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HORA DOSCIENTOS

¿Inhabitable el mundo, el edificio?


No dan ni ganas de que se te caiga
el techo a pedazos, que los grandes
hombres no se descabecen –frente

a ellos el tiempo más estrecho


y los pasillos oscilantes; Voltaire
con su piedra blanca más agrietada
y vieja que nunca. Como esa otra

vieja, paralizada por el pánico, hablando


de derechos. Tose. Quiere comer,
con desesperación –sed como el mar;
la melancolía es, grietas adentro,

un vacío insondable. Frente a sus mayores


lloran, porque creían, aun
en la aérea lengua de los grandes
momentos una pequeña fe, tesorito

como bolas de vidrio, y cae la nieve,


y quién no sueña con casas así,
que ruedan y se estrellan y aun
sonríen, confortadas en su tiempo

precioso, detenido. Y no son los nombres,


las siglas, lo que reveló esta última
torsión del mundo: bailan amantes
mendigos en covachas sin aire,

se hinchan sus arterias al besarse ya


fuera de sí, toda diferencia fundida
en un instante absoluto, a igual
distancia de la tierra y del aire, las cabezas

inclinadas, absortas en el sonoro,


el oloroso roce de las carnes. Echan
maldiciones, antes y después.
Se recrean a sí mismos como nuevos

detentadores del poder, reconstructores,


infectos y ebrios protectores
de la infancia. Se deshacen en suave
dicha. Cuello contra cuello, delicados
se tocan. El mármol de otras, mejores
épocas, bajo sus pies en danza:
con gracia acuden al llamado
de la Necesidad. Encerrados jamás

se dejarían ver, o que el sol abriera


su dulce intoxicación hacia una luz
de traición. Porque el día es de absoluta
belleza, tanta que su mentira

se hace obvia. Batalla la ola contra


la ola que la precede, cabeza abajo
seres de sal se dejan arrastrar sin piedad.
Alguien habla en la televisión: el mundo

no deja su espiral inquieta, mas continua


hacia el amanecer –pero éste, acá
afuera, es el sol. En silencio, su luz
llama a pronunciar el nombre una vez

más: sol. De espaldas ardidas deja atrás


todo amor y todo odio, la mala fe
que hubiese: en el mar se hunde, fiel
a sus juramentos, su vieja grandeza

en el irrestricto cumplimiento
del deber. Bella despedida y en su justo
momento, cuando ebrios los presidiarios
en fuga ofrecen sus cuentos

a las temblorosas prostitutas –recién


arrojadas de esa cumbre blanquísima
que rompía espejos: beben licor de verdad
y echan el desvaído té sobre

el ají en la mesa. Pura hermandad,


como las fraternas y temibles
alas encendidas de una formación
de bombarderos, en camino a un soñado

enemigo. La miseria bajo el vetusto


muro es suficiente enemiga: sueldos
de hambre, comisiones cabronas y la falta
de sueño, sabiendo que todo ha caído

a tierra. Pues, ¿de dónde sacas la plata?


¿Quién paga? ¿El poder de millones
de almas escuchando la misma caricia
en la oreja, la mano cuerpo abajo al mismo

tiempo que la mujer mueve los muslos,


desliza su vestido blanco –como vestal,
nieve, apogeo y cima de las que yacen,
gastadas y con miedo al conocer los inefables

crímenes: de un país, de un mundo al otro,


se han desplazado los perpetradores,
sus actos, los mismos, casi tediosa-
mente. Callados ven el azul rugir de las olas

sin piedad alguna, toneladas de cablerío


inútil a repartir a la siniestrada, sufriente
masa. Unirán esquina a esquina, casa
con casa; cada fachada una imagen repetida

de nudos de metal. No estará lejos


de las yemas de los dedos la calma seca
del raudo relámpago que hace desaparecer
todo aquello que llega a su exceso.

Hay que desafiar a este tiempo de incertezas.


Acordarse de la mano sobre otra piel,
para tener en mente –de nuevo-
la más profunda necesidad, aquella que nada

puede quitar de encima, la que obliga


a volver los ojos adonde nada, ni el aire
siquiera, podría fijarse. Y lo que esperas,
justo: nada. Piedra sobre piedra, solamente,

y la calma a medio fingir de una mujer


en plena histeria que llama a la cordura,
a la fe en el futuro –con esta hambre,
imposible, la de siempre, la que castiga

al que olvida que el día de hoy no es


el de ayer: este año no es el año
pasado, este sol no es el mismo sol
que se hundió ayer, impasible,

eficiente, correcto en su absoluto


formalismo. La humanidad siente llover
cuando olvida el paso de las ardidas
horas: se van unos sobre otros, nacida

en su pecho una insólita compasión,


como un álgebra que les devolviese
un arcaico principio de identidad,
una conciencia de la carne y la sangre

y la linfa bajo la piel, que busca


a la carne, la sangre y la linfa tras otra
piel; una serena búsqueda de resolución,
para que el signo al centro de la calle

mantenga su paralelo intacto. Anochecen


en eso. Sin palabras se dejan dormir
los unos sobre los otros: echan fuera
un respiro –las horas frías y solas

gotean en compás sobre las sábanas


blancas –como la mirada descubre
fácilmente, suspendida en lo alto-;
sin saber dónde vas a parar, y sin moverse

-pensando como piensa un demente,


sin poder describir nada claro, las palabras
divorciadas de su aura nominal,
la boca sobre la comisura de la boca,

inconsciente, sonriendo. Azul


la almohada respira, cada pliegue
aplastando silencioso y absoluto
al que cae bajo él. Pero dos pasos más allá,

entre la roca echada y descuidada


-señal de un puño violento, un fatal
giro del aire-, todo se cobra, y las oficinas
no funcionan, y te niegan lo mínimo.

Los niños lloran en la sala de esperas.


Todos tosen y hablan, se alarga
la charla sin sentido hasta ensordecer
de tanta exigencia vacía, tantos plazos

imposibles, tanta duda razonable, tanto


antecedente por requerir a quienes
resulten responsables de este giro total,
este mareo. Y pasa el tiempo.
No puedes entrar a edificio alguno,
aunque eres libre, absolutamente,
y tus pies anden, y puedas exigir
lo que quieras: puedes volver a armar

las efigies en los salones, puedes


quedarte quieto a la mitad del pasillo,
expectante y aplastado el corazón
por anaqueles y deslumbrantes lámparas
de araña. Puedes hacer lo que quieras.

Ya se ha hecho de noche.

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