dejé atrás todas las lágrimas. Me había tenido totalmente inmerso en la sumisión un deforme sino sin trazas de significado, pero estaba resuelto a olvidar, a abrirme paso por otro sendero, a no tropezar más. Vendaval de estío: vivía, moría, con las ganas de ser ahogadas por la desesperanza. Ahora el engranaje del alma vuelve a su lugar, sin argüende alguno, después de habitar en un rincón del tiempo, a obscuras. Diría que me parecía a unos ridículos pantalones bombachos. Cuando se avecinaban los recuerdos en cascadas incontenibles, desbordantes aguas del pasado hechas presente: las olas de tu trémula piel, ese mar que asciende y no se calla, ese cristal de flujos que remonta, esa trova de vinagre aromático por tus muslos… El calor inflama las flacas espigas, de las que brota el trigo para dar cuenta de que el día está cercano, el final de las amorosas alucinaciones del alma. Seremos, entonces, una vasija nueva para el viejo anhelo que siempre hemos de ser. Atrás quedó el vértigo de las horas. Llegaremos a la tierra, a la lenta y humilde tierra, fuera del alcance de la sombra siniestra que nos acechaba, no seremos más el bocado de la melancolía, el triste mirar de la distancia ni del dolor. David Puente Morales