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SALÓN DE 1846: DELACROIX, Charles Baudelaire.

Traducción de Hermes Salceda (1)

El romanticismo y el color me conducen directamente a Eugène Delacroix. Ignoro si él se


siente orgulloso de su condición de romántico;(2) pero ahí está su sitio porque desde hace
tiempo, la mayoría del público, incluso antes de su primera obra, lo ha considerado capitán de
la escuela moderna.

Al adentrarme en esta parte mi corazón se carga de una alegría serena, y elijo a sabiendas mis
plumas más nuevas, tan claro y límpido quiero ser, tan cómodo me siento abordando mi tema
más querido y más simpático. Es preciso, para entender bien las conclusiones de este capítulo,
que me remonte algo lejos en la historia de estos tiempos, y que someta a la mirada del
público algunas piezas del juicio ya citadas por los críticos y los historiadores que me
precedieron, pero necesarias para el conjunto de la demostración. Por lo demás, no dejarán de
releer con vivo placer, los entusiastas puros de Eugène Delacroix un artículo del
Constitutionnel de 1822 extraído del Salón del señor Thiers, periodista.

No hay cuadro, a mi entender, más revelador del porvenir de un gran pintor que el de Delacroix, representando a
Dante y Virgilio en los infiernos. Es sobre todo ahí donde se deja ver este haz de talento, este impulso de la
superioridad naciente que da aliento a las esperanzas algo desanimadas por el mérito, en exceso moderado, de todo lo
demás.

Dante y Virgilio, conducidos por Caronte, cruzan el río infernal y se abren paso entre la muchedumbre que se agolpa
alrededor de su barca para ocuparla. Dante, supuestamente vivo, tiene la espantosa tez de esos lugares; Virgilio,
coronado por un oscuro laurel, tiene los colores de la muerte. Los desdichados, condenados a desear eternamente la
orilla opuesta, se aferran a la barca: uno la agarra en vano y, derribado por un movimiento demasiado rápido, es
devuelto a las aguas; otro la abraza y empuja con los pies a los que, como él pretenden abordar; otros dos aprietan
con los dientes el maderamen que se les escapa. Ahí están el egoísmo del desamparo, la desesperanza del infierno. En
ese tema, tan cercano a la exageración, encontramos sin embargo, un gusto riguroso, en cierto modo, una adecuación
local, que realza el dibujo, al que jueces severos, pero poco entendidos en este caso , podrían reprochar falta de
nobleza. El pincel es generoso y firme, el color sencillo y vigoroso, aunque algo crudo.

El autor tiene además de esa imaginación poética común tanto al pintor como al escritor, esa imaginación del arte, a la
que podríamos llamar, en cierto modo, imaginación del dibujo, y que nada tiene que ver con la anterior. Planta sus
figuras, las reagrupa y las doblega a su voluntad con el atrevimiento de Miguel Ángel y la fecundidad de Rubens. No sé
qué recuerdo de los grandes artistas se apodera de mí ante el aspecto de este cuadro; reconozco esa fuerza salvaje,
ardiente, pero natural, que cede sin esfuerzo a su propio impulso.
No creo equivocarme, al señor Delacroix le ha sido dado el genio; que avance con seguridad, que se entregue a los
inmensos trabajos, condición indispensable del talento; y lo que debiera darle aún mayor confianza, es que la opinión
aquí vertida sobre él es la de uno de los grandes maestros de la escuela.

A. T...RS

Estas líneas entusiastas son verdaderamente inauditas tanto por su precocidad como por su
audacia. Si el redactor jefe del periódico se pretendiese, como es presumible, conocedor en
pintura, el joven Thiers debió de parecerle un poco loco.

Para hacerse una idea clara del profundo desasosiego que el cuadro de Dante y Virgilio debió
de sembrar en los espirítus de entonces, del asombro, del estupor, de la coléra, de los
aplausos, de los insultos, del entusiasmo y de las carcajadas insolentes que rodearon este
hermoso cuadro, auténtica señal de una revolución, hay que recordar que en el taller del señor
Guérin, un hombre de gran mérito, pero déspota y exclusivista como su maestro David, sólo
había un reducido número de parias que se ocupaban de los viejos maestros marginados y que
tímidamente se atrevían a conspirar a la sombra de Rafael y de Miguel Ángel. Aún no se trata
de Rubens. El señor Guérin, rudo y severo hacia su joven alumno, sólo miró el cuadro por el
barullo que lo rodeaba. Géricault, que volvía de Italia y que, según se cuenta, había abdicado
de varias cualidades suyas casi originales a la vista de los grandes frescos romanos, y
florentinos halagó tanto al nuevo pintor, aún tímido, que éste casi quedó confundido.

Fue ante esta pintura, o algún tiempo después ante Los apestados de Quíos,(3) que el propio
Gérard, quien según creo, era más hombre de ingenio que pintor, se exclamó: «Acaba de
sernos revelado un pintor, ¡pero es un hombre que anda por todas las plazas públicas!» — Para
andar por todas las plazas hay que tener el pie firme y el ojo iluminado por la luz interior.
¡Gloria y justicia sean rendidas a los señores Thiers y Gérard!

Desde el cuadro de Dante y Virgilio hasta las pinturas de la Cámara de los Pares y de los
diputados,(4) el espacio es grande sin duda; pero la biografía de Eugène Delacroix es poco
accidentada. Para un hombre así, dotado de semejante valor y de semejante pasión, las luchas
más interesantes son las que ha de mantener consigo mismo; los horizontes no necesitan ser
amplios para que las batallas sean importantes; las revoluciones y los acontecimientos más
curiosos suceden bajo el cielo del cráneo, en el angosto y misterioso laboratorio del cerebro.

Así pues debidamente revelado y, revelándose el hombre cada vez más (cuadro alegórico de
Grecia, el Sardanápalo, la Libertad, etc...), al empeorar día a día el contagio por el nuevo
evangelio, el propio desprecio académico se vio forzado a fijarse en este nuevo genio. El señor
Sosthène de la Rochefoucauld, por entonces director del museo de Bellas Artes,(5) hizo un
buen día llamar a Eugène Delacroix, y le dijo, después de abundar en cumplidos, que era triste
que un hombre de tan rica imaginación y con tan precioso talento, para quien el gobierno
deseaba lo mejor, no aceptase aguar un poco su vino; le pidió, finalemente, si no le sería
posible cambiar su estilo. Eugène Delacroix, prodigiosamente sorprendido de esa extraña
condición y de esos consejos ministeriales, contestó con una cólera casi cómica que, a primera
vista, si pintaba así, era por ser necesario para él y que no podía pintar de otra forma. Cayó en
completa desgracia , y se le privó de todo tipo de trabajos durante siete años. Hubo que
esperar a 1830. El señor Thiers ya había escrito en el Globe un nuevo y pomposo artículo.

Un viaje a Marruecos marcó, según parece, su espirítu con una impresión profunda, allí pudo
estudiar a placer los movimientos del hombre y la mujer en su independencia y su originalidad
primarias, y comprender la belleza antigua a través del aspecto de una raza depurada de
coyundas extrañas y engalanada con su salud y el libre desarrollo de sus músculos.
Probablemente daten de esa época la composición de Mujeres de Argel y un sinfín de bocetos.

Hasta el momento se ha sido injusto con Eugène Delacroix. La crítica se ha mostrado con él
amarga e ignorante; salvo algunas honrosas excepciones, incluso el elogio ha debido parecerle
a menudo chocante. En general, y para la mayoría de la gente, nombrar a Eugène Delacroix,
equivale a arrojar a sus espíritus no sé que vagas ideas de fogosidad mal encauzada, de
turbulencia, de inspiración aventurera, de desorden incluso; y para esos señores que integran
la mayoría del público, el azar, honrado y complaciente vasallo del genio, desempeña un gran
papel en sus más logradas composiciones. En la desgraciada época de revolución de la que
hablaba más arriba, y cuyos numerosos desaciertos he señalado, se comparó con frecuencia a
Eugène Delacroix con Victor Hugo. Teníamos al poeta romántico, hacía falta el pintor. Esta
necesidad de encontrar a toda costa semejanzas y analogías entre las distintas artes, lleva con
frecuencia a extrañas pifias, y ésta demuestra hasta donde llega nuestra falta de
entendimiento; ya que si mi definición del romanticismo (intimidad, espiritualidad, etc.) sitúa a
Delacroix a la cabeza del romanticismo, excluye naturalmente a Victor Hugo. El paralelismo ha
permanecido en el banal ámbito de las ideas convencionales, y estos dos prejuicios obstruyen
aún muchas cabezas débiles. Hay que acabar de una vez por todas con estos remilgos de
retórico. Ruego a todo aquel que haya sentido la necesidad de crear, para uso propio,
determinada estética, y de deducir las causas de sus resultados, que compare atentamente los
productos de estos dos artistas.

Victor Hugo, de quien no pretendo aminorar ni la nobleza ni la majestad, es un artesano


mucho más diestro que inventivo, un obrero mucho más correcto que creativo. Delacroix es a
veces torpe, pero fundamentalmente creador. Victor Hugo deja ver en todos sus cuadros líricos
y dramáticos un sistema de alineamiento y de contrastes uniformes. Incluso la excentricidad
adopta para él formas simétricas. Posee a fondo y emplea con frialdad todos los tonos de la
rima, todos los recursos de la antítesis, todas las trampas de la aposición. Es un compositor de
decadencia o de transición, que emplea sus herramientas con una destreza verdaderamente
admirable y curiosa. Hugo era naturalmente académico antes de nacer, y si viviésemos aún en
el tiempo de las maravillas fabulosas, creería de buen grado que los leones verdes del
instituto, cuando pasaba ante el santuario encolerizado, le murmuraron más de una vez al oído
con voz profética: «Serás académico».
Con Delacroix la justicia tarda más. Sus obras son, al contrario, poemas, y grandes poemas
ingenuamente concebidos,(6) ejecutados con la insolencia habitual del genio. —En los del
primero no hay nada que adivinar; porque tanto se complace en la exhibición de su destreza
que no omite ni un pétalo, ni un reflejo de reverberación. —El segundo abre en los suyos
hondas avenidas para la imaginación más viajera. —El primero goza de cierta tranquilidad,
mejor dicho, de cierto egoismo de espectador, que hace planear sobre toda su poesía no sé
qué frialdad, qué moderación, —que la pasión tenaz y biliosa del segundo, en lucha con las
lentitudes del oficio, no siempre le permite mantener.— Uno empieza por los detalles, el otro
por la inteligencia íntima del tema; venga de donde venga, éste solo coge la piel, el otro le
arranca las entrañas. Demasiado material, demasiado atento a las superficies de la naturaleza,
Victor Hugo ha llegado a ser pintor en poesía; Delacroix, siempre respetuoso con su ideal, es a
menudo, a pesar suyo, poeta en pintura.

En lo que al segundo prejuicio se refiere, el prejuicio del azar, no tiene más valor que el
primero. —Nada es más impertinente, ni más estúpido que hablar a un gran artista, erudito y
pensador como Delacroix, de sus obligaciones para con el dios azar. Eso sólo provoca, de pena,
un encogimiento de hombros. No hay azar en el arte, en mecánica tampoco. Un buen hallazgo
no es sino la consecuencia de un buen razonamiento, del que a veces se han omitido
deducciones intermedias, así como un fallo es la consecuencia de un principio falso. Un cuadro
es una máquina, cuyos sistemas son todos inteligibles para el ojo entrenado; donde todo tiene
su razón de ser, si el cuadro es bueno; donde una tonalidad está siempre destinada a realzar
otra; donde un error puntual en el dibujo es a veces necesario para no sacrificar algo más
importante.

Esta intervención del azar en los asuntos de pintura de Delacroix es tanto más inverosímil
cuanto que se trata de uno de los raros hombres que siguen siendo originales tras haber
bebido en todas las fuentes que importan, y cuya individualidad indómita pasó
alternativamente bajo el yugo sacudido de todos los grandes maestros. —Más de uno quedaría
bastante sorprendido viendo un estudio suyo de Rafael, obra maestra de imitación paciente y
laboriosa, y escasas personas recuerdan hoy las litografías que hizo a partir de medallas y de
piedras esculpidas.

He aquí unas líneas del señor Henri Heine que explican bastante bien el método de Delacroix,
un método que es, como el todos los hombres de vigorosa constitución, el resultado de su
temperamento:

En cuestión de arte, soy sobrenaturalista. No creo que el artista pueda hallar en la naturaleza todos sus tipos, sino que
los más destacables le son revelados por su alma, al igual que el simbolismo innato de las ideas innatas, y al mismo
tiempo. Un moderno profesor de estética, que ha escrito Investigaciones sobre Italia, ha querido revalorizar el viejo
principio de la Imitación de la naturaleza, y pretender que el artista plástico tenía que encontrar en la naturaleza todos
sus tipos. Sólo que el profesor, al exhibir de tal modo su principio supremo de las artes plásticas, había olvidado una
de esas artes, una de las más primitivas, me refiero a la arquitectura, de la que a posteriori se intentó encontrar los
tipos en el follaje de los bosques, en las grutas de las rocas: esos tipos no se encontraban en absoluto en la naturaleza
exterior sino en el alma humana.(7)

Así, Delacroix parte de este principio: que un cuadro debe, ante todo, reflejar el pensamiento
íntimo del artista, que domina su modelo, al igual que el creador la creación; y de este
principio extrae el segundo que parece a primera vista contradecirlo, —a saber, que conviene
ser muy cuidadoso con los medios materiales de la ejecución.— Profesa una estima fanática
por la limpieza de los instrumentos y la preparación de los elementos de la obra. —
Efectivamente, siendo la pintura un arte que exige el concurso immediato de una multitud de
cualidades, es importante que la mano encuentre, cuando se pone a la tarea, el menor número
de obstáculos posible, y que cumpla con una rápidez servil las órdenes divinas del cerebro: de
otra forma el ideal se esfuma.

Tan lenta, seria, concienzuda es la concepción del gran artista, tan presta su ejecución. Se
trata, por otra parte, de una cualidad que comparte con otro, del que la opinión pública ha
hecho su negativo, el señor Ingres. El parto no es en absoluto el nacimiento, y estos grandes
señores de la pintura, dotados de una aparente pereza despliegan una agilidad maravillosa
para cubrir la tela, el San Sinforiano fue enteramente repetido varias veces, y en su principio
contenía muchas menos figuras.
Para Eugène Delacroix la naturaleza es un nutrido diccionario del que enrolla y consulta las
hojas con ojo firme y profundo; y esta pintura, que procede sobre todo del recuerdo, habla
sobre todo al recuerdo. El efecto producido sobre el alma del espectador es análogo a los
medios del artista. Un cuadro de Delacroix, Dante y Virgilio, por ejemplo, siempre deja una
impresión profunda, cuya intensidad aumenta con el tiempo. Sacrificando siempre los detalles
en beneficio del conjunto, y temiendo siempre debilitar la vitalidad de su pensamiento por la
fatiga de una ejecución más limpia y más caligráfica, goza plenamente de una originalidad
inasible, que es la intimidad del tema.

El ejercicio de una dominante sólo se produce legitimamente en detrimento de todo lo demás.


Un gusto excesivo necesita sacrificios, y las obras maestras no son sino fragmentos variados
de la naturaleza. De ahí que convenga padecer las consecuencias de una gran pasión, sea cual
fuere, aceptar la fatalidad de un talento, y no regatear con el genio. En esto no pensaron las
gentes que tanto se burlaron del talento de Delacroix; sobre todo los escultores, gentes
parciales y tuertas, más allá de lo permisible, y cuyo juicio vale, como mucho, la mitad que el
juicio de un arquitecto. —La escultura para la que el color es imposible y el movimiento difícil,
nada tiene que debatir con un pintor a quien preocupan sobre todo el movimiento, el color y la
atmósfera. Estos tres elementos requieren sobre todo un contorno un poco impreciso, líneas
ligeras y flotantes, y audacia en la pincelada.— Delacroix es hoy el único cuya originalidad no
ha sido invadida por un sistema de líneas rectas; sus personajes están siempre
convulsionados, y sus telas flotantes. Desde el punto de vista de Delacroix la línea no existe;
ya que por más tenue que sea, siempre habrá un geómetra quisquilloso para imaginarla
suficientemente gruesa como para contener otras mil; y para los coloristas que quieren imitar
estas palpitaciones eternas de la naturaleza, las líneas no son sino, al igual que en el arco iris,
la fusión íntima de dos colores.

Por otra parte existen varios tipos de dibujo, al igual que existen varios colores: —precisos o
ridículos, fisonómicos e imaginados.

El primero es negativo, incorrecto de tan realista, natural pero disparatado; el segundo es el


dibujo naturalista, pero idealizado, dibujo de un genio que sabe elegir, arreglar, corregir,
adivinar, domeñar la naturaleza; pero el tercero, que es el más noble, y el más extraño puede
obviar la naturaleza, puesto que representa otra, análoga al espirítu y al temperamento del
autor.

El dibujo fisonómico pertenece generalmente a los apasionados, como el señor Ingres; el


dibujo de creación es el privilegio del genio.(8)

La gran cualidad del dibujo de los artistas supremos es la verdad del movimiento, y Delacroix
jamás viola esta ley natural.

Examinemos cualidades más generales aún. —Una de las principales características de un gran
pintor es la universalidad.— Así el poeta épico, Homero o Dante, sabe hacer igualmente bien
un idilio, un relato, un discurso, una descripción, una oda, etc.

Del mismo modo, Rubens si pinta frutos, pintará frutos más hermosos que un especialista
cualquiera.

Eugène Delacroix es universal; ha hecho cuadros de género cargados de intimidad, cuadros


históricos cargados de grandeza. Quizás sólo él, en nuestro siglo incrédulo, ha concebido
cuadros religiosos que no eran ni fríos ni vacíos como las obras de los concursos, ni pedantes,
místicos o neocristianos, como los de todos esos filósofos del arte que hacen de la religión una
ciencia llena de arcaísmo, y que creen necesario poseer ante todo el simbolismo y las
tradiciones primitivas para tocar y hacer vibrar la fibra religiosa.

Esto se entiende fácilmente, si se quiere pensar que Delacroix es, al igual que todos los
grandes maestros, una admirable mezcla de ciencia, —es decir un pintor completo, —y de
ingenuidad, es decir un hombre completo. Id a ver en Saint-Louis en el Marais esa Pietà ,
donde la majestuosa reina de los dolores sostiene en su regazo el cuerpo de un niño muerto,
los dos brazos tendidos horizontalmente en un arrebato de desesperación, un ataque de
nervios maternal. Uno de los dos personajes que ampara y modera su dolor está desconsolado
como las figuras más lamentables del Hamlet, obra esta con la que tiene más de un punto en
común. —De las dos santas mujeres, la primera se arrastra convulsivamente por el suelo,
engalanada aún con las joyas y las insignias del lujo; la otra, rubia y dorada, se derrumba
impotente bajo el peso enorme de su dolor.

El grupo está escalonado y dispuesto todo él sobre un fondo de un verde oscuro y uniforme
que tanto podría asemejarse a un conjunto de rocas como a un mar convulsionado por la
tormenta. Este fondo es de una sencillez fantástica, y sin duda Delacroix, al igual que Miguel
Ángel, suprimió lo accesorio para no perjudicar la claridad de su idea. Esta obra maestra deja
en el espíritu un profundo surco de melancolía. —Por otra parte, no era la primera vez que
acometía temáticas religiosas. El Cristo en el monte de los Olivos, el San Sebastián, ya habían
dado fe de la gravedad y de la sinceridad que sabe imprimirles.

Pero, para explicar mejor lo que afirmaba antes, —que sólo Delacroix sabe hacer religión,—
indicaré al observador que, si sus cuadros más interesantes son casi siempre aquellos cuyo
temas elige él mismo, es decir los de pura fantasía, —sin embargo la tristeza seria de su
talento se adecua perfectamente a nuestra religión, religión profundamente triste, religión del
dolor universal, y que, por su propio catolicismo, concede al individuo una libertad total y de
buen grado se deja celebrar en el lenguaje de cada uno,— siempre y cuando conozca el dolor y
sea pintor.

Recuerdo que uno de mis amigos, joven de mérito por otra parte, colorista ya en boga, —uno
de esos jóvenes precoces que crean esperanzas a lo largo de toda su vida, y mucho más
academicista de lo que él mismo piensa,— llamaba a esta pintura: ¡pintura de caníbal!

¡Con toda seguridad, no podrá nuestro joven amigo encontrar en las curiosidades de una
paleta recargada, ni en el diccionario de las reglas, esta sangrienta y desbocada desolación,
apenas compensada por el verde oscuro de la esperanza! Este terrible himno al dolor hacía
sobre su clásica imaginación el mismo efecto que los temibles vinos de Anjou, Auvernia o el
Rin en un estómago habituado a los pálidos claretes del Médoc. Por tanto, universalidad de
sentimiento, — ¡y ahora universalidad de ciencia!

Hace tiempo que los pintores habían olvidado el género llamado decorativo. El hemiciclo de las
Bellas Artes es una obra pueril y torpe en la que las intenciones se contradicen, y que se
asemeja mucho a una colección de retratos históricos. El Techo de Homero es un hermoso
cuadro que no toca techo.(9) La mayoría de las capillas realizadas en los últimos tiempos, y
distribuidas entre los alumnos del señor Ingres, están hechas con el sistema de los primitivos
italianos, es decir que pretenden alcanzar la unidad gracias a la supresión de los efectos
luminosos y a un amplio sistema de iluminaciones atenuadas. Este sistema, sin duda más
razonable, esquiva las dificultades. Bajo Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, los pintores hicieron
decoraciones muy aparatosas, pero que carecían de unidad en el color y la composición.

Eugène Delacroix tuvo que hacer decoraciones, y solventó el gran problema. Encontró la
unidad del aspecto sin perjudicar su oficio de colorista.

Ahí está la Cámara de los Diputados que da fe de esta singular proeza. La luz, distribuida
económicamente, circula entre todas esas figuras, sin retener el ojo de una forma tiránica.

El techo circular de la biblioteca del Luxemburgo es una obra aún más sorprendente, en la que
el pintor logró, —no sólo un efecto aún más dulce y unificado, sin suprimir ni un ápice de las
cualidades del color y de la luz, que distinguen todos sus cuadros,— mejor aún se apareció
bajo un aspecto completamente nuevo: ¡Delacroix paisajista!

En vez de pintar a Apolo con las musas, invariable decoración de las bibliotecas, Eugène
Delacroix cedió a su irresistible gusto por Dante, que tan sólo Shakespeare reequilibra en su
espíritu, y eligió un fragmento en el que Dante y Virgilio encuentran, en un lugar misterioso, a
los principales poetas de la Antigüedad:

No dejamos de andar mientras me hablara,


que íbamos por la selva todavía,
selva, digo, que de almas se formara.
Aún no era muy larga nuestra vía
de acá del sueño, cuando vi un fulgor
que al hemisferio lóbrego vencía.
De lejos me llegaba el resplandor
mas no tanto que yo no viera parte
de aquellos que merecen alto honor.
«¡Oh! Tú!», exclamé, «que ilustras ciencia y arte!,
¿quiénes son los que allá se hallan honrados,
que de los otros los contemplo aparte?»
Y él a mí: « La preclara nombradía
que gozan en tu mundo ha conseguido
gracia ante la celeste jerarquía».
Mientras tanto una voz llegó a mi oído:
«Honremos al altísimo poeta:
vuelva su sombra tras haber partido».
Después que aquella voz quedóse quieta,
a cuatro grandes hombres vi venir
cuya expresión no era feliz ni inquieta.
El buen maestro comenzó a decir:
«Mira a aquel que se acerca espada en mano
y a los otros parece presidir:
es Homero, poeta soberano;
el satírico Horacio luego avanza;
detrás Ovidio; el último, Lucano.
Y aunque a cada uno de ellos les alcanza
el nombre que en la voz que oíste vuela,
hacen bien si me rinden alabanza».
Vi convocada, así, la bella escuela
de aquel señor del elevado canto:
águila que a las otras sobrevuela.
Después de conversar entre sí un tanto,
con amistad el rostro a mí volvieron
y mi maestro sonrió entretanto:
y muchos más honores me rindieron,
pues el sexto fui yo en la compañía
de los sabios que allí se reunieron.(10)

No insultaré a Eugène Delacroix con elogio exagerado por haber vencido tan bien la concavidad
de su tela y haber dispuesto figuras derechas. Su talento está por encima de esas cosas. Me
interesa sobre todo el espíritu de esa pintura. Es imposible expresar en prosa toda la calma
bienaventurada que respira , y la profunda armonía que reina en esa atmósfera. Esto hace
pensar en las páginas más florecientes del Telémaco, y me devuelve todos los recuerdos que el
espíritu recogió en los relatos elíseos. El paisaje, que no deja de ser un accesorio, es, desde la
óptica en la que me situaba antes —la de la universalidad de los grandes maestros—, una de
las cosas más importantes. Este paisaje circular, que abarca un espacio enorme, está pintado
con el aplomo de un pintor histórico, y con la finura y el amor de un paisajista. Ramos de
laureles, sombras considerables lo recortan con armonía; manchas de sol suave y uniforme
descansan sobre la hierba; montañas azules o ceñidas de bosques crean un horizonte a la
medida del goce de los ojos. En cuanto al cielo, es azul y blanco, cosa sorprendente en
Delacroix; las nubes, diluidas y estiradas en distintas direcciones como una gasa que se rasga,
son de una gran ligereza; y esa bóveda de azul, profunda y luminosa, huye a una altura
prodigiosa. Las acuarelas de Bonington son menos transparentes.

Esta obra maestra, que a mi entender es superior a lo mejor de Veronés, necesita para ser
entendida de una gran quietud espiritual y de una claridad muy suave. Por desgracia, la
claridad deslumbrante que se arrojará por el ventanal de la fachada, tan pronto como la
liberen de las telas y los andamios, dificultará ese trabajo.

Este año los cuadros de Delacroix son El rapto de Rebeca, extraído de Ivanhoe, los Adioses de
Romeo y de Julieta, Margarita en la iglesia, y Un león con acuarela.

Lo admirable del Rapto de Rebeca, es una perfecta ordenación de las tonalidades, tonalidades
intensas, apuradas, apretadas y lógicas, de las que se extrae siempre un aspecto
sobrecogedor. En casi todos los pintores que no son coloristas, siempre se destacan espacios
vacíos, es decir grandes huecos producidos por tonalidades que no están al mismo nivel por así
decirlo; la pintura de Delacroix es como la naturaleza, le horroriza el vacío.

Romeo y Julieta, — en el balcón,— entre las frías luces de la mañana se agarran,


religiosamente abrazados por el centro del cuerpo. En este violento abrazo del adiós, Julieta,
con las manos puestas sobre los hombros de su amante, echa la cabeza hacia atrás, como
para respirar, o en un arranque de orgullo y de gozosa felicidad. Esta actitud insólita, —ya que
casi todos los pintores pegan las bocas de los amantes una a la otra,— resulta al menos muy
natural; —este poderoso movimiento de la nuca es peculiar de los perros y los gatos felices al
ser acariciados. —Los vapores violáceos del crepúsculo envuelven la escena y el paisaje
romántico que la completa.

El éxito general que consigue este cuadro y la curiosidad que despierta demuestran claramente
lo que ya he dicho en otra ocasión, —que Delacroix es popular a pesar de lo que digan los
pintores, y que bastará con no alejar al público de sus obras, para que lo sea tanto como otros
pintores inferiores.

Margarita en la iglesia pertenece a esta categoría ya nutrida de encantadores cuadros de


género con los cuales Delacroix parece querer explicar al público sus litografías tan
amargamente criticadas.(11)

Este León pintado con acuarela tiene para mí un gran mérito, además de la belleza del dibujo y
la actitud: es que está realizado con un gran altruismo. La acuarela queda reducida a su
modesto papel, y no pretende hacerse tan espesa como los óleos.

Para completar este análisis sólo me queda señalar una última cualidad en Delacroix, la más
destacable de todas y que hace de él un auténtico pintor del siglo XIX: es esa melancolía
singular y tozuda que se desprende de todas sus obras, y que se expresa mediante la elección
de los temas, el gesto y el estilo del color. Delacroix aprecia a Dante y a Shakespeare, otros
dos grandes pintores del dolor humano; los conoce a fondo y sabe interpretarlos libremente. Al
contemplar la serie de sus cuadros se diría que asistimos a la celebración de algún misterio
doloroso: Dante y Virgilio, La matanza de Quíos, el Sardanápalo, el Cristo en el monte de los
Olivos, el San Sebastián, la Medea, Los náufragos, y el Hamlet tan despreciado y tan poco
comprendido. En varios de ellos se encuentra, en virtud de no sé que constante azar, una
figura más desamparada que las demás, en la que se resumen todos los dolores circundantes;
como la mujer arrodillada, con el pelo colgando, en el primer plano de los Cruzados en
Constantinopla; la vieja, tan abatida y tan ajada, en La matanza de Quíos. Esta melancolía se
respira hasta en Las mujeres de Argel, su cuadro más coqueto y florido. Este pequeño poema
de interior, cargado de reposo y de silencio, atestado de telas y fruslerías de tocador, exhala no
sé qué intenso perfume de lugar malfamado que enseguida nos guía hacia el limbo insondable
de la tristeza. En general, no pinta hermosas mujeres, al menos desde la óptica general. Casi
todas están enfermas, y resplandecen con cierta belleza interior. En absoluto expresa la fuerza
por el grosor de los músculos sino por la tensión de los nervios. No es sólo el dolor lo que
mejor sabe expresar —prodigioso misterio de su pintura— ¡el dolor moral! Esta alta y seria
melancolía brilla con un fulgor apagado, incluso en su color, amplio, simple, abundando en
masas armoniosas, como la de todos los grandes coloristas, pero quejumbrosa y honda como
la melancolía de Weber.

Cada uno de los viejos maestros tiene su reino, su patrimonio, —que, a menudo, ha de
compartir con rivales ilustres. Rafael posee la forma, Rubens y Veronés el color, Rubens y
Miguel Ángel lal imaginación del dibujo. Quedaba una parcela del imperio, en la que sólo
Rembrandt había hecho algunas incursiones, — el drama,— el drama natural y vivo, el drama
terrible y melancólico, frecuentemente expresado por el color, y siempre por el gesto.

En materia de gestos sublimes Delacroix sólo tiene parangón fuera de su arte. Sólo conozco a
Frédérick Lemaître y a Macready.
A esta cualidad absolutamente moderna y absolutamente nueva se debe que Delacroix sea la
última expresión del progreso en el arte. Heredero de la gran tradición, es decir de la
generosidad, de la nobleza, de la pompa en la composición, y digno sucesor de los viejos
maestros, ¡domina mejor que ellos el dolor, la pasión, el gesto! Esto es en verdad lo que
constituye la importancia de su grandeza. —Efectivamente, imaginemos que se pierda el
bagaje de uno de los viejos ilustres, casi siempre tendrá su análogo que pueda explicarlo y
sugerirlo al pensamiento del historiador. Suprimid a Delacroix y, rota, la gran cadena de la
historia se derrumba.

En un artículo que más parece una profecía que una crítica, ¿para qué consignar fallos
puntuales y manchas microscópicas? Tan hermoso es el conjunto que no tengo el valor de
hacerlo. Por otra parte sería tan fácil ¡y ya lo han hecho tantos! —¿No es acaso más novedoso
mirar el lado bueno de la gente? Los defectos de Delacroix son a veces tan evidentes que
saltan a la vista menos ejercitada. Se puede coger, al azar, la primera hoja que pasa, en la que
durante largo tiempo se han empeñado, a la inversa de mi sistema, en no ver las radiantes
cualidades que constituyen su originalidad. Es sabido que los grandes genios nunca se
equivocan a medias, y que tienen el privilegio de la enormidad en todos los sentidos.

Afortunadamente, algunos de sus alumnos ya se han apropiado de lo que puede aprovecharse


de su talento, es decir, de algunos aspectos de su método, y ya se han forjado cierta
reputación. Sin embargo su color tiene, por lo general, el defecto de no pretender más que a lo
pintoresco y al efectismo; el ideal no es su campo, aunque prescindan de buen grado de la
naturaleza, sin haber ganado el derecho de hacerlo gracias a los esforzados estudios del
maestro.

Se ha señalado este año la ausencia del señor Planet, cuya Santa Teresa había llamado la
atención de los entendidos en el último Salón, —y del señor Riesener, que a menudo ha hecho
cuadros de intenso color, y del que se pueden ver con gusto algunos buenos techos en la
Cámara de los Pares, a pesar del la terrible proximidad de Delacroix.

El señor Léger Chérelle envió el Martirio de santa Helena. El cuadro está compuesto por una
única figura y por una pica cuyo efecto es bastante desgradable. Por lo demás el color y el
moldeado del torso son generalmente buenos. Pero creo que el señor Léger Chérelle ya enseñó
este cuadro al público con ligeras variantes.

Lo que es bastante singular en la Muerte de Cleopatra, por el señor Lassale-Bordes, es el que


no se encuentre en él una preocupación única por el color, y quizás sea un mérito. Las
tonalidades son, por así decirlo, equívocas, y esa amargura no está desprovista de encanto.

Cleopatra expira en su trono, y el enviado de Octavio se inclina para contemplarla. Una de sus
sirvientas acaba de morir a sus pies. A la composición no le falta majestad, y la pintura está
realizada con una sencillez bastante audaz; la cabeza de Cleopatra es bella, y la indumentaria
verde y rosa de la negra contrasta acertadamente con el color de su piel. Sin duda hay en este
gran lienzo llevado a buen término, sin ninguna preocupación por la imitación, algo que gusta
y que atrae al paseante distraído.

NOTAS
(1) Una versión española de este texto, de la mano de Carmen Santos, fue publicada por la
editorial Visor en 1996, en una antología de textos del autor titulada Salones y otros escritos
sobre arte. Esta traducción me ha sido muy útil para corregir algunos fallos y resolver algunas
dudas de mi versión; también estoy en deuda con su documentado aparato de notas.
(2) Lejos de sentirse orgulloso de «su condición de romántico» a Delacroix le irritaba que le
encuadrasen en ese movimiento, de ahí su respuesta a quienes le saludaban con el calificativo
«romántico»: «Caballero, yo soy un auténtico clásico».
(3) Pongo apestados en vez de matanza, para explicar a los críticos despitados las tonalidades
de las carnes con frecuencia objeto de reproche. [Nota de Baudelaire.] El cuadro lleva por
título La matanza de Quíos.
(4) Delacroix concluía en 1846 sus pinturas del Palacio del Luxemburgo (cámara de los pares)
y seguía con las del Palais-Bourbon (cámara de los diputados), iniciadas en 1838. [Nota de la
edición española.]
(5) La conversación Sosthène de La Rochefoucauld es real, pero la caída en desgracia de
Delacroix, es una leyenda. El pintor gozó gracias a Thiers de una cierta protección por parte
del gobierno.
(6) Hay que entender por ingenuidad del genio la ciencia del oficio combinada con el gnôti
séauton, pero la ciencia modesta que deja el mejor papel al temperamento. [Nota de
Baudelaire.] Gnôti séauton: «conócete a ti mismo», inscripción del templo de Delfos adoptada
por que Sócrates. [Nota de la edición española.]
(7) El texto de Heine procede de su salón de 1831; el historiador al que alude es Carl Friedrich
von Rumohr, y a su obra Investigaciones italianas.
(8) Es lo que el señor Thiers llama imaginación del dibujo. [Nota de Baudelaire.]
(9) El hemiciclo de Bellas Artes: obra de Delaroche que representaba a los grandes artistas
hasta finales del siglo XVIII. El techo de Homero: la Apoteosis de Homero, de Ingres, que
decoraba el techo de una sala del Louvre.
(10) Se trata de los versos 64-102 del Canto IV del Infierno de Dante, cuya traducción tomo
de Ángel Crespo.
(11) Las litografías de Delacroix sobre el Fausto de Goethe.

FUENTE ONLINE: http://www.saltana.org/1/docar/0517.html

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