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Se llamaban Los Pilares del Miedo y no eran un lugar agradable ni para las almas más

retorcidas. Cinco montículos rocosos negros como el carbón que salían de la tierra
misma y se elevaban metros y metros hacia el cielo, cual garra demoníaca que quisiera
aferrar el sol abrasador que los castigaba por toda la eternidad.
El viento ululaba fantasmal entre ellos, como la voz del destino, como el lamento
torturado de cientos de almas en pena, y era este sonido el que daba nombre a los
Pilares pues hacía estremecer los corazones de los más valientes. Y no era extraño, pues
no eran cientos, si no miles los hombres y mujeres que habían perecido a los pies de tan
grotescos montículos.

Y es que ese lugar maldito guardaba bajo sí tesoros inimaginables, solo al alcance de los
más osados, o de los más locos, y solo comprensible por los más codiciosos. En su seno,
bajo la dura roca negra, se encontraban ingentes cantidades de Svalarak, un metal
mágico con sorprendentes propiedades, diferentes según se tratase y forjase. Su
manipulación solo estaba al alcance de ciertos hechiceros oscuros que conocían los
profanos rituales que permitían hacerlo maleable, pues según cuentan dicho metal
contenía la esencia del mal mismo y dicho montículo no eran si no el monumento
funerario erigido a un millar de demonios. Ciertos charlatanes, o sabios, o locos, quien
los distingue en estos tiempos, dicen que eras atrás hubo una gran guerra entre los
poderes primitivos del mal en un mundo lejano, y que el castigo impuesto a los
perdedores fue el de ser enterrados vivos, convertidos en metal, mientras mantenían la
consciencia de su entorno, por siempre. Supuestamente Los Pilares del Miedo sería uno
de los lugares donde se encuentran encerrados dichos siervos del mal penitentes.

Sea como fuere, lo cierto es que el lugar exudaba maldad. Se percibía en el ambiente.
Los animales lo evitaban, y los humanos también. Ningún árbol crecía en millas de
distancia.
Pero hay quien estaba dispuesto a pagar verdaderas fortunas por dicho metal, pues en un
mundo en guerra constante nada es tan valioso como algo que te dé una pequeña ventaja
sobre tu enemigo, y lo cierto es que en este caso no se trataba de una pequeña ventaja.
La codicia superó al miedo, y a la sensatez, y docenas de mercaderes se desplazaron allí
y comenzaron a extraer el Svalarak. Por supuesto, el trabajo no lo realizaban dichos
desalmados, si no sus esclavos, obligados a golpe de látigo por crueles capataces.

Los beneficios eran enormes para todos los implicados, pero los síntomas de que
aquello no era una buena idea no tardaron en llegar. La mortalidad entre los esclavos era
alarmante y grotesca. Igual morían de un día para otro sin presentar ningún síntoma que
se pudrían vivos. Otros vomitaban hasta expulsar sus propias vísceras, y el resto
simplemente explotaba en una lluvia de hueso y carne. Pero la disciplina era dura, y las
ganancias, suficientes. Y ellos solo pobres esclavos.
Sin embargo esto no fue lo único. Algunos capataces se volvieron locos y otros se
suicidaron. Acontecían toda serie de horrores indescriptibles e inhumanos… era el
metal, ¡aquel metal, retorcido y malvado como el Innombrable!
Pero más retorcido y malvado que ese metal era aquel otro, el oro, y contra viento y
marea, a pesar de los hechos anteriormente narrados, nació la colonia mercante de
Khoval, con el único propósito de extraer el metal maldito, y estos son los hechos
conocidos…

Pero no tan conocido es que entre aquellos miles de esclavos que nacían y morían de
forma cruel a diario nació uno que haría que todo aquello cambiase.
Este niño era hijo de esclavos y nieto de esclavos. Sus abuelos habían muerto ya hace
mucho: uno se suicidó al no poder soportar más el aullido inhumano del viento y el otro
fue asesinado por los guardias, tras haber matado a su esposa y a otra docena de
esclavos en un arranque de locura.
Dicho niño nunca conoció a su madre, que murió durante el parto desangrada: el niño
tenía dos pequeños cuernos en la cabeza que la rajaron literalmente. Los esclavos no
disponían de médico y a nadie más le importó que Narsha, que así se llamaba la madre,
muriera lenta y dolorosamente.
A la edad de 5 años, el niño comenzó a trabajar en las minas, como era la norma, pero
desde muy pequeño tuvo claro que no moriría allí, que no sería un esclavo como su
padre, que su destino estaba más arriba.
¿Fue acaso aquél metal que le hablo? ¿Es acaso eso posible? ¿Tuvo algo que ver el mal
latente, físico, encerrado en aquellas minas? ¿O simplemente aquel chaval era más
despierto y capacitado?...
El caso es que en él había algo extraño, como si hubiera asimilado de alguna forma el
poder, y el mal que dormía en aquellos Pilares, más aún, como si hubiera pactado con él
con el objetivo de hacer grandes cosas… a costa de pagar cualquier precio…

Nacido en medio de la crueldad, el dolor y la muerte, Arvhael siempre tuvo claro que
haría pagar a la vida y al mundo todo el sufrimiento que le habían hecho sentir. En
aquel lugar inhóspito e inmundo forjó un carácter cruel y codicioso y decidió que algún
día él sería el que agarrase el látigo y otros los que recibiesen los latigazos.

Pero el odio llama al odio, y la sangre llama a la sangre, y la crueldad que anidaba en el
corazón de Arvhael fue percibido por los demonios encerrados en aquel metal maldito,
y así llegaron a un pacto: poder para conseguir sus objetivos a cambio de sangre.
No es una metáfora. Aquél día, en lo profundo de las minas, Arvhael dio su alma a
aquellos demonios para que se alimentaran de ella y así fue poseído. Le entregó su
cuerpo a la entidad demoníaca conocida como “El Exiliado”1 y desde entonces fueron
uno.
Con el poder necesario para cualquier meta, Arvhael tuvo claro sus objetivos. En su
codicia y odio infinitos no iba a conformarse con vengarse de los capataces, ni de los
mercaderes. Ni de los señores de la guerra siquiera. Iba a ocupar el puesto que le
correspondía en el mundo, a él que había nacido en lo más bajo. Iba a suplantar y
asesinar al que era el origen de todos sus males, el puesto que a él, Arvhael el Exiliado
le correspondía… Iba a destruir al Rey Brujo, quizá a todos ellos… y a sustituirles por
alguien más digno de tal posición…
Y para ello, primero debía fortalecer al Demonio…
1
: Arvhael no es el nombre original del niño (por eso no se hace mención alguna en la
historia de arriba). El nombre del niño no tiene importancia ninguna para Arvhael en
este momento. Es su nombre humano y ni siquiera lo recuerda. Ha adoptado el nombre
del Demonio que le posee y con el que comparte cuerpo: Arvhael el Exiliado

En cuanto a interpretación, tenía pensado que sean dos personalidades en una. Por un
lado la personalidad humana de Arvhael, más interesada en el poder, la codicia y la
venganza.
Por otro lado la del Demonio, mucho más destructiva, interesada en la muerte, la
sangre, y sobre todo su verdadero objetivo. Ser liberado del encierro.
Se supone que yo rolearia principalmente la personalidad “humana”, pero en
situaciones muy sangrientas o desesperadas el demonio podría tomar el control

Arvhael el Exiliado

Horda Inicial: 4d10, 4d8, 4d6, 4d4

Rasgo 1: “Odio Infinito, Voluntad Incansable” Sutileza d10

Rasgo 2: “Crueldad Innecesaria” Fuerza d8

Rasgo 3: “El Exiliado” Hechicería… ¿bendita? d10 (el huesped demoníaco evitará que
su carcasa muera a toda costa. Esto le hace muy difícil de matar

Rasgo 4: “Heraldo de Destrucción” Segadora de Almas d8 (domina Poderes Arcanos


Oscuros)

Rasgo 5: “Cuerpo Torturado” Fortaleza d6 (ha crecido en condiciones inhumanas que


le han hecho más resistente al dolor y a los golpes)

Rasgo 6: “Percepción Sobrenatural” Sutileza d6

Componente 2: Ak-Azaghal, el Bastón del Fin de los Tiempos

Rasgo 1: “Forjado en el Corazón de la tierra” Resistencia d8

Rasgo 2: “Tacto Vil” Sutileza d10 (solo puede ser controlado por aquellos con el
corazón malvado)

Rasgo 3: “Proyectar Dolor” Fuerza d6

Horda final: 1d10, 1d8, 1d6, 2d4

Cementerio: 2d4

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