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Desde el sugerente título, la película de Cantet plantea las dificultades de trascender la lógica

que impera "entre los muros" y trata de dar cuenta de las inquietudes y dificultades que los
estudiantes traen desde más allá del muro, desde el mundo en el que deben vivir sus vidas.
Es interesante pensar la relación del film con otro trabajo que retrató la escuela francesa de los
años 40: Los 400 golpes, de François Truffaut. Allí se mostraba un institución
extraordinariamente rígida, con jerarquías inflexibles, gélidos métodos de enseñanza y castigos
severos. (Sobre Los 400 golpes de Francois Truffaut puede verse este texto.)
Sin duda, ni la relación entre el docente y los alumnos de Entre los muros es comparable a los
niveles de autoritarismo que planteaba Truffaut, ni la escuela o la sociedad francesa son las
mismas. Sin embargo, las preguntas permanecen: ¿qué hacer con "la diferencia"?
¿Qué pasa cuando un joven no encuentra, ni en la familia ni en la escuela, puntos de
orientación, contención emocional o un marco de relaciones que le permitan un desarrollo
intelectual y emocional adecuado?
El aula es espejo de una sociedad marcada por los problemas ligados a la inmigración –
diferencias lingüísticas, culturales, religiosas, emocionales–. Allí los docentes se encuentran
tironeados entre el deseo de atender –y entender– las demandas de los alumnos y la
necesidad de enseñar ciertos contenidos disciplinares y de cumplir con las exigencias
institucionales, cuyo ritmo de cambio no se adecua fácilmente a lo que ocurre más allá de los
muros.
Los cuestionamientos de los chicos encuentran siempre el camino para “meter el dedo en la
llaga”, para detectar con agudeza las debilidades de los adultos y del sistema, y buscan
expresarlas, ya sea con timidez o con insolencia.
Una de las escenas más notables de la película corresponde al diálogo que prepara la
producción de un autorretrato. Cuando el profesor intenta indagar sobre la resistencia de los
chicos a hablar de sí mismos surgen planteos como: “Usted nos pregunta para que hablemos,
pero no es verdad”, explica una de las chicas. “¿Qué cosa no es verdad?” –pregunta Marin–.
“Que le interese saber de nosotros..” es la franca y dura respuesta. A partir de allí, se plantea
una conversación de una enorme riqueza acerca de la privacidad, el pudor, el temor al rechazo
que todos ellos padecen.
Isabella Boscov, en su reseña para Veja cinema, subraya la diferencia entre esta obra y ciertos
clásicos de Hollywood –como Semilla de maldad– en los que la buena voluntad de un docente
carismático logra barrer con las resistencias de los adolescentes, desvanecer la hostilidad e
instaurar la armonía. En Entre los muros los conflictos nunca se resuelven de manera
definitiva. Hay una tensión permanente entre la tendencia a exigir a los alumnos lo que no
pueden dar –por ejemplo la adecuación a códigos que les resultan bizarros e incomprensibles–
y la dificultad para percibir y dar cauce a sus verdaderas capacidades.
La escuela del film cuenta con condiciones que –comparadas con la experiencia cotidiana que
enfrentamos en esta región del mundo– pueden resultar ideales: buena infraestructura,
espacios para el debate con los colegas y los directivos, adelantos tecnológicos a disposición de
los alumnos, docentes y autoridades con buena formación, creatividad y predisposición al
diálogo, espacios para la participación de representantes estudiantiles, familias que responden
a las convocatorias escolares… Ninguna de las coartadas habituales para explicar los fracasos y
las frustraciones de la experiencia educativa está disponible. Los debates entre los docentes
sobre la disciplina y las sanciones dejan en claro que tampoco el castigo resuelve los temas de
fondo.
Entre los muros no busca ni ofrece respuestas fáciles: los intentos de M. Marin se ven,
ocasionalmente, coronados por algún modesto éxito. Por ejemplo, la deliciosa escena en que
el problemático Souleyman logra encontrar un camino alternativo para hacer la tarea y
construye su autorretrato a partir de fotografías de su grupo familiar, con pequeños epígrafes.
El adolescente recibe la felicitación del profesor, con expresión de feliz incredulidad, tan fuerte
es el temor de que el elogio sea solo una burla. Sin embargo, el contacto logrado es efímero.
Poco después, el mismo alumno, justamente cuando intenta llevar a cabo un acto noble –
defender a sus compañeras de un abuso de autoridad del docente–, se ve acorralado por los
conflictos con sus compañeros, sus dificultades para controlar la agresividad, la compleja
problemática familiar y la normativa institucional, que acaban determinando su expulsión.
Y el creativo y tolerante profesor también debe afrontar un justificado cuestionamiento de
alumnos y colegas, cuando pierde los estribos y les falta el respeto a sus alumnas.
No hay ángeles ni demonios en la clase de Cantet, tampoco salidas obvias al laberinto en que
nos mete, donde la incomprensión y la frustración acechan a cada paso. Pero también la
sorpresa, el hallazgo inesperado. Al final del film, la perspicaz y desafiante Esmeralda abre un
resquicio a la utopía. Perplejo, Marin la escucha comentar con toda naturalidad su fascinación
por La república de Platón –que leyó por su cuenta– y explicar a la clase su interpretación de la
mayéutica socrática:
Esmeralda: —Mmm.. hay un tipo… ¿cómo se llama..? ¡Sócrates! Aparece y para a la gente por
la calle y les hace preguntas: ¿Estás seguro de saber lo que estás pensando? ¿Tienes la certeza
de saber lo que estás haciendo? Y por ahí va… Entonces las personas se quedan confusas y se
hacen preguntas. Es muy fuerte.
Marin: —¿Y sobre qué cosas pregunta?
Esmeralda: —Sobre todo. El amor, la justicia, la religión, las personas… sobre todo.
El film se cierra, pues, recuperando esta antigua apuesta al diálogo sin preconceptos y a la
capacidad de interrogarse como fuentes de construcción de saber. Ideas antiguas de un
hombre considerado, en su tiempo, el más sabio del mundo.

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