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EL NIÑO DE LA MOCHILA ANÓNIMA

-¡Mamá que me voy!-dijo José como tantas otras mañanas.

-Anda ve con cuidado, no vayas a llegar tarde- como siempre su


madre le aconsejaba sin mucha convicción.

Por su cabeza aún somnolienta pasaron varios pensamientos


relacionados con sus amigos, sobre todo sus amigas. No era una
mañana más, aunque lo parecía. El frío del invierno y la ausencia de
rayos de sol invitaban a quedarse acostado. No guardaba ningún
remordimiento por no llevar –como siempre- la tarea sin hacer.
Incluso no tenía claro que en su mochila -de marca y color negro- no
había metido los libros necesarios…¿Para qué? Si a lo peor ni siquiera
sacaba las cosas. Iba, como diría mi abuela, como un autómata. Lo
único que le animaba era encontrarse con los colegas.

El instituto caía algo lejos. Lejos también el pasado en el colegio de


primaria. Recordaba con cierto afecto a su “seño Lola” ¡ella sí supo
entenderle! Quedaron atrás esas palabras de ánimo, esos
comentarios positivos cuando la maestra hablaba con su madre:

-Este chico promete. Si sigue así puede hacer lo que quiera- decía la
señorita Lola.

Si sigue así………y la verdad es que no sabía por qué, ya no siguió así.


Los lamentos de su madre no sirvieron, tampoco los castigos de su
padre, ni siquiera el sobreesfuerzo de unas rutinarias clases
particulares. ¡Este niño no quiere! esa era la respuesta que daban
todos ¡qué más da! para qué sirve querer ¿qué ha pasado con los
que han sacado unos estudios? ¿Dónde están ahora? ¡En el paro! Esa
era la triste realidad: mucho estudiar y sacrificarse para nada. Por eso
él lo tenía claro: buscarse un buen curro de no esforzarse mucho y
luego divertirse con los colegas. Lo malo es que todavía era pequeño
y tenía que aguantar. Que de cosas tenía que soportar: los padres, los
niños empollones, los pesados de los maestros, las broncas del
director y la presión de los colegas que le animaban a dejarlo todo. La
verdad es que echaba de menos un hermano mayor para poder
contarle sus cosas. Necesitaba respirar y no tenía aire, los mayores
no entendían su situación, buscó consejo en el más veterano de su
pandilla, pero las respuestas fueron vagas: ¡Has lo que quieras tío, no
te comas el tarro! Necesitaba otro tipo de solución, pero nadie le
decía nada.

Al llegar al instituto se encontró a sus colegas en la puerta fumando,


pidió un pitillo y lo encendió nerviosamente, quedaba poco tiempo. Al
tocar la sirena dudó un instante y por inercia, como otros días, se giró
sobre sus pasos y no entró. Caminaron animadamente junto a otros
como él. En un banco dieron las asignaturas de la calle: la pelea del
“finde”, la cartelera de matones del barrio, las hazañas del más guay
de todos, las risas que provocaban los mayores con su conducta
paternalista y las matemáticas del no esfuerzo. Todo un currículo,
materias transversales que te atraviesan los sentimientos de apatía,
objetivos mínimos bajo mínimos y máximos comunes divisores de
listos y torpes, de pocos interesados y muchos aburridos. La parodia
de los maestros quisquillosos y trasnochados que son unos “hidepu”,
ya sean por las buenas o por las malas, todos al paredón de los
indeseables. Y el “vamos a evadirnos con humos” y otras cosas que
ofrecen a menudo los sobresalientes de aquella “clase”. No quería,
pero si todo el mundo lo hace, yo por qué no.

Suena la sirena, es el fin de su “no jornada”. Aparece en la puerta del


instituto con su inmaculada mochila y desanda el camino hacia su
casa. La mochila anónima de tantos anónimos alumnos fantasmas de
las listas de clase, faltas injustificadas, servicios sociales y asociales
buscando los “niños perdidos” del sistema. Chorreo interminables de
fracasos escolares y extraescolares, porque por fuera también se
falla. Llega a su casa y su madre le hace la misma pregunta que
obtiene la misma respuesta: ¡bien! Todo ha ido bien.

De pronto suena el despertador, José está tan cansado y somnoliento


como hace veinte años. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Su madre ya no
está para animar la tarea diaria. En su lugar está Mary, su
compañera, ya no emplea los susurros cariñosos de la primera época,
se lamenta continuamente de su suerte: ¡Si me hubiera casado con
Pedro otro gallo cantaría! Mira como estamos ahora, en un cuarto de
alquiler y con un chaval a cuestas.

José se acerca amorosamente a su hijo para despertarle, tiene que ir


al instituto. El chico ha dormido poco, se quedó estudiando parte de
la noche, tenía exámenes: Voy papá, ya me levanto –responde el niño
comprensivamente. Venga –dice el padre-, vamos, nos espera un día
duro. Ya lo sé papá, pero todo lo que uno quiere cuesta, no te regalan
nada- decía el chaval muy convencido-, eso es lo que me has
enseñado.

Cuando llega el final de la jornada el padre se pasa por el hijo al


instituto, en la puerta se dan un beso y la pregunta: ¿cómo te ha ido?
Bien papá, muy bien, en mi mochila llevo el examen corregido con
máxima nota, sé que lo verás en casa. ¡Bien hijo, bien!
Antonio R. Daza

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