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Rachel Lee

2º WHISPER CREEK, COLORADO

FRÍO EN EL
CORAZÓN
ÍNDICE
Capítulo 1Error: Reference source not found
Capítulo 2Error: Reference source not found
Capítulo 3Error: Reference source not found
Capítulo 4Error: Reference source not found
Capítulo 5Error: Reference source not found
Capítulo 6Error: Reference source not found
Capítulo 7Error: Reference source not found
Capítulo 8Error: Reference source not found
Capítulo 9Error: Reference source not found
Capítulo 10 Error: Reference source not found
Capítulo 11 Error: Reference source not found
Capítulo 12 Error: Reference source not found
Capítulo 13 Error: Reference source not found
Capítulo 14 Error: Reference source not found
Capítulo 15 Error: Reference source not found
Capítulo 16 Error: Reference source not found
Capítulo 17 Error: Reference source not found
Capítulo 18 Error: Reference source not found
Capítulo 19 Error: Reference source not found
Capítulo 20 Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Error: Reference source not
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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 1

La tarde de noviembre era gélida y el viento arrastraba la nieve seca


con tanta fuerza que hacía daño. Joni Matlock entró por la puerta trasera
de la casa, se sacudió cuidadosamente la nieve de las botas, se las quitó y
las dejó junto a la pared, sobre la alfombra de estambre. No había
calefacción en la entrada, y enseguida notó los pies fríos. Se quitó la
chaqueta y el gorro de lana, tiritando un poco, y los colgó en una percha,
junto a los de su madre.
Luego entró en la cocina y recibió con agrado el calorcillo que hacía
que le escociera la cara. Su madre estaba sentada a la mesa del comedor,
visible a través de la puerta abierta, aparentemente atareada con su labor
de costura.
—Mamá —dijo Joni—, has vuelto a poner demasiada leña en la estufa.
Hannah Matlock levantó la mirada y sonrió.
—Me quedo helada, cariño, ya lo sabes.
—Aquí debe de haber cuarenta grados —pero Joni se quejaba con la
boca pequeña. Se estaba bien allí, después del áspero frío que hacía fuera.
A la calefacción de su coche apenas le daba tiempo a ponerse en marcha
durante el corto trayecto de regreso a casa desde el hospital donde
trabajaba como farmacéutica.
—Hay café recién hecho —dijo Hannah, inclinando la cabeza sobre su
labor—. Había pensado calentar las sobras del estofado para cenar.
—Estupendo.
Joni se sirvió una taza de café que aclaró con unas gotitas de nata. De
auténtica nata. No soportaba los sucedáneos. Se quedó luego parada en la
puerta, entre la cocina y el comedor, bebiéndose el café caliente mientras
miraba coser a su madre.
A sus cincuenta años, Hannah tenía el pelo, herencia de sus ancestros
indios, tan negro como una noche sin estrellas. Su rostro de altos pómulos
tenía un leve aire exótico, y era todavía tan terso como el de su hija. Sus
ojos eran de un marrón oscuro, casi tan oscuro como su pelo, y Joni
siempre se los había envidiado porque parecían guardar algún misterio.
Joni, por su parte, tenía los ojos azul claro. Hannah solía decir que los
ojos de su hija habían atrapado un pedazo de cielo. Joni no pensaba lo
mismo. Los ojos azules eran mucho más sensibles a la luz, y en invierno se
veía obligada a ocultarlos continuamente tras unas gafas de sol.
Aquellas dos mujeres, pese a todo, parecían hermanas.
Joni se reunió con su madre junto a la mesa, sujetando la taza entre
sus manos frías.
—¿Qué tal te ha ido hoy?
—Muy bien —dijo Hannah, que rara vez contestaba otra cosa—.
Bueno, ha habido una cosa mala. Hemos tenido que sacrificar al perro de
Angie Beluk.
Hannah trabajaba como auxiliar de veterinaria cuatro mañanas por

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semana.
—Lo siento —dijo Joni, sintiendo una punzada de tristeza—. ¿Qué le
pasaba?
—Cáncer.
—Hannah suspiró y cortó la lana —Luego dejó el bastidor a un lado—.
Pobre Angie. Hacía dieciséis años que tenía a Brownie.
—Qué pena.
—En fin, esas cosas pasan, por desgracia. Pero también hemos traído
al mundo una camada de cachorros. ¿Y a ti? ¿Qué tal te ha ido hoy?
Joni bebió un sorbo de café y sintió que su calor le bajaba hasta el
estómago.
—Bah, lo de siempre. He hecho píldoras y mezclado potingues y he
charlado con alguna gente.
Hannah se echó a reír.
—Haces que parezca tan aburrido…
Joni le sonrió.
—No lo es. Pero tampoco es el colmo de la aventura.
El rostro de Hannah se suavizó ligeramente.
—¿Es eso lo que de verdad quieres, Joni? ¿Aventura?
Al cabo de un momento, Joni sacudió la cabeza negativamente.
—No, la verdad es que no. ¿Recuerdas ese dicho: «Guárdate de
tiempos inciertos»? Yo prefiero aburrirme, gracias. ¿Quieres que ponga a
calentar el estofado antes de ir a cambiarme?
—No, cielo, ya lo hago yo. Tú súbete.
—De acuerdo —Joni se levantó taza en mano y desapareció en el
cuarto de estar, en dirección a la escalera.
Hannah se quedó mirándola con el ceño levemente fruncido. Tal vez,
pensó por enésima vez, había cometido un error al mudarse a Whisper
Creek quince años antes, tras la muerte de Lewis. En aquel momento se
había dicho que era por el bien de Joni, pero ahora, al echar la vista atrás,
se preguntaba si no lo había hecho en realidad porque estaba asustada. A
fin de cuentas, quedarse en Denver significaba toparse con recuerdos de
Lewis a cada paso, en cada rostro conocido. Había intentando volver a
trabajar, pero estar de nuevo en el hospital se le hacía imposible. Cada
sonido, cada olor, le recordaba a Lewis y a los quince años que habían
compartido.
Así que tal vez no lo había hecho por Joni, después de todo. Quizá se
había estado mintiendo al intentar justificar el traslado diciéndose que
sólo quería alejar a la muchacha de las malas influencias y llevarla a un
pueblo tranquilo, donde los chavales no merodeaban por las calles en
pandillas, matando a inocentes doctores que cruzaban tranquilamente un
parking mientras se dirigían a salvar una vida.
Quizá se había estado engañando a sí misma al argumentar que Joni
estaría mejor apartada de la única familia que tenía: Witt, el hermano de
Lewis. Tal vez eran todo excusas porque no podía afrontar sus propios
miedos y su dolor… y su vergüenza.
Sin embargo, a decir verdad, no había empezado a planteárselo hasta
hacía poco, apenas tres años antes, cuando Joni acabó la universidad y
regresó a su antiguo cuarto para ponerse a trabajar en el pequeño
hospital de montaña de las afueras del pueblo. Entonces se le había

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ocurrido por primera vez que tal vez, en cierto modo, le había robado algo
a Joni.
Porque, ¿qué interés podía tener aquel pueblucho para una chica de
veintiséis años? Allí no había aventura, ni apenas hombres de su edad, ni
dónde ir los viernes por la noche, aparte del cine y de un par de bares.
¿Por qué no había buscado Joni trabajo en otro sitio? Con sus estudios de
farmacia podía haberse ido a cualquier parte.
Pero Joni había preferido quedarse allí y vivir con su madre. No era
que a Hannah le importara. Pero la hacía sentirse terriblemente culpable,
lo mismo que su secreto, ése que no le había contado nunca a nadie. Con
los años casi había llegado a convencerse de que no era cierto, pero
últimamente… últimamente, cada vez que se preguntaba si se había
equivocado de algún modo con Joni, aquel recuerdo volvía a atormentarla.
Tal vez sólo había empeorado las cosas por callárselo tanto tiempo.
Tal vez había privado a Joni de algo esencial. Cada vez que aquella idea se
agitaba en su cabeza, Hannah intentaba apartarla de sí diciéndose que la
verdad no habría cambiado nada, que lo único que había hecho era
protegerse a sí misma y a su hija de la deshonra.
Pero en realidad no se había protegido a sí misma, pues la vergüenza
ardía aún en su interior, haciéndola retorcerse por dentro y recordándole
que sus motivos nunca habían sido tan puros como pretendía. Y
manteniéndola al mismo tiempo alejada de lo que más deseaba en el
mundo, aparte de la felicidad de Joni.
Era ya, sin embargo, demasiado tarde, se decía. Sus errores no tenían
remedio. Al menos tenía que creer que había cuidado bien de su hija.
Suspirando, se levantó de la mesa y fue a poner las sobras en el
microondas para que se calentaran. Y procuró no pensar en el terrible
secreto que guardaba.
La habitación de Joni en el piso de arriba era un horno. El calor de la
estufa de leña del piso de abajo subía por los tubos del hueco de la
escalera y colmaba las habitaciones. Por eso Joni intentaba siempre
persuadir a su madre de que no echara demasiada leña al fuego.
Reprimiendo un suspiro, luchó por abrir la ventana del dormitorio, que
se atascaba, y dejó que el calor sofocante escapara hacia la gélida
oscuridad. Sintió con agrado el frío que chupaba el calor de la habitación y
que sólo unos minutos antes la había incomodado.
Su cuarto tenía un armario empotrado tan grande que casi podía
considerarse un vestidor, lo cual era una suerte, pues en la habitación
misma apenas había espacio para la cama de cuatro postes y una
mecedora. El armario, que llevaba cerrado todo el día, estaba helado, y
Joni se estremeció un poco al ponerse lo que ella llamaba su ropa de
compromiso: unos pantalones chinos y una camisa de algodón de manga
larga. Aquella ropa impedía que la temperatura que prefería su madre la
asfixiara y, al mismo tiempo, impedía que las corrientes que se colaban en
la vieja casa la congelaran.
En el piso de abajo encontró a Hannah canturreando suavemente
mientras ponía la mesa. Hannah solía canturrear, aunque nunca cantaba
en voz alta, y a Joni aquel sonido siempre le resultaba reconfortante. Le
quitó a su madre los platos de las manos y acabó de poner la mesa.
—Entonces, ¿hoy no te ha pasado nada interesante? —preguntó

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Hannah.
—Pues no, la verdad —Joni puso los candelabros de porcelana en
medio de la mesa y encendió las velas rojas que les habían sobrado de
Navidad. Cada año, en las fiestas, a Hannah se le iba la mano llenando la
casa de velas rojas. Luego se pasaban el año entero quemándolas. La
neumonía está haciendo de las suyas otra vez. Procura no acercarte a
nadie que tosa, mamá.
Hannah le lanzó una sonrisa irónica.
—Yo antes era enfermera, ¿sabes?
Joni se echó a reír.
—Tienes razón. Siempre meto la pata.
—No importa. Pero lo recordaré. Y lo mismo te digo a ti, jovencita. No
olvides lavarte las manos.
Intercambiaron una mirada cómplice. Hannah regresó de la cocina
llevando la fuente con los restos del estofado y se puso a servir la cena
con un cucharón de acero inoxidable.
—¿Cómo va la cosa? ¿Está enfermando mucha gente?
—Bob Warner dice que las habitaciones están casi llenas. Los médicos
creen que éste va a ser el peor invierno en muchos años.
Hannah chasqueó la lengua.
—Bueno, pues dile a Bob que, si necesita ayuda, estaré encantada de
ir a echar una mano. Tan oxidada no estoy.
—Ya lo sabe —Joni le lanzó una sonrisa traviesa—. Llevas mucho
tiempo practicando con perros y gatos.
—Qué mala eres, niña. No es tan distinto. Joni frunció los labios.
—Ya lo sé. Y, además, tú sabes perfectamente cómo inmovilizar a un
paciente.
Hannah miró a su hija por encima de sus gafas de leer.
—Eso puede ser muy útil en cualquier situación.
Las dos se echaron a reír y se sentaron a la mesa, la una enfrente de
la otra, con las velas en medio.
Joni pensaba a menudo que lo mejor de vivir con su madre era que se
habían convertido en grandes amigas. Su ausencia, durante sus años de
universidad, parecía haberles dado la distancia que ambas necesitaban
para cruzar las barreras materno filiales, y lo que había florecido entre
ellas desde entonces era algo que Joni no habría cambiado por nada del
mundo.
—Bueno —dijo Hannah—, aparte de la neumonía, ¿qué más te ha
pasado hoy?
Joni vaciló. Conocía demasiado bien la opinión de su familia sobre
Hardy Wingate como para suponer que Hannah acogería calurosamente la
noticia, pero decidió contársela de todos modos.
—He visto a Hardy Wingate. Según parece, su madre está en el
hospital, con neumonía.
Hannah levantó la mirada de su plato y frunció los labios.
—Joni…
—Lo sé, lo sé. Witt odia a Hardy. Pero no tienes que preocuparte por
eso, mamá. Hardy casi no me dirige la palabra —lo cual era una pena,
pensó. Había estado enamorada de Hardy hacía años, y, aunque ya se le
había pasado, seguía encontrándolo atractivo. Y agradable, a pesar de lo

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que pensaba su tío.


—En fin —dijo su madre al cabo de un momento—, lamento que
Bárbara esté enferma.
Al parecer, compadecer a la madre de Hardy no tenía nada de malo.
Después de la cena, Hannah volvió a su labor de costura y Joni fregó
los platos. Sobre la pila de porcelana desconchada había una pequeña
ventana, y, mientras fregaba, Joni se paraba a menudo a contemplar la
noche. Por aquel lado la colina era tan empinada que Joni casi podía ver el
centro del pueblo mirando por encima del tejado del vecino. Tenía,
además, una vista despejada del cielo nocturno, y, como esa noche había
luna llena, hasta podía ver a lo lejos el pálido fulgor de las montañas
coronadas de nieve.
El pueblo de Whisper Creek había surgido en la década de 1880
alrededor de las minas de plata, cobijado en la ladera oriental del valle,
entre dos cadenas montañosas. Construido entre colinas, muchas de sus
casas se encaramaban sobre empinados desniveles. Nunca había crecido
lo suficiente como para extenderse por el valle, hacia el oeste, donde el
terreno era llano y abierto. Gran parte de aquellas tierras pertenecía a su
tío Witt, pero a éste de poco le servían. Los detritus de los coladeros
dejados en las colinas por los mineros un siglo antes habían contaminado
el agua y, por consiguiente, el suelo. Allí no crecía otra cosa que ralos
breñales.
El suelo no siempre había sido pobre. En la época en que el primer
Matlock las compró con el dinero que ganó con su mina de plata, aquellas
tierras eran verdes y fructíferas. Cuarenta años después, el ganado
empezó a enfermar y a morirse.
El tío Witt ni siquiera había intentado hacer algo con las tierras. ¿Qué
podía hacer? Le habría costado más dinero del que tenía ponerlo en
explotación, y aunque la Agencia de Protección Medioambiental había
declarado el pueblo y sus alrededores zona de interés preferente, las
cosas no parecían haber mejorado mucho.
Joni, sin embargo miraba a veces aquellas tierras, intentando
imaginarse qué podía hacerse con ellas. La vista, a fin de cuentas, era
espectacular. Pero ¿quién tenía dinero para convertir aquel terreno baldío
en un hotel? En el pueblo todo el mundo hablaba de formas de atraer a los
turistas para que la economía no dependiera de las siempre inestables
minas de plata y molibdeno, pero de momento nadie había sido capaz de
rascarse el bolsillo para reunir el dinero que requería la empresa.
Dándose cuenta de que estaba soñando despierta otra vez, Joni se
concentró de nuevo en los platos. Después de un largo día de trabajo,
solía sentirse mentalmente exhausta y tenía tendencia a quedarse
dormida en cuanto llegaba a casa. Ese día había sido especialmente
ajetreado, pues la altitud, la sequedad del aire y las bajas temperaturas
debilitaban la resistencia de la gente.
Luego estaba lo de Hardy Wingate. Casi se sentía culpable por pensar
en él, pero su cara aparecía de pronto delante de sus ojos sin ella
proponérselo. Parecía cansado, se dijo. Su cara cuadrada y morena
parecía más pálida de lo normal, y sus ojos grises estaban inyectados en
sangre. Lo había visto en la cafetería del hospital, trasegando café con la
esperanza de que la cafeína lo mantuviera despierto.

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Al verlo, Joni se había acercado. Él la había mirado con recelo, como si


esperara que ella le dijera algo desagradable. O como si Joni figurara en
una lista de prohibiciones que Hardy no quería romper.
—Hola —había dicho ella, sentándose frente a él de todos modos.
—Hola —su voz le había sonado crispada, cansina.
—¿Estás enfermo? —era una pregunta absurda. Parecía agotado, pero
no enfermo.
—Es mi madre. He estado toda la noche con ella en cuidados
intensivos.
—Lo siento —y Joni lo había dicho sinceramente. Bárbara Wingate era
una mujer encantadora. ¿Tiene neumonía?
—Sí.
—¿Qué tal está ahora?
—Mejor. Dicen que puedo irme a dormir un rato.
Ella señaló el café.
—Pues eso es una pócima fantástica para dormir.
Por un instante, sólo por un instante, él había estado a punto de
esbozar una sonrisa. Pero luego su semblante se había ensombrecido de
nuevo.
—Voy a quedarme toda la noche.
—No creo que puedas. Si no te vas a dormir, te desmayarás.
—No me pasará nada —luego, sin decir una palabra más, Hardy había
apurado su café y se había ido.
Y ahora, mientras permanecía ante el fregadero, Joni se oyó suspirar.
Hardy ni siquiera se había despedido, como si entre ellos estuviera
también prohibida la simple cortesía. Y todo por culpa de Witt.
Sonó el teléfono, y Joni oyó que su madre lo descolgaba en el cuarto
de estar. Un rato después, la risa de Hannah llegó a sus oídos. Buenas
noticias de alguna clase. Eso estaba bien. Dios sabía que les hacían falta.
Su vida no estaba mal, pero Joni tenía a veces la impresión de que en
aquel pueblucho se estaban muriendo todos. Los precios de la plata eran
un asco, y el trabajo en la mina estaba bajo mínimos, lo cual significaba
que muchos mineros sufrían un paro que, supuestamente, sólo era
temporal. La mina de molibdeno iba mejor, pero allí también se hablaba
de recortes. Aquél siempre había sido un pueblo marcado por periodos de
riqueza y de depresión, y por lo visto estaban de nuevo al borde del
colapso.
Ella, normalmente, no se sentía tan deprimida. Se preguntó si estaría
incubando algo y luego decidió que no tenía tiempo para eso. Tiró el agua
de fregar, aclaró la pila y estaba secándose las manos cuando su madre
entró en la cocina.
—Va a venir Witt —dijo Hannah—. Dice que tiene buenas noticias.
Joni notó, no por primera vez, cómo se le iluminaba la cara a su
madre cuando Witt iba a pasarse por allí. Eran las únicas ocasiones en que
Hannah se ponía así.
—Estupendo —dijo Joni—, aunque, después de hablar con Hardy
Wingate, no le apetecía ver a su tío.
Tonta, se dijo. Aquella disputa tenía ya más de diez años, tiempo de
sobra para que todos se hubieran acostumbrado a ella. ¿Por qué entonces,
se sentía tan incómoda? ¿Porque temía que Witt la mirara a los ojos y

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advirtiera su traición, sólo porque había hablado con un hombre al que


conocía desde el colegio?
¿Cómo podía ser tan ridícula?
Witt llegó quince minutos después. Por lo visto había hecho el camino
andando desde su casa, al otro lado del pueblo. Cuando entró por la
puerta principal, llevaba consigo el aire gélido de la noche, y Joni sintió
que una racha de viento se enroscaba alrededor de sus tobillos desnudos.
Witt era un auténtico oso, medía más de un metro ochenta y el
trabajo duro había ensanchado su musculatura. Llenó el vano de la puerta
y luego el pequeño cuarto de estar mientras se quitaba la pesada
chaqueta y la bufanda. Una sonrisa agrietaba su rostro curtido, y sus ojos,
tan azules como los de Joni, parecían danzar. Envolvió a Joni en un gran
abrazo, como hacía siempre. Sus brazos parecían prometer cobijo y afecto
eternos. Incluso cuando estaba irritada con él, lo cual sucedía de vez en
cuando, Joni no podía evitar devolverle aquel abrazo de oso.
—Estás helado —le dijo, riendo a pesar de sí misma.
—Y tú estás muy calentita —replicó él—. Me estás chamuscando los
dedos.
—Es porque mamá tiene esto siempre ardiendo.
Witt la soltó y se volvió hacia Hannah.
—Sigues siendo una flor de invernadero, ¿eh?
Hannah se echó a reír, pero sacudió la cabeza negativamente.
—Lo siento.
La verdad era, tal y como sabía Joni, que su madre había pasado
muchas noches de frío siendo niña, y el calor hacía que se sintiera como si
viviera por todo lo alto, aunque fuera en una pequeña y vieja casa
victoriana en la falda de una colina, en un diminuto pueblo minero de las
montañas.
—Bueno —dijo Witt, saludándola con un abrazo mucho más comedido
que el que le había dado a Joni—, que sepas que, si de pronto salgo
corriendo y me tiro en un banco de nieve, será porque mi ropa ha
empezado a echar humo.
Hannah se rió otra vez. Siempre se reía con las bromas de Witt, pensó
Joni, como otras veces.
Hannah ofreció a Witt su habitual gesto de hospitalidad.
—Estaba a punto de hacer café. ¿Quieres un poco?
—Claro —dijo Witt, siguiéndola a la cocina—. Tu café es el mejor de
todos.
Witt siempre decía lo mismo. Esa noche, por alguna extraña razón,
eso irritó a Joni. ¿Qué le pasaba?, se preguntó. ¿Por qué le exasperaban
tanto cosas que eran casi rituales familiares?
Se reunieron alrededor de la mesa del comedor, otra tradición
familiar. En el cuarto de estar sólo se juntaban en Navidad, o cuando
venían invitados de fuera de la familia.
Hannah sacó una tarta de moca que había hecho ese mismo día y
cortó un gran pedazo para Witt. Joni no quiso comer nada.
—Bueno —dijo Hannah cuando estuvieron todos servidos—, ¿cuál es
esa buena noticia, Witt?
Él sonreía de oreja a oreja.
—Nunca lo adivinarías.

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Hannah miró a Joni e hizo girar los ojos. Joni tuvo que reírse.
—Ya sé —le dijo a su madre—. Se ha comprado una camioneta nueva.
Roja metalizada, con enormes neumáticos.
Hannah se echó a reír y Witt frunció el ceño.
—No vas a dejar de tomarme el pelo por mi camioneta, ¿eh?
—Claro que no —le dijo Joni. Es todo un clásico. Más vieja que yo, y
tan hecha polvo que se ve la carretera por los agujeros del suelo.
—Pues, para que lo sepas, me voy a comprar una camioneta nueva.
Joni dejó su taza sobre la mesa y miró a su tío estupefacta.
—¿Seguro que estás bien? ¿No estarás incubando algo?
—Ay, Señor —masculló Witt—, nunca me deja en paz. Hannah,
debiste meterla en cintura cuando era pequeña.
—Eso parece —dijo Hannah, pero sus ojos danzaban.
—No —le dijo Witt a su sobrina—, no estoy incubando nada. Ni
siquiera estoy un poco loco. Y, si las camionetas no costaran casi tanto
como una casa, hace años que me habría comprado una nueva.
—Entonces, ¿qué ha pasado para que te compres una ahora? —
preguntó Joni.
—Me ha tocado la lotería.
El silencio descendió sobre la mesa. Joni no recordaba un silencio tan
largo desde el día que les dieron la noticia de que la hija de Witt, su prima
Karen, se había matado en un accidente de tráfico.
Fue Hannah quien habló primero, casi con indecisión.
—Estarás de guasa.
Witt sacudió la cabeza.
—No, no estoy de guasa. Me ha tocado la lotería.
—¡Madre mía! —exclamó Joni, excitada, sintiendo que la alegría
irrumpía a través de una capa de perplejidad—. ¡Es maravilloso, tío Witt!
Conque has ganado suficiente para comprarte una camioneta nueva, ¿eh?
Witt no contestó. Se limitó a mirarlas. El silencio se apoderó de nuevo
de la habitación, y Joni sintió que su corazón empezaba a latir a golpe de
martillo. Finalmente susurró:
—¿Has ganado más que suficiente para comprar una camioneta?
Los ojos de Hannah volaron hacia su hija y luego saltaron de nuevo a
Witt. Extendió una mano y tocó la frente de su cuñado.
—¿Cuánto has ganado, Witt?
Witt se aclaró la garganta.
—Bueno… cuesta creerlo, la verdad.
—Oh, Dios mío —dijo Joni atropelladamente, sintiendo frío y calor al
mismo tiempo—. Tío Witt… —se giró para mirar a su madre como si en
ella pudiera encontrar algún nexo con la realidad. Pero el semblante de
Hannah expresaba la misma perplejidad que el suyo.
—Es que… —Witt suspiró y se pasó los dedos por el pelo—. Me ha
tocado el gordo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Hannah, maravillada—. ¡Oh, Witt, eso es
mucho dinero! ¿Cuánto?
—Once millones —su voz sonaba casi estrangulada—. Pero, claro, no
será tanto. El dinero te lo van pagando en veinticinco años, y luego están
los impuestos y esas cosas, pero, ejem…
Joni, a la que siempre se le habían dado bien las matemáticas, hizo

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rápidamente el cálculo.
—Aun así, te llevarás casi doscientos mil dólares al año —dijo—. ¡Cielo
santo! Es increíble —luego, de pronto, una alegría exuberante se apoderó
de ella y dejó escapar un grito de regocijo—. Madre mía, tío Witt, ahora sí
que vas a vivir a lo grande. Te puedes comprar la camioneta y todo lo que
quieras —le sonrió, sintiendo una extraordinaria alegría por el hombre que
había sido como un padre para ella desde la muerte de Lewis—. Es lo
mejor que te podía pasar. Supongo que ahora te irás a Tahiti.
Él se echó a reír, avergonzado.
—No, qué va. A menos que Hannah quiera ir.
Hannah lo miró con los ojos como platos. Luego se sonrojó.
—¿A Tahiti? ¿Yo? —agitó la mano, desdeñando la idea—. ¿Y qué pinto
yo en Tahiti? Además, el dinero es tuyo, Witt.
El semblante de Witt se crispó de un modo extraño que Joni no
alcanzó a entender.
—Bueno, entonces ¿qué vas a hacer? —insistió.
—Aún no he tenido tiempo de pensarlo, Joni. Me enteré la semana
pasada.
—¿La semana pasada? ¿Te lo has estado callando una semana
entera? —Joni no podía creerlo. Ella se habría puesto a gritarlo a los cuatro
vientos.
—Bueno, la verdad es que no me lo creía. Primero quería asegurarme.
Luego… bueno… —vaciló—. No quiero que se entere todo el mundo
enseguida.
—Es lógico —dijo Hannah—. Pero habrás pensado qué quieres hacer
con el dinero.
Sin embargo, los pensamientos de Joni habían adquirido de pronto un
cariz sombrío. Había oído hablar de gente que, al ganar la lotería, había
visto su vida convertida en un infierno por razones ajenas a su voluntad.
—Mételo todo en el banco, tío Witt —dijo—. Guárdatelo y haz con él lo
que quieras. Y recuerda que no le debes nada a nadie.
Los ojos azules de su tío se posaron sobre ella. Joni a veces pensaba
que aquéllos eran los ojos más sabios que había visto nunca.
—Te equivocas, Joni —dijo lentamente—. Todo el mundo le debe algo
a alguien. Estoy pensando en construir un hotel en la finca. Ya sabes que
el pueblo lo necesita desde hace mucho tiempo. Daría trabajo a la gente
de aquí, trabajo que no dependería de la mina. Y seguro que, si hubiera un
hotel, vendrían muchos turistas. Aquí tenemos mucha nieve y mucha
montaña.
Pero el frío que había envuelto de pronto el corazón de Joni se
intensificó. Porque lo cierto era que, cuando había tanto dinero de por
medio, nada era tan sencillo.
—Bueno —dijo Hannah alegremente—, esto hay que celebrarlo. Deja
que te traiga una copita de Drambuie, Witt. ¿Tú quieres algo, Joni?
—No, gracias, mamá —Joni odiaba beber. Además, aquello le daba
mala espina. Witt estaba raro, Hannah parecía turbada y de pronto había
un ambiente tan tenso en la habitación que Joni sentía cómo iban
crispándose sus nervios.
Pero no era la primera vez que experimentaba aquella sensación
estando con su madre y su tío. Desde que tenía uso de razón, le daba la

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impresión de que siempre había algo de lo que no se hablaba. Aquella


sensación era tan familiar que ya apenas reparaba en ella. Sin embargo,
de pronto, parecía cargada de significado. Y la noticia de que Witt había
ganado la lotería no le parecía digna de celebrar.
Aquella sensación de frío se apoderó de nuevo de ella como un agudo
presentimiento. En el fondo de su corazón sabía que nada volvería a ser
igual.

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Capítulo 2

Hardy Wingate permanecía sentado junto a la cama de su madre,


intentando no ceder a la ansiedad que empezaba a apoderarse de él.
Bárbara estaba mejor, le decían. Ya había pasado lo peor. Pero él no lo
veía. Su madre seguía necesitando oxigeno, tenía tubos por todas partes y
la única mejoría que notaba él era que ya no necesitaba respiración
asistida. Su respiración, sin embargo, seguía siendo trabajosa, y, por más
que le dijeran, él sabía que las cosas podían cambiar en un santiamén.
Tocó suavemente la mano de su madre, confiando en que notara que
estaba allí. Desde la noche anterior, cuando la había llevado al hospital,
ella no parecía darse cuenta de nada. Lo cual, seguramente, era una
suerte. Hardy esperaba que no estuviera sufriendo.
Pero él iba a volverse loco, allí sentado, sin nada con que ocuparse,
salvo la angustia y la culpa. Y los recuerdos. Terribles recuerdos de
hallarse sentado junto a la cama de Karen Matlock, doce años antes, justo
antes de que ella muriera. Justo antes de que Witt Matlock lo pusiera de
patitas en la calle.
No culpaba a Witt por ello, pero de todos modos le había dolido.
Todavía le dolía a veces. Como en ese momento, al revivir de nuevo la
maldita pesadilla por falta de otra distracción.
Había comprado una novela de bolsillo en la tienda de regalos, una de
suspense que estaba teniendo mucho éxito, pero que, pese a todo, no
había conseguido retener su atención. O J. W. Kileen empezaba a perder
su talento, o a Hardy Wingate le faltaba energía para concentrarse.
De modo que se quedó allí sentado, agarrando la mano de su madre,
mientras intentaba no pensar en lo frágil que le parecía, ni recordar a
Karen Wingate y aquella noche infernal, hacía doce años. Pero intentar no
pensar en ello sólo servía para que le diera más vueltas.
O tal vez fuera haber hablado con Joni Matlock esa tarde en la
cafetería lo que le hacía pensar tanto en Karen. Años atrás, en el instituto,
cuando salía con Karen, había llegado a conocer bastante bien a Joni
porque las dos primas estaban muy unidas. Pero desde la muerte de
Karen… Desde entonces no había podido acercarse a los Matlock.
Y hasta en un pueblucho como aquél se podía evitar a la gente si uno
se lo proponía. Justo después del accidente, él se había ido a la
universidad. Cuando volvió, Joni ya se había ido a estudiar fuera, y desde
su regreso, tres años antes, sólo se habían cruzado alguna vez en el
supermercado o en la calle Mayor. Lo cual era una suerte.
Y, sin embargo, ese día, así, de repente, Joni se había acercado
mientras estaba tomándose un café y se había sentado con él. ¿Qué cable
se le habría cruzado?
Ella sabía lo que su tío pensaba de él. Y tenía que haber notado que él
se esforzaba por evitarla. Demonios, si entre ellos siempre mediaba la
anchura de la calle era porque él se apresuraba a cruzar a la otra acera en

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cuanto la veía venir. Y luego de pronto, como si no hubiera pasado nada,


ella se sentaba con él en la mesa de la cafetería. Qué cosa tan extraña. Él
estaba a punto de levantarse de un salto y marcharse cuando Joni le había
preguntado por su madre. Y eso, claro, no podía ignorarlo. No podía
ponerse grosero ante semejante despliegue de amabilidad. Su madre le
había enseñado buenos modales. De modo que se había quedado sentado
y había tenido que hablar con ella.
Sin embargo, todo el tiempo había sentido el impulso de marcharse.
Imaginaba que era absurdo, después de tanto tiempo, pero no quería más
problemas con Witt Matlock. Aquel hombre lo odiaba.
Pero, ¿de qué demonios se extrañaba? Él también se odiaba a sí
mismo.
De pronto se quedó de una pieza y el corazón se le paró en el pecho
al darse cuenta de que su madre no respiraba. Paralizado por el miedo,
alzó la mirada hacia su cara. Entonces, cuando estaba a punto de apretar
el timbre, ella inhaló una profunda y áspera bocanada de aire. Luego, otra,
y los laboriosos estertores de la vida se iniciaron de nuevo.
Hardy esperó, inmóvil, largo rato, pero Bárbara parecía haberse
aferrado de nuevo a la vida con uñas y dientes. La tensión que sentía en el
pecho se aflojó un poco, pero de pronto sintió la quemazón de las lágrimas
en los ojos.
—Aguanta —se oyó decirle a su madre con un susurro áspero—.
Aguanta, mamá.
Mientras hablaba, se preguntó por qué. Tal vez ella estuviera tan
cansada de todo como a veces se sentía él. Como se sentía en ese
instante. A veces, le parecía que no valía la pena el esfuerzo.
Nada más formular aquella idea, una intensa amargura se apoderó de
él, quemándole la garganta como hiel. Karen también era demasiado
joven. Sólo tenía diecisiete años cuando murió. Pero a la vida y a la
muerte poco les importaba la juventud.
Bárbara seguía respirando, aunque con cierta dificultad, y el monitor
del electrocardiógrafo seguía registrando los latidos, demasiado rápidos,
de su corazón. Hardy observó cómo se formaban una tras otra las ondas
en la pantalla, perfectamente sincopadas, comprobó los marcadores
digitales y vio que la presión sanguínea era estable y el pulso constante.
Demasiado rápido, pero firme. Lo bastante firme. No como el de Karen.
Durante unos segundos, Hardy se halló de pronto en la UCI, doce
años atrás, mirando el monitor, consciente, pese a su falta de
conocimientos médicos, de que el ritmo irregular de los latidos del corazón
de Karen no era buena señal; consciente de que la inestabilidad de su
respiración era espantosa; consciente de que los números, siempre bajos,
del monitor de la presión sanguínea eran preocupantes; consciente de que
nadie hacía nada por ella y preguntándose por qué, dispuesto a agarrar a
cualquiera y pedir que la ayudaran, a pesar de que sabía que habían
hecho cuanto podían por ella. Witt había entrado entonces en la
habitación.
—¡Fuera de aquí!
Hardy se sobresaltó como si aquellas palabras, pronunciadas doce
años antes, acabaran de resonar a su espalda. Volvió al presente con la
sensación de haber hecho un largo y fatigoso viaje. El corazón le latía a

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toda prisa y tenía la cara empapada en sudor. ¡Dios!


Se oyó un susurro de telas y la cortina se descorrió de pronto. Delia
Patterson entró, le lanzó una leve sonrisa y se acercó a la cama. Revisó el
gotero y anotó algo en un portafolios.
—¿Cómo está?
Delia, una mujer algo gruesa, con el pelo de ese color champán que
muchas mujeres maduras adoptaban para cubrirse las canas, miró a
Hardy, a quien conocía de toda la vida.
—Ya lo ves tú mismo.
—Delia…
Ella sacudió la cabeza negativamente.
—No puedo prometerte nada. Y, además, yo no soy médico. Pero… —
vaciló—. Puede que por la mañana veamos alguna mejoría. El doctor le ha
puesto unos antibióticos muy fuertes, Hardy. Pero no se puede asegurar
nada, ¿entiendes?
El asintió con la cabeza. Odiaba la incertidumbre. Siempre la había
odiado, pero la vida no parecía repartirle otra cosa.
—¿Vas a quedarte toda la noche? —preguntó Delia.
—Sí.
—El sillón de la sala de espera es muy incómodo —ella miró su reloj. Y
ya llevas aquí más de los diez minutos que se permiten.
—Por el amor de Dios, sólo le estoy dando la mano.
Ella asintió.
—Está bien, te dejo otros diez.
—Gracias.
Cuando se dirigía hacia la puerta, Delia se detuvo y le puso una mano
sobre el hombro.
—Si por la mañana está consciente, va a necesitarte, Hardy. Deberías
irte a dormir.
—Prefiero quedarme. Por si acaso. Ella asintió de nuevo.
—Yo puedo llamarte si… si hay algún cambio.
Estarías aquí en diez minutos.
—Eso serían demasiados minutos. Gracias, Delia, pero me quedo.
—Lo más probable es que tú también acabes pillando una neumonía
—ella sacudió la cabeza—. Estamos desbordados. Hay gente hasta en los
pasillos. ¿Te has vacunado?
—¿Quién, yo?
Ella sacudió la cabeza y salió refunfuñando. Hardy sintió que una
tenue sonrisa curvaba las comisuras de su boca, pero aquella sonrisa se
desvaneció al volverse hacia su madre. Bárbara estaba luchando por su
vida y, si ella podía reunir energía suficiente, él también podía sacar
fuerzas para quedarse a su lado.
Diez minutos después, Delia cumplió su promesa y lo desterró a la
sala de espera de la UCI. Hardy vio, aliviado, que sólo había dos personas
esperando. Después de lo que le había dicho Delia, pensaba que también
las salas de espera estarían llenas a rebosar.
En la sala había un sofá. No parecía muy higiénico, como si hiciera
mucho tiempo que no lo limpiaban, y era incómodo. De hecho, tras
tumbarse en él, Hardy llegó a la conclusión de que probablemente estaría
más cómodo en el suelo. Pero qué importaba. Podría aguantarlo cuarenta

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

minutos, hasta que Delia tuviera que dejarlo entrar otra vez en la UCI.
Nada más cerrar los ojos, se le apareció la efigie de Joni Matlock. Al
parecer, todo se conjuraba contra él para atormentarlo. No podía haber
peor momento para ponerse a pensar en los Matlock. Pensar en Joni lo
llevaba a pensar, inevitablemente, en Karen, y esa noche, teniendo a su
madre al borde de la muerte, no quería recordar que ni el mejor
tratamiento médico habría podido salvar a Karen. Sin embargo, el
momento, ya fuera bueno, malo, adecuado o inoportuno, poco importaba.
Sus pensamientos no lo dejaban solo ni un instante, y parecían decididos a
arremolinarse en torno a Joni. «Está bien», se dijo. «Piensa en Joni. Piensa
en ella hasta que te aburras y tu mente decida irse a otra parte».
De modo que se puso a pensar en la conversación que habían
mantenido esa tarde. Una conversación breve. Hardy imaginaba que Joni
se había dado cuenta de que no tenía ganas de hablar con ella. Se había
mostrado amable y preocupada, como cualquier conocido. Nada más. No
había por qué preocuparse.
Hardy, sin embargo, no lograba olvidar los ojos azules de Joni. Y no
porque fueran bonitos, que ciertamente lo eran, ni porque fueran tan
azules como el cielo de una mañana clara en la montaña, sino por cómo
parecían hablarle. La conversación apenas había durado tres minutos,
pero, al alejarse, Hardy tuvo la sensación de que sus miradas habían
mantenido una comunicación silenciosa.
Pero aquellos ojos siempre le habían hecho sentirse así. Siempre lo
habían atraído y le habían hablado. Si las cosas hubieran sido de otro
modo, tal vez habría llegado a conocer mejor a Joni. La evitaba, en
cambio, como evitaba a Witt. Porque algunas cosas era mejor dejarlas
enterradas, y a él le resultaba imposible hablar con Joni Matlock sin
acordarse de Karen.
Sus pensamientos se volvieron de pronto hacia él mismo y
comenzaron a recorrer oscuros corredores. Mascullando en voz baja,
Hardy se incorporó y se obligó a recordar dónde estaba. Tenía que dejar
de darle vueltas al pasado. Lo sabía. Lo hecho, hecho estaba, y él no podía
cambiarlo.
Pero cuando oscurecía, las noches que no podía dormir, aún podía oír
el grito de Karen cuando el otro coche se desvió de pronto, abalanzándose
sobre ellos, y sus gemidos mientras yacían entre el amasijo de hierros en
que quedó convertido su coche. Todavía recordaba la mirada fría y muerta
de Witt al decirle: «La has matado, chico. La has matado».
Los sonidos y olores de la UCI habían hecho emerger todas aquellas
cosas a borbotones, como burbujas gaseosas en el cenagal de su
memoria. Su sentido de la realidad se hacía cada vez más tenue, y Hardy
era consciente de ello.
Se puso en pie y salió al pasillo profusamente iluminado para estirar
las piernas un rato. Pero aquel pasillo también le traía recuerdos, y,
sintiendo un vuelco en el estómago, se dio cuenta de que pasado y
presente comenzaba a confundirse en su cerebro extenuado. De un
momento a otro ya no estaba seguro de qué año era y de quién yacía en
la UCI al borde de la muerte.
Creía haber superado lo peor hacía años, y de repente allí estaba de
nuevo aquel recuerdo, encabritándose para morderle el trasero. Se lo

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

tenía merecido; él lo sabía. Pero el hecho de merecer aquel suplicio no


significaba que tuviera que gustarle.
Se pasó las manos por la cara, intentando borrar las imágenes que
parecían agitarse en los márgenes de su visión, aquellas horribles
imágenes grabadas a fuego en su memoria. Desesperado, miró su reloj y
vio que sólo quedaban dos minutos para que le dejaran entrar a ver a
Bárbara por última vez antes de que acabara la hora de visitas.
Qué idiotez, pensó. A los familiares tendrían que dejarles visitar a los
pacientes de la UCI las veinticuatro horas del día. ¿Qué importaba que
fuera medianoche, las dos de la madrugada o las ocho de la mañana? Pero
el personal del hospital llevaba el horario a rajatabla, y él no quería armar
escándalo, sobre todo teniendo en cuenta que se había estado pasando de
la raya todo el día y que las enfermeras habían hecho la vista gorda.
Estaba de pie junto a la puerta de la UCI cuando Delia la abrió.
—Ultima visita —dijo ella frunciendo los labios. Diez minutos y fuera,
Hardy. Luego vete a casa a dormir un rato. Con esta epidemia de
neumonía, no tenemos sitio para casos de extenuación.
Él le lanzó una sonrisa débil y se acercó al cuartito donde yacía su
madre. Nada había cambiado. Se sintió de pronto embargado por una
sensación de alivio y de decepción, y tuvo que recordarse que le habían
dicho que no esperara un milagro. Le habían asegurado una y otra vez que
tal vez por la mañana su madre estaría mejor. Pero le resultaba muy difícil
creerlo en ese momento, mientras permanecía junto a su cama,
agarrándole la mano y susurrándole palabras sin sentido.
Diez minutos después, cuando le hicieron salir, nada había cambiado.
Tenía la pavorosa sensación de que su madre se iba alejando lentamente
de él, tan lentamente que apenas se notaba. Y él no podía reprochárselo.
Hacía mucho tiempo que la vida era dura con ella. Primero, había
tenido que soportar al borrachín de su padre. Luego, cuando Lester se
marchó, se vio obligada a mantener dos empleos para procurarse techo y
sustento. Después había seguido trabajando el doble para que él pudiera
ir a la universidad. Y más tarde lo había ayudado a crear su empresa de
construcciones, trabajando a su lado horas sin fin para levantar el negocio.
Ahora que por fin las cosas les iban mejor, era injusto que tuviera que
hallarse a las puertas de la muerte.
Pero tal vez estuviera harta. Hardy no podía reprochárselo. Sabía que
no había estado a la altura de sus sueños. Estaba, por un lado, el
accidente que había segado la vida de Karen y, por otro, la negativa de
Hardy a salir con otras mujeres, a pesar de que ella siempre le animaba a
hacerlo. Quería tener nietos, decía, pero Hardy no soportaba la idea de
volver a querer a nadie.
Así que quizá su madre estuviera cansada. Su vida había sido una
sarta de desilusiones.
Y los pensamientos que atravesaban el cerebro de Hardy no hacían
nada por aliviar su miedo.
Al salir a ciegas de la UCI, se tropezó con alguien. Tardó un momento
en reconocer a Joni.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con aspereza. No tenía derecho a
hacerle aquella pregunta, y se dio cuenta de ello en cuanto las palabras
salieron de su boca. Pero ella no pareció tomárselo a mal.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Estaba preocupada por tu madre y por ti. ¿Qué tal está?


—Bastante mal —admitió él a regañadientes. Seguramente no
sabremos nada hasta por la mañana.
—Lo siento —Joni extendió la mano, indecisa, y le tocó un momento el
brazo—. ¿Me dejas que te invite a un chocolate?
Hardy bajó la mirada y sacudió la cabeza negativamente.
—Estás jugando con fuego, Joni. Ya sabes lo que piensa Witt de mí.
—Sí, pero da la casualidad de que yo no estoy de acuerdo con él, y
soy mayor de edad. ¿Quieres un chocolate o no?
—La cafetería está cerrada —ella le hizo un guiño, y Hardy se sintió
extrañamente aturdido. La falta de sueño, se dijo.
—Oye —dijo Joni, agarrándole la mano—, que yo trabajo aquí,
¿recuerdas? Sé dónde esconden las cosas buenas.
Lo condujo hacia la zona de recepción y lo llevó luego a través de una
puerta en la que decía «Sólo personal autorizado».
Dentro había una sala de descanso. Una enfermera estaba sentada
en un sillón, con los zapatos quitados, comiéndose un aperitivo. Un
hombre con bata verde yacía en un sofá, con un cojín sobre la cara. Joni
saludó a la enfermera con la mano, se llevó un dedo a los labios, mirando
a Hardy, y señaló al hombre dormido. El asintió con la cabeza.
Joni preparó dos tazas de chocolate instantáneo, le dio una a Hardy y
le indicó que la siguiera. Salieron y fueron a sentarse en la sala de
recepción.
—¿Lo ves? —dijo ella—. Soy de la casa.
—Gracias —Hardy esperaba no parecer un gruñón, porque el
chocolate estaba caliente y delicioso, y contenía las primeras calorías que
se había metido en el cuerpo desde el sándwich de mediodía.
—Estás hecho un asco, ¿sabes? —dijo ella.
Hardy se dio cuenta de que Joni no había cambiado nada. Seguía
siendo la jovencita entrometida y charlatana que a veces les sacaba de
quicio a Karen y a él. Incluso en aquel entonces Hardy había intentado
mostrarse comprensivo. Una cría que había perdido a su padre y se había
mudado a un pueblo que no acogía de buen grado a los forasteros… Sí,
Joni tenía motivos para ponerse pesada. Todo el mundo parecía ignorarla.
—¿Recuerdas si has dormido últimamente? —preguntó ella.
—He dado una cabezada de vez en cuando. No me des la tabarra,
Joni. No estoy de humor.
—Está bien —ella bebió un sorbo de chocolate y lo miró con aquellos
asombrosos ojos azules.
—¿Tú no tienes que irte a casa a dormir? Ella se encogió de hombros.
—Mañana no trabajo. Tengo el día libre.
—¿Con esta epidemia?
—Puede que me llamen para que venga —reconoció ella.
—Entonces vete a dormir.
—¿Intentas librarte de mí?
Se miraron, dejando que las palabras quedaran suspendidas entre
ellos. Hardy comprendió que ninguno de los dos quería mencionar a
Karen, pero la presencia de ésta era tan nítida como si estuviera allí.
—Intento evitarte líos con tu tío —dijo él finalmente.
—Eso es problema mío, no tuyo.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

El la miró levantando una ceja.


—¿Por qué estás tan mosqueada?
—No sé. Puede que sea porque me he dado cuenta de que la edad no
hace a las personas más sabias.
Él bebió un sorbo de chocolate y se preguntó adonde quería ir a parar
Joni, aunque le daba miedo preguntárselo a ella. Ya no la conocía, se dijo.
Desde la muerte de Karen apenas habían cruzado dos palabras.
—¿Puedes guardar un secreto? —preguntó ella por fin.
—Claro. Pero no deberías contármelo a mí.
—Tengo mis razones.
Ella siempre tenía sus razones. Hardy se acordaba de eso. Joni nunca
hacía nada sin una buena razón, o eso al menos decía ella. Hardy tenía su
propia opinión al respecto.
—A Witt le ha tocado la lotería —le dijo ella—. Pero no se lo digas a
nadie.
—¿En serio? —Hardy sintió un leve interés—. Qué bien. ¿Os vais a ir
todos de vacaciones a Hawai? —su madre siempre había querido ir a
Hawai.
A él le entristecía no haber podido darle todavía aquel capricho. Ese
año, se prometió. Si ella superaba la neumonía, conseguiría llevarla a
Hawai aunque para ello tuviera que remover cielo y tierra.
—Yo sugerí Tahiti —Joni le lanzó una sonrisa que a Hardy le pareció
inquieta y triste. A pesar de su cansancio, sintió una punzada de lástima
por ella.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo ella—. Que es un montón de pasta.
—Bueno, eso está bien —comentó él generosamente—. Witt lleva
toda la vida trabajando en la mina. No le puedes reprochar que quiera
jubilarse antes de tiempo.
—Yo nunca haría eso. Me alegro mucho por él, de veras.
—Entonces, ¿se va a ir a Tahiti? Ella sacudió la cabeza. No.
—Pues es una pena. Pero puede que no tenga suficiente para el viaje.
Ella lo miró de soslayo.
—¿Qué te parecen once millones de dólares?
Hardy se quedó pasmado. Cifras como aquélla solían ir unidas a
grandes obras cuya contratación nunca conseguía su compañía.
—Guau —dijo al cabo de un momento—. Madre mía. Pero no lo pagan
todo de una vez.
—No, pero, aunque lo paguen a plazos, es mucho dinero.
—Seguro que se va a jubilar.
—Pues la verdad es que… —ella vaciló—. Está pensando en cambiar
de trabajo.
—Qué bien —como si a él le importara.
—Está… esto… pensando en construir un hotel en esas tierras que
tiene al oeste del pueblo.
Hardy comprendió de pronto por qué le estaba contando Joni todo
aquello. La miró fijamente y sintió que el mundo entero contenía el
aliento. Luego dijo lentamente:
—Joni… ¿estás segura de que sabes lo que haces?
Ella crispó la boca y apartó la mirada. Cuando volvió a mirarlo, tenía

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

los ojos empañados.


—Cuando Karen murió, no perdí sólo a mi mejor amiga. También
perdí a mi mejor amigo.
Hardy sintió que, a pesar suyo, se le formaba un nudo en la garganta,
y carraspeó.
—Joni…
Ella sacudió la cabeza, haciéndolo callar.
—Han pasado doce años, Hardy. ¡Doce años! Y, desde que hablamos
esta tarde, he estado pensando en lo mucho que me ha costado a mí el
rencor de Witt. Y a ti también. Karen no habría tenido que salir contigo a
escondidas aquella noche si a Witt no le hubiera parecido que no eras
bastante para ella. Y tú y yo seguiríamos siendo amigos si no fuera por
Witt. Maldita sea, Hardy, esto no está bien. Karen tuvo agallas. No
permitió que su padre la apartara de ti. Puede que yo también las tenga,
al fin y al cabo.
—Joni… Joni, esto no es cuestión de agallas. Se trata de no remover
un montón de… de cosas desagradables. Sobre todo, después de tanto
tiempo. Witt no va a cambiar de opinión a estas alturas. Sólo
conseguiríamos abrir viejas heridas.
—Puede que sea necesario abrirlas —una lágrima rodó por su mejilla
—. Ese dinero me da mala espina,
Hardy. Tengo un mal presentimiento desde que Witt me lo contó. El
único modo de evitar las cosas malas es convertirlas en algo bueno. Tú
podrías construir ese hotel mejor que nadie.
—¿Y tú qué sabes? No tienes ni idea de eso.
—Pero estoy convencida de ello.
Hardy sabía lo que le estaba proponiendo. Witt jamás le habría pedido
un presupuesto sobre el proyecto, ni siquiera se lo habría mencionado.
Pero si él podía ponerle encima de la mesa la mejor oferta, tal vez Witt le
diera el trabajo de todos modos. Y aquél era precisamente el trabajo que
sabía cómo hacer, la clase de encargo que andaba buscando. Los dos
podían salir beneficiados.
Sacudió la cabeza.
—Witt no querrá, por muy bueno que sea mi proyecto.
—Yo tengo cierta influencia sobre él, Hardy.
—Puede ser, pero no creo que quieras enfadarte con tu tío, Joni. Tu
madre y él son la única familia que tienes.
—Bueno, tú haz lo que te parezca. Pero te aseguro que, la próxima
vez que te cruces de acera cuando me veas, iré detrás de ti —ella exhaló
un suspiró trémulo—. Es como… como si sintiera que es Karen quien me
está diciendo que haga esto. Sé que es una locura, pero es lo que siento.
No voy a permitir que Witt me diga quién puede ser amigo mío y quién no.
Y tú tampoco deberías permitirlo.
El la miró y se preguntó si se estaría poniendo enferma o si le faltaba
un tornillo. Después de tanto tiempo… Sí, después de tanto tiempo.
Recordó de pronto que no era Joni quien lo evitaba a él. No, era él quien la
evitaba a ella. Por causa de Witt. Porque le daba miedo volver a
enfrentarse a aquel abismo. Porque por fin había conseguido arrinconar
los remordimientos, y tratar de nuevo a los Matlock sólo serviría para
obligarlo a afrontar otra vez su mala conciencia.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Cerró los ojos. Los recuerdos que se agolpaban en su interior lo


llenaban de amargura.
—No saldrá bien, Joni.
—No lo sabrás hasta que no lo intentes.
Pero él ya lo sabía. Sabía que Witt nunca le daría el trabajo. Sin
embargo, sabía también que no podría volver a mirarse al espejo si no lo
intentaba.
¿Por qué casi todo en su vida estaba fuera de su alcance?, se
preguntaba. Tenía la impresión de que la vida siempre le había estado
incitando con ilusiones de las que, apenas satisfechas, le despojaba.
Confiaba en que su madre no fuera una de ellas.
Cuando volvió a mirar a Joni, tenía los ojos hinchados y ardientes, y el
corazón le dolía tanto que apenas podía soportarlo.
—¿Qué sentido tiene? Es imposible.
—Puede que sí y puede que no —dijo ella—. Pero nunca lo sabrás si
no lo intentas.
Un buen consejo, pero las palabras no costaban nada. Hardy no
dudaba ni por un momento de que volvería a llevarse una desilusión. Pero
qué demonios, pensó. Al cabo de un tiempo, uno se acostumbraba a salir
perdiendo.
Todo aquel asunto, sin embargo, se disipó de su recuerdo cuando, a
las cuatro y media de la madrugada, Bárbara Wingate se despertó lúcida y
sin fiebre. Así que, pensó Hardy, agradecido, quizá no siempre las cosas le
salieran mal.
Aquella idea lo mantuvo de buen humor el resto del día.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 3

El viento arrastraba una nieve tan blanca que todo lo borraba


mientras Joni conducía hacia casa desde el trabajo, una tarde helada de
enero. La tormenta de nieve iba atravesando las montañas, y Joni
empezaba a preguntarse si no se habría demorado demasiado en el
hospital. Pero no le quedaba mucho trecho por recorrer, y se dijo que
tendría que conducir con aquel tiempo al menos una docena de veces
antes de que el invierno exhalara su último aliento sobre las Rocosas de
Colorado. Algunos años, conducía con aquel tiempo hasta junio.
Habían pasado dos días desde Año Nuevo, y se sentía todo lo bien
que podía sentirse después de las fiestas. Se preguntaba si le entraría su
habitual depresión o si al fin habría madurado lo suficiente como para no
ilusionarse tanto con las fiestas que tras Año Nuevo sufriera
inevitablemente un derrumbe. Seguramente no, decidió. Y tampoco quería
perder con la madurez la ilusión que, para ella, siempre rodeaba la
Navidad.
Cuando llegó a casa y dejó la ropa de abrigo en la entrada de atrás,
se fue en busca de su madre. Hannah estaba sentada en el cuarto de
estar, leyendo.
—Menudo tiempo hace fuera —le comentó a su hija—. ¿Has tenido
problemas para subir la colina?
—No, pero dentro de una hora no habrá quien lo intente.
En una mesa, junto a la puerta, estaba el correo. Joni miró las cartas y
apartó el recibo de su tarjeta de crédito y las facturas que pagaba como
parte de su contribución a los gastos de la casa. Luego vio un grueso
sobre de papel de estraza que no iba dirigido a nadie.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Lo ha traído Witt. Dice que es la petición de ofertas que le ha
redactado un abogado —Hannah sonrió—. Estaba como un niño con
zapatos nuevos. Por lo visto, ha mandado un montón de cartas a
empresas de Denver, y se muere de ganas de recibir las respuestas.
—¿Y por qué nos traído una copia?
Hannah se echó a reír.
—Creo que quería pavonearse un poco.
A Witt le gustaba pavonearse delante de su madre, pensó Joni. A
menudo se preguntaba por qué no estaban juntos. A fin de cuentas, los
dos eran viudos. Pero a veces también sentía que entre ellos había un
muro invisible. Una especie de barrera que los dos se negaban a cruzar.
Qué tontería, se dijo. Estaba dejándose llevar por su imaginación.
—Supongo, que no le importará que le eche un vistazo.
—Creo que eso era lo que quería —contestó Hannah—. Witt es como
todos los hombres. Le gusta que le echen flores.
Aquella afirmación estaba teñida de caluroso afecto, y Joni se echó a
reír. Se guardó el sobre bajo el brazo y se dirigió al piso de arriba.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Créeme —dijo Hannah tras ella—, te dará sueño.


Pero Joni tenía otras cosas en la cabeza y, al llegar a su cuarto, rasgó
el sobre ansiosamente. De él salió un montón de papeles grapados. Joni
comprendió al primer vistazo que la mayor parte de ellos era morralla,
instrucciones acerca de cómo debía presentarse la oferta de licitación.
Pero había también una cláusula que, según entendió, exigía la
presentación de un proyecto arquitectónico para el hotel de treinta y una
habitaciones. El resto de los detalles no le interesaba. Lo que le importaba
era la fecha límite de presentación del proyecto: el diez de enero.
La proximidad de la fecha la sobresaltó. Witt debía de haber mandado
aquella carta a principios del mes anterior, o incluso en noviembre, a las
empresas de Denver, que necesitarían al menos un mes para contestar.
Sólo faltaba una semana para que expirara el plazo. Y seguramente
Hardy no se había enterado.
Joni comprobó de nuevo la fecha para asegurarse de que no se
equivocaba. Todo era muy precipitado, pero tal vez tuviera que serlo para
que las obras pudieran empezar en primavera, lo antes posible.
Pero ¿por qué había tardado tanto Witt en llevarle aquella copia a su
madre? ¿Lo habría hecho a propósito para que no cayera en manos de
Hardy? Pero ¿por qué iba a sospechar siquiera tal cosa? No, lo más
probable era que acabara de recibir una copia de su abogado.
Ocho días. Si Hardy quería tener alguna oportunidad de presentarse,
tenía que llevarle los papeles enseguida.
Pero al levantarse de la cama de un salto, lista para adentrarse de
nuevo en la tormenta, una idea la hizo detenerse. Si hacía aquello, tal vez
Witt no se lo perdonara nunca.
Con el pulso acelerado, se tumbó en la cama y se quedó mirando el
techo agrietado. Estaba muy bien pensar que Witt tenía que perdonar a
Hardy. La policía había culpado del accidente al conductor borracho, y Joni
no entendía por qué Witt insistía en creer que el culpable era Hardy…,
como no fuera porque, supuestamente, Hardy no debía salir con Karen, y
porque, si Karen no hubiera salido por la ventana aquella noche de julio,
probablemente seguiría viva.
Pero Karen estaba muerta y Witt creía sinceramente que Hardy era el
responsable de su muerte. Cabía la posibilidad, se dijo, de que su tío
estuviera en lo cierto. Tal vez él supiera algo que ella ignoraba. Pero lo
más probable era que, simplemente, necesitara un chivo expiatorio, y,
dado que el conductor ebrio no había sobrevivido al accidente, Witt sólo
podía echarle la culpa a Hardy.
Si ella le llevaba la oferta de licitación a Hardy, su tío lo consideraría
una traición. Tal vez no se lo perdonara nunca. Pero luego decidió que
aquello era ridículo. Witt siempre la perdonaba. Se enfadaría, claro, pero
acabaría perdonándola cuando ella le explicara sus motivos.
De pronto se le ocurrió que quizá convenía que intentara
explicárselos a sí misma antes de intentar explicárselos a Witt. El sentido
común le decía que se mantuviera al margen. Aquello no era asunto suyo,
tal y como Hardy le había dejado bien claro la noche que hablaron en el
hospital. Él seguía evitándola como si tuviera la peste.
Pero sí que era asunto suyo, decidió. Ella quería a Witt, y Hardy le
caía bien. Le apenaba que Witt arrastrara aquel rencor desde hacía tanto

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

tiempo, porque ello significaba que no había superado la muerte de Karen.


Además, Karen habría querido que le llevara la oferta a Hardy. Joni lo
creía sinceramente. Karen y ella habían sido como hermanas, sobre todo
desde que Joni se fue a vivir al pueblo. Lo compartían todo: sus
esperanzas, sus sueños y sus sentimientos. Compartían a Witt como padre
y a Hannah como madre. Compartían la amistad de Hardy, aunque era
Karen quien salía con él.
A Karen no le habría gustado ver a su padre tan amargado y furioso,
ni habría querido que Hardy perdiera aquella oportunidad. Joni no tenía
ninguna duda al respecto. De haber estado allí, Karen no habría permitido
que las cosas siguieran de aquel modo.
Pero Karen no estaba allí, y Witt sí. Joni no soportaba que Witt se
enfadara con ella. Le tenía tanto cariño que quería ser perfecta a sus ojos,
aunque ello fuera una meta inalcanzable. Y a veces, vagamente, se daba
cuenta de que se había pasado los últimos doce años intentando
reemplazar a su hija. Tal vez fuera hora de madurar y aceptar el hecho de
que no podía sustituir a Karen y de que tenía que vivir su vida como a ella
le conviniera.
Se levantó, se acercó al armario y sacó un pequeño álbum de fotos
que guardaba en un estante, bajo un montón de jerséis. Casi todas las
páginas estaban vacías, pero ello se debía a que sólo tenía media docena
de fotos de Karen.
Witt tenía cajas de zapatos enteras llenas de fotos de su hija, pero
aquellas fotos eran especiales. Eran suyas y sólo suyas, las había tomado
con una cámara barata que no había durado más que un par de carretes.
Al echar la vista atrás, deseaba haberle hecho más fotos a Karen, en vez
de malgastar carrete fotografiando el paisaje. Pero entonces no podía
adivinar lo que iba a pasar.
Así que allí estaban, sus seis recuerdos privados de Karen. La primera
instantánea, su favorita, las mostraba a Karen y ella sentadas en las
gradas del campo de fútbol del instituto. Esa tarde, las dos se habían
pasado el entrenamiento haciendo el tonto y riéndose sin parar. Hardy
había sacado aquella foto justo antes de que empezara el entrenamiento.
Joni todavía se acordaba de la pinta que tenía vestido de arriba abajo con
el uniforme del equipo y la pequeña cámara entre sus manazas.
En la siguiente foto, una foto que jamás le permitiría ver a Witt,
aparecían Hardy y Karen. Estaba nevando y la luz del flash se había
reflejado en la nieve, dándole a la pareja un aspecto un tanto espectral.
Pero se estaban abrazando, con las caras pegadas, y sonreían a la
cámara.
La primera fotografía siempre la hacía sonreír. Esta, en cambio, la
entristecía. Eran tan jóvenes… Estaban tan convencidos de que tenían
toda la vida por delante…
Sintiendo un nudo en la garganta, Joni cerró el álbum sin mirar el
resto de las fotos. De todos modos se las sabía de memoria. Había llorado
muchas veces mirándola, en noches oscuras y frías, tumbada allí arriba,
incapaz de creer que Karen se hubiera ido para siempre.
Tenía la aguda sensación de que algo había quedado inacabado, pero
no sólo por Karen, que estaba muerta. Últimamente no dejaba de pensar
que, de algún modo, todos vivían en el limbo desde la muerte de Karen.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Como en un fotograma detenido. Todos ellos: Witt, que no había superado


su dolor; Hannah, que simplemente parecía dejar pasar los días; ella
misma, que se sentía como si se limitara a contar el paso del tiempo; y
Hardy, que, al menos que ella supiera, no había vuelto a salir con nadie.
Sus vidas habían quedado en suspenso, y ninguno de ellos parecía
haber dado ningún paso para seguir adelante. A Karen eso no le habría
gustado. Ya era hora, decidió irguiendo los hombros, de que alguien los
sacara de aquel estado de parálisis.
Agarró la oferta de licitación, se la guardó bajo el grueso jersey verde
y salió dispuesta a fundir el glaciar que parecía habérselos tragado a
todos.
—¿Dónde vas? —preguntó Hannah cuando Joni pasó a su lado por el
cuarto de estar—. La cena está casi lista.
—No tardaré —contestó Joni sin detenerse—. Es que tengo que ir a
casa de… de Sally. Enseguida vuelvo.
—Ten cuidado. Hace un tiempo horrible.
Era cierto, pensó Joni tras ponerse la parca, el gorro, los guantes y las
botas y salir al exterior. El viento soplaba tan fuerte que los cristales de
hielo se le clavaban en la cara, y la farola que había dos casas más abajo
no era más que un leve fulgor en medio de la noche sepultada por la
nieve. Si hubiera tenido que subir o bajar la colina para llegar a casa de
Hardy, se habría parado allí mismo. Pero Hardy vivía tres manzanas más
allá, al otro lado de la calle.
La noche era misteriosa y fantasmagórica. La nieve, que ocultaba los
lugares conocidos, hacía que el paisaje resultara extraño y ajeno. Inclinada
contra el viento, con los ojos entornados para evitar las punzadas de la
nieve, Joni se deslizó por la calle helada. Las aceras, atrapadas entre dos
ventisqueros, estaban cubiertas de nieve, y resultaba más fácil avanzar
por la calzada, por la que no circulaba ningún coche.
Allí fuera reinaba una profunda sensación de soledad. Había algo en
el hecho de hallarse sola en mitad de una tormenta de nieve que la hacía
sentirse desgajada de todo y abandonada a su suerte. La escasa y cálida
luz que le llegaba de las farolas y de las ventanas cercanas la hacía
sentirse más sola aún.
Siempre se sentía así en las frías noches de invierno, cuando
caminaba sola por las calles a oscuras, sin un alma a la vista, pero esa
noche aquella sensación era más intensa, como si un viento gélido y
sibilante que no podía ignorar hubiera llenado los vacíos recovecos de su
corazón. No lograba sacudirse aquella impresión.
La casa de Hardy era una de las pequeñas edificaciones victorianas
que flanqueaban las calles en aquella parte del pueblo, pero, a diferencia
de las demás, era un lugar hermoso, transformado por el arduo trabajo y
la habilidad de Hardy.
A Hardy siempre le había gustado trabajar la madera con las manos,
incluso cuando estaba en el instituto y, las tardes que no tenía que ir a
trabajar, se pasaba interminables horas en el taller de la escuela porque
en casa no tenía herramientas. Karen pasaba muchas de aquellas tardes
con él, observando cómo iba aumentando su habilidad. De vez en cuando,
Joni se unía a ellos.
Pero, desde que había vuelto de la universidad, Hardy había

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

transformado por completo el exterior. Se había deshecho de la


carpintería de aluminio y la había sustituido por auténtica madera, había
puesto postigos nuevos y reconstruido el enorme porche. Jon imaginaba
que también había reformado el interior, pero no estaba segura de ello,
pues desde la muerte de Karen no había vuelto a entrar en aquella casa.
Vaciló un momento al pie de los escalones del porche, ajena a la
nieve que resbalaba por sus mejillas. Aquello era una locura, y no se hacía
ilusiones al respecto. Hardy podía decirle que estaba loca, que se fuera al
infierno. A veces, Joni se preguntaba si Hardy también estaba de acuerdo
con lo que Witt pensaba sobre él.
Luego estaba Witt. Su tío la perdonaría. Quizá. Aunque, ciertamente,
no había sido capaz de perdonar a Hardy en todos aquellos años. Pero ella
era distinta, se dijo. Era su sobrina. La hija de su hermano. A ella no podía
tratarla como a Hardy.
Eso era lo que se decía, en todo caso. Mientras subía los escalones y
llamaba al timbre, sin embargo, era consciente de que no lo creía al cien
por cien.
Pasó un minuto antes de que la puerta se abriera. Hardy apareció en
calcetines, con aspecto un tanto desaliñado, vestido con vaqueros y una
sudadera gris arremangada.
—Joni —dijo como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. ¿Qué
haces tú aquí?
No era precisamente una bienvenida calurosa, pero Joni no esperaba
otra cosa. Antes de que pudiera formular una respuesta, una ráfaga de
viento dobló la esquina de la casa y laceró su cara con agujas de hielo.
—Maldita sea —masculló él y, agarrándola del brazo, la hizo entrar y
cerró la puerta tras ella.
—Gracias —murmuró Joni, distraída al vislumbrar el interior de la casa
de Hardy Wingate.
Por todas partes había madera pulida, desde las originales planchas
del suelo a la barandilla enlustrada de la escalera que subía al segundo
piso. Alrededor del vestíbulo había diseminadas alfombras antiguas de
colores, y las paredes estaban pintadas de un blanco impecable. A través
de la puerta de la derecha, Joni podía ver un cuarto de estar lleno de
hermosos muebles antiguos, y a la izquierda se hallaba el comedor,
amueblado con un mesa Reina Ana y sillas a juego.
—No sabía que te gustaran las antigüedades —balbució.
—No son antigüedades —dijo él casi con impaciencia—. Los muebles
los he hecho yo.
Joni alzó la mirada hacia él.
—¿Y de dónde sacas tiempo?
Él se encogió de hombros.
—Llevo años dedicándome a esto. Me entretiene por las tardes. ¿Qué
es lo que quieres?
Joni comprendió que ni siquiera iba a pedirle que se quitara la trenca,
ni a ofrecerle algo caliente que beber antes de marcharse, como un buen
vecino. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitir que le metiera prisa.
Lo que estaba dispuesta a hacer merecía al menos un poco de
consideración.
—¿Qué tal está tu madre?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Mejor, aunque todavía está muy cansada. Duerme mucho. Ahora


mismo está durmiendo. ¿Querías verla?
Joni se dio cuenta de que Hardy lo dudaba, y no podía reprochárselo.
A fin de cuentas, no había intentado ver a Bárbara durante los dos meses
anteriores.
—No —contestó despacio—. Venía a verte a ti.
—Gran error. Witt te arrancará el pellejo.
—Witt no tiene derecho a arrancarme el pellejo. Soy una mujer adulta
—Joni procuró sofocar su exasperación—. Y, de todos modos, da igual —
metió la mano bajo su chaqueta, se sacó el sobre de debajo del jersey y se
lo tendió. Estaba caliente—. Toma. La petición de ofertas para el hotel de
Witt.
Hardy dudó un momento, mirando el sobre que ella le ofrecía.
—Joni… —se interrumpió como si no supiera qué decir.
—Sólo tienes hasta el día diez para presentar un proyecto —dijo ella
—. Lamento no habértelo traído con más tiempo, pero acabo de recibirlo.
Tendrás que darte prisa.
Él seguía sin agarrar el sobre. Lo miraba fijamente, como si fuera a
estallar en cualquier momento. Luego, lentamente, apartó la mirada de él
y miró a Joni con fijeza.
—Witt nos matará a uno de los dos si acepto ese sobre.
Joni se encogió de hombros, consciente de que Hardy tenía razón.
—Ya me las arreglaré.
—¿Por qué haces esto, Joni? ¿Por qué?
Ella bajó la mirada y observó la alfombra trenzada que había bajo sus
pies, sobre la que goteaba la nieve derretida de sus botas.
—A Karen le habría gustado.
Hardy no dijo nada durante unos instantes. No se movía, ni parecía
respirar. Justo cuando Joni se disponía a levantar la mirada para
asegurarse de que no le había dado un pasmo, él volvió a hablar.
—Quítate la chaqueta y las botas —dijo con aspereza—. Tienes que
beber algo caliente, y estaba calentando agua para hacer té.
—Tengo que irme a casa enseguida —dijo ella, temiendo que Hannah
le hiciera preguntas si tardaba mucho. Le incomodaba haberle mentido a
su madre, y no quería verse obligada a hacerlo otra vez.
—Tienes tiempo de sobra para tomarte un té. Si te preocupa tu
madre, llámala.
Hannah no era el principal problema, pensó Joni sombríamente
mientras se quitaba las botas y colgaba la chaqueta en el perchero. Ni por
asomo.
Siguió a Hardy a la cocina, que estaba detrás del comedor, hacia la
parte de atrás de la casa. El cuidado que Hardy ponía en la casa se notaba
en el suelo de ladrillo, en los relucientes y modernos utensilios de cocina,
en los hermosos armarios de roble y en la encimera de azulejos. Hardy le
indicó que se sentara a una mesa de roble redonda.
—¿Un Earl Grey te parece bien? —preguntó él.
—Estupendo —ella no sabía mucho de tés, y se habría conformado
con uno normal y corriente.
Hardy llevó a la mesa dos tazas humeantes de las que colgaban las
etiquetas del té.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¿Azúcar? ¿Leche? ¿Limón?


—Solo, gracias.
El, al parecer, también lo prefería solo, porque se sentó frente a ella y
empezó a escurrir distraídamente la bolsita del té mientras la observaba.
—Karen murió hace mucho tiempo —comentó—. Dudo que ninguno
de nosotros sepa qué habría querido.
—Habría querido que su padre no fuera un hombre amargado —dijo
Joni con firmeza.
—¿Y el hecho de que yo presente una oferta va a cambiar eso? —
preguntó él con incredulidad.
—Si presentas un buen presupuesto, es posible que mi tío reconozca
que ha sido injusto contigo.
—¿Estás segura de que ha sido injusto?
La pregunta sorprendió a Joni. ¿Qué demonios quería decir? La policía
había dicho que el accidente no había sido culpa suya. El otro conductor
se había abalanzado sobre ellos y Hardy no había podido esquivarlo.
—No fue culpa tuya —dijo apresuradamente.
—Puede que no —Hardy apartó los ojos de ella y miró hacia un rincón
de la cocina—. O puede que sí. El caso es, Joni, que sólo yo sé lo que pasó
realmente aquella noche. No puedo reprocharle a Witt que piense que
pude haber hecho algo más. Yo mismo le doy muchas vueltas.
El horror atenazó a Joni como una enredadera de hielo alrededor de
su corazón.
—No, Hardy.
—Sí, Hardy —contestó él casi burlón, y la miró—. He repasado
muchas veces esos treinta segundos, y siempre llego a la misma
conclusión. No tenía suficiente experiencia al volante. Tal vez debí
acelerar, en vez de frenar. Tal vez debí girar más el volante. Tal vez, si
hubiera sabido que los conductores borrachos suelen dirigirse
directamente hacia las luces, habría tenido la suficiente presencia de
ánimo para apagar las mías. Quizá debí girar hacia la izquierda, en vez de
hacia la derecha. Se me ocurren mil cosas que podía haber hecho de otro
modo. Y quizás el resultado habría sido otro —se inclinó hacia delante y
clavó la mirada en ella—. Y, si lo pienso yo, ¿por qué no iba a pensarlo
Witt? No puedo reprocharle lo que siente.
Joni no podía soportar que Hardy sintiera de aquel modo.
—Cuando se echa la vista atrás, siempre cree uno ver las cosas con
toda claridad.
—No, no es cierto —dijo él con aspereza—, pero surgen un montón de
preguntas sin respuesta. En todo caso, esto no lleva a ninguna parte. No
puedo presentar una oferta para ese proyecto. Sería una pérdida de
tiempo.
—Eso no lo sabes —la rabia empezaba a agitarse dentro de ella.
—Y tú no sabes si Witt cambiará de opinión.
—Pero tú tampoco puedes asegurar lo contrario. Mi tío no es tonto,
Hardy. Quiere construir el mejor hotel que pueda permitirse. No quiere
que sea un sitio de mala muerte, ni que fracase por no ser
suficientemente atractivo.
—Pero puede conseguir una docena de arquitectos y contratistas en
cualquier parte entre Denver y Glenwood Springs.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Dijo que quería hacer esto para dar trabajo a la gente de aquí.
Hardy sacudió la cabeza, exasperado.
—Una intención muy noble, pero estoy seguro de que no se refería a
mí. Por el amor de Dios, Joni, sigues estando un poco chiflada, ¿no?
En cualquier otra ocasión, Joni se habría enfadado, pero en ese
instante no quería ponerse a discutir con él.
—No estoy chiflada. Llevo meses dándole vueltas —él se limitó a
mirarla—. Hardy, ya va siendo hora de que esto se acabe.
El bajó las cejas y apretó la mandíbula.
—¿Te has parado a pensar la que se puede armar? ¿Has pensado que,
si sigues con esto, alguien podría salir malparado?
—Hace doce años —dijo ella. Sonaba como un mantra, incluso para
ella—. Ya está bien. No seas miedica, Hardy —Joni tiró el sobre encima de
la mesa y se levantó, ignorando su té. Pero antes de que pudiera llegar a
la puerta de la cocina, la voz de Hardy la detuvo.
—¿Cómo vas a explicarle a Witt que no tienes el sobre de la petición
de ofertas? —ella se encogió de hombros sin mirarlo—. Ay, Señor —
masculló en voz baja—. Anda, bébete el maldito té. Voy a hacer una copia.
Ella se volvió para mirarlo.
—¿Vas a presentar un proyecto?
—No, voy a intentar salvar tu altruista pellejo —agarrando el sobre,
Hardy desapareció en la parte de atrás de la casa, donde estaba su
despacho. Unos instantes después, Joni oyó el ruido de una fotocopiadora
calentándose.
Hardy iba a presentar una oferta, se dijo. Si no, ¿para qué iba a hacer
fotocopias? Sin embargo, aunque se mintiera a sí misma, era consciente
de ello. Hardy sólo quería asegurarse de que no tenía excusa para
marcharse sin su copia de la petición de ofertas.
Se estaba preocupando otra vez por ella, como en los viejos tiempos.
Joni deseaba en parte odiarlo por ello, y en parte se sentía conmovida
porque aún le importara lo suficiente, incluso después de tantos años.
Unos minutos después, Hardy regresó con dos fajos de papeles. Uno
era la copia de Joni, cuidadosamente grapada en una esquina; el otro, sin
grapar, era su copia.
—Ahí tienes —dijo él, devolviéndole la suya a Joni. Oye, esto no será
una especie de ataque de moralina, ¿verdad?
Ella lo miró, confundida.
—¿De moralina?
—Sí. Supongo que no serás tan arrogante como para creer que vas a
enseñarnos a todos a ser mejores personas, ¿verdad?
—¡No, claro que no! No soy tan engreída.
—¿No? —Hardy apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia ella,
mirándola con fijeza—. Entonces ¿de qué va todo esto, Joni? ¿Pretendes
decirnos que lo que sentimos no sirve? ¿Que Witt no tiene derecho a estar
cabreado conmigo? ¿Que yo no tengo derecho a creer que es mejor evitar
a ese hombre?
Joni se sintió dolida. No le gustaba en absoluto el modo en que
parecía verla él. Empezaron a escocerle los ojos y notó un nudo en la
garganta. Apretó los labios, recogió el sobre, metió los papeles en él
apresuradamente y se dirigió a la puerta, recogiendo de paso su

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

chaqueta.
—Joni…
Ella no quería mirarlo, pero algo la obligó a volverse.
—Creo… creo que me avergüenzo de mi comportamiento —dijo con
voz pastosa—. Creo que he decepcionado a Karen. Tú y yo éramos
amigos, Hardy. Éramos amigos.
Hardy se quedó junto a la puerta abierta, viéndola correr calle abajo.
Hasta que no la vio detenerse y ponerse la chaqueta, no cenó la puerta.
Maldita fuera, pensó casi con ferocidad. Malditos fueran sus ojos.
¿Qué pretendía removiendo todo aquello así, de repente, después de tanto
tiempo? ¿Qué esperaba conseguir? ¿Creía acaso que iba a ocurrir algún
milagro si él presentaba una oferta? ¿Pensaba que Witt iba a olvidar su
furia y su amargura sólo porque Hardy Wingate pudiera construir su hotel
mejor que otros?
Era poco probable.
—Mierda —dijo en voz baja para no molestar a su madre.
En ese momento, casi odiaba a Joni. Ella le había puesto una bicoca
ante los ojos, algo por lo que habría dado un riñón, algo que le habría
permitido llevar a su madre a Hawai. Y, teniendo en cuenta que Bárbara
no estaba bien, Hardy deseaba desesperadamente darle ese capricho.
Desde la neumonía, su madre estaba tan débil que a menudo necesitaba
una silla de ruedas para moverse. Tenía los pulmones dañados y se
asfixiaba en cuanto hacía el más leve esfuerzo. Hardy quería llevársela a
un lugar a menor altitud, pero ella se negaba a marcharse.
Mascullando de nuevo para sus adentros, Hardy agarró el sobre y
regresó a su despacho, formado por dos espaciosas habitaciones que
había añadido a la casa y que formaban un mundo aparte: relucientes
paneles de madera auténtica, grandes ventanales que daban al jardín
nevado y oscuro, una chimenea exenta, mesas de trabajo, bancos de
modelado, tableros de dibujo, dos ordenadores…
Aquél era su nido. Su refugio. Su lugar para soñar. Cuando estaba allí,
se olvidaba de todo, salvo de crear.
Sobre el banco de modelado se alzaba la maqueta del proyecto en el
que, a pesar de sí mismo, llevaba trabajando varios meses: el hotel de
Witt Matlock. Esta vez había decidido huir de todo convencionalismo. En
lugar de seguir el estilo alpino que dominaba en Vail y Aspen, con su
preferencia por las maderas de secoya y cedro, había decidido trasladar al
hotel el encanto Victoriano de Whisper Creek. Altos capiteles, marquetería
a mansalva, un porche que rodeaba por entero el edificio… Todo muy
bello. Líneas que cantaban. Una creación que merecía la pena llevar a la
práctica.
Hardy extendió el brazo, dispuesto a tirar la maqueta al suelo, a
arrancar aquel sueño que Joni había plantado en su cerebro.
Pero no podía hacerlo. Se dejó caer en un taburete y se quedó
mirando la maqueta. No la veía tal como era, sino como sería cuando el
edificio estuviera acabado. Otro podía construirlo, se dijo. No tenía por qué
ser Witt. Tal vez apareciera algún otro inversor, sobre todo si Witt acababa
construyendo su hotel.
Eso era probablemente lo que quería Witt. Un edificio alargado, bajo y
rústico, del tipo cabaña de troncos. Un retiro para hombretones. Era muy

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

propio de él, querer algo de ese estilo, no aquellas fiorituras victorianas.


Pero Hardy sabía que se estaba engañando. Se estaba mintiendo a sí
mismo sobre un sinfín de cosas, y llevaba años haciéndolo. Era una mala
excusa, decirse que engañarse era el único modo de conservar la cordura.
Cerró los ojos con fuerza, apretó los puños y se preguntó por qué no
podía seguir fingiendo. Se preguntaba por qué Joni había decidido de
pronto tomar cartas en el asunto, cuando aquel embrollo llevaba años
cuidadosamente enterrado.
¿Sospechaba algo?, se preguntaba. ¿Lo había sospechado siempre,
inconscientemente? Y, si ella lo sospechaba, ¿lo habría sospechado
también Karen? ¿Y quizás incluso Witt?
Nunca se lo había reconocido a sí mismo, y a veces, a lo largo de los
doce años anteriores, había llegado a convencerse de que sólo eran
imaginaciones suyas. Pero el peso abrumador de los remordimientos no le
dejaba descansar. No le permitía olvidar por mucho tiempo.
La noche que se había llevado a Karen, la noche que ella se mató, él
estaba pensando en romper con ella. Porque acababa de darse cuenta de
que se estaba enamorando de otra.
Y esa otra era Joni.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 4

Se tardaba casi cuatro horas en llegar a Denver, incluso por la


autopista interestatal. Witt estaba impaciente, y se alegraba de que
Hannah hubiera ido con él para distraerlo.
—Todavía no entiendo por qué querías que viniera —dijo Hannah
mientras atravesaban las zonas residenciales de las afueras.
—Es muy sencillo —dijo Witt—. Quiero una segunda opinión sobre los
proyectos.
—Yo no sé nada de hoteles, Witt.
—Pero sabes en qué tipo de sitio te gustaría alojarte si fueras a
tomarte unas vacaciones en las montañas.
—Lo dudo —ella lo miró con una sonrisa vagamente divertida—.
¿Estas cosas no suelen decidirse según los costes?
—En parte, sí. Eso también hay que tenerlo en cuenta, claro. Pero
quiero que sea un sitio bonito, cueste lo que cueste —no quería un hotel
que pareciera una caja, semejante a los cientos de hoteles y moteles que
había a lo largo y ancho del estado—. Quiero algo especial.
Ella asintió con la cabeza y se arrellanó en su asiento. Por deferencia
hacia ella, Witt se había tomado la molestia de poner una plancha de
chapa en el suelo de la camioneta, para que el viento no se colara por los
resquicios.
Hannah nunca criticaba su camioneta, no como Joni, que se burlaba
de ella continuamente. Pero Hannah no parecía tener grandes
expectativas, lo cual a Witt le parecía un tanto extraño teniendo en cuenta
que había estado casada con un médico. Hannah parecía contentarse con
lo que tenía, aunque fuera poca cosa. Y nunca le ponía reparos a su
camioneta.
—Sigo pensando en comprarme una camioneta nueva —le dijo Witt,
que de pronto deseaba saber cómo reaccionaría ella.
—Supongo que disfrutarás teniendo una nueva contestó Hannah.
—¿Tú no estarías más cómoda?
La mirada oscura de Hannah se posó sobre él. Witt podía sentirla,
aunque no la estaba mirando. Siempre había sido capaz de sentir la
mirada de Hannah.
—Si me preocupara eso, podríamos haber venido en mi jeep.
Él siguió con los ojos fijos en la carretera.
—Me parece que deberías preocuparte un poco más por esas cosas,
Hannah. Mirar un poco más por tu comodidad.
—Estoy bien así.
Eso era lo que decía siempre, que estaba bien así. Y Witt siempre se
preguntaba si debía creerla. Quizá sólo estuviera intentando convencerse
a sí misma. O tal vez lo dijera sinceramente. El, en cualquier caso, no tenía
modo de saberlo.
El despacho del abogado estaba en una calle tranquila, en el segundo

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

piso de un edificio de oficinas lleno de consultas de médicos y bufetes de


abogados. Era una espaciosa suite cuyo lujo daba cuenta de lo bien que le
iba el negocio a su dueño, Jim Loeb.
Loeb, un hombre corriente, de pelo y ojos castaños, al que sólo una
amplia sonrisa salvaba de la vulgaridad, estrechó calurosamente la mano
de Witt y ni siquiera parpadeó cuando éste le presentó a Hannah diciendo
que era su socia. Hannah, en cambio, se extrañó. Abrió la boca como si
fuera a decir algo y luego volvió a cerrarla.
—¿Qué tal pinta tienen las ofertas? —preguntó Witt cuando
estuvieron sentados con sendas tazas de café en la mano.
—Bueno… —suspiró Jim. Yo esperaba una acogida más favorable. Por
lo visto, hay muchas empresas que no quieren meterse en obras en un
pueblo tan pequeño y aislado. Pero hemos recibido tres, y a mí me gustan
bastante —abrió un maletín que había sobre su mesa y le pasó a Witt
algunos dibujos a color—. Éstos son del primer licitador.
—No está mal —masculló Witt mientras miraba el edificio de estilo
Tudor—. Pero no es muy original. Jim asintió con la cabeza.
—Sí, lo sé, pero dadas las limitaciones del presupuesto… Aunque la
verdad es que creo que esa oferta la han rescatado de un cajón, ya me
entendéis.
—Sí, ya. ¿Y la siguiente?
La siguiente era un edificio estilo cabaña de troncos, de dos pisos de
alto, que parecía un fragmento de Fort Laramie. A Witt le gustó más que el
anterior. Por lo menos tenía cierto encanto rústico. Pero a Hannah no le
entusiasmó. No dijo nada, pero no parecía especialmente interesada.
—Está bien. ¿Y el último?
—Éste es interesante —dijo Jim—. Lo ha mandado un tipo con el que
no nos pusimos en contacto directamente. Supongo que se habrá
enterado por alguna de las otras empresas. En cualquier caso, he hecho
averiguaciones. Es un tipo de fiar, aunque sea relativamente nuevo en el
negocio. Y parece que está deseando hacerlo. Venid, os lo enseñaré.
Jim los condujo por un corto pasillo hacia otra sala en la que, sobre
una mesa de reuniones, se alzaba la maqueta de un edificio Victoriano de
dos plantas que parecía un gran hotel sacado de tiempos pasados.
—Oh… —exclamó Hannah.
Witt advirtió su entusiasmo, a pesar de que ella no dijo nada más.
Había tenido casi treinta años para aprender a interpretar su rostro, a
menudo impenetrable. Sus ojos oscuros tenían una sonrisa, un sutil atisbo
de regocijo alrededor de las comisuras.
Witt miró de nuevo la maqueta y reconoció que le agradaba el hecho
de que el arquitecto se hubiera tomado la molestia de construir una
maqueta, en vez de presentar simples bocetos. Le gustaba que a aquel
tipo le entusiasmara el proyecto.
—¿Puedo permitirme algo así?
—Pues, en realidad —dijo Jim—, sí. El presupuesto es bastante
razonable. Está dentro de los límites que admite el banco.
—No sé —no sabía muy bien por qué se resistía—. No estaba
pensando en un diseño Victoriano.
Hannah rompió su silencio.
—Pero encajaría bien con el resto del pueblo.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Sí, era cierto. Encajaría perfectamente. Sobre todo con la calle Mayor.
Witt rodeó lentamente la mesa, mirando la maqueta, que estaba pintada
en esos colores de confite tan típicos del estilo Victoriano.
—Es alegre —dijo finalmente.
—Es precioso —añadió Hannah, y se tapó la boca con una mano como
si hubiera hablado a destiempo.
—Para eso te he traído —dijo Witt—. Di lo que piensas, Hannah.
—Los otros son normales y corrientes, Witt. Este sería toda una
atracción.
Jim asintió con la cabeza.
—Incluso podrías conseguir cobertura en los grandes periódicos y en
algunas revistas. Y mira esto —inclinándose sobre la mesa, retiró parte de
la maqueta y abrió una de las alas. Dentro había habitaciones, algunas de
ellas decoradas con muebles, alfombras y utensilios en miniatura.
—¡Madre mía! —dijo Hannah, esbozando una sonrisa—. ¿Puedo
llevármela a casa para jugar?
Jim se echó a reír, y Witt sonrió.
—Parece una casa de muñecas, ¿eh? Bueno, si decido darle el
proyecto a ese tipo, puedes quedártela.
Hannah se sonrojó levemente.
—No tengo dónde ponerla, Witt. Sólo intentaba demostrar mi
entusiasmo.
—Tendrás dónde ponerla —contestó él con una firmeza que hizo que
ella lo mirara extrañada—. Bueno, está bien —dijo Witt, mirando de nuevo
la maqueta mientras intentaba adaptar sus ideas preconcebidas a aquella
inesperada maqueta de su futuro hotel. A Hannah le gustaba, y, por lo que
a él concernía, aquello era todo un aliciente. ¿Tiene apartamentos para el
propietario y todo eso?
—Sí —respondió Jim.
—¿Y estás seguro de que el constructor es de fiar?
—Lo he comprobado. Sólo lleva cinco años en el negocio, pero hasta
ahora no ha tenido ningún problema. Tiene fama de ceñirse a los plazos
previstos y de cumplir con el presupuesto.
—Eso está bien. ¿Y el precio total?
—Está a medio camino entre el de la cabaña de troncos y el de estilo
Tudor.
—Hmm…
—¿Witt? —dijo Hannah—. ¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta?
—No es lo que tenía previsto. Voy a tener que pensármelo despacio.
—¿Qué es lo que no te gusta exactamente?
—Nada, de verdad. Es sólo que no tenía pensado que fuera de estilo
Victoriano.
—Bueno —dijo ella—, eres tú quien tiene que tomar la decisión.
Jim tomó la palabra.
—Si no te gusta ninguno, podemos solicitar más ofertas. Para aceptar
tiene que gustarte el diseño, aparte del presupuesto.
—No es que no me guste —repitió Witt, sintiéndose un poco
presionado—. Puede que sean los colores. ¿No quedaría mejor todo en
blanco, con las ventanas negras?
—Sería más tradicional, desde luego —dijo Jim.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Vamos a echar un vistazo a los presupuestos, ¿de acuerdo?


Jim asintió y los condujo de nuevo al despacho. Había expurgado las
ofertas de todas las partes sobrantes para que Witt las viera sin el estorbo
del farragoso papeleo.
Witt leyó las dos primeras despacio, haciendo anotaciones mentales
acerca de los plazos, las listas de materiales y teniendo en cuenta los
pequeños detalles que los arquitectos habían tomado en consideración.
Luego pasó a la tercera oferta, la del edificio Victoriano. Y vio el nombre
escrito en su portada.
—¿Hardy Wingate? —dijo con voz sofocada. Sintió que, a su lado,
Hannah se envaraba.
Jim lo miró con el ceño fruncido.
—¿Pasa algo?
—Sí —dijo Witt, tirando los papeles sobre su mesa—. No haría
negocios con ese canalla ni aunque fuera el último arquitecto sobre la faz
de la tierra. Me pensaré lo de los otros dos, Jim. Te llamaré dentro de un
día o dos.
Hannah y Witt se hallaban ya en el coche, subiendo hacia las
montañas, cuando él volvió a hablar.
—Lo siento, he olvidado que iba a invitarte a comer.
—No te preocupes por eso.
Él asintió una vez, secamente, y luego dio una palmada en el volante.
—¡Maldita sea! ¿Cómo demonios ha llegado la oferta a manos de
Hardy?
Hannah habló con indecisión.
—Ya has oído lo que ha dicho Jim. Puede que se la pasara otra
empresa.
—Sí, ya, ya —pero le ardía el estómago y no quería pensar que fuera
así de simple. ¡Imagínate! ¡Qué desfachatez, presentar un proyecto!
Hannah cruzó las manos sobre el regazo.
—Se ha esforzado mucho.
—Quizá.
—No hay quizá que valga —él la miró con enojo, como si en parte
fuera culpa suya, y volvió a golpear el volante con la palma de la mano—.
Witt…
A él le crispaba los nervios que Hannah empezara a hablar y luego se
interrumpiera. Pero sabía por experiencia que presionándola no
conseguiría que dijera nada más.
—Maldita sea —repitió mientras se desviaba de la autopista—. Vamos
a comer. ¿Ese hijo de puta piensa de veras que voy a contratarlo para que
construya mi hotel después de que matara a mi hija?
—Puede que no —dijo Hannah tranquilamente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Puede que no espere nada en absoluto de ti. Puede que,
simplemente, él también tenga ilusiones, Witt.
—Pues que le den por culo.
Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que pararon en un local de
comida rápida, en el que pidieron pollo. Hannah tomó muslo con ensalada
de col, como de costumbre, y Witt pidió dos pechugas, puré de patatas
con salsa, galletas y alubias cocidas.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Eligieron una mesa en un rincón tranquilo. El local no estaba lleno,


seguramente porque era media tarde. Mientras se comía la primera
pechuga de pollo, Witt alzó la mirada.
—Lo ha hecho sólo para tocarme las narices —Hannah, que estaba
picoteando su ensalada, se limitó a mirarlo—. ¿Por qué iba a hacerlo, si
no?
—Puede que quiera el trabajo —dijo ella cuidadosamente—. O puede
que sea una rama de olivo.
—¡Una rama de olivo! ¡Ja! Ese chico no debió llevarse a Karen a mis
espaldas.
—Puede que no. Pero debes recordar que tu hija decidió irse con él a
pesar de que tú se lo prohibiste.
—No lo habría hecho si él no la hubiera presionado.
—Mmm —Hannah se llevó a la boca una cucharada de ensalada y no
dijo nada más.
Dios, pensó Witt, le ponía enfermo que se cerrara en banda con él.
Aquel «mmm» hablaba por sí solo. Hannah no estaba de acuerdo con él,
pero no iba a decírselo. Por lo general, Witt era capaz de pasarle por alto
aquellas cosas, pero ese día tenía tantas ganas de bronca que apenas
podía refrenarse. Y Hardy Wingate no estaba por allí para pelearse con él.
Así que sólo le quedaba Hannah. Pero ¿en qué lugar le dejaba eso?
—Lo siento —gruñó, y atacó la segunda porción de pollo. Ese día, la
comida, de la que normalmente disfrutaba, le sabía a serrín. Se quedó
mirando un momento por la ventana y se fijó en que, al oeste, empezaban
a congregarse nubarrones sobre las montañas.
Intentaba convencerse de que no tenía por qué enfadarse tanto, pero
aun así estaba que echaba chispas. En cualquier caso, Hardy Wingate no
había hecho nada malo. Sólo se había expuesto a una desilusión de marca
mayor. Parecía que estaba pidiendo a gritos que le dieran una patada en
el culo. Así que, ¿qué cable se le había cruzado? Porque, a pesar de las
cosas desagradables que había pensado de él a lo largo de los años, Witt
nunca había pensado que Hardy fuera tonto. Y aquello era una auténtica
estupidez. ¿Había creído acaso que podía colarse de rondón, que quizá él
no se daría cuenta de quién era el licitador? Le habría gustado creer que
Hardy era así de taimado, pero todavía recordaba las páginas de la oferta,
todas y cada una de ellas claramente marcadas con el membrete Hardy
Wingate, Arquitecto. No, Hardy no había intentado pasarse de listo.
—¿Una rama de olivo? —dijo, volviéndose para mirar a Hannah.
Ella sostenía su taza de café con las dos manos. Apenas había tocado
la comida.
—Sí —respondió.
Witt odiaba a veces su calma y sus respuestas monosilábicas. A veces
deseaba que se enojara. Que se enfadara, incluso. Sólo la había visto así
una vez, pero después de eso había sido como si cerrara todas las
puertas. Probablemente era mejor así para los dos, pero uno tenía derecho
a hacerse ilusiones.
—Bueno —dijo—, pues vaya modo de hacerlo. Y, además, me importa
un comino lo que espere ese chico. Mi hija está muerta, y eso no voy a
olvidarlo.
—Claro que no.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Él apenas la oyó. Podía, en cambio, oír claramente las tres o cuatro


frases que Hannah no había pronunciado.
—¿En qué estás pensando?
Hannah sacudió la cabeza y bebió un sorbo de café.
—Es un hotel muy bonito.
—Pues qué putada.
—Witt, por favor.
—Lo siento —sabía que a Hannah no le gustaba que dijera tacos, pero
estaba enfadado. Enfadado porque tenía la impresión de que alguien
estaba intentando ponerle la zancadilla, y no le agradaba aquella
sensación. Enfadado porque sospechaba que a Hardy no se le había
ocurrido solo aquella descabellada idea. Hardy no era, ciertamente, tan
estúpido.
Claro, que él nunca había tenido en tan bajo concepto a Hardy
Wingate. Incluso cuando se oponía a que Karen saliera con él, pensaba
que Hardy no estaba tan mal. Era un poco gamberro, como muchos chicos
de su edad, pero no tanto como otros. Era sólo que, en aquella época,
teniendo en cuenta el origen de Hardy, Witt temía que el chico no llegara
a nada, y no quería que Karen acabara casada con un minero.
Quería algo mejor para ella. Temía, por otro lado, que el carácter de
Hardy no estuviera del todo asentado, y que, andando el tiempo, resultara
ser digno vástago de su padre: un alcohólico sin oficio ni beneficio. Estaba
claro que no había sido así, pero Witt no tenía una bola de cristal. Sólo
había querido lo mejor para Karen.
Pero Karen estaba muerta, y él culpaba directamente a Wingate, y no
pensaba disculparse por eso. En absoluto. Y tampoco iba a darle a aquel
tipo un trabajo de un millón de dólares. Demonios, no. Cada vez que veía
a Hardy, se acordaba de Karen.
Hannah se movió y Witt la miró y preguntó:
—¿No vas a comer?
—No sé por qué, pero se me quita el apetito cuando te enfadas.
—No estoy enfadado —él sacudió la cabeza—. De acuerdo, lo estoy,
pero… no es esa la palabra que yo utilizaría, Hannah.
Ella bebió un sorbo de café y asintió con la cabeza, animándolo a
seguir, pero Witt no tenía nada más que decir. Finalmente ella dijo:
—Puede que estés más dolido que enfadado.
Él no quería darle la razón. Aquello sonaba a debilidad.
—Hace mucho tiempo que se me pasó el dolor.
—No me refería a eso —pero, como de costumbre, ella no iba a
explicarle lo que había querido decir. Así era Hannah. Como una puñetera
adivinanza.
Witt suspiró, exasperado, y apartó el plato. Había perdido el apetito.
Agarró el vaso de café, que no había tocado aún, hizo un agujero en la
tapa de plástico y empezó a maldecir cuando el líquido le quemó la
lengua. Algunos días se sentía gafado, y aquél empezaba a parecer uno de
ellos. Se irritó aún más al ver que Hannah parecía divertida.
—¿De qué te ríes? —preguntó secamente.
—De nada.
—Deja de mentirme.
La sonrisa de Hannah se desvaneció.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—A veces —dijo— las personas empiezan a comportarse como


moscas atrapadas en una telaraña. Se revuelven de un lado para otro, y lo
único que consiguen es enredarse aún más en el hilo.
A Witt no le gustó aquella imagen, sobre todo porque tenía la
insidiosa sospecha de que ella estaba en lo cierto.
—¿De qué estás hablando? —preguntó con agresividad, esperando
que ella evitara contestar, como solía hacer. Pero esta vez se llevó una
sorpresa.
—Mira en tu corazón, Witt. Haz lo que debas hacer.
Witt comprendió por su tono que no se refería a que hiciera lo que le
pedía el cuerpo.
—Voy a hacer lo que debo hacer. No voy a permitir que un asesino
construya mi hotel.
El semblante de Hannah ya no parecía inescrutable. Tenía una clara
expresión de reproche. Pero, en ese momento, a Witt le importaba un
comino. En ese momento no estaba preparado para distinguir la fina línea
que separaba el asesinato del homicidio, ni la que separaba lo deliberado
de lo accidental. Porque, lo mirara como lo mirara, el resultado era
siempre el mismo: Karen seguía estando muerta.

Joni llegó a casa unos veinte minutos antes que su madre y se puso a
hacer lasaña. Por regla general, odiaba cocinar, pero a veces, como ese
día, la calmaba. Y necesitaba desesperadamente calmarse.
Llevaba todo el día pensando que Witt y su madre habían ido a
Denver a ver las ofertas. Ignoraba si Hardy había presentado un proyecto
y no podía adivinar cuál sería la reacción de Witt si así era. ¿Sospecharía
su tío que estaba metida en el ajo? En parte esperaba que no, pero en
parte también se reprendía por ser tan cobarde. Debía poner las cartas
sobre la mesa y hablar claramente con Witt. Pero ahora que había tomado
la drástica decisión de intentar arreglar las cosas con Hardy, no dejaba de
pensar en lo mucho que quería a Witt.
Frió un poco de carne, echó salsa de espagueti en la sartén y dejó
que se calentara. Puso a hervir el agua para cocer la pasta y removió la
crema de queso en un cuenco azul.
Luego, durante un rato, no tuvo nada que hacer, salvo esperar. Y
esperar le daba tiempo para pensar. Llevaba una semana intentando
evitar darle vueltas a aquel asunto, pero la vida no parecía cooperar.
Ella quería a Witt. Lo quería tanto como había querido a su padre. Era
ya un buen tío antes de que muriera su padre, y ella lo adoraba, pero
desde el día en que Hannah y ella se mudaron al pueblo, tras la muerte de
Lewis, Witt había sido como su padre. La había ayudado siempre que le
había hecho falta. La había tratado con tanto cariño y consideración como
trataba a Karen, y Karen y ella a menudo fingían que eran hermanas y no
sólo primas.
Desde la muerte de Karen, Joni sentía a menudo que debía llenar
aquel hueco en la vida de Witt.
Habría hecho casi cualquier cosa por él. De modo que, ¿por qué se
había comportado así? ¿Qué la había impulsado, después de tanto tiempo,
a remover aquel asunto?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

De pronto le resultaba extrañamente difícil recordar sus motivos. Lo


único que sabía era que se había sentido obligada, como si una profunda
vergüenza le exigiera que actuara de aquel modo. ¿Vergüenza por haber
abandonado a Hardy después del accidente para complacer a Witt? Tal
vez. O tal vez fuera algo más. Pero, francamente, Joni no sabía qué era. Y
eso, la sensación de que dentro de ella pasaba algo sobre lo que no tenía
control alguno, la asustaba un poco.
Hannah entró mientras estaba rellenando la lasaña.
—Qué bien —dijo—. Estoy muerta de hambre —se detuvo para besar
a su hija en la mejilla.
—¿No te ha invitado a comer el tío Witt? —el corazón de Joni había
empezado a latir aceleradamente.
—Sí, claro. Pero estaba tan enfadado que se me quitó el apetito.
—¿Por qué estaba enfadado? —preguntó Joni, intentando parecer
natural. Sin embargo, notaba las mejillas calientes y el corazón le latía a
toda prisa.
—Hardy Wingate ha presentado una oferta para el hotel.
—¿En serio? —su voz sonaba demasiado débil. Le temblaban las
manos cuando esparció el parmesano y la mozzarella sobre la lasaña. El
papel de aluminio crepitó cuando tiró del rollo y cortó un trozo para cubrir
la bandeja del horno.
—Deja —dijo Hannah, apartándola suavemente—. Ya lo meto yo en el
horno. Tú estás temblando —Joni empezaba a desear que se la tragara la
tierra—. ¿Qué pasa? —preguntó Hannah—. ¿Es que no has comido?
—Sí, claro, pero es que… tengo frío —mentiras.
No había pensado en todas las mentiras que tendría que contar por
culpa de lo que había hecho.
Hannah metió la bandeja en el horno.
—Será mejor que te sientes —le dijo a su hija—. No tienes buen
aspecto.
Joni se sentía fatal. La vergüenza empezaba a apoderarse de ella.
Entró en el comedor sintiendo que le flaqueaban las piernas y se sentó en
una silla desde la que podía ver a su madre trajinando en la cocina.
Hannah puso una barra de pan francés sobre la tabla, la cortó en dos
y volvió a guardar la mitad de la barra en su bolsa de plástico. Luego se
detuvo con el cuchillo suspendido sobre el pan y, sin mirar a Joni, dijo:
—¿Por qué le diste a Hardy el sobre de la convocatoria?
—Mamá… —pero Joni no podía hablar, ni para contarle la verdad, ni
para mentir. El corazón le latía con fuerza, y permaneció callada.
Hannah giró la cabeza y la miró.
—Eso fue lo que hiciste la noche que dijiste que ibas a ver a tu amiga.
La noche de la tormenta de nieve. ¿Por qué lo hiciste, Joni?
Todas las explicaciones que Joni se había dado al decidir arrastrar a
Hardy a aquella locura se habían evaporado de su cerebro como si nunca
hubieran existido. Ansiosa y avergonzada, se limitó a mirar a su madre.
—Supongo —dijo Hannah al cabo de un momento— que no hace falta
decírselo a Witt. Ya está bastante enfadado. No creo que sirva de nada
que se enfade contigo. Lo hecho, hecho está —aquello no hizo que Joni se
sintiera mejor. Miró cómo su madre empezaba a cortar el pan—. Imagino
—añadió Hannah— que me darás una explicación en algún momento.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Cuando Joni habló por fin, su voz sonó densa y crispada.


—Tenía mis razones.
Hannah asintió, dejó a un lado el cuchillo y se acercó a la nevera para
sacar la mantequilla.
—No lo dudo, Joni. Siempre las tienes.
Joni no sabía si aquello era una mera constatación o un comentario
sarcástico. Sólo deseaba poder recordar por qué una semana antes le
había parecido tan importante darle el sobre a Hardy. Y se preguntaba por
qué de pronto aquella determinación la había abandonado por completo.
No volvieron a hablar hasta que se sentaron a comer. Hannah no le
contó nada sobre los proyectos que había visto, y Joni comprendió por su
silencio que estaba enfadada con ella. Pero no esperaba otra cosa. Incluso
Hardy se había enfadado. Sin embargo, no le gustaba estar a mal con su
madre. La desaprobación de Hannah siempre le producía un intenso dolor.
Por fin, incapaz de soportar el silencio por más tiempo, Joni dejó su
tenedor.
—Es un error que Witt haya odiado a Hardy todos estos años, mamá.
Él no mató a Karen.
—Mmm —Hannah no dijo nada más.
Casi desesperada, Joni añadió:
—Witt no va a recuperarse nunca si sigue odiando a Hardy.
—De veras —aquellas palabras no eran una pregunta y estaban
cargadas de desaprobación—. ¿Y te has parado a pensar que Witt
sobrelleva como puede su dolor?
—¡Han pasado doce años!
Los ojos oscuros de Hannah se clavaron en ella.
—Joni, ¿tú crees que echo menos en falta a tu padre porque hace casi
quince años que murió? ¿Lo crees?
—Yo… —la voz de Joni se apagó, y empezaron a arderle los ojos.
—Me parece —continuó Hannah— que te has comportado con mucha
arrogancia. No tienes ningún derecho a decidir cuándo debe acabar el
dolor de otra persona.
—Pero… —de nuevo se le escaparon las palabras.
—El dolor no se mide por el calendario. Pensaba que eras más lista,
Joni. La ira que siente Witt es su modo de no desgarrarse por dentro.
Joni bajó la mirada, sintiendo una opresión en el pecho.
—A Karen no le habría gustado, mamá.
—No, seguramente no. Pero Karen no está aquí, y ése es el problema.
Joni ni siquiera podía levantar la cabeza. De pronto se sentía tan triste
que no sabía si podría soportarlo.
—Todos la echamos de menos, mamá —dijo con voz densa—. Incluso
Hardy.
Hannah suspiró.
—Sí —dijo con firmeza—, así es. Pero abrir viejas heridas de ese modo
no es bueno para nadie, Joni. Para nadie.
Ella se sentía como una niña estúpida que ha metido la pata, y por
alguna razón no lograba encontrar la energía que la había empujado a
meterse en aquel atolladero. Estaba indefensa.
Pero aun así sentía que aquella situación era un error, que la ira de
Witt era un veneno, no una cura. Y que Hardy había sido tratado

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

injustamente.
—Hardy era amigo mío, mamá —dijo por fin—. Era mi mejor amigo,
aparte de Karen. Y, cuando ella murió, yo tuve que perderlo también a él.
Luego subió a su habitación y se quedó sentada en silencio, mirando
por la ventana. Aquello dolía, pensó. Dolía espantosamente. Y tal vez eso
era lo que la había impulsado a tenderle los brazos a Hardy.
Porque, incluso después de doce años, algo dentro de ella seguía
sangrando.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 5

Un par de días después, Witt coincidió con Hardy en la ferretería, cosa


que ocurría a menudo los sábados en un pueblo tan pequeño como
Whisper Creek, donde sólo había una ferretería, una farmacia, un banco y
una tienda de repuestos de automóvil. Pero, por lo general, los dos se
daban la vuelta y fingían no haberse visto. Ese día, en cambio, Witt
reaccionó de otro modo. Al ver a Hardy comprando unas tuercas, no se
alejó, como solía hacer, sino que, por el contrario, se acercó a él.
—¿Cómo —dijo secamente— se te ocurrió presentar un proyecto para
mi hotel?
Hardy siguió metiendo un puñado de tuercas en una bolsita de papel
y no contestó inmediatamente, como si intentara decidir qué podía decir.
Finalmente se encogió de hombros.
—Me gustaría construir tu hotel.
—Eso, en tus sueños.
Hardy alzó los ojos despacio y sostuvo la mirada colérica de Witt.
—Exacto, en mis sueños —luego se puso a contar otro puñado de
tuercas.
Su calma sólo consiguió enfurecer aún más a Witt.
—Qué valor tienes, chico.
—Ya no soy un chico, Witt. Puede que te convenga recordarlo.
—Oh, lo recuerdo perfectamente, igual que recuerdo que mi hija sería
ahora una mujer si… si no fuera por ti.
Hardy metió las tuercas en la bolsita y la dobló cuidadosamente. Sólo
entonces miró a Witt.
—Sí, en efecto —dijo con calma, y, pasando junto a Witt, se dirigió a
la caja.
Witt se quedó pasmado. Pero ¿qué esperaba? ¿Que se liaran a
puñetazos en medio del pasillo?
Enfadado todavía, fue a por el disolvente que había ido a comprar. Lo
cierto era que había estado royendo su ira como un viejo hueso desde que
se había enterado que Hardy había presentado una oferta para el hotel.
Nunca lograba sacudirse del todo aquella rabia, pero hacía mucho tiempo
que no era tan intensa y apremiante. La mayor parte del tiempo conseguía
mantenerla soterrada, siempre y cuando Hardy Wingate no se cruzara en
su camino.
Pero Hardy acababa de cruzarse en su camino, y su ira era como un
volcán que entraba de nuevo en erupción y cuyo calor lo consumía por
entero. Después de todos aquellos años, aquello seguía siendo un asunto
pendiente.
Nadie había pagado por la muerte de Karen, salvo él. El conductor
borracho ni siquiera había vivido lo suficiente para que lo arrestaran. Y
Hardy… Hardy, que no había cuidado de Karen, que había sido
indirectamente responsable de su muerte, seguía andando por la calle, tan

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

campante.
Witt tenía atravesado aquello como una piedra en el estómago.
Al salir a la calle con la bolsa de tuercas en la mano, Hardy se alejó a
toda prisa de la ferretería. No debía haber permitido que Joni le tentara
con la perspectiva de construir aquel hotel. Lo único que había conseguido
era sacar de quicio a Witt otra vez.
No quería que eso ocurriera. Y no dejaba de sorprenderlo el hecho de
haber albergado alguna esperanza de que Witt superara su rencor. De no
ser así, nunca habría mandado aquella oferta. Qué tonto había sido.
Después de doce años, había muy pocas posibilidades de que Witt
cambiara de opinión.
Intentando zafarse de una pesadumbre que amenazaba con
abrumarlo, Hardy se obligó a considerar por qué le importaba tanto la
opinión de Witt. Aquel hombre nunca le había tenido aprecio. Nunca. Así
que ¿por qué le inquietaba tanto que estuviera enfadado con él? Porque,
comprendió con un sobresalto que pareció sacudir los cimientos de su
alma, jamás podría perdonarse a menos que consiguiera el perdón de
Witt.
—¿Hardy?
Alzó la mirada y vio que Joni se dirigía apresuradamente hacia él por
la acera cubierta de nieve. Miró automáticamente hacia atrás para
asegurarse de que Witt no estaba delante de la ferretería, observándolo.
—¿Estás loca? —le dijo a Joni, y, agarrándola del brazo, la llevó hacia
una calle lateral, por si acaso Witt salía de la tienda—. Tu tío está en la
ferretería.
—Ah —Joni levantó hacia él sus enormes ojos azules y parpadeó, y
Hardy se preguntó si siempre seguiría siendo una niña.
—Está que trina por lo del proyecto —le dijo—. Andaba buscando
pelea.
—Lo siento.
Hardy estuvo a punto de decirle que se disculpaba invariablemente
cuando era ya demasiado tarde. Siempre había sido así. Joni siempre se
había sentido inclinada a dejarse llevar por impulsos de los que luego se
arrepentía. Pero Hardy se mordió la lengua y se limitó a decir:
—No importa. No debí presentar la oferta —compuso una sonrisa
cansina—. A veces este pueblo no es lo bastante grande para Witt y para
mí.
Esperaba arrancarle una sonrisa a Joni, pero sólo obtuvo un suspiro.
Ella golpeó con la puntera de la bota el ventisquero que se había formado
a un lado de la acera y lo miró de nuevo.
—Fue una estupidez —dijo—. Y encima mi madre se ha enterado.
—¿Se ha enterado de que me diste el sobre con la convocatoria?
—Sí. Me preguntó por qué lo había hecho.
—¿Y?
Otro suspiro.
—Y todas las buenas razones que tenía parecieron evaporarse de
pronto. Ni siquiera las recordaba. Sólo sé que esto no puede seguir así.
—Si quieres que te sea sincero, yo tampoco recuerdo las razones que
me diste —Hardy empezaba a sentir lástima por ella—. Pero recuerdo que
tus intenciones eran buenas.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Sí, ya, y el infierno está empedrado de buenas intenciones —ella


parecía abatida—. Bueno, sólo quería que supieras que mi madre se ha
enterado, así que seguramente Witt también se enterará tarde o
temprano. Supongo que eso no cambiará nada respecto a lo que siente
por ti, pero a mí me va a hacer la vida imposible durante un tiempo.
Supongo que me lo merezco.
Había una pequeña cafetería un poco más abajo, en la misma calle,
un lugar frecuentado por viejos hippies que habían emigrado a Whisper
Creek con la esperanza de llevar una vida más rural. La cafetería formaba
parte de la cooperativa Madre Tierra, pero la entrada era libre. Hardy tomó
a Joni de la mano.
—Vamos a tomar algo caliente. El viento se me está colando por la
chaqueta —había salido corriendo de casa y se había llevado la primera
chaqueta que había encontrado, una chaqueta más adecuada para el
otoño que para el invierno de Whisper Creek. No esperaba quedarse
charlando con nadie en la calle.
—Está bien —dijo ella.
El círculo que rodeaba la cooperativa Madre Tierra y el círculo en el
que se movía Witt casi nunca se cruzaban. Aunque el pueblo era pequeño,
había algunas fronteras sociales que las habladurías no lograban
traspasar. Witt nunca se enteraría de que habían ido allí a tomarse un
café.
El local de la cooperativa estaba caldeado por una estufa Franklin
siempre bien alimentada. Las tablas del suelo crujían bajo sus pies, y el
aroma del café almacenado en barriles abiertos impregnaba el aire, junto
con el olor delicioso a café recién hecho y a bollos.
—Madre mía —dijo Hardy—, creo que voy a tener que comprar una
barra de pan —Joni pidió una rosquilla de canela con su café—. ¿Te has
fijado —preguntó Hardy— en que muchas de las conversaciones más
importantes de la vida tienen lugar alrededor de la comida?
La mirada de Joni perdió parte de su tristeza.
—Es cierto. Mamá y yo siempre hablamos tomando un café o
mientras cenamos.
—Sí. Parece más civilizado, no sé por qué —pero en realidad no
estaba pensando en el café que el camarero le puso delante, ni en el
aroma de la rosquilla de canela de Joni—. En fin —dijo al cabo de un
momento—, si Witt me pregunta si fuiste tú quien me dio el sobre, le diré
que no.
—No hace falta que mientas por mí.
—No, claro, pero lo haré. Tú no tienes por qué pagar los platos rotos.
Ya soy mayorcito. No debería haber presentado el proyecto.
—No, qué va —dijo Joni con firmeza—. Aguantaré el chaparrón. Me lo
tengo merecido.
—No creo que quieras tener líos con tu tío.
—¿Por qué no? Puede que eso despeje el ambiente.
Hardy sacudió la cabeza.
—Nada va a despejar el ambiente después de tanto tiempo.
Echándose hacia atrás, bebió un sorbo de café y se preguntó qué
demonios estaba haciendo allí sentado con Joni Matlock. Luego se
preguntó, como siempre hacía, si, en otras circunstancias, habría estado

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

allí sentado con Joni de haber cortado con Karen cuando empezó a ser
consciente de la atracción que sentía por su prima.
Seguramente no, se dijo. Ninguno de ellos era lo bastante maduro
como para mantener una relación a largo plazo. Si Karen no hubiera
muerto, él habría roto con ella. Joni tal vez hubiera salido con él, pero lo
más probable era que no, por lealtad a su prima. Y, salvo por la posibilidad
de que Karen aún siguiera viva, nada habría cambiado.
Pero ¿qué sentido tenía hacerse aquellas preguntas? Sólo podía
desear que Karen no hubiera estado con él en el coche aquella noche. Y
los deseos no valían para nada.
Joni parecía animarse a medida que su cuerpo iba asimilando el
azúcar de la rosquilla. Parecía menos preocupada y menos cansada.
Finalmente sonrió y dijo:
—De acuerdo, reconozco que fue una idea estúpida.
Aunque Hardy era el primero en admitir que Joni actuaba a menudo
impulsivamente, y que a veces sus razones eran un tanto insensatas, no le
gustaba que ella se rebajara de aquel modo. Si echaba la vista atrás,
podía recordar docenas, tal vez cientos de veces en que Joni se había
rebajado. Ello resultaba extraño en una mujer que, al menos en su
opinión, debía ser una niña malcriada. Witt y Hannah la mimaban en grado
extremo. Tal vez por eso era tan impulsiva. Pero ello no explicaba que
siempre estuviera dispuesta a menospreciarse. Una licenciada en farmacia
no debía pensar así de sí misma.
Hardy se removió en la silla, se inclinó un poco sobre la mesa y,
dejándose llevar él mismo por un impulso, preguntó:
—¿Por qué siempre dices que eres estúpida? No lo eres en absoluto.
Los ojos de Joni tenían una expresión extrañamente atormentada
cuando lo miraron.
—Puede que no —dijo finalmente—, pero tampoco soy una lumbrera,
o no me metería en estos líos. En fin, tendré que afrontar lo que pase.
Puede que haya sido una tontería, pero sólo intentaba echar una mano.
Supongo que debería haberme dado cuenta de que, si las cosas no habían
mejorado en doce años, no iban a mejorar ahora —Joni apartó la rosquilla
y se quedó mirando fijamente la taza de café. Cuando volvió a hablar, su
voz sonó amortiguada—. Me pone enferma ver sufrir a la gente que
quiero.
—Eso nos pasa a todos, Joni. Pero a veces hay que dejar que la gente
sobrelleve su dolor, porque no se puede hacer nada. Es imposible que Witt
deje de sufrir.
—Pero ¿y tú? —preguntó ella.
A Hardy le dio un vuelco el corazón, y eso era precisamente lo que no
quería que ocurriera. Era un error sentirse atraído por Joni, dadas las
circunstancias, pero sentir algo más profundo por ella era sencillamente
un suicidio. De pronto se levantó y dejó un par de billetes sobre la mesa.
Tomó su taza y bajó la mirada hacia Joni.
—Ha sido agradable charlar contigo, Joni, pero no podemos hacer de
esto una costumbre. No es bueno para nadie. Gracias por intentarlo con
Witt.
Dio media vuelta y se alejó, notando los ojos de Joni clavados en su
espalda.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Apenas había recorrido media manzana cuando se topó con Sam


Canfield. Sam y él se habían hecho amigos hacía unos años, cuando Sam
se trasladó a Whisper Creek para ocupar el puesto de ayudante del sheriff.
Su mujer había muerto hacía dos años en un accidente de esquí, y desde
entonces Sam tenía siempre un aire maltrecho y atormentado. Era un
hombre alto, mucho más delgado de lo que solía ser, y desde la muerte de
su esposa parecía haberse encorvado. Su rostro tenía profundas arrugas y
sus ojos grises habían perdido su brillo. A pesar de que tenía sólo treinta y
cinco años, su pelo negro empezaba a mostrar vetas grisáceas.
—Hola, colega —dijo Sam, y su voz arrastrada hizo levantar la cabeza
a Hardy, que iba mirando sombríamente la resbaladiza acera—. Vaya cara
llevas. Cualquiera diría que se va a acabar el mundo.
—No, qué va —aquélla era la respuesta habitual de Hardy. No le
gustaba admitir que a veces tenía ganas de cortarse el pescuezo, o de
encontrar un agujero que le permitiera evadirse de la realidad, como si
fuera la salida de incendios de un teatro.
—Sí, ya —dijo Sam, que tenía suficiente mundo como para interpretar
aquella respuesta—. ¿Tienes un rato? Estaba pensando en ir a comer a la
cafetería, y, si quieres que te diga la verdad, estoy hasta las narices de
comer solo.
Hardy aceptó la invitación. No tenía nada urgente que hacer, y su
madre, que se encontraba un poco mejor, empezaba a insistir en que
podía hacerse sola la comida.
Se sentaron el uno frente al otro en un asiento de rinconera. Sam
pidió un sándwich de pavo y ensalada. Hardy prefirió una hamburguesa y
patatas fritas.
—Intento comer sano —comentó Sam—. El problema es que resulta
mucho más difícil cuando se vive solo.
Hardy asintió con la cabeza y se recostó en el asiento para que la
camarera pusiera las tazas de café delante de ellos. Sam, pensó, tenía
mejor aspecto. El abatimiento que se había apoderado de él tras la muerte
de su esposa parecía haberse disipado en parte. De vez en cuando, sin
embargo, seguía apareciendo en su mirada una expresión torturada.
—He oído que has presentado un proyecto para el hotel de Witt.
Hardy levantó la cabeza bruscamente.
—Lo de los cotilleos en este pueblo es increíble.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Un amigo de Witt. Me parece que ha estado despotricando un poco
por ahí.
—Seguramente —Hardy sacudió la cabeza y decidió beber un poco de
café antes de contestar, pero se detuvo con la taza a medio camino de la
boca—. Este pueblo es un asco, ¿sabes?
—Ésa es una de las cosas que más me gustan de él —comentó Sam,
agarrando la taza con las dos manos como si tuviera frío—. Aquí pasa
cualquier cosa y todo el mundo se entera. Eso me facilita el trabajo.
Aunque, por otro lado, todo el mundo va a enterarse de que te has visto
con Joni.
—Y que lo digas —Hardy le lanzó una sonrisa, suspiró y bebió un
sorbo de café—. Pensaba que en la cooperativa estaríamos a salvo.
Sam se encogió de hombros.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Lo dudo. ¿Cuánta gente os ha visto ir hacia allí?


—Tú, por lo menos.
—Yo no voy a decírselo a nadie. En cuanto me di cuenta de cómo
corrían aquí las habladurías, decidí que lo mejor era mantener el pico
cerrado.
—Pues otros no piensan lo mismo.
—Sí, no tienen nada mejor que hacer. Sólo trabajar y chismorrear de
sus vecinos. Pero la mayoría de la gente no lo hace con mala intención.
Sólo siente curiosidad.
—A Witt le va a dar un ataque.
Sam sonrió.
—Vaya, no me digas, eso sí que es raro.
Hardy se echó a reír, no pudo evitarlo. Sam lo estaba ayudando a
poner las cosas en perspectiva.
—Pero me preocupa Joni. Quiere a ese hombre como si fuera su
padre.
—Pues no tomes café con ella a plena luz del día. —Sam hizo una
pausa y bebió un sorbo de café. La camarera les llevó la comida, preguntó
si necesitaban algo más y regresó a atender a los demás clientes. Sam
lanzó una mirada alrededor, observando a los clientes. Luego se inclinó
sobre la mesa y dijo en voz baja—. Puede que yo me dé cuenta por… por
mi pérdida, pero he visto cómo miras a esa chica, Hardy. Se nota a la
legua. La miras como uno que desea tanto una cosa que apenas puede
soportarlo.
Hardy se quedó atónito. Apenas podía creer que fuera tan
transparente. Peor aún, no quería creer que su deseo fuera tan fuerte. Se
había pasado doce años evitando a Joni como si estuviera apestada, y por
una buena razón. La sola idea de sufrir estúpidamente por un amor no
correspondido le hacía rebelarse.
Abrió la boca para decirle a Sam que estaba en un error, pero no le
salieron las palabras. Ya ni siquiera podía mentirse a sí mismo. En parte, la
razón de que hubiera evitado a Joni durante tanto tiempo era su temor a lo
que podía ocurrir si se acercaba demasiado a ella. Algo así como la
materia y la antimateria. Una monstruosa e incontrolable explosión, y
luego… nada. Porque lo único que podía sentir era el anhelo de una
esperanza perdida. Ya ni siquiera conocía a Joni.
—No es necesario que haga nada al respecto, Sam.
—Puede que no —Sam dejó correr el tema y se concentró en su
comida.
Hardy hizo lo mismo, imaginando que, si los dos tenían la boca llena,
no hablarían de nada incómodo. Pero eso no le impidió pensar en cosas
inquietantes. Más tarde, mientras volvía a su casa, se preguntó hasta qué
punto se estaba engañando.
Nada más irrumpir en la casa, Witt le dijo a Hannah:
—Fue Joni quien le dio el sobre de la oferta a Hardy, ¿verdad?
Hannah no supo qué responder. No quería mentirle, pero deseaba
proteger a su hija. Al final, no dijo nada.
—No te molestes en negarlo —dijo Witt como si ella hubiera intentado
tal cosa—. He hablado con todos los estudios de arquitectura. Ninguno de
ellos le pasó la oferta. Y Joni y tú erais las únicas personas que la tenían.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Hannah se sentó en un sillón y miró a Witt pasearse en círculo entre


el cuarto de estar y el comedor. La casa no era lo bastante grande para él,
pensó distraídamente. Witt la empequeñecía, parecía confinado entre sus
muros. Y en ese instante parecía un tigre enjaulado.
—¿Por qué me ha hecho esto, Hannah? Ella sabe lo que pienso de
Wingate.
—No te ha hecho nada, Witt. Hardy presentó una oferta. Tú puedes
rechazarla.
Witt se volvió hacia ella.
—Me ha traicionado.
Hannah, que rara vez discutía con nadie, no podía pasar por alto
aquella acusación.
—Eso es ir demasiado lejos, Witt. Nadie te ha traicionado.
—¿Ah, no? —él la miró con enojo—. ¿Cómo te sentirías tú si acudiera
a tus espaldas al hombre que mató a tu hija?
—Witt, no seas ridículo.
—No soy ridículo. Ese chico es la razón de que mi hija muriera.
—Tu hija murió por culpa de un conductor borracho.
—¡Mi hija murió porque Hardy Wingate la animó a escaparse con él
esa noche! —bramó Witt, y Hannah oyó sacudirse las ventanas.
Aquel lado de Witt la asustaba un poco. Conocía a Witt desde que se
había casado con su hermano, y sabía que no era muy dado a
encolerizarse. Era, por lo general, una persona razonablemente tranquila y
comedida que sabía conservar la calma cuando otros se ponían a dar
voces.
—Witt… —dijo con suavidad.
El dejó de pasearse y la miró. Hannah se acongojó al ver sus ojos
enrojecidos. ¿Qué?
—Creo que Joni sólo intentaba ayudar.
—¿Ayudar a qué?
Hannah dudó, reticente aún a darle su opinión. Pero finalmente
decidió que Witt necesitaba echarse un buen vistazo a sí mismo.
—Ayudar a que te cures.
Witt se quedó boquiabierto.
—¿Ayudar a que me cure? ¿Y cómo demonios se supone que va a
ayudarme esto, por el amor de Dios? Lo único que ha hecho ha sido
reabrir la herida.
—Piénsalo, Witt. Joni no habría podido abrir esa herida si hubiera
curado. Y si quieres saber lo que pienso…
—Estaría bien, para variar —dijo él con un sarcasmo que hizo
sonrojarse a Hannah.
—Creo que tu herida no sólo no se ha curado, sino que lleva doce
años supurando. Y está envenenándote el alma, Witt.
Hannah se había preparado para un estallido de cólera, pero Witt se
quedó callado un buen rato. Luego, finalmente, se sentó en el otro sillón y
se miró las manos.
—He perdido a todo el mundo, Hannah —dijo con suavidad—. Perdí a
mi mujer por culpa del cáncer, perdí a mi hermano por culpa de un ladrón,
y luego perdí a mi hija. Las primeras dos pérdidas las sobrellevé como
pude. Pero la de Karen no puedo soportarla.

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—Lo sé.
—Y no me resulta de gran ayuda que mi sobrina acuda corriendo a
mis espaldas al hombre que provocó la muerte de Karen.
Hannah sofocó un suspiro y preguntó:
—Dime una cosa, Witt. ¿Por qué culpas a Hardy? Porque lo que
ocurrió fue que Karen y él tuvieron la mala suerte de cruzarse con un
conductor borracho. Lo mismo pasó con Lewis, Witt. Lewis estaba en el
lugar equivocado cuando ese ladrón se cruzó con él.
Es lo mismo.
—No, no es lo mismo.
—Eso es lo que no entiendo.
Él se pasó de pronto las manos por el pelo encanecido, se recostó en
el sillón y cerró los ojos. Cuando volvió a hablar, parecía agotado.
—Es diferente. Iban a escaparse a mis espaldas. Hardy la animó a
desobedecerme y a salir de casa a mis espaldas.
El uso de aquella frase dos veces, después de lo que había dicho de
Joni, dejó helada a Hannah. La posibilidad de que Witt metiera a Hardy y a
su hija en el mismo saco la asustaba más que cualquier otra cosa. Y se
preguntaba cómo podía impedirlo.
—Karen —dijo de nuevo— decidió desobedecerte, Witt.
Él sacudió la cabeza, se irguió en el sillón y la miró fijamente.
—Hardy Wingate fue la única cosa sobre la que me desobedeció.
—Eso no lo sabes.
—Sí que lo sé.
Hannah sacudió la cabeza.
—Witt, ningún padre sabe lo que hacen sus hijos cuando ellos no
están. Todos los chicos hacen cosas que molestarían a sus padres si se
enteraran. Joni me ha contado cosas sobre el instituto que, si en aquella
época yo las hubiera sabido, seguramente la habría encadenado en su
habitación.
Un leve destello de humor apareció en el semblante de Witt y Hannah
sintió una fugaz esperanza. Pero aquel destello desapareció enseguida,
reemplazado por una mirada fría.
—Hardy… —dijo él cansinamente— era una mala influencia.
—Hardy no tuvo nada que ver en la mayoría de las travesuras de Joni.
—Entonces puede que la mala influencia para Karen fuera ella. Quizá
fue ella quien animó a Karen a desafiarme.
—¡Witt! —Hannah estaba espantada. No podía creer lo que estaba
oyendo. Su corazón empezó a latir dolorosamente, y sintió que algo dentro
de ella se resquebrajaba—. Witt, no.
Él se levantó de un salto y comenzó a pasearse en círculos por la
habitación.
—¿Qué quieres que piense? Tengo pruebas de que Joni se ha estado
viendo con Hardy a mis espaldas. ¿Por qué no iba a pensar que era una
mala influencia para Karen?
—Deja de decir eso ahora mismo, Witt Matlock. Karen era una chica
encantadora, pero no era una santa. Ninguna chica de su edad lo es, a
menos que tenga algo anormal. Hardy no convenció a Karen para se fuera
con él. Karen se fue porque quiso.
—Yo la conocía muy bien. Sé que no fue así.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Lo dudo mucho —la desesperación de la voz de Hannah parecía


templada por una sorprendente sequedad. Witt la miró como si fuera a
decir algo, pero finalmente su boca se cerró formando una tensa línea.
Cuando volvió a hablar, su voz era áspera y seca como gravilla.
—Karen no me habría desobedecido de no ser por él.
—No —dijo Hannah—. Seguramente no lo habría hecho.
—Entonces es culpa suya que esté muerta.
—No, no lo es.
—Corta el rollo, Hannah. No me vengas con adivinanzas.
—No pretendo hacerlo. Si Karen no hubiera estado locamente
enamorada de Hardy, no te habría desobedecido, por más que Hardy la
hubiera animado a hacerlo. Y, si eres sincero contigo mismo, tendrás que
admitirlo. Tu hija quería estar con Hardy más de lo que temía
decepcionarte a ti. Eso quiere decir algo. Cielo santo, seguramente esos
dos se imaginaban que eran Romeo y Julieta.
Witt creyó notar algo inesperado en las palabras de Hannah.
—¿Me estás culpando a mí de la muerte de Karen?
El corazón de Hannah casi se detuvo en su pecho.
—No —logró decir al cabo de un momento—. No. No fue culpa tuya.
Te gustara o no, Karen iba a salir con Hardy. Y, te gustara o no, esa noche
iban a estar en el momento y el lugar equivocados. Eso es lo único que
digo, Witt. No fue culpa tuya. Ni de Hardy. Fue culpa de un conductor
borracho.
Pero Witt no parecía creérselo, lo cual no sorprendió a Hannah. No se
lo había creído en doce años, ¿por qué iba a cambiar de repente de
opinión? Hannah, sin embargo, no quería que se enfureciera con Joni. Y, en
ese momento, le creía capaz de todo. Lo había visto enfadado otras veces,
incluso furioso la noche que murió su hija, pero nunca había advertido en
él una ira tan fría.
—¿Sabes? —dijo lentamente, intentando aplacarlo—, Joni hizo mal al
darle la convocatoria a Hardy.
—Vaya, aleluya —exclamó Witt sarcásticamente—. Por fin se te va
metiendo en la mollera.
—A mí no me hables así, Witt Matlock.
El pareció un poco azorado.
—Lo siento.
—Y haces muy bien en sentirlo. Como iba diciendo, Joni se equivocó.
Pero fue un error de poca importancia, Witt. Lo único que tienes que hacer
es rechazar la oferta.
—Claro. Y decepcionarte a ti. Y que mi sobrina se enfade conmigo.
¿Acaso crees que no me doy cuenta de lo que trama tu hija? Imagina que
puede manipularme para que acepte la oferta de Wingate sólo por
complacerla a ella. ¿Qué pasa? ¿Es que se está acostando con él?
—¡Witt Matlock!
—No me sorprendería. Wingate siempre ha sido un cabrito. ¿Por qué
no iba a intentar vengarse de mí de ese modo?
—¿Vengarse de ti? —Hannah empezaba a preguntarse si Witt estaba
perdiendo el juicio. No parecía él. Sí, llevaba doce años odiando a Hardy,
pero nunca se había puesto tan paranoico. Y nunca había hablado de Joni
de aquel modo.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Sí, vengarse de mí —rezongó Witt. A lo mejor Hardy se cree que va


a tomarse la revancha porque haya estado enfadado con él todos estos
años. Debe de pensar que puede hacerlo quitándome a mi sobrina.
—No seas ridículo. Nadie va a quitarte a Joni. Y, además, Joni no está
saliendo con Hardy —aunque, en el fondo, Hannah tenía sus dudas. Pero
no podía creer que Joni le hubiera ocultado algo así, con independencia de
lo que pensara Witt. Estaban demasiado unidas.
Su corazón, no obstante, se iba resquebrajando porque, mientras
miraba y escuchaba a Witt, empezó a pensar que tal vez Witt provocara
una ruptura con Joni, que quizás abriera la misma brecha que había
abierto con Hardy, una brecha que nunca se cerraría. Después de tanto
tiempo, Hannah sabía hasta dónde llegaba el resentimiento de Witt.
Y, por primera vez desde que lo conocía, empezaba a preguntarse si
Witt era el buen hombre que siempre había creído que era, o si era un
extraño para ella. Aquel lado de su carácter parecía pertenecer a otra
persona. No encajaba con lo que Hannah sabía de él.
El hecho de que culpara a Hardy de la muerte de Karen era muy
triste, pero tenía relativamente poca importancia porque Hardy no
formaba parte de la familia, nunca había sido un amigo íntimo. Desde el
punto de vista de Witt, Hardy no era más que un gamberro al que nunca
había llegado a conocer. Era fácil tenérsela jurada a alguien así.
Pero Joni… Joni y Witt estaban muy unidos desde hacía muchos años.
Sin duda Witt no podía tratar a su hija del mismo modo que trataba a
Hardy. ¿O sí?
Hannah abrió la boca, decidida a impedir a cualquier precio que eso
ocurriera, dispuesta a confesar su deshonroso secreto y a cargar con las
consecuencias. Pero Joni eligió ese momento para entrar en la casa. Se
quedó de una pieza al ver el semblante enojado de Witt y miró a su madre
inquisitivamente. Hannah asintió con la cabeza y se mordió la lengua.
—Hola, tío Witt —dijo Joni alegremente, pero la tensión que rodeaba
sus ojos azules desmentía su aparente despreocupación.
Él la miró con enojo. Joni se acobardó de inmediato. Claro, pensó
Hannah; Witt nunca la había mirado de ese modo. Aquella mirada era
capaz de acobardar a cualquiera.
—¿Tío Witt? —dijo Joni, indecisa.
Hannah esperó en vilo, clavándose los dedos en las palmas de las
manos mientras veía cómo temblaba primero y luego se proyectaba hacia
delante el mentón de Joni. Su hija podía ser excesivamente impulsiva,
pensó, pero nunca rehuía las consecuencias de sus actos. Y tampoco
rehuía su responsabilidad. Pero Hannah tenía la terrible impresión de que
esta vez no bastaría con eso.
Witt parecía a punto de estallar. Luego, de pronto, dio la impresión de
que sentía un dolor tan intenso que no podía articular palabra. Los dos se
equivocaban, pensó Hannah. Los dos. Y, en ese instante, no sabía a qué
carta quedarse.
—Tú… —la voz de Witt sonó rasposa. Se aclaró la garganta y habló de
nuevo—. Le diste el sobre de la convocatoria a Hardy.
—Sí —dijo Joni con firmeza—, se lo di.
—¿Porqué?
El corazón de Hannah se aligeró por un instante. Witt iba a escuchar

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

la explicación de Joni. La sangre no llegaría al río.


—Porque —dijo Joni— te quiero, tío Witt.
Él alzó la cabeza bruscamente y empezó a bramar.
—¡No me vengas con tonterías!
Joni se enfureció tan rápidamente como él.
—No es ninguna tontería. Te quiero. Y lo que haces está mal. Está mal
y es doloroso, no sólo para Hardy, sino también para mí.
—¿Para ti? ¿Para ti? —Witt se giró hacia Hannah—. ¿Lo ves? ¿Qué te
decía? Se lo está montando con Hardy a mis espaldas. Acostándose con él,
la muy puta.
—¡Witt! —gritó Hannah, horrorizada—. ¡No te atrevas! ¡Ni se te
ocurra!
—¡Yo no me estoy acostando con nadie! —gritó Joni, intentando
atraer de nuevo la atención de su tío.
Witt se giró de nuevo hacia ella.
—¿Y esperas que me lo crea? ¡Cuando se hiele el infierno! Tú no lo
has hecho por mí. Lo sé. Y tú también lo sabes. Sabes perfectamente lo
que pienso de Hardy.
—Y es un error, tío Witt. ¡Es un error! Mientras sigas furioso con
Hardy, no podrás superar la muerte de Karen.
—¡Menudo montón de chorradas psicológicas! Déjame decirte algo,
jovencita. Me importan un bledo tus motivos. Por mí puedes acostarte con
ese montón de mierda, puedes casarte con él, si quieres. Lo que me
importa es que has actuado a mis espaldas. ¡Me has traicionado!
—¡No es verdad!
—Sí que lo es. Y de este día en adelante, yo ya no tengo sobrina, ¿me
oyes? De aquí en adelante, ¡no te conozco! —se volvió hacia Hannah—. Ni
a ti tampoco. No quiero saber nada de ninguna de las dos.
Witt dio media vuelta y salió a la noche nevada por la puerta
principal. Hannah miró a Joni y vio que estaba temblando. Luego se miró
las manos y notó que ella también temblaba. Se sentía como si le
hubieran clavado un piolet en el corazón.
—¿Mamá? —dijo Joni con voz lastimosa y débil.
—¿Qué creías que iba a pasar? —preguntó Hannah cansinamente.
Tenía un nudo en la garganta y le ardían los ojos. Sufría por Joni y por Witt,
y tenía la impresión de no conocer ya a Witt. No sabía qué le resultaba
más doloroso.
—Sabía que se enfadaría —la voz de Joni sonaba quebrada,
acongojada—. Pero Witt… No parecía él, mamá.
—Estaba furioso, sí —dijo Hannah. Dios, quería meterse en la cama y
acabar el día de una vez.
—Normalmente no dice cosas tan feas.
—Normalmente no le hacen tanto daño —Hannah se negaba a aliviar
la conciencia de Joni.
—Tengo que hablar con él.
—Deja que se calme primero.
—No —dijo Joni, dirigiéndose hacia la puerta—. No puedo permitir que
crea que… No, tengo que hablar con él ahora mismo.
La puerta se cerró de golpe tras ella, y Hannah pensó, aturdida, que
Joni no se había puesto la chaqueta. Iba a quedarse helada allí fuera. Pero,

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

un momento después, Joni abrió de nuevo la puerta.


—¡Mamá, mamá! Witt está tirado en la nieve. ¡Le pasa algo!

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 6

Joni vio cómo se alejaba la ambulancia que se llevaba a Witt y a


Hannah. Su madre le había dicho que los siguiera en el coche, pero Joni
pasó unos minutos sin poder moverse. A pesar de que el viento gélido le
atravesaba la camisa de franela y de que tenía los pies helados, se quedó
mirando fijamente la ambulancia que se alejaba.
Un ataque al corazón, había dicho Hannah. Un ataque al corazón. Joni
sintió una opresión aplastante en el pecho al darse cuenta de que tal vez
había matado a su tío. Witt podía morir, y sería culpa suya por haberle
dado aquel disgusto.
Algo dentro de ella pareció derrumbarse. El estómago le dio un vuelco
como si se hubiera montado en un ascensor súper rápido que no se
detenía, que seguía y seguía cayendo.
Quizás hubiera matado a Witt. Se había enfadado tanto… y todo por
culpa suya. Por egoísta, por estúpida, por impulsiva. Se había convencido
de que tenía razón, de que aquello era lo mejor para todos, y no se había
parado a pensar ni por un minuto que tal vez no sabía lo que era mejor
para nadie.
Tenía ganas de tirarse en la nieve y llorar hasta que no le quedaran
más lágrimas, de ceder al llanto y dejar que las lágrimas arrastraran aquel
espantoso sentimiento de culpa y de vergüenza. Pero sabía que llorar no
serviría de nada. Nada iba a borrar aquel error. Esa vez, sus actos le
habían costado más de lo que hubiera podido imaginar.
Al fin se dio la vuelta y regresó a la casa. El calor que hacía dentro le
quemó la piel helada. Sus calcetines empapados dejaron huellas húmedas
sobre las alfombras y las tablas del suelo.
Su madre la necesitaba. Pese a lo que había hecho, debía estar allí
para acompañar a Hannah.
Se puso rápidamente unos vaqueros y unos calcetines secos,
comprobó que todas las luces estaban apagadas, agarró la parca, las
llaves y el bolso y salió. El miedo la atenazaba, haciéndola temblar.
Apenas logró meter la llave en el contacto del coche.
Jamás podría perdonarse, pensó mientras conducía. Jamás.
De pronto sintió otra punzada, un estallido de miedo que, como un
ciclón, la atravesó por dentro, desgarrándola. Por un instante, sólo por un
instante, su intensidad la obligó a cerrar los ojos. Un instante después, su
coche patinó sobre el pavimento y fue a parar a la cuneta cubierta de
nieve.
—¡Maldita sea! —gritó, golpeando con la mano abierta el volante.
¡Maldita sea!
Tenía que llegar al hospital. Hannah la necesitaba. Pero cuando
pisaba el acelerador sólo conseguía que las ruedas patinaran. Así no
podría salir de allí. Agarró el bolso, apagó el motor, se bajó y cerró el
coche. Iría caminando hasta el puñetero hospital. Le había fallado a todo

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

el mundo, pero no le fallaría a Hannah en aquella ocasión. Estaría allí para


acompañarla.
El viento frío que soplaba de las montañas le laceraba las mejillas y
se colaba por cada resquicio de su parca. La tela de sus pantalones
empezaba a estar tiesa y le raspaba las piernas a medida que la humedad
que escapaba de su cuerpo se helaba en la tela. Eso era lo que se
merecía, pensó, furiosa.
Se sentía cada vez más fría y más cansada. Hipotermia, se dijo.
Bueno, qué importaba ¿Qué tenía de malo, después de todo? Tal vez por
la mañana encontrarían su cuerpo congelado en la cuneta.
Pero aquella idea, que se retorcía en su cerebro, surtió un efecto
inesperado. Le hizo darse cuenta de lo infantil que era su comportamiento.
De pronto tuvo la impresión de que seguía negándose a crecer. Como si
una parte de ella hubiera muerto con Karen.
Una lágrima se deslizó por el rabillo de su ojo, quemándole la mejilla.
Eso era lo que le pasaba, pensó. Sólo aparentaba ser adulta. Una persona
adulta no le habría dado la convocatoria a Hardy. Una persona adulta se
habría dado cuenta de que aquello era cosa de Hardy y de Witt, y de que
ella no tenía derecho a interferir. Una persona adulta habría sabido que
reavivar la ira no podía ser un buen método para curar la herida.
Oyó el chirrido de unos neumáticos en el hielo tras ella y se acercó un
poco más al banco de nieve que bordeaba la carretera. Pero la camioneta
no pasó de largo. Se colocó a su lado y siguió avanzando lentamente. Joni
mantuvo los ojos fijos en el suelo, negándose a animar a algún capullo
levantando la mirada. ¿No sería perfecto que la mataran yendo de camino
al hospital para acompañar a Witt y a Hannah? Eso sí que sería una ironía.
Pero aquélla también era una idea infantil. Una idea, decidió con feroz
lucidez, que surgía de un deseo adolescente de evitar las consecuencias
de sus actos. Un deseo de hacer que todo el mundo lamentara haberse
enfadado con ella.
—¿Joni? —ella alzó la cabeza al reconocer aquella voz y miró a Hardy
Wingate, que iba conduciendo su camioneta—. ¿Estás bien? —preguntó—.
¿Qué haces ahí? He visto tu coche en la cuneta y he ido a tu casa para ver
si estabas bien. Me ha extrañado que no hubiera nadie.
—Estoy bien.
—Entonces, ¿por qué vas camino del hospital?
—A Witt le ha dado un ataque al corazón.
La camioneta de Hardy siguió deslizándose lentamente a su lado.
—Vaya —dijo él finalmente—. Joni, móntate en la camioneta. Te llevo.
—Puedo ir andando.
—No estoy muy seguro de eso. Te estoy viendo temblar desde aquí.
Vamos, sube.
Joni pensó de pronto que seguía comportándose como una cría. Se
negaba a que Hardy la llevara por el simple hecho de que sentía la
necesidad de castigarse. Por fin cedió y montó en la camioneta. Hardy
subió la calefacción y orientó las salidas del aire hacia ella.
—Menos mal que he visto tu coche —comentó él.
—¿Porqué?
—Porque, si no, seguramente habrías muerto congelada. Estamos a
más de doce grados bajo cero, Joni.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¿De veras? —la idea resultaba levemente interesante. Rara vez


hacía tanto frío allí, ni siquiera de noche. Eso explicaba por qué empezaba
a entrarle la hipotermia.
—¿Qué le ha pasado a Witt?
Joni hundió los hombros y se dio cuenta de que seguía tiritando, de
que hasta el interior de su parca estaba frío.
—Discutimos. Él… eh… me… —un escalofrío la atravesó y tuvo que
morderse el labio para contener las lágrimas.
—¿Se ha enterado de lo de la oferta? ¿De que me la diste tú?
—Sí.
—Cielo santo. Me pregunto quién se lo habrá dicho.
—No lo sé, pero… él … bueno, me repudió. Luego salió de casa hecho
una furia. Yo salí tras él y me lo encontré tendido en la nieve, gimiendo.
Mamá dijo que era un ataque cardiaco.
—Entonces, ¿ibas al hospital detrás de ellos?
—Sí —Joni apartó la cara de él, temerosa de que advirtiera su
vergüenza. Su infantilismo—. Es… culpa mía.
Hardy no dijo nada de inmediato. Se concentró en conseguir que la
camioneta subiera la cuesta que llevaba al hospital, pero cuando paró en
el aparcamiento, delante de la salida de urgencias, se volvió hacia ella.
—La gente se enfada muchísimo a veces, Joni, y no le dan ataques al
corazón.
—Pero ha sido culpa mía.
—Claro, y el sol también se levanta por la mañana gracias a ti.
Su tono sarcástico era como un bofetón en la cara de Joni.
—Hardy…
Él sacudió la cabeza.
—Puede que algún día te des cuenta de que no eres el ombligo del
mundo —le lanzó una sonrisa desarmante—. El ombligo del mundo soy yo.
Joni deseó zambullirse en aquella sonrisa. Deseó desesperadamente
que la envolviera en su calor y mantuviera a raya la realidad que la
aguardaba. Pero no podía permitirlo. La responsabilidad, la vergüenza y la
culpa se lo impedían.
—Gracias por traerme, Hardy.
—Iré a sacar tu coche de la nieve. ¿Tienes las llaves? —ella se metió
la mano en el bolsillo y se las dio—. Bueno, luego te llamo para ver qué
tal.
Joni se quedó en la calzada un momento, mirándolo alejarse, y se
preguntó por qué de pronto se sentía tan afortunada.
Aquella sensación, sin embargo, no duró mucho. Hannah estaba en la
sala de espera. Joni no recordaba haberla visto tan abatida desde la
muerte de su padre.
—¿Qué tal está? —preguntó.
—Les está costando estabilizarlo.
Joni observó los ojos de su madre, intentando adivinar qué estaba
pasando, pero sólo distinguió miedo en ellos.
—Eso no es bueno, ¿no?
Deseaba con toda su alma disculparse ante su madre, suplicarle su
perdón, pero sabía que no era el momento adecuado. La agarró de la
mano.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Lo siento, mamá —tenía que decir eso al menos, aunque no dijera
nada más.
Hannah le apretó los dedos, pero no contestó. Joni cerró los ojos y se
recostó en la silla, preguntándose si algo volvería a ser igual. Si Witt
volvería a sonreírle, o si continuaría resentido con ella. En cualquier caso,
la culpa de que le hubiera dado un infarto era de ella. Quizá lo mejor que
podía hacer era mantenerse alejada. Dejar en paz a Witt. Y a Hannah.
Dejar de complicarles la vida con sus absurdas ocurrencias.
A su edad, ya debería haber escarmentado. Debería saber que, cada
vez que se le metía una cosa entre ceja y ceja, lo más probable era que se
metiera en un lío. En su caso, el camino del infierno estaba, en efecto,
empedrado de buenas intenciones.
Pero esa vez sí que había aprendido. Y si Witt sobrevivía…
La idea de que su tío podía morir se apoderó de ella bruscamente.
Abrió los ojos para mirar a su madre. Hannah estaba pálida y, por el modo
en que se movían sus labios, Joni comprendió que estaba rezando en voz
baja. Y de pronto, al comprender plenamente la gravedad de la situación,
ella también empezó a rezar.
Las siguientes dos horas fueron las más largas de la vida de Joni,
quitando las de la noche que pasó en aquella misma sala de espera,
aguardando noticias de Karen y Hardy. Recordaba con toda claridad cómo
había acabado aquella noche. La incredulidad que producía la muerte ya
no formaba parte de su carácter. La gente a la que quería se moría de
verdad, como su padre, como Karen. Pero esta vez era incluso peor,
porque esta vez ella se sentía responsable.
Los recuerdos de la noche que murió Karen la asaltaban sin cesar: el
semblante de Hardy al salir de la sala de urgencias y pasar junto a Hannah
y ella sin decir palabra. Joni se había fijado en los cortes y arañazos de su
cara, y había comprendido automáticamente que Karen tenía que estar
mucho peor. Recordaba también la cara de Witt dos horas después,
cuando salió de la UCI y dijo llanamente, con voz hueca:
—Ha muerto.
Recordaba la sensación repentina de que el universo había horadado
un enorme vacío en su interior, como si todo dentro de ella se hundiera en
un negro pozo de hielo. Su corazón conocía ya lo que su psique se negaba
a aceptar: la magnitud de su pérdida.
La muerte de su padre había sido distinta. En aquella época, ella tenía
once años. Recordaba que él había ido a darle un beso de buenas noches
antes de irse a trabajar. Siempre lo hacía, incluso si estaba profundamente
dormida. Esa noche, Joni se espabiló un poco y dijo:
—Te quiero, papi.
Él la abrazó con fuerza y murmuró:
—Te quiero, abejita.
Las últimas palabras que le dijo.
La noticia, demasiado terrible para ser cierta, llegó por la mañana.
Ella se negó a creerla durante días, convencida de que su madre le estaba
mintiendo. Sólo tenía once años, pero sabía que su padre se veía con otras
mujeres. Lo notaba en su olor y en la tristeza del rostro de su madre. Así
que, cuando le dijeron que estaba muerto, al principio se aferró a la
esperanza de que sus padres se hubieran separado y su madre le

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estuviera mintiendo.
Pero, cuatro días después, al enfrentarse a la pavorosa realidad del
cuerpo sin vida de su padre tendido en un ataúd, comprendió la verdad.
Su papi se había ido para siempre.
Esa expresión, que hasta entonces manejaba con tanto descuido,
adquirió de pronto una dimensión que la dejó aturdida. Para siempre. No
más abrazos de su padre. No más bromas de papá. No más besos, ni
sonrisas, ni excursiones al campo los sábados. Nunca más jugar a la
pelota. Ni oler su espuma de afeitar. Ni, peor aún, sentir el consuelo de sus
brazos apretándola.
Entonces aprendió lo que significaba para siempre. Y aquel
conocimiento había permanecido con ella hasta la noche que murió Karen.
Ahora allí estaba, cara a cara de nuevo con la muerte, y una parte de
ella sabía que no podría superar la muerte de Witt. Podía sobrellevar
cualquier cosa, menos eso. Aunque no volviera a verlo, se sentiría bien si
sabía que él seguía sobre la faz de la tierra. Aquella certeza la consolaría
aunque él se desentendiera de ella por completo.
Lo que no podía hacer era arriesgarse a provocar su muerte. Witt la
había repudiado. Se había puesto tan furioso que la había repudiado, y
luego había sufrido un ataque al corazón.
Joni decidió quedarse hasta que estuviera segura de que su tío estaba
bien. Luego se marcharía de Whisper Creek.
En el pueblo no podía evitar encontrarse a Witt. Y, además, no quería
interponerse entre Hannah y él. Después de tantos años, se querían
demasiado. Eran viejos amigos que se apoyaban mutuamente. Sería una
locura separarlos.
De modo que se iría. Era lo mejor para todos, la solución más limpia.
Además, su madre le había insinuado muchas veces que debía probar
suerte en el gran mundo antes de enterrarse en aquel villorrio de las
montañas. Y tenía razón.
La llegada de Sam Canfield la sacó de sus cavilaciones. Sam entró
con semblante preocupado y colocó una silla frente a ellas.
—Acabo de enterarme de lo de Witt. ¿Cómo está?
—No lo sabemos —contestó Hannah.
Joni odiaba a veces la serenidad y la contención de su madre.
Cualquier otra persona se habría subido por las paredes, habría llorado
llena de angustia. Pero Hannah permanecía allí sentada con toda calma, y
el miedo de sus ojos era el único indicio de que albergaba algún tipo de
sentimiento.
Habría sido más fácil, pensó Joni, si se hubiera puesto histérica. Por lo
menos Sam y ella habrían tenido algo que ofrecerle.
—Me ha llamado Earl Sanders —dijo Sam, refiriéndose al sheriff—.
Supongo que se enteró por la radio de emergencias. Habría venido él
mismo, pero su mujer y su hija están enfermas.
Hannah asintió con la cabeza.
—Hay un virus intestinal muy agresivo circulando por ahí.
¿Cómo, se preguntó Joni, era capaz de ponerse a hablar de semejante
cosa en un momento como aquél?
—Bueno —dijo Sam—, ¿queréis un café? Da la casualidad de que sé
dónde está la sala de descanso del personal.

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—Gracias —dijo Hannah. Eres muy amable.


Joni sintió ganas de rechazar el ofrecimiento, pero sabía que la noche
iba a ser muy larga.
—Gracias, Sam. Me vendría bien, sí.
Sam se fue en busca del café y las dos mujeres se miraron. De
pronto, Hannah extendió la mano y dio unas palmaditas en la pierna de su
hija.
—Es una buena noticia no tener noticias —dijo.
—Supongo que sí —la opresión que sentía en el pecho era cada vez
más intensa. Voy a irme, mamá.
—Está bien. Sé que mañana tienes que venir a trabajar.
—No, quiero decir que voy a irme del pueblo. En cuanto sepamos
cómo está Witt.
Hannah clavó sus ojos negros en ella y la miró largamente.
—¿A qué viene eso?
—He hecho una estupidez. Witt no quiere volver a verme. Y… y no
quiero que le dé otro ataque por mi culpa.
—No ha sido culpa tuya —Hannah le agarró la mano y se la apretó—.
Cariño, a nadie le da un ataque al corazón por enfadarse.
—Lo sé —Joni dejó escapar un suspiro tembloroso—. Pero aun así me
siento responsable. Y después de esto… en fin, Witt no necesita más
disgustos.
—Joni… —Hannah sacudió la cabeza—. Mira, ahora no estoy de ánimo
para hablar de eso. Estoy demasiado distraída. Pero prométeme que no
vas a tirarte a la piscina sin ver si hay agua primero. Hablaremos de esto
mañana, ¿de acuerdo? Mañana.
Joni se dio cuenta de que estaba siendo egoísta otra vez, egoísta e
impulsiva.
—Mañana. No hay prisa —le aseguró a Hannah—. No voy a
precipitarme.
—Está bien —Hannah le lanzó una sonrisa cansina—. Supongo que
pronto nos dirán algo.
Sam regresó con el café. Joni se bebió el suyo despacio, diciéndose
que necesitaba la cafeína, a pesar de que el café le daba ardor de
estómago. Finalmente dejó la taza a un lado, se levantó y empezó a
pasearse por la habitación. No dejaba de pensar en lo mal que debía de
estar Witt si tardaban tanto tiempo en estabilizarlo. Poco después entró en
la sala de espera el doctor Weiss.
—Ya lo hemos estabilizado, Hannah.
Hannah pareció hundirse de repente, llena de alivio. Su repentino
encogimiento hizo comprender a Joni lo tensa que estaba. Y entonces la
propia Joni se dio cuenta de que el alivio le había aflojado las rodillas. Se
dejó caer en una silla de plástico.
—Gracias —dijo Hannah.
Weiss asintió con la cabeza y fue a sentarse a su lado.
—De momento, parece que sólo ha sufrido una arritmia cardiaca.
—¿Grave?
—Tanto que ha estado a punto de matarlo.
—¿Y el pronóstico?
—Es bueno, si no hay complicaciones esta noche. Tendrá que

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medicarse el resto de su vida, eso sí, pero el tratamiento es bastante


eficaz. Me gustaría que mejorara su dieta, y mandarlo a Denver en cuanto
pueda para que le hagan un arteriograma. Así nos aseguraremos de que
no hay ningún émbolo que hayamos pasado por alto. Creo que se
recuperará por completo.
Les permitieron entrar a ver a Witt, pero Joni prefirió quedarse en la
sala de espera.
—Ya lo veré en otra ocasión —le dijo a su madre, mintiendo. Nunca
más volvería a ver a Witt.
Luego salió apresuradamente de la sala de urgencias y se adentró en
el aire gélido y sombrío de la noche invernal.
Hardy sacó el coche de Joni del bancal de nieve remolcándolo con el
suyo. Pensó en llevárselo al hospital para devolverle las llaves a Joni, pero
luego decidió no hacerlo. Ignoraba qué pensaba Hannah Matlock de él,
pero, ante la posibilidad de que compartiera la opinión de Witt, prefería no
darle más disgustos.
De modo que remolcó el coche hasta casa de Joni y lo dejó aparcado
en el caminito de entrada. Luego regresó al hospital con intención de
pasar allí la noche, esperando a Joni.
Hacía frío y no quería dejar el motor encendido, de modo que se
sentó en el vestíbulo principal, con la vista fija en la entrada de la sala de
urgencias. Poco después de medianoche vio salir a Joni a toda prisa,
camino de la calle. Se levantó de un salto y la llamó por su nombre. En ese
mismo instante, Sam Canfield salió de la sala de urgencias y también
llamó a Joni.
—Ya la llevo yo, Sam —dijo Hardy—. Tú quédate con Hannah.
Sam asintió con la cabeza y volvió a entrar. Joni no aminoró el paso.
Hardy echó a correr para alcanzarla. Cuando llegó a su lado, tuvo que
agarrarla de la mano para que se parara.
—Joni, espera. Yo te llevo a casa.
La noche era muy oscura; la luz de las estrellas se reflejaba en la
nieve, pero no había luna, y, por tanto, cuando Joni alzó la mirada hacia él,
su rostro debería haber sido un pálido borrón, pero Hardy sintió, sin
embargo, su angustia como un puñetazo en el estómago. Era como si
Karen hubiera muerto de nuevo.
—¿Witt…? —dijo instintivamente.
—Va a ponerse bien.
—Gracias a Dios.
Ella intentó desasirse, pero Hardy no la dejó.
—Voy a llevarte a casa, Joni.
—No voy a volver a casa. Nunca más —su voz sonó firme, pero
acongojada.
—¿Ah, no? —él se quedó perplejo un instante. No podía obligarla a
volver a casa, pero tampoco iba a dejar que anduviera por ahí toda la
noche, dando vueltas, con el frío que hacía—. ¿Y dónde vas a ir?
—A cualquier parte.
—Ya. Buena idea. ¿Ya te ha entrado la chifladura otra vez? —ella le
lanzó una mirada amenazante e intentó desasirse de nuevo, pero Hardy
no se lo permitió—. Recapacita, Joni. Deja de sentir lástima por ti misma y
recapacita.

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—¿Lástima por mí misma? ¿Qué te hace pensar que es por mí por


quien siento lástima? ¡He estado a punto de matar a Witt! Lo mejor que
puedo hacer por él es mantenerme alejada de él.
—Puede ser, puede ser —suspiró él, y notó que los lóbulos de las
orejas empezaban a entumecérsele—. Mira, vamos a mi camioneta a
hablar. Por lo menos no moriremos congelados. Podemos hablarlo, a ver
qué se nos ocurre.
Al parecer, ya fuera a causa del frío o porque el enfado había puesto
de nuevo en marcha su cerebro abotargado, Joni no tenía ganas de seguir
discutiendo. Acompañó a Hardy y se montó en la camioneta. Los asientos
de cuero estaban helados. Hardy encendió el motor y la Chevy cobró vida
carraspeando.
—Seamos prácticos, Joni —dijo—. Esta noche no puedes bajar la
colina a pie, y no creo que estés en condiciones de conducir —de pronto
sintió una punzada de angustia. No quería llevarla a casa, donde ella
podría montarse en su coche. Ignoraba si tenía ganas de suicidarse, pero
saltaba a la vista que estaba un poco ida.
Ella seguía sin decir nada. Hardy tuvo de pronto una idea estúpida:
pensó que de nuevo tema en sus manos la vida de un ser querido de Witt.
A Karen no había podido salvarla, pero tal vez pudiera salvar a Joni.
—Está bien —dijo, sin saber qué otra cosa hacer—. Puedes quedarte
con mi madre y conmigo hasta que decidas qué quieres hacer.
El climatizador había empezado por fin a emitir aire caliente y, como
si empezara a derretirse, Joni se estremeció visiblemente y asintió con la
cabeza.
—¿A Bárbara no le importará?
—Claro que no. Se alegrará de tener alguien con quien hablar, aparte
de mí. ¿Quieres pasar a recoger algo de ropa?
—Supongo que será lo mejor. ¿Dónde está mi coche?
Hardy había temido que se lo preguntara. De pronto deseaba haber
dejado el coche en la cuneta.
—En tu casa.
—Entonces iré luego a tu casa.
Él sacudió la cabeza negativamente. Su corazón latía con extraña
fuerza.
—No, estás demasiado alterada. Puedes recoger el coche mañana.
Temía que ella protestara, pero Joni no dijo nada. Se limitó a asentir
con la cabeza. Y aquello era tan extraño en ella que un miedo aún más
intenso se apoderó de él. Por más exasperante que Joni resultara a veces,
no quería verla actuar como un perrillo apaleado.
No dijo nada al respecto, sin embargo. Puso la camioneta en marcha
y se dirigió a casa de Joni. Y de pronto le asombró hallarse de nuevo
embrollado con los Matlock.
La vida era muy irónica a veces.

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Capítulo 7

Bárbara Wingate acogió a Joni calurosamente, a pesar de que cuando


llegaron estaba durmiendo. Había sido en otro tiempo una mujer fuerte,
pero los achaques y los años le habían pasado factura. Tenía un aspecto
frágil, casi vulnerable, y su pelo se había vuelto tan blanco como la nieve.
Sólo sus ojos negros y vivaces seguían siendo los mismos de siempre.
Bárbara bajó las escaleras apoyándose pesadamente sobre la
barandilla e insistió en que Joni entrara en la cocina a tomar algo caliente.
Hardy le explicó lo sucedido para ahorrarle a Joni el esfuerzo. Su madre
empezó a sacudir la cabeza.
—Ese Witt Matlock… Siempre se le va la mano.
Lo cual también podía decirse de Joni. Hardy la miró y pensó que se
parecía mucho a su tío. Lo cual no era de extrañar.
—Bueno —dijo Bárbara mientras sacaba una caja de cacao
instantáneo y ponía agua a hervir—, ya entrará en razón. Siempre le pasa
lo mismo.
Hardy, que llevaba más de una década soportando la ira de Witt, no
se sentía muy inclinado a darle la razón a su madre, y, de todos modos,
tampoco le concedía mucha importancia al asunto. Pero Joni sí, y Joni era
quien le preocupaba.
—Me ha repudiado —dijo Joni con voz trémula—. Dijo que no quería
volver a verme.
—Ya me lo imagino —contestó Bárbara—. Pero ¿qué se te pasó por la
cabeza, niña? Tenías que saber que se pondría hecho una furia.
Joni bajó la cabeza.
—No sé, señora Wingate. Ya no lo sé. Se ha enfadado conmigo otras
veces, pero nunca tanto.
—Mmm —Bárbara abrió tres sobrecitos de cacao y echó su contenido
en las tazas—. Me parece que contabas con el cariño que te tiene. Lo cual
no ha sido muy sensato, Joni.
Hardy deseaba hacer callar a su madre, decirle que dejara en paz a
Joni, pero Bárbara era su madre, y las madres rara vez se quedaban
calladas.
—Puede ser —reconoció Joni—. Puede que tenga usted razón.
Bárbara asintió y se detuvo un momento para tocar el hombro de Joni
antes de echar el agua caliente en las tazas y dárselas. Se quedaron allí
sentados unos minutos, removiendo el cacao mientras esperaban a que se
enfriara un poco.
—¿Sabes? —dijo Bárbara—, tengo la sensación de haber pasado ya
por esto.
Joni alzó la mirada y Hardy preguntó:
—¿Qué?
—Bueno, Karen solía sentarse aquí a tomarse un cacao conmigo —
dijo Bárbara, y sonrió a Joni. Vosotras dos sois muy distintas en apariencia,

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

pero yo creo que os parecéis bastante.


—¿Karen solía venir a verla? —preguntó Joni.
—Bueno, sí. A veces, cuando estaba en el instituto, se escapaba de
casa y venía aquí. ¿Te acuerdas de cuando Hardy trabajaba en el cine?
Algunas noches llegaba tarde a casa, y supongo que ella lo echaba un
poco de menos. Así que venía aquí y nos pasábamos horas charlando.
Joni estaba atónita.
—No lo sabía.
—Yo tampoco —dijo Hardy.
—Bueno, hablábamos de cosas privadas. O, por lo menos, de cosas
que ella quería guardar en secreto. Karen lo pasaba mal con su padre. Se
quejaba de que era demasiado estricto. Aunque yo no lo creo. Me parece
que, a esa edad, todos los chicos piensan que sus padres son demasiado
estrictos. Pero a Karen le disgustaba especialmente cómo hablaba de
Hardy. Él no conoce a Hardy, me decía. Y yo tenía que darle la razón —
Bárbara le lanzó a su hijo una sonrisa cariñosa—. Witt nunca ha entendido
a Hardy. Creo que siempre ha creído que era como su padre.
Joni asintió.
—Eso creo yo también.
—En fin, que nos sentábamos aquí a charlar, ella me contaba sus
penas y luego se iba a casa. Era una chica muy agradable. Me caía bien —
inclinó la cabeza mirando a Joni—. Creo que tú también me caerías bien, si
tuviéramos ocasión de conocernos.
—Gracias.
Sin embargo, la mirada de Joni no perdió su expresión acongojada, y
Hardy deseó poder decir algo que la reconfortara.
—A Witt se le pasará —dijo por fin—. Mi madre tiene razón. Tú eres
sangre de su sangre, Joni. No puede pasarse la vida enfadado contigo.
—Puede que no, pero por ahora… por ahora voy a mantenerme
alejada de él. No quiero que le dé otro ataque al corazón.
Bárbara chasqueó la lengua y dijo:
—Quizá sea lo mejor durante una temporada. Witt necesita tiempo
para recuperarse. Después… después no creo que esté tan enfadado.
Pero resultaba obvio que Joni no pensaba lo mismo, y Hardy no podía
reprochárselo. En cuestión de enfados, Witt había batido todos los récords.
Bárbara se inclinó sobre la mesa y cubrió la mano de su hijo con la suya.
—¿Puedes subir a ver si están abiertos los radiadores de la habitación
de invitados? No me acuerdo, pero puede que los haya cerrado.
Hardy obedeció, pensando que su madre quería hablar en privado con
Joni. Tal vez a ella se le ocurriera algo para animarla. Pero al llegar al
cuarto de invitados se detuvo de repente, incapaz de dar otro paso. El
recuerdo de la angustia que había percibido en el semblante de Joni lo
golpeó de nuevo como un mazazo. Y de pronto se dio cuenta de que, a
pesar de que habían transcurrido doce años, Joni seguía importándole
tanto como antes. Seguía sintiéndose tan atraído por ella como entonces.
Todavía se agitaba furtivamente en los márgenes de su mente la idea de
abrazarla, de sentir su cuerpo apretado contra el suyo.
Era terrible sentir aquello en un momento así. Una idea espantosa, un
gozo casi primitivo, se apoderó de él al darse cuenta de que Witt la había
repudiado y que, por tanto, ya no tenía por qué mantenerse alejado de

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ella. Pero aquella idea le disgustó hasta tal punto que intentó sepultarla en
el fondo de su cerebro. Cielo santo, quizá fuera tan cruel y repugnante
como pensaba Witt.
Sintiéndose mezquino y rastrero, abrió los radiadores para que la
habitación se fuera calentando. Luego se tomó un momento para
rehacerse. Cuando regresó a la cocina, encontró a Joni y a Bárbara aún
sentadas a la mesa, bebiéndose el cacao. Ignoraba si habían hablado de
algo, pero no le dio la impresión de que se hubieran callado por su causa.
De modo que se sentó de nuevo y esperó a ver qué pasaba.
—¿Sabes qué te digo? —dijo Bárbara al cabo de unos minutos, como
si completara un pensamiento anterior—, puedes quedarte con nosotros
una temporada, si quieres, Joni.
—Oh, no —se apresuró a decir ella—. No podría hacerlo, señora
Wingate. Sería demasiado pedir.
—Nada de eso —dijo Bárbara con firmeza—. Me vendrá bien tener a
alguien con quien hablar por las noches, aparte de Hardy.
Sí, ya, pensó Hardy. Como si el grupo de la parroquia no la
mantuviera ocupada. Su casa se llenaba casi todas las tardes de señoras
entradas en años. Pero había algo más importante que eso.
—Mamá, puede que a Joni no le convenga quedarse con nosotros. Ya
sabes lo que piensa Witt.
—Witt no tiene por qué enterarse. Yo no voy a decírselo, ni tú
tampoco. Y tampoco creo que Hannah lo haga.
—Pero pensaba marcharme del pueblo —objetó Joni. Buscar trabajo
en otra parte.
Bárbara sacudió la cabeza.
—Ahora mismo no puedes irte. Seguramente tu madre necesitará que
la ayudes. Porque ya sabes quién va a ocuparse de Witt, ¿no? —Hardy
miró a Joni y notó en sus ojos una expresión asustada, como si fuera un
animalillo atrapado en una jaula—. Además —añadió Bárbara
juiciosamente—, las cosas no se arreglan huyendo. No te sentirás mejor ni
aunque pongas de por medio un continente entero. Tienes que estar aquí
cuando ese idiota de tu tío decida entrar en razón.
Joni sacudió la cabeza, pero no dijo nada más. Un rato después,
Bárbara regresó a la cama, dejando a Hardy y a Joni sentados a la mesa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó él.
—Fatal. Tengo la sensación de estar complicándole la vida a todo el
mundo.
—A mí no —dijo él con suavidad.
—Sí, ya. Tú estás deseando que me quede aquí.
—Te he invitado, ¿no? —entonces hizo algo calculado para enojarla,
confiando en que ello disipara en parte la autocompasión en que Joni se
estaba hundiendo—. Haría lo mismo por un gatito extraviado.
Ella alzó la cabeza bruscamente y Hardy notó que sus ojos azules
brillaban. Por un instante lo asombró su parecido con Witt. Pero sólo por
un instante, porque a quien en realidad se parecía Joni era a Hannah y,
tras el arrebato, ella recuperó la calma.
—Eres un capullo, Hardy —era una frase de sus tiempos del instituto,
su forma de meterse con él por cualquier tontería.
Hardy le dio la misma respuesta que antaño.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Mi trabajo me cuesta.


Una sonrisa iluminó fugazmente el semblante cansado y demacrado
de Joni y luego se desvaneció como la luz otoñal.
—Esto no hay modo de arreglarlo —dijo—. Ya no tiene remedio. He
sido tan estúpida…
—Bueno, yo también. Nada de lo que has hecho habría tenido
importancia si yo no hubiera presentado esa oferta.
—¿Por qué lo hiciste? Sabías que pasaría esto.
¿Qué podía decirle? ¿Que en parte no había querido decepcionarla?
Pensándolo bien, eso contaba tanto como el no haber sido capaz de dejar
pasar semejante oportunidad, por remota que fuera. Nunca se habría
perdonado si no lo hubiera intentado. Pero aún más difícil le habría sido
perdonarse por defraudar a Joni. Eso, sin embargo, no podía decírselo a
ella. Así que suspiró, se encogió de hombros y dijo con desgana:
—Supongo que soy igual de impulsivo que tú.
Ella asintió lentamente.
—Me siento culpable.
—¿Por pasarme la convocatoria del proyecto?
—Sí, pero también por otras cosas. Me siento culpable por seguir viva
mientras que Karen está muerta.
—Yo también —Hardy lo había descubierto hacía mucho tiempo.
—Tenía la sensación de que debía hacer esto por Karen —continuó
Joni con voz baja y densa—. Sentía que se lo debía. Ahora parece una
estupidez, pero… —sacudió la cabeza—. Doce años es mucho tiempo.
Cualquiera pensaría que a estas alturas todos pasaríamos de esta mierda.
Pero yo no, Hardy. Siento como si algo dentro de mí se hubiera detenido
en el tiempo. Y supongo que te di ese sobre para que el tiempo siguiera
fluyendo…
Su voz se desvaneció entre lágrimas. Apartó la taza y apoyó la cabeza
sobre la mesa. Hardy vaciló un momento, escuchando sus sollozos, y
luego, sin poder evitarlo, se acercó a ella, se arrodilló junto a su silla y la
estrechó entre sus brazos.
Joni se giró hacia él, buscando consuelo, y se aferró a su cuello
mientras las lágrimas mojaban el hombro de la camisa de franela de
Hardy. Este dejó que lo abrazara y de pronto se dio cuenta de que el dolor
de Joni alcanzaba lugares de su interior que creía helados hacía mucho
tiempo. Él también sentía ganas de llorar.
—Lo siento —sollozaba ella una y otra vez—. Lo siento.
Hardy ignoraba qué era lo que sentía exactamente, de modo que
intentó adivinarlo por las cosas que había dicho. ¿Sentía que la muerte de
Karen hubiera producido en ella un impacto emocional tan fuerte que no
había sido capaz de superarlo con el tiempo? Ella no era la única que tenía
ese problema. Lo mismo le pasaba a Witt. Y en cuanto a él mismo…
Bueno, en cierto modo él también había quedado atrapado en el hielo la
noche de la muerte de Karen. Era como si todos se movieran por inercia,
como si fueran una panda de autómatas a los que les habían arrancado
algo esencial.
Las lágrimas de Joni eran cálidas y a Hardy le gustaba sentir cómo
mojaban su camisa. Al menos uno de ellos todavía podía sentir algo,
aparte de ira. Porque Hardy sentía ira. Prefería no pararse a pensar en

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ello, y fingía que no se trataba de eso porque no quería parecerse a Witt.


Pero la ira lo roía hasta la médula cuando pensaba en el golpe
envenenado que les había dado la vida a Karen y a él, cuando recordaba
lo joven que había muerto ella y cómo había tenido que enfrentarse él a la
cólera de su padre, cuando era consciente de que no lograba olvidar
aquellos fatídicos momentos.
Sentía ira porque sólo podía abrazar a Joni mientras lloraba. Porque
sabía que Witt iba a perdonarla y que nunca lo perdonaría a él, y que
tendría que devolverle a Joni a su tío. Y sentía ira contra sí mismo por
albergar aquellos pensamientos confusos y egoístas.
En resumidas cuentas, Hardy Wingate no había vuelto a sentir aprecio
por sí mismo desde el momento en que se había dado cuenta de que
quería más a Joni que a Karen. Y desde la muerte de Karen se odiaba a sí
mismo. Dios, qué lío.
—Lo siento —repitió Joni. Pero sus sollozos empezaban a debilitarse, y
por fin se apartó de él y agarró una servilleta para secarse las lágrimas.
—Deja de decir que lo sientes —dijo Hardy, y se alegró de que sus
palabras no sonaran ásperas—. No tienes que pedir perdón por llorar. Ni
por sentirte culpable por seguir viva. A mí también me pasa, bien lo sabe
Dios. No tienes que disculparte por nada.
Ella no contestó. Se quedó allí sentada, frotándose las mejillas con la
servilleta de papel hasta que se le pusieron rojas.
—Es extraño —dijo al cabo de unos minutos.
Hardy se irguió y se sentó a su lado.
—¿El qué?
—El lío en que estamos metidos. La gente se muere, Hardy. Incluso
los jóvenes. Conozco a personas que han perdido a hermanos o a amigos
del colegio. Witt perdió a su mujer y a su hermano. Tú y yo perdimos a
nuestros padres. Pero hay algo en lo que le pasó a Karen que…
Tal vez, en su propio caso, pensó Hardy, ello se debía a que guardaba
un terrible secreto. Un secreto que seguramente lo atormentaría el resto
de su vida. Pero no sabía qué les pasaba a Witt y a Joni. ¿Por qué se
sentían ellos tan culpables?
Sin embargo, aquella idea le hizo pensar en Witt de modo distinto. Tal
vez Witt no sólo se mostraba irracionalmente airado con Hardy por algo
que Hardy, de haber tenido elección, habría dado su vida por evitar. A fin
de cuentas, Witt no se había puesto tan furioso con el ladrón que mató a
su hermano.
Entonces cayó en la cuenta de que estaba allí sentado, perdido en sus
pensamientos, sin decirle una palabra a Joni.
—Perdona —dijo, rehaciéndose. A veces me quedo colgado,
pensando.
—No importa. A mí también me pasa.
—No sé qué decir —reconoció él. Puede que sea extraño cómo hemos
reaccionado todos. Esa sensación de haber quedado congelados en el
tiempo de la que hablabas… sí, yo también la siento. Cuando lo has
mencionado, enseguida la he reconocido. Llevo mucho tiempo viviendo
con ella, y ni me había dado cuenta. Es como si algo se hubiera detenido
esa noche.
—Exacto. Eso era lo que intentaba acotar cuando pensaba en las

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razones que me impulsaron a hacer lo que hice. Sabía que algo iba mal.
Algo… En fin, Hardy, hace doce años que ninguno de nosotros está del
todo bien. Puede que tenga que ver con el modo en que reaccionó Witt.
No sé. Sólo sé que… he estado contando el tiempo. Esperando, siempre
esperando. Moviéndome maquinalmente.
—Sí —él se sentía igual. Pasaba la mayor parte del tiempo actuando
como un autómata. Como si esa noche no hubiera muerto sólo Karen.
—En todo caso… —Joni sacudió la cabeza y se enjugó una lágrima
extraviada—, he conseguido que pasara algo. He conseguido que todo…
No sé. No es lo que esperaba que ocurriera. No pensaba que estaría a
punto de matar a mi tío.
—No creo que puedas culparte por eso, Joni. A nadie se le atascan las
arterias en diez minutos por enfadarse.
—Puede que no. Pero el estrés… Eso ha tenido que ver, Hardy. Así
que voy a marcharme. En cuanto encuentre trabajo en otra parte.
Hardy no sabía cómo hacerle cambiar de opinión, por más que lo
deseaba. El poco tiempo que habían pasado juntos desde que a ella se le
había ocurrido aquel absurdo plan le había hecho darse cuenta de que
seguía muy interesado en ella, de que todavía le gustaba muchísimo.
Claro, que eso poco importaba. No se la merecía. Nunca sería digno
de ella. Estaba demasiado carcomido por la culpa y por la certeza de que,
si no hubiera sido tan cobarde, Karen no se habría escapado con él esa
noche.
No quería ser una carga para nadie. Y Joni se merecía un corazón
completo, no sus restos maltrechos. Pero uno tenía derecho a soñar, y
soñar con Joni era fácil. Incluso en ese instante, cuando ella tenía los ojos
enrojecidos y la nariz atascada, seguía deseando abrazarla. Pero no tenía
derecho a tenderle los brazos sólo para satisfacer su deseo.
Recordó también, en un momento de cegadora lucidez, que ya no
conocía a Joni. Tenía su recuerdo, pero habían pasado doce años, por más
que su presencia le resultara cercana. No conocía en realidad a la mujer
en que se había convertido.
Todos aquellos pensamientos saltaban en su cabeza como pulgas,
haciendo que se olvidara de la Joni que estaba allí, sentada a su lado, en
aquel instante. Era una mala costumbre suya, enfrascarse en sus
pensamientos en medio de una conversación. No siempre había sido así,
pero desde que Karen…
Todo en su vida parecía girar en torno a aquel «desde que Karen»…
Cielo santo. Estaban todos como una cabra.
Pero Joni también parecía enfrascada en sus pensamientos.
Permanecía sentada con los antebrazos apoyados en la mesa y la taza de
cacao olvidada entre ellos, retorciéndose los dedos, ceñuda. Una retahíla
de emociones parecía cruzar su rostro tan rápidamente que Hardy no
lograba identificarlas. Estaba pensando en Witt, claro, en su ataque al
corazón. Y se estaba castigando por haberlo provocado en parte.
Hardy no podía reprocharle que se sintiera así. Seguramente la
dolencia de Witt llevaba gestándose largo tiempo, pero era probable que
el estallido de cólera hubiera precipitado el ataque. Hardy deseaba
tomarla de la mano y reconfortarla en silencio, pero temía pasarse de la
raya.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Mierda. ¿Por qué le daba tantas vueltas? Joni era su amiga, aunque
hiciera mucho tiempo que no se trataban, y necesitaba un puerto donde
refugiarse de la tormenta. Ese era el único modo de considerar la
situación. Todo lo demás no eran más que ilusiones basadas en cosas
desaparecidas hacía mucho tiempo.
—Mira —dijo—, no tienes que decidir nada esta noche. Por la mañana
te vas a casa y hablas con tu madre. Ella conoce a Witt mejor que nadie, y
puede ayudarte a tomar una decisión.
Joni alzó la cabeza y lo miró con una expresión tan triste que Hardy
sintió una opresión en el pecho.
—¿Cuál es mi habitación?
—La de arriba, a la izquierda.
—Gracias —ella se levantó, pero se detuvo en la puerta de la cocina y
miró hacia atrás—. Ya sé lo que tengo que hacer. Debo marcharme. No
soporto más esta situación.
Luego se dio la vuelta y se fue. Y Hardy se quedó allí sentado,
preguntándose si no tendría razón, después de todo.

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Capítulo 8

Hannah estaba profundamente dormida cuando Joni llegó a casa a las


siete de la mañana. Debía de haber pasado casi toda la noche en el
hospital.
Joni, que se había ido de casa de Hardy a hurtadillas para no tener
que enfrentarse ni a él ni a su madre, puso una cafetera y se sentó en el
comedor mientras se hacía el café. Por lo menos no tenía que ir a trabajar.
Ese día no habría dado pie con bola. Estaba demasiado exhausta y
angustiada.
Deseaba en parte ir al hospital a ver a Witt. Quería quedarse junto a
su cama y estar allí cuando abriera los ojos para decirle que lo sentía. Pero
en el fondo sabía que sería una estupidez. Si seguía enfadado con ella,
Witt no podría soportarlo. No, ir al hospital sería una muestra de egoísmo.
Y ya había sido demasiado egoísta.
Era hora de pensar en Witt. Y en Hannah. De asegurarse de que
estaban bien. ¿Qué importaba que ella tuviera la absurda sensación de
llevar doce años atrapada en el hielo? Congelada en el tiempo. No era de
extrañar que Hardy le hubiera dicho que estaba chiflada. Cualquiera lo
habría pensado. Y seguramente era cierto.
En cualquier caso, estaba decidida a marcharse del pueblo como
alma que lleva el diablo. Muy pronto estaría lejos de allí, en un mundo en
el que nada se habría parado porque alguien había muerto.
El café dejó de subir y Joni se levantó para servirse un poco. Tras
llenar la taza, volvió al comedor y se sobresaltó al ver a su madre allí
parada, vestida con un albornoz blanco.
—¿Dónde has estado toda la noche? —preguntó Hannah, que tenía
profundas ojeras.
—En casa de un amigo.
—¿Tienes idea de lo preocupada que estaba?
—Parece que no doy una —contestó Joni ásperamente—. Lo siento.
Imaginaba que estabas demasiado preocupada con Witt.
—No tanto como para no darme cuenta de que no estabas aquí
cuando volví a casa. Fui a tu cuarto para decirte lo que pasaba.
—¿Qué tal está?
—Mucho mejor. ¿Te importa que me sirva un café?
Joni no estaba acostumbrada a aquella clase de sarcasmo viniendo de
su madre, y se sintió dolida. Se apartó rápidamente para dejarle paso y
luego regresó a la mesa. Hannah se sentó a su lado. Las dos
permanecieron en silencio un rato. Luego Hannah comentó:
—Dicen que su corazón no ha sufrido daños graves. Aunque no está
bien del todo, claro. Creen que ya había empezado a darle el ataque
cuando llegó aquí tan enfadado.
—Lo siento —Joni no se atrevía a mirar a su madre.
—Lo que intento decir es que ese arrebato de cólera pudo ser un

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síntoma del ataque, no su causa.


Es frecuente que la gente monte en cólera en los estadios tempranos
de una crisis cardiaca.
Joni asintió, pero no se sintió mejor.
—Aun así, se enfadó por mi culpa.
—Puede que, de todos modos, se hubiera enfadado por cualquier otra
razón. En todo caso, no quiero que te tomes demasiado en serio lo que
dijo. Puede que muchas cosas se deban a su dolencia, no a ti.
—Tal vez —Joni alzó la cabeza—. Pero aun así voy a marcharme,
mamá. No puedo quedarme aquí y provocarle otro ataque. Necesito salir
de este pueblo. Tengo que alejarme de todo esto. Nunca escaparé de la
muerte de Karen si no lo hago. De todos modos, digas tú lo que digas, Witt
me repudió. Dijo que no quería volver a verme.
Hannah apretó los labios, como si contuviera una emoción
avasalladora.
—Debes hacer lo mejor para ti, Joni. Siempre lo he dicho, ¿no? Pero
antes de que decidas romper con Witt para siempre, hay algo que… —su
voz se apagó, y exhaló un profundo suspiro.
Era tan extraño que Hannah vacilara que Joni levantó la mirada.
—¿Mamá? —su preocupación se convirtió en temor al ver que Hannah
tenía los ojos llenos de lágrimas. Su madre nunca lloraba. Nunca—.
Mamá…
Hannah dejó escapar un rápido suspiro y apretó de nuevo los labios,
intentando contenerse. Cuando habló, su voz sonó crispada y sus labios
temblaron.
—Anoche tuve mucho tiempo para pensar, cariño. Pensé mucho en ti
y en Witt. Pensé en lo que te había dicho y en cómo te sentías tú. Y pensé
en cosas que yo había hecho y que… quizá no están bien.
—Mamá, tú nunca has…
Hannah la interrumpió.
—Hay cosas que no sabes de mí, Joni. Cosas que nadie sabe. Y
anoche, mientras estaba allí sentada, esperando noticias de Witt, me di
cuenta de que, bien, puede que te haya hecho algo terrible. Y a Witt
también. Tal vez él no estaría tan amargado si yo le hubiera dicho la
verdad. Pero ahora no puedo hacerlo, porque se alteraría demasiado.
Puede que eso lo matara. Y tú… Puede que a ti te haya robado algo
irremplazable. Tal vez los últimos doce años hubieran sido más fáciles
para vosotros dos si hubierais sabido…
Su voz se apagó de nuevo mientras intentaba contener las lágrimas.
Joni se levantó de un salto y fue a buscar la caja de pañuelos de papel que
había en la mesita del cuarto de estar. Cuando regresó con ella, Hannah le
dio las gracias y sacó un pañuelo para sonarse la nariz.
—Lo siento —dijo, enjugándose los ojos. Me siento fatal. Estoy tan
avergonzada…
—¿Por qué? —a Joni le resultaba imposible creer que su madre
hubiera hecho algo por lo que debiera sentirse avergonzada. Aquello no
cuadraba con su carácter.
Hannah exhaló un largo suspiro y bebió un sorbo de café, como si
necesitara tomar fuerzas.
—No puedes decírselo a Witt todavía. Prométemelo.

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—Te lo prometo. De todos modos, creo que tardaré mucho tiempo en


volver a hablar con él.
—Puede que cambies de idea. El caso es que… que tienes que
saberlo antes de tomar una decisión. Tal vez debí decírtelo desde el
principio. Joni, Witt es… Witt es tu padre.

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Capítulo 9

La habitación parecía la misma. El zumbido del frigorífico no había


cambiado, ni el perfume del popurrí de rosas de Hannah, ni el olor a hierro
caliente de la estufa. Todo era como siempre.
Pero todo había cambiado. Joni comprendió de pronto que nada
volvería a parecerle lo mismo. Era como si el estupor producido por la
confesión de Hannah le hubiera extraído la mente del cuerpo, colocándola
en un altísimo pináculo helado. Seguía estando en uso de sus ojos, de sus
oídos, de su nariz y de su boca, pero se sentía desgajada. Estaba a miles
de kilómetros de distancia y, al intentar hablar, se sintió como si intentara
manipular el muñeco de un ventrílocuo.
—Mientes —su voz sonó plana. Extraña. Como si perteneciera a otra
persona.
—No —dijo Hannah con voz quebrada—. Fue… fue un error. Ninguno
de los dos quería…
—Engañaste a mi padre —lo cual le proporcionaba una interesante
perspectiva, pensó con increíble claridad Joni. Siempre se había
preguntado por qué Hannah toleraba las infidelidades de su padre.
—Una vez —dijo Hannah—. Sólo una.
Una era suficiente. ¿Qué más daba una que mil? Lo único que tenía
era la palabra de su madre…, la palabra de una mujer que llevaba
veintiséis años engañándola.
Sus pensamientos empezaban a confundirse, a lastimarla. La
montaña de hielo ya no estaba tan lejos, y se sentía volviendo al cuarto de
estar que nunca parecería el mismo, con su madre, que nunca sería la
misma, y con un corazón que parecía a punto de hacerse añicos.
—Me has mentido —le dijo a Hannah en tono glacial—. Engañaste y
mentiste a mi padre. Y el tío Witt traicionó a su propio hermano. Dios mío,
qué orgullosos debéis sentiros, ¿no?
—Joni…
Pero Joni ya estaba harta. Apartó la silla de un empujón, subió
corriendo a su cuarto y echó el cerrojo.
Era hija de Witt. Aquella idea la golpeó como una bola de cañón, y
cayó boca abajo sobre la cama. Witt era su padre.
Era curioso, pero sólo veinticuatro horas antes aquella idea quizá la
hubiera hecho feliz. Qué extraño que ahora le pareciera tan terrible.
Entonces cedió a las lágrimas y rompió a llorar hasta quedar agotada.
Hannah se bebió dos tazas de café sin dejar de llorar. No lloraba a
menudo. En realidad, sólo había llorado tres veces durante su vida adulta.
La primera fue cuando descubrió que Lewis la engañaba. La segunda,
cuando nació Joni. Y la tercera cuando murió Karen. No lloró cuando murió
Lewis. En aquella época lo que sentía por él había muerto hacía ya mucho
tiempo, y su matrimonio era tan sólo una tapadera conveniente para la
carrera de Lewis y un puerto seguro para Hannah, a la que en el fondo no

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

le importaban mucho los hombres.


Salvo Witt. Por alguna razón, Witt siempre había sido diferente.
Bueno, Lewis también, hasta que descubrió cómo era en realidad. Pero
Witt nunca la había decepcionado, como los otros. Nunca. Hasta la noche
anterior.
De algún modo tenía que arreglar aquello. Tenía que encontrar un
modo de evitar que Joni huyera antes de que Witt se recuperara y
pudieran hablar. Tal vez estuviera siendo un tanto egoísta. No era ajena a
sus propios defectos. Pero, estando Witt tan enfermo, necesitaba el apoyo
de Joni más que cualquier otra cosa en el mundo.
De no haber decidido contar la verdad para mantener la familia unida,
tal vez Joni se hubiera ido para siempre. No lo sabía. Y estaba demasiado
cansada para decidir si sus razonamientos tenían algún sentido.
Acababa de comprender que no podía permitir que Witt muriera y
que Joni se marchara sin saber la verdad. A Witt no podía decírsela de
momento, pero a Joni sí. Tal vez, pensó, ver a Witt tan cerca de la muerte
había agudizado su conciencia del paso del tiempo y de las cosas que
había postergado durante tantos años. Como decir la verdad, por ejemplo.
A Lewis nunca se la había dicho. Si él sospechaba algo, jamás dijo
nada. Aquella Nochevieja pasaron muchas cosas, y tal vez Lewis se sentía
tan culpable que no quería indagar. O quizá no sospechaba nada. Ella,
desde luego, nunca había vuelto a serle infiel.
De todos modos, teniendo en cuenta que Lewis tenía aventuras con
otras mujeres, no le había parecido del todo una deslealtad. Intentaba
protegerse a sí misma haciendo el papel de la mujer del César, y no se
hacía ilusiones respecto al martirio. Pero ahora… Oh, Dios, ahora. Tal vez
hubiera sido un error decirle la verdad a Joni después de lo que había
pasado esa noche. Pero temía que el paso del tiempo enconara los
sentimientos de Joni hacia Witt.
Y en cuanto a Witt… de no haber estado tan grave, lo habría
zarandeado hasta hacerle rechinar los dientes. ¿Cómo se atrevía a tratar a
Joni así? ¿Qué le pasaba? ¿Por qué alentaba un odio que debería haber
muerto hacía tiempo? ¿Por qué no entraba en razón de una vez? ¿Por qué
se arriesgaba a perder a Joni, y a ella también, por aferrarse a aquella
inquina?
Ella amaba a Witt. Siempre lo había amado. Y siempre lo había tenido
por un buen hombre. Le dolía profundamente pensar que podía haber
estado equivocada todos aquellos años.
Cierto, sabía que Witt le tenía manía a Hardy Wingate y el porqué.
Pero durante largo tiempo había creído que aquel rencor era sólo una
costumbre profundamente arraigada. Hasta aquel día en el despacho del
abogado, cuando Witt montó en cólera por culpa de la oferta de Hardy, no
se había dado cuenta de que aquel odio seguía vivito y coleando. Hasta tal
punto que podía arrastrar a Joni en su estela.
Dios, ¿qué iba a hacer? Si Witt no estuviera enfermo, le diría la
verdad, le diría que entrara en razón antes de perder a su otra hija. Tal
vez él le haría caso. Pero ahora no podía arriesgarse. Y quizá pasase
mucho tiempo antes de que pudiera contarle la verdad.
El café le estaba dando ardor de estómago, así que se obligó a tomar
un vaso de leche. Era consciente de que no debía haber guardado aquel

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secreto tanto tiempo. Witt y ella habían enviudado con sólo unos años de
diferencia. Debería habérselo dicho en cuanto los dos se vieron libres de
sus matrimonios. Debería haber permitido que fuera un verdadero padre
para Joni, en lugar de un simple tío. Y debería haber permitido que Joni
tuviera una relación más profunda con él.
Ahora, en medio de una crisis, estaba usando la verdad como
salvavidas. Eso no era justo para Joni. No era justo para nadie. Pero no
sabía qué otra cosa podía hacer.
Un par de horas después, Joni salió de casa sin decirle nada a su
madre. Pensó en montarse en el coche y conducir hasta que hubiera
puesto suficiente distancia entre ellas, pero al final decidió caminar.
El día era gris y el aire, escarchado y húmedo, amenazaba nieve, pero
aun así no hacía demasiado frío. Mientras subía y bajaba las calles de la
colina, seguía esperando que su mente se desentumeciera. Pasaba junto a
personas a las que conocía sin saludarlas. Algunas la paraban para
preguntarle si le pasaba algo. Ella les lanzaba una débil sonrisa y
contestaba que no se encontraba muy bien. Ellos le decían cuánto sentían
lo de Witt y la dejaban seguir su camino.
Perdió la noción del tiempo, de dónde estaba y de cuánto había
caminado, aunque en un pueblo tan pequeño no podía extraviarse. El día
discurría a su alrededor y ella ni siquiera lo notaba.
Se daba cuenta sólo en parte de que algo le pasaba, de que se había
cerrado sobre sí misma hasta quedar reducida a nada. Era como si
necesitaba esconderse en sí misma hasta que pudiera asumir las
revelaciones y el estupor de las últimas veinticuatro horas. Como si no
pudiera permitirse sentir nada por miedo a que sus emociones la
rompieran en mil pedazos.
Largo rato después se encontró de pronto con un pecho cubierto con
una parca que le bloqueaba el camino. Alzó la mirada de mala gana del
camino de gravilla cubierto de nieve por el que caminaba y se encontró
cara a cara con Hardy Wingate.
—Joni, ¿qué pasa?
—Nada.
—No me vengas con chorradas. Todo el mundo habla de que andas
por las calles como un zombi. Me ha llamado tu madre, a mí nada menos,
para pedirme que fuera a buscarte.
Joni parpadeó, sintiéndose todavía como si estuviera muy lejos y
Hardy le estuviera hablando desde el otro extremo de un túnel.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque está preocupada. Porque la han llamado cien
veces preguntándole por ti. ¿Crees que nadie se ha dado cuenta? Esto es
un pueblo, Joni. No puedes andar por ahí aturdida durante horas sin que la
gente se preocupe.
—Estoy bien. Sólo estaba pensando.
—Ya. Y también te estás congelando. Sube en la camioneta.
Ella sintió algo de pronto, lo primero que sentía desde el sobresalto
de aquella mañana.
—¿Quién te has creído que eres para darme órdenes?
—Nadie. Pero por lo visto no sabes cuidar de ti misma. Ahora mueve
el culo y monta en la camioneta antes de que te quedes congelada.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—No pienso ir a casa.


—Me da igual. Ven a la mía. O vete a un hotel. Pero métete en algún
sitio o morirás congelada. Cielo santo, ¿es que ni siquiera te das cuenta de
que vas dando tumbos como una borracha? Estás hipotérmica.
Ella ni siquiera tenía fuerzas para enfadarse, por más que lo deseaba.
Tampoco podía subirse en la camioneta por su propio pie. No coordinaba,
y Hardy tuvo que tomarla en brazos para montarla en la camioneta. Joni lo
odió por ello. Odiaba a su madre por haberlo llamado. Odiaba a todo el
mundo.
La camioneta avanzó dando trompicones por la carretera abrupta y
helada y luego subió la colina hasta la casa de Hardy.
—Puedes quedarte con nosotros —dijo él—. Hasta que te aclares o
decidas volver a casa.
—Gracias —pero a ella le daba lo mismo.
—Joni, ¿se puede saber qué te pasa? No será por lo de Witt. Tú ya
sabías que iba a ponerse furioso. Y no pensarás que la culpa de que le
haya dado un ataque al corazón la tienes tú.
—Ya no me importa.
—¿Ah, no? Pues cualquiera lo diría. Si no te importara, no intentarías
suicidarte lentamente.
—No intentaba suicidarme.
—Entonces es que eres más tonta de lo que creía.
Hardy aparcó en el camino de entrada a su casa y la ayudó a salir de
la camioneta. Después de entrar, la dejó sentada junto a la mesa de la
cocina.
—Voy a hacer una sopa caliente. Tú quédate ahí.
Ella lo observó trastear en la cocina con la facilidad de quien estaba
acostumbrado a hacerlo. En otro momento, eso habría despertado su
interés. Ahora sólo se sentía aturdida. Pero el aturdimiento era bueno. La
protegía.
Cuando Hardy le puso delante un gran cuenco de sopa, ni siquiera
tuvo fuerzas para agarrar la cuchara.
Era difícil, pensó, aceptar que tu vida entera era una mentira.
—Come, Joni.
Ella agarró obedientemente la cuchara. La sopa no sabía a nada, pero
estaba caliente y, cuando se asentó en su estómago, Joni empezó a sentir
que se descongelaba por dentro. Sus emociones comenzaron a
descongelarse también, rompiéndose en fragmentos como el hielo de un
río en primavera, crujiendo y rechinando al chocar unos con otros.
De pronto se encontró llorando otra vez. Dejó caer la cuchara en la
sopa, cerró los ojos y permitió que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
—¿Quieres que hablemos? —la voz de Hardy le hizo abrir los ojos. Lo
vio a través de un borrón, como si estuviera metido bajo el agua—. ¿Joni?
—No importa —las lágrimas seguían cayendo, cada vez más copiosas,
como si surgieran de un dique roto.
—Maldita sea —dijo Hardy y, levantándose de un salto, se puso a dar
vueltas por la cocina—. Joni… Dios, voy a matar a Witt. Voy a matarlo.
Ella no dijo nada. ¿Qué sentido tenía? De todos modos, no era culpa
de Witt. Era culpa de su madre. Por lo visto, Witt tampoco sabía nada. Pero
su madre sí lo sabía y había guardado el secreto contra viento y marea.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Podía entender que Hannah no se lo hubiera dicho mientras vivía Lewis,


pero ¿cuál había sido su excusa después?
—No es por Witt —dijo finalmente. Pero sí lo era. Dentro de ella
comenzaba a agitarse una furia ardiente porque un hombre que había
llorado doce años a su hija estuviera dispuesto a repudiar a su sobrina
como si fuera un desperdicio que ya no le servía para nada.
Sus lágrimas dejaron de fluir como si ya no le quedara agua dentro.
Sintió que se le secaban en la cara, dejándole la piel tensa. Hardy dejó de
pasearse y regresó a la mesa.
—Dime qué te pasa, Joni. No puedo hacer nada si no me dices qué
ocurre.
—No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.
—Pero ¿no es por lo de Witt?
—No. Lo de Witt es sólo… no sé. Lo único que sé es que, si no me
libro de Karen, voy a ponerme a gritar.
Hardy escudriñó su cara. Su comentario era absurdo en apariencia.
¿Librarse de una chica que llevaba muerta más de una década? Sin
embargo, él sentía la verdad que se escondía tras sus palabras, fuera cual
fuese su forma de expresarla. Seguramente Karen muerta estaba más
presente en sus vidas que si hubiera seguido viva.
—¿Y te librarás de ella si te vas del pueblo?
Ella vaciló y luego sacudió la cabeza.
—Supongo que no. Y tampoco me libraré de Witt. ¡Maldita sea
Hannah!
—¿Qué ha hecho Hannah?
¿Qué podía decirle? Contarle la verdad sólo empeoraría las cosas. Era
mejor mentir. Sin embargo se oyó hablar, a pesar de que luchaba por
acallar sus palabras.
—Witt… ¡es mi padre!
Hardy se quedó de una pieza. De pronto se preguntó cómo un secreto
así podía haber permanecido oculto en aquel pueblo durante tantos años,
y enseguida comprendió el motivo. Witt no lo sabía.
—Madre mía —empezaba a comprender por qué Joni andaba
recorriendo las calles como un perro abandonado—. Lo siento, Joni —dijo,
pero sus palabras le parecieron inadecuadas.
—Sí —dijo ella con amargura—. Mi madre es una adúltera y una
mentirosa, mi tío es un adúltero y un animal, y Karen no es mi prima, sino
mi hermana. Lo cual supongo que significa que nunca voy a librarme de
ella. Ni de Witt. Ni de… ni de todo lo demás —su voz se quebró y luego se
apagó.
Hardy observó impotente cómo se contraía su cara en una mueca de
angustia. Pero Joni no se echó a llorar. Al parecer, ya no le quedaban más
lágrimas.
—Supongo que Hannah te lo dijo esta mañana —ella asintió con la
cabeza—. Cielo santo. Pero ¿por qué ahora? ¿No tenías ya bastante?
—No quiere que me vaya.
—Dios —Hardy apartó la silla de la mesa, exasperado, y se puso a
pasear de nuevo por la habitación—. No puedo creer que haya utilizado
eso como arma. Y precisamente ahora.
—No creo que pretendiera usarlo como arma.

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Él la miró.
—Da igual, ¿no crees? Aun así es un palo para ti.
—Sí —ella dejó escapar un suspiro tembloroso—. Nada es igual. No
me siento la misma. Siento… no sé lo que siento.
—Lamento que mi madre no esté aquí —dijo él—. A ella siempre se le
ocurre algo. Yo sólo… Demonios, Joni, estoy atónito. No sé qué decir.
—Yo tampoco —su boca tembló—. Todo me ha estallado en la cara.
Sólo se me ocurre pensar «uf».
Él asintió con la cabeza.
—Sí, «uf», y que lo digas —sacudiendo la cabeza, siguió paseándose
por la cocina, intentando asumir todo aquello. Intentando asumir el hecho
de que había invitado a su casa a otra hija de Witt. Aquello sí que era un
follón. ¿Cuándo vas a decírselo a Witt?
—Ahora no. Está demasiado grave.
—Creo que será mejor estar bien lejos de aquí cuando se lo diga.
—Si es que se lo dice —era extraño, pero, tras haberle dicho la verdad
a otra persona, casi sentía que el mundo volvía a estabilizarse un poco
bajo sus pies. Ya no se sentía tan abotargada. Pero nada, absolutamente
nada, volvería a ser como antes.
—Es asombroso —dijo lentamente— lo rápido que puede cambiar tu
vida para siempre. En un santiamén.
—Como cuando ese conductor borracho nos dio a Karen y a mí.
—Exacto —ya ni siquiera le importaba hablar de Karen. Ojalá lo
hubiera sabido antes.
Agarró la cuchara, tomó un poco más de sopa y le pareció que
empezaba a recuperar fuerzas. Iba a ponerse bien. Ya no lo veía todo tan
negro como esa mañana.
¿Qué había cambiado en realidad? Era todo lo mismo que hacía
veinticuatro horas. Sólo habían cambiado unas cuantas nociones acerca
de la realidad. Cosas pequeñas, de hecho.
Pero, mientras veía que su mano empezaba a temblar de nuevo y que
su garganta se cerraba hasta hacerle daño, comprendió que no iba a ser
tan fácil.
Las nociones acerca de la realidad eran esenciales. Y las suyas habían
quedado irremediablemente hechas añicos.

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Capítulo 10

Witt parecía estar mucho mejor esa tarde. Le habían quitado el


respirador y tenía mejor color. Hannah observaba las ondas regulares del
electrocardiograma. Había en ellas cierta vacilación que no lograba
interpretar, pero imaginaba que se debían a la parte del músculo cardíaco
que había muerto la noche anterior.
Él dormía profundamente, de modo que se quedó sentada junto a su
cama, esperando a que despertara. Con el ajetreo de la noche anterior y
luego de esa mañana, apenas había tenido tiempo de pensar en lo mucho
que temía perder a Witt. Quería a su hija más que a su vida, pero Witt
era…Witt era su estabilidad. Era el hombro en el que siempre podía
apoyarse, el oído siempre dispuesto a escucharla. Había estado a su lado
después de la muerte de Lewis, preparado en todo momento para
ayudarlas a Joni y a ella. Hannah no sabía cómo habría sobrellevado todo
aquello sin él. Se habría quedado sola con su dolor, sus remordimientos y
su vergüenza, y ¿qué habría hecho? ¿Apoyarse en Joni?
Joni no tenía ni idea de cuántas cosas le había ahorrado Witt por el
mero hecho de estar allí para apoyarla y portarse como un padre para ella.
Joni, como todos los críos, daba su infancia por supuesta. Nunca
imaginaría de cuántas cosas se había visto protegida y cobijada, ni de lo
rápido que habría tenido que madurar si Hannah no hubiera tenido alguien
en quien apoyarse.
Así pues, Witt había preservado la infancia de Joni. Pero Witt era así.
Por más exasperante que resultara su actitud hacia Hardy Wingate, por
más enfadada que estuviera por cómo había tratado a Joni, Hannah sabía
que Witt Matlock era un hombre fuerte, amable y generoso.
Witt había criado a Lewis, su hermano pequeño, tras la muerte de sus
padres. Fue él quien se puso a trabajar en la mina para que Lewis pudiera
ir a la facultad de medicina. E incluso después de que Lewis se casara con
ella, cuando ya podía pagarse los estudios, Witt, que ya tenía su propia
familia, siguió enviándoles la misma contribución mensual, alegando que
Hannah no debía costear la educación de su hermano. Gracias a ello,
Lewis pudo acabar la carrera cuando Hannah se quedó embarazada de
Joni y tuvo que dejar de trabajar una temporada. Hannah y Lewis le
estaban muy agradecidos y, cuando por fin consiguieron reunir algún
dinero, intentaron resarcir a Witt, pero él se negó a aceptar su
ofrecimiento diciendo que no había sido un préstamo y siguió trabajando
en la mina. Luego murió su mujer y se quedó solo con una hija. Poco
después de eso, Lewis fue asesinado. Para Hannah y él fue lo más natural
juntar sus fuerzas y apoyarse el uno al otro. Y ninguno de los dos volvió a
mencionar aquella noche. La noche que Joni fue concebida.
Tal vez había sido un error. Tal vez deberían haber sido más sinceros.
Tal vez, si ella le hubiera dicho hacía años que Joni era hija suya, él habría
sobrellevado mejor la muerte de Karen. O tal vez, al menos, no habría

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

repudiado a Joni.
Hannah suspiró, intentando disipar los pensamientos que giraban en
su cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Lo hecho, hecho estaba.
Ella no podía cambiarlo. Ya sólo podía intentar arreglarlo lo mejor posible.
A eso de las tres, Witt empezó a removerse. Movió los brazos y luego,
de pronto, abrió los ojos como si el pánico se apoderara de él. Hannah oyó
el pitido del electrocardiograma y le agarró inmediatamente la mano.
—Witt, no pasa nada. Estás bien —se levantó y se quedó de pie a su
lado para que pudiera verla.
—Hannah —musitó él con voz rasposa.
—Estoy aquí, Witt. ¿Recuerdas lo que pasó?
—No…
—Tuviste un ataque al corazón, pero ya estás mejor. Vas a ponerte
bien.
Pero notó el miedo en su mirada y comprendió que no se pondría
bien. ¿Cómo iba a ponerse bien? Pasaría mucho tiempo antes de que
dejara de temer caerse muerto en cualquier instante.
—¿Qué día es?
—Domingo. El ataque te dio anoche. Son las tres de la tarde.
El asintió con la cabeza y cerró los ojos.
—El trabajo… Llama a Shep.
—Lo haré.
Él giró la cara hacia la pared y no volvió a hablar.
Y Hannah se quedó allí sentada largo rato, preguntándose cuánto iba
a costarle la cabezonería de aquel hombre.
Hardy, que no sabía qué hacer con una mujer abrumada por
problemas que él no podía resolver, llevó a Joni a su estudio para
enseñarle la maqueta de un edificio para el que iba a presentar un
proyecto. Para su alivio, a ella pareció interesarle la maqueta.
En realidad, le encantó.
—Es una casa de muñecas preciosa —dijo. No se había puesto a dar
saltos, pero aquélla era la mayor muestra de viveza que Hardy le había
visto desde que la recogiera en la calle unas horas antes.
—Esa es la idea —dijo—. Algunos se limitan a construir el exterior,
pero a mí me gusta que mis maquetas se abran para que el cliente se
haga también una idea del interior. Cuesta mucho más trabajo, claro, pero
merece la pena.
—¿También le hiciste una así a Witt?
Él asintió con la cabeza y señaló un rincón de la habitación.
—Ahí hay una copia de la maqueta que le hice. Anda, échale un
vistazo.
—A mí nunca se me habría ocurrido diseñar un hotel así —dijo ella
mientras tocaba una esquina de la maqueta con el dedo índice—. Nunca.
—Quería que se pareciera a uno de esos grandes hoteles antiguo. O
incluso a una enorme casa de huéspedes. Me parecía más acogedor.
—Me gusta.
Hardy retiró el taburete de su mesa de trabajo y se puso a pegar unas
láminas de madera en su nueva maqueta, fingiendo que trabajaba
cuando, en realidad, no le quitaba ojo a Joni. Estaba seriamente
preocupado por ella y no quería dejarla sola ni un segundo. El problema

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

era cómo impedir que se quedara sola sin que se sintiera vigilada. Y, por
otra parte, a decir verdad, le aterraba tener de nuevo la vida de una de las
hijas de Witt en sus manos.
Intentaba convencerse de que se estaba poniendo melodramático,
pero, después de encontrar a Joni dando tumbos por las calles, le costaba
creérselo. Quería pensar que al final ella habría encontrado el camino a
casa, pero no estaba seguro de ello. Tenía la impresión de que no quería
volver a ver a Hannah ni a Witt. De modo que tal vez hubiera ido a casa de
una de sus amigas. Tal vez hubiera descubierto, a pesar de su estado de
estupor, que quería seguir viviendo. O tal vez no. Esa posibilidad seguía
teniéndolo en vilo.
Ella parecía entusiasmada con la maqueta, así que Hardy se relajó un
poco y procuró concentrarse en su trabajo.
—Hacer estas maquetas te costará un montón de trabajo, supongo —
comentó Joni, acercándose a otra.
—Me entretiene. Suelo hacerlas por las tardes y los fines de semana.
—¿Y eso?
—Si tengo algún trabajo entre manos, me paso casi todo el día
supervisando las obras y procurando que el trabajo no se pare. Así que
intento tomarme lo de las maquetas como un hobby.
Ella se acercó a su mesa y se sentó frente a él. —¿A qué te dedicas
exactamente?
—Soy arquitecto, y trabajo como contratista general, por cuenta
propia. Lo cual significa que hago los diseños, preparo los presupuestos y
luego presento ofertas de licitación. Si consigo el proyecto, contrato a
gente para que haga el trabajo y se encargue de las obras.
—Eso te mantendrá muy ocupado.
—Cuando tengo un encargo, sí. Ahora no tengo trabajo entre manos,
así que me sobra tiempo.
Ella asintió con la cabeza.
—Pero supongo eso no durará, ¿no?
Él se encogió de hombros.
—Puede que sí. Hasta ahora he estado saltando de trabajo en trabajo,
pero entre uno y otro siempre me quedo parado una temporada. Pero no
importa. El negocio se mantiene a flote. Y, si tuviera mucho más trabajo,
tendría que contratar a empleados fijos. Y no sé si quiero hacer eso
todavía.
—¿Porqué no?
El se encogió de hombros.
—Porque ahora lo controlo todo. No tengo que delegar en otros por no
tener tiempo para asegurarme de que las cosas se hacen bien.
—Entiendo. ¿Y no quieres agrandar el negocio?
—Tal vez, si hubiera mucho trabajo. Supongo que estaría bien si…
bueno, si alguna vez tengo familia —le lanzó una mirada de soslayo,
preguntándose cómo reaccionaría ella. Y, como le ocurría siempre que tal
posibilidad se le pasaba por la cabeza, se encontró pensando en Karen.
Como si su muerte hubiera significado también la desaparición de todo
aquello para él. Como si, de algún modo, la traicionara si se casaba.
¿Cómo demonios se le había metido aquella idea en la cabeza?
—No sueles salir con chicas, ¿verdad? —preguntó ella de pronto—.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Desde… lo de Karen.
Hardy deseó soslayar la pregunta echándose a reír y diciéndole que
estaba loca. Pero, por desgracia, sabía que eso era inútil. Ella había dado
en el clavo al decir que se habían quedado suspendidos en el tiempo.
—Me siento culpable —reconoció finalmente, y pensó en lo estúpido
que sonaba aquello.
Pero ella asintió como si lo entendiera.
—Estamos enfermos, Hardy, ¿lo sabías? La mayoría de la gente ya lo
habría superado, habría conseguido seguir adelante con su vida.
Él deseó defenderse. O quizá, más bien, defenderla a ella. Sabía que
vivía metido en un cenagal, pero no veía razón alguna para que a Joni le
pasara lo mismo. Ella no conducía aquel coche. No había pensado en dejar
a Karen. Él tenía motivos de sobra para sentirse culpable, pero Joni no
tenía nada por qué disculparse.
—Yo sigo adelante con mi vida —dijo finalmente—, casi siempre.
Ella lo sorprendió esbozando una débil sonrisa.
—Sí, ya. Casi siempre. Es el resto lo que empieza a preocuparme. He
llegado a pensar que tal vez UIT sea la razón de que yo no haya podido
pasar página. Por como alimentaba su odio hacia ti, por dar por sentado
que yo tenía que evitarte para que ese odio se mantuviera fresco.
Él ladeó la cabeza sin asentir del todo.
—¿Y ahora que has roto el tabú?
La sonrisa de Joni se apagó por completo.
—No he conseguido nada bueno, ¿no? Lo cual, supongo, significa que
Witt siempre tiene razón. Si Karen le hubiera hecho caso, no estaría
muerta. Si yo le hubiera escuchado, no estaría ahora en el hospital. —a
Hardy no le gustó cómo sonaba aquello, pero no supo qué decirle para
convencerla de lo contrario—. Ojalá mi madre no me hubiera dicho que
Witt es mi padre —él asintió con la cabeza, dándole tiempo para continuar
—. No es sólo porque ahora ya no soy quien creía ser. No sé siquiera si eso
cambia algo. En parte creo que no significa nada para mí. Eso no cambiará
mi herencia genética, ni mi personalidad, ni el color de mi pelo.
—Sí, ya —dijo él suavemente, esperando a oír el resto.
—Pero sí que cambia mis sentimientos, Hardy. Y no me gusta cómo
me hace sentir. No me gusta lo que siento por mi madre. ¡Dios! No dejo de
pensar que ella también era infiel.
—¿Cómo que también?
—Mi padre la engañaba. Continuamente. Yo me enteré cuando tenía
más o menos once años. A veces lo notaba por cómo olía cuando volvía a
casa. El perfume de otra mujer. El cuerpo de otra mujer. Siempre esperaba
que mi madre dijera algo, pero ella siempre se callaba. Y, a los once años,
llegué a la conclusión de que ella también lo sabía. Pero nunca decía nada.
Hardy sintió que su pecho se encogía.
—Qué horror.
—Era… desconcertante. Yo sabía instintivamente que lo que hacía mi
padre estaba mal. No hacía falta que nadie me lo dijera. Y a veces me
enfadaba mucho, pero no podía decir nada. Tenía la sensación de que me
metería en un lío si lo hacía. Así que me callaba la boca. Y, durante mucho
tiempo, odié a mi padre.
Hardy deseaba tenderle los brazos, pero la maqueta estaba en medio.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Tal vez fuera mejor así. Acercarse demasiado a Joni ponía en peligro la
poca tranquilidad de espíritu que había conseguido reunir al cabo de los
años.
—Luego me volví indiferente. Llegué a la conclusión de que no era
problema mío. Pero nunca le tuve mucho respeto a mi padre. Ahora…
ahora tampoco se lo tengo a mi madre. Puede que ella no le engañara
continuamente, como hacía él. Puede que lo de Witt fuera sólo una vez.
Pero Witt era el hermano de su marido. Y Witt… Dios mío, a veces es tan
estricto, y sin embargo fue capaz de acostarse con la mujer de su
hermano.
—Sí, suena bastante sórdido —dijo Hardy, intentando mantener un
tono neutral. Tenía la impresión de que lo mejor que podía hacer por ella
era dejarla hablar. Y tal vez, en algún momento, convencerla para que
fuera a terapia. Porque había sufrido profundas heridas, tan profundas que
no estaba seguro de que pudiera superarlas sin ayuda profesional.
Ella se levantó de la mesa y se puso a pasear por la habitación, entre
las mesas y los escritorios, sin lanzar siquiera una mirada por los amplios
ventanales que daban al jardín cubierto de nieve. A menudo, aquella vista
apaciguaba a Hardy. Pero ese día, no. Ese día componía únicamente un
gélido telón de fondo para el dolor de una amiga.
—Tal vez —dijo cuidadosamente— fuese un accidente.
—¿Un accidente? —su risa sonó áspera y amarga—. Uno no se mete
en la cama con alguien por accidente.
—Bueno, sí, me he expresado mal. Me refería a uno de esos arrebatos
de pasión. Uno de esos momentos en que se manda todo a paseo, en que
no se puede uno resistir, por la razón que sea. Puede que bebieran
demasiado. O puede que ocurriera y que desde entonces tengan
remordimientos.
—¿Y?
—Sólo digo que puede que tu madre no planeara conscientemente
engañar a tu padre. Puede que no quisiera hacerlo o… —vaciló y luego se
lanzó de cabeza—. O puede que lo hiciera en un momento de rabia, por
venganza.
Joni sacudió la cabeza, asqueada.
—No es tan difícil resistirse, Hardy. Yo he dicho que no muchas veces.
—¿Ah, sí? Puede que no hayas encontrado al hombre adecuado.
«¿Sabes?», se descubrió pensando mientras el silencio se apoderaba
de la habitación, «a tu edad ya deberías haber aprendido a morderte la
lengua». ¿Cómo demonios iba a disculparse por aquella metedura de
pata? Pero, antes de que pudiera decir nada, Joni lo miró fijamente,
enojada.
—¿Encontrar al hombre adecuado? Caramba, Hardy, pareces uno de
esos capullos que intentan ligar con una en los bares. No estoy hablando
de arrebatos hormonales, estoy hablando de amor y respeto.
—Claro, claro —dijo él, intentando apaciguarla.
—Los hombres sois todos igual que mi padre. Queréis algo y lo tomáis
sin pensar en los demás.
—Bueno, espera…
—Seguramente fue culpa de Witt —dijo ella—. Seguro que fue todo
culpa suya. Probablemente fue él quien sedujo a mi madre.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¿Quieres decir que Hannah fue una víctima indefensa? La verdad,


Joni, no creo que tu madre encaje en ese papel. Vas a tener que hacerte a
la idea de que Hannah y tu tío, por la razón que fuese, tuvieron una
aventura apasionada, aunque seguramente breve. Son humanos. Y, como
el resto de la jodida raza humana, comenten errores.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿cómo es que a ti no se te permite cometer un
error? Ni a mí tampoco. ¿Quién se ha creído Witt que es para juzgar a
nadie?
—Está dolido.
Ella dejó escapar un bufido de fastidio.
—Sí, ya. Qué gran excusa. Está dolido, y por eso se pasa doce años
castigando a los demás.
—Sólo a mí, Joni. Sólo a mí.
Ella sacudió la mano casi salvajemente.
—¿Y qué derecho tiene? ¿Qué derecho tiene?
Hardy se miró las manos, que todavía sujetaban delicadamente las
piececitas de madera, apenas más grandes que mondadientes. No debería
haber permitido que Joni entrara de nuevo en su vida, se dijo. Sentía tal
opresión en el pecho que apenas podía respirar, y ella parecía decidida a
seguir hurgando en el pasado hasta que todas las heridas se abrieran de
nuevo. Estaba claro que Witt no podía soportar volver a sangrar de nuevo,
y él tampoco estaba seguro de poder resistirlo.
—Mira, Joni —dijo, intentando modular su voz—, llevo años intentando
superar lo de aquella noche. Puede que no lo haya conseguido del todo,
pero me paso cada día de mi vida intentando mirar hacia delante y no
hacia atrás. Y no tengo ganas de remover todo esto otra vez.
—Ya —ella se puso la mano en la cadera y lo miró con reproche—. Así
que vamos a volver a vivir todos en nuestras jaulas de cristal, paralizados
por sentimientos que no podemos afrontar.
—Yo he afrontado lo que pasó. ¡Llevo afrontándolo doce años, maldita
sea! —Hardy no pretendía gritar, pero alzó la voz sin querer. Y ella le
respondió con el mismo tono.
—Sí, ya, afrontarlo. ¡Pero si ni siquiera puedes salir con chicas! Por
Dios, Hardy, estamos hechos polvo y ni siquiera lo admitimos.
—¿Tú…?
—Sí, yo también. Llevo sintiéndome culpable desde que murió Karen.
Culpable por seguir viva. Culpable por poder divertirme. Culpable porque
deseaba a su novio y todavía me descubro preguntándome si esos celos
tuvieron algo… algo…
Se interrumpió, le volvió la espalda y hundió los hombros. Sus
palabras golpearon a Hardy como un mazazo, reavivando sus
remordimientos hasta que casi se sintió enfermo.
—Joni… Joni, estar celoso no mata a nadie, a menos que uno agarre
un arma y se líe a tiros, claro.
Ella también lo había deseado. Hardy lo había intuido. Y había estado
a punto de dejar a Karen… Oh, Dios, cuánto se odiaba a sí mismo.
No podía decir nada más. No podía soportar seguir hablando con ella
de aquel asunto. Todas las cosas que creía enterradas empezaban a
abrirse paso con uñas y dientes, saliendo de la tumba de su alma para
hacerle recriminaciones.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Nada había acabado, se dijo mientras intentaba dominarse. Joni


estaba empeñada en desbaratar el precario equilibrio que todos habían
conseguido encontrar. Estaba decidida a salir a dentelladas del pasado,
costara lo que costase. Y Hardy no sabía si estaba a favor o en contra. No
sabía si podía soportarlo.
Poniéndose en pie, salió del despacho y se alegró al ver que su madre
había vuelto de su cita para comer.
—Joni está en mi despacho —le dijo con brusquedad—. Vigílala. Está
muy alterada.
El semblante de Bárbara se crispó, lleno de preocupación.
—¿Adonde vas?
—Fuera. A donde sea.
—Hardy… —pero Bárbara se detuvo y lo dejó marchar.
Había, sin embargo, algo que podía hacer. Cuadró los hombros y
entró en el despacho dispuesta a encarar un problema que sí estaba a su
alcance.
Joni estaba sentada a la mesa. Tenía un aspecto tan lastimoso que
Bárbara sintió una punzada de compasión. Luego pensó en el semblante
de su hijo y se endureció.
—¿Por qué le estás haciendo esto a Hardy? —preguntó.
—No le estoy haciendo nada —dijo Joni, alzando sus ojos enrojecidos
—. Fue él quien me trajo aquí a rastras.
—Sólo para ayudarte. ¿Por qué no sales de una vez de ese pozo de
autocompasión en el que pareces empeñada en hundirte y ves lo que les
estás haciendo a los demás?
—¿Lo que yo les estoy haciendo?
—Sí, lo que les estás haciendo. Estás haciendo sufrir a mi hijo. Se ha
pasado doce años penando por un accidente que no pudo evitar, pagando
por un crimen que cometió otro. Hardy lleva doce años machacándose,
doce años atormentándose por una sola noche que no fue culpa suya. ¿Por
qué demonios te has empeñado en echárselo por cara otra vez? Por el
amor de Dios, ¿por qué no lo dejas en paz?
Joni estaba tan pálida como la nieve. Sus ojos azules se habían
ensombrecido hasta tal punto que parecían los ventanucos de una tumba.
—¿En paz? —repitió con voz densa—. ¿Qué paz? Ninguno de nosotros
ha tenido paz desde esa noche.
—Pues tú no estás ayudando a que mejoren las cosas.
—Puede que no —Joni bajó la cabeza otra vez, como si le pesara—.
Pero, si no lo afrontamos, nunca lo superaremos, señora Wingate.
—Y tú te crees capaz de curarnos a todos, ¿no?
Joni se encogió de hombros, pero no respondió. Bárbara, que había
visto el dolor claramente reflejado en el rostro de Hardy, deseaba seguir
enfadada con Joni. Quería decirle que saliera de su casa y no volviera
nunca. Pero, mientras permanecía allí parada, mirando la cabeza
agachada de Joni, su ira comenzó a aplacarse.
A pesar de que le había costado trabajo, Hardy al menos era capaz de
alejarse del recuerdo de Karen de vez en cuando, de olvidarlo unos pocos
días o incluso semanas, cuando estaba enfrascado en un proyecto o
cuando se iba de viaje. Pero Joni… Joni tenía que enfrentarse a aquel
recuerdo cada día porque cada día veía a Witt. Y, aunque él no dijera

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

nada, ¿cómo podía ver a Witt sin acordarse de Karen? Hardy, desde luego,
no podía.
Bárbara exhaló un suspiro y se dejó caer en una silla, junto a la mesa.
—Estoy agotada —dijo al cabo de un momento—. Me está costando
más de lo que pensaba recuperarme de la dichosa neumonía.
—Lo siento —dijo Joni suavemente. Estuvo muy enferma. Y yo no
debería estar aquí.
—No, quédate. No me molestas.
Joni alzó la cabeza.
—¿Cómo puede decir eso?
—¿Después de enfadarme tanto, quieres decir? —Bárbara se encogió
de hombros—. Los enfados no suelen ser eternos. Al menos, para mí. He
dicho lo que tenía que decir, y ya se me ha pasado.
—Ojalá yo fuera como usted.
Bárbara sonrió débilmente.
—Creo que te pareces un poco a tu tío —Joni se echó a llorar de
improviso, para horror de Bárbara—. Witt va a ponerse bien, ¿sabes? —
dijo, intentando reconfortarla—. Sólo ha sido un amago de infarto. Puede
que no le haga gracia renunciar a sus huevos con beicon en el bar tres
veces por semana, pero ya se acostumbrará.
—No es eso —dijo Joni, sin dejar de llorar—. No es eso. Es que… es
que acabo de descubrir que… que Witt es mi padre.
Bárbara se quedó atónita. No porque tales cosas le resultaran
inverosímiles, sino porque aquello le parecía muy impropio de Hannah
Matlock. Y Hardy… Enseguida se preguntó, aturdida, por qué se había
enfadado tanto su hijo por eso.
—Habrá… habrá sido un palo para ti, Joni.
Joni asintió con la cabeza.
Bárbara comprendió de pronto lo complicado que era todo. Karen era
la hermana de Joni. Witt era su padre. Su madre le había ocultado un
terrible secreto durante años. ¡Cuántas cosas debían de agolparse en el
corazón y la cabeza de Joni en ese instante! Sintió lástima por ella. No
podía saber lo que Joni estaba pensando, pero podía entender lo confusa y
dolida que debía sentirse.
—Vamos a hacer un poco de té —sugirió. El té era su remedio para
todo. Una taza de té, un par de galletas caseras, y todo tenía mejor
aspecto.
Joni la siguió sin decir nada, rompiendo únicamente su silencio para
ofrecerle ayuda. Bárbara le alcanzó la caja de galletas y le pidió que
pusiera unas pocas en un plato. Luego calentó un poco de leche en el
microondas.
Sirvió el té en las tazas de porcelana y se sentó junto a Joni,
esperando. No sabía a ciencia cierta qué esperaba, pero estaba segura de
que era Joni quien debía abordar la cuestión. Joni, sin embargo, guardó
silencio largo rato mientras se bebía el té. Al fin, con la segunda taza,
lanzó un suspiro y empezó a hablar.
—¿Cree que estoy exagerando?
—¿Exagerando? —repitió Bárbara, sorprendida—. No, creo que no.
Tiene que ser terrible para ti. Supongo que te hará preguntarte qué más te
han estado ocultando.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Exacto, exacto —dijo Joni arrastrando cansinamente las palabras.


En parte pienso que hace mucho tiempo de eso y que en realidad no
cambia nada. Witt ha sido como un padre para mí desde que murió mi…
desde que murió Lewis —le lanzó a Bárbara una mirada—. Lo siento.
Después de lo que Witt le ha hecho a Hardy, no creo que esto le interese.
—Estoy aquí sentada, ¿no? Puedo separar al Witt que tú conoces del
imbécil que trata mal a mi hijo.
—Entonces es usted mejor que yo, porque yo no puedo. Si mi padre lo
sabía, y me pregunto si lo sabía, entonces Witt le hizo daño. A Hardy,
desde luego, le ha hecho daño. Y a mí también, cuando me repudió.
—Bueno, sí. ¿Sabes?, antes de que Karen muriera, yo creía que Witt
Matlock era un buen hombre.
—¿Y ahora?
Bárbara sacudió la cabeza.
—No sé. Tal vez la pena le haya… trastornado. Por los
remordimientos, quizá —dijo dubitativamente.
—¿La pena? ¿Después de doce años? No sé, señora Wingate.
—Llámame Bárbara, por favor. Sí, tienes razón, doce años parece
mucho tiempo, pero… yo no he perdido a mi único hijo. O al que creía era
mi único hijo. Eso debe de ser muy distinto.
—Puede ser, no lo sé. Yo sigo echando de menos a Karen. A veces
cierro los ojos y recuerdo cómo solíamos pasarnos hablando la mitad de la
noche. Pero dejar que la rabia te consuma hasta ese punto…
—¿De veras crees que Witt está dejando que la rabia lo consuma?
Cielo, yo sé que está enfadado con Hardy desde entonces, pero mi hijo no
le gustó desde un principio. Y yo no sé si no habría sentido lo mismo, de
estar en su pellejo.
—¿Porqué?
—Porque, si mi hija quisiera salir con el hijo de un borracho, también
tendría mis dudas. Sobre todo, siendo ella tan joven.
—Pero eso no excusa el modo en que ha tratado a Hardy todos estos
años.
Bárbara miró fijamente a Joni con expresión juiciosa.
—¿Eso es lo que ha precipitado todo esto?
Joni hizo amago de asentir, pero luego comenzó a mover la cabeza
con cierta indecisión.
—La verdad es que no sé qué me pasó, pero algo dentro de mí
empezó a gritar «ya basta». Fue cuando Witt empezó a buscar ofertas
para construir el hotel. Yo no dejaba de pensar que Hardy se merecía ese
trabajo. Además, me ponía enferma no poder hablar con Hardy por miedo
a molestar a Witt. No lo sé exactamente. Quiero decir que… cuando lo
hice, creía saber por qué. Pero como le dije antes a Hardy… —se
interrumpió.
Bárbara la urgió a seguir.
—Continúa.
—No sé. Cada vez que lo digo, me siento estúpida. Pero es como si la
ira de Witt nos mantuviera a todos suspendidos en el tiempo. No podemos
seguir adelante porque él no quiere. Es absurdo. Aunque ya da igual. Me
repudió. Le hice tanto daño que le dio un ataque al corazón. Y ahora…
ahora ni siquiera me importa si no vuelvo a hablar con mi madre.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Joni…
—No, lo digo en serio. Lleva toda la vida ocultándome esto, y luego va
y me lo suelta al día siguiente de que a Witt le dé un ataque al corazón.
¿Por qué? ¿Para que me sienta peor aún? Como si no estuviera ya hecha
polvo.
—Puede que sólo intentara aferrarse a ti, darte una razón para que te
quedes, aunque Witt esté enfadado.
—Pues así no va a conseguirlo —los ojos de Joni se empañaron otra
vez—. Me siento utilizada, señora Wingate. Me siento como si Witt le
importara mucho más que yo a todo el mundo, incluyendo a mi madre.
Todo el mundo lleva años bailándole el agua. ¡Años! Cuando usted estaba
tan enferma en el hospital, hablé con Hardy unos minutos en la cafetería.
Pero se fue enseguida. ¿Por qué? Porque a Witt le habría sentado mal, si
se hubiera enterado. Cuando volví a casa y le dije a mi madre que había
hablado con él porque estaba preocupada por usted, lo primero que me
dijo fue que recordara lo que Witt pensaba de Hardy. ¿Qué le pasa a todo
el mundo?
—No lo sé —Bárbara no quería mentir, ni siquiera para reconfortar a
Joni. Pero tenía la impresión de que Joni apenas se estaba acercando al
meollo de lo que en realidad le ocurría. A fin de cuentas, Witt no podía
estar enfadado todo el santo día, hasta el punto de hacerle la vida
imposible a Joni. De todos modos, durante los últimos años su odio parecía
haberse suavizado en parte, siempre y cuando Hardy no se cruzara en su
camino.
No, tenía que haber algo más. Y Bárbara se preguntaba qué era.

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Capítulo 11

—Vámonos de aquí —le dijo Hardy a Joni tres días después.


Ella no había salido de casa salvo para ir a trabajar. El resto del
tiempo, excepto cuando Bárbara la hacía bajar a cenar, se quedaba
encerrada en la habitación de invitados.
Aquello no era sano, y quedarse sentada, cavilando, no iba a ayudarla
a resolver sus problemas. Joni estaba de pie junto al fregadero de la
cocina, aclarando su cuenco del desayuno antes de meterlo en el
lavaplatos.
—¿Adonde? —preguntó. Fuera estaba nevando, el cielo estaba oscuro
y plomizo y las nubes eran tan densas que parecía de noche en vez de por
la mañana—. Va a haber tormenta.
—¿Y qué? —preguntó él, impaciente—. Estamos en invierno. Aquí
caen cada año varios metros de nieve. Si dejara que eso me detuviera, no
saldría nunca de casa.
—Cierto.
Pero su voz sonaba débil, casi inerte. Y Hardy estaba más preocupado
por ella de lo que quería admitir.
—Venga, vamos a salir. Pero primero ayúdame a despejar la entrada.
Ella se encogió de hombros.
Vale.
Hardy tenía una bomba quitanieves, pero en algunos sitios había que
utilizar la pala. Joni se ocupó de ello mientras Hardy empuñaba la
máquina.
Luego Hardy despejó la entrada de las casas de un par de vecinos
que no tenían quitanieves. Cuando acabó, Joni tenía un poco de color en
las mejillas. Volvieron a entrar y tomaron algo caliente.
—Creo —dijo él— que podríamos ir de compras a Vail.
—Es muy caro.
—Bueno, no hace falta que compremos nada. O podríamos ir a
Denver.
—A lo mejor a Bárbara le apetece venir.
Pero Hardy no quería que su madre les acompañara.
—Todavía no está bien para hacer un viaje largo —contestó. Era
cierto, su madre no estaba del todo bien. Y, además, aquello era una
buena excusa.
—De acuerdo.
—¿O prefieres ir a Springs? Seguramente hará mucho más calor que
aquí.
—Me da igual. El que conduce eres tú.
Hardy deseó que mostrara al menos un poco de interés por el plan.
Pero de eso se trataba precisamente. A Joni ya no parecía interesarle
nada, aparte de sus problemas. La noche anterior él había intentado que
jugara con ellos una partida de dominó, o de cartas, pero ella se había

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limitado a sacudir la cabeza, había acabado de fregar los platos y había


desaparecido escaleras arriba. Estaba demasiado retraída, y algo dentro
de él le exigía que encontrara un modo de hacerla salir de aquel pozo.
Finalmente se montaron en la camioneta de Hardy sin ningún plan
concreto, y Hardy pensó que de todos modos daba igual, porque el día se
iba poniendo cada vez más oscuro y empezaba a caer una densa nevada.
—Parece que son las cuatro de la tarde —comentó.
—Mmm.
Hardy tuvo que reprimir las ganas de zarandearla. En lugar de
dirigirse a Vail o a Denver, decidió poner rumbo al sur, hacia la parte más
seca y cálida del estado. Quizás allí la nieve amainara y surgiera la
oportunidad de hacer algo interesante.
—Sigues sin hacer eslalon, ¿no? —preguntó él.
—Sí.
Él había estado en el equipo de eslalon del instituto. Karen y él solían
ir a una pista cercana en la que los tiques del remonte no costaban un ojo
de la cara, más que nada porque no había hoteles en los alrededores.
Hardy se descubrió pensando que el hotel de Witt cambiaría todo eso. La
existencia de un buen sitio donde alojarse cerca de las pistas de esquí
podía ser el primer paso para convertir el pueblo en algo más que un
asentamiento minero.
En cualquier caso, había sido un error preguntarle aquello a Joni,
porque les devolvía directamente a Karen, y, a través de ella, a Witt.
—Prefiero el esquí de fondo —dijo ella como si hiciera un esfuerzo.
Una leve chispa de esperanza se encendió en el pecho de Hardy.
—¿Ah, sí? A mí también me gusta. La verdad es que, cuanto mayor
me hago, menos me gusta lanzarme pendiente abajo a cien kilómetros por
hora.
Ella le lanzó una sonrisa fugaz.
La carretera se iba poniendo cada vez más resbaladiza y Hardy dejó
de hablar para concentrar toda su atención en la conducción. Aquello
había sido una tontería, se dijo finalmente. Sí, allí había tormentas
continuamente, y a veces parecía que nevaba sin parar, pero con aquel
tiempo no debería habérsele ocurrido la absurda idea de hacer un viaje.
Debería haberse llevado a Joni al pueblo, y al diablo con las habladurías.
—Witt está en casa.
El sonido de la voz de Joni sobresaltó a Hardy.
—¿Tan pronto? —logró preguntar.
—Hannah lo llevó a casa anoche.
El asintió con la cabeza, preguntándose qué debía decir.
—Me alegro de que esté bien. ¿Cómo te has enterado? —quizás
hubiera vuelto a hablar con su madre. Hardy confiaba en que así fuera.
—Trabajo en el hospital, ¿recuerdas? Me lo ha dicho todo el mundo.
Hardy se sintió estúpido. Luego se sintió molesto consigo mismo. No
era asunto suyo si Joni no volvía a hablar con su madre. Aunque tal vez no
fuera eso lo que pretendía ella. A pesar de que seguía hablando de
marcharse del pueblo, tal vez lo único que necesitaba era un poco de
tiempo para asumir su estupor.
—Entonces… —Hardy vaciló, y luego decidió agarrar el toro por los
cuernos—, ¿vas a ir a ver a Witt?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¡No! ¿Estás de broma? Me repudió.


—Estoy seguro de que no pretendía que fuera para siempre.
—Me da igual. No se le hace eso a alguien a quien supuestamente se
quiere.
Hardy estaba de acuerdo con ella. Pero Witt siempre había sido un
animal, al menos para algunas cosas.
—En fin —dijo—, la verdad es que me incomoda un poco hablar de
Witt. Siempre ha sido un misterio para mí. Quiero decir que allí estaba yo,
en el instituto. Sí, mi padre era un borracho. Pero mi madre no. Mi madre
era una mujer que trabajaba mucho. Y yo sacaba unas notas decentes,
hacía deporte, intentaba no meterme en líos… y aun así él me odiaba. Sé
que a veces yo era un poco gamberro. Pero, pensándolo bien, no me
portaba tan mal. No hacía más que las típicas travesuras que hacen los
chicos a esa edad.
—A mí me parecías un buen chico —dijo Joni—. Y está claro que
cuidabas mucho de Karen.
¿Le había temblado un poco la voz? Hardy no estaba seguro y, en ese
momento, no quería saberlo.
—No sé. Salir con ella a espaldas de su padre fue una estupidez. Y
una putada para Witt. No me siento orgulloso de eso. Seguramente, si no
lo hubiera hecho, ella seguiría viva.
—Lo sé.
Hardy lamentó que Joni no le llevara la contraria, a pesar de que no
habría servido de nada. Conocía sus responsabilidades en aquel embrollo,
pero hubiera sido agradable que alguien estuviera en desacuerdo con él.
—Quiero decir —dijo Joni unos instantes después— que sé que te
sientes responsable, pero tú no emborrachaste a aquel tipo. Y en cuanto a
que Karen saliera contigo… Si era su hora, era su hora, Hardy. Podría
haber ido en el coche con Witt.
El le lanzó una mirada.
—¿De veras lo crees?
Joni lo miró a los ojos un momento.
—Eso intento —dijo finalmente.
Eso intentaba. Ya. Tal vez el que necesitaba terapia fuera él. Y pronto.
Para averiguar de qué se sentía responsable y cómo podía superarlo.
Porque la verdad era que no estaba manejando muy bien aquel asunto.
—Lo siento —dijo Joni. No creo que fuera culpa tuya que Karen
muriera. De verdad. Es sólo que… bueno… —se interrumpió y luego
masculló una palabrota en voz baja. Olvídalo. Supongo que todos somos
culpables. Tú por salir con Karen a espaldas de Witt, yo por estar celosa de
ella y UIT por proteger demasiado a su hija, porque, si no hubiera sido así,
tú habrías podido ir a verla a su casa y esa noche no habríais tenido que
salir con el coche. ¿Se le habrá ocurrido eso a Witt, eh?
—Joni…
Ella agitó una mano, haciéndole callar.
—Si alguien tiene la culpa, puede que sea Witt. Fue él quien obligó a
Karen a verte en secreto. Y desde entonces te ha estado culpando de algo
que no pudiste evitar… ¡y a mí de estar viva!
Sus últimas palabras salieron casi como un grito y dejaron tras ellas
un silencio tan profundo que Hardy creyó oír el latido de su corazón en los

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oídos. ¿Que Witt la culpaba a ella por estar viva? ¿Eso hacía? ¡Señor! Si en
ese momento hubiera podido echarle el guante a Witt Matlock,
seguramente habría estado a punto de matarlo. ¿Cómo podía ese hijo de
puta haberse pasado doce años haciendo que Joni se sintiera así? ¿Cómo
podía ser tan cruel?
—Joni…
—No importa. Pero acabo de darme cuenta de una cosa.
—¿De qué?
—De otra razón por la que mi madre me dijo que Witt es mi padre.
Todos estos años, he estado sintiendo que Witt deseaba que hubiera
muerto yo en lugar de Karen. Supongo que ella también lo sentía. Tal vez
incluso estaba convencida de ello.
—Pero ¿para qué crees que te lo habrá dicho?
—Tal vez para que supiera que, si yo hubiera muerto, Witt habría
perdido a una hija de todos modos.
—¡Jesús! —dijo él en voz baja, y tuvo que hacer un esfuerzo para no
cerrar los ojos por la angustia que de pronto sentía por Joni. De todos
modos, no podía cerrarlos. La tormenta estaba empeorando y la nieve
empezaba a acumularse sobre la carretera—. Cuando lleguemos a
Wetrock, voy a parar en algún sitio para que comamos algo. Luego
podemos decidir si queremos intentar volver a casa esta noche.
—Yo tengo que volver. Mañana trabajo.
—Seguramente escampará, pero voy a decirte algo, Joni. No pienso
matar a otra hija de Witt por una tontería.
Aquellas palabras parecieron impresionar a Joni. Hardy vio por el
rabillo del ojo que se envaraba un poco y que luego, al cabo de un
momento, volvía a relajarse.
—Está bien —dijo por fin—. De acuerdo. Pero recuerda que no soy su
hija de verdad. Me ha repudiado.
Aun así, seguía siendo la hija de Witt. Y lo único que Hardy quería era
llevarla a casa sana y salva para no tener que revivir aquella pesadilla.
Después de eso, se concentró en la conducción y dejó que los
kilómetros fueran pasando en silencio. Sólo los postes reflectantes de la
cuneta le permitían ver por dónde discurría la carretera. Por lo visto, su
esperanza de escapar a la tormenta dirigiéndose hacia el sur había sido un
fiasco. El tiempo parecía empeorar por momentos.
—Debí mirar el parte del tiempo —masculló cuando la nieve empezó
de pronto a girar en torbellino delante de él, cegándolo por un instante.
—Te dije que iba a haber tormenta.
—Sí, pero no esperaba que fuera tan fuerte.
—Está afectando a tres estados.
—Genial. A esto no se le ve el final.
—No, a menos que quieras conducir hasta el sur de Nuevo México.
Hardy se dio cuenta de que Joni no pretendía criticarlo. En realidad,
casi parecía estar bromeando. Incapaz de creerlo, le lanzó una mirada y
vio que estaba sonriendo. Una sonrisa débil, pero auténtica.
—Lo único que quería —comentó— era una taza de café lejos de los
ojos vigilantes y las incansables lenguas de Whisper Creek.
A ella se le escapó una breve risa.
—Pues esto parece más bien una expedición al Polo Norte.

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Él se atrevió a lanzarle otra mirada.


—¿Qué te ha hecho cambiar de humor?
—Darme cuenta de lo que ha pasado todos estos años. Comprender
que Witt me tenía rencor, aunque no lo dijera. No era culpa mía, Hardy.
Era culpa de Witt.
—Madre mía, ese tipo está chiflado —a Hardy no se le ocurrió decir
otra cosa, porque no podía concebir que alguien sintiera rencor porque
otra persona no hubiera muerto en un accidente de tráfico.
Llegaron al fin a Wetrock y Hardy paró en el primer restaurante que
encontraron.
El aparcamiento estaba casi vacío porque la gente sensata había
escuchado el parte meteorológico. Había, sin embargo, una camarera y un
montón de mesas vacías, así que disfrutaron de cierta privacidad mientras
contemplaban cómo soplaba fuera la nieve.
La camarera acudió inmediatamente con tazas y una cafetera.
—Habéis tenido suerte, chicos —dijo—. Sólo está abierto porque éste
es un negocio familiar. Todos los demás han cerrado.
Hardy la miró notando un hueco en la boca del estómago.
—¿Tan mal está la cosa? —en aquellas montañas, el tráfico no se
detenía por mucho tiempo. La gente estaba acostumbrada a aquel clima.
—Eso parece —dijo ella mientras les llenaba las tazas—. Pedid con
tranquilidad. No hay prisa. Y, si os hace falta, hay un motel un poco más
arriba que todavía tiene algunas plazas libres.
—Tal vez debería llamar y reservar un par de habitaciones —dijo
Hardy, mirando indeciso a Joni. Ella se encogió de hombros y luego asintió.
—Ya llamo yo —dijo la camarera—. Fred me hará ese favor. ¿Dos
habitaciones?
—Sí, por favor.
—Ahora os digo algo —les dio las cartas de plástico y desapareció en
la cocina.
—Lo siento, Joni —dijo Hardy.
—No te preocupes. Yo vi el tiempo, pero no tenía ni idea de que la
cosa iba a ponerse tan fea. Imaginaba que sería lo de siempre.
Era muy amable por decir aquello.

—¿Te he contado lo de aquella vez que me quedé atrapado en Deer


Lodge, Montana? Ella sacudió la cabeza.
—¿Qué ocurrió?
—Volvía de un viaje a Boise. Era a finales de mayo. El caso es que
empezó a nevar con fuerza mientras bajaba por las montañas, así que
decidí pasar la noche en Missoula. Por la mañana parecía que iba a hacer
buen tiempo, así que me puse en camino otra vez. Gran error. Cuando
llegué a Deer Lodge, me di cuenta de que tenía suerte de seguir vivo, así
que paré en un pequeño motel. Ése sí que era cutre —sonrió suavemente
—. La cosa se puso tan fea que tuve que compartir habitación con dos
camioneros que no habían podido seguir su camino. Acabamos haciendo
una cena estupenda con lo que pudimos comprar en la tienda de enfrente.
—Parece que al final resultó divertido.
—Pues sí, la verdad. Oí unas historias increíbles, sobre todo cuando

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aquellos dos tipos empezaron a trasegar cerveza.


Ella sonrió, y Hardy se sintió un poco mejor.
Pidieron hamburguesas y patatas fritas. La camarera estaba aburrida
y se pasó charlando con ellos más tiempo del que Hardy habría querido,
pues ello le impidió conversar en privado con Joni. Tendrían mucho tiempo
después, se dijo. Iban a quedarse en el motel de la carretera. La camarera,
que dijo llamarse Sally, les había conseguido dos habitaciones.
Media hora después enfilaron una carretera desierta en dirección al
motel. Los coches estacionados en los aparcamientos y a lo largo de la
calle estaban sepultados en nieve.
—Me siento como un capullo —dijo Hardy.
—Pues no lo eres. Si hubiera sabido que iba a nevar así, te habría
dicho que no. Pero pronto escampará.
Tal vez sí, tal vez no. Hardy no pondría la mano en el fuego hasta que
viera el parte meteorológico.
El motel resultó ser bastante agradable. Era lo bastante limpio y
nuevo como para que Hardy no tuviera la impresión de que las paredes
estaban pegajosas. Las habitaciones se comunicaban por una puerta
situada entre las dos, lo cual estaba bien o mal, dependiendo de cómo se
mirara. Estaba bien porque no tendrían que salir con aquel tiempo si
querían charlar un poco, pero mal porque… Bueno, porque era una
tentación. Hardy tenía que admitirlo. Joni Matlock le tentaba. Había algo
en ella que lo atraía como una flor a una abeja. Casi podía imaginarse
zumbando alrededor de Joni y lanzándose impetuosamente a saborear su
dulzor. Pero eso no podía ser, de modo que no tenía sentido pensarlo.
Tendría que andarse con cuidado y recordar que no podía volver a seducir
a una hija de Witt Matlock.
Joni desapareció en su habitación, de modo que él se metió en la suya
y pensó que era mejor así. Pero de pronto se le ocurrió algo. Llamó a la
puerta que comunicaba las dos habitaciones. Al cabo de un minuto, Joni
giró la llave de su lado y la abrió.
—Voy a salir a ver si puedo comprar algo de comida para esta noche
—le dijo Hardy. Hay un supermercado aquí al lado, creo. Enseguida
vuelvo.
Ella asintió con la cabeza.
—Está bien. Gracias.
La puerta se cerró otra vez y la cerradura giró. «Bien», se dijo él. Pero
la verdad era que no se sentía nada bien.
Se montó en el coche. El supermercado estaba a una manzana y
media de distancia, y, cuando llegó allí, Hardy dio gracias por tener
tracción a las cuatro ruedas. La nieve era muy profunda, y por lo visto las
máquinas quitanieves no pasaban por las calles secundarias.
La tienda estaba abierta todavía, aunque dentro sólo había una cajera
aburrida y un encargado con cara de pocos amigos. Hardy agarró un
carrito y empezó a recorrer los pasillos, eligiendo conservas que podían
comerse sin calentar. Mantequilla de cacahuete, mermelada, una barra de
pan, platos de papel, servilletas, cubiertos de plástico, un abrelatas,
patatas fritas y galletas saladas. Hizo una pausa, miró su provisión y se dio
cuenta de que iba a comprar mucho más de lo que necesitaban para esa
noche. Pero quería cosas variadas. No quería que tuvieran que aguantarse

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con mantequilla de cacahuetes y alubias cocidas frías. Y lo que no se


comieran, podían llevárselo a casa.
Leche y refrescos que podía mantener fríos poniendo un poco de
nieve en el cubito del hielo o en el lavabo. ¿Y por qué no llevar una de
aquella neveritas de corcho blanco? Si la compraba, podía llevarse
también algunas cosas frescas…
Se daba cuenta de que estaba intentando distraerse, no pensar en
Joni, ni en Witt, ni en cómo había vuelto a escaparse con la hija de Witt.
Maldición, ojalá Joni no se lo hubiera dicho.
Al doblar una esquina, se encontró con unas camisetas. Cosas para
turistas, publicidad chillona de Colorado, las Rocosas y el esquí. Pero ni
Joni ni él tenían ropa para cambiarse, de modo que eligió un par de las
más grandes que pudo encontrar. Calcetines también, pensó. A los dos les
vendrían bien unos calcetines limpios…
Estaba perdiendo el tiempo otra vez. Obligándose a afrontarlo, se
dirigió a la caja. Entonces se acordó de la lectura. Volvió sobre sus pasos,
eligió un par de revistas, una novela de suspense y otra romántica. Era
horroroso darse cuenta de que no tenía ni idea de si a Joni le gustaba leer
y, de ser así, cuáles eran sus preferencias.
Parecía una locura comprar una bolsa de hielo en medio de una
tormenta de nieve, pero la necesitaba para la neverita. Diez minutos
después aparcó de nuevo delante de su habitación.
Se sorprendió cuando, al entrar con las bolsas de plástico, encontró
abierta la puerta de comunicación y a Joni allí de pie.
—Estaba empezando a preocuparme —dijo ella.
El levantó las bolsas.
—He tirado la casa por la ventana.
—¿Piensas dar de comer a un regimiento? —ella parecía cansada.
—No, sólo quería que tener donde elegir —metió la neverita en la
habitación y guardó en ella los botes de refresco y la leche. No hay
bebidas calientes, me temo.
—Ya me he encargado yo de eso. He llamado a la oficina y Fred nos
ha ofrecido una cafetera eléctrica que tiene por ahí.
—Vaya, no he comprado ni café ni té.
Ella se echó hacia atrás, agarró algo de su cómoda y levantó una caja
y una lata, diciendo: —¡Tata!
Él se echó a reír.
—¿Fred?
—Sí. Es un encanto. Según parece, nos trata bien porque somos
amigos de Sally.
—Tengo que conocer a más camareras.
—Puede que eso allane un poco el camino.
El acabó de sacar la compra y colocó las cosas encima de la cómoda.
—Camisetas —dijo, levantando las dos que había comprado—. He
pensado que podían servirnos de pijama. Elige la que quieras.
—Estás en todo.
Joni eligió la verde, y Hardy se alegró de quedarse con la azul marino.
Ella pareció igualmente complacida con los gruesos calcetines que le
ofreció.
—Lo siento, ropa interior no había.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Puedo lavar la mía en el lavabo y colgarla encima del radiador para


que se seque.
La imagen de sus pequeñas braguitas extendidas sobre el radiador
hizo que a Hardy se le secara la boca. De pronto pensó que, aunque la
puerta de comunicación estuviera abierta, lo mejor sería no cruzar el
umbral.
Lo cierto era, pensó mientras le pasaba a Joni las revistas y los libros,
que llevaba un montón de años intentando no pensar en Joni Matlock. Y de
pronto todas las cosas que no había pensado parecían bullir en su interior,
recordándole lo que había deseado durante tanto tiempo y no había
podido tener.
Y ésa era la verdad pura y dura: nunca podría conseguirla. Si se liaba
con ella, a Witt se le cruzarían los cables y le haría la vida imposible a
Hannah, y tal vez incluso a Bárbara. Así que, aunque surgiera la ocasión,
tenía que mantenerse a una distancia prudencial de Joni. Y eso significaba
no acostarse con ella, ni desearla siquiera.
Significaba también no meterse en ridículos atolladeros como aquél.
¿Por qué demonios se le habría ocurrido irse con ella? ¿Acaso tenía
impulsos auto destructivos? ¿Quería que las cosas empeoraran, en vez de
mejorar?
—Convendría que llamaras a tu madre —le dijo a Joni.
Sugirió aquello porque necesitaba separarse unos minutos de ella,
más que por deferencia hacia Hannah. Si a Hannah le preocupaba Joni,
debería haberla llamado en algún momento durante los tres días
anteriores. Pero no había llamado. Y a Hardy le costaba trabajo imaginar
que no supiera dónde estaba su hija.
Por otro lado, quizá Hannah creyera que Joni necesitaba un poco de
soledad. Tal vez sólo le estaba dando un respiro. Podía ser. Pero, aun así,
Hardy estaba inquieto.
—No, no voy a llamarla —dijo Joni—. ¿Por qué iba a estar preocupada?
—No sé. Pero puede que lo esté.
—Olvídalo. Ahora no me apetece hablar con ella.
Por lo menos no había dicho que no pensara hablar con ella nunca
más.
—Está bien. Yo voy a llamar a Bárbara.
Joni desapareció en su cuarto, llevándose la ropa y las revistas y
libros. Cerró la puerta y Hardy se encontró preguntándose por qué de
pronto se sentía tan abandonado. Y cuánto tiempo permanecería cerrada
aquella puerta.
Se alegraba, sin embargo, de que estuviera cerrada, al menos de
momento. Así podría pensar un poco con tranquilidad. Aquella puerta era
una barrera visible que necesitaba. Y, además, le permitiría hablar en
privado con su madre.
Bárbara contestó cuando el teléfono sonó por tercera vez.
—¿Dónde te has metido? —preguntó enseguida—. ¿Te das cuenta de
la tormenta que hay? Dicen que es la tormenta del siglo.
Fantástico. Absolutamente fantástico. Debía de ser su mala pata,
supuso Hardy.
—Estoy en Wetrock, con Joni. Se me ocurrió salir a comer fuera, por
cambiar de aires, y nos pilló la tormenta.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Qué bien —el tono de Bárbara daba a entender que Hardy no


estaba en su sano juicio.
—Lo sé, lo sé. Debí prestar atención al parte del tiempo. Pero ya no
tiene remedio.
—Tal vez no debiste invitarla a quedarse con nosotros. Witt es un
hombre poderoso en este pueblo, ¿sabes? Es encargado en la mina, y
mucha gente lo tiene en un pedestal. Y ahora me vienes con éstas. ¿Te
das cuenta de lo que va a pensar?
—No va a pensar nada, porque no tiene por qué enterarse. Nadie
sabe que estamos juntos. Y, además, repudió a Joni.
—Sí, ya, y los cerdos tienen alas. Se enfadó, sí, pero no va a estar
eternamente enfadado con su propia sobrina.
—¿Estás segura de eso? Conmigo lleva enfadado doce años. Ese
hombre no parece tener una pizca de compasión en todo el cuerpo.
Bárbara resopló y se quedó callada.
—Lo siento —dijo al cabo de un momento—. Me alegro de que
invitaras a Joni a quedarse con nosotros. Ahora necesita ayuda. En cuanto
a Witt… bueno, lo que le pasa es que su madre murió cuando él tenía
dieciséis años. Nunca ha superado el haber tenido que madurar
demasiado deprisa, y, además, le habría venido bien que alguien le
metiera en cintura. Que le dieran bofetón de vez en cuando… En fin… —
hizo una pausa—. Está bien. Supongo que querrás que llame a Hannah.
—Se me ha pasado por la cabeza, sí.
—De acuerdo. Pero no voy a decirle que estás con Joni. Que ella
ponga los puntos sobre las íes, si quiere.
—Como quieras, mamá.
—En cuanto a ti —dijo ella con aspereza—, espero que no cometas la
estupidez de hacer algo de lo que puedas arrepentirte.
—Confía en mí, estoy escarmentado.
Tal vez. Tal vez, si lo repetía a menudo, aquella idea penetrara en su
cerebro abotargado. Tal vez pudiera hipnotizarse y llegar a creérselo. Pero
lo único que podía pensar en ese momento era que estaba a punto de
cometer el mayor error de su vida.

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Capítulo 12

Joni encendió la televisión y se alegró de ver que tenían emisión por


cable. Buscó enseguida el canal del tiempo y lo que vio no le levantó el
ánimo. Los pronósticos eran mucho peores que esa mañana. Una enorme
tormenta estaba descargando ingentes cantidades de nieve sobre cinco
estados, y no se esperaba que empezara a amainar hasta pasadas
veinticuatro horas. Eso significaba que podían estar encerrados en aquel
motel una noche más.
Aquella posibilidad la inquietaba por muchas razones. La primera y
más importante, porque no quería pasarse dos días sin nada que hacer. En
casa de Hardy no lo había pasado tan mal porque tenía el trabajo, que la
distraía, y porque, cuando empezaba a agobiarse, siempre podía irse a dar
un paseo. Pero tras tres días viviendo como una autómata y dándole una y
otra vez vueltas a lo mismo, no sabía si podría soportar dos días enteros
en su propia compañía.
Luego estaba lo de Hardy. Él podía distraerla, desde luego. Pero Joni
temía cómo podía hacerlo. Temía los deseos, apenas reconocidos, que
albergaba su corazón, y no olvidaba que ceder a ellos podía ser el mayor
error de su vida.
Por otra parte, Hardy no la deseaba a ella. Estar con ella debía de ser
para él como echar sal en la herida. Casi la asombraba que pudiera
soportarlo.
Suspirando, descorrió las cortinas y se quedó mirando la nieve. La
tormenta arreciaba, y la nieve parecía un denso y blanco torbellino.
Aunque dejara de nevar esa noche, lo más probable era que las máquinas
quitanieves no pudieran despejar las carreteras hasta la tarde del día
siguiente.
Podía aprovechar para echarse la siesta. Desde que su madre había
arrojado la bomba, casi no había podido pegar ojo, se pasaba las noches
dando vueltas en la cama y, cuando al fin conseguía dormirse, tenía
pesadillas. Demasiado estrés, demasiada ansiedad, demasiados
sobresaltos.
Se giró para mirar la cama doble, pensando en lo agradable que sería
echarse un rato. Tal vez con la tele puesta pudiera distraerse hasta que se
quedara dormida.
Se recostó sobre las almohadas y se puso a mirar la televisión,
cambiando de canal con la esperanza de encontrar algo que retuviera su
interés lo suficiente como para evitarle pensar, pero no tanto como para
impedir que se durmiera.
Como cabía esperar, no tuvo suerte. Era mediodía. Las películas eran
antiguas y demasiado familiares para atraer su atención, las tele comedias
no le gustaban, y los demás programas no despertaban su interés.
Finalmente regresó al canal del tiempo, diciéndose que al menos podía ver
los informes sobre la tormenta que daban cada diez minutos.

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Lo cual le recordó que tenía que llamar a su jefe para decirle que
seguramente mañana no iría a trabajar. Él se mostró comprensivo y, tres
minutos después, Joni se encontraba mirando de nuevo la tele e
intentando no pensar.
Pero pensaba de todos modos. Para su desesperación, recordó de
pronto una fantasía de sus años del instituto. Hardy y ella se quedaban
atrapados en medio de una tormenta de nieve. El modo en que quitaba a
Karen de en medio variaba. A veces, Hardy y ella iban de camino al
aeropuerto, a recogerla. Otras salían juntos a hacer un recado y Karen se
quedaba en casa porque tenía que hacer algo. Y entonces los pillaba la
tormenta. El coche se salía de la carretera. Cerca había una vieja cabaña
donde buscaban refugio, y encontraban suficiente madera para hacer un
fuego en la chimenea y algunas latas de conservas que podían comerse. Y
mientras estaban allí atrapados. Hardy descubría que estaba loco por Joni
y que quería estar con ella, en vez de con Karen.
En aquel entonces, esas fantasías parecían inofensivas por el simple
hecho de que Joni estaba segura de que nunca las haría realidad. A pesar
de que sentía atraída por Hardy, Karen era su prima y su mejor amiga.
Jamás habría hecho algo que pudiera perjudicarla. Pero, tras la muerte de
Karen, esas fantasías volvieron a asaltarla atrozmente, haciendo que se
sintiera como una mala persona y que se preguntara si haber deseado
quitar a Karen de en medio no habría tenido algo que ver con su muerte.
Era una idea supersticiosa, y lo sabía. Pero aun así no podía sacudirse la
mala conciencia.
Luego estaba Witt. A veces se preguntaba si se imaginaba aquella
mirada suya que parecía decirle: «¿Por qué tú estás aquí y Karen no?».
Witt nunca le había dicho nada parecido, pero ella lo sentía de todos
modos. Lo sentía con tanta fuerza que le hacía sufrir.
Y encima la había repudiado. Dios. Aquel hombre, que había llorado
inconsolablemente a su hija durante doce años, a ella la había arrojado de
su lado como si le importara tan poco como una servilleta de papel usada.
Era doloroso. Y no quería pensar en ello.
Se oyó un toc toc en la puerta que comunicaba las habitaciones. Joni
pensó un instante en hacerse la dormida, y luego decidió que era una
tontería. ¿Qué había de malo en charlar un rato con Hardy? Él nunca había
expresado el más mínimo interés en ella, quitando el propio de un amigo.
Se levantó y abrió la puerta.
—Siento molestarte —dijo él—, pero estoy aburrido. En la tele no hay
nada. Así que he pensado que a lo mejor no te importa prestarme una
revista o un libro…
Joni sintió que se ponía colorada.
—¡Ay, lo siento! Me había olvidado por completo —no recordaba que
se había llevado las revistas y los libros a su habitación—. Pasa. Están
encima de la mesa.
—Ojalá hubiera comprado una baraja de cartas —dijo Hardy, entrando
en la habitación—. Pero no se me ocurrió.
—No importa.
Él se acercó a la mesa y eligió una revista. Pero no salió
inmediatamente. Se quedó allí parado, con la revista en la mano, mirando
a Joni.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—No parece que el tiempo vaya a mejorar.


—Ya lo he visto —hablar del tiempo. Después de todo lo que habían
pasado juntos, aquello parecía… forzado.
—Sí —Hardy siguió allí parado, indeciso—. ¿Sabes…?
—¿Sí?
Pero él vaciló un instante más.
—¿Por qué no hacemos un poco de café o de té y vemos una película
o una serie?
Ella tenía que reconocer que la televisión no le parecía tan aburrida si
podía verla con él.
—Claro —y sonrió, la primera sonrisa espontánea que había esbozado
desde hacía días.
Él pareció contener el aliento y luego asintió con la cabeza.
—Bueno, vamos.
Joni se preguntó qué le había hecho contener el aliento, pero su
semblante no traslucía nada y, por alguna razón, a ella le daba miedo
preguntar. Tal vez le hubiera dado una especie de calambre. A fin de
cuentas, había estado muy tenso mientras conducía en medio de la
tormenta.
Se decidieron por el té y ahuecaron las almohadas de la cama de
Hardy para acomodarse en ella con una bolsa de patatas fritas. Era casi
como una inocente fiesta de pijamas, pensó Joni. Si no fuera porque
ninguna fiesta de pijamas con Hardy Wingate podía ser inocente.
Estaba claro que su imaginación parecía empeñada en jugarle malas
pasadas haciéndole notar lo largas que parecían las piernas de Hardy con
aquellos vaqueros gastados. Y lo suave que parecía la tela. Apartó la
mirada y procuró concentrarse en la teleserie que habían elegido, uno de
cuyos personajes estaba sufriendo una crisis porque no sabía si su mujer
estaba liada con un tío del que había estado enamorada y al que había
dejado plantado porque no tenía ni oficio ni beneficio. O, al menos, ésa fue
la impresión que sacó Joni. Luego la escena cambió a la mujer, que, en
efecto, estaba liada en secreto con su antiguo amante, pero no porque le
interesara sexualmente, o eso decía ella, sino para ayudarlo a salir de una
depresión en la que él había caído por culpa de otra ex novia…
Joni miró a Hardy.
—¿Por qué será que esto me recuerda a mi vida?
Él se echó a reír y sus ojos brillaron.
—Tal vez porque se parece a la vida misma. Todos pasamos por
épocas que podrían ser pasto para estas series.
—¿Ah, sí? —Joni no sabía si creerlo. Suponía que era cierto—. En fin,
supongo que, en comparación, mis problemas son triviales.
—¿En comparación con qué? ¿Con esa serie? Eso no puede
compararse, Joni. Tus problemas son reales, y dolorosos. Si quieres subirte
por las paredes y desahogarte conmigo, puedes hacerlo. Estás en tu
derecho.
Pero ella no quería hacer eso.
—Ya lo he hecho suficientes veces —dijo. Estoy harta de mí misma.
El asintió con la cabeza.
—Sé lo que es eso. Es una sensación horrible, ¿verdad? Los
problemas no desaparecen, pero no puedes dejar de darles vueltas hasta

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que sientes asco de ti mismo.


—¿A ti también te pasa?
—Claro. A veces me han dado ganas de irme al fin del mundo. Lo
malo es que te llevas los problemas contigo.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé. Voy a procurar mantenerme alejada de Hannah y de Witt. Si
no los veo, si no tengo que pensar en lo… en lo falsos que son… Quiero
decir que… no puedo olvidarlo. Si fueran unos perfectos extraños, lo
entendería mejor.
—Sí, ya —él suspiró y se recostó un poco más sobre las almohadas—.
¿Sabes?, todavía no me lo explico. Ya sabes que no le tengo mucho
aprecio a Witt. Algunas veces pienso que es uno de los gilipollas más
grandes sobre la faz de la tierra. Pero sólo por cómo me ha tratado. Por lo
demás, siempre me había parecido más derecho que una vela.
—A mí también. Va a la iglesia dos veces por semana y todos los años
da clases en la escuela dominical.
—Eso no significa que no sea humano.
—Cierto —suspiró ella, y se miró las manos, que retorcía sobre el
regazo.
—Es que estoy alucinado —continuó Hardy—. Witt se mató a trabajar
para que Lewis estudiara medicina. Prácticamente sacrificó su vida por él
desde los dieciséis años. Es un poco raro que un tipo capaz de hacer eso
cometa adulterio con la esposa de ese mismo hermano.
—Sí, eso pensaría cualquiera —dijo Joni casi con amargura.
—Y, además, Witt nunca ha sido de los que andan detrás de mujeres
casadas, al menos que yo sepa. Desde que murieron su mujer y Lewis,
siempre anda alrededor de tu madre.
—Sí. Seguramente con la esperanza de probar otro sorbito de miel.
Hardy pareció un poco escandalizado, pero no dijo nada al respecto.
—Así que —continuó—, no me imagino a Witt haciendo algo así,
porque sí. Como por casualidad. Ni a tu madre tampoco. Hay un montón
de tíos que babean por ella desde que se mudó aquí, y ella no les hace ni
caso. Ni siquiera sale. Así que ella tampoco es muy dada a tener rollos por
ahí.
—Pero todo eso es desde que murió Lewis —puntualizó Joni—. No
sabemos cómo eran antes de que naciera yo.
—Pero yo he oído contar muchas cosas de Witt. En Whisper Creek se
le tiene mucho respeto. Muchísimo. Es uno de esos tipos a los que todo el
mundo admira. Bueno, todo el mundo menos yo.
—Sí, ya. ¿Y qué? Ninguno de los dos tiene rollos por ahí. Pero aun así
me concibieron.
Hardy asintió con la cabeza.
—Exacto. Y me encantaría saber qué es lo que pasó. Creo que las
circunstancias tuvieron que ser en cierto modo extraordinarias.
Joni no lo había pensado desde ese punto de vista. Había estado
concentrada en lo sórdido que le parecía todo, en el asco que le hacía
sentir haberse enterado de que su tío era su padre.
—Con sólo pensarlo me dan ganas de darme un baño.
—¿En serio? Pero… ¿qué pensarías si ahora quisieran casarse?
—No me importaría. Francamente, llevo años preguntándome por qué

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no lo hacían. Tal vez ésta sea la razón. Puede que se sientan demasiado
culpables. O puede que mamá no quiera decirle la verdad después de
haber guardado el secreto tanto tiempo. No sé. En cualquier caso, eso no
hace que me sienta mejor. En aquella época era distinto. Estaban
engañando a alguien a quien supuestamente querían.
Él asintió.
—Sí, así es. Pero también eran más jóvenes.
—Han conseguido mantener las manos quietas más de veintiséis
años. Así que ¿qué les pasó entonces?
—Tal vez deberías preguntárselo.
Joni sacudió la cabeza inmediatamente.
—De eso nada. No quiero saberlo. No quiero volver a ver a ninguno de
los dos.
Si Hardy no la creía, al menos tuvo el buen sentido de callárselo. Joni
se tumbó sobre las almohadas y fingió mirar la televisión. ¿Preguntarle a
su madre? Primero tendría que helarse el infierno. No quería conocer los
sórdidos detalles. No quería saber nada de aquel asunto.
—¿Hardy?
—¿Mmm?
—¿Qué pensaba Karen de Witt?
El vaciló un momento.
—Bueno —dijo finalmente—, tú eras su mejor amiga. ¿Qué te decía a
ti de él?
—Muy poco. Seguramente porque era mi tío. ¿Qué te decía a ti?
—Bueno…, decía que se aferraba a ella demasiado desde la muerte
de su madre. Decía que a veces sentía que la asfixiaba. Supongo que por
eso, en parte, salía conmigo en vez de hacerle caso.
Joni echó la vista atrás, intentando recordar.
—Yo creo que la agobiaba un poco. Pero seguramente no tanto como
ella pensaba. Witt había perdido a su mujer y a su hermano. Supongo que
le daba mucho miedo perderla a ella también.
—Puede que sí. Yo entonces era demasiado joven para darme cuenta
de esas cosas —Hardy se hundió un poco más en las almohadas. La serie
de televisión había pasado al olvido. Me parecía autoritario y poco
razonable. Pero no sé si yo habría hecho lo mismo en su lugar.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Siempre eres tan generoso?
Hardy se encogió de hombros.
—Intento ser justo.
—¿Justo? Él no ha sido justo contigo.
—Eso no significa que yo no pueda serlo.
Lo cual, pensó Joni, era una afirmación profunda que ella había
perdido de vista últimamente. Una afirmación que debía recordar.
—Eres muy bueno, Hardy.
Para sorpresa de Joni, él se puso colorado. Al verlo, ella sintió un
hormigueo y sonrió. Comprendió de pronto que no estaba acostumbrado a
los cumplidos, y le pareció un poco triste.
Luego él pareció concentrarse de nuevo en la tele, y Joni fijó su
atención en la pantalla, fingiendo que la veía. Quería darle un respiro a
Hardy para que se repusiera de su azoramiento.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Unos instantes después, casi sin darse cuenta, cayó en un profundo


sopor por primera vez desde hacía días.
Hardy también se quedó dormido. No tenía sueño atrasado, pero la
tarde invitaba a dormitar, y no había nada que retuviera su atención. Las
teleseries se convirtieron en magazines, y él se quedó dormido.
Cuando despertó, lo primero que notó fue el aullido del viento en el
exterior. Sonaba a frío. Entonces sintió un peso sobre él. Al girar la cabeza,
vio a Joni acurrucada contra él, con la cabeza apoyada sobre su hombro.
Incluso con aquella tenue luz podía ver cómo se agitaban los sueños tras
sus párpados.
No sabía cómo desasirse de ella sin despertarla. Joni necesitaba
dormir, y él necesitaba ir al baño. Y también mover el brazo antes de que
se le quedara paralizado.
Luego estaba, claro, el hecho de que el contacto de Joni despertaba
en él necesidades de otra índole, necesidades que no podía permitirse
satisfacer. Tenía edad suficiente como para controlar aquellos impulsos,
pero eso no le impedía sentir un profundo anhelo.
Era, se dijo, un suplicio agridulce yacer junto a una mujer a la que
deseaba desde hacía años y no poder tocarla. La hija de Witt. Cielo santo,
aquello era la gota que colmaba el vaso. Si antes no había modo de
acercarse a ella, ahora tenía la impresión de que los barrotes de la jaula se
habían transformado en una pared de acero sólido. Como si, con sólo
mirarla, fuera a meterse en un lío.
Sabía, en parte, que aquello era injusto. Pero sabía también que la
vida no era justa y que no tenía sentido quejarse. Para el caso, era como si
Joni Matlock viviera en otro planeta.
Decidió que había ciertos límites para el tormento que tenía que
soportar y se movió, dejando caer la cabeza de Joni, pero se alegró al ver
que ella se limitaba a resoplar y a darse la vuelta.
Se levantó cuidadosamente y fue a mirar por la ventana. La noche de
invierno iba a aposentándose, pero la iluminación exterior del motel
permitía ver la nevada. Los remolinos de nieve no dejaban ver la oficina,
situada en diagonal a la habitación, y lo único que Hardy veía de su coche,
aparcado justo enfrente, era una imagen borrosa de la rejilla. Visibilidad
cero. Se le escapó una risa silenciosa al darse cuenta de que aquella
expresión también podía aplicarse a su vida.
—¿Por qué volviste a Whisper Creek?
Aquella voz soñolienta, tan sensual que le hizo sentir como si le
hubieran acariciado psíquicamente, procedía de detrás de él. Hardy se dio
la vuelta y vio que Joni tenía los ojos abiertos. Todavía parecía
adormecida, y daban ganas de abrazarla.
—Lo siento —dijo él—. No quería despertarte.
—No me has despertado. ¿Vas a contestar a mi pregunta?
Él se encogió de hombros.
—No sé. Es mi hogar.
Ella sacudió la cabeza y se incorporó sobre las almohadas.
—Lo digo en serio, Hardy. El modo en que te trató Witt… ¿Por qué no
buscaste trabajo en algún estudio de arquitectura de Denver o en
Chicago? ¿Por qué volviste? Podrías haber ganado más dinero, haber
construido más diseños tuyos…

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¿Es eso lo que crees que debería hacer? ¿Ganar más dinero?
La pregunta pareció sorprender a Joni.
—No, claro que no. Es sólo que me preguntaba por qué. Tú tenías una
salida.
—Tú también.
—Cierto —suspiró ella, y cerró los ojos—. Yo volví porque… —vaciló—.
¿Sabes?, la verdad es que no sé por qué volví. Antes me decía que era por
mi madre.
—Sí, yo también. No quería que Bárbara se quedara sola, y tampoco
quería desarraigarla. Por lo menos eso era lo que me decía.
—Sí, exacto —ella abrió los ojos otra vez y se apartó el pelo de la cara
—. Todo tiene que ver con Karen, ¿sabes? Es por esa sensación de que
hay un asunto pendiente. Al menos para mí. Pero supongo que Witt ya le
ha puesto punto y final, ¿no? —se levantó de la cama de un salto—. Voy a
lavarme un poco la cara. Luego supongo que deberíamos preparar algo de
cena.
Antes de que él pudiera decir nada, Joni desapareció en su habitación.
Él se volvió de nuevo hacia la ventana y abrió de par en par las cortinas.
Mientras contemplaba las fauces de la tormenta, pensó en lo que ella le
había dicho.
Sí, era un asunto pendiente lo que le había hecho volver. Pero no se
trataba de Karen. Ni de Witt. Ni siquiera de su madre.
Sino de Joni.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 13

Hannah sintió que una racha de viento se enredaba alrededor de sus


tobillos y deseó echar más leña a la estufa, pero sabía que Witt odiaba el
calor, y en ese momento no estaba de muy buen humor.
En realidad, pensó Hannah, parada en la puerta del cuarto de estar
de Witt, estaba sumamente deprimido. Desde que estaba en casa, se
quedaba sentado en su sillón y no hacía más que refunfuñar. Y, cuando no
estaba sentado, se movía con gran cuidado, como si a cada paso temiera
que fuera a darle otro ataque al corazón.
En ese momento estaba sentado en su tumbona, contemplando la
tormenta por la ventana.
—Tiene mala pinta, ¿eh? —dijo ella, intentando mantener un tono
normal. Él se encogió de hombros sin convicción, pero no volvió la cabeza
para mirarla—. Dicen que es la peor tormenta de los últimos cincuenta
años —Witt no contestó, y Hannah sintió un escalofrío en el corazón. A
Witt siempre se le ocurrí algo que contestar a comentarios como aquél.
Siempre recordaba una tormenta peor, o una época peor. A veces aquella
costumbre irritaba a Hannah, pero su ausencia le infundía temor—. No hay
ni un alma en la calle —continuó—. Dicen que esto seguirá mañana.
Witt siguió callado. Hannah sintió ganas de zarandearlo. Ella era una
mujer apacible, habituada a afrontar las cosas con lucidez y sin
aspavientos. Pero estaba tan asustada por Witt, y tan enfadada con él,
que sentía la necesidad imperiosa de gritarle hasta que le contestara con
algo más que gruñido indiferente.
Alzó la mirada por encima de la cabeza de Witt y miró la tormenta.
Joni… La preocupación por su hija se apoderó de ella, sofocando el miedo
que sentía por Witt. ¿La perdonaría Joni alguna vez? Y Witt… Witt. Hannah
se descubrió preguntándose si alguna vez sería capaz de perdonar a Witt
por repudiar a su hija de aquel modo. Witt podía ser un hombre difícil,
pero aquello era imperdonable. O casi, en cualquier caso.
Un sinfín de emociones se agolpaba en su corazón, y le entristecía
por no poder hablar de ello con Witt. Durante doce años habían estado tan
unidos como los que más, lo habían compartido todo. Hablaban de todo.
Eran una familia en el mejor sentido de la palabra. Ahora, suponía ella, lo
eran en el peor sentido. Entre ellos mediaba una enorme brecha que no
tenía solución, al menos mientras Witt estuviera enfermo y se negara a
hablar.
Pero tantos años de amor no eran fáciles de olvidar. Se acercó a Witt
con el corazón lleno de pesar. Le puso la mano sobre el hombro,
ofreciéndole en silencio su consuelo y su conmiseración, y deseó con toda
su alma que Joni la llamara. Pero, naturalmente, no la llamaría. Conocía
bien el temperamento de su hija y sabía que podía ser tan obstinada como
Witt.
Sonó el teléfono, y Hannah fue a contestar. Para su sorpresa, era

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Bárbara Wingate.
—Imaginaba que estarías ahí —dijo Bárbara—. Llevo toda la tarde
intentando localizarte en casa.
El miedo se apoderó del corazón de Hannah.
—¿Y Joni…?
—Joni está bien. Pero te llamaba por eso. Hardy y ella se quedaron
atrapados por la tormenta en Wetrock. Están en un motel. Hardy quería
que te avisara.
—Gracias —la invadió una oleada de alivio, una cálida y suave brisa
primaveral.
Bárbara siguió hablando, indecisa.
—Joni me contó lo ocurrido.
Hannah cerró los ojos, sintiendo una oleada de vergüenza.
—¿Sí?
—Sólo quería que supieras… que haré lo que pueda para convencerla
de que hable contigo.
—Eso es muy generoso de tu parte —muy generoso de parte de una
mujer cuyo hijo había sido durante años el objeto del odio del tío de Joni.
No, de su padre.
—No se trata de generosidad —dijo Bárbara afectuosamente—. Yo
también soy madre. Joni va a quedarse con nosotros mientras tanto, así
que no tienes que preocuparte. Yo cuidaré de ella. Sólo espero que Witt no
se entere.
«Yo también», pensó Hannah cuando colgó tras darle las gracias a
Bárbara. «Yo también».
Witt no había movido ni un solo músculo. No mostró interés alguno
por saber quién había llamado. Hannah se preguntaba cuánto tiempo
duraría aquello y qué podía hacer para levantarle el ánimo. Era normal
deprimirse después de sufrir un ataque al corazón, pero rara vez había
visto una depresión tan profunda como la que parecía estar atravesando
Witt.
Era casi la hora de cenar, de modo que fue a prepararle un plato de
sopa y un sándwich de pavo. El sándwich no iba a gustarle mucho, con
sólo una pizca de mostaza y sin mayonesa, ni tampoco la sopa de
verduras de sobre baja en calorías. Él prefería la sopa de almejas.
Luego, claro, estaba el problema de hacer que se lo comiera. Ya ni
siquiera quería probar bocado.
Por un instante, Hannah sintió un arrebato de exasperación que
estuvo a punto de sacarla de quicio. Consiguió sofocarlo, sin embargo,
convencida de que no le hacía ningún bien ni a él, ni a ella, ni a nadie.
Como Witt parecía pegado a su sillón, abrió frente a él una mesa
plegable de madera y le puso delante la sopa, el sándwich, una cuchara y
una servilleta. Luego regresó a la cocina para llevarle un vaso de agua.
Más tarde prepararía té; era una de las pocas cosas que Witt parecía
dispuesto a probar. Cuando regresó al cuarto de estar, él seguía sin
moverse. La comida estaba intacta y Witt continuaba mirando por la
ventana los remolinos de nieve.
—Witt, tienes que comer.
—No tengo hambre.
—Pues lo siento. Tienes que comer, a no ser que quieras volver al

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

hospital.
—¿Porqué?
Hannah se sentía tan aliviada porque hubiera dicho algo que pensó
en buscar una respuesta conciliadora. Finalmente, decidió decirle lo que
pensaba.
—Oh, no sé. ¿Porque estoy harta de estar en el hospital,
preocupándome por ti? ¿Porque no te recuperarás si no empiezas a
cuidarte?
—No voy a recuperarme.
—A este paso, no, desde luego —Hannah se colocó delante de la
ventana, obstaculizándole la vista—. Mira, has tenido un amago de infarto.
El músculo cardíaco ha sufrido algunos daños, pero no hay de que
preocuparse. Puedes vivir veinte o treinta años más, así que será mejor
que decidas si quieres pasarlos en esa silla o si quieres recuperar tu vida
normal.
El no contestó, pero se incorporó y miró la comida.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó, señalando la sopa.
—Sopa de verduras.
—Ya sabes que a mí sólo me gusta la sopa de marisco de Nueva
Inglaterra.
—Demasiada grasa.
El dejó escapar un bufido de fastidio y se recostó en el sillón.
—No tengo hambre.
—Cómete el puñetero sándwich, Witt.
Hannah salió del cuarto de estar con la cabeza alta y los hombros
erguidos. Unos minutos después, se asomó a la puerta y vio que Witt se
estaba comiendo el sándwich. Menos mal.
Una preocupación menos. De momento. Aunque, claro, eso podía
cambiar en un santiamén.
Regresó a la cocina y puso a hervir el agua para el té. Tal vez debiera
contratar a una enfermera a tiempo parcial para que la ayudara. Porque
ella ya no era joven. Porque estaba demasiado unida a Witt como para
sacudirse fácilmente su depresión y su mal humor. Y porque, tras sólo tres
días, empezaba a sentirse agotada, no tanto física como psíquicamente.
Pero no quería contratar a nadie. Tenía que ser capaz de ocuparse de
Witt. De todos modos, no le exigía cuidados constantes. Sólo estaba
deprimido y malhumorado. No era para tanto. Y seguramente a ella no se
lo habría parecido, de no ser por sus problemas con Joni. Aunque sonara
fatal, tenía la sensación de que Witt era un gran impedimento para que
pudiera reconciliarse con su hija. Si él no la hubiera repudiado, tal vez
para Joni hubiera sido más fácil aceptar la verdad.
Aunque la verdad era horrorosa. Hannah lo sabía, y había llevado
sobre sí la pesada carga de sus remordimientos durante veintiséis años,
desde la noche de locura en la que concibió a Joni. Desde que afrontó el
hecho de que no era mejor que Lewis. Y no lo era, realmente. Ella podía
haber sucumbido a la tentación sólo una vez, y Lewis muchas, pero eso
sólo era una cuestión de grado. Le había sido infiel a su marido y, para
colmo, con su propio hermano.
Aquella amarga convicción había permanecido enterrada en su alma
casi tres décadas, pero nunca había dejado de lacerarla. Suponía que a

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Witt también le hacía sufrir, aunque nunca habían vuelto a hablar del
asunto, ni siquiera cuando, al enviudar, pudieron hacerlo libremente.
Witt era un hombre cabal. Terco algunas veces, pero cabal. Siempre
hacía lo que creía correcto, aunque el resto del mundo pensara que estaba
equivocado, como en el caso de Joni. Tenía que haber sido muy duro para
él saber que había sido infiel con la esposa de su hermano.
Por eso ninguno de los dos había vuelto a hablar del tema. Por eso no
habían buscado una relación más íntima cuando fueron libres para
hacerlo.
Luego estaba Joni. Hannah se preguntaba a veces si Witt intuía que
era hija suya. Seguramente no. Joni colaboró en el engaño naciendo un
par de semanas antes de lo previsto. Y Witt no tenía por qué saber que
Hannah no se acostaba con Lewis desde hacía más de dos meses. Lewis sí
lo sabía, claro, pero nunca dijo nada de la inesperada llegada de Joni.
Nunca preguntó nada. Tal vez porque tenía mala conciencia. Cuando ella
por fin reunió valor para decirle que estaba embarazada, él se limitó a
asentir y dijo:
—Qué bien.
No le hizo ni una sola de las preguntas que ella tanto temía.
Seguramente porque aquello lo liberara. Fuera como fuese, había sido un
buen padre para Joni, a la que había tratado con tanto amor, atenciones y
cuidados como si fuera carne de su carne. Ciertamente, había sido mejor
padre que esposo. Hannah suponía que ello se debía a que le gustaban
mucho los niños. Lewis había hablado alguna vez de tener una gran
familia. Luego parecía haberse conformado con Joni.
Hannah pensaba a veces en eso y se preguntaba si, de no haberse
quedado embarazada de Joni, habrían arreglado su matrimonio y tenido
muchos hijos. Ya no había modo de saberlo, porque, para empezar, aún no
entendía qué había salido mal. Ignoraba si Lewis había empezado a
acostarse con otras por culpa suya o de él, o de los dos. Pero era fácil
culparse a sí misma. Llevaba muchísimo tiempo haciéndolo.
Ahora se preguntaba si habría cometido otro gran error al contarle la
verdad a Joni. Sabía, no obstante, que Joni era más comprensiva que Witt.
No mucho, a veces, pero sí lo suficiente.
Hannah estaba asistiendo al desmoronamiento de su familia por culpa
de la terquedad de un solo hombre. ¿Por qué no iba a usar todas las armas
que tenía a su disposición para impedir que Joni o Witt hicieran algo
irrevocable?
Sólo deseaba poder decírselo a Witt. Pero era demasiado arriesgado.
Sí, él había superado el amago de infarto, pero si se alteraba podía subirle
la tensión, así que, durante un tiempo, al menos, Hannah tenía que
procurar que estuviera tranquilo. Y, de momento, eso parecía significar
que ignorara a su hija.
Hannah casi odiaba a Witt por ello. Pero aquel odio no podía ser real,
por más que ella quisiera. Podía enfadarse con él, insultarlo y decirle que
era un viejo cascarrabias, pero no podía odiarlo. Ni abandonarlo.
Tenía que confiar en que Joni acabaría entrando en razón y estaría
dispuesta a hablar de nuevo con ella. Pero, viendo a Witt, empezaba a
preguntarse si su hija sería capaz de perdonarla.
A Joni se le ocurrió una idea descabellada. Por lo menos, eso dijo. La

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

tormenta había apagado la televisión por cable, que tampoco era muy
entretenida que digamos, así que buscó una hoja de papel barato con el
membrete del hotel, escribió el alfabeto y recortó las letras.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Hardy.
—Una ouija.
—Será broma.
—No. Es una idiotez, lo admito, pero es divertido.
—Mmm.
Ella alzó la mirada de la mesa redonda situada junto a la ventana.
—¿Te estoy asustando?
—¡Claro que no! Pero me parece una tontería.
—Claro que sí. Pero aun así es divertido.
—No creo que se pueda hablar con fantasmas —le gustaba, sin
embargo, verla casi feliz. Bueno, quizá sería mejor decir contenta. La
felicidad estaba muy lejos del alcance de ambos en ese momento.
—Yo tampoco —Joni se recostó en la silla y la luz de la lámpara hizo
brillar sus ojos azules. Ardí podía oír cómo se estrellaban los cristales de
nieve en la ventana, tras ella—. Pero es divertido. Es una tontería, se ríe
uno un rato, y ya está.
Hardy seguía sintiéndose inquieto. Tal vez fuera más supersticioso de
lo que pensaba. Paseó la mirada por la aséptica habitación del motel y
pensó que aquél no era el escenario propicio para que se apareciera un
fantasma. Luego se preguntó por qué demonios se le ocurría aquella idea.
El nunca pensaba en aquellas cosas.
Joni sonreía y parecía contenta, canturreaba suavemente y estaba
más animada de lo que la había visto en doce años. Si aquello la alegraba,
aunque fuera por una hora, él se aguantaría y dejaría de lado sus
supersticiones.
Los recuadros en los que estaban escritos las letras tenían los bordes
irregulares porque Joni había tenido que rasgar el papel sin tijeras. Joni los
colocó cuidadosamente en círculo sobre la mesa y puso en medio unos
recuadros en los que ponía sí y no. Luego colocó junto a ello un vaso de
agua, boca abajo.
—¿Ya está? —preguntó él. ¿Por qué sentía un cosquilleo en la nuca?
—Sí —parecía bastante inofensivo—. Sí, ya sé —dijo ella,
malinterpretando su indecisión. Es un juego de chicas. Pero te prometo
que no se lo diré a nadie.
Aquello acabó de decidir a Hardy.
—Ni se me había ocurrido pensar en eso.
—¿No? Entonces, ¿por qué tienes esa cara de susto?
Él apartó una silla y se sentó.
—Vale, vamos a jugar. ¿Qué hay que hacer?
—Hay que poner los dedos con cuidado sobre el vaso, así —hizo una
demostración. Apenas hay que tocarlo. No se puede empujar.
—De acuerdo —se sentía como un chiflado allí sentado, con las
manos suspendidas sobre el vaso—. ¿Y ahora qué?
—Pregunta algo, cualquier cosa.
Ahora sí que se sentía tonto. ¿Hacerle una pregunta al aire? ¿Qué
clase de pregunta? ¿Qué se le podía preguntar a un vaso vacío y vuelto
del revés?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—No seas tímido.


Él alzó la mirada y notó que se estaba burlando de él.
—No soy tímido. Pero me siento completamente ridículo.
—En eso consiste en parte la gracia del juego.
—Será para ti —él miró ceñudo el vaso y sus dedos, que apenas
tocaban el cristal. Está bien —dijo finalmente—. ¿Parará la tormenta?
—Qué pregunta más tonta —dijo Joni. Claro que va a parar.
—Estoy probando si funciona.
—Vale —esperaron. No ocurrió nada—. Pregunta otra vez —insistió
Joni.
—Está bien. ¿Va a parar la tormenta?
Entonces ocurrió una cosa rarísima. Hardy casi sintió que algo le
empujaba la mano. Y el vaso se deslizó hacia el recuadro del sí. Joni se
echó a reír.
—¿Lo has notado?
—Eh… —él se resistía a admitir lo que había sentido—. Es una
reacción subconsciente —dijo. Como cuando te hipnotizan. Esto es
autohipnosis.
—Seguramente —dijo ella—. Eso es lo que siempre he pensado yo.
Pero es divertido.
Hardy no estaba muy seguro de ello, pero decidió seguir adelante
para verla sonreír.
—Bueno, ahora pregunta tú —dijo, reticente a hablarle de nuevo al
vaso.
Ella cerró los ojos un momento.
—¿Parará la tormenta esta noche?
El vaso se movió de nuevo, esta vez hacia el no. Y Joni soltó una
risita.
—¡Eh! —exclamó Hardy, intentando meterse en el juego—. Pregunta
algo mejor. Como, por ejemplo, ¿podremos volver a casa mañana?
Al cabo de unos segundos, el vaso se deslizó alrededor de la mesa,
describiendo un gran círculo, y regresó al no.
—No se aclara —dijo Hardy.
—Seguramente es verdad, de todos modos. Ya sabemos que la
tormenta se mueve muy despacio. Vamos a probar con algo que no
sepamos.
Hardy supuso que sólo obtendrían un montón de pamplinas. Palabras
sin sentido o letras sueltas.
—¿Nos ceñimos a preguntas de sí o no?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Sólo se tarda un poco más en deletrear las respuestas
completas que en conseguir que conteste sí o no.
Hardy pensó que tenían tiempo de sobra. Sólo eran las siete y media,
y, cuando se estaba atrapado en la nieve, la tarde se hacía muy larga.
—Yo no tengo prisa.
—Pues pregunta.
—Mmm —tenía que pensarlo. Bueno, está bien—. ¿Quién conseguirá
el contrato del hotel de Witt?
Joni contuvo el aliento, como si la pregunta la pillara por sorpresa. O
le preocupara. Aunque para el caso daba igual, pensó Hardy un momento

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

después, al ver que el vaso permanecía inmóvil. Abrió la boca para hacer
un comentario chistoso, pero en ese momento el vaso empezó a
deslizarse rápidamente alrededor de la mesa, tocando una tras otra las
letras. Joni tenía un cuaderno a su lado e iba anotando cada letra.
ELMEJOR. El vaso dejó de moverse.
—El mejor —leyó Joni en voz alta.
—Eso es muy vago.
—Sí —sus ojos brillaron—. Tenemos un subconsciente muy sabio.
—O muy astuto. Me pregunto si nos dará la misma respuesta si
preguntamos por el resultado de las próximas elecciones.
—Seguramente. Es una tabla muy sexista.
Él se echó a reír.
—¿Quieres probar? Tal vez tenga el buen sentido de contestar el
mejor o la mejor.
—Seguramente, después de lo que he dicho.
Se tomaron un descanso para ir a por unos refrescos y Hardy abrió
una bolsa de patatas.
—¿Sabes? —dijo mientras masticaba—, sería mejor que tuviéramos
una lista de preguntas. Así, a bote pronto, no se me ocurre ninguna.
—A mí tampoco —admitió ella.
—¿Qué hacíais las chicas cuando jugabais a esto?
—Siempre jugábamos cuando nos quedábamos a dormir en casa de
alguna amiga, y éramos por los menos seis. Y siempre preguntábamos
cosas del tipo «¿le gusto a fulanito?», «¿con quién me casaré?», «¿me
llevará no sé quién al baile de promoción?». Cosas de chicas.
—Bueno, ya es un poco tarde para preguntar quién va a llevarte al
baile de promoción.
—Y no pienso preguntar con quién voy a casar.
—Yo tampoco —no quería que su subconsciente le jugara una mala
pasada—. Así que necesitamos preguntas de adultos.
Ella agarró una patata y se la comió pensativamente.
—No quiero hacer preguntas serias.
—Yo tampoco.
—Sólo tonterías que nos hagan reír.
—Vale —pero Hardy se dio cuenta de que ninguno de los dos parecía
tener prisa por retomar el juego, ni siquiera Joni, que había pasado largo
rato haciendo las letras. El viento, cada vez más fuerte, sacudía la
ventana. Hardy retiró la cortina y echó un vistazo fuera, pero sólo vio una
neblina blanca.
—Qué mala pinta —dijo Joni. No recuerdo ninguna tormenta así —ella
también retiró la cortina y miró fuera—. Ojalá hubiera traído la ropa de
nieve. Sería divertido salir un rato fuera.
—Me parece que hace demasiado viento.
Ella asintió.
—Seguro que la nieve me llega hasta las caderas. No sé si mañana
podremos salir de aquí —corrió la cortina y se quedó mirando a Hardy. Y él
sintió de pronto que el aire se ponía denso y caliente. Por un instante, le
pareció que casi no podía respirar. Pero entonces ella apartó la mirada y
todo volvió a ser como antes—. En fin —dijo Joni. Este juego no es tan
divertido como recordaba.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Seguramente es más divertido si se juega en grupo.


—Puede ser. O puede que tú y yo nos hayamos hecho ya demasiado
viejos y serios para estas tonterías.
—No, qué va.
Joni lo miró de repente y sonrió.
—Vale, no es cierto. Pero aun así este juego no es muy divertido.
Entonces se volvió y descorrió las cortinas para poder mirar los
remolinos de nieve que parecían iluminar la noche oscura. Su semblante
adquirió una expresión pensativa y luego dolorosa.
Hardy sintió rabia. Era tan injusto, pensó. Las repercusiones de la
muerte de Karen les habían paralizado a ambos hasta tal punto que
prácticamente habían desperdiciado una década de sus vidas. ¿Sería la
mala conciencia del superviviente? No, aquello era mucho peor. Era una
trampa hecha de pena y de remordimientos, construida por un hombre
que no sabía perdonar.
Pero mientras veía cómo se crispaba y entristecía el rostro de Joni, su
ira se aquietó y se convirtió en compasión. Notó que una lágrima se
deslizaba por la mejilla de ella y sintió una opresión en el pecho.
—Joni…
Ella sacudió la cabeza negativamente, pero no lo miró.
—No puedo dejar de pensar en ellos.
—¿En quién? ¿En Witt y en tu madre?
—Sí —tragó saliva—. Tengo la sensación de que debería hacer algo.
Pero no hay nada que pueda hacer.
Él se quedó pensando un momento, intentando averiguar cómo podía
decirle sin que se molestara que había algo que sí podía arreglar.
Finalmente se levantó y fue a apagar las luces. Luego abrió del todo las
cortinas. Fuera caía densamente la nieve, y el resplandor de las luces del
motel le daba a todo un fulgor rosado.
—Es precioso, ¿verdad? —murmuró ella.
—Sí. Pero me gusta más cuando no hay luces. Ni siquiera se ve la
nieve, salvo como un leve fulgor, hasta que la tienes delante de las
narices. Es sorprendente.
Ella apenas le lanzó una mirada.
—¿Te gustan las sorpresas?
—Las buenas, sí.
—A mí no me vendría mal alguna de ésas.
Ni a él tampoco, pero no lo dijo porque ella podía preguntarle qué
clase de sorpresa le gustaría, y él ya sabía que lo quería estaba fuera de
su alcance.
Joni suspiró de nuevo. Finalmente, él le dijo lo que pensaba con tanta
delicadeza como pudo.
—Creo que deberías hablar con Witt y con tu madre.
—En primer lugar —dijo ella con aspereza—, no puedo hablar con Witt
porque acaba de darle un ataque al corazón y no le conviene alterarse. Y,
de todos modos, si a ti te ha estado culpando doce años por algo que no
fue culpa tuya, ¿por qué crees que iba a perdonarme a mí?
—¿Porque es tu padre?
—Eso él no lo sabe. Y es posible que mi madre no se lo haya dicho por
una buena razón. Si se hubiera enterado, se habría puesto hecho una

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

furia.
Hardy sacudió la cabeza, refrenando las ganas de abrazarla.
—Eso no lo sabes. Nadie lo sabe. Porque nadie le ha dado la
oportunidad de reaccionar.
—Yo sé muy bien cómo reaccionaría —ella soltó una risita amarga.
Hardy deseaba en parte contradecirla; le parecía que estaba sacando
conclusiones precipitadas. Pero en parte sabía también que no podía
hacerlo. Witt no le había dado motivos para pensar que tenía capacidad
para perdonar. Así que sería mejor que cerrara el pico.
Deseaba profundamente poder ayudar a Joni de algún modo, pero,
dado que no tenía una varita mágica, suponía que no podía hacer gran
cosa, salvo escucharla. Y tal vez importunarla un poco.
—Puedes hablar con tu madre —le recordó—. Seguramente estará
hecha polvo porque la hayas dado de lado.
Joni dejó caer un hombro en un gesto infantil, pero Hardy no hizo caso
y esperó a que dijera algo.
—Puede ser —dijo ella por fin—. Pero ¿para qué?. No voy a
perdonarla. Engañó a mi padre. Con su hermano.
—Eso es muy duro de aceptar, pero ¿no me dijiste que él también la
engañaba?
—La engañaba constantemente. Tal vez porque descubrió que ella lo
engañaba a él. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Y qué importa, de todas formas? Un
error no se remedia con otro.
—Supongo que no —Hardy notaba que estaban llegando a un callejón
sin salida, pero no quería pisar el freno todavía—. Pero eso fue hace
muchísimo tiempo, Joni. Tienes que perdonarla.
Ella se giró y lo miró con los ojos enrojecidos.
—¿Muchísimo tiempo? Olvidas que yo acabo de enterarme. Hardy.
Para mí es como si hubiera ocurrido ahora mismo.
Aquello Hardy no podía negárselo. La indiscreción de Hannah podía
haber tenido lugar hacía un cuarto de siglo, pero para Joni era algo
completamente nuevo.
—Lo siento.
Ella sacudió la cabeza y fijó de nuevo la mirada en la nieve.
—No lo sientas. Tú estás siendo razonable y yo no. Ahora mismo me
resulta muy difícil ser razonable.
—Está bien.
—¿Sabes? —dijo ella—, en parte me gustaría salir ahí fuera, a la
tormenta, y desaparecer.
A él casi se le paró el corazón. —No digas eso.
—Oh, no voy a hacerlo. No pienso darles esa satisfacción —suspiró y
otra lágrima se deslizó por su mejilla—. Lo siento, Hardy. Quería que lo
pasáramos bien esta noche, y no ser un muermo. Pero eso es lo que soy,
un muermo.
—Eso no es verdad. Lo que pasa es que estás pasando por un mal
momento.
—¿Y qué? Eso no significa que tenga que pasarme gimoteando todo el
santo día —pero mientras decía la última palabra su voz se quebró, y las
lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Se llevó las manos a la cara
—. Dios, esto es horrible. Tengo la sensación de haber perdido todo lo que

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me importaba. A Witt, a mi madre… hasta el recuerdo de mi padre.


Hardy se levantó, rodeó la mesa y la abrazó, dejando que llorara
sobre su hombro. Le gustaba tanto sentirla cerca que, durante unos
minutos, sólo pudo tragar saliva y procurar refrenarse. Se sentía como un
animal por tener aquellos impulsos mientras ella estaba hecha polvo. Le
parecía mal notar vivamente sus curvas apretadas, sus pechos llenos y su
diminuta cintura, mientras ella lloraba. Pero llevaba años frustrando su
deseo por circunstancias que escapaban a su control. Por sus
remordimientos. En aquel momento, sin embargo, su deseo era un
monstruo feroz que se resistía a dejarse domeñar.
Logró refrenarse al fin y buscó algunas palabras de consuelo.
—No has perdido a tu padre —le dijo suavemente—. Aunque no fuera
tu padre biológico, te quería y fue él quien te crió. Eso nadie puede
quitártelo. Nadie.
Aquello la hizo llorar aún más fuerte, y Hardy empezó a sentirse
completamente inútil. Tal vez debiera cerrar de una vez el pico. Quizá
fuera mejor dejar que se desahogara. ¿Qué demonios sabía él, de todos
modos? Su vida no era precisamente un camino de rosas. Abrazarla, sin
embargo, era tan delicioso que se resistía a soltarla, así que se quedó allí,
acariciándole el pelo y notando cómo sus lágrimas cálidas le mojaban la
camisa.
El llanto no duró mucho. Quizá quince minutos. Luego ella se enjugó
los ojos hinchados y se disculpó, mascullando, por ser tan cría.
—Oye —dijo él, agarrándola de la barbilla para que lo mirara—, llorar
es bueno.
Ella dejó escapar una risa rasposa y breve.
—Sí, pero no todo el tiempo. Tengo la sensación de estar
ahogándome en autocompasión.
—Puede que sí. Pero ¿y qué? Estás en tu derecho.
—Ya, pero tú no tienes por qué escucharme.
Él se encogió de hombros.
—No me importa.
Ella lo miró fijamente. Sus ojos eran tan brillantes, límpidos y azules
como el cielo de Colorado. Estaban rojos de tanto llorar, y tan hinchados
que no se abrían del todo, pero aun así eran los ojos más bonitos que
Hardy había visto nunca.
De pronto, los planetas se detuvieron, la tierra dejó de girar alrededor
del sol y la última gota de aire escapó de la habitación.
«Oh, Dios», pensó Hardy, «sabía que era un error».
Pero ya era demasiado tarde.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 14

Hardy iba a besarla. Tenía en ese instante una mirada que dejaba sin
aliento a Joni, que la envolvía en una malla de deseo y anhelos y
expulsaba de su mente cualquier otro pensamiento.
Ella no se merecía aquello. No tenía derecho a ello. Los
remordimientos comenzaron a filtrarse en su cabeza y se deslizaron a lo
largo de sus nervios, recordándole que Hardy había pertenecido a Karen.
Pero ello no bastó para que se apartara. Estaba tan cerca de él que
podía sentir sus músculos firmes, el calor de su cuerpo… y su creciente
deseo. Tan cerca que notó que él se tensaba infinitesimalmente, como si
dudara.
Iba a apartarse. Joni sintió que su corazón entonaba una triste
canción, pero consiguió dominarse para no agarrarle de la camisa y
aferrarse a él. «Esto no puede ser… no puede ser…» Una vocecilla
susurraba aquella cantinela en su cabeza, sirviendo de coro a los deseos
que la embargaban. Aquello estaba mal por muchos motivos, y él tenía
que saberlo tan bien como ella. La sensatez le decía que se apartara. Pero
el ansia la mantenía clavada en el sitio.
Un suave suspiro escapó de los labios de Hardy. Luego él entornó los
ojos y, casi con reticencia, bajó la cabeza. Sus labios se tocaron. Con
suavidad, como la caricia de un copo de nieve, pero también con el ardor
del sol tropical. El aliento de Hardy olía levemente a patatas fritas y a cola,
o tal vez fuera el de ella; Joni no lo sabía. Sólo sabía que su alma había
enmudecido como si llevara siglos esperando aquel instante, aquella
caricia, aquel beso.
Los labios de Hardy eran como terciopelo, suaves y cálidos, y, pese a
la suavidad de sus caricias, embelesaban a Joni del mismo modo que
habría hecho un beso más profundo y ávido. Era un beso persuasivo,
indeciso, que buscaba la respuesta de Joni sin exigirla. Era como navegar
por un río apacible a sabiendas de que, más adelante, aguardaban los
rápidos.
El corazón de Joni bombeaba deseo líquido a través de ella,
despertaba a la vida cada terminación nerviosa de su cuerpo, encendía en
ella chispas y un leve fulgor. Nunca había imaginado que una caricia tan
delicada pudiera avivar hasta tal punto sus sensaciones. O tal vez
estuviera atrapada en una fantasía muy antigua y se estaba dejando
arrastrar por una quimera.
No lo sabía, pero pronto dejó de importarle. Los brazos de Hardy se
cerraron a su alrededor y la estrecharon de tal modo que comprendió
cuánto la deseaba él. Su beso se hizo más hondo, más firme, mientras su
lengua saboreaba los labios de ella.
Joni lo deseaba. Y de pronto ya no parecía importarle que aquello sólo
pudiera causarles dolor y decepción, que sólo pudiera avivar la ira de Witt.
¿Por qué pensaba siquiera en Witt? La había repudiado, y su opinión

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ya no tenía importancia alguna para ella.


Pagarían un alto precio por aquello. Joni lo sabía con toda certeza,
pero en ese momento no le importaba. Llevaba muchos años soñando con
Hardy, y aunque no pudiera disfrutar más que de una noche con él, no
podía dejar pasar aquella oportunidad.
Alzó los brazos, indicando su decisión, y al rodear la cintura de Hardy
notó sus músculos, sus fibras, su fortaleza. Hardy era una roca, pensó con
vaguedad. Era un hombre del que podía fiarse.
Sus besos la incitaban, la atormentaban, le enseñaban a batirse en
duelo con la lengua de un modo que atraía inexorablemente su
imaginación hacia los goces que se abrían ante ella. Hardy se movió
contra ella y, por un instante, Joni temió que fuera a apartarse, pero luego
la mano de él se cerró sobre su pecho, lo apretó suavemente, rodeándolo,
y Joni sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas de puro placer. A
través de las capas de su ropa, aquella caricia parecía tan íntima como si
él estuviera acunando su corazón con la mano.
Sin que ninguno de los dos se diera cuenta, una lágrima se deslizó
bajo el párpado de Joni y descendió despacio por su mejilla. Era una
lágrima de gozo y alegría, de satisfacción y alivio. Por un rato, las sombras
se disiparon.
Cada caricia de la mano de Hardy avivaba aún más su deseo. Cuando
notó al fin que él le subía la camisa, pensó que no podía aguantar más
aquel ansia. ¿Por qué se movía Hardy tan despacio? Pero en ese instante,
con un giro de muñeca, él soltó el cierre de su sujetador y su mano, un
poco fría, se cerró, ávida, sobre la piel cálida y desnuda del pecho de Joni.
Un estremecimiento de gozo la atravesó, y una embriagadora
sensación de dicha, de ansia, de regocijo y pasión se apoderó de ella por
completo. Los sentimientos se agitaban dentro de ella tan violentamente
como el agua de los rápidos, y se mezclaban con sensaciones físicas tan
intensas que semejaban emociones puras.
La boca de Hardy se apartó de la suya, y los dos jadearon, buscando
aire. El masculló:
—No sabes…
Sí, ella sí lo sabía. Recordaba todas las noches solitarias que había
pasado soñando con él, soñando con hacer exactamente lo que estaban
haciendo en ese instante, soñando con sentir su piel, con oír el susurro de
su voz áspera, con acurrucarse a su lado y sentirse a salvo…
Nunca en su vida se había sentido tan segura como en ese momento,
cuando estaba a punto de precipitarse en un abismo de deseo. Y de
pronto le parecía lo más sencillo del mundo. Cayó ligera como una pluma.
Hardy cerró las cortinas con ademán impaciente y tiró de sus ropas
con ansia, y Joni se alegró de que fuera tan brusco, porque si en ese
instante él hubiera vacilado, ella tal vez hubiera tenido una idea
inquietante, una duda, un recuerdo desasosegante. Hardy le ahorró todo
aquello. La ropa de Joni cayó al suelo, dispersa por la habitación, y al fin
quedó desnuda ante Hardy. Desnuda y trémula de deseo. Él la miró con
ojos hambrientos, pintando de fuego su carne.
—Eres preciosa —dijo con voz enronquecida—. Preciosa…
Luego, antes de que ella pudiera responder, la tomó en brazos, la
llevó a la cama y la cubrió con las cálidas mantas. De pie a su lado, se

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desnudó. No mostraba signos de pudor o de miedo, como si, al igual que


ella, estuviera ya fuera del alcance de la duda. Su desnudez dejó
embelesada a Joni. Parecía perfecta como la de una estatua.
Joni tendió las manos hacia él y lo atrajo hacia sí con ansia. Cuando él
se deslizó bajo las mantas, a su lado, ella sintió un gozo tan delicioso que
dejó escapar un largo suspiro de contento. Aquello estaba escrito. Tenía
que ser así. Y el resto no importaba.
Cuerpos, labios y manos se encontraron y se fundieron, ansiosos por
aprender, por saber, por capturar, por poseer. A pesar de su escasa
experiencia, Joni se sentía tan cómoda como si hubiera hecho aquello un
millón de veces. Nunca se había sentido tan a gusto.
Él le besaba los pechos, se los chupaba suavemente, y su boca
caliente dejaba una estela que se volvía fría al cabo de unos segundos. A
Joni le encantaba aquel contraste, le encantaba aquella sensación, le
encantaba aquella intimidad. Le encantaba estar con Hardy. Porque ni por
un instante pensó que aquello fuera sólo cuestión de goce físico. Con otros
hombres, el placer nunca había sido suficiente para arrastrarla hasta aquel
punto. Se trataba únicamente de Hardy, y eso era lo que intentaban
decirle sus manos cuando lo acariciaban, aprendiendo cómo darle placer.
Los pezones de él resultaron tan sensibles como los de ella, y Joni se
deleitó jugando con ellos mientras arrancaba a Hardy profundos gemidos
de placer. Cuando las manos de él se deslizaron entre sus piernas y
tocaron los pétalos palpitantes de su sexo, Joni respondió del mismo
modo, gozando con el gozo de Hardy.
Pero todas aquellas cosas, por maravillosas que fueran, formaban
apenas un telón de fondo para el terremoto que estaba teniendo lugar en
el corazón de Joni. Aquél era Hardy. Estaba con él al fin, y no sabía si
podría soportar dejarlo marchar otra vez.
Su cuerpo acogió a Hardy con una levísima punzada de dolor. Él la
colmó tal y como Joni había soñado, y su alma rebosó de alegría. Aquello
estaba destinado a ocurrir desde siempre. Ella había sido creada sólo para
él.
Se elevaron más alto, buscando el elusivo pico del placer, y sus
cuerpos se tensaron a la par, repitiendo el eco de cuanto se agitaba en sus
corazones. Alcanzaron juntos el clímax y cayeron luego al otro lado. Hacia
el abismo.
La realidad no les dejó solos mucho tiempo. Pero ¿cuándo lo había
hecho? Volvió a hurtadillas, deslizándose a hurtadillas en las rachas de
aire frío que atravesaban entre susurros la habitación, en el tic tic de las
uñas de la nevada, que rascaban los cristales de las ventanas. Volvió y se
metió en la habitación con ellos. Entre ellos.
—Joni, yo… —Hardy se interrumpió. Todavía tenía los ojos cerrados.
Sus manos, sobre la espalda de ella, parecían decir cuánto había
disfrutado. Pero sus palabras no decían nada.
Ante de que él dijera lo que Joni daba por sentado, ella, no quería
sentirse estúpida, se le adelantó.
—No deberíamos haberlo hecho.
Él abrió los ojos de pronto. Su expresión era inconfundiblemente
dolorosa. Joni no había pensado que pudiera causarle tanto dolor. Pero aun
así salió de la cama y agarró su ropa. Se sentía tan triste que ya no tenía

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

ganas de llorar. Unos instantes antes, Hardy había estado dentro de ella, y
el nunca se había sentido tan feliz. En ese momento, sin embargo, le
parecía que nunca había sido tan desgraciada.
—Hasta mañana —dijo, sujetando torpemente el bulto de la ropa.
Luego cerró la puerta que comunicaba las habitaciones. Y echó la llave.
Karen, pensó amargamente al tirar la ropa sobre la cama, Karen.
Siempre Karen. Ella y su prima, ¡su hermana!, se parecían un poco. Quizá
lo suficiente para que Hardy pensara que le estaba haciendo el amor a
Karen. Tal vez él se había dejado llevar por aquella fantasía mientras ella
se dejaba llevar por la suya. O quizá, simplemente, se sentía culpable.
¿Por qué no? Ella, por su parte, sentía de pronto que había ultrajado el
recuerdo de Karen.
Intentó convencerse de que aquello era absurdo mientras se daba
una ducha caliente para borrar cualquier indicio de Hardy, incluso su olor.
Karen llevaba muerta mucho tiempo. Ella ya no importaba. La gente
moría, y los demás seguían con su vida y forjaban nuevos lazos. Hardy
estaba en su derecho a hacerlo, y ella también.
Pero temía que no fuera eso lo que estaba haciendo Hardy. Y temía
también lo que diría Witt. Porque, aunque la hubiera repudiado, era de
temer que le dijera lo que pensaba de ella.
Y lo cierto era que no tenía ni pizca de ganas de hacerle más daño a
Witt. Lo quería, aunque él no la quisiera a ella.
Se deslizó lentamente hasta el suelo de la ducha y, mientras el agua
caliente le golpeaba la cabeza, lloró en silencio.
Dios, ¿qué había hecho?
Hardy se sentía como si lo hubiera atropellado un buldózer. Se quedó
mirando fijamente la puerta cerrada entre las dos habitaciones y el
chasquido de la cerradura resonó en su corazón como un toque de
difuntos.
¿Qué había pasado? Había estado allí tumbado, poseído por la más
deliciosa dicha, y había abierto la boca para decirle a Joni lo bien que se
sentía, pero, justo en ese momento, ella se había vuelto para mirarlo.
Debería haber mantenido la boca cerrada. Hasta el momento en que su
voz había roto el silencio, ella parecía sentirse a gusto con él. Debía de
haberla sobresaltado. Pero eso no excusaba el que ella hubiera saltado de
la cama diciendo «No deberíamos haberlo hecho».
¿En qué había metido la pata? ¿Le habría hecho daño? Recordó paso
a paso su encuentro, intentando buscar la clave de lo ocurrido a través del
fulgor neblinoso que se aposentaba sobre su cerebro.
No, no le había hecho daño, de eso estaba seguro. Ni creía que su
orgasmo hubiera sido fingido. Así que ¿qué mosca le había picado a Joni?
El era consciente de que no deberían haberlo hecho. No hacía falta
que ella le dijera que hubiera sido más sensato no darle un mordisco a la
manzana. Él lo sabía perfectamente. Había demasiados problemas,
demasiados recuerdos, demasiados remordimientos.
Aunque él no se sentía especialmente culpable. Por más que lo
sorprendiera, no tenía la sensación de haber traicionado a Karen. Esta vez,
no. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Karen había muerto hacía mucho
tiempo. Él ya no le debía nada. Por lo menos, en aquel aspecto.
Era un hombre de treinta años con perfecto derecho a amar a quien

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

quisiera. Daba igual que se sintiera culpable por lo que había ocurrido con
Karen. Se sentía culpable, de hecho, y seguramente se llevaría aquella
cruz a la tumba. Pero eso no significaba en absoluto que tuviera que
renunciar a su vida.
Así que, ¿qué cable se le había cruzado a Joni? La conocía lo
suficiente como para saber que se movía por impulsos, y que algunos de
sus arrebatos, poco meditados, acababan afligiéndola. Se preguntaba si
debía intentar hablar con ella, y decidió que seguramente era demasiado
pronto.
Fuera lo que fuese lo que había pasado, confiaba en que lo que la
había impulsado a huir no fuera culpa suya. Él no era un donjuán, pero
intentaba ser un amante considerado. Procuraba asegurarse de que su
pareja disfrutaba. Quizás ese fuera el problema. Tal vez Joni se sintiera
culpable por haber disfrutado. Tal vez, con todo lo que le estaba pasando,
se sentía fatal por haberlo pasado bien.
Podía ser.
Hardy se quedó mirando la puerta cerrada y se preguntó cómo iba a
soportar un día más aquel espantoso silencio.
Al final, no tuvo que aguardar tanto tiempo. Por la mañana, cuando se
despertó, la tormenta había languidecido y ya sólo caían algunas ligeras
ráfagas de nieve. A las diez, el dueño del motel fue a decirles que había
oído que las carreteras estaban bastante despejadas entre Wetrock y
Whisper Creek.
Hardy aprovechó la oportunidad para llamar a la puerta de
comunicación y decirle a Joni que podían irse a casa. Aunque de poco
serviría, pensó, irritado. Ella seguiría estando bajo su techo cuando
llegaran allí, a no ser que decidiera irse a casa de alguna amiga.
Hardy sabía, sin embargo, por qué no lo había hecho desde el
principio. Todas sus amigas tenían marido e hijos, y poco espacio.
Además, se recordó, él había insistido en que se quedara en su casa.
De pronto deseaba no haberlo hecho. La frialdad de Joni era ya
bastante terrible cuando emanaba del otro lado de una puerta cerrada. En
casa, resultaría intolerable.
Diez minutos después, Joni se reunió con él. Tenía los ojos tan
enrojecidos y parecía tan cansada como él. Antes de salir para meterse en
el coche, Hardy intentó animar un poco el ambiente.
—Lo siento, si anoche te hice daño —dijo un tanto indeciso.
—No me hiciste daño —ella ni siquiera lo miró, se limitó a pasar a su
lado, rozándolo, y se dirigió hacia el coche.
Hardy se dio por vencido y la siguió. Los del motel había despejado a
duras penas el aparcamiento con una bomba quitanieves, pero aun así
Hardy tuvo que quitar medio metro de nieve de las ventanillas y del capó,
y usar la pala de emergencia para retirar los ventisqueros que se habían
formado alrededor de las ruedas. Joni aguardaba sin decir nada. Hardy
estuvo a punto de lanzarle una pulla, pero se mordió la lengua. ¿Qué
sentido tenía?
Al fin se montaron en el coche y salieron rugiendo del aparcamiento.
—¿Sabes? —dijo él mientras subían por la colina—, sería agradable
que me dijeras por lo menos por qué estás enfadada conmigo.
—No estoy enfadada contigo —pero no dijo nada más, y dejó a Hardy

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

en el mismo estado de perplejidad.


Pasó un kilómetro, y otro, y otro más. El silencio se iba haciendo tan
denso que Hardy pensó en encender la radio sólo para disiparlo. Se
disponía a hacerlo cuando notó que la nieve también empezaba a
espesarse. Pero la carretera estaba bastante despejada, y resultaba fácil
conducir a velocidad moderada.
Hardy decidió dejar a Joni en casa de su madre cuando llegaran al
pueblo. Así por lo menos se anotaría un tanto. Pero, en algún momento, a
lo largo de los siguientes kilómetros, comenzó a sentirse culpable por
enfadarse con ella. Estaba claro que algo preocupaba a Joni. No importaba
si tenía razón o no, el caso era que estaba molesta. Pero, sin saber cuál
era el problema, él no podía hacer nada por solucionarlo.
De pronto se descubrió pensando que aquello no era propio de Joni.
No el actuar impulsivamente, o el empeñarse en una idea, sino aquel
silencio. No recordaba que Joni se quedara callada cuando algo la
inquietaba. Ahí estaba, por ejemplo, todo aquel lío del hotel. Había
montado aquel circo sólo porque la situación la incomodaba. Y los
leopardos no cambiaban sus manchas de la noche a la mañana.
—¿Joni? ¿Qué es lo que va mal?
Pensó por un instante que ella no iba a contestar. Pero luego Joni dijo:
—Todo.
—Mmm. ¿Qué he hecho? —como si no lo supiera. Hacer el amor con
ella había sido una estupidez. Entre ellos se interponían muchas cosas,
entre ellas Witt. Pero Hardy quería oírlo de su boca.
—Ya te lo, dije —dijo ella—. No deberíamos haber… haber…
—No deberíamos haber hecho el amor. Lo sé. Ya me lo dijiste. ¿Tan
terrible fue para ti?
Ella giró la cabeza bruscamente.
—¡No!
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Que Witt no lo aprobaría? Pues claro que no
lo aprobaría. ¿Y qué? Ya somos mayorcitos —lo cual debía recordar él
mismo, pensó de repente. Llevaba años comportándose con Witt como si
aún tuviera dieciocho años. Tal vez fuera hora de agarrar el toro por los
cuernos—. Está bien —dijo al ver que ella no contestaba—. ¿Por qué no me
dices la verdad de una vez? Me siento como un imbécil. Pensaba que
había sido maravilloso. Y tú vas y sales corriendo como si hubiera sido
horroroso.
—No… no es eso —ella sacudió la cabeza.
Hardy aguardó, preguntándose si tendría que insistir un poco más.
Porque estaba descubriendo que no soportaba que Joni estuviera
enfadada sin saber la razón. No soportaba ser incapaz de ayudarla de
algún modo. Aquella sensación era nueva e inesperada. Y, si hubiera
tenido una pizca de sentido común, se habría dado cuenta de que aquel
sentimiento era mucho más peligroso que haber hecho el amor.
—Lo siento —dijo Joni con voz débil—. Lo siento. Lo de anoche fue…
Bueno, fue todo lo que había soñado. Más de lo que había soñado.
¿Quería decir que había soñado con él? Hardy notó que su corazón
empezaba a latir con más fuerza y echó la vista atrás, intentando recordar
si en el instituto había notado algún indicio. Pero no recordaba ninguno.
Ella siempre le había tratado como el novio de su prima, como alguien con

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

quien podía bromear o ser amable según le conviniera. No recordaba


ninguna mirada de deseo, ni ninguna insinuación, por leve que fuera, de
que estaba interesada en él.
Pensaba en parte que era un engreído por considerar siquiera tal
posibilidad. Pero, en el fondo, de todos modos, tenía sus dudas. Incluso
confiaba en que el anhelo que le había decidido a romper con Karen no
hubiera sido sólo cosa suya.
Aun así, era consciente, incluso en aquella época, de que si dejaba a
Karen, Joni no querría salir con él. Era demasiado leal como para hacer
eso. Pero, a pesar de todo, Hardy se sentía como un cerdo por salir con
una chica cuando en realidad deseaba a otra. Así que lo más noble era
romper con Karen, aunque ello significaba quedarse solo.
Pero Joni… No, se dijo. Si había soñado con él, seguramente había
sido hacía poco, no mientras Karen y él eran pareja. No es que él pensara
que habría sido una mala persona por hacerlo. No, una mala persona
habría intentado llevar a la práctica sus deseos. Como había hecho él.
Dios, se odiaba a sí mismo. Luego se preguntó cómo se había metido
en aquel lío. Había salido regularmente con Karen, pero en aquel entonces
eran unos críos, y salir juntos no suponía un compromiso de por vida. Lo
cual suponía que no había nada de malo en querer dejarlo. Era lo más
natural a su edad. A cualquier edad, en realidad, cuando no se estaba
casado.
Así que él no había hecho nada malo. Malo habría sido salir con otra
chica a espaldas de Karen. Pero él no lo había hecho. No había hecho nada
por honorable para hacer realidad sus deseos.
Era cierto que deseaba haber roto con Karen antes. Deseaba haber
hecho cualquier cosa con tal de no estar en la carretera aquella noche.
—¿Qué era lo que soñabas? —se oyó preguntar.
Hubo un silencio. Largo. Pesado. Cargado de posibilidades que le
tenían en ascuas.
—Contigo —dijo ella por fin, con voz casi átona—. Estaba celosa.
El consideró diversas maneras de responder. Pensó en decirle que
había estado a punto de romper con Karen. Pero, se preguntó, ¿haría eso
que ella se sintiera mejor?
—¿Te sientes culpable por eso? —preguntó.
—Constantemente.
Él podía identificarse con aquel sentimiento.
—Sí —dijo—. Yo también.
Joni lo miró como si estuviera a punto de preguntarle algo, pero en
ese instante un coche que venía de frente perdió el control y comenzó a
patinar sobre una placa de hielo. Hardy se quedó paralizado un instante,
recordando aquella noche, hacía tanto tiempo. Pero sus reflejos se
pusieron en marcha de inmediato. Levantó el pie del acelerador y
comenzó a hacer una maniobra para evitar colisionar con el otro coche,
que giraba incontroladamente, dirigiéndose hacia ellos a toda velocidad.
El río. Hardy no quería que cayeran al río. Calibró mentalmente el
bancal de nieve que había junto a la carretera e intentó descubrir con qué
ángulo podía golpearlo para que el coche no volcara.
Pisó el freno y sintió la rápida vibración del sistema antibloqueo de las
ruedas. Dios, la carretera era puro hielo. La parte de atrás del otro coche

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

se dirigía, oscilando, directamente hacia ellos. El bancal de nieve estaba


demasiado cerca. No había espacio…
En el último momento, Hardy vio un hueco y dio un volantazo. Un
instante después sintió que el coche chocaba contra el banco de nieve.
Cuando sonó el teléfono, Hannah estaba intentando convencer a Witt
de que se comiera un sándwich de pavo con pan integral. A Witt no le
gustaba el pan integral. Hannah había descubierto también que no comía
gachas de avena para desayunar, que para desayunar no comía nada,
como no fueran huevos fritos con beicon, y que no pensaba pasarse el
resto de su vida comiendo pasta con espinacas, cosa que ella no le había
ofrecido, sólo porque un matasanos creyera que iba a sentarle bien.
En realidad, Hannah había descubierto que, por lo que a él concernía,
prefería morirse sentado en aquel sillón a renunciar a su vida normal.
Hannah procuraba convencerse de que la ira era un buen síntoma,
mejor que el silencio y la depresión paralizante de los días anteriores. Por
lo menos Witt estaba reaccionando. Pero cuando el sándwich de pavo
acabó en el suelo, Hannah pensó que ya había tenido suficiente.
—Maldita sea, Witt —dijo, ella, que nunca maldecía—. No voy a
permitir que me trates así.
—Entonces, vete al infierno. Yo me haré una comida como Dios
manda.
A Hannah le dieron ganas de irse de verdad. Witt le crispaba los
nervios más que cualquier paciente que hubiera tenido nunca,
seguramente porque con él no podía tomarse un descanso cada ocho
horas. O quizá, más probablemente, porque se preocupaba demasiado por
él.
—No —le dijo, recuperando su calma habitual—, no voy a darte esa
satisfacción.
Él se levantó del sillón.
—Entonces quítate de en medio. Voy a hacerme un sándwich de
verdad.
—No creo que te resulte fácil. He tirado el pan blanco, el fiambre de
ternera, la mayonesa…
—¿Y quién te ha dado permiso para hacer eso? —bramó él.
Ella ni siquiera se molestó en contestar. Notó que se estaba poniendo
hecho una furia, y sintió una punzada de temor, pensando en su estado de
salud. Luego se recordó que no había modo de impedir definitivamente
que Witt se enfadara. Y, además, su estado no era tan grave como para
que no pudiera sobrevivir a un enfado. Una fuerte impresión podía
causarle algún problema, pero ¿un enfado así? No era probable.
—Apártate, mujer.
—A mí no me hables así, Witt Matlock. Estoy harta de tu actitud.
—¿De mi actitud? Yo te daré actitud —pasó a su lado dándole un
empujón con el hombro y entró en la cocina, abrió el frigorífico y descubrió
que ella había dicho la verdad. No había beicon, ni huevos, ni nada
grasiento—. ¿Qué me has hecho?
—Intento cuidar de ti.
—¿Para qué? No quiero vivir si tengo que renunciar a todo lo que me
gusta.
—No tiene que hacerlo. Sólo tienes que renunciar a las cosas que te

- 121 -
RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

perjudican.
Él la miró con enojo, pero Hannah le sostuvo la mirada.
—Yo —dijo él— voy a seguir viviendo como he vivido siempre.
—¿Sabes, Witt?, eres un incordio —mientras hablaba se dio cuenta de
algo: Witt reaccionaba con ira a todo lo que escapaba a su control. Sí, era
un incordio, pero sólo porque parecía tener una única respuesta cuando se
sentía infeliz. Y en ese momento no estaba realmente enfadado por la
comida. Lo que estaba era asustado.
—Pues déjame en paz —dijo él.
—No seas idiota. Estás asustado, lo sé, y estarás más asustado aún si
te dejo solo.
El la miró con furia, pero no dijo nada más. De pronto se extendió
entre ellos un silencio profundo. Hannah sintió que estaba conteniendo el
aliento, esperando algo, aunque no sabía qué.
En medio de aquel silencio sonó el teléfono. Era un teléfono viejo, y el
timbre era alto, ensordecedor. Witt se sobresaltó y Hannah dio un
respingo. Pensó por un instante en hacer caso omiso, pero el teléfono
seguía sonando. Dándose la vuelta, lo descolgó bruscamente.
—¿Diga?
—¿Hannah? Hannah, soy Sam Canfield. Tienes que venir a urgencias.
—¿Joni? —el miedo atenazó su corazón.
—Ha tenido un accidente de tráfico. No parece tener lesiones serias,
pero está inconsciente.
Hannah no esperó a oír nada más. Dejó caer el teléfono en su sitio y
se dirigió al porche.
—Hannah —dijo Witt—, ¿qué pasa con Joni?
—Tengo que ir al hospital. Ha tenido un accidente.
—Voy contigo.
Ella se volvió hacia él.
—¿Ah, sí, Witt? ¿Ah, sí? La repudiaste, ¿recuerdas? Tú ya no tienes
nada que ver con ella.
—Voy a ir de todos modos.
Ella no dijo nada y comenzó ponerse las botas y la parca con gesto
amargo. De todos modos, no tenía sentido discutir, se dijo tristemente.
Witt era más duro de mollera que un bloque de cemento. Y Joni parecía ir
por el mismo camino.
Lo único que Hannah sabía en ese momento era que tenía el corazón
tan helado como aquel día de enero.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 15

—Dios, cómo odio las salas de urgencias —dijo Sam Canfield, que
estaba sentado en una de las incómodas sillas de la sala de espera,
enfrente de Hardy. Desde que murió mi mujer, no puedo entrar en un
hospital sin acordarme de aquello.
Hardy asintió con la cabeza, aunque estaba tan preocupado por Joni
que no le quedaba sitio para pensar en nada más.
—No hace falta que te quedes, Sam. Sólo tengo unos arañazos.
Sobreviviré.
—Puede ser. Si es que Witt no se presenta con Hannah. ¿Y cuál crees
tú que es la posibilidad de que eso ocurra?
Hardy no quería pensar en eso. Podía imaginarse perfectamente
cómo reaccionaría Witt. Aunque, de todos modos, no le importaba lo que
dijera o pensara aquel hombre. Ya se estaba golpeando mentalmente a sí
mismo con un bate de béisbol por haber pensado siquiera en volver a
montarse en un coche con una hija de Witt Matlock. Dios Todopoderoso,
necesitaba un psiquiatra.
Y Joni… Dios. Se sentía bastante mal por retener allí a Sam, pero
aquél era su único modo de tener noticias de Joni. Los médicos eran así de
raros. Si no eras familia directa del paciente, no te decían nada.
—No ha sido culpa tuya, Hardy —dijo Sam por enésima vez.
—Es culpa mía que ella estuviera en mi coche.
—¿Desde cuándo es eso un crimen? —bufó Sam—. Tú no provocaste
el accidente. Estaba claro como el agua lo que pasó. Lo que has hecho ha
sido impedir que os matarais los dos. Ese puñetero coche iba demasiado
deprisa. Si os hubiera dado de frente, os habría matado.
Hardy se limitó a sacudir la cabeza. Había oído el mismo rollo cuando
murió Karen. Que si no era culpa suya. Que si el otro conductor iba
borracho y se fue directo hacia ellos… Sí, ya. Eso era lo que había pasado.
Pero no pasaba ni un solo día sin que se preguntara qué podía haber
hecho para impedirlo. Y lo mismo le pasaría con aquel accidente.
Dios, si alguna vez volvía a montar a una Matlock en su coche, se
rebanaría el pescuezo.
—Es mi karma —se oyó decir.
Sam alzó las cejas.
—¿Tú crees en esas cosas?
—Empiezo a creer.
Sam movió un poco la cabeza, dubitativo.
—Puede que sólo sea mala suerte.
—Es lo mismo.
—Puede ser —Sam suspiró, se echó hacia atrás y cerró los ojos—. No
sirve de nada, ¿sabes?
—¿El qué?
—Pensar en qué podrías haber hecho. No sirve absolutamente de

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nada. Yo he pensado tantas veces en lo que podría haber hecho el día que
murió Bonnie, que ya no sé si recuerdo bien lo que ocurrió de verdad.
Cuando uno mira hacia atrás, siempre cree tenerlo todo muy claro. El
problema es que todas esas cosas que crees que podrías haber hecho no
se te ocurrieron en su momento.
—Supongo que no —pero eso no aliviaba su sentimiento de culpa.
Sam miró su reloj.
—Es hora de darles un rato la murga a las enfermeras, a ver si me
dicen algo —dijo—. No te muevas de ahí.
Como si Hardy fuera a irse a alguna parte, como no fuera a colarse en
la sala de curas para exigir ver a Joni. Con lo cual seguramente sólo
conseguiría que lo echaran del hospital.
Sofocó un gruñido de desesperación, se inclinó hacia delante y apoyó
la cabeza entre las manos. Había tenido más suerte que Joni, él sólo tenía
unos cuantos hematomas y un inmenso dolor de cabeza. Debería haber
sido él quien estuviera allí dentro, inconsciente, y no Joni.
Joni… Su nombre resonaba dentro de él, rebotaba en las paredes que
intentaba levantar en torno a su corazón. Recordaba su imagen la noche
anterior, cuando habían hecho el amor. Recordaba cómo cada uno de sus
suspiros parecía difundir un cálido aliento que alcanzaba los rincones más
recónditos de su espíritu. Recordaba cómo había huido de él.
Alzó la cabeza y pensó que podía ponerse a leer una de las revistas
que había encima de la mesa, para distraerse, para dejar de lacerarse por
cosas que no debería haber hecho y que nunca olvidaría.
Dios. Sólo había tenido dos accidentes en toda su vida, y en los dos
se había visto implicada alguna de las hijas de Witt. Tenía que ser su
karma.
—¿Hardy? —Sam volvió a entrar en la sala de espera—. Está
despierta. Me he puesto un poco pesado, y puedes pasar a verla. Es la
tercera puerta, a la izquierda.
Hardy se disponía a salir de la sala, pero se detuvo de pronto.
—¿Cómo está?
—Parece que está bien. Van a tenerla en observación esta noche, por
la conmoción, pero parece que no tiene nada grave.
Hardy no esperó más. Salió de la sala y, caminando lo más rápido que
podía, recorrió el corto pasillo y traspuso las puertas batientes de la zona
de curas de urgencias. Enseguida encontró a Joni.
La cabecera de su cama estaba un poco levantada, y ella tenía la
cabeza apoyada sobre una almohada. Tenía una vía conectada al brazo,
pero Hardy supuso que eso no significaba gran cosa. Seguramente era
parte del protocolo rutinario.
Ni siquiera parecía especialmente pálida, aunque no tenía tan buen
color como de costumbre. Aun así, sus labios, un poco entreabiertos,
seguían siendo rosados. Su pelo largo y moreno, desparramado sobre la
almohada, necesitaba un buen cepillado, pero seguía siendo hermoso.
Hardy pensó que, en realidad, nunca le había parecido tan guapa.
Se acercó a la cama con paso vacilante. No quería molestarla si
estaba dormida, pero necesitaba oír su voz. Lo necesitaba
desesperadamente.
Ella pareció notar su presencia, abrió los ojos y lo miró con fijeza.

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—Hardy…
La alegría y el alivio se apoderaron de él en igual medida. Cruzó en
dos zancadas la distancia que los separaba y la tomó de la mano
suavemente. —¿Cómo te encuentras?
—No muy mal. Me duele la cabeza, y tengo un enorme chichón donde
me golpeé contra la ventana. Por lo menos, eso me han dicho. Yo no me
acuerdo de nada. ¿Tú qué tal estás?
—Tengo un par de arañazos. Nada serio.
—Bien —ella suspiró, le apretó la mano y cerró los ojos unos
segundos. Recuerdo que el otro coche empezó a patinar, pero no recuerdo
nada más.
—Seguramente es mejor así. Algunas cosas es mejor no recordarlas,
como los momentos de puro terror.
Ella dejó escapar una leve risa.
—Sí, ya.
Hardy cedió a un impulso que estaba intentando refrenar desde que
la había visto tendida en la cama, y se inclinó y la besó suavemente en la
frente.
—Dios, cuánto me alegro de que estés bien. Estaba muerto de miedo.
—Sólo ha sido una conmoción cerebral —ella suspiró y se volvió hacia
él de modo que sus caras quedaron separadas por escasos centímetros.
No dejan que me vaya a casa hasta mañana. Aunque, de todos modos, no
tengo casa.
—Conmigo siempre tendrás un techo, Joni. Siempre —era una
promesa precipitada, pero se sentía compelido a hacerla. Le pareció que
ella contenía el aliento, pero tan levemente que no podía estar seguro.
¿Qué podía importar, de todos modos? Seguramente sólo la había
sorprendido.
—Gracias, Hardy. Pero no puedo abusar de ti eternamente.
—Puedes abusar de mí lo que quieras.
Los ojos azules de ella se abrieron un poco más y escudriñaron su
cara como si buscaran una especie de confirmación.
—Gracias —repitió, pero Hardy notó que vacilaba.
Qué demonios, pensó, no era eso lo que ella quería oírle decir. Claro
que no. Lo de la noche anterior había sido un gran error. Ella se lo había
dicho.
Sintiéndose como si se estuviera metiendo donde no lo llamaban, se
apartó hasta quedar de pie junto a la cama. En ese momento, Hannah y
Witt irrumpieron en la habitación. Witt lo miró con furia.
—¡Tú!
Hardy sintió que algo dentro de él se encogía, formando un nudo
protector, mientras su mente y sus emociones intentaban devolverlo a la
noche, ya lejana, en la que Karen murió. Pero ya no tenía dieciocho años.
No era el mismo. Joni no estaba muerta. Y Witt sólo era un hombre
asustado y enfermo.
—Sí, yo —le dijo a Witt, intentando mantener un tono tranquilo, a
pesar de que sintió que su mandíbula se tensaba.
—Witt, por favor —dijo Hannah con firmeza—. Joni… —pasó junto a
Witt y se acercó a la cama, al otro lado de Hardy—. Cariño —dijo con voz
temblorosa—, ¿estás bien?

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—Sí, muy bien, aunque me duele la cabeza, y tengo que pasar aquí la
noche —la voz de Joni, a diferencia de la de su madre, era fría y distante.
Como si le estuviera hablando a una extraña.
Hannah dio un respingo.
—Eso está bien.
—Tienes suerte de estar viva —dijo Witt desabridamente—. ¿Cómo se
te ocurrió montarte en un coche con este hombre?
El semblante de Joni se crispó.
—¿Y a ti qué te importa? —preguntó—. Me repudiaste, ¿recuerdas? Y,
además, no ha sido culpa de Hardy. Seguramente estoy viva sólo gracias a
él.
Witt abrió la boca y se puso colorado, pero antes de que pudiera
hablar, la voz de Hannah cruzó la habitación como el restallido de un
látigo.
—¡Ya basta, Witt!
—¡Salid de aquí los dos! —dijo Joni—. Me avergüenzo de vosotros.
Gran escena de reconciliación, pensó Hardy, inquieto. Deseaba saber
qué podía hacer o decir para arreglar la situación, pero era consciente de
que no tenía derecho a intervenir. Sabía, además, que Witt se tomaría a
mal cualquier cosa que dijera. Cualquier cosa. Dios, qué lío.
Una enfermera entró en la habitación.
—¿Quién está dando voces? Todas las visitas fuera de aquí ahora
mismo.
—No —dijo Joni—. Quiero que Hardy se quede. Ésos dos pueden irse.
Witt apenas miró a Joni cuando Hannah lo tomó del brazo y lo condujo
fuera de la habitación. Pero sí miró a Hardy, y su expresión parecía decir
que tenía una cuenta pendiente que arreglar con él y que ya se las verían
más tarde.
Hardy descubrió de pronto que estaba deseándolo. La última vez que
se había enfrentado de verdad a Witt tenía dieciocho años y estaba
asustado y dolido. Su encontronazo en la ferretería, unos días antes, no
contaba en realidad. Sí, tenía muchas cosas que echarle en cara a Witt, y
aquél era tan buen momento como otro cualquiera.
—Hardy…
Él miró a Joni.
—¿Qué?
—No dejes que te afecte. Es un viejo mezquino.
En otra época, Hardy habría estado de acuerdo con ella, pero en ese
momento no tenía ánimos para darle la razón.
—No es mezquino, Joni. Tiene miedo.
—¿De qué? —ella empezó a mover la cabeza y luego hizo una mueca
—. Ay, qué dolor de cabeza.
Él tomó de nuevo su mano y se la apretó suavemente.
—Tiene miedo de perder todo lo que le importa, incluida tú.
—¿Yo? ¡Pero si me repudió!
—Estaba enfadado. Y asustado.
—¿Asustado de qué?
—De que te enfadaras tanto por cómo reaccionó cuando descubrió lo
de mi oferta para que dejaras de hablarle. Tenía miedo porque lo que
hiciste dejaba bien claro que estabas harta de su actitud. Por eso se te

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adelantó.
Joni se quedó pensando unos minutos y finalmente dejó escapar un
suspiro.
—Me duele tanto la cabeza que no puedo pensar en eso.
—Pues déjalo para otro momento. Pero te doy un consejo. Habla con
tu madre.
—No puedo.
El suspiró y se inclinó un poco hacia ella, clavándole la mirada.
—¿Sabes, Joni?, eres una mujer maravillosa. Pero también eres una
niña mimada. ¿No crees que ya va siendo hora de madurar? —luego, antes
de que ella pudiera decir una palabra, se inclinó un poco más y la besó
suavemente en los labios—. Vendré a verte mañana. Ahora, necesitas a tu
madre.
Entonces, como si no fuera una de las cosas más duras que había
hecho nunca, salió de la habitación.
Dios, no podía creer lo que le había dicho. Ahora seguramente Joni no
querría volver a verlo ni en pintura. Y, por alguna extraña razón, no creía
que pudiera soportarlo.
Hardy encontró a Hannah en la sala de espera. Witt no estaba por
ninguna parte.
—¿Dónde está Witt? —preguntó.
—Lo mandé a casa. ¿Por qué? ¿Es que quieres pegarte con él? —su
tono no era desafiante, sino simplemente curioso.
—No, es que me ha extrañado no verlo. Bueno, yo me voy. ¿Por qué
no entras a ver a Joni?
Hannah dio una palmada a la silla, a su lado. Tras un instante de
vacilación, él se sentó. Hannah dijo suavemente:
—¿Te ha dicho por qué está tan enfadada conmigo?
Hardy deseaba en parte mentirle para ahorrarle el mal trago, pero
nunca se le había dado bien mentir, y de todos modos rara vez se sentía
inclinado a ello.
—Sí.
Ella asintió y bajó la mirada un instante.
—¿A ti qué te parece?
—¿A mí? ¿Y qué más da lo que piense yo?
—Puede que tú influyas en la opinión de Joni.
Él no lo había considerado desde ese punto de vista.
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, a mí me importa un bledo
—lo cual no era estrictamente cierto. Cuando se paraba a pensarlo, la idea
de haberse liado con otra hija de Witt lo ponía enfermo. Pero eso no
significaba que su opinión sobre Hannah hubiera cambiado—. Quiero decir
que los humanos somos humanos. Todos hacemos cosas de las que luego
nos avergonzamos. Cosas que otras personas no entienden. Pero lo que yo
piense no importa.
—Puede que sí importe —dijo ella enigmáticamente, pero antes de
que él pudiera preguntarle qué quería decir, añadió—. Ojalá Joni me dejara
explicarme. Supongo que no tengo excusa, pero sí tengo razones.
—Lo cual es mejor que tener excusas. Le he dicho que debía hablar
contigo. ¿Por qué no entras? Puede que por fin esté dispuesta a
escucharte.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Hannah asintió con la cabeza.


—Sí, voy a entrar. Y tú mantente apartado de Witt hasta que consiga
hacerle entrar en razón.
—A Witt no hay quien le haga entrar en razón.
Una sonrisa cruzó fugazmente el rostro de Hannah.
—Puede que te lleves una sorpresa. Cuídate, Hardy.
Luego cuadró los hombros y salió de la sala de espera. Y Hardy se dio
cuenta de que no le había preguntado cómo iba a volver a casa.
Suspirando, fue a llamar a su madre para decirle que llegaría tarde. No
podía dejar sola a Hannah.
Entonces recordó que Bárbara ni siquiera sabía que habían tenido un
accidente. Había conseguido convencer a Sam y al personal médico para
que no llamaran a nadie, excepto a Hannah. De modo que Bárbara seguía,
pensando que su hijo estaba a salvo en un motel de Wetrock. ¡Ja! Pero tal
vez no debía llamarla.
Entonces pensó en lo mucho que se enfadaría cuando se enterara de
que se lo había ocultado.
Demonios, no sabía qué bronca iba a ser peor, si la de Bárbara o la de
Joni. Seguramente la de Bárbara, decidió. Su madre lo quería. Y a Joni le
importaba un pimiento.
Hannah descubrió que Joni había sido trasladada a la planta de arriba.
Le costó unos minutos que el encargado de los ingresos le diera el número
de la habitación, y luego enfiló las escaleras confiando en que Joni
estuviera aún despierta.
Quería hablar con su hija. Lo necesitaba. Tenían muchas cosas que
aclarar, y empezaba a hartarse de vivir en aquel estado de vacío y
angustia. Si Joni no se sentía con ánimos esa noche, de acuerdo, pero
pensaba dejarle bien claro que tendrían que hablar cuanto antes.
Sin embargo, cuando llegó al segundo piso y echó a andar por el
pasillo hacia la habitación de Joni, comenzaron a asaltarle las dudas. Tal
vez no debía enfrentarse a Joni. Ni entonces, ni nunca.
¿Qué podía ofrecer en su defensa? ¿La débil excusa de que Lewis
también la engañaba a ella?
Se detuvo y, apoyándose contra la fría pared, cerró los ojos. Los
acontecimientos de la semana anterior la habían dejado agotada.
Empezaban a pesarle los años, se dijo, aunque en realidad no lo creía.
Nunca había tenido que enfrentarse a tantas cosas en tan poco tiempo.
Primero, Witt se desentendía de Joni, luego le daba un ataque al corazón…
y finalmente Joni parecía repudiarla a ella. Se había sentido vapuleada
otras veces, pero nunca tanto. Nunca.
¿Qué esperaba conseguir enfrentándose a Joni, de todos modos? Sin
duda no esperaba que su hija le diera una especie de absolución que le
permitiera desprenderse de su ignominia y de sus remordimientos.
Porque, si era así, no tenía sentido hablar con ella de nada.
Pero no, tenía que pensar también en la relación de Joni con Witt. Eso
era lo que la había impulsado a contarle la verdad desde un principio. De
haber sido por ella, se lo habría dicho primero a Witt, pero no podía
hacerlo, estando él tan enfermo. Aunque, después de lo de esa noche, tal
vez pudiera soportar la impresión.
Sin embargo, ahora tenía la sensación de que no podía decírselo a

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Witt sin pedirle permiso a Joni. Así que, ¿qué había conseguido? Había
intentado que Joni no diera por definitivo el rechazo de Witt. Pero lo único
que había conseguido era complicar más las cosas.
Cielo santo. Todo era culpa suya. Debería haberle dicho la verdad a
Witt hacía años, cuando Joni era pequeña, y todo habría sido distinto.
—¿Hannah? —oyó una suave voz de mujer y al abrir los ojos vio a
Martina Escobar, una enfermera a la que conocía desde hacía años—.
¿Estás bien?
—Sí —mintió—. Sólo estoy un poco cansada.
Martina sonrió.
—¿De cuidar a Witt Matlock? No hace falta que me lo jures. Menudo
es. Pero tu hija está bien.
—Lo sé —le devolvió la sonrisa a Martina y se incorporó—. Puedo
verla, ¿no?
—Si me ayudas a mantenerla, puedes quedarte toda la noche.
El desenfado de Martina hizo aflorar una leve risa a los labios de
Hannah. —Eso está hecho. Unos instantes después, se hallaba de pie en el
umbral de la habitación de Joni. Era una habitación privada, posiblemente
porque Joni era empleada del hospital. Su hija tenía la cara vuelta hacia la
ventana oscurecida.
El corazón de Hannah se encogió tan dolorosamente que se quedó
parada en la puerta, asaltada por sentimientos tan fuertes que casi
resultaban insoportables. Por primera vez comprendió plenamente lo que
había ocurrido. Joni podía haber muerto en el accidente. Podía haber
muerto sin volver a sonreírle.
Hannah habría dado cualquier cosa por ver de nuevo aquella alegre
sonrisa. Cualquier cosa. Por desgracia, ignoraba cómo conseguirlo. Y,
aunque tuviera alguna idea, no habría sabido si confiar en ella. Todos sus
intentos de proteger a quienes amaba parecían acabar en desastre.
Entró por fin en la habitación, pero Joni no mostró signos de notar su
presencia. Siguió mirando fijamente la ventana. Hannah sintió una aguda
punzada de angustia.
—Joni…
—¿Qué? —preguntó, irritada.
—¿Qué tal tu dolor de cabeza?
—Mejor —pero no se volvió para mirar a su madre.
—Me alegro —Hannah se acercó a los pies de la cama—. Eres igual
que Witt —dijo, intentando mantener un tono desenfadado. Desde que
salió del hospital, no hace más que refunfuñar —no hubo respuesta. Una
oleada de angustia y temor comenzó a apoderarse del corazón de Hannah
—. Bueno —dijo, procurando parecer alegre—, me han dicho que puedo
quedarme toda la noche y ayudar a mantenerte despierta.
—No veo por qué tengo que estar despierta —dijo Joni en tono
petulante.
—Porque has tenido una conmoción severa. Tienen que vigilarte. Si
dejan que te quedes dormida, puede que te despiertes muerta.
Había elegido cuidadosamente sus palabras, y sintió una leve
punzada de alivio al ver que la boca de su hija se curvaba hacia arriba
levemente.
—Nadie se despierta muerto —dijo Joni, menos irritada.

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—Eso depende de cómo se mire, ¿no crees?


Joni se volvió al fin y la miró.
—¿Te importaría no hacerme reír?
Hannah sintió tal oleada de alivio que no pudo evitar sonreír.
—¿Por qué? ¿Eres alérgica a la risa?
—Parece que últimamente sí.
—Mmm. La risa es la mejor medicina, ¿sabes? Si no estuvieras tan
magullada, te haría cosquillas.
—¡Venga ya, mamá! —pero su ceño no parecía convincente. Y la
había llamado mamá.
—Supongo que no querrás que me siente aquí, donde puedas verme,
así que ¿qué te parece si me cuelgo del techo como un viejo murciélago,
que es lo que soy?
—Oh, corta el rollo —Joni señaló una silla bajo la ventana—. Siéntate
ahí, ¿vale? Ésta es la única posición en la que estoy cómoda.
Bien, pensó Hannah. No la había echado, y le había dicho que se
sentara donde pudiera verla sin esfuerzo. Un gran avance. Hannah sintió
de nuevo el escozor de las lágrimas, pero esta vez de alegría. Sin
embargo, las refrenó. Era muy pronto para cantar victoria.
Se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Dejó el bolso
en el suelo, a su lado. Luego se sentó frente a su hija. Joni no dijo nada,
siguió mirando fijamente la ventana. Finalmente Hannah preguntó:
—¿Ves algo ahí fuera?
—Ovnis —atónita, Hannah hizo amago de levantarse para ir a buscar
ayuda, pero Joni la detuvo antes de que se pusiera en pie—. Tranquilízate,
mamá. Era una broma.
No era una broma muy acertada, dadas las circunstancias, pero
Hannah estaba dispuesta a considerarla una rama de olivo.
—Ah, me habías asustado.
—Lo siento. ¿Dónde está Witt?
—Lo mandé a casa.
Los ojos de Joni se agradaron.
—¿Lo mandaste a casa?
—Sí, ¿por qué? No hacía más que molestar.
—Pero mamá… —su voz se desvaneció.
—¿Pero qué?
—Witt y tú sois uña y carne desde que nos mudamos aquí. Casi nunca
hacemos nada sin él. Es como si viviera con nosotras.
Hannah se tomó un momento para mirar por la ventana y ordenar sus
pensamientos. No se había parado a considerarlo desde ese punto de
vista.
—Supongo que tienes razón —dijo finalmente.
—Claro que tengo razón. Pasa con nosotras casi tanto tiempo como
papá. Quizá más, porque papá siempre estaba trabajando.
«O saltando de cama en cama», pensó Hannah con su antigua
resignación. Nunca le había hablado a Joni de aquello, aunque su hija lo
intuía en parte. No sabiendo qué decir, preguntó:
—¿Eso te molestaba?
Joni se quedó pensativa.
—Creo que no. Bueno, puede que un poco.

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Al ver que no decía nada más, Hannah insistió.


—¿Por qué?
Joni se mordió el labio y suspiró.
—No sé. Supongo que a veces me cabreaba, sobre todo justo después
de que muriera papá. Te quería sólo para mí.
—Oh, cariño, ¡lo siento!
Joni se encogió de hombros.
—Era un egoísta, y lo sabía. Quiero decir que sabía que papá había
muerto y que tú necesitabas a alguien. Pero de vez en cuando me
cabreaba. Creo que a Karen también le molestaba un poco. Había tenido a
Witt para ella sola durante un par de años, antes de que nos mudáramos
aquí. Pero luego nos hicimos amigas y ya no nos importó tanto.
Hannah apretó los labios y procuró contener sus emociones.
—Me siento mal por eso. Witt y yo creíamos que estábamos
reemplazando lo que faltaba en vuestras vidas, construyendo una familia
para las dos.
—Supongo que sí —dijo Joni—. Pero a veces no parecía eso. Aunque
nosotras éramos unas crías. Ya sabes lo suspicaces que pueden ser los
niños.
—A veces no son tan suspicaces, Joni. Sólo ven la realidad desde una
perspectiva distinta.
—Bueno, ya no importa.
—Sí, yo creo que sí importa —dijo Hannah con firmeza—. Sobre todo
porque te extraña que haya mandado a Witt a casa. ¿Acaso crees que
manda en mí? ¿En nosotras?
Joni ni siquiera vaciló.
—En ciertos aspectos, sí. Como con lo de Hardy. Me parece muy bien
que quiera pasarse la vida odiando a Hardy y echándole la culpa de lo que
pasó. Pero no hay razón para que espere que yo haga lo mismo.
—Tienes razón.
—Entonces, ¿por qué le hemos seguido la corriente todo este tiempo?
—Supongo que porque no queríamos hacerle daño —lo cual era
cierto. Witt siempre había sido bueno con ellas. Siempre. Parecía una
muestra de ingratitud ir contra sus deseos o hacer algo que pudiera
lastimarlo.
Joni se removió, inquieta, y luego hizo una mueca de dolor.
—Creo que tengo unos cuantos arañazos más de los que creía.
Hannah sintió ganas de acercarse y abrazarla, pero tenía la sensación
de que Joni aún no estaba lista para eso.
—Los arañazos pueden ser muy dolorosos, ¿verdad? Sobre todo, los
profundos.
—Más dolorosos de lo que imaginaba. Ay, el cinturón de seguridad me
ha debido dejar todo el cuerpo amoratado.
—Seguramente.
—Hardy me salvó la vida, mamá —Hannah asintió con la cabeza
vigorosamente. Lo digo en serio. El otro coche iba demasiado deprisa,
patinó y empezó a dar bandazos, directo hacia nosotros… Si nos hubiera
dado, estaríamos muertos. O si Hardy le hubiera dado al banco de nieve
desde otro ángulo y hubiéramos volcado.
—Lo sé.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—¿Vas a decírselo a Witt?


Hannah ladeó la cabeza un poco.
—Si no lo hago yo, sospecho que lo hará Hardy. Esta noche tenía cara
de querer acabar con este asunto de una vez por todas. Pero sí, supongo
que se lo diré a Witt. Llevo años intentando convencerlo de que Hardy no
mató a Karen, así que supongo que de todos modos no me hará caso, pero
lo intentaré.
—Witt se siente culpable.
Hannah asintió con la cabeza.
—Todos nos sentimos culpables cuando muere alguien a quien
queremos. Pensamos en las cosas que podríamos haber hecho y que no
hicimos. Desearíamos haber muerto en su lugar.
Joni cambió de pronto de tema.
—¿Tú te sentías así cuando murió papá?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 16

Hannah tuvo que respirar hondo y tomarse un momento para


recomponerse antes de poder contestar. Sabía que la conversación
acabaría derivando en aquella dirección, pero no se había dado cuenta de
lo difícil que le iba a resultar.
Se sintió aliviada cuando Martina entró para tomarle a Joni las
constantes vitales y controlar sus reflejos oculares.
—Está todo bien —dijo Martina, sonriéndoles—. ¿Te está entrando
hambre, Joni?
—No, pero ¿por casualidad no tendrás por ahí una tónica o una coca
cola?
—Claro. Ahora te traigo algo de la sala de personal.
Hannah sacudió la cabeza, sonriendo, contenta de tener un respiro. Al
parecer, a Joni se le había olvidado la pregunta que le había hecho.
—Mamá, ¿fue eso lo que sentiste cuando murió papá?
El respiro no había durado mucho.
—Sí, supongo que sí. Pero recuerda, cielo, que eso fue hace mucho
tiempo. Ya no recuerdo, muy bien lo que sentí.
—¿Intentas irte por las ramas?
—No, no. Pero es que no lo tengo muy claro. Estaba confusa. Tan
confusa que… bueno, no recuerdo todo lo que se me pasó por la cabeza.
Recuerdo la impresión cuando me lo dijo la policía. Nunca olvidaré ese
sentimiento. Fue como si se me entumeciera todo el cuerpo y mis
hombros empezaran a derretirse… —sacudió la cabeza, intentando
apartar aquel recuerdo, todavía demasiado vivido. Luego… bueno, pasé
aturdida algún tiempo, por lo menos hasta después del funeral. Era como
si una neblina se hubiera aposentado sobre mi cerebro. O como si mi
mente se hubiera ido a otra parte y lo observara todo desde lejos,
mientras que mi cuerpo seguía actuando automáticamente. Nada parecía
real.
Joni asintió con la cabeza levemente. Su rostro se ensombreció, y dijo
con suavidad: —Yo no podía creérmelo.
—Yo tampoco —dijo Hannah—. No podía. Y para ti debió de ser mucho
más duro.
—¿Por qué?
—Porque yo hacía años que no quería a Lewis.
Sus palabras cayeron como piedras en la quietud de la habitación, y
Hannah sintió cómo se extendían las ondas del silencio. Se preguntaba
adonde las llevaría aquella conversación, pero ya no quería seguir
mintiendo.
—¿Por qué, mamá?
—Porque me engañaba desde antes de que nos casáramos.
Joni se incorporó sobre la almohada con los ojos como platos.
—¿Desde antes?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Sí, desde antes —repitió Hannah llanamente—. Empezó cuando


éramos novios. Pero yo, claro, no me enteré hasta que estuvimos casados.
—Entonces, ¿por qué rayos se casó contigo?
Hannah se encogió de hombros.
—Me lo he preguntado muchas veces. Sospecho que fue porque yo
era enfermera y tenía un buen trabajo. Así él podía vivir mucho mejor. La
otra no trabajaba. Era de familia rica, y no le hacía falta.
El semblante de Joni se entristeció un poco más.
—¿Cuándo te enteraste?
Hannah vaciló.
—¿Estás segura de que quieres saberlo? ¿Te encuentras lo bastante
bien?
—Se supone que tengo que estar despierta toda la noche, mamá. Es
más probable que me mantenga despierta esta conversación que la tele.
Hannah esbozó una sonrisa.
—Está bien. Pero no es una historia agradable. A mí todavía me
avergüenza —Joni no dijo nada, lo cual significaba, supuso Hannah, que
prefería reservarse sus juicios hasta que conociera toda la historia—.
Llevábamos casados un par de años —comenzó, confiando en poder
conservar la calma hasta que acabara su sórdido relato—. Tu padre estaba
en tercero de medicina. Fuimos a la fiesta de Nochevieja del campus.
Había muchos alumnos, con sus parejas. Witt estaba en la ciudad porque
tenía problemas con su mujer y quería darse un tiempo para reflexionar
antes de volver a casa, así que vino con nosotros.
—¿Qué clase de problemas tenía?
—No lo sé, la verdad. Nunca me lo dijo. Decía que eran cosas suyas, y
que sólo necesitaba pasar algún tiempo fuera de casa.
—Está bien —suspiró Joni, y cerró los ojos un momento—. Continúa.
Fuisteis a la fiesta.
—Sí. Yo me tomé un par de copas. Witt tomó más de un par, creo.
Estaba solo, en un rincón, y parecía muy desanimado. En cierto momento
me di cuenta de que hacía mucho rato que no veía a Lewis. Así que fui a
buscarlo. Y lo encontré.
Joni se sentó.
—¿Entonces fue cuando…?
—Sí. Me lo encontré haciendo el amor con esa mujer. Me quedé de
una pieza, furiosa, dolida y desconcertada, mientras ellos intentaban
taparse como podían. No dije ni una palabra. Luego esa mujer me dijo:
«Vete acostumbrando, bonita. A mí ya me quería antes de conocerte a ti».
—Madre mía —murmuró Joni.
—Yo miré a Lewis y… —la voz de Hannah se quebró y luego volvió a
afirmarse—. Y él no lo negó.
Salí corriendo de allí. Me tomé un par de copas para intentar ahogar
el dolor. No recuerdo exactamente qué pasó después, salvo que se lo
conté a Witt y que él se enfadó y que, no sé cómo, acabamos en otro
edificio. Él me abrazaba mientras yo lloraba, y juraba que iba a darle una
lección a Lewis y que… No tengo excusa, Joni. No tengo excusa. No sé si
estaba demasiado borracha, o si lo estaba Witt, o si sólo es que
estábamos enfadados y dolidos y queríamos vengarnos. El caso es que
hicimos el amor. Y te concebimos a ti. Y después… después juramos no

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decírselo a nadie porque los dos nos sentíamos… avergonzados de


nosotros mismos.
Joni asintió con la cabeza e hizo una mueca de dolor.
—Y, luego, ¿qué pasó?
—Volvimos a la fiesta. Witt buscó a Lewis e insistió en que nos
fuéramos. Nadie dijo una palabra, ni esa noche ni al día siguiente.
Parecíamos robots. Luego, un par de días después, Lewis me dijo que
había cometido un gran error, que iba a librarse de la otra, y que nunca
volvería a ocurrir.
—Pero ocurrió.
—Bueno, yo no me enteré enseguida. Pasé un mes intentando
convencerme de lo que me había dicho, en parte, supongo, por lo que yo
había hecho con Witt. A fin de cuentas, ¿quién era yo para juzgarlo?
—Vamos, mamá, eso no es lo mismo que una aventura larga.
—Pero, aun así, le había sido infiel. Eso tenía que afrontarlo. En
cualquier caso, las cosas parecieron mejorar. Hasta empezamos a tener
relaciones sexuales otra vez. Y yo estaba embarazada. Lo sabía. Me enteré
a la semana. Y sabía que no era de Lewis —Hannah suspiró y apartó la
mirada—. Lo pasé fatal pensando si debía decírselo a Lewis. Luego, por fin,
me di cuenta de que, si se lo decía, no sólo destruiría nuestro matrimonio.
También destruiría su relación con Witt. Y no me sentía capaz de hacer
eso. Witt adoraba a Lewis, y Lewis le tenía en un pedestal. Yo no quería
estropear eso. Así que no se lo dije a ninguno de los dos. Era mejor dejar
que todo el mundo pensara que eras hija de Lewis.
Joni no dijo nada durante un momento. Se recostó en la almohada y
se puso a mirar por la ventana. Al final preguntó:
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que papá empezó a engañarte otra vez?
—No lo sé. No me enteré hasta unos años después. Creo que tú tenías
cuatro años.
—¿Por qué no le dejaste?
—Porque me sentía muy culpable. Porque tú lo querías. Y porque,
francamente, había llegado a un punto en que Lewis ya no podía hacerme
más daño. Sencillamente, ya no me importaba. Algo… algo dentro de mí
estaba muerto, Joni. Es el único modo que tengo de explicarlo.
—No tienes ni idea —dijo Joni— de cuántas veces me pregunté cómo
podías soportar que te engañara así.
Hannah se quedó sin aliento.
—¿Lo sabías?
—Claro. No decía nada porque tenía la impresión de que tú no querías
que lo supiera. Pero lo sabía. Desde que tenía once años, creo. Era
evidente. Y no me entraba en la cabeza por qué no lo mandabas a la
mierda. Aunque, por otra parte, me daba mucho miedo que lo hicieras.
Porque es verdad que lo quería.
—Sí, lo sé —una lágrima rodó por la mejilla de Hannah—. Lo sé.
El silencio cayó sobre ellas. El anochecer de invierno parecía filtrarse
en la habitación, y Hannah sentía frío en el alma. Había cometido muchos
errores, por lo visto más de los que creía. Y ya no sabía cuál era el peor.
Tal vez fueran todos igual de espantosos. Todos, ciertamente, habían
causado mucho sufrimiento.
Sanar todas aquellas heridas le parecía una tarea insuperable. Tal vez

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

con el tiempo pudiera conseguir que Joni la perdonara; pero luego estaba
Witt. Witt era muy terco, y Hannah podía imaginarse su ira. Y su negativa
a perdonarla. Pero, por el bien de él y de Joni, tenía que contárselo en
cuanto le pareciera buen momento.
Pero no aún. En el fondo sentía que primero tenía que arreglar las
cosas con Joni.
—Mamá…
—¿Por qué no os habéis casado Witt y tú?
Hannah no sabía qué contestar a eso.
—No estoy segura de que tengamos esa clase de relación.
—Pero la chispa estaba ahí.
—De eso hace mucho tiempo.
—Aun así, os queréis. Se os nota.
Hannah suspiró.
—No sé. Puede que los dos nos sintamos culpables por lo que pasó.
Puede que eso lo estropeara todo.
Joni suspiró y giró la cabeza un poco, apartando la mirada.
—La gente es tan estúpida…
—La gente comete errores. Así es como se aprende. Yo no lo llamaría
estupidez.
—Seguramente tienes razón. Creo que tiendo demasiado a ver las
cosas en blanco y negro.
—Eso nos pasa a todos cuando somos jóvenes. Lo peor de hacerse
mayor es que todo empieza a tomar un tono gris opaco.
—Tú no eres tan mayor.
Hannah sonrió y dijo:
—Algunas veces me siento más vieja que esas montañas de ahí fuera.
Joni guardó silencio unos minutos. Justo cuando Hannah empezaba a
preguntarse si se había quedado dormida, preguntó:
—¿Has sido feliz alguna vez, mamá?
—Estoy bastante contenta.
—No te he preguntado eso. Te he preguntado si has sido feliz. No es
lo mismo.
Hannah no sabía qué responder. ¿Feliz? Para ella, eso siempre había
sido lo mismo que estar conforme con su vida. Pero para Joni no, y,
pensándolo bien, ella también era consciente de que había uña gran
diferencia.
—He sido feliz a veces —dijo por fin.
—Pues yo no te recuerdo feliz. No recuerdo haberte visto nunca como
si te sintieras en la cima del mundo.
—Ése es un lugar muy difícil de alcanzar.
—Puede ser —Joni frunció el ceño—. Yo quiero ser feliz. No me refiero
a ser feliz como una loca. Pero no quiero estar sólo contenta. También
quisiera tener un poco de dicha.
Hannah asintió. No tenía valor para decirle a su hija que estaba
pidiendo la luna. La vida no permitía que la gente se sintiera dichosa
mucho tiempo, ni muy a menudo. Pero, en cuanto se le ocurrió aquella
idea, se dio cuenta de que era un error pensar así. ¿De veras había
permitido que las desilusiones la amargaran hasta aquel punto?
—Mamá, ¿cómo fue tu niñez? Nunca hablas de ella.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—No hay mucho que contar. Nací en la reserva, eso ya lo sabes. Mi


madre murió cuando tenía cuatro años, así que casi no me acuerdo de
ella. Una prima que vivía en Pueblo se ocupó de mí.
—¿Era buena?
—Sí, bastante. Yo no tenía queja de ella —lo cual no era exactamente
cierto. La prima se había ocupado de sus necesidades básicas, pero
siempre a regañadientes y sin dejar de recordarle que estaba allí de
prestado—. Era una mujer mayor. No fue fácil para ella. Pero nunca me
faltó nada —salvo, quizás, amor.
—¿Y tu padre? ¿Por qué no te quedaste con él?
—Se había ido hacía mucho tiempo. Ni siquiera sé quién era, y mi
prima nunca hablaba de él.
—Ah —la mirada de Joni se posó de nuevo en la ventana, y a Hannah
le pareció que se le entristecía el semblante.
—No importa —dijo—. Nunca lo conocí, así que no podía echarlo de
menos. Bueno, supongo que echaba de menos la idea de tener un padre,
pero a él no podía echarlo en falta, ya me entiendes.
Joni asintió con la cabeza.
—¿Y esa prima tuya no te decía nada?
—De él, no. De mi madre hablaba a veces, normalmente para decir
que no valía para nada, pero yo nunca supe por qué. Una vez se lo
pregunté, y me dijo «da igual, pero no te vuelvas como ella».
—Uf.
Hannah sonrió débilmente.
—Fue una respuesta tan contundente que no volví a preguntar.
—No me extraña. Así que, en resumidas cuentas, tuviste una infancia
difícil.
—No, qué va. Nunca me maltrataron.
—Pero estabas sola.
—Supongo que sí. Casi no me relacionaba con nadie hasta que fui a la
escuela de enfermería. Allí hice buenas amigas.
—Y entonces conociste a papá. A Lewis.
—Sí —Hannah sonrió suavemente al acordarse—. Era muy atractivo.
Hacía que me sintiera especial, embelesada. Nunca me había sentido así
—luego hizo una mueca—. Supongo que debería haber desconfiado.
Debería haberme dado cuenta de que yo no podía ser la única a la que
Lewis volvía loca.
—Entonces, ¿nunca pensaste que tal vez sólo intentaba aprovecharse
de ti?.
—No sé —Hannah suspiró—. Nunca se me ocurrió. Daba por sentado
que me cubría de atenciones porque le parecía especial. Y supongo que
así fue, durante un tiempo —se retorció las manos un momento y se miró
los dedos entrelazados—. ¿Sabes, Joni?, sé lo que dijo esa mujer y que
Lewis nunca lo negó, pero… a veces me pregunto qué hice mal. A fin de
cuentas, se casó conmigo, y estoy segura de que podría haber escogido a
cualquier otra enfermera. Así que tenía que sentirse atraído por mí por
alguna otra razón. Y, en algún momento, yo lo estropeé.
Joni se sentó cuidadosamente y descolgó las piernas por encima del
borde de la cama. En ese momento volvió Martina con una lata fría de
7up.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Lo siento —dijo apresuradamente—, no hay tónica. Espero que te


sirva esto.
—Sí, muchas gracias —dijo Joni alegremente. No sé por qué tengo
tanta sed, teniendo puesto el suero.
—El suero no te quita la sequedad de boca, sobre todo si estás
hablando. ¿Y se puede saber qué haces levantándote?
—Quería darle un abrazo a mi madre.
Las mejillas de Hannah se sonrojaron de alegría. Martina puso los
brazos en jarras.
—Pues dile que venga ella aquí.
—También quería ir al cuarto de baño.
—Sabes que tiene que acompañarte alguien. Así que…
—Ya voy yo con ella —dijo Hannah—. Todavía no se me han, olvidado
todas mis habilidades de enfermera.
Martina se relajó.
—Está bien, pero si me entero de que intenta dármelas con queso, se
va a enterar.
Cuando Martina se hubo ido, Joni abrió la lata y bebió con ansia.
Después de que Hannah la acompañara al servicio, volvió a tumbarse
y levantó un poco la cabecera de la cama.
—Tienes mejor cara —dijo Hannah.
—Se me está pasando un poco el dolor de cabeza. Y quiero hacerte
más preguntas.
Hannah se dio cuenta de que había estado esperando que Joni se
conformara con lo que le había contado. No se sentía con fuerzas para
seguir, pero, por otro lado, tampoco quería posponer aquella
conversación. Tenía la impresión de que estaban haciendo progresos, de
que Joni empezaba a comprenderla, y no quería cometer el error de
detenerse.
Joni dijo:
—Puede que estés siendo demasiado dura contigo misma. Es posible
que no hicieras nada mal, mamá. Puede que Lewis fuera uno de esos
hombres que nunca se dan por satisfechos.
—Pero ¿por qué me eligió a mí? —aquella pregunta llevaba
atormentando a Hannah mucho tiempo, pero al formularla en voz alta se
dio cuenta de que era injusto hacérsela a Joni. ¿Cómo iba a saber su hija
más de lo que ella sabía?
—No sé, mamá. Tengo tan poca idea como tú. Pero eres guapa y
exótica. Puede que eso le gustara. O puede que pensara que de ti podía
aprovecharse más que de las otras. O a lo mejor creía que te quería de
verdad, sólo que era de esos hombres que no se conforman con una sola
mujer durante mucho tiempo.
Hannah suspiró.
—Lo siento, no debería habértelo preguntado.
Joni se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Me está ayudando a entender lo que pasó. El caso es
que no creo que nadie deba sentirse responsable por los defectos de
papá. Por lo menos eso es lo que me enseñaron en clase de psicología —
dijo casi con desgana. Hannah le sonrió.
—Sí, eso he oído decir yo también. Pero es curioso que lo hagamos,

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

de todos modos.
—Sí —Joni se removió en la cama y tomó otro sorbo de 7up—. No
hace falta que te quedes conmigo, mamá. Va a ser una noche muy larga.
—Quiero quedarme.
—Gracias.
Cayó de nuevo el silencio, pero ya no parecía tan frío como antes.
Hannah se aferró a la idea de que Joni no se estaba enfadando con ella,
sino que, por el contrario, intentaba que se sintiera mejor. Pero Hannah
tenía algo más que decirle.
—Cariño, siento haberte hecho daño.
Joni asintió con la cabeza y se quedó mirando un rato por la ventana.
—Estaba dolida —dijo finalmente. No es que hayas intentado hacerme
daño a propósito, claro. Pero aun así… estaba dolida. Porque las cosas
habían cambiado. Es como después de un terremoto, cuando todo queda
torcido y resquebrajado. Eso era lo que parecía haber pasado con mi vida.
—Ya me lo imagino.
—Y luego estaban las dudas. Por ejemplo, ¿cuánto de lo que creía
saber era cierto? Me sentía casi como si no tuviera ningún asidero.
Hannah asintió con la cabeza.
—Sí, lo comprendo.
—Pero supongo que… Bueno, no es como si mi padre fuera un
extraño. Es el tío Witt. Aunque, ahora mismo, claro, no me cae muy bien.
—Ahora mismo, a mí tampoco.
Joni levantó las cejas.
—¿En serio?
—En serio —dijo Hannah con franqueza—. Es un coñazo —Hannah
rara vez hablaba así, y a Joni se le escapó la risa—. Bueno, es la verdad —
dijo Hannah—. Te repudió por una tontería, por pasarle la oferta a Hardy.
—Pensaba que a ti también te parecía mal.
—Bueno, sí, porque me parecía que ante todo tenías que ser leal con
Witt. Pero ¿qué mal habías hecho? Bastaba con que rechazara el proyecto.
No hacía falta que te repudiara.
—No sé, mamá. Fui muy impulsiva. Estaba enfadada porque… Bueno,
espero que no pienses que soy cruel y desconsiderada, pero Karen lleva
mucho tiempo amargándonos la vida. Ni siquiera la muerte de papá afectó
tanto a mi vida como la de Karen. O, al menos, no por tanto tiempo. Hay
algo… algo que no está bien en todo esto.
Hannah suspiró.
—Creo que ya hemos hablado de esto, cielo, pero tienes que entender
que perder a un hijo es muchísimo peor que perder a una esposa o a un
amigo. Es como si el alma se revolviera por completo, porque parece algo
contra natura.
—Puede ser. Pero eso no justifica ese odio que arrastra Witt, ni el
hecho de que lo use para controlarme a mí.
—A ti no te controla. Lo que pasa es que no quiere que te relaciones
con Hardy.
—Pero Hardy antes era mi amigo, mamá. Y Witt nunca lo ha tenido en
cuenta, ¿no crees? En cualquier caso, no es culpa suya que me sienta
ensombrecida por Karen. O no del todo, al menos —Hannah quería
preguntarle por eso, pero antes de que dijera nada, su hija añadió—. Así

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que Witt te ha estado dando la tabarra desde que salió del hospital, ¿eh?
—Oh, sí. Está imposible, pero creo que es porque está asustado.
—Puede ser. Aunque cuesta trabajo imaginarse a Witt asustado.
—Eso es porque, cuando se asusta, siempre se enfada.
—Bah, hombres —suspiró Joni con fastidio.
Hannah se encogió de hombros.
—Ellos son distintos.
—A veces. Pero Hardy, no lo es. Bueno, la verdad es que Hardy es
especial en muchos sentidos.
—¿Ah, sí?
—Sí. A mí, por ejemplo, me escucha de verdad —su rostro se
ensombreció un poco—. Aunque, claro, me ha dicho que ya va siendo hora
de que madure.
Hannah no dijo nada, aunque en parte estaba de acuerdo con Hardy.
Joni tenía sólo veintiséis años, era joven todavía. Ciertamente, lo bastante
joven como para ver las cosas en blanco y negro, meterse de cabeza en
situaciones que no entendía del todo y no estar dispuesta a dar su brazo a
torcer.
Sin embargo, incluso desde la perspectiva que le proporcionaba su
edad, a Hannah aquello no le parecía mal del todo. En cierto modo
envidiaba la pasión y la entrega de su hija, aunque también era consciente
de que Joni necesitaba moderarse un poco.
Pero los comentarios de Joni acerca de Hardy eran interesantes por
otras razones. Hannah sospechaba que, en sus tiempos del instituto, Joni
había estado enamorada de Hardy, a pesar de que él salía con Karen.
Nunca se lo había dicho, y Joni nunca había hecho nada al respecto, pero
aun así era evidente, para Hannah al menos, que su hija sentía algo más
que simple amistad por Hardy.
Se preguntaba si Joni se sentía culpable por eso y si ésa era la razón
de que hubiera decidido ponerse del lado de Witt, abandonando a Hardy a
su suerte. Tal vez. Pero no sabía cómo preguntárselo sin molestar a Joni.
En cuanto a la idea de que Karen había ensombrecido las vidas de
todos ellos… Sí, Joni tenía razón en eso. Pero el único responsable de ello
era Witt. Y Hannah no podía reprocharle a su hija que intentara liberarse,
aunque se preguntaba por qué Joni no había tomado el camino más fácil y
se había marchado sin más.
Aquella idea la hizo pensar de nuevo en Hardy. Por lo visto, Joni
seguía sintiendo parte de aquel antiguo enamoramiento. Tal vez su amor
se hubiera renovado últimamente. No sería de extrañar. Pero ¡qué lío se
armaría si Witt se enteraba! Y Hannah, que se sentía extraordinariamente
agotada, no sabía si podría soportar un nuevo disgusto. Sin embargo, no
era a ella a quien correspondía decidirlo. Joni, a fin de cuentas, haría lo
que se le antojara.
En lugar de indagar en el asunto, potencialmente peligroso, de Hardy,
Hannah volvió a lo que más le preocupaba.
—¿Lo entiendes mejor ahora, cariño? ¿Crees que podrás perdonarme?
—No me corresponde a mí perdonarte —dijo Joni—. Pero… tengo que
pensarlo, mamá. Todavía no estoy segura.
A Hannah le dio un vuelco el corazón.
—¿Porqué?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Porque… porque todavía no estoy segura de lo que siento. Es… no


sé. Es como si todo lo que creía se hubiera derrumbado y ahora me
encontrara en medio de los escombros, intentando averiguar qué puedo
salvar.
Hannah estaba tan agotada que ya no tenía ganas de llorar. Se
preguntaba qué había esperado. Todas las explicaciones del mundo no la
hacían sentirse menos culpable o avergonzada, así que ¿por qué esperaba
que hicieran cambiar de opinión a Joni? Era una esperanza absurda.
—Lo siento —dijo Joni—. Necesito… tiempo para asumir todo esto.
Por lo menos no había cerrado del todo la puerta. Y Hannah tendría
que conformarse con eso.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 17

Hardy no podía esperar a que se hiciera de día para ir a ver a Joni.


Cuanto más tiempo pasaba alejado de ella, más se angustiaba. Ella había
sufrido una conmoción cerebral seria. Había estado inconsciente casi dos
horas. Eso no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Era tan serio que la
habían dejado ingresada toda la noche. ¿Y si tenía alguna lesión cerebral?
Bárbara intentaba tranquilizarlo, pero ella no era médico, y nada de lo
que decía parecía influir en Hardy, ni siquiera cuando comentó que Joni
tenía a su familia y no necesitaba que se presentaran allí sus amigos.
La idea de que tenía a su familia hizo resoplar a Hardy. Menuda
familia. Además, después de lo ocurrido la semana anterior, él ya no se
consideraba un simple amigo.
Finalmente Bárbara ladeó la cabeza.
—Está bien, está bien. Acábate el té y vete. Pero a mí no me vengas
con cuentos si tienes otra bronca con Witt.
—Witt no está en el hospital. Hannah lo mandó a casa.
—¿En serio? —Bárbara parecía sorprendida—. Me pregunto por qué lo
habrá hecho.
—Sospecho que tiene algo que ver con el hecho de que se encarara
conmigo y Joni le dijera que se fuera.
La boca de Bárbara se curvó en una sonrisa. —Ese jovencita me gusta
más cada día que pasa.
—Claro. Se está poniendo de mi parte.
—No —Bárbara sacudió la cabeza. Se está enfrentando a Witt. Y ya
iba siendo hora de que alguien lo hiciera.
—No estarás insinuando que yo haga lo mismo, ¿no?
—No —ella se rió de mala gana—. Eso llegará a su debido tiempo,
supongo, pero no quiero que seas tú quien lo provoque.
—Yo no ando buscando líos, mamá. Ya lo sabes. No me hace falta. Los
líos parecen encontrarme a mí.
Y era cierto, pensó mientras conducía de regreso al hospital a través
de la noche gélida. Muy cierto. Ahí estaba, por ejemplo, el accidente con
Joni. Era como si acarreara una maldición que lo empujaba fatídicamente
hacia la familia Matlock. Pero, en cuanto se le ocurrió aquella idea, la
descartó por absurda. Las maldiciones no existían. Sólo había tenido una
racha de mala suerte.
Al llegar al hospital, sin embargo, escudriñó el aparcamiento para
asegurarse de que la desvencijada camioneta de Witt no estaba por allí.
Aliviado al no verla, aparcó junto a la entrada y salió a la noche helada.
La nieve crujía bajo sus botas. Le encantaba aquel sonido. A veces se
hartaba de tener que quitar a paletadas los varios metros de nieve que
caían cada año, pero aun así le encantaba. Le gustaba esquiar, sobre todo
a campo traviesa, porque ello le permitía internarse en el monte, lejos de
todo el mundo. Le gustaba cómo lo revigorizaba el frío, que le hacía

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

sentirse verdaderamente vivo y despierto.


En cuanto cruzó la puerta automática, el frío desapareció y el calor
cayó sobre él, haciendo que le ardiera la nariz y las mejillas. En fin, todo
tenía un lado malo.
Como el hospital era pequeño y todo el mundo lo conocía, no le costó
enterarse de dónde estaba Joni. Vaciló, sin embargo, en la puerta de su
habitación al ver que Hannah estaba allí, hablando con ella. Pero casi
enseguida Hannah lo miró y sonrió.
—Pasa —dijo calurosamente—. Creo que Joni ya está harta de mí. Le
vendrá bien una cara nueva. Además, tengo que ir a buscar una máquina
de aperitivos. No he tomado nada desde el desayuno.
—Abajo hay una, mamá —dijo Joni mientras Hardy entraba en la
habitación—. Detrás de la puerta que pone sala de personal. Hay
sándwiches resecos, chocolatinas, patatas, galletas… y puede que hasta
haya café recién hecho en la cafetera.
Hannah hizo girar los ojos.
—Haces que los sándwiches suenen muy apetitosos.
Joni chasqueó la lengua.
—El reponedor sólo se pasa por aquí una vez por semana. Saca tus
propias conclusiones.
Hardy se apartó a un lado para dejar pasar a Hannah y luego miró a
Joni, sintiéndose extrañamente azorado.
—Espero que no te moleste que haya venido.
—Claro que no, ¿por qué iba a molestarme?
—No sé. Tal vez porque el coche lo conducía yo.
Ella sacudió la cabeza.
—No fue culpa tuya. Si no hubieras conducido tan bien el coche,
seguramente ahora estaríamos muertos.
Él suspiró y se acercó a la ventana, pero no vio más que su propio
reflejo contra la oscuridad de la noche. Se metió las manos en los bolsillos
y dijo:
—Llevaba doce años ensayando esa maniobra —Joni dejó escapar un
suspiro. Él no quería mirarla, por miedo a lo que podía ver—. Desde la
noche que murió Karen he estado preguntándome qué podía haber hecho.
Eso me… me obsesionaba.
—Nos obsesionaba a todos. No me digas que crees que el accidente
fue culpa tuya.
—No —él sacudió la cabeza, fijando su atención en el reflejo de Joni—.
No, no creo que fuera culpa mía. Pero no podía dejar de preguntarme qué
podía haber hecho para evitarlo. Practicaba mentalmente maniobras hasta
que me parecía que las tenía grabadas en los músculos. Y a veces salía a
una carretera vacía y las ensayaba.
—¡Oh, Hardy!
—En todo caso, ahora sé que, si hubiera tenido más experiencia,
quizá hubiera podido salvarle la vida a Karen.
Le contestó el silencio. Era un silencio profundo. No oía respirar a Joni,
ni removerse entre las sábanas. El silencio se prolongó tanto que empezó
a preocuparse. Al fin se volvió, temiendo que ella estuviera inconsciente, y
la encontró mirándolo con lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó con el corazón repentinamente acelerado—.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

¿Te duele la cabeza?


—Sigues enamorado de Karen, ¿verdad? —ella apartó la cara.
Él quiso contestar instintivamente que no. No estaba ya enamorado
de Karen cuando ella murió. ¿Por qué iba a estar enamorado de ella
ahora? Pero no contestó enseguida. Se obligó a considerar el reproche de
Joni, a sopesarlo cuidadosamente, pese a los sentimientos que se
agolpaban en su corazón.
—No —dijo al cabo de unos minutos—. No. Me siento culpable por
ella.
—No es muy distinto, ¿no? —dijo ella con voz amortiguada,
manteniendo la cara apartada—. A ti y a ti os pasa lo mismo. Los dos os
aferráis a su recuerdo y vivís en el pasado. Y nunca vais a liberaros.
Tenía parte de razón, aunque a Hardy le molestara admitirlo. Pero,
precisamente porque le molestaba, no podía dejar las cosas así.
—¿Qué quieres que haga, Joni? ¿Fingir que nunca ocurrió? ¿Sacudirme
la mala conciencia como si me importara un bledo? ¡No es tan fácil!
—No, no lo es —replicó ella—. Sé que no lo es. Yo también tengo mala
conciencia. Pero tú no podrías haberle salvado la vida a Karen, por más
que digas ahora, porque a los dieciocho años no tenías experiencia.
—Lo sé. ¿Crees que no me lo digo cada día?
—Entonces, ¿para qué sigues dándole vueltas, Hardy? —preguntó ella
con tristeza—. ¿Para qué? ¿Para encontrar nuevas formas de machacarte y
mantener fresco el recuerdo?
Aquellas palabras golpearon a Hardy como una bofetada. No le
agradaba pensar en sí mismo como en alguien que se pellizcaba una vieja
herida para mantenerla fresca. Pero luego se dio cuenta de otra cosa que
lo impulsó a decir:
—¿Es lo que estás haciendo tú, Joni?
—Supongo que sí —dijo ella débilmente, y apartó de nuevo la cara—.
Supongo que sí.
—Pero ¿por qué? Tú no tuviste nada que ver con la muerte de Karen.
Nada en absoluto. Tú no tienes que sentirte culpable por nada.
—¿No? —ella se enjugó los ojos—. Yo te deseaba. Solía imaginar que
te apartaba de ella. Me siento culpable, sí.
—Pero no creerás que eso tuvo algo que ver con que Karen muriera…
—mientras hablaba, su voz se fue apagando. Era consciente de que, en
parte, ésa era la razón de su mala conciencia.
—No fui una buena amiga —dijo, secándose de nuevo las lágrimas—.
No fui una buena amiga para ella.
El se quedó parado, intentando decidir si debía revelarle su más
oscuro secreto, que, en realidad, no era mucho peor que el de ella. Tal
vez, si se lo contaba, ella no se sintiera tan mal.
—Yo iba… iba a romper con Karen esa noche.
Al principio, Joni creyó que no le había oído bien. Siguió sollozando y
viendo cómo caían sus lágrimas sobre la cama. Justo cuando él iba a
repetir lo que había dicho, ella alzó la mirada.
—¿Qué? —dijo, confusa.
—He dicho que iba a romper con ella esa noche.
Los ojos de Joni se agrandaron y luego se cerraron, y ella dejó escapar
un tenso suspiro.

- 144 -
RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Dios mío.
—Sí. Eso complicaba mucho las cosas, francamente.
—¿Se lo habías dicho ya?
—No —él sacudió la cabeza con firmeza—. Iba a decírselo cuando la
dejara en casa. No quería decírselo estando por ahí, en cualquier parte, y
que no tuviera dónde ir, si quería marcharse.
—Así que nunca lo supo —Joni empezó a sacudir la cabeza, y luego
hizo una mueca—. Dios mío.
—Eso me convierte en un auténtico cerdo, ¿no crees? Me lo pasaba
muy bien con Karen, pero… —no se atrevía a decirle toda la verdad—.
Sabía que no era amor.
—¡Pero ella estaba enamoradísima de ti!
—Eso creía ella. Durante una temporada, yo también creí estar
enamorado de ella. Pero era un amor de mentirijillas, Joni. No era real. Lo
pasábamos en grande los fines de semana y nos divertíamos saliendo
juntos. Pero no era algo real. Y, francamente, echando la vista atrás, creo
que en parte Karen salía conmigo porque sabía que a su padre le ponía
furioso.
Joni agarró con fuerza la manta que la tapaba y empezó a pellizcar el
pelillo.
—Puede ser —dijo al cabo de un momento—. Es posible. Sé que Witt
la sacaba de quicio, pero pensaba que era por ti.
—Seguramente. Yo no sé leer el pensamiento. Y, además, de eso
hace mucho tiempo. Puede que haya amañado mis recuerdos.
Ella alzó la mirada hacia él.
—Es posible. Yo ya no sé qué es real de lo que recuerdo. Lo he
repasado todo tantas veces en mi cabeza… ¿Cómo sé que no he
racionalizado un montón de cosas? Pero, si estaba enfadada con Witt por
otras cosas, nunca me lo dijo.
—Solía quejarse de que la vigilaba como un halcón, como si ella fuera
a esfumarse en cualquier momento —en cuanto pronunció aquellas
palabras, sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. ¿Había
tenido Witt una premonición?
—Bueno —dijo Joni—, eso es comprensible. Witt había perdido a su
mujer y a su hermano. Era natural que le asustara perder a Karen.
Parecía razonable. Pero Hardy no podía sacudirse el repelús que se
había apoderado de él. Se decía que era una sensación absurda, que era
imposible que Witt hubiera intuido que Karen iba a morir.
Pero entonces recordó su locura durante las semanas anteriores al
accidente. Esa sensación de asfixiarse debajo de un nubarrón. De
necesitar huir a toda prisa de allí. Había pensado que se debía a que ya
hora de abandonar el nido, pero ¿y si…?
¿Y si… qué? De haber podido leer el destino en las hojas del té, habría
roto con Karen mucho antes. No habría salido con ella esa noche. Pero
aquel presentimiento había sido tan amorfo que lo había achacado a un
cambio de humor. Los adolescentes cambiaban de humor continuamente.
¿Pero y si Witt había…? No. Witt había creído desde el principio que él
no le convenía a Karen. Eso, combinado con la pérdida de su mujer y de su
hermano, habría bastado para ponerlo paranoico.
—Hardy —la voz de Joni interrumpió sus pensamientos—, ¿qué pasa?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Nada, sólo estaba recordando. Haciéndome preguntas. Pero nunca


habrá respuestas, así que ¿qué más da?
—Sí, nunca habrá respuestas —ella se removió y suspiró—. De algún
modo tenemos que salir de esto. Todos cometemos errores. Todos
hacemos cosas de las que nos avergonzamos. Y todos nos sentimos así
cuando muere alguien a quien queremos. Así que no somos tan raros.
Él apartó la silla de la pared y la arrastró hasta donde podía ver mejor
a Joni.
—Salvo porque nos hemos aferrado a este asunto mucho tiempo.
—¿Y cómo vamos a libramos de él?
—No lo sé —Hardy se frotó la barbilla y exhaló profundamente—. No
lo sé, Joni. Todo lo que ha pasado desde que me diste el sobre de la
convocatoria sólo parece haber empeorado las cosas.
—Dios, no era ésa mi intención.
—Lo sé —sintió que su boca intentaba sonreírle, pero no estaba
preparado para sonreír aún. Se sentía sentado en un campo de minas,
esperando la siguiente explosión. Pero él no podía ser el único que se
sentía así. A Joni probablemente le pasaba lo mismo, a juzgar por las cosas
que decía. Y tal vez incluso a Witt. Aunque Witt siempre había sido en sí
mismo un gran campo de minas.
—Oye —dijo bruscamente, sintiendo de pronto la necesidad de
marcharse unos minutos—, voy ir a ver por qué tarda tanto tu madre.
Puede que necesite una sierra para comerse ese sándwich. Enseguida
vuelvo.
Joni se echó a reír, pero sus ojos tenían una expresión atormentada.
Atormentados. Así estaban todos, pensó Hardy mientras buscaba la
sala de descanso del personal. Pero de eso no podía culpar a Karen. Karen
era una buena chica, amable y generosa. Y aunque tenía también
arrebatos de mal genio que la impulsaban a desafiar los dictados de su
padre, eso era normal en alguien de su edad.
Sí, Karen tenía buen corazón. Tan buen corazón que a veces Hardy
pensaba que había salido con él sólo porque era una especie de paria en
la escuela, por culpa de su padre. Bueno, por eso y porque con ello se
aseguraba de poner lívido a Witt.
Aquella idea casi consiguió arrancarle una sonrisa desganada. En
aquella época Karen no le parecía especialmente rebelde, pero tal vez lo
fuera. El seguramente no lo notaba porque estaba demasiado enfrascado
en sus propios problemas. El egocentrismo típico de la adolescencia. Para
un adolescente, lo más real de mundo eran sus propias borrascas
emocionales.
Y, si eso servía para él, también servía para Karen. Y para Joni.
Joni… ¡Señor!, y pensar que en aquel entonces estaba colada por él…
Al principio, Hardy sólo la había visto como la prima pequeña de Karen,
demasiado joven para salir con ella. Pero, qué demonios, ni siquiera
cuando empezó a notar que se sentía atraído por ella logró convencerse
de que era demasiado pequeña y de que no debía fijarse en ella de aquel
modo. Sobre todo, teniendo en cuenta lo unida que estaba a Karen.
Pero aun así se fijaba. Claro, que ella tenía entonces quince años, así
que no era tan joven como para que un chico de dieciocho no reparara al
menos en ella. Pero Hardy nunca había notado que Joni se hubiera fijado

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en él. Ahora, al echar la vista atrás, se preguntaba si las cosas habrían


sido de otro modo de haberse dado cuenta de aquella atracción. Tal vez
hubiera roto antes con Karen. Pero lo dudaba, porque lo que sentía por
Joni en aquella época le hacía sentirse como un cerdo. Sobre todo, por
Karen. Así que seguramente no habría hecho nada al respecto de todos
modos.
Luego lo acometió un pensamiento amargo. El enamoramiento de Joni
en el instituto podía explicar por qué había hecho el amor con él la noche
anterior y luego había saltado de la cama convencida de que había sido un
error. Tal vez había actuado movida por el recuerdo de aquella antigua
pasión, y luego se había dado cuenta de que no quedaba nada de ella.
Nada que justificara acostarse con él.
Dios, aquello le hacía sentirse fatal. Y no sólo porque Joni se sintiera a
disgusto consigo misma, sino porque la complicidad que creía haber
percibido estando con ella fuera una ilusión. Una ilusión nacida de algo
que, doce años atrás, no había sido más que un enamoramiento juvenil.
Aquello sí que dolía.
Y, además, le hacía sentirse como un tonto, y no le agradaba
descubrir que era tonto, sobre todo cuando su estupidez podía lastimar a
otras personas. Era, por otro lado, un hombre orgulloso, que prefería no
hacer nada de lo que pudiera avergonzarse. Y en ese momento se sentía
avergonzado.
Encontró a Hannah en la sala de descanso, comiendo una bolsa de
patatas fritas y una ensalada de fruta en un recipiente de plástico. A su
lado humeaba un café en un vaso de usar y tirar. Ella alzó la mirada al
oírlo entrar.
—¿Tengo que volver?
Él sacudió la cabeza.
—Parece que está bien, señora Matlock. Yo vuelvo enseguida. Pero
quería… estar solo un momento —ella alzó una ceja y luego le indicó que
se sentara. Hardy tomó asiento frente a ella, junto a la mesita. Finalmente
dijo—. ¿Qué le parece todo este follón?
Ella se limpió la boca con una servilleta de papel y lo miró a los ojos.
—¿Qué follón?
—Todo este asunto. Desde lo de Karen.
—Ah —sus ojos oscuros se suavizaron—. Sí, es un follón.
—¿Usted cree que yo maté a Karen?
—No. Eso sólo lo cree Witt.
Hardy suspiró y se frotó la barbilla.
—Me alegra saberlo. Yo todavía me sigo culpando.
—Claro. A los que sobreviven les suele pasar.
Él asintió con la cabeza.
—Eso no hace que me sienta mejor. Entonces… ¿no le importa que
salga con Joni?
—No, en absoluto. Creo que ella echaba de menos tu amistad.
Hardy se dio cuenta de que él también la había echado de menos.
—Pero ¿y Witt?
—Witt es un bruto —dijo Hannah. Un bruto encantador, pero un bruto.
Hardy tuvo que reírse.
—Sí, es verdad.

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—Pero sólo con este asunto —puntualizó Hannah—, Witt no es ningún


tonto —suspiró y removió el azúcar del café—. No sé qué demonios hacer.
He discutido con él más de una vez, claro. Pero sólo escucha su propio
dolor.
Hardy se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Eso puedo entenderlo.
—Yo también. Quiero mucho a ese hombre, pero esto es… bueno, es
un enorme problema desde hace mucho tiempo. Witt se está aferrando a
su dolor de manera irracional. Y yo todavía no me explico por qué. Tiene
que haber una razón.
—Puede ser. O puede que, simplemente, le duela hasta ese punto.
Hannah sacudió la cabeza.
—No, él ha estado alimentando constantemente su dolor y su rabia.
Los ha avivado como un fuego, como si temiera que se apagaran. Ojalá
supiera por qué.
Hardy se encogió de hombros.
—Yo tampoco me lo explico. Sé que Karen pensaba que era
demasiado estricto, pero ¿qué adolescente no piensa eso de sus padres?
Aun así algunas veces me pregunto si salía conmigo sólo por fastidiarle.
—No me sorprendería. Joni también hacía cosas así. Y Karen era
muchísimo más rebelde que ella. Por lo menos, entonces —su expresión
se volvió irónica—. Claro, que con el tiempo se ha puesto a su altura.
—Sí —Hardy sintió que una especie de admiración se apoderaba de
él. Pero siempre ha sido impulsiva y terca.
—Cierto. Pero no hasta este punto.
—Bueno, creo que nunca se había enfrentado a Witt. ¿O sí?
—No, nunca. Y puede que ya fuera hora —Hannah bebió un sorbo de
café y luego dejó el vaso—. Witt es muy autoritario. Siempre lo ha sido.
Puede que sea por las responsabilidades que se le vinieron encima desde
muy joven. Algunas veces, yo se lo reprochaba. Lewis estaba casado, yo
trabajaba, y sin embargo él insistía en pagarle los estudios a su hermano.
Era muy generoso y amable, por supuesto, y no me quejo, pero el hecho
de que se matara trabajando para ganar más dinero teniendo mujer y una
hija… hacía que me sintiera fatal. Hacía que los dos nos sintiéramos en
deuda con él. Y, además, le daba derecho a meterse en todo.
Hardy asintió lentamente.
—Pero, aun así, usted lo quería.
—Sí, claro. Verás, Hardy, sus intenciones eran buenas, las mejores.
No quería que Lewis viviera a mi costa. Le parecía que era un mal
comienzo para los dos —se encogió de hombros—. Pero al final acabó
siendo así, de todos modos. Simplemente, vivíamos mejor que muchos
estudiantes —bajó los ojos y se quedó mirando el vaso de café como si allí
pudiera encontrar respuestas—. Cuando… cuando las cosas entre Lewis y
yo empezaron a torcerse, me pregunté si Witt no habría sospechado
desde el principio que Lewis me estaba utilizando. Pero nunca llegué a una
conclusión clara. Seguramente era una mezcla de motivaciones. En
cualquier caso, Witt sólo intentaba impedir que Lewis se aprovechara de
mí.
—Eso lo entiendo —Hardy sintió una aguda punzada de compasión
por Hannah. Teniendo en cuenta lo que le había contado Joni, sospechaba

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que su matrimonio no había sido un camino de rosas.


Hannah alzó la mirada.
—Witt no consiguió su propósito, pero no fue culpa suya. Fue culpa
mía. Yo me dejé usar —Hardy no supo qué responder a eso—. En todo
caso —continuó ella al cabo de unos segundos—, las intenciones de Witt
eran buenas. Normalmente lo son. Pero está este problema, y yo no sé
cómo hacerle frente.
Se está comportando cerrilmente.
—Tal vez… —Hardy vaciló y se aclaró la garganta. Era una idea
estúpida. Una locura. Pero lo dijo de todos modos—. Tal vez deba hablar
con él.
Hannah arqueó las cejas.
—Se pondrá furioso.
—Bueno, yo puedo gritar tanto como él. Tal vez si usted estuviera
presente… no sé. Es que me fastidia pensar que, en realidad, nunca
hemos aclarado esto. Es como una cuenta pendiente, y puede que él
piense lo mismo. Claro, que… bueno, está enfermo. Supongo que no es
buena idea.
Hannah se quedó pensativa unos minutos. Aunque hacía tiempo que
no la trataba, Hardy recordaba todavía aquella serenidad suya. En sus
años de adolescencia, Hannah había sido como una madre para Karen, y
los dos, Karen y él, habían llegado a confiar en su modo meditativo,
sereno y contenido de contemplar el mundo. Karen decía a menudo que
con Hannah podía hablarse de cualquier cosa.
Recordaba que Joni pensaba lo mismo. El, por su parte, había
utilizado a Hannah como caja de resonancia cuando le había hecho falta.
Ella siempre parecía la calma en mitad de la tormenta, en una época en
que la vida semejaba una serie de ciclones.
—¿Sabes? —dijo Hannah—, no estoy segura de que debamos proteger
a Witt hasta ese punto. Ha tenido un par de estallidos de cólera que no
parecen haber afectado a su salud. De hecho, yo diría que está bastante
recuperado. Salvo en lo que se refiere a su actitud, claro.
—¿Su actitud? ¿Qué le pasa?
—Está terriblemente deprimido. Y se niega a llevar una dieta más
sana.
Hardy asintió con la cabeza.
—Pero ¿no fue el enfado lo que le causó el ataque?
—Eso parecía, pero los análisis no dan un resultado claro. El músculo
cardíaco no ha sufrido daños serios, y no hay indicios de coágulos… En fin,
que creen que lo que tuvo fue una arritmia severa. Eso es lo que le están
tratando.
—Aun así, no sé… —Hardy ya tenía bastante sobre su conciencia. No
quería arriesgarse a provocarle otro ataque a Witt.
Hannah asintió con la cabeza.
—Bueno, yo voy a hablar con él. Si se altera mucho, me callaré la
boca. Pero conmigo rara vez se pone tan furioso, Hardy.
—Pero ¿de qué va a servir que hable usted con él? Ya le ha hablado
de esto otras veces, ¿no?
—Sí, pero esta vez voy a hacer que ese viejo idiota me escuche. Y voy
asegurarme de que se siente a hablar contigo. Joni tenía razón en eso. Ya

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va siendo hora.

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Capítulo 18

A Joni le dieron el alta al día siguiente, a mediodía. Hardy fue a


recogerla.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó ella al verlo entrar en la
habitación.
—El veterinario tenía una urgencia y la necesitaba —parecía dolido—.
¿Te da miedo montarte en el coche conmigo?
—¡No, qué va! —a Joni le extrañó que pensara aquello. Luego se dio
cuenta de que, al preguntarle por su madre, Hardy había creído entender
muchas cosas, ninguna de ellas halagüeña—. Perdona, es sólo que anoche
me dijo que vendría a recogerme.
—Sé que soy un mal sustituto, pero he venido en mi camioneta nueva
y…
Aquello picó la curiosidad de Joni.
—¿Ya te has comprado otro coche?
—No me quedaba más remedio. Lo necesito para trabajar. Vamos,
creo que te gustará.
Por lo menos, era algo diferente en lo que pensar.
Joni se había pasado casi toda la noche con Hardy sentado a su lado,
intentando mantenerla despierta, y no había dejado de darles vueltas a los
mismos asuntos de siempre, una y otra vez, como un carrusel del que no
podía bajarse.
—A lo mejor necesito ir a un psiquiatra —dijo mientras cruzaban el
aparcamiento cubierto de nieve.
—¿Por qué?
—Oh, bueno, ¿porque mi mente se mueve en círculos, repasando una
y otra vez el mismo rollo de siempre?
—¿Tan obsesionada estás?
Lo dijo con desenfado, y ella no pudo evitar sonreír.
—Nunca se me va de la cabeza del todo, pero últimamente…
últimamente todo este asunto con Witt me está sacando de quicio.
—¿Sabes cuál es tu problema? Que quieres resolver los problemas de
todo el mundo. No puedes olvidarte de las cosas hasta que crees haber
encontrado una solución. Y, cuanto más cerca te crees de dar con la
respuesta, más te obsesionas. No es para tanto. No necesitas un
psiquiatra.
Joni alzó la mirada hacia él.
—¿Eso crees?
—Claro. Míranos a Witt y a mí. ¿Por qué ibas a ser tú una excepción?
Otra sonrisa ayudó a levantar el ánimo de Joni. Qué bueno era Hardy
con ella, pensó. Tan comprensivo. Tan amable. Sin embargo, sintió una
punzada de desaliento al recordar cómo había actuado ella hacía dos
noches, cuando huyó de él como una cría asustada, después de hacer el
amor. Sus ojos se posaron entonces en una camioneta Suburban de color

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rojo cereza, tan nueva que apenas había acumulado polvo de las
carreteras nevadas.
—¿Esa es?
—Sí. Me parece que he tirado la casa por la ventana.
—¿Roja? Oh, Hardy, tú siempre quisiste un coche rojo. ¡Siempre! —no
pudo evitar ponerse a batir palmas con las manos enguantadas.
El se echó a reír.
—Bueno, sí. Pero antes me imaginaba otra clase de coches, ¿sabes?
Más bajos, más aerodinámicos, con tubo de escape doble cromado y un
motor potente que rugiera mucho… Ya sabes. Un Corvette. O un Mustang.
O…
Ella también rompió a reír.
—Nuestras prioridades cambian con el tiempo.
Él se encogió de hombros.
—Supongo. Cuando voy a una obra, tengo que llevar un montón de
cosas. Del consumo de gasolina, es mejor no hablar, pero esta pequeñina
puede casi con todo.
Ella se acercó a la camioneta para admirarla. Pero en cuanto Hardy le
abrió la puerta del acompañante, se le olvidó por completo la Suburban
rojo cereza. Sobre el asiento de tela gris había una caja de flores. Con el
corazón acelerado, se giró lentamente y miró a Hardy.
—Eso es para ti —dijo él con calma.
A ella de pronto le temblaban las manos, y sus rodillas parecían de
goma. Sólo eran flores, se dijo. Sólo flores. No significaban nada…
Pero al levantar la tapa de la caja, se preguntó cómo no iban a
significar algo. Eran una docena de rosas de tallo largo, una docena de
rosas rojas. No amarillas, ni rosas, ni blancas, sino rojas. El corazón le latía
tan fuerte que parecía a punto de salírsele del pecho.
—Hardy… —dijo casi indecisa, temiendo lo que él pudiera decir.
—Espero que te gusten —dijo él, un tanto azorado.
—¿Gustarme? ¡Me encantan! Pero no tenías por qué hacerlo.
—Me apetecía.
Ella lo miró de frente y su cuerpo recordó de pronto la noche que
habían pasado juntos. ¿Por qué se acordaba de eso ahora? Intentó
refrenar el suave calorcillo que parecía ir difundiéndose por su cuerpo,
pero fracasó. Su cuerpo parecía inclinarse hacia Hardy, al igual que su
corazón, pero su mente gritaba: «¡No, esto no está bien!».
—Pero… rosas rojas… —quería creer que realmente significaban algo,
pero, al mismo tiempo, le daba miedo creerlo.
Él bajó la mirada.
—Nunca me había apetecido regalarle rosas rojas a nadie.
El corazón de Joni se aceleró de nuevo. Su mente le gritaba que
saliera corriendo de allí, que iba a meterse en un lío, pero sus pies
permanecían pegados al aparcamiento. Hardy suspiró de manera casi
audible y dijo:
—Perdona si te molesté en el motel. Pero no me arrepiento de lo que
pasó. Nunca me arrepentiré.
Entonces, antes de que a Joni se le ocurriera qué decir, él se inclinó
hacia ella y la besó. Seguramente pretendía que fuera un beso ligero y
fraternal, pero ni el cuerpo ni el corazón de Joni iban a conformarse con

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eso. De pronto sintió que se derretía y que todas las células y las fibras de
su ser se ablandaban como si quisieran convertirse en parte de Hardy. Se
sentía como una flor que bebiera de la lluvia después de una larga sequía.
Hardy la atrajo aún más hacia sí, hasta que casi pareció que se
fundían, y Joni notó que sus últimas dudas se disipaban. Llevaba mucho
tiempo soñando con aquello, ¿y quién se atrevía a decir que estaba mal?
Ella, ciertamente, no se atrevía. Sin embargo, antes de que su dicha se
desbordara, Hardy la soltó y dio un paso atrás.
—Vamos —dijo—, hace frío aquí fuera. Vámonos a casa.
¿A casa? Ella ya no tenía casa. Ni siquiera después de lo de la noche
anterior estaba preparada para volver con Hannah. No quería encontrarse
con Witt. Pero no se atrevía a preguntarle a Hardy si podía quedarse con
él. Era demasiado pedir. Además, seguramente él sólo había pretendido
darle un beso de amigos. Joni no quería que pensara que iba a aferrarse a
él como una lapa. Había visto cómo se ponían en ridículo otras mujeres, y
siempre había jurado no ponerse en aquella situación.
Sentada en la camioneta, con la caja de rosas en el regazo, miró por
la ventanilla lateral y sintió que su corazón se encogía. Se sentía
despojada de todo cuanto le importaba. Su pasado, su tío, incluso el
hombre que creía era su padre. Todo era, por lo visto, una farsa.
Se resistía a mirar a Hardy por miedo a que su angustia se
desbordara y él se sintiera obligado a reconfortarla de nuevo. Para él sólo
era eso, una obligación. Todo aquello había empezado no porque él
quisiera que formara parte de su vida, sino porque se sentía responsable
de ella. Tal vez por causa de Karen. Tal vez porque así era él. Pero, en
cualquier caso, no tenía nada que ver con ella.
Ella no quería ser una carga. No era eso lo que quería de Hardy,
nunca lo había querido, pero… eso era lo único que había conseguido. En
otro tiempo, Hardy la había dejado revolotear alrededor de Karen y de él
como si fuera la hermanita pequeña a la que había que tener contenta.
Pero, en realidad, nunca había necesitado su presencia. Y así seguía
siendo. Todo cuanto había sucedido entre ellos se debía a su sentido de la
responsabilidad. Y eso a Joni le dolía.
Él ni siquiera le dirigía la palabra, y al final Joni se atrevió a mirarlo,
preguntándose si estaba molesto con ella, o sólo ansioso por librarse de
aquella carga. Por desgracia, no logró interpretar su expresión, aunque su
mandíbula parecía un poco tensa.
Bueno, no importaba, se dijo. Ella tenía que seguir adelante con su
plan de buscar trabajo en otro sitio y alejarse de la maldita sombra del
pasado. Ya estaba harta. Aquellas últimas semanas parecían haberle
helado el alma.
Pero, para su sorpresa, Hardy dejó atrás la casa de Hannah y se
dirigió a la suya.
—Vas a quedarte aquí —dijo él casi con petulancia—. No quiero que te
acerques a Witt hasta que entre en razón.
Aun así, seguía siendo una obligación, pensó ella. Se le cerró
dolorosamente la garganta, pero logró decir:
—Entonces, espero que estés preparado para aguantarme el resto de
tu vida.
Él le lanzó una mirada extraña, casi ardiente y dura. Estaba enfadado,

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seguramente por tener que rescatarla otra vez.


—Puede que te lleves una sorpresa —dijo llanamente.
Joni no sabía a qué se refería. Hardy era tan predecible como la lluvia
cada tarde de verano. O como la nieve en invierno.
Hardy la ayudó a entrar en la casa, y Bárbara pareció emocionarse al
ver las rosas. Ayudó a Joni a ponerlas en un gran jarrón y luego preguntó:
—¿Quieres que las lleve a tu habitación?
Joni sacudió la cabeza.
—Gracias, Bárbara, pero son demasiado bonitas para tenerlas
escondidas. ¿Por qué no las dejamos aquí, donde todos podamos disfrutar
de ellas?
—Qué idea tan encantadora.
Hardy ya había desaparecido en su taller, y Joni lo oía trastear en la
parte de atrás.
—Creo que está enfadado conmigo —dijo mientras Bárbara servía
unas tazas de té.
—¿Contigo? —Bárbara se echó a reír—. No, mi querida niña. Ningún
hombre te regala rosas rojas si está enfadado contigo. No, no es contigo
con quien está enfadado.
Joni no podía creerla. Las rosas sólo eran una disculpa por el
accidente.
Bárbara se puso leche en el té y devolvió la jarra a la nevera. Luego
se sentó frente a Joni y le cubrió la mano con la suya.
—Hardy está enfadado con Witt, cielo. Lleva muchos años
aguantando sus estupideces, y nunca me ha parecido que le importaba
gran cosa. Que yo sepa, siempre ha creído que se lo tenía merecido. Pero
no cree que tú te merezcas este trato.
—Pero él tampoco se lo merece.
—Eso tú y yo lo sabemos. Pero no creo que Hardy lo crea, en el fondo
—Bárbara suspiró, soltó la mano de Joni y se quedó mirando su taza de té
—. Nunca he sido capaz de encontrar un modo de convencerlo de que no
era responsable de la muerte de Karen. Él no estaba borracho. No iba a
toda velocidad. ¿Cómo va a ser culpa suya que un conductor ebrio se
abalanzara sobre él sin previo aviso? Pero ésa es la lógica de la razón, Joni.
El corazón no es tan razonable.
—Lo sé —y, en efecto, lo sabía. Ella misma sufría numerosas
reacciones irracionales.
—Pero ahora está enfadado, y eso es bueno. La rabia es un signo de
curación. Aunque puede que a los demás nos resulte incómodo una
temporada.
—Bueno, yo me iré en cuanto encuentre trabajo en otra parte. No
creo que me sea difícil. Me pone enferma ser una molestia para vosotros.
Bárbara la miró extrañada.
—¿En serio? ¿Todavía sigues pensando en eso?
—Claro. Estoy harta de todo esto. Mi tío… —su voz tembló, y se
detuvo un momento para rehacerse—. Mi tío está envenenándonos la vida
a todos. Lleva años machacando a Hardy, y ahora me ha hecho daño a
mí… y está claro que a mi madre también la ha hecho sufrir. Quiero
marcharme lo más lejos posible para no tener que pensar nunca más en
él.

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Bárbara se quedó callada un minuto, bebiendo su té. Cuando


finalmente habló, su voz sonó serena, casi suave.
—Joni, estoy segura de que sabes que huir no soluciona nada.
—Eso dicen —Joni sintió que su garganta se cerraba de nuevo, y de
pronto sintió tal deseo de estar con su madre que le dieron ganas de
llorar. En ese instante necesitaba que Hannah la abrazara—. Pero ¿para
qué voy a quedarme aquí, para que Witt me ponga mala cara cada vez
que nos encontremos por la calle? ¿Para qué iba a hacerme eso a mí
misma?
Bárbara asintió con la cabeza.
—No sé si tengo una buena respuesta para eso. Pero, antes de que
hagas algo precipitado, tienes que asegurarte de que alejarte de Witt
compensa todas las cosas que vas a dejar atrás. Tu madre, tus amigos, un
pueblo en el que conoces a todo el mundo… Sé que los jóvenes os cansáis
de sitios como éste, pero… Whisper Creek también tiene sus cosas
buenas.
—Oh, eso lo sé. Me encanta este sitio. Pero… —Joni se encogió de
hombros—. Creo que me doy por vencida.
Esta vez, Bárbara no pareció tener nada que decir.

Hannah se iba irritando más con cada minuto que pasaba. No


encontraba a Witt por ninguna parte. ¿Qué había hecho aquel idiota?, se
preguntaba. ¿Irse a Denver? No podía conducir hasta que estuvieran
seguros de que el tratamiento surtía efecto.
Pensando que tal vez hubiera vuelto al trabajo, aunque aún no le
habían dado el alta, llamó a la mina y se enteró de que nadie lo había
visto por allí.
Lo buscó por todas partes, desde la ferretería al bar donde paraba de
vez en cuando, pero nadie había visto ni rastro de él. El miedo empezó a
apoderarse de ella, alimentando su exasperación. ¿Y si había intentado ir
en coche a alguna parte y se había salido de la carretera? Pero no, su
coche estaba en la entrada de su casa. Sin embargo, no contestaba al
teléfono, ni a la puerta. ¿Y si le había dado otro ataque al corazón?
Hannah se quedó mirando la puerta de la casa de Witt. Podía estar allí
dentro, muerto. Por fin, sin saber qué otra cosa podía hacer, se fue a su
casa y llamó a la policía.
Dio la casualidad de que contestó Earl Sanders, el sheriff.
—La recepcionista está enferma —comentó Earl con resignación—. Y
parece que la mitad de la plantilla tiene la gripe o algo parecido. Así que
te ha tocado el jefazo, Hannah. ¿Qué es lo que pasa?
—No encuentro a Witt por ninguna parte. Su coche está en casa, pero
no contesta al teléfono, ni abre la puerta. Me preocupa que le haya dado
otro ataque.
—Demonios. Sam anda por allí. Le diré que se acerque ahora mismo.
¿Dónde estás?
—En mi casa. Pero puedo llegar a casa de Witt enseguida.
—De acuerdo. Sam estará allí dentro de dos o tres minutos. Mandaré
una ambulancia, por si acaso.
Ella se alegró de que hubiera pensado en la ambulancia. Estaba tan

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

preocupada que no se le había ocurrido que tal vez Witt siguiera vivo y
necesitara atención médica inmediata. «Idiota», se reprendió.
Llegó a casa de Witt justo cuando Sam Canfield estaba aparcando.
Sam salió del coche y la saludó con la mano.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Anoche, en el hospital.
—Maldita sea —miró la casa—. Está bien. Tú quédate aquí.
No le explicó por qué, aunque Hannah suponía que intentaba evitarle
un susto desagradable. Como si ella no hubiera visto muertos a diario
cuando trabajaba de enfermera. Sabía, sin embargo, que sería mucho
peor tratándose de Witt. Cerró los ojos y murmuró una oración.
Sam intentó abrir la puerta y luego la aporreó con el puño, gritando
con voz perentoria:
—¡Policía! ¡Abran!
Nada. Sam miró por las ventanas que había a ambos lados de la
puerta, pero al parecer no vio nada. Justo entonces llegó la ambulancia y
dos sanitarios se bajaron de ella. Jack Jessup y Héctor Cortés. Eran los
mismos que estaban de guardia la noche que a Witt le dio el ataque.
—¿Otro ataque al corazón? —le preguntó Jessup a Hannah.
—No lo sé.
—Quedaos ahí un minuto —les gritó Sam. Luego, sacando la pistola,
levantó el pie y le dio una patada a la puerta.
Con el corazón en la garganta, Hannah lo vio entrar en la casa con la
pistola lista. ¡Oh, Dios, no se le había ocurrido que pudiera tratarse de un
crimen! ¿Y si…? Pero antes de que su mente pudiera evocar imágenes aún
más horribles, Sam volvió a salir, enfundándose la pistola.
—Está ahí dentro —dijo, señalando con el pulgar hacia atrás. Borracho
como una cuba y roncando como un lirón, pero vivo.
Hannah hizo amago de salir corriendo, pero Jack y Héctor la
detuvieron.
—Deje que le echemos un vistazo primero, señora Matlock.
Hannah empezó a sacudir la cabeza, pero luego se detuvo. Sabía que
sólo podía estorbarles.
Sam bajó por el caminito de entrada y se puso a su lado.
—Creo que está bien, Hannah. Parece que sólo está durmiendo la
mona.
—Voy a poner a caldo a ese viejo bobo… —su voz se quebró, y de
pronto se volvió hacia Sam. A él no pareció importarle abrazarla y darle
suaves palmaditas en la espalda.
—Se pondrá bien, Hannah. Físicamente, por lo menos —Sam dejó
escapar un bufido de disgusto—. No me explico cómo ha podido pasar
tantos años contigo y no darse cuenta de cuánto lo quieres.
Hannah contuvo el aliento, y unas lágrimas recién formadas quedaron
prendidas a sus pestañas inferiores, amenazando con helarse allí.
—Sam…
—Perdona, no es asunto mío, pero está más claro que el agua.
Hannah empezó a sacudir la cabeza negativamente, pero se detuvo.
¿Qué sentido tenía? Negarlo no cambiaría la verdad. De pronto se dio
cuenta de que probablemente todos los vecinos los estaban observando
desde sus ventanas, y, avergonzada, se apartó de Sam.

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—Gracias —dijo.
Diez minutos después, Jessup y Cortés salieron de la casa.
—Está consciente —dijo Cortés. Se pondrá bien, pero alguien debería
vigilarlo unas horas.
Hannah se arremangó mentalmente, y la chispa de la batalla asomó a
sus ojos negros.
—Descuida —dijo—, yo me ocuparé de ese asno.
Los dos hombres parecieron a punto de echarse a reír, pero sólo
Jessup soltó un ruidito parecido a una tos estrangulada. Se montaron en la
ambulancia y se alejaron velozmente.
—Llama, si necesitas algo —le dijo Sam a Hannah—. No sé si será un
borracho violento, pero, si te da problemas, llámanos. Estaré aquí en un
periquete.
—Gracias, Sam —luego, sin mirar atrás, Hannah entró con decisión en
la casa y cerró la puerta.
Witt estaba sentado en el sofá y la miraba con los ojos hinchados. El
tufo a bourbon era casi insoportable.
—¿Para qué has llamado a toda esa gente? —preguntó.
—Oh, no sé —dijo Hannah con su poco habitual sarcasmo—. A lo
mejor porque hace unos días te dio un ataque al corazón y no contestabas
al teléfono, ni abrías la puerta. ¡Podías estar muerto!
—Soy demasiado malo para morir.
—¿Sabes, Witt Matlock?, puede que ésa sea la mayor verdad que has
dicho nunca.
El parpadeó, como si su actitud lo sorprendiera. ¿Y cómo no iba a
sorprenderlo?, se preguntó Hannah amargamente. Durante mucho tiempo,
no había permitido que él viera otra parte de sí misma que no fuera su
templanza. En todos aquellos años, nunca le había mostrado su genio. Sí,
de vez en cuando se enfurruñaba con él, pero nunca le demostraba ira, ni
desprecio, ni ninguna de las cosas que de pronto parecía merecer a
espuertas.
—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó él.
—¡Tú! Tú eres la mosca que me ha picado. Tu egoísmo, tu
autocompasión, esa actitud de mandar a paseo a todo el mundo. ¡Eso es
lo que me pasa!
Por unos instantes, pareció que la impresión devolvía la sobriedad a
Witt.
—¿Se puede saber qué te pasa, Hannah?
—Tú, me pasas. Tú y toda tu amargura y tu rabia. Búscate las
excusas que quieras, pero te has convertido en un viejo amargado,
dispuesto a hacer sufrir a la gente a la que dices querer sólo porque no
piensan como tú.
—¡Espera un momento! Lo que hizo Joni…
—¡Oh, cállate! Estás borracho, y no quiero perder el tiempo
razonando contigo. No quiero oírte.
—¡Pues sal de mi casa!
—Ni lo sueñes, Witt, ni lo sueñes —Hannah se dejó caer en una silla,
cruzó los brazos y lo miró fijamente—. Vas a tener que aguantarme por lo
menos hasta que estés sobrio.
—¡He dicho que te vayas a tomar por culo!

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Será mejor que moderes tu lenguaje.


Él la miró aún con mayor rabia, y Hannah se dio cuenta de que, en
efecto, la furia le estaba despejando. Por un momento dudó,
preguntándose si enfurecerlo de aquel modo no sería poner en riesgo su
salud, pero entonces él habló otra vez, y todas sus dudas se disiparon.
—¿Cuándo demonios te has convertido en semejante bruja?
—Llevo convirtiéndome en esto veintisiete años, desde la noche que
traicionamos a Lewis.
—Eso no fue una traición. Él te ponía los cuernos desde el principio.
Tuvo lo que se merecía.
—Tú no tienes ni idea de lo que tuvo. ¿Por eso lo hiciste, Witt? ¿Para
darle una lección? ¿O para tomarte la revancha?
—No —sus ojos se agrandaron—. ¿De qué estás hablando? Sólo fue
una de esas cosas que pasan. No lo hice adrede. Simplemente ocurrió.
—¿Así que fue por casualidad? Muchísimas gracias, por la parte que
me toca. Es agradable saber que para ti no fui más que un resto más del
naufragio.
—¿Un resto más del naufragio? —su semblante se ensombreció—. Tú
estás loca.
—¿Ah, sí? Puede ser. Nadie en su sano juicio habría aguantado la
mierda que has estado repartiendo a tu alrededor los últimos veintisiete
años.
—¡Mierda! —su mirada casi podía cortar el acero—. Yo no voy por ahí
repartiendo mierda.
—Sí, sí que lo haces. Días tras día. Hardy no mató a Karen, y Joni no
ha cometido ningún crimen. Ninguno de los dos es culpable de nada, salvo
de ser jóvenes y de preocuparse de otras personas, aparte de ti. ¿Y qué
demonios te pasa, de todos modos? Sabes perfectamente que fue ese
conductor borracho el que provocó el accidente, no Hardy. Así que ¿qué es
lo que te reconcome, Witt? ¿Que Karen le hiciera más caso a Hardy que a
ti? Eran cosas de críos, nada más, y si tú no te hubieras empeñado en
convertirlos en Romeo y Julieta, Karen no se habría escapado esa noche
para verse con Hardy.
—¿Crees que no lo sé? —bramó él, levantándose del sofá. Para
sorpresa de Hannah, ni siquiera se tambaleó cuando empezó a pasearse
por la pequeña habitación.
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa, Witt? —preguntó, negándose a
darle cuartel como había hecho en el pasado—. ¿Por qué sigues tan
enfadado con Hardy?
—Porque no debió salir con ella contra mi voluntad.
—Mentira. ¿De veras crees que tenía que portarse mejor que Karen?
¿Que eras más maduro?
—Tenía un año más que ella.
—Siendo un chico, es como si hubiera sido dos años más joven que
Karen, y tú lo sabes. No eran más que travesuras de críos, Witt —repitió—.
Y, en el fondo, a no ser que hayas conseguido engañarte por completo, lo
sabes. Así que, ¿qué es lo que te pasa de verdad, Witt? ¿Por qué has
estado haciendo sufrir a Hardy doce años, y ahora te empeñas también en
hacer sufrir a Joni? —él sacudió la cabeza y siguió paseándose más deprisa
—. Deja de evitar la cuestión —le dijo ella con firmeza—. Sea lo que sea, te

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ha destruido, y ahora está destruyendo esta familia. ¿No será que te


sientes culpable?
—¿Y por qué iba a sentirme culpable? ¡Yo le dije lo que tenía que
hacer! Le dije que no saliera con ese chico. Le dije que era problemático.
—Pero no lo era, ¿verdad? Hardy hizo un par de chiquilladas, sí, pero
era uno de los mejores chicos del colegio.
Witt se encogió de hombros y siguió paseándose sin mirarla.
—No quería que mi hija se tratara con esa familia de borrachos.
—¡Familia de borrachos! —exclamó Hannah, atónita—. Su padre era
un borracho. Pero Bárbara nunca ha probado ni una gota de alcohol, y
Hardy… creo que nunca lo he visto tomar más que una cerveza o una
copa de vino de vez en cuando. Y en aquel entonces no bebía nada de
nada.
—¡Venía de mala sangre!
—¡Eso son gilipolleces!
Witt se quedó pasmado un momento.
—¿Gilipolleces? Dios mío, Hannah, has dicho una palabrota. Y no se te
ha puesto la lengua negra, ni se te ha caído.
—No me gusta decir tacos, y nunca me ha gustado. Y me desprecio a
mí misma cuando los digo.
—¿Por qué no te sueltas el puñetero corsé de una vez? Si te vuelves
un poco más santa, no quedará sitio en el cielo para los ángeles.
—No seas ridículo, yo no soy ninguna santa. Como tú bien sabes.
—Eso fue hace una eternidad, Hannah. Dijimos que no volveríamos a
hablar de ello.
—Pues es una lástima, porque ahora vamos a hablar. Porque, por fin,
después de veintisiete años, has conseguido que me vuelva casi tan agria
y resentida como tú.
—¿De qué estás hablando, mujer?
—No me llames mujer. No es una palabra que pueda utilizarse como
un insulto. ¿Qué es lo que te pasa de verdad, Witt? ¿Te sientes culpable
porque convertiste a Karen en Julieta? ¿O es que estás celoso porque
prefirió a Hardy antes que a ti?
—¡Eso no tiene nada que ver!
—¿No? Mientes, Witt. Me mientes a mí y te mientes a ti mismo. Y no
hay nada más despreciable que un hombre que se miente a sí mismo —
Hannah se levantó, se ciñó la chaqueta y se subió la cremallera—. Por lo
visto no estás tan borracho como para necesitar una niñera, así que me
voy a casa.
—No puedes irte después de haberme dicho todas esas cosas
horribles.
—¿No puedo? ¿Y por qué no? Tú te fuiste después de decirle un
montón de cosas horribles a Joni. ¿Por qué no iba yo a tratarte del mismo
modo? Sorpresa, Witt. Donde las dan, las toman.
Justo cuando iba a llegar a la puerta, él la llamó.
—Hannah…
Ella se dio la vuelta y lo miró.
—Ah, una cosa más, Witt. La noche de nuestro pequeño desliz, me
dejaste embarazada. Puede que no quieras hablar de eso, pero creo que
vas a tener que hacerte a la idea de que Joni es tu hija.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Experimentó el placer de ver que él se quedaba boquiabierto y


aguardó un momento para asegurarse de que no iba a darle otro ataque.
Luego salió a la fría tarde. La luz del sol, afilada como un cuchillo,
rebotaba en la nieve, deslumbrándola. No sabía si lo que había hecho
estaba bien. Sólo sabía que no podía seguir tolerando lo que Witt se
estaba naciendo a sí mismo y a los demás.
Ya estaba harta.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 19

Joni levantó los ojos del plato y miró por encima de la mesa a Bárbara
y a Hardy. Aunque la comida, jamón y patatas, la había hecho ella, le
parecía que sabía a serrín. Había dejado de despotricar para sus adentros,
de discutir consigo misma y de pensar que era la peor persona sobre la faz
de la tierra por haberle hecho tanto daño a Witt. La verdad era que Witt
estaba equivocado. Y ella lo sabía.
—Voy a ir a ver a Witt.
Ellos levantaron la cabeza de repente.
—Joni… —dijo Bárbara indecisa, y se interrumpió como si no supiera
qué decir.
La mirada de Hardy seguía siendo severa, pero a Joni le pareció que
su boca se suavizaba un poco.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Sí.
—Puede que te diga cosas terribles.
—Bueno, yo también tengo un par de cosas que decirle. Y si no se las
digo, nunca me quitaré esto de la cabeza. Tengo que aclarar las cosas con
él. Tengo que enfrentarme a él de verdad por primera vez en mi vida.
—Iré contigo —dijo Hardy.
Bárbara habló juiciosamente.
—Puede que entonces piense que estáis confabulados contra él.
—Pues peor para él —dijo Hardy. No voy a permitir que Joni se
enfrente sola a ese hombre.
Algo en el interior de Joni se enterneció, a pesar de que aquella
reacción de Hardy le recordó que sólo era una responsabilidad para él. Por
lo menos había alguien en el mundo que se preocupaba por ella.
En cuanto pensó aquello, se sintió culpable, porque, a fin de cuentas,
Hannah había ido al hospital a quedarse con ella la noche anterior. No
estaba sola en el mundo. Pero seguía sintiéndose un poco dolida porque
su madre le hubiera ocultado su verdadera relación con Witt durante tanto
tiempo. Aunque, naturalmente, pensó con dolorosa honestidad, aquella
información seguramente no habría cambiado gran cosa. Witt siempre
había dicho que la quería como a una hija, y aun así la había repudiado.
—¿Cuándo quieres ir? —preguntó Hardy.
—En cuanto acabemos de recoger.
Eran las siete y media cuando acabaron de limpiar la última
encimera. La noche cubría la tierra como un manto, y se había levantado
un viento frío y afilado.
—Y sólo estamos en enero —masculló Joni con fastidio cuando
salieron y se acercó al coche de Hardy.
—¿Qué te pasa ahora con el invierno?
—Es este mes, sólo este mes. Se me está haciendo eterno. Este año
ni siquiera me ha entrado la tristeza de después de las vacaciones.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Ha sido bastante emocionante, ¿eh?


Se montaron en el coche y él encendió el motor.
—¿Emocionante? —preguntó ella—. No ha sido emocionante. Ha sido
triste y penoso, pero no emocionante.
—Eso depende de cómo lo mires, cariño. Las situaciones dolorosas
normalmente nos hacen madurar. Si es que queremos, claro.
—¿Madurar? ¡Ja! Yo no voy a madurar, voy a meterme en mi pequeño
caparazón y a sellarlo con pegamento —¿de verdad la había llamado
cariño? ¿Lo habría dicho en serio? ¿O habría sido un desliz? Un desliz, se
dijo. Un simple lapsus.
Hardy se echó a reír.
—Conque tu pequeño caparazón, ¿eh? Yo creía que los moluscos no
hablaban. Es una imagen ingeniosa, pero espero que no lo digas en serio.
—Ahora mismo, sí —y, cuanto más se acercaban a la casa de Witt,
más nerviosa se ponía. Nunca se había enfrentado a su tío, o, mejor dicho,
a su padre, así que sólo tenía una vaga idea de lo furioso que podía
ponerse Witt.
El la había lastimado profundamente al repudiarla, pero temía que
pudiera hacer algo mucho peor. Y estaba tan dolida que no sabía cuántas
heridas más podría soportar. Pero tenía que hacer aquello. Antes de irse,
tenía que cantarle las cuarenta a Witt. Confiaba en que él la escuchara,
pero, si no lo hacía, daba igual. Lo que importaba era sacarse aquella
espina. Por lo menos así podría marcharse con la cabeza alta, sabiendo
que le había plantado cara a Witt.
Cuando pararon delante de la casa de Witt, casi lamentó ver que las
luces estaban encendidas y que la sombra de Witt se movía entre las
cortinas del cuarto de estar. Su corazón empezó a palpitar con
nerviosismo, y la boca se le quedó seca.
—¿Y si está Hannah? —balbució.
—No veo qué importa eso —dijo Hardy—. Pero, si a ti te importa,
entraré yo a decirle lo que pienso. Estoy deseando hacerlo.
Por más que temiera la reacción de Witt, Joni no estaba dispuesta a
permitir que Hardy fuera más valiente que ella. Levantó la barbilla con
decisión, se bajó del coche… y fue a caer en el montón de nieve que había
dejado la máquina quitanieves. La nieve se le metió en las botas y se
deslizó hacia abajo, empapándole los calcetines y dejándole los pies
helados.
Trepó por el ventisquero y se deslizó hasta la acera. Witt había
echado sal hacía poco, y no había hielo en el pavimento. La sal crujió bajo
sus botas cuando se obligó a enfilar hacia la puerta. Hardy caminaba tras
ella.
Witt contestó al primer timbrazo. Al verlos alzó las cejas, pero su
semblante no se sonrojó de enojo, como solía pasar cuando veía a Hardy.
No miró, sin embargo, mucho tiempo a Hardy. Sus ojos azul hielo se
posaron enseguida en Joni.
—¿Qué pasa?
—Quiero hablar contigo, tío Witt.
—Ya he hablado más de la cuenta hoy.
—Pues vas a tener que hablar un poco más.
Al cabo de un momento, él se apartó y le hizo ademán de que pasara.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Ni siquiera puso reparos cuando entró Hardy.


Witt olía como si acabara de ducharse. El cuarto de estar apestaba a
ambientador, pero por debajo se notaba un tufo a alcohol. «Genial», pensó
Joni, «ha estado bebiendo. Esto va a ser todavía más divertido de lo que
esperaba».
—Sentaos —dijo Witt.
Joni estuvo a punto de obedecer, pero se contuvo.
—Prefiero estar de pie.
Witt se encogió de hombros.
—Pues yo prefiero sentarme —se sentó en su sillón. Al cabo de un
momento, Hardy se sentó en el sofá. Witt no dijo nada.
Joni se quedó mirándolo desde el centro de la habitación, con las
manos tan apretadas que se clavó las uñas en las palmas. No encontraba
las palabras para empezar, ni sabía cómo expresar su dolor y su rabia.
—¿Y bien? —dijo Witt. Supongo que vas a decirme cuánto daño te he
hecho.
—Eso es, exactamente —estalló Joni, y el resto le salió de carrerilla—.
Desde que murió Lewis y nos mudamos aquí, siempre has dicho que me
querías como a una hija. Pero ¿sabes qué, Witt?, desde que murió Karen,
casi no me has hecho caso. Sí, hablabas conmigo, y te acordabas de mi
cumpleaños, y me hacías regalos en Navidad, pero no me querías como a
una hija. En realidad, no has querido a nadie desde que murió Karen.
—¡Espera un momento!
—No, no voy a esperar. Esta vez vas a escucharme tú a mí, para
variar. Llevo mucho tiempo preguntándome por qué la muerte de Karen
pareció mutilarnos tanto a todos, preguntándome por qué nos
atormentaba tanto. La gente se muere, Witt. Yo también quería a Karen.
Pero la gente normal llora y luego sigue adelante. Y ninguno de nosotros
ha sido capaz de dejar de llorar.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Yo nunca voy a dejar de llorar la muerte de Karen.
—Claro que no. Siempre la echaremos de menos y desearemos que
esté aquí. Pero lo que nos pasa es patológico. Es malsano. Karen ha
influido más en nuestras vidas estos últimos doce años que si estuviera
aquí. Estamos todos atrapados en este… no sé, en este túnel del tiempo.
Lo que sé es que ninguno de nosotros ha sido capaz de pasar página. Y
esto no es sano —Witt no dijo nada, se limitó a mirarla con enojo—. Así
que yo no dejaba de preguntarme ¿qué nos diferencia del resto de la
gente? ¿Cómo es posible que no podamos curarnos? Y de pronto, esta
tarde, me he dado cuenta de que no podemos curarnos por tu culpa. La
muerte de Karen me dejó hecha polvo. Karen era mi… era como mi
hermana. Pero, lo que es más importante, yo la quería porque era mi
mejor amiga. Lloré tanto como el que más, y todavía la echo de menos.
Pero habría podido seguir adelante. Habría podido construirme una vida
en vez de volver a esta ciénaga de sentimientos retorcidos y hundirme en
toda esta furia y este dolor. Pensaba que Karen nos tenía hechizados, pero
luego me di cuenta de que no era Karen. Eres tú el que nos tiene
hechizados.
—Joni…
—Cállate —no quería que él la distrajera ahora que lo estaba soltando

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

todo. Y ya no le importaba si tenía razón, se equivocaba, o estaba confusa.


Sólo quería acabar de una vez—. Te alejaste de Hannah y de mí —le dijo—.
Dejaste de querernos como antes. Eso me dolió tanto como la muerte de
Karen. Perdí a dos personas, pero una de ellas seguía sonriéndome cada
día y fingiendo que todavía me quería, cuando no era cierto. Al cabo de un
tiempo entendí por fin que en realidad nunca me habías querido. Y que,
después de la muerte de Karen, ni siquiera podías seguir fingiendo. Veía a
través de ti, Witt. Y, si me quedaba alguna duda de ello, tú mismo la
despejaste al repudiarme —Witt alzó una mano, pero no dijo nada. Joni
ignoró el gesto—. Así que perdí a mi mejor amiga y a mi padre de
adopción al mismo tiempo —dijo ella amargamente—. Y, tonta de mí,
estaba tan desorientada que volví aquí cuando acabé la universidad.
Quería volver, Witt, porque confiaba en recuperar tu cariño. Pero, créeme,
ya estoy harta de esforzarme —las lágrimas amenazaban con deslizarse
por sus mejillas, pero no se las enjugó—. Voy a marcharme, Witt. Voy a
irme de Whisper Creek, y vas a perder a la única hija que te queda. Y de
eso sólo tú tienes la culpa —la boca de Witt se movió como si quisiera
decir algo, pero no le salió la voz. Se quedó mirándola, con los ojos azules
empañados—. Es más —continuó ella con voz más baja y airada—,
deberías avergonzarte por el modo en que has tratado a mi madre todos
estos años. Ella te quería. Siempre te ha querido. Yo lo notaba por cómo
se le iluminaba la cara cuando venías a casa. Pero tú no le hacías caso. Y,
perdona que te lo pregunte, pero ¿por qué te acostaste con ella si no la
querías? ¿Te preguntaste siquiera alguna vez si yo era hija tuya? —se
detuvo al ver su mirada de comprensión. Él lo sabía. Lo sabía desde el
principio. ¿Cómo podía haberlas tratado a ella y a su madre así? Su rabia
se avivó de nuevo. No podía más—. Si mi madre quiere permitir que la
trates así, es asunto suyo, pero yo ya no lo soporto. Se acabó. Estoy harta
de que actúes como si fueras el único que importa. Lo cual me lleva a
Hardy. ¿Cómo te atreves a acusarlo de matar a Karen? No fue más culpa
suya que tuya. O puede que fuera más culpa tuya que de él. Lo único que
hizo Hardy fue ofrecerle un refugio cuando quiso escaparse de ti.
—Joni… —esta vez, fue Hardy quien habló—. Cálmate, Joni. Ya es
suficiente.
—¿Suficiente? —ella se giró hacia Hardy—. Ha estado culpando a todo
el mundo, menos a sí mismo. Demonios, creo que me ha guardado rencor
durante doce años porque no morí yo en vez de Karen.
—¡Eso no es cierto! —gritó Witt—. No es cierto.
Ella se volvió de nuevo hacia él.
—Dudo que tengas idea de lo que es cierto o no lo es. Estás tan
cegado por la rabia y la amargura que has destruido a todos los que te
rodeaban.
Witt se levantó.
—Joni, déjame hablar.
—No, estoy harta de oírte hablar —dándose la vuelta, se subió la
capucha y salió a la calle.
Hardy no la siguió. Se quedó sentado en el sofá, esperando a que Witt
saliera en pos de Joni, y vio cómo hacía una mueca al cerrarse la puerta de
golpe. Witt se giró despacio, moviéndose como un viejo, y miró a Hardy.
—¿Qué quieres decirme tú? Porque supongo que tú también habrás

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

venido a insultarme.
—Siéntate, Witt. Yo no he venido a insultarte —Witt regresó a su sillón
con la sorpresa reflejada en el semblante. Parecía una sombra de sí mismo
—. ¿Sabes? —dijo Hardy—, seguramente entiendo en parte por lo que has
estado pasando. Yo me he sentido culpable desde la noche que murió
Karen. Me he pasado en vela más noches de las que puedo contar,
dándole vueltas, intentando averiguar qué podía haber hecho para
evitarlo. Salía a carreteras desiertas con el coche y ensayaba maniobras
hasta quedarme agotado. Pero siempre llegaba a la misma conclusión.
Witt suspiró y asintió con la cabeza.
—Continua.
—Siempre acababa pensando que, por más maniobras que hubiera
hecho, con el estado en que estaba la carretera, el resultado habría sido el
mismo. Estábamos al borde del barranco, Witt. Nos habríamos despeñado
desde cincuenta metros de altura o más. Y el otro coche estaba entre el
mío y el otro lado de la carretera. No tuve tiempo de hacer nada. Ni un
segundo. Vi que el coche empezaba a dar bandazos, y frené para evitarlo,
y él se vino derecho a nosotros. Derecho a nosotros, Witt. ¿Sabías que los
borrachos conducen hacia las luces? Yo tampoco lo sabía, hasta que me lo
dijo la policía. Así que la conclusión es que no fue culpa mía. Yo no la
maté. Pero aun así siento que lo hice —su voz salió con el filo embotado
del dolor—. Creo que me he perdonado a mí mismo, pero sigo sintiéndome
culpable.
Witt asintió un instante con la cabeza, cabeceando casi como una
persona que sufriera un intenso dolor.
—Supongo que sí —dijo lentamente.
—Así que —continuó Hardy, suavizando su voz—, sólo me queda una
persona a la que perdonar. Tú. Y no por cómo me has tratado todos estos
años. Eso puedo entenderlo. Lo que tengo que perdonarte es el modo en
que has tratado a Joni. Ella no se merecía toda esta mierda. Lo que se
merecía era lo mejor que pudieras ofrecerle. ¿Sabes?, no puedo
perdonarte. Aún no. No hasta que vea que te ocupas de Joni. No hasta que
vea que le das el cariño que se merece. No hasta que hagas de ella tu hija
de verdad.
—¡Pero si lo es!
—Entonces actúa en consecuencia, Witt. Actúa en consecuencia.
Demuéstraselo.
Hardy se fue, pero antes miró hacia atrás un instante y vio que Witt
parecía un hombre derrotado. Sintió remordimientos de conciencia, pero
los apartó a un lado. Algunas veces, había que decir la verdad. Por el bien
del propio espíritu. Y, a veces, por amargo y doloroso que fuera, había que
oír la verdad. Por el bien de uno mismo. Y ahora le tocaba escuchar a Witt.
Hardy encontró a Joni en la camioneta, tiritando.
—Enseguida entras en calor —le dijo mientras encendía el motor.
—No tengo frío —contestó ella, castañeteando los dientes—. No
tengo…
Hardy se volvió hacia ella y la abrazó tan fuerte como pudo, sintiendo
una aguda punzada de lástima al notar cómo temblaba.
—¿Qué te pasa, cariño?
—No puedo… no puedo creer que le haya dicho todas esas cosas. ¡No

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

puedo creerlo! He dicho cosas… terribles… crueles…


—La verdad es que a mí me has parecido muy comedida.
Él le frotó la espalda, pero las capas de nailon y poliéster de su
chaqueta amortiguaban el calor de su contacto.
—Pero… pero… lo he acusado de cosas que puede que no sean
ciertas.
—Tú sentías que eran ciertas, ¿no?
—Sí.
—Entonces lo son, aunque no fuera ésa la intención de Witt. Son
ciertas, y necesitabas decirlas y él necesitaba escucharlas. Puede que
ahora entre en razón y procure reparar el daño que ha hecho.
—No, no —Joni se apartó de él, todavía temblando—. No volverá a
dirigirme la palabra.
—Si ésa es la clase de hombre que es, entonces seguramente será lo
mejor —ella le lanzó una mirada sorprendida—. Mira —dijo él—, estoy
empezando a cansarme de consolar a la gente a la que Witt hace daño.
Primero fue Karen y ahora tú. Witt tiene que empezar a pensar en lo que
le está haciendo a la gente que dice querer. Y, si no puede, entonces es
que no se merece su amor.
—El amor no hay que ganárselo.
Él sacudió la cabeza y, girándose, agarró la palanca de cambios.
—Puede que no, pero sí hay que merecérselo.
Dejó que Joni pensara un rato en lo que le había dicho mientras
volvían a su casa, pero de pronto él también se halló pensando en Witt. Y,
muy a su pesar, descubrió que sentía lástima por él.
Joni no quiso hablar del asunto al llegar a casa, y, cuando Bárbara
sugirió que jugaran a las cartas, aprovechó la oportunidad para distraerse
un rato. Estuvieron jugando hasta que, finalmente, Bárbara anunció que
no podía mantener los ojos abiertos ni un minuto más.
Le gustara o no, admitió Joni, iba a tener que enfrentarse a sus
pensamientos una vez más. Sola y en la oscuridad.
—Deberíamos subir —dijo Hardy—. Es tarde —se le escapó un
bostezo, y se desperezó, y Joni recordó el hermoso cuerpo que se escondía
bajo su ropa. Un cuerpo que ella había tocado y abrazado. De pronto, todo
dentro de ella pareció ablandarse.
Se dio cuenta de que deseaba a Hardy. Había creído que lo deseaba
cuando estaban en el instituto, pero eso sólo eran cosas de críos, el deseo
de una virgen. Ahora, sin embargo, había descubierto lo que era sentir el
deseo de una mujer adulta. Era un anhelo tan intenso que saturaba cada
una de sus células. Su cuerpo entero se volvía pesado, lleno de deseo, y
sentía cómo palpitaba el núcleo de su ser como si quisiera abrirse y
tragarse a Hardy. Y todo, todo cuanto la desgarraba parecía difuminarse,
ahuyentado por una necesidad más apremiante.
El aire en la habitación se hizo tan denso que a Joni le pareció que no
podía respirar. Pero Hardy no parecía notarlo. Tras recoger las cartas y
guardarlas en su caja, apartó su silla de la mesa.
—Vamos —dijo—. Te acompaño arriba.
Joni notó cómo olía mientras subían por la escalera. A jabón. A
hombre. A Hardy. Él estaba tan cerca que de vez en cuando su aliento,
perfumado por la sidra que habían bebido mientras jugaban a las cartas,

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

llegaba hasta ella. Incluso el sonido de sus pasos en los peldaños le


recordaba lo grande y fuerte que era.
Se detuvieron junto a la puerta de Joni. La habitación de Hardy estaba
en la parte de atrás, sobre la prolongación de la casa que habían añadido
al construir su despacho.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó él.
No, pensó ella. Iba a pasarse toda la noche en vela, atrapada en su
cuerpo doliente, atravesada por un deseo que amenazaba con
desbordarla.
—Mira —dijo él al cabo de un minuto, mientras ella seguía mirándolo
fijamente—, si no quieres pasar la noche sola, podemos apretarnos un
poco.
—¿Apretarnos un poco? —repitió ella estúpidamente, aunque sabía a
qué se refería.
—Sí —dijo él—. Si quieres, puedes dormir en mi cuarto. Podemos
poner unas almohadas entre los dos, o una manta enrollada. No te
preocupes. No te tocaré.
No podría haber dicho nada que desanimara más a Joni. Su ansia
estalló como un globo, y de pronto se sintió… vacía. Más vacía de lo que
recordaba haberse sentido nunca. Fue como si algo dentro de ella
muriera.
Estuvo a punto de decirle que prefería dormir sola, pero algo se lo
impidió. Tal vez porque sabía que, en parte, no había perdido del todo la
esperanza. Fuera lo que fuese lo que la impulsó, al final asintió con la
cabeza y siguió a Hardy por el pasillo, hacia su habitación.
Lo vio enrollar una manta y ponerla en medio de la cama. Era una
cama muy grande, de modo que había sitio de sobra para los dos. En
realidad, había pocas posibilidades de que se tocaran accidentalmente.
Pocas posibilidades de nada, salvo de hablar.
—Ya está —dijo él—. Puedes ir a por tu pijama, si quieres. Te prometo
que conmigo estás a salvo.
Pero ella no quería estar a salvo con él. Sin embargo, sabía que así
sería. Hardy era un hombre de palabra.
—Voy a cambiarme —dijo con voz amortiguada por la desilusión.
Entonces recordó que no le había dicho nada de la habitación. Ésta
corría a lo largo de la parte trasera de la casa original y era muy
espaciosa. De día estaría seguramente llena de luz procedente de la hilera
de ventanas que recorría la pared del fondo, ventanas ahora cubiertas por
los postigos de madera. A diferencia del resto de la casa, a la que Hardy
había dado un toque Victoriano, allí dominaban las líneas limpias y
sencillas. La alfombra era de un beige suave y el diseño de líneas y
ángulos de las vigas del techo jugaba con las sombras. Los colores que
Hardy había elegido eran un verde oscuro y un burdeos, colores cálidos en
contraste con la frescura del diseño. La habitación tenía incluso una
chimenea y su propio cuarto de baño, que Joni atisbo por la puerta
entornada.
—Es muy bonita, la habitación —dijo por fin, y salió antes de que él
pudiera contestar.
Se puso un camisón de franela blanca con rositas. Nada excitante.
Nada tentador. Sólo abrigado y confortable. Seguramente era un indicio de

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

su carácter el hecho de que no tuviera ni un solo salto de cama. No era


ninguna vampiresa, sólo una chica normal y corriente.
Cuando regresó a la habitación de Hardy, vio que él se había puesto
unos pantalones de chándal azul marino y una camiseta gris. Estaba
sentado en cuclillas frente a la chimenea, poniendo un par de leños en el
fuego.
—Ponte cómoda —dijo, mirando hacia atrás.
Ella dudaba de que pudiera ponerse cómoda delante de él. La
presencia de Hardy era como un perfume que la envolvía, penetrando sus
sentidos. Finalmente se obligó a apartar la mirada de él y se sentó en un
sillón.
—Es un refugio muy agradable —dijo, intentando distraerse.
—Gracias, a mí también me gusta —satisfecho con el fuego, se
sacudió las manos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra,
mirando a Joni—. ¿Te encuentras mejor?
Joni sacudió la cabeza lentamente.
—No mucho. Dije cosas horribles. Y no me gusta decirle cosas
horribles a la gente.
—A nadie le gusta, pero tenías que decirlas, Joni, ya lo sabes.
—Supongo que sí.
—¿No te sientes un poco aliviada? Ella pensó en esa tarde, intentando
recordar sus reacciones.
—No. Sólo siento náuseas.
—Lo siento. Pero todas esas cosas llevaban mucho tiempo bulléndote
en la cabeza. Llevabas toda la semana diciéndomelas a mí. Por fin has
conseguido decírselas a la persona adecuada, eso es todo.
—Sí, supongo.
—Venga, vamos a acostarnos. Podemos hablar igual, y a lo mejor
hasta nos quedamos dormidos.
Ella se acercó obedientemente a un lado de la cama.
—¿Aquí está bien?
—Sí, a mí me da igual un lado que otro.
Cuando él apartó la ropa de cama, Joni notó que la manta que había
enrollado y puesto en medio de la cama no era una manta.
—Eso es una colcha.
—Sí —él pareció sorprendido de que se fijara en eso.
—Los colores son bonitos —se sentó en la cama y se inclinó para
mirar la colcha—. ¡Está hecha a mano! Alguien se ha esforzado muchísimo
para hacerla. Mira qué pequeñas son las puntadas. ¿Es una herencia
familiar?
—Supongo que podría decirse que sí —él se sentó al otro lado de la
cama y puso una mano sobre la colcha—. Mi madre me la hizo para que
me la llevara a la universidad. Tardó años en hacerla.
—Debió de invertir un montón de horas en ella.
—Bueno, la empezó el día que cumplí trece años.
—¿Puedo verla? —él vaciló, y al alzar la vista, Joni notó un destello de
debilidad en su mirada. Se dio cuenta de que se estaba metiendo en un
lugar donde Hardy no quería que pisara—. Perdona —dijo
apresuradamente—. No es asunto mío.
—No —dijo él—. No, no importa. Es sólo una colcha.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Hardy se levantó y empezó a desenrollar la colcha. Ella lo ayudó a


extenderla sobre la cama. Pero, en cuanto la desplegaron y vio los
recuadros hechos con retales, Joni comprendió que no era sólo una colcha.
Estaba llena de recuerdos. Montones y montones de recuerdos.
En la esquina de abajo, a la derecha, había un niño, vestido con
vaqueros y una camisa roja, que volaba una cometa por encima de los
pinos. Era una cometa muy bonita, con un rostro sonriente y una cola
multicolor. Al lado había un recuadro que mostraba a un niño inclinado
sobre un libro, con una hoja de papel y un lápiz junto a él. Luego había
otro recuadro con un puente cuidadosamente dibujado que parecía hecho
por la mano de un niño. Al pasear la mirada por el resto de la colcha, Joni
descubrió que casi todos los recuadros contenían un niño o un hombre.
—Eres tú, ¿verdad?
Hardy parecía azorado.
—Sí, más o menos. Mi madre quería que fuera una colcha llena de
recuerdos.
Fascinada, Joni se arrodilló en la cama y miró los recuadros uno tras
otro.
—¿Ésta fue tu primera cometa? —preguntó.
—Sí. La, eh, la hice yo.
Ella le sonrió.
—Siempre has tenido talento. ¿Y el niño con el libro?
—Tenía que estudiar mucho. Sobre todo, matemáticas.
—Yo también —Joni se inclinó de nuevo hacia la colcha y siguió los
recuadros hasta que llegó a uno que era completamente negro. Formaba
parte de una cenefa compuesta por tres cuadros negros.
—¿Qué es esto? ¿Sólo una cenefa? —él vaciló un instante y Joni lo
miró. Algo en su rostro pareció crisparse—. ¿Hardy? No quiero parecer
entrometida. Si no quieres que pregunte, dímelo.
Pasó casi un minuto antes de que él contestara.
—No importa. Ése es mi padre. Un parche negro en mi vida.
—Ah —ella contuvo el aliento e, instintivamente, extendió el brazo
para tomarle la mano—. No debería haber preguntado.
—No pasa nada. Todo el mundo sabe cómo era. Todo el mundo —sus
dedos rodearon los de ella.
—Fue duro para ti, ¿no?
—Supongo que sí. Era un borracho despreciable —sacudió la cabeza,
como si quisiera ahuyentar aquel recuerdo, pero sus dedos se cerraron
alrededor de los de ella.
—Siento que tuvieras que pasar por eso.
Él se encogió de hombros.
—No importa. Ya pasó.
Ella se preguntó si sería cierto. Tal vez él lo creyera, pero Joni
sospechaba que algunas de esas heridas de la infancia eran la razón de
que hubiera soportado tantas ofensas de Witt a lo largo de los años. La
razón de que todavía se sintiera responsable del accidente.
—Tienes muchas cosas de que sentirte orgulloso —le dijo ella—. Has
llegado muy lejos.
—Puede ser —Hardy se encogió de hombros otra vez y cambió de
tema, señalando los dibujos de la colcha. El primero era el puente en el

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

que ella se había fijado, el segundo era un edificio de oficinas alto, y el


tercero una casa de aspecto teatral. Supongo que siempre quise ser
arquitecto. Mi madre copió mis dibujos.
—Es impresionante —ella miró la colcha más detenidamente y se dio
cuenta de que los dibujos estaban llenos de detalles—. Tienes mucho
talento.
—Bueno, soy un arquitecto pasable, no Frank Lloyd Wright.
—Todavía no, al menos. Ojalá hicieras el hotel de Witt. Hannah me
dijo que era precioso.
—A mí me gustaba bastante.
Ella lo miró de nuevo.
—¿Sólo bastante?
—Bueno, no tanto como habría querido. Pero dadas las limitaciones
del presupuesto… —sacudió la cabeza. No habría ganado nada. Construir
en cemento es más barato que poner recubrimiento de madera, porches y
marquetería.
—Otro frío monolito, ¿eh? No sé si Witt será tan estúpido.
—No es cuestión de estupidez, sino de responsabilidad fiscal —se
movió hasta que la miró de frente—. Todo el mundo tiene un presupuesto.
Muy poca gente quiere tirar la casa por la ventana. Así que intento
contentarles y al mismo tiempo ofrecerles algo original. Pero no siempre
les interesa. Ése es el riesgo que se corre.
—Debe de ser frustrante.
Él le apretó los dedos y sonrió.
—Ya me voy acostumbrando.
Ella miró de nuevo la colcha y se sintió atraída hacia los otros dos
recuadros de colores. Uno era del todo blanco, y el otro de color amarillo
brillante. Algo le decía que no debía preguntar. Pero la curiosidad no le
permitió guardar silencio.
—¿Qué representa este cuadro blanco?
Él lo miró.
—Algo que perdí.
Karen. Aquel recuadro representaba a Karen. De pronto, a Joni se le
quitaron las ganas de seguir mirando la colcha. Empezó a enrollarla con
manos temblorosas.
—Gracias por compartirlo conmigo, Hardy. Es precioso.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—No te creo —él rodeó la cama, se sentó a su lado y tomó su cara
entre las manos. Ella se aferró al borde de la colcha—. Deja de esconderte
de mí, Joni. Deja de mentirte. No llegaremos a ninguna parte si no eres
sincera conmigo —ella sacudió la cabeza, notando un nudo en la garganta.
Estaba harta de sentirse al borde de la desesperación—. Háblame, Joni.
Háblame —su tono era suave, tan suave que la movió a hablar.
—Ése recuadro es Karen, ¿verdad?
—Pues la verdad es que… no. No lo es.
—Oh, vamos.
—Es verdad —apretó un poco más la cabeza de Joni para que ella
supiera que no quería que apartara la mirada—. No es Karen. Hubo un
tiempo, cuando empezamos a salir, en que quise que estuviera en la

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

colcha, pero mi madre no quiso. ¿Sabes qué me dijo?


—No.
—Dijo que una novia del instituto era una cosa pasajera, y que no
querría guardar su recuerdo toda mi vida. A los amigos, me dijo, es a
quienes hay que recordar. Ese recuadro representa a un amigo, Joni. A
alguien a quien todavía quiero. Y no es Karen —ella le creyó. Su corazón
pareció hincharse, y le tendió los brazos, olvidándose de todo, salvo de la
necesidad de reconfortar a Hardy y de sentirse reconfortada por él—. Todo
saldrá bien, Joni —murmuró él mientras se abrazaban. Superaremos esto.
Las cosas mejorarán para todos.
Ella asintió con la cabeza. Quería creerle, pero, sobre todo, quería
estar cerca de él. Nunca había imaginado que un abrazo pudiera conseguir
que todo lo demás le pareciera tan poco importante. Que los brazos de un
hombre pudieran hacer que se sintiera tan cobijada y segura.
Pero entre la seguridad y el ardor de la pasión había sólo un paso.
Como si alguien hubiera pulsado un interruptor, todo el deseo que había
estado refrenando se apoderó de ella de golpe. Todos los músculos de su
cuerpo parecieron ablandarse, y aquel palpito que sentía en su interior
regresó con tanto ímpetu como si nunca se hubiera ido. Deseaba a Hardy.
Y no quería pasar otra noche sin estar en sus brazos. El mañana no le
importaba. Le deseaba demasiado como para que le preocuparan las
consecuencias.
Aturdida, echó la cabeza hacia atrás y besó a Hardy en la boca. Él se
envaró un instante, lo justo para que ella temiera que se apartara, pero
luego su boca se ciñó a la suya, y bebió de ella como si estuviera sediento.
Los dedos de Joni comenzaron a clavarse en su espalda, intentando
atraerlo más hacia sí, hasta que cayeron sobre la cama, ella de espaldas,
él en parte sobre ella. De pronto, Hardy dejó de besarla y tomó su cara
entre las manos.
—Joni… Joni… mírame —ella abrió los ojos, aturdida, temiendo que
quisiera parar—. Joni, ¿estás segura de esto? La otra vez…
—Estoy segura. Estoy segura, Hardy…
Él no necesitó más. Comenzó a cubrirla de besos mientras intentaba
quitarle el camisón y quitarse la camiseta y los pantalones. La impaciencia
se apoderó de los dos. Joni sentía que necesitaba algo más elemental.
Algo tan primordial como los sentimientos que la atravesaban. Algo…
profundo.
Unos instantes después, él la penetró. La sensación fue tan exquisita
que un estremecimiento atravesó a Joni, dejándola transportada de gozo y
de pasión. Nada, pensó vagamente, nada le había parecido nunca tan
maravilloso.
Hardy también parecía extasiado. Durante largos segundos
permaneció suspendido sobre ella, con los ojos cerrados, inmóvil, absorto
en el placer. Luego abrió los ojos soñolientos y la miró.
—Creía que esto no volvería a pasar.
—Yo también.
—¿Te arrepientes?
—¡No!
La sonrisa de Hardy se hizo más amplia. Luego se dejó caer sobre
ella, y se tomaron algún tiempo para darse placer el uno al otro de todas

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

las formas que se les ocurrieron.


Más tarde, mucho tiempo después, mientras dormitaban uno en
brazos del otro, Hardy murmuró:
—Joni…
—¿Mmm?
—Ese cuadro blanco eres tú.
—¿Yo? —ella abrió los ojos de pronto, de par en par, y su corazón se
aceleró de nuevo.
—Sí, tú —repitió él—. Y también el amarillo. Amarillo porque tú eras el
sol de mi vida. Blanco porque te alejaste cuando… cuando ella murió.
—Oh… oh… —sus lágrimas se derramaron otra vez, pero esta vez
eran lágrimas de felicidad—. Oh, Hardy… —lo abrazó tan fuerte como
podía—. Oh, Hardy…
Tardaron mucho, mucho tiempo en quedarse dormidos.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Capítulo 20

Witt no se despertó aquella mañana. Sencillamente, se levantó. No


había pegado ojo, a excepción de un par de cabezadas que había dado en
el sillón. Sus pensamientos no lo dejaban en paz. Seguían desgarrándolo
hasta que se sentía hecho pedazos.
Se comió un cuenco de gachas de avena, no porque le apeteciera,
sino porque a Hannah le habría gustado que lo hiciera. Mientras estaba de
pie junto al fregadero, intentando quitar los restos pegajosos de la avena,
se quedó mirando el pueblo en tanto amanecía otra fría y clara mañana en
la montaña. Sólo se movió cuando notó que el agua del grifo le estaba
convirtiendo los dedos en estalactitas.
Era hora de comportarse como un hombre de verdad.
Se aseó y se puso rompa limpia: una gruesa camisa de franela y unos
vaqueros nuevos, unos calcetines térmicos y las botas de faena que
siempre llevaba. Luego, la chaqueta y un gorro de punto. Parecía Witt,
pero ya no sabía si se sentía como Witt Matlock.
Condujo directamente a casa de Hannah, y al llegar pensó que tenía
que subirse al tejado para quitar la nieve antes de que se cargara
demasiado con la siguiente nevada. Ella seguramente protestaría, le diría
que pagaría a algún joven para que lo hiciera, pero él no le haría caso. No
estaba tan viejo, y, a pesar de su miedo, tampoco estaba en tan mala
forma. Cerró los puños dentro de los guantes de trabajo y sintió la fuerza
en la que siempre había confiado. Todavía estaba allí.
El caminito de la casa de Hannah estaba despejado, recién
espolvoreado de sal. Vaciló en el porche, con la mano levantada para
llamar. Se preguntaba si Joni estaría allí, o si todavía andaría en casa de
los Wingate. Todo el mundo hablaba de eso, y él se avergonzaba de ello.
Finalmente llamó y, unos segundos después, Hannah abrió la puerta.
—¡Witt! —estaba arreglándose para irse a trabajar. Tenía un tubito de
rímel en la mano. Llevaba unos vaqueros y una sudadera, pero todavía
tenía puestas las zapatillas de andar por casa.
—¿Podemos hablar? —preguntó.
Ella bajó lentamente la mano en la que sostenía el rímel.
—¿Vas a ponerte a gritar?
—No, te lo prometo. Sólo quería decirte una cosa.
Hannah parecía indecisa. Él sintió otra punzada de angustia.
—Pasa —dijo ella, retirándose.
Enseguida retrocedió hacia su mecedora y se sentó. El tomó asiento
en el sillón que Hannah siempre le cedía. Apenas se atrevía a mirarla.
Tenía los ojos fijos en sus manos, cerradas entre los muslos.
—Tenías razón —dijo finalmente con voz tensa—. Me he comportado
como un animal —ella no dijo nada. Witt lo intentó de nuevo—. Yo… hace
mucho tiempo que tengo miedo.
—¿Miedo?

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

Él asintió con la cabeza, sin apartar la mirada de sus manos.


—Sí, miedo. Llevo veintisiete años conviviendo con la culpa y el
miedo. Sentía que había traicionado a mi hermano y a mi mujer. Sentía
que también había traicionado a mi hija cuando… cuando hicimos el amor.
Y desde entonces me he… me he sentido como un cerdo. Como si me
mereciera toda la mierda que el universo quisiera echarme encima. Tenía
la sensación de que perder a Sharon y a Karen era… un castigo.
—Oh, Witt.
La voz de ella era suave, y Witt se atrevió por fin a mirarla.
—Después de la muerte de Sharon tenía miedo porque… bueno, si
Dios me estaba castigando, tal vez mi castigo no hubiera terminado aún.
Si Él podía llevarse a Sharon, tal vez también pudiera llevarse a Karen
para darme otro escarmiento por no cuidar de la gente a la que quería. Y
eso fue lo que pasó.
Hannah parecía infinitamente triste. Tan triste que Witt sintió un nudo
en la garganta y tuvo que apartar la mirada. Puede que protegiera
demasiado a Karen. Puede que convirtiera una chiquillada en Romeo y
Julieta. Pero sentía que… que cuanto más intentaba protegerla, más se me
escapaba ella.
—Y luego… —sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza—. No se
puede ofender a Dios, Hannah. Sólo con sigue uno meterse en líos. ¿Te
acuerdas de Job? Yo empezaba a sentirme como él. Así que… me enfadé
con todo el mundo. Culpaba a Hardy. Creo que incluso culpaba a Joni,
porque eso era más fácil que culpar a Dios.
—Witt…
—Lo siento, Hannah. Nunca adiviné que Joni era mi hija. Siempre
pensé que, si lo era, me lo habrías dicho.
—Debería haberlo hecho. Me equivoqué.
Él se encogió de hombros.
—Todos nos hemos equivocado un poco. En todo caso… lo siento.
Puede que, enfadándome, haya estado escondiéndome de mi dolor. Puede
que temiera el verdadero sufrimiento. No sé. Lo único que sé es que llevo
muchísimo tiempo asustado —se levantó—. Y ahora tengo que hablar con
Joni y con Hardy. Pero quería que supieras que… que me he equivocado. Y
que, si no fuera demasiado tarde, me casaría contigo ahora mismo.
Porque siempre te he querido, Hannah. Pero… me daba miedo que Dios
también te llevara a ti.
Hannah se levantó, cruzó la habitación rápidamente y lo abrazó con
fuerza. Al cabo de un momento, él la abrazó también, y Hannah sintió que
una cálida lágrima se deslizaba sobre su hombro.
—No pasa nada, Witt —murmuró—. No pasa nada. Yo también me he
sentido culpable y asustada. Y… nunca he dejado de quererte. Nunca, ni
un solo segundo —Witt alzó la cabeza para mirarla, y ella vio que tenía las
mejillas húmedas. Él abrió la boca, pero ella le tapó los labios con la punta
de los dedos—. Habrá tiempo para nosotros más tarde. Ahora ve a hablar
con los chicos. Tienes que aclarar las cosas con Joni.
Witt tragó saliva y asintió. Luego, de mala gana, se dio la vuelta y
salió de la casa.
Joni estaba bajando las escaleras para desayunar, ya vestida para irse
al trabajo, cuando Bárbara la llamó desde la puerta del cuarto de estar.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Cielo, ¿puedes decirle a Hardy que venga? Tenéis visita.


¿A aquella hora de la mañana?, se preguntó Joni.
—Claro —dijo, y volvió a subir la escalera. Llegó a la habitación de
Hardy justo cuando él abría la puerta. También se había vestido para ir a
trabajar—. Bárbara me manda a buscarte. Tenemos visita.
—Pero también tenemos algo más importante en que pensar —dijo él,
y la besó tan apasionadamente que Joni se sintió aturdida y débil—. En
nosotros —un leve rubor tiñó las mejillas de Joni. Había esperado contra
toda esperanza que él no se comportara como si lo de la noche anterior no
hubiera significado nada—. Pero —dijo él con evidente desgana—,
supongo que tenemos que ir a ver quién demonios ha venido a vernos a
las siete de la mañana.
—Me pregunto por qué Bárbara no me habrá dicho quién era.
—Qué raro.
Bajaron juntos las escaleras. De pie en el cuarto de estar, visible
desde el pasillo, con su chaqueta desabrochada, estaba Witt.
—Oh, Dios —murmuró Joni.
—Sí —contestó Hardy en voz baja.
Se miraron como si buscaran apoyo y luego entraron juntos en el
cuarto de estar, como anunciando que eran pareja. Para sorpresa de Joni,
Witt no puso mala cara, sino que se limitó a decir:
—Hola.
Hardy se adelantó un poco, como si quisiera colocarse entre Witt y
Joni.
—¿Puedo hacer algo por ti, Witt?
—Sí, puedes escucharme unos minutos. Y tú también, Joni. Quiero
deciros algo.
Joni se sentó en un sillón, decidida a demostrarle que no le tenía
miedo. Hardy le indicó a Witt que se sentara. Al cabo de un momento, Witt
se sentó en la mecedora. Hardy tomó asiento en un extremo del sofá,
junto al sillón de Joni.
—Te escuchamos —dijo Hardy.
Witt estuvo a punto de hablar un par de veces, pero se detuvo y se
puso a tamborilear con los dedos sobre el brazo de la mecedora. Joni
pensó que aquella era la primera vez, desde el funeral de Karen, que lo
veía sin palabras, y de pronto sintió lástima por él.
—Está bien —dijo Witt finalmente—, me cuesta encontrar el modo de
decir esto, y me figuro que los dos tenéis un montón de razones para no
querer escucharme. Seguramente es demasiado tarde, de todos modos,
aunque… espero que no lo sea.
—Casi nunca es demasiado tarde, Witt —dijo Hardy.
Joni se preguntó cómo podía hablar con tanta calma con un hombre
que llevaba doce años machacándolo. Hardy parecía tener un corazón
sumamente generoso. Witt suspiró.
—Me está costando mucho arrancar. Supongo que primero… Lo
siento, Joni. Siento haberme enfadado tanto y haberme comportado como
un tonto, y haberte repudiado. No te lo merecías. No hay absolutamente
nada que puedas hacer que haga que deje de quererte.
Joni sintió una opresión tan intensa en el pecho que de pronto le costó
respirar.

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

—Tío Witt…
El sacudió la cabeza.
—Déjame acabar. Luego puedes decidir lo que quieres hacer
conmigo. Anoche dijiste que volviste a casa buscando mi cariño, y que
nunca lo encontraste. Estaba ahí, cielo. Siempre ha estado ahí. Pero… yo
lo escondía. Y lo escondía porque tenía miedo. Verás, había perdido a mi
mujer y a Karen, y sentía que era un castigo por lo que había hecho con tu
madre. Sé que parece una locura, pero estaba asustado… y temía
perderos a ti y a tu madre. Temía que mi castigo no hubiera acabado. Así
que… después de lo de Karen procuré mantener las distancias. Sobre todo
contigo. No habría podido soportar perderte a ti también —Joni lo miraba
con los ojos empañados por las lágrimas—. Lo cual me lleva a ti —continuó
Witt, mirando a Hardy—. Cuando me asusto, me pongo furioso. Es
absurdo, pero es lo que hago. Y había otras cosas que me preocupaban.
Me sentía culpable porque Karen hubiera muerto, creía que no la había
protegido lo suficiente. Me sentía… responsable porque perderla hubiera
sido una especie de castigo divino. No sé. Todo está enmarañado en mi
cabeza. Lo que sí sé es que estaba escurriendo el bulto. Me sacudía la
culpa y te cargaba a ti con ella. Era más fácil así, supongo.
—Comprendo —dijo Hardy.
—Pues ya me sacas ventaja —Witt se levantó—. Bueno, eso es todo lo
que tenía que decir. Estaba equivocado. Muy equivocado. Lo siento. Ahora,
adelante, haced lo que tengáis pensado hacer y no os preocupéis por mí.
Pero si podéis… Tal vez podáis encontrar un modo de perdonarme. No
quiero perderte, Joni. Siempre has sido una hija para mí —hizo amago de
alejarse, pero Joni lo detuvo.
¿Siempre había sido una hija para él? ¿Era él para ella un padre? ¿O
eso era sólo un hecho biológico? Observó su cara y recordó las veces que
había estado ahí, a su lado, aunque fuera desde lejos. No era solamente
que su madre se iluminara cuando él estaba cerca. A ella le pasaba lo
mismo. ¿Era eso lo que se sentía estando con un padre? ¿O seguiría
siendo siempre…?
—Tío Witt… —él miró hacia atrás—. Te quiero… papá.
Él la tomó de la mano.
—Yo también te quiero, cariño.
—¿Y qué hay del hotel?
Witt esbozó de pronto una sonrisa ladeada.
—Ya le he dicho a mi abogado que le dé el trabajo a Hardy. Imagino
que Hannah y yo podremos casarnos allí en otoño. ¿Queréis que sea una
ceremonia doble?
Se marchó sin esperar respuesta. De todos modos, Joni no habría
sabido qué decir. Aturdida, miró a Hardy. Él parecía igual de asombrado.
Por fin se aclaró la garganta y dijo:
—Guau.
Joni asintió con la cabeza. Pero su mente ya se había precipitado
hacia algo aún más importante. Y la de Hardy también. Él se aclaró la
garganta de nuevo y se volvió hacia ella.
—Ya era hora de que se casara con Hannah —dijo—. Siempre he
pensado que debían estar juntos.
Pero Joni estaba pensando en otra cosa. Tenía la boca seca, y el

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

corazón le palpitaba como un motor acelerado.


—Witt pensaba que… que…
—¿Que íbamos a casarnos? —Hardy la miró, y las comisuras de sus
ojos se arrugaron.
—¿Por qué habrá…?
—Oh, tal vez porque se me nota en la cara cada vez que te miro —
sugirió él. Aunque, claro, también es posible que los demás estén
empezando a ver en tus ojos lo que veo yo. Y espero que no sean
imaginaciones mías.
Joni contuvo el aliento.
—¿Y qué es lo que ves? —preguntó en voz baja.
La sonrisa de Hardy se hizo más tierna, esperanzada.
—Que… tal vez tú también te estás enamorando de mí.
Joni cerró los ojos, incapaz de creer su buena suerte.
—Oh, Hardy —musitó, abriendo los ojos para mirarlo de nuevo—. ¿Es
que aún no lo sabes? Siempre he estado enamorada de ti. Pero… pensaba
que, por culpa de Witt, nunca me querrías. Que era una esperanza
absurda.
—Bueno, yo pensaba lo mismo —admitió él, atrayéndola hacia sí para
abrazarla—. Todos estos años, era como si estuvieras detrás de una
ventana y no tuviera la llave para llegar hasta ti. Te quiero, Joni. ¿Quieres
casarte conmigo?
Ella se mordió el labio inferior y una sonrisa comenzó a distender sus
mejillas.
—¿Estás seguro? ¿De veras crees lo que ha dicho Witt?
—Lo de construir el hotel era toda una rama de olivo. Sí, le creo.
—Yo también. Y necesito decírselo.
—Espera un momento —dijo él, apretándola un poco más—. Nosotros,
primero. Luego puedes salir corriendo tras él. ¿Vas a contestar a mi
pregunta?
Los ojos de Joni comenzaron a brillar.
—¿Qué pregunta? —dijo, sonriendo.
Él sacudió la cabeza.
—No puedo creer que vayas a hacerme pasar por esto otra vez. ¿No
sabes lo difícil que es pedirlo una vez? Es mi futuro lo que está en juego. Y
mi ego… —pero se interrumpió y se puso serio—. Joni, ¿quieres casarte
conmigo?
La respuesta de ella fue tan simple como la pregunta de Hardy.
—Sí —dijo con toda la alegría de su corazón—. ¡Sí!
Desde la puerta les llegaron dos voces.
—¡Aleluya! —exclamó Bárbara.
—Ya era hora —dijo Witt.
Joni y Hardy ni siquiera los miraron. Hardy murmuró:
—Sí, ya era hora —y, luego, besó a Joni.

* * *

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

RACHEL LEE
La vida de Sue Civil-Brown, verdadero nombre de Rachel Lee, es
como una novela. Nombra una parte de América y habrá muchas
probabilidades de que haya residido: desde el norte congelado de Michigan al
sur de Florida, desde el viejo oeste de Tejas a las montañas de Colorado...
También sus trabajos han sido muy variados: agente inmobiliario,
especialista de seguridad para el departamento de defensa, programación de
computadoras, óptica... en cada lugar y con cada trabajo recolectaba las
experiencias para su auténtica vocación: La escritura.
Aunque ha escrito desde niña, es desde 1990 cuando se ha dedicado a
tiempo completo. Desde su publicación de la novela An officer and a Gentleman para
Silhoutte books, trató de formar un grupo on-line de varios escritores. Fue ahí donde se
enamoró de uno de ellos y después de siete meses de correspondencia comenzaron a vivir
juntos.
Ganadora de cuatro premios de la revista Romantic Times, y finalista del premio RITA.

FRÍO EN EL CORAZÓN
Witt Matlock llevaba años odiando a Hardy Wingate, el hombre al que culpaba de la
muerte de su hija. Y doce años después, Wingate volvía a aparecer en su vida… y en la de su
sobrina Joni.
La viuda Hannah Matlock había ocultado la verdad sobre el nacimiento de su hija Joni
durante veintisiete años. Sólo ella sabía que Witt era el padre de Joni y no su tío. Witt y
Hannah jamás habían hablado de la noche en la que ella había intentado vengarse de las
infidelidades de su marido seduciendo a su hermano. Pero la llegada de Hardy hizo que
Hannah se diera cuenta de que debía contar su secreto… fueran cuales fueran las
consecuencias.

WHISPER CREEK, COLORADO


Snow in September
A January chill / Frío en el corazón.
July thunder / Fuego de verano.

* * *

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RACHEL LEE FRÍO EN EL CORAZÓN

© 2001, by Sue Civil-Brown


Título Original: A January chill
Traducido por Roser Batalla
Editor original Mira, Abril/2001

© Editorial: Harlequín Ibérica, 2005


Colección: Mira 121
ISBN: 84-671-2413-X
Depósito Legal: B 46718-2004

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