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RÍO MAGDALENA, CONTRIBUCIONES AL ALMA DE

AMÉRICA Y AL ESPÍRITU DE BARRANQUILLA

POR PLINIO PARRA

Gracias a los bogas del río Magdalena es que los


americanos tenemos alma. Suena a hipérbole de
mercader sarraceno, pero es cierto. Tiremos canalete.
Durante tres siglos, desde el XVI hasta el XIX, los bongos,
champanes y balsas suben contra corriente las 200 leguas
eternas que hay entre Cartagena de Indias y Honda. ¡Una
atrocidad! Casi todos los viajeros que tienen el inmenso
disgusto de vivir tal aventura coinciden en describirla
como un trance lento, abrasador e impiadoso. Pues bien,
si esto nos dicen quienes iban en calidad de pasajeros,
sentados bajo techo de palma, sin otro martirio que
aplastar mosquitos y sin otro ejercicio que matar el
tiempo contando caimanes, ¿qué hubieran podido
decirnos los indios bogas que, reducidos a esclavitud,
metro a metro, empujaban la barcaza a fuerza de
músculos, remos y palancas? ¡Que era como ir al infierno
en cueros! Y efectivamente, así era. Durante los primeros
cien años de este viacrucis, que es el viaje a la muerte, se
acaba el indio de las riberas. En forma literal.
Sin embargo, hacia 1540, este drama sufre un punto de
giro esencial gracias a la intervención de un personaje
inesperado: el padre Leni. Un fraile italiano que parte de
Roma a Santa Fe de Bogotá, sin sospechar la urgente
diligencia que la vida le tenía guardada en el río
Magdalena.
Leni pertenecía a la antigua Orden de los Hermanos
Predicadores, aprobada en 1214 por el papa Inocencio III
y llamada comúnmente dominica, en alusión a su
fundador, santo Domingo de Guzmán. Ahora bien, como
su hermandad goza de los privilegios de predicar y
escuchar confesiones en cualquier lugar, sin autorización
de obispos, este dominico, horrorizado por el sufrimiento
de sus bogas, desenfunda la Biblia y se dedica a consolar
aquellos desgraciados en nombre de Dios. ¡Vana ilusión!
El pobre hombre no llega a la segunda semana de
prédicas, atribulado por la inutilidad de su trabajo. ¡Está
ardido! «Es fácil filosofar sobre la mierda cuando es el
otro quien está embarrado», piensa. Luego se rasca el
alma con cuchillos: «La única forma de ayudar al náufrago
que patalea, es arrojándole un tablón. Si uno se pone a
impartir instrucciones desde la orilla, el hombre se
ahoga».

2
El suyo es un viaje de terror. El hombre llega a Honda
medio loco. Remonta los Andes como sonámbulo y entra a
Santa Fe de Bogotá profiriendo incoherencias. Por las
noches, en la oscuridad, sus hermanos de claustro le
escuchan murmurar: «¡Pobres fantasmas! Han sido
condenados de por vida a las galeras del Magdalena sin
haber cometido delito, excepto ser indios». Durante los
días siguientes se la pasa eructando óxidos, con el rostro
apretado por el dolor. Con la angustia de quien se ha
comido un guiso de anzuelos. Son las típicas señales de
quien refugia en las vísceras un sueño grande. Algo está a
punto de estallar.
Una madrugada, sudando a chorros en medio del hielo
bogotano, su fiebre mesiánica lo sumerge en el delirio:
«¡Dadme un tablón!, suspira Leni. ¡Dadme un tablón!».
Al prior de la Orden le basta un golpe de vista para
interpretar los signos del moribundo: “Es el mal de la
piedad, asegura. Dicen que al padre de la Casas le sucede
lo mismo cuando escribe sus libros”.
No se equivoca. Una semana después el padre Leni,
trémulo pero feliz, entra a su despacho con los ojos
bañados en llanto: «Solicito permiso para viajar a Roma
mañana mismo. Quiero rogarle a Su Santidad que, por
piedad, declare que los indios tienen alma». El viejo prior,

3
que ha llegado a la sabiduría por el retorcido camino de la
experiencia, sonríe ante el espectáculo: El padre Leni
acaba de descubrir su misión. Esa verdad personal e
intransferible que, siendo tan humana, sólo pocos
hombres vislumbran1.
El milagro sucedió en 1546. Es fácil imaginar el exordio
que el fraile dominico utiliza para abrir su discurso ante el
papa Pablo III (1468-1549): «Todos los llaman indios,
naturales, aborígenes, nativos, vernáculos, bárbaros,
criaturas, salvajes e infieles. Y como tal los tratan: como
animales. Unas bestias un poco más avanzadas que los
gorilas y muy inferiores a los cristianos. Nadie los llama
hombres porque carecen de alma. Concédales esa
merced, Su Santidad: proclame que los hijos del Nuevo
Mundo también tienen alma». Las memorias dominicas
cuentan que apenas el jerarca escucha los pormenores de

1
“Al mencionar la defensa de los indios, de la crueldad con que se les trataba,
transcribo unas palabras que tomo del interesante librito de Fray F. Mendoza
Díaz, O.P., intitulado Cuarto Centenario de la entrada de los dominicos a
Colombia (1529-1929). Los dominicos han ido siempre a la cabeza de todo
movimiento contra la tiranía. En 1546, el padre Leni, viendo la opresión que
ejercían los conquistadores sobre los indios hizo viaje expreso a Roma para
obtener de Pablo III la declaración de que los indios tenían alma. Por eso decía
con mucha gracia el obispo Piedrahita: “Por los dominicos, los americanos
tenemos alma”. El Padre Bartolomé de las Casas pasó 14 veces el océano por
defender los indios, y defensor de los indios es su título en la historia universal.
Se explica que después del viaje del padre Leni a Roma a obtener el
reconocimiento del alma de los indios y de la labor incesante del P. de las Casas
se viera la reacción oficial a favor de los indígenas y que de ello se resintiera el
primer contrato de navegación del río Magdalena”. GOENAGA, Miguel. Lecturas
Locales. Crónicas de la Vieja Barranquilla. Barranquilla, Imprenta Departamental,
1953, pág. 216.

4
la boga en el Magdalena, acoge la solicitud del padre Leni
y autoriza en el acto la redacción de una bula que
refrende la gracia concedida.
El posible efecto de esa gestión tarda seis años en llegar
al Río Magdalena. Pero llega. Efectivamente, en 1552, el
rey de España autoriza mediante cédula que se organice
la navegación del Magdalena, “con el fin de cortar el mal
trato que se le da a los indios pues estima en más la salud
y la vida de un natural que todas las riquezas y haciendas
que de los indios puedan saber”2.
Pese a estos muros de contención, el exterminio del indio
a causa de la boga prosigue su camino, a sus anchas3.
Estas tres denuncias, aunque imprecisas y nebulosas por
los tiempos en que fueron escritas, pintan la situación con
brocha gorda.
2
“En el año de 1552, en vista de las quejas que le dan Hernando de Alcocer y
Álvaro de Alalla, sus procuradores, vecinos de Santa Fe de Bogotá, Su Majestad el
rey, dictó en Monzón una Real Cédula dirigida al oidor Licenciado Melchor Pérez
de Arteaga y a los gobiernos y justicias de Cartagena de Indias y Santa Marta
para que organicen la navegación del río Magdalena”. (…) Siete años después los
contratistas Alalla, Alcocer y Gómez, mediante licitación, se comprometen a
sostener la navegación entre todos los puertos del río por espacio de dos años
con barcos suficientes para el servicio, tripulados por españoles y negros. Ernesto
Restrepo Tirado, citado por GOENAGA, Miguel. Op. cit., pág. 215.
3
UN HIJO MUERTO VALE MÁS QUE UN BOGA VIVO. “Contribuyó al descenso de la
población la actitud autodestructiva de los indios. Para evitar las penalidades,
muchos prefirieron el suicidio, ahorcándose o dejándose morir de hambre. Las
madres ahogaban a sus hijos cuando nacían”. EL TIEMPO. El gran padre Yuma.
500 años del descubrimiento español del río Grande de la Magdalena. Edición
fascimilar, 2001. / “Esto podría remediarse no sacándolos de su naturaleza para
bogar y hacer sementeras, mandando hacer lista de ellos y cuenta semestral de
los que nacen y mueren, castigando con rigor a los que matan a sus hijos”.
Fragmento de un informe del Oidor Francisco Guillén Chaparro, fechado en Santa
Fe el 17 de marzo de 1583. VELANDIA, Roberto, op. cit, pág. 94.

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1. 1560. Juan del Junco denuncia ante el monarca español:
«De 11 mil indios que moraban en las orillas del río
Magdalena, no quedan ya 500».
2. 1579 (30 de julio). El licenciado Monzón, en carta
remitida a la Corona, expresa: «Han muerto 59 mil indios
en la boga. Sólo quedan 800»4.
3. 1596. El capitán Martín Camacho le escribe al rey: «La
boga ha consumido a 39 mil indios en 25 años».
Para estos días, ya le hemos perdido el rastro a las
sandalias del padre Leni, de quien ignoramos suerte,
paradero y final. Seguramente siguió en la brega, porque
no tenía pasta de desertor y solía gastarse todas las
plumillas pintando sus paisajes. Igual que fray Bartolomé
de las Casas, (1484-1566), su hermano de capuchas. Que
también impulsó leyes en favor de los indios. Y que
también sufrió la fórmula maldita con que los españoles
evadían los decretos reales: “obedecer y no cumplir”. Esa
perversa costumbre que mató más indios que la sífilis.
Total: ninguno de estos frailes pudo evitar el genocidio
indígena, pero ambos nos dejaron una enorme joya. ¡Un
tesoro! La definición de la palabra Humanidad:
4
Efectivamente, en 1579 se presentó la queja del licenciado Juan Bautista
Monzón, y el 10 de julio de 1596 la del capitán Martín Camacho del Hoyo, quien
suplicaba mandarle “una cédula real para que no consienta que ahora ni en
ningún tiempo los indios boguen los Ríos Grande de la Magdalena y Cauca y
ciénagas de Santa Marta y Tolú y río del Senú y puertos de Onda, por lo mucho
que les importa su conservación”. NOGUERA M., Aníbal. Crónica Grande del Río
de la Magdalena. Bogotá, Fondo cultural del Banco Cafetero, Tomo I, página 69.

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Sentimiento que nace cuando comprendemos cuán
importante es el chiste de cada uno de nuestros prójimos
en la sonrisa del mundo.

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