor apertura a
sus vivencias existe una comunidad o similitud organísmica de
orientaciones de valor.
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5.- Estas orientaciones de valor comunes incluyen la clase de


valores que mejoran el desarrollo del propio individuo y de otros
miembros de su comunidad, y que contribuyen a la supervivencia y
evolución de su especie.

La experiencia me ha enseñado el hecho sorprendente de que en la terapia


-donde se valora a los individuos, donde se existe y se siente con mayor
libertad- parecen emerger ciertas orientaciones de valor nada caóticas: por
el contrario, presentan una notable similitud, que no depende de la
personalidad del terapeuta, por cuanto las he visto surgir en clientes de
terapeutas con individualidades muy diferentes. Tampoco parecen deberse a
la influencia de una cultura en particular, ya que he hallado pruebas de
estas tendencias en culturas tan disímiles como las de Estados Unidos,
Holanda, Francia y Japón. Me inclino a pensar que esta comunidad de
orientaciones de valor nace de nuestra común pertenencia a una misma
especie: así como un infante humano tiende a seleccionar individualmente
una dieta similar a la elegida por otros infantes humanos, del mismo modo
un cliente sometido a terapia tiende a seleccionar orientaciones valóricas
similares a las elegidas por otros. Tal vez haya en la especie ciertos
elementos de experiencia que tiendan a producir el desarrollo interior, los
cuales serían elegidos por todos los individuos humanos si gozaran de
verdadera libertad de elección.

Enumeraré unas pocas de estas orientaciones de valor tal como las percibo
en mis clientes a medida que avanzan hacia el desarrollo y madurez
personales.

Tienden a alejarse de las “fachadas”, a valorar negativamente la simulación,


la actitud defensiva, la adopción de una máscara falsa.
Tienden a alejarse de las “obligaciones”, a valorar negativamente el
sentimiento compulsivo de que “Debo ser o actuar así y así”; el cliente evita
ser “lo que debe ser”, quienquiera haya fijado ese imperativo.
Tienden a no actuar buscando satisfacer expectativas ajenas, a valorar
negativamente el afán de agradar a los demás como un objetivo en sí
mismo.
Valoran positivamente la sinceridad, tienden a ser ellos mismos tal como
son, con sus sentimientos propios; ésta parece ser una preferencia muy
arraigada.
Valoran positivamente la autonomía; se sienten cada vez más orgullosos y
confiados al dirigir su propia vida, y elegir por sí mismos.
Valoran positivamente el propio yo, los sentimientos propios; pasan de una
situación en que se contemplaban a sí mismos con desprecio y
desesperación a otra en que se valoran a sí mismos y a sus reacciones como
algo meritorio.
Valoran positivamente la idea de que constituyen un proceso; dejan de
desear alguna meta fija y prefieren la excitación de ser un proceso de
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posibilidades en germinación.
Llegan a valorar, quizá mas que nada, la apertura total a su experiencia
interior y exterior. Optan claramente por mostrarse abiertos y sensibles a
sus propias reacciones y sentimientos internos, a las reacciones y
sentimientos ajenos y a las realidades del mundo objetivo. Esta actitud
abierta se convierte en su recurso más apreciado.
Valoran positivamente la actitud de sensibilidad y aceptación hacia los
demás; llegan a apreciar a los demás por lo que son, tal como han llegado a
apreciarse a sí mismos por lo que son.
Por último, valoran positivamente las relaciones profundas: el hecho de
alcanzar una relación estrecha, íntima, verdadera, plenamente comunicativa
con otra persona es altamente apreciado por todo individuo y parece
satisfacer una honda necesidad suya.

Estas son, pues, algunas de las orientaciones preferidas por los individuos
que he observado avanzar hacia una personalidad madura. Estoy seguro de
que la lista es inadecuada y hasta cierto punto inexacta; no obstante,
encierra para mí posibilidades estimulantes, por las razones que trataré de
explicar a continuación.

Considero importante el hecho de que los valores que seleccionan los


individuos cuando se aprecian como personas no abarcan toda la gama de
posibilidades: en ese clima de libertad, no encuentro un individuo que valore
el fraude, el asesinato y el robo, otro que valore una vida de autosacrificio y
un tercero que sólo valore el dinero; en vez de esto, parece haber un fondo
común subyacente. Me atrevo a opinar que cuando el ser humano goza de
libertad interior para elegir lo que valora profundamente, sea lo que fuere,
tiende a optar por aquellos objetos, experiencias y metas que contribuyen a
la supervivencia, crecimiento y desarrollo propios y de otras personas.
Supongo que es propio del organismo humano preferir esos objetivos de
contenido socializador y que permiten la realización personal cuando está
expuesto a un medio que favorece el desarrollo.

Como corolario, digamos que en cualquier cultura donde haya un clima de


respeto y libertad y se valore al ser humano como persona, el individuo
maduro tenderá a elegir y preferir estas mismas orientaciones valóricas.
Esta hipótesis, que podría comprobarse, es importantísima: significa que
aunque el individuo en cuestión no poseyera un sistema consistente o aún
estable de valores concebidos, su proceso interior de valoración conduciría a
tendencias emergentes que serían constantes en todas las culturas y en
todos los tiempos.

También advierto que los individuos que manifiestan ese proceso fluído de
valoración que he procurado describir, y cuyas orientaciones de valor suelen
ser las ya enumeradas, desempeñarían un papel muy eficaz en el fluyente
proceso de la evolución humana. La supervivencia de la especie humana en
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este mundo depende de que sus individuos se adapten con mayor prontitud
a los nuevos problemas y situaciones y sean capaces de seleccionar, de
entre lo nuevo y complejo, aquello que tenga valor para el desarrollo y la
supervivencia, lo cual les exige precisión en su apreciación de la realidad.
Creo que la persona psicológicamente madura, tal como la he descrito,
posee las cualidades que le harían valorar las experiencias fructíferas para la
supervivencia y mejoramiento de la raza humana; esa persona sería digno
participante y guía en la evolución de la humanidad.

Vaya una última observación. Parecería que hemos vuelto a la cuestión de la


universalidad de los valores, aunque por un camino diferente: en vez de
contar con valores universales que “están ahí” o con un sistema universal
impuesto por algún grupo (filósofos, gobernantes o sacerdotes), tenemos la
posibilidad de poseer orientaciones de valor humanas y universales nacidas
del vivenciar del organismo. La evidencia terapéutica indica que los valores
personales y sociales emergen como algo natural y vívido cuando el
individuo percibe de cerca su propio proceso organísmico de valoración,
sugiriéndonos la hipótesis de que si bien el hombre moderno ya no confía en
la religión, ciencia, filosofía u otro sistema cualquiera de creencias para que
lo provea de valores, puede hallar en sí mismo una base organísmica de
valoración; si es capaz de retomar contacto con ella, esta base le brindará
un enfoque organizado, adaptable y social para abordar los complejos
problemas valóricos que todos enfrentamos.

Resumen

He tratado de formular algunas observaciones, nacidas de la experiencia


psicoterapéutica, que conciernen a la búsqueda humana de una base
satisfactoria para nuestro enfoque de los valores.

He descrito al infante humano cuando entra directamente a valorar su


mundo, apreciando o rechazando sus experiencias según incidan o no en su
realización personal y empleando en esto toda la sabiduría de su diminuto
pero complejo organismo.

He dicho que parecemos perder esta capacidad de evaluación directa y


acabamos comportándonos y actuando de acuerdo con aquellos valores que
nos depararán aprobación social, afecto y estima. Cedemos nuestro proceso
de valoración para comprar amor, y como el centro de nuestra vida radica
ahora en otros, nos sentimos asustados, inseguros, y nos aferramos
rígidamente a los valores que hemos introyectado.

Empero, si la vida o la terapia nos brindan las condiciones favorables para


continuar nuestra evolución psicológica, entramos en una especie de avance
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en espiral, desarrollando un enfoque valórico que participa de la


espontaneidad y fluidez propias del infante, pero que lo supera con creces
en riqueza. En nuestras transacciones con la experiencia volvemos a ser el
locus o fuente de valoración, preferimos las experiencias que a la larga nos
perfeccionen, utilizamos nuestro aprendizaje y funcionamiento cognoscitivos
en toda su riqueza, pero al mismo tiempo confiamos en la sabiduría de
nuestro organismo.

He señalado que estas observaciones conducen a ciertas formulaciones


básicas: el hombre posee dentro de sí una base organísmica de valoración;
en tanto pueda ponerse libremente en contacto con este proceso interior de
valoración mantendrá una conducta tendiente a su propio mejoramiento;
conocemos incluso algunas de las condiciones que le permiten mantenerse
en contacto con su propio proceso vivencial.

En la terapia, esta apertura a la experiencia conduce a orientaciones de


valor aparentemente comunes entre los individuos y, quizás, entre las
culturas. Dicho en un lenguaje más antiguo, los individuos que mantienen
este contacto con sus vivencias acaban valorando principios tales como la
sinceridad, independencia, autonomía, conocimiento de sí mismo,
sensibilidad social, responsabilidad social y relaciones interpersonales
afectuosas.

Extraje la conclusión de que cuando los individuos avanzan hacia la madurez


psicológica -o, más exactamente, hacia la apertura a sus propias vivencias-
puede emerger una nueva clase de orientaciones valóricas universales. Esta
base valórica parece favorecer el perfeccionamiento propio y ajeno y
promover un proceso evolutivo positivo.

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