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La escultura como necrópolis

Doris Salcedo, Plegaria muda, Museo Universitario de Arte


Contemporáneo (MUAC) Hasta septiembre 4.

Caminar, observar, respirar entre los pasillos y avenidas que se

extienden al interior de Plegaria muda de Doris Salcedo es una

experiencia, que no obstante la presencia de otros espectadores en la

sala de exhibición se impone como una ceremonia solitaria. De

hecho, uno de los principales componentes de la obra es la relación

entre nuestro cuerpo aún vivo y la multitud silenciada de casi cien

cuerpos aludidos por las 96 unidades acomodadas (con todo su

calibradísimo desacomodo) en hileras y cuadrículas dentro del

espacio insolentemente blanco del museo. Salcedo coloca a los

espectadores dentro de una necrópolis imaginada, que crea una

desmesura entre el uno que mira y siente y los muchos que aparente

y metafóricamente yacen. Esta es la proporción desquiciante de las

fosas comunes, las masacres, los campos sembrados con caídos

después de las batallas y las hileras mal alineadas de los

cementerios populares, todos ellos conjuntos que el demonio de la

racionalidad organiza militarmente en hileras cartesianas de muertos.

Esta es una escultura que refiere no al objeto y lugar de la muerte,

sino a eternidad de la pérdida social. Es una evocación abstracta,

planteada sin embargo en términos terriblemente concretos y

materiales (mesas, pasto y bloques de tierra) de la imposibilidad

efectiva de hacerse cargo de los muertos.

La medida escultórica que Salcedo convoca en su muestra es la


imposible relación entre el que queda y los que no pueden ya

pronunciarse. Deambular por dentro de Plegaria muda consiste en

un hacerse cargo de una tragedia sin término, explicación o relato

legítimo (la necropolítica de principios del siglo XX alrededor del

mundo) que, sin embargo, coincide monstruosamente, en relación a

las costumbres sociales que referimos como “lo formal”, con la

cuadrícula de unidades repetitivas del minimalismo. En efecto, este

es el imaginario serial, reiterativo y modular que corresponde al

estado del mundo: la estética administrada del luto.

Lo sorprendente y emocionalmente decisivo de la instalación de

Doris Salcedo en el MUAC es la forma en que expresa el más absoluto

control en la producción del artificio de una tramposa naturalidad.

Cada objeto de la obra consiste en dos mesas largas colocadas

cubierta contra cubierta encerrando (como un emparedado) un

bloque de tierra fértil del que misteriosa e inquietamente surgen

brotes de pasto que crecen buscando la luz a través de los tablones

de la mesa superior. Estos bloques de humus negro con raicillas

blancas son, por supuesto, un engaño técnico, que oculta alguna

clase de cuidadoso medio de germinación que permite que se alce el

pasto por agujeros cuidadosamente planeados por entre esos

muebles.

Esta es la artificialidad que permite acceder a una clase de

monumentalidad que rechaza toda justificación, redención o

instrumentalización. Todos esos pasos de ilusión producen un


artefacto regido por un ritmo y peso que permite a estos objetos

apenas inertes ser atravesados por un proceso orgánico, que evoca la

tarea imposible de una especie de rogar: el ejercicio ético imposible

de tender algún gesto, no alcanzable con la palabra, con aquellos que

la violencia suprime.

Debo confesar un pensamiento que no consigo afilar del todo.

Siento que esta obra de Doris Salcedo llega a exhibirse a México

proveniente de un futuro político aún imposible de atisbar: el tiempo

en que habrá que emprender la tarea del luto social. Aparece como el

emisario de una claridad política y afectiva que, incluso por haber

vencido toda ilusión de justicia y orden, por haber dejado atrás la

lógica policial de la guerra justa, asuma la monstruosidad de sus

actos. Esta Plegaria anticipa la historicidad en que esta sociedad

podrá de manera muy torpe hacerse cargo del crimen inmenso de su

desgarramiento.

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